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1 – No funcionó

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Al final, estoy arrepentido de no haber contratado a otro dudador profesional cuando el primero me
presentó la renuncia. Claro, de entrada me pareció que el servicio de decididores express iba a ser
mucho mejor: con el dudador, uno le pasaba la duda al tipo, que se quedaba dudando, mientras
uno decidía lo primero que se le cruzaba por la cabeza. Con los decididores express, pintaba más
sencillo y expeditivo: ante la duda, uno llama por teléfono, y los tipos deciden por uno.

Pero se puede complicar.

Resulta que el domingo fui, como todos los domingos a la mañana, a leer el diario en el bar de
Lacroze, y cuando se hizo el mediodía pensé en quedarme a almorzar algo.
Así que le hice una seña a Orellana, el mozo, que se vino lento desde el fondo, y casi sin mirarme
me dejó la carta sobre la mesa.
Ahí se me ocurrió hacer uso del servicio.

Marqué 0800 333 decisionesexpress, y del otro lado me contestaron:


- Buenos días, mi nombre es Matías, ¿en qué lo puedo ayudar?
El nombre, y el acento cordobés, me resultaron familiares.
-Necesito que me decidan qué puedo pedir para comer, le dije
-Milanesa de ternera con puré de papas, ensalada mixta, y una jarra de tinto de la casa, me
disparó, con una seguridad envidiable.
Corté y pensé: ¡A la flauta, esto funciona!
Llamé enseguida a Orellana, y le repetí el pedido como un loro, pero con firmeza, como si la
decisión la hubiera tomado yo, sin ayuda externa. El mozo, acostumbrado a que cada vez que
agarro la carta tardo una eternidad en decidirme, levantó la ceja derecha, dio media vuelta, y
rumbeó para la cocina.

Mientras esperaba la comida, me entretuve viendo como dos de los muchachos de la barra de
Excursionistas jugaban al pool por la ficha.
Ese día los que estaban en el bar eran Pilín y Anchoa. Pilín debe pesar como 120 kilos, y cuando
agarra las bolas de pool para acomodarlas en el paño, en sus manos parecen pelotitas de ping
pong. Anchoa es flaco, nervioso, y fuma sin parar.
En eso reapareció Orellana, y me dijo:
-La mila, salía con puré, no?
Me dejó helado. Yo le había hecho el pedido sin pensar, para eso tengo contratado el servicio, por
lo tanto ni me acordaba qué había decidido por mí el tal Matías.
-Aguárdeme un minuto, le dije, y agarré el celular.
Orellana, un correntino compacto y taciturno, me miró con cierta desconfianza, pero enseguida
desvió la vista hacia la mesa de pool y dejó de prestarme atención.
La voz que me atendió no era la misma, pero el acento era parecido:
-Buenos días, mi nombre es Ezequiel, ¿En qué lo puedo ayudar?
-Mire, joven, estoy acá en el bar, hace unos minutos hablé con un tal Matías, yo había consultado
para que me decidieran qué pedir para com...Ni me dejó terminar la frase:
- Un cuarto de pollo al oreganato (la parte del muslo), con papas a la española, ensalada de
zanahoria y huevo duro, y vino blanco con hielo.
Corté y le trasladé de corrido el párrafo que acababa de oír a Orellana, que a medida que iba
escuchando, abría los ojos como el dos de oro.
Al correntino, que era de muy pocas palabras, le brotó una frase rápida, a lo mejor por efecto de la
sorpresa:
-¡Pero Doctor, mire que está marchando todo lo demás, solamente tenía dudas con el puré!
Envalentonado por la seguridad que me daba el respaldo de Decisionesexpress (más los anises
que me había tomado durante la mañana en el mostrador, mientras conversaba con doña
Moderación, la encargada), le contesté, reconozco que con cierta aspereza:
-¿De qué puré me habla?, me habrá entendido mal. ¡Hágame el favor, tráigame lo que le acabo de
pedir!
Orellana me miró fijo con sus ojos achinados, y mientras giraba para dirigirse a la cocina, masculló
algo que no alcancé a entender, pero que me sonó a guaraní.

Un poco molesto por el incidente, traté de distraerme observando la escalera de caracol que había
al fondo del local, que comunicaba con el primer piso. Bajaba por el hueco una luz tenue, que a
veces cambiaba de color, acompañada por un olor a sahumerio que por momentos se imponía
sobre la fritanga que salía de la cocina. De vez en cuando, cuando doña Moderación se aburría de
escuchar a González Oro y apagaba la radio, también se podía oír cómo se filtraban desde arriba
unos cánticos indescifrables, mezclados con una música como hindú, de cítaras y tambores.

Esta vez Orellana me interrumpió como atajándose, pero a la vez inflando el pecho y alzando la
cabeza, mientras descorchaba el vino.
Mire…me dice el cocinero que no queda muslo, que si puede ser pechuga…
Sin siquiera contestarle, manoteé el teléfono, y apreté redial.
Otra voz distinta a las dos anteriores. El mismo acento cordobés:
-Buenos días, mi nombre es Emiliano, ¿En qué lo puedo ayudar?
Dándole la espalda al mozo, y cubriendo el celular y mi boca con el hueco de la mano libre, para
que no me escuchara, pregunté, casi susurrando:
-¿Qué puedo comer?
-Ravioles al filetto, con estofado y mucho queso rallado, y una copa de moscato.
Me la vi venir, así que me paré lo más firme posible, y le largué el pedido en la cara a Orellana, casi
a los gritos.

El correntino dio un paso adelante, y en un solo movimiento tiró la mesa a un costado, cazó por el
cuello la botella de blanco antes de que cayera al piso, y me agarró de la solapa con la otra mano.
Por encima de su hombro ví que el cocinero, tan compacto como Orellana pero el doble de alto, se
venía desde el fondo blandiendo esa maza de madera que se usa para amansar las milanesas,
como un guerrero vikingo en plena batalla.
Al instante, los muchachos de Excursio, que me tienen cierto aprecio porque de vez en cuando les
pago una cerveza, se me alinearon a ambos flancos: Anchoa a mi derecha levantando una silla por
sobre su cabeza, y el gordo Pilín a mi izquierda, con el taco de pool empuñado como si fuera un
bate de beisbol.
La escena quedó congelada por un par de segundos, como en esas películas modernas donde los
tipos se quedan duros en el aire en el medio de una patada voladora, y la cámara da vueltas
alrededor.
Ese fue el momento que aprovechó doña Moderación para llegar desde el mostrador, hacerle soltar
a Orellana la mano de mi solapa, agarrarme amistosamente por el hombro, y empujarme
suavemente hacia la vereda, pasando entre Anchoa y Pilín, mientras me decía:
-Doctor, vaya a caminar un rato por el parque, así se tranquiliza, y por unos días trate de tomarse el
anicito en otro bar.

Crucé la avenida a las puteadas, y cuando llegué a la vereda de enfrente, vi que en el balcón del
primer piso estaba un barbudo con túnica y collares, apoyado en el cartel de la baranda, que se
reía solo mientras fumaba. Por las dudas le hice ese gesto con el dedo mayor que hacen los
yanquis en las series de televisión.
Un poco más tranquilo, me paré al lado de la frutería que hay enfrente del bar, y llamé al Servicio
de Atención al Cliente de la compañía de telefonía celular, para consultar cuánto crédito me
quedaba.

Entonces escuché la voz con acento cordobés que me decía:


-Buenos días, mi nombre es Matías, ¿En qué lo puedo ayudar?
Mecachendié.

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