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Iván Cuevas
- Así, que… ¿estamos de acuerdo en que los ángeles no existen como tales,
verdad, Ismael?
- Creo que con esto podemos dar por terminado tu tratamiento como interno de
este hospital – aclaró Rosemberg – De ahora en adelante, pasarás a ser paciente
ambulatorio, y te reportarás conmigo una vez a la semana, en sesión normal.
¿De acuerdo?
“Mamá siempre decía que el orden de un lugar refleja el estado mental del que
vive ahí” pensaba Ismael mientras regresaba los muebles a la posición que generalmente
les corresponde.
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Hecho lo anterior, se apresuró a sacar de su blíster cada una de las pastillas de
clorhidrato de azepam, para luego empezar a machacarlas una por una, metódicamente,
con la ayuda de un martillito metálico de juguete, y una servilleta de tela, hasta formar
una pequeña montaña de polvo blanco, que luego se convirtió en polvillo, con la ayuda
de una tarjeta de descuento de la farmacia de “Nuestra Señora de la Salud”. Luego,
disolvió el polvo en unos cuantos centímetros cúbicos de alcohol etílico hasta obtener
una solución homogénea. “Prístina como el cristal”, pensó Ismael al terminar de
revolver la mezcla.
Minutos después, regresó del descuidado cuarto de baño con una jeringa de vidrio,
de esas que se desinfectaban en autoclaves antes de la llegada de las antisépticas
jeringuillas de plástico desechable. Como en un ritual planeado mentalmente centenares
de veces con anterioridad, absorbió el contenido en el interior de la jeringa, a la cual ya
había colocado una larga y gruesa aguja de acero inoxidable.
Acto seguido, sacó la botella de vino tinto que traía en la mochila y con mucha
destreza, atravesó el corcho con la larga y resistente aguja, apretando el émbolo para
que el líquido de la jeringa se disolviera con el contenido de la botella.
“El padre Rentería es muy listo, y sólo así lograré el objetivo que me he
propuesto” se dijo a sí mismo Ismael, mientras repetía la operación de llenado una y
otra vez, hasta que el contenido de las ochenta pastillas estaba nadando libremente, de
forma transparente e inadvertida, en la botella de vino.
“Padre Rentería, ¿cómo está usted? Mire, acabo de salir del manicomio y le traje
su vinito de consagrar”, le dijo Ismael al sacerdote al saludarlo en la entrada de la
parroquia. “Los loqueros dicen que ya estoy curado, por la gracia de Dios”.
Rentería sentía afecto por esa alma descarriada del Señor, pues había sido
estudiante del seminario pocos meses antes de empezar a presentar los primeros
síntomas de desintegración de la personalidad; al principio, esos pequeños comentarios
que Ismael hacía en la cena, acerca de ciertos mensajes que la Virgen al parecer le había
transmitido en sueños. “Todo es producto de su extrema devoción, con el tiempo se
calmará”, pensó el padre Rentería; pero luego vinieron los mensajes a plena luz del día,
mientras estaban en oración silenciosa, y era entonces cuando Ismael se ponía frenético
y se desesperaba porque nadie más que él escuchaba los supuestos mensajes; fue así
como todos empezaron a darse cuenta de que el hermano Ismael padecía de sus
facultades mentales.
“Es una pena, siendo tan joven”, reflexionó Rentería, justo antes de llamar a los
servicios de emergencia del Hospital de Sanidad Mental; pues la gota que derramó el
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vaso fue el hecho de que Ismael intentara provocarse los estigmas de la Crucifixión
clavándose en la palma de una mano el medidor de temperatura de la carne.
Ismael veía con suma devoción como el padre Rentería se servía del vino mientras
conversaban.
“Yo no puedo ingerir alcohol padre, estoy bajo medicación”, dijo Ismael a modo
de pretexto para no beber el contenido de la botella.
“A tu renovada salud mental, hijo”, dijo el padre mientras bebía del preparado
ante la mirada vidriosa y llena de ansiedad de Ismael.
Con la seguridad de quien se siente ataviado con una coraza indestructible, Ismael
empezó a recoger las evidencias del crimen para salir al mundo exterior, listo para
enfrentar cualesquiera retos que se le presentaran, pues él se había creado su propio y
personal Ángel Guardián. Sin embargo, justo cuando Ismael estaba por emprender la
silenciosa huida, la nudosa mano del padre Rentería le tomó por los tobillos y le hizo
trastabillar, cayendo estrepitosa e inesperadamente al suelo.
“Hijo mío, hay algo que debo confesarte” – Ismael, alarmado, volteó a mirar al
padre, quien con cara de adormilado empezaba a recuperar fuerzas. – “Yo también
dependo de los tranquilizantes, como tú, por eso todavía estoy consciente… lo que para
un hombre promedio de mi talla y peso serviría para dejarlo inconsciente y ahogado en
su propio vómito, para mí, es sólo como una pequeña siesta vespertina”.
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aliento y agregó: “Por otro lado, el doctor Rosemberg y yo hemos estado en constante
comunicación, intercambiando impresiones sobre la evolución de tu estado; y él fue
quien me puso en alerta sobre esta posible visita tuya al salir del instituto”.
Ismael, sin poder articular palabra, veía con odio y rencor al sacerdote, que tan
arteramente se había prestado a tan sucia y vil trampa. Rentería le señaló hacia el
pórtico.
- ¿Ves? Ahí están los hombres de blanco, con una camisa de fuerza, dispuestos a
llevarte de nuevo a donde perteneces.
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