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Resumen:
Las dos grandes transformaciones que
caracterizan el momento presente de la sociedad
occidental -la transformación cultural y la
transformación religiosa- repercuten profundamente en
el cristianismo. El análisis de las mismas permite tomar
conciencia de los verdaderos desafíos que tendrá que
enfrentar el cristianismo del futuro. El centro de la
crisis actual es, pues, el fin de una figura histórica de
cristianismo. Para construir una nueva figura es preciso
regresar a lo que constituyó la originalidad del hecho
cristiano. El futuro del cristianismo en América Latina,
como parte integrante de esa historia, sólo podrá ser
pensado en su especificidad, tomando en
consideración esa problemática.
Palabras clave: cultura occidental – religiosidad
moderna – cristianismo histórico – identidad cristiana –
perspectiva latinoamericana.
2. La transformación religiosa
Es el segundo aspecto del cambio cultural de
occidente. Se hizo manifiesta, en un primer momento,
con la secularización progresiva de la sociedad y de la
cultura a partir de los años 60 del siglo pasado. Dos o
tres décadas después, contra todas las previsiones de
los sociólogos de la muerte de Dios, aparece, de
manera inesperada, un fenómeno que los propios
sociólogos denominaron ‘retorno de lo religioso’ o la
‘revancha de lo sagrado’. Mas esas oscilaciones eran
sólo la punta del iceberg, la manifestación visible de
una transformación mucho más profunda: la tentativa
de la cultura moderna de auto-comprenderse,
organizarse en sociedad y construir el sentido de la
historia dentro de los estrictos límites de la inmanencia
mundana, desterrando así de su horizonte cualquier
referencia a la transcendencia.
No viene al caso discutir ahora si esa evolución
estaba inscrita en los presupuestos filosóficos de la
modernidad o fue fruto de condicionamientos históricos
contingentes. En cualquier hipótesis, la ‘situación
espiritual’ de la sociedad moderna, en sí misma, da que
pensar. Esa búsqueda de lo sagrado, que asume de
hecho las formas más contradictorias, es inseparable
de la crisis de sentido en la que se sumergió la
sociedad occidental. Lo que podría significar, por un
lado, que la intranscendencia de la vida, ese
confinamiento del individuo en el horizonte estrecho de
la inmanencia, acaba sofocando a la persona y se torna
insoportable. Y, por otro lado, podría ser la prueba de
que no es tan fácil para el ser humano sofocar por
completo la transcendencia que lo habita. Sin que eso
signifique que la cuestión de Dios haya sido resuelta. Al
contrario, es en el fondo de esa crisis donde deben ser
buscadas las causas de esa formidable transformación
cultural de lo religioso que caracteriza a la sociedad
occidental.
Tres factores parecen estar configurando esa
‘situación espiritual’ en la cual puede ser detectada la
metamorfosis de lo religioso en la sociedad occidental:
el factor cultural del ‘viraje antropocéntrico’ de la
modernidad, el sorprendente retorno de lo religioso
reprimido, y el fenómeno del pluralismo religioso como
uno de los resultados del encuentro entre culturas
diferentes. La crisis actual es el resultado de la
interacción de esos tres factores.
El primero estaba implícito, en lo que arriba fue
dicho sobre la transformación cultural: el viraje
antropocéntrico llevaba consigo una transformación de
las relaciones del sujeto moderno con la
transcendencia. Lo que se hizo manifiesto en el
desplazamiento social de la religión. Ésta ya no tiene
en la sociedad moderna una función que la justifique.
La sociedad se organiza en todas sus dimensiones
(sociales, políticas, económicas y culturales) siguiendo
los criterios por ella misma establecidos. Lo que en sí
mismo representa una conquista: la necesaria
distinción y separación entre las esferas social y
religiosa, y la justa afirmación de la autonomía de la
sociedad con relación a la Iglesia.
Mas esa emancipación se extendió también a la
transcendencia. El viraje antropocéntrico colocó al ser
humano como centro absoluto de toda la realidad,
‘principio y fundamento’ de lo que es bueno, de lo que
tienen valor, de lo que puede ser admitido y de lo que
debe ser rechazado. En otras palabras, el ser humano
no sólo se entiende a partir de sí mismo sino que se
funda en sí mismo. Y, por ello, puede disponer
plenamente de sí, del mundo y de la historia. Esta
reflexión de todo el dinamismo humano para dentro de
la historia no podía dejar de tener consecuencias en la
construcción del sentido de la vida. El vacío de sentido
que aflige a la sociedad moderna parece estar
mostrando que el ser humano no se contenta
fácilmente con las ‘pequeñas transcendencias’ que
pretenden sustituir a la verdadera ‘transcendencia
mayor’. Sea como fuere, aquí está el primer aspecto de
una profunda transformación de lo religioso por lo
cultural.
El segundo factor de la ‘situación espiritual’ de la
sociedad actual es el retorno de lo religioso de manera
anárquica y bajo las formas más heterogéneas.
Fenómeno plausible después de la secularización
progresiva de la sociedad moderna a partir de los años
60 del siglo pasado. Es difícil explicar las causas de
esta inesperada efervescencia religiosa[4]. Pero no se
puede negar que tenga alguna relación con la crisis de
sentido que afecta no sólo a los individuos sino a la
sociedad como conjunto. Es como si, sofocado por la
intranscendencia de la vida y cansado ya de sus
proyectos de autosalvación, el ser humano moderno
vislumbrase en ese redescubrimiento de lo religioso
una puerta para salir de sí, para trascenderse, en la
búsqueda de respuestas para sus necesidades
subjetivas: las cuestiones fundamentales de la vida, de
la muerte, del sentido y del amor.
Mas no debemos engañarnos. Retorno de lo
religioso no equivale necesariamente al reencuentro
con Dios. Es ahí donde radica la novedad y la
ambigüedad de ese fenómeno. En rigor no se trata de
un ‘retorno’ porque no hay una vuelta a las formas
religiosas tradicionales. Al contrario, las religiones
tradicionales no responden ya a esa búsqueda de
‘transcendencia’ y de ‘espiritualidad’. Lo sagrado es
reconstruido, de manera muy subjetiva, en una
simbiosis contradictoria de horizontes y perspectivas
en que es posible encontrar ciencia, filosofía, gnosis,
religiones orientales, esoterismo, ocultismo y hasta las
formas religiosas más arcaicas. Es toda esa diversidad
la que se acostumbra agrupar bajo la cómoda
denominación de ‘nuevos movimientos religiosos’. Ahí
aparece el segundo aspecto de la transformación
cultural de lo religioso: para dar cabida a tal
heterogeneidad es preciso ampliar de tal forma el
concepto de lo ‘religioso’ que él pierde su sentido
original. De ahí la ambigüedad del fenómeno y la
lucidez indispensable para discernir ese sorprendente
‘ímpetu religioso’.
El tercer factor, finalmente, es que por el hecho de
vivir en una época de pluralismo religioso se hizo una
realidad el encuentro entre las religiones. Pluralismo
‘de facto’. Religiones que hace algún tiempo nos
resultaban extrañas y hasta exóticas, forman parte de
nuestro cotidiano convivir. Pluralismo ‘de derecho’,
porque a los ojos del derecho, dentro del cual se
constituye el Estado moderno, todas las religiones son
iguales y sujetas a los mismos derechos y deberes. Es
pronto todavía para que podamos prever todas las
consecuencias de esa nueva situación. Si por un lado,
es una realidad cargada de promesas, por otro, ya
probó que posee en sí misma un enorme potencial
explosivo, por la inextricable relación que existe entre
lo religioso, lo cultural y lo étnico. Lo vivido
actualmente -en todos los continentes- es la prueba
cabal de cuán difícil es, aun dentro de un mismo país,
la convivencia entre los diversos grupos religiosos; y
más todavía cuando un tercer país recibe esa
diversidad llegada de diferentes países.
Ese es, sin duda, un tercer aspecto de nuestra
‘situación espiritual’ que contribuye a la transformación
cultural de lo religioso. Porque en el encuentro entre
las grandes religiones de la humanidad, la aparente
univocidad del lenguaje (divino, transcendencia, Dios,
realidad última, experiencia mística, etc.) esconde
diferentes experiencias de Dios, de la relación del
sujeto con Dios y con el mundo, de la salvación, etc.,
que no son intercambiables. ¿Puede el moderno sujeto
occidental, marcado por la tradición cristiana de Dios,
contentarse con una transcendencia que no sea
personal? ¿Puede renunciar a su condición de ‘persona’
ante Dios y a su responsabilidad por la historia? Es
suficiente (para ese ser humano concreto que es el
sujeto moderno occidental) perderse en el Todo o
sumergirse en la Plenitud cósmica para realizar la
búsqueda de la transcendencia?
Al contemplar simultáneamente esos tres
aspectos, tomamos conciencia del alcance de la
transformación cultural de lo religioso en la sociedad
occidental. Por un lado la extensión sin límites del
concepto de lo ‘religioso’ vuelve cada vez más
impreciso en su contorno y más ambigua la
experiencia que de él resulta[5]. Muchas de las
experiencias ‘espirituales’ actuales son experiencias de
autocentramiento, inmersiones en la propia
interioridad. En tales experiencias, ‘dios’ es sólo un
pretexto para el encuentro de la persona consigo
misma. Y ésa es la segunda señal de la transformación
de lo religioso operada por la modernidad: el
desplazamiento del horizonte de sentido como una
profunda metamorfosis de lo sagrado. Muchas de las
actuales formas y expresiones religiosas, se inscriben
no en el horizonte de una transcendencia real, anterior
y exterior al sujeto, sino en el horizonte de la
inmanencia. Lo ‘sagrado’ es lo humano, las causas, los
valores, las experiencias éticas en las que las personas,
de alguna forma, salen de sí mismas y se ‘trascienden’.
¿Pero estamos todavía ante lo sagrado transcendente o
se trata de un sucedáneo del verdadero Absoluto?[6].
Ese desplazamiento explicaría también un último
aspecto de la actual transformación de lo religioso: la
nivelación de las experiencias de búsqueda y el
resurgimiento de formas arcaicas de lo religioso. Es
como si todo fuese igualmente válido y las mediaciones
de la búsqueda fuesen intercambiables. ¿Pero puede el
sujeto moderno regresar al pasado y voltear el salto
cualitativo que representó para la conciencia humana
la conquista que tuvo lugar cuando surgieron las
grandes religiones mundiales en el primer milenio
antes de Cristo?
Esto es lo que llevó a algunos estudiosos a
designar la situación actual como ‘segundo tiempo
axial’ utilizando la expresión que K. Jaspers acuñara
precisamente para caracterizar la ruptura introducida
en la conciencia religiosa de la humanidad por el
surgimiento de las grandes religiones,
aproximadamente entre 800 y 200 a.C. En una misma
área geográfico-cultural (China, India, el actual Irán;
Grecia e Israel en el Mediterráneo), y de forma
simultánea, tuvo lugar una radical transformación de la
visión del mundo que estaba ligada a la depuración de
la idea de lo divino y cambió la manera humana de
relacionarse con la transcendencia[7]. Los efectos de
ese cambio marcaron el curso de la historia y de la
civilización hasta hoy, en el ámbito sociocultural y en el
ámbito religioso. Las profundas transformaciones por
las que pasa hoy Occidente, tanto desde el punto de
vista cultural como religioso, hacen tentadora esa
aproximación. Tanto más que, una de las
características de nuestro tiempo, es la aproximación
entre las mismas culturas y religiones que forman
parte de la misma área en la que tuvo lugar aquella
primera transformación. ¿No estaremos viviendo hoy,
por lo menos en occidente, una transformación
semejante?
3. Balance provisional
No es necesario un gran esfuerzo para percibir que
esas transformaciones -cultural y religiosa- de la
modernidad, afectan profundamente el cristianismo y
lo obligan a repensarse en su totalidad. Como primera
conclusión, es suficiente señalar las dos principales
repercusiones que esa transformación supone para el
cristianismo: su desplazamiento social y la cuestión de
su identificación con la cultura occidental.
En primer lugar, el desplazamiento social. Por
razones históricas el cristianismo fue de hecho la
religión que reinó de manera única y casi exclusiva en
Occidente[8]. No era fácil, por eso, la separación entre
cristianismo y cultura. Sobre todo desde la cristiandad
medieval, en la que ser ciudadano y ser cristiano eran
sinónimos. Lenta pero implacablemente, el proceso de
la modernidad puso fin a esa situación. Al constituirse
en una autonomía, a partir de dos presupuestos que
ella misma se da, la sociedad moderna desplazó a la
religión -en nuestro caso al cristianismo- para la
periferia de la sociedad. Poco a poco, todos los ámbitos
que constituyen el tejido de la vida social fueron
arrancados de la tutela de la Iglesia. La religión quedó
confinada al ámbito personal y particular de los
individuos, ya no desempeña más una función social.
Incluso hoy día es difícil para el cristianismo -por lo
menos para la Iglesia Católica- asimilar todas las
consecuencias de ese desplazamiento. Lo que, por un
lado, es comprensible, pero, por otro, es lamentable.
Comprensible, porque ello significa la pérdida del lugar
privilegiado que la Iglesia ocupó durante tantos siglos
en la sociedad occidental, con todas las ventajas que
de ello se desprendían: visibilidad, poder, influencia en
la configuración de la vida social, entre otras. Pero
lamentable, porque esa resistencia genera animosidad
y antipatía contra la Iglesia y en nada contribuye a que
ella se sitúe en esa nueva realidad social y encare con
nuevos fundamentos, la evangelización de la nueva
situación cultural. Mas la aceptación de ese
desplazamiento significaría reconocer y aceptar el fin
de un cristianismo sociológico y de una visión
prioritariamente institucional y jerárquica de la Iglesia.
La segunda consecuencia de esa transformación es
lo que podríamos llamar ruptura entre cristianismo y
cultura occidental. Aspecto relacionado con lo anterior
y no menos problemático, por esa especie de simbiosis
histórica entre fe cristiana y cultura occidental, a través
de la cual llegó hasta nosotros el cristianismo. La crisis
de la modernidad pone al desnudo esa identificación y
la deshace teórica y prácticamente, lo cual se revela en
la crisis de valores, en el individualismo exacerbado y
en la clausura del horizonte de la transcendencia. La
cultura de la modernidad dejó de ser cristiana, aunque
todavía quedan en ella vestigios indelebles de su
convivencia secular con el cristianismo. Pero no se
inspira ya en el cristianismo. En ese sentido, podría ser
designada como ‘pos-cristiana’.
Esa situación, paradójicamente, libera al
cristianismo de la tentación de identificarse con una
cultura, la occidental, y crea las condiciones para que
pueda ser, de hecho, universal. La fe tiene que ser
expresada en todas las culturas. El cristianismo sólo
puede existir encarnándose dentro de cada cultura,
pero no se identifica con ninguna porque no se agota
en ellas. Es el desafío que suscita la inculturación, tan
ansiada como delicada, con todo su alcance y sus
consecuencias, que apenas comenzamos a vislumbrar.
¿Mas no fue ese el riesgo que asumió el cristianismo
primitivo al adentrarse en la cultura helenística,
abandonando su suelo natal, que era el judaísmo?
Es comprensible que esta ruptura nos asuste.
Representa, de hecho, el fin de la figura histórica del
cristianismo que nosotros conocemos; la forma en la
que él se encarnó y le dio consistencia y visibilidad
durante tantos siglos. La crisis de la cultura moderna
no podría dejar invulnerable la fe cristiana y las
‘traducciones’ culturales de la misma. Y no sólo el
lenguaje utilizado, sino también el horizonte teórico de
comprensión, las formas institucionales y las
expresiones religiosas. Todo esto nos da la medida de
lo que está en juego para la fe cristiana en este
momento histórico. No se trata de reformas (por más
urgentes que sean)[9], ni de simples adaptaciones al
nuevo contexto, sino de repensar la totalidad del
cristianismo a partir de nuevos presupuestos. Tarea
ingente, para la que la mayoría de los cristianos, a
juzgar por lo que parece, no estamos todavía
preparados. Sin terminar de realizar la transposición
del cristianismo tradicional al horizonte de la
modernidad, se nos exige ahora repensar y traducir la
fe en el contexto de la posmodernidad.
Hay muchos indicios de que no hay todavía una
estimación -inclusive en las diversas esferas del
ejercicio de la autoridad pastoral de la Iglesia- de la
gravedad de la situación actual. Nos tendríamos que
preguntar si nuestras opciones pastorales tienen ante
la vista un futuro que nos provoca, o un pasado que se
quiere proteger a cualquier costo. El pragmatismo
inmediatista de ciertas propuestas de evangelización,
hace sospechar que estamos todavía habitados por el
fantasma de la cristiandad, o el de la neo-cristiandad:
primicia de lo cuantitativo sobre la calidad cristiana de
la vida. ¿Estaremos preparando de esa forma el terreno
para una verdadera recomposición de la experiencia
cristiana en su totalidad, para que pueda llegar a
nosotros un futuro nuevo para la fe?
2. ¿Qué es ‘cristiano’?
No se trata de teorizar sobre esta cuestión, sino de
preguntarse –no sólo en función de los otros, sino para
nosotros mismos como cristianos- dónde reside la
‘novedad’ cristiana. La pregunta no es ociosa, ni la
respuesta debe ser dada de antemano como conocida,
y menos todavía como evidente. Son justamente esas
falsas ‘evidencias’ las que nos impiden sentir el choque
producido al inicio, por el anuncio cristiano, y lo que
hay en él de verdaderamente inaudito y
desconcertante. Es en este sentido que la cuestión de
la identidad no puede ser puesta de lado. No como algo
que impediría el diálogo, porque nos separaría y
distanciaría de los otros, sino como aquello que nos
permite ir al encuentro de los otros, desarmados,
precisamente por no poseer otra ‘diferencia’ que no
sea la ‘buena noticia’ que es la vida de Jesucristo,
muerto y resucitado. Pues en Jesús de Nazaret, todo
está dicho y todo está por decir. Por eso la identidad
cristiana es dinámica y debe estar constantemente
recreándose entre su origen fundante y el presente
histórico en que es vivida. Hoy, más que nunca, es
preciso volver a esa ‘simplicidad’, por dentro de la
complejidad y a través de la complejidad de que se fue
revistiendo a 1o largo de la historia[11].
Un rápido recorrido por las transformaciones
semánticas del concepto ‘cristianismo’ permite
comprender los cambios de sentido que sufrió a lo
largo de la historia y las marcas que en él dejaron esas
transformaciones. El simple recurso a la etimología nos
revela que la palabra cristianismo (christianismós) es
derivada de cristiano (christianós). Cristiano, como es
sabido, era el nombre acuñado en el ambiente pagano
y helenístico (Hch 11, 26) para designar a los
seguidores de Jesús, por ellos denominado Cristo. Pero
fueron los paganos los que utilizaron el término para
referirse al movimiento suscitado por Jesús.
Movimiento, o, en la bella expresión de los Hechos de
los Apóstoles, “seguidores del Camino” (9,2), o sea, un
modo de ser, un estilo de vida, un ethos, que
encontraba su razón de ser en una existencia concreta:
la persona y la vida de Jesús de Nazaret como un todo
y lo que ella implicaba.
En sus orígenes, por tanto, el cristianismo no era
visto, en primer lugar, como un culto, una doctrina o
una nueva religión; no se identificaba con una raza, ni
podía ser delimitado a un espacio cultural o
sociológico. La ‘diferencia’ cristiana como alternativa a
lo que eran los judíos o los paganos, se transparentaba
y se afirmaba con la vida.
El cristianismo, heredero de la ‘antigüedad tardía’,
se vino a ser, por motivos de orden socio-histórico, la
matriz fecunda de lo que luego se llamaría cultura
occidental. En esa secuencia, la Edad Media conoció un
profundo cambio del sentido primitivo de la palabra
cristianismo, a ‘cristiandad’, como espacio geográfico y
como ámbito social dentro del cual vivían los pueblos
cristianos. Es el aspecto sociológico, cuantitativo y
mensurable del cristianismo en oposición a su
diferencia cualitativa. Para referirse a la interioridad de
la vida cristiana -el contenido de la fe- los medievales
utilizaban palabras como ‘fe’ o ‘religión’.
La Reforma protestante recuperó la palabra
‘cristianismo’ en una actitud de oposición crítica a
‘cristiandad’, concretada en la Iglesia institucional y en
sus prácticas. Al rehabilitar el término ‘cristianismo’
para criticar a la Iglesia, la Reforma quería afirmar cual
era la ‘verdadera fe’ y dónde se encontraba: no en lo
‘eclesial’ sino en lo ‘cristiano’. Cristianismo pasó a ser,
entonces, la referencia primera y fundamental de la
vida cristiana. Esta connotación crítica del término, que
parte de la distancia evidente entre lo que debería ser
una vida evangélica y lo que de ella aparece en el
rostro humano de la Iglesia, tiene en su origen el deseo
de cambio y conversión que suscitó siempre la vuelta
al evangelio. Porque esa aceptación estaba siempre
presente, al menos implícitamente, en todos los
movimientos de renovación, ya sea en las sectas
religiosas, ya en las críticas de los humanistas, y
después de la Reforma hasta la Ilustración.
La ruptura de la unidad eclesial por la Reforma y la
multiplicación de las ‘confesiones’ entre los propios
reformadores contribuirá a que el término
‘cristianismo’ sea utilizado, al poco tiempo, para reunir
en un denominador común las diversas ‘confesiones
cristianas’. Después, en los siglos XVII y XVIII, de cara a
los librepensadores por un lado, y al creciente interés
teórico por otras religiones no cristianas, la palabra
‘cristianismo’ acabó siendo un simple sinónimo de
‘religión cristiana’. Aceptación esta, que, por lo demás,
conserva hasta hoy. En su abstracción -destino de
todos los vocablos construidos como ‘ismos’- no deja
trasparentar la realidad concreta que le dio origen: la
vida de Jesús de Nazaret, en su totalidad. Además de
eso, encubre realidades extremadamente
heterogéneas en las que se refleja la figura histórica
del cristianismo occidental[12].
Fue necesario esperar al siglo XX para que el
término ‘cristianismo’ volviese a tener un lugar
destacado dentro del propio catolicismo. No porque
hubiese sido desterrado, sino por las connotaciones
críticas que había adquirido a partir de la Reforma. El
término ‘católico’, en oposición a ‘cristiano’, acabó
siendo el símbolo no sólo de la resistencia a la Reforma
-y cada vez más en el mundo moderno- sino de la
continuidad con la tradición eclesial. La transformación
del horizonte de la teología católica y el clima
propiciado por el Vaticano II, explican que, a partir del
Concilio, los teólogos católicos hayan dado preferencia
al término ‘cristianismo’ en vez de ‘catolicismo’, incluso
para referirse a la Iglesia católica. Cambio significativo
que puede parecer sutil, pero es un comienzo
significativo de lo que el Concilio designaba como la
‘vuelta a las fuentes’ y expresión de un nuevo clima
ecuménico e interreligioso.