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El cristianismo en América Latina.

Discernir el presente para preparar el


futuro
Carlos PALACIO

Resumen:
Las dos grandes transformaciones que
caracterizan el momento presente de la sociedad
occidental -la transformación cultural y la
transformación religiosa- repercuten profundamente en
el cristianismo. El análisis de las mismas permite tomar
conciencia de los verdaderos desafíos que tendrá que
enfrentar el cristianismo del futuro. El centro de la
crisis actual es, pues, el fin de una figura histórica de
cristianismo. Para construir una nueva figura es preciso
regresar a lo que constituyó la originalidad del hecho
cristiano. El futuro del cristianismo en América Latina,
como parte integrante de esa historia, sólo podrá ser
pensado en su especificidad, tomando en
consideración esa problemática.
Palabras clave: cultura occidental – religiosidad
moderna – cristianismo histórico – identidad cristiana –
perspectiva latinoamericana.

¿Cómo abordar el problema del futuro del


cristianismo cuando se es consciente de la complejidad
del actual momento histórico? ¿Es posible hablar de
ese futuro sin ser visionario? ¿O se trata, apenas, de un
ejercicio de la imaginación? De mi parte debo confesar
que no soy visionario ni hijo de visionario. Y que mi
imaginación no es de las más fecundas para crear
escenarios del futuro. A pesar de todo, pensar en el
futuro del cristianismo es un acto de responsabilidad
teológica, para todo cristiano; y de modo especial para
ese cristiano reflexivo que es el teólogo. Pero ¿cómo
plantearlo?
Sería imposible abordar la cuestión del futuro del
cristianismo en América Latina sin pasar por un análisis
de la actual situación del cristianismo como conjunto.
Al fin y al cabo, querámoslo o no, son muchas las
formas en que esa situación nos condiciona. Como nos
condicionó la herencia del cristianismo colonial que
aquí en América Latina fue implantado. Digamos pues
cuáles serán los pasos de esta reflexión: a) un rápido
análisis de la situación actual del cristianismo, en
primer lugar, para recoger las interpelaciones que nos
vienen de la realidad, b) seguidamente, una reflexión
sobre el núcleo de la crisis actual: el ocaso de una
figura histórica del cristianismo y la necesidad de una
nueva reconfiguración; y para concluir, c) algunas
consideraciones rápidas sobre el futuro del cristianismo
en América Latina.

I. El cristianismo y la situación cultural y


religiosa del mundo actual
Hace mucho tiempo que el pensamiento
contemporáneo, también el no cristiano, se preocupa
por la situación actual del cristianismo. Poco importa
saber si la crisis actual es más o menos grave que
otras por las que atravesó el cristianismo a lo largo de
la historia. Ni se trata de tomar posiciones ante las
diversas interpretaciones de esa situación[1]. Para
nuestro intento es suficiente tratar de comprender, con
la mayor lucidez posible, lo que está en juego para la fe
cristiana y para el futuro del cristianismo[2]. De
manera muy breve y sintética podríamos resumir la
situación actual a partir de dos grandes
transformaciones que caracterizan el momento
presente de la sociedad occidental y que repercuten
profundamente en el cristianismo: una transformación
cultural de dimensiones mundiales, y una
transformación religiosa de proporciones nunca antes
vistas.

1. La transformación cultural en primer lugar.


No se trata sólo de las transformaciones internas
por las que pasó la cultura occidental a lo largo de los
siglos, sobre todo a partir del inicio de la
modernidad[3]; ni lo que, de forma un tanto
eufemística, se dio en llamar la ‘mundialización de la
cultura’ (¡occidental!). Lo que se revela en la actual
crisis de la cultura occidental es una transformación
radical en su ‘cosmovisión’ (o sea, en su
autocomprensión de la vida y la historia humanas) que
está inseparablemente relacionada con una nueva
forma de relacionarse con la transcendencia, como
veremos mas adelante a propósito de la
‘transformación religiosa’. Dos profundas
transformaciones, cuyas repercusiones se hicieron
sentir poco a poco en todos los ámbitos de la
existencia, tanto personal como social. La rapidez
vertiginosa con la que en poco más de tres décadas se
modificaron instituciones, hábitos, costumbres, valores,
etc., en la sociedad occidental, es el indicio más claro
de esas transformaciones que atañen no solamente a
los fenotipos de la ‘visión cultural del mundo’, sino que
modifican sus genotipos y nos colocan, por tanto, en
una verdadera transformación de la cultura.
Algunas características de esa situación cultural
nos permiten vislumbrar el alcance de esas
transformaciones, sin que sea posible todavía,
caracterizar de forma nítida, el perfil de la nueva
cultura en gestación. Tal vez sea más evidente la crisis
generalizada de los valores, con el vacío de sentido que
ella genera y que afecta no sólo a los individuos sino a
la sociedad entera. No es por acaso, que las cuestiones
más fundamentales del ser humano (el por qué y para
qué de la existencia, el destino del ser humano, el valor
de la persona, etc.) vuelvan a ser destacadas con toda
su fuerza. Y son discutidos, con renovado interés, viejos
problemas filosóficos como la cuestión de la verdad, la
ética, la transcendencia, etc. Indicio evidente de que lo
que está en juego es la visión del mundo como
conjunto, como modo de entender la vida humana, la
historia, la sociedad, el cosmos.
Otro aspecto característico de nuestra época
comenzó con la toma de conciencia ecológica y la
necesidad de proteger el medio ambiente, y se fue
ampliando hasta abarcar la preocupación del ‘cuidado
de la tierra’ como hábitat común de la humanidad. Es
necesario y urgente establecer una ‘nueva alianza’ de
los seres humanos con la naturaleza si queremos
preservar el futuro de la vida y su cualidad humana.
Esta conciencia se impone cada vez con más fuerza en
las diversas sociedades y culturas, a pesar de las
grandes resistencias que encuentra en la ceguera de
los diversos grupos interesados en explotar
económicamente la naturaleza, como si fuese una
fuente inagotable de ‘recursos’.
Tras esa toma de conciencia, hay un rechazo a la
concepción puramente funcional, utilitarista e
instrumental de la naturaleza en nombre de las
posibilidades ilimitadas de la ciencia y de la técnica, y
un abierto rechazo del tratamiento predatorio impuesto
a la naturaleza por el hambre devoradora de la
tecnología moderna. En definitiva, la raíz última de esa
crítica, es la crisis de la propia razón moderna y el
ocaso de las ideologías por ella segregadas: el fracaso
de lo que se podría denominar ‘proyecto de
modernidad’ (con sus promesas de una sociedad de
bienestar y de riqueza sin límites), el desencanto con
sus ‘conquistas’ y la consiguiente crítica de sus
presupuestos. Esa es la significación de lo que se
acostumbra designar como ‘posmodernidad’. La ciencia
y la técnica -versiones dominantes de la ‘razón
moderna’- son incapaces de ofrecer al individuo
razones para vivir, descifrarle el sentido de la vida y la
unidad de su existencia. Ahora bien, sin unidad y
sentido, el ser humano no puede vivir.
Esas contradicciones explotaron de manera
patente con la mundialización de la economía. Técnica
y conocimientos están cada vez más asociados a la
riqueza económica y al capital. La ‘globalización de la
economía’ es, en verdad, la globalización del capital
financiero –con los desequilibrios económicos y sociales
que ello produce- y la prueba más cabal de la nueva
división de la tierra en ‘dos mundos’: el mundo de los
ricos y el de los pobres. En cierto sentido, la crisis de la
cultura occidental se tornó ‘mundial’, pero por otro
lado, fue posible –a través de la ciencia y de la
tecnología- la aproximación entre pueblos y culturas
muy diferentes.
Esa aproximación de culturas es, sin duda, uno de
los aspectos más decisivos de la situación cultural
contemporánea. La movilidad que permiten hoy los
modernos medios de transporte y la divulgación
inmediata de todo y de cualquier acontecimiento a
través de la transmisión instantánea por los medios de
comunicación, opera una especie de ‘reducción’ del
espacio y del tiempo infinitos, a dimensiones que
pueden ser administradas por cualquier persona. El
mundo, como previó McLuhan, se ha vuelto una
pequeña ‘aldea mundial’, al alcance de la mano. No es
exagerado afirmar que hoy convivimos -en tiempo real
y, sin duda, virtualmente- con personas y
acontecimientos que llegan a nosotros de países y
culturas que hasta hace poco resultaban tan distantes
como misteriosos.
Esta experiencia, unida al fenómeno creciente de
las migraciones en masa, nos da la medida de la
riqueza potencial de esa presencia e interacción entre
las culturas y, al mismo tiempo, del choque cultural
que tal situación representa. El descubrimiento del
‘otro’, la pura y simple constatación de su ‘diferencia’
-es por donde comienza la diversidad que representan
las culturas- antes de ser un encuentro que enriquece,
es una confrontación perturbadora, un factor que nos
descentra de nuestro propio punto de vista y de
nuestra perspectiva cultural.
Es lo que ha ocurrido con la cultura occidental y
uno de los factores que explican la crisis por la que
atraviesa. El contacto con otras culturas la obligó a
desabsolutizar su punto de vista, y reconocerse como
una cultura entre otras culturas, a relativizar su
pretensión de ser una cultura ‘superior’, la cultura ‘tout
court’, ‘universal’ por excelencia, y a aceptar que es
simplemente diferente, y tan ‘particular’ como las
demás. Y por eso, capaz de establecer un diálogo, de
ser enriquecida y de enriquecer. Lo que se hizo patente
en lo que toca a la dimensión religiosa de la cultura.
¿Cómo explicar si no, la fascinación ejercida sobre el
occidente cristiano por las religiones orientales a partir,
sobre todo, de la segunda mitad del siglo XX?

2. La transformación religiosa
Es el segundo aspecto del cambio cultural de
occidente. Se hizo manifiesta, en un primer momento,
con la secularización progresiva de la sociedad y de la
cultura a partir de los años 60 del siglo pasado. Dos o
tres décadas después, contra todas las previsiones de
los sociólogos de la muerte de Dios, aparece, de
manera inesperada, un fenómeno que los propios
sociólogos denominaron ‘retorno de lo religioso’ o la
‘revancha de lo sagrado’. Mas esas oscilaciones eran
sólo la punta del iceberg, la manifestación visible de
una transformación mucho más profunda: la tentativa
de la cultura moderna de auto-comprenderse,
organizarse en sociedad y construir el sentido de la
historia dentro de los estrictos límites de la inmanencia
mundana, desterrando así de su horizonte cualquier
referencia a la transcendencia.
No viene al caso discutir ahora si esa evolución
estaba inscrita en los presupuestos filosóficos de la
modernidad o fue fruto de condicionamientos históricos
contingentes. En cualquier hipótesis, la ‘situación
espiritual’ de la sociedad moderna, en sí misma, da que
pensar. Esa búsqueda de lo sagrado, que asume de
hecho las formas más contradictorias, es inseparable
de la crisis de sentido en la que se sumergió la
sociedad occidental. Lo que podría significar, por un
lado, que la intranscendencia de la vida, ese
confinamiento del individuo en el horizonte estrecho de
la inmanencia, acaba sofocando a la persona y se torna
insoportable. Y, por otro lado, podría ser la prueba de
que no es tan fácil para el ser humano sofocar por
completo la transcendencia que lo habita. Sin que eso
signifique que la cuestión de Dios haya sido resuelta. Al
contrario, es en el fondo de esa crisis donde deben ser
buscadas las causas de esa formidable transformación
cultural de lo religioso que caracteriza a la sociedad
occidental.
Tres factores parecen estar configurando esa
‘situación espiritual’ en la cual puede ser detectada la
metamorfosis de lo religioso en la sociedad occidental:
el factor cultural del ‘viraje antropocéntrico’ de la
modernidad, el sorprendente retorno de lo religioso
reprimido, y el fenómeno del pluralismo religioso como
uno de los resultados del encuentro entre culturas
diferentes. La crisis actual es el resultado de la
interacción de esos tres factores.
El primero estaba implícito, en lo que arriba fue
dicho sobre la transformación cultural: el viraje
antropocéntrico llevaba consigo una transformación de
las relaciones del sujeto moderno con la
transcendencia. Lo que se hizo manifiesto en el
desplazamiento social de la religión. Ésta ya no tiene
en la sociedad moderna una función que la justifique.
La sociedad se organiza en todas sus dimensiones
(sociales, políticas, económicas y culturales) siguiendo
los criterios por ella misma establecidos. Lo que en sí
mismo representa una conquista: la necesaria
distinción y separación entre las esferas social y
religiosa, y la justa afirmación de la autonomía de la
sociedad con relación a la Iglesia.
Mas esa emancipación se extendió también a la
transcendencia. El viraje antropocéntrico colocó al ser
humano como centro absoluto de toda la realidad,
‘principio y fundamento’ de lo que es bueno, de lo que
tienen valor, de lo que puede ser admitido y de lo que
debe ser rechazado. En otras palabras, el ser humano
no sólo se entiende a partir de sí mismo sino que se
funda en sí mismo. Y, por ello, puede disponer
plenamente de sí, del mundo y de la historia. Esta
reflexión de todo el dinamismo humano para dentro de
la historia no podía dejar de tener consecuencias en la
construcción del sentido de la vida. El vacío de sentido
que aflige a la sociedad moderna parece estar
mostrando que el ser humano no se contenta
fácilmente con las ‘pequeñas transcendencias’ que
pretenden sustituir a la verdadera ‘transcendencia
mayor’. Sea como fuere, aquí está el primer aspecto de
una profunda transformación de lo religioso por lo
cultural.
El segundo factor de la ‘situación espiritual’ de la
sociedad actual es el retorno de lo religioso de manera
anárquica y bajo las formas más heterogéneas.
Fenómeno plausible después de la secularización
progresiva de la sociedad moderna a partir de los años
60 del siglo pasado. Es difícil explicar las causas de
esta inesperada efervescencia religiosa[4]. Pero no se
puede negar que tenga alguna relación con la crisis de
sentido que afecta no sólo a los individuos sino a la
sociedad como conjunto. Es como si, sofocado por la
intranscendencia de la vida y cansado ya de sus
proyectos de autosalvación, el ser humano moderno
vislumbrase en ese redescubrimiento de lo religioso
una puerta para salir de sí, para trascenderse, en la
búsqueda de respuestas para sus necesidades
subjetivas: las cuestiones fundamentales de la vida, de
la muerte, del sentido y del amor.
Mas no debemos engañarnos. Retorno de lo
religioso no equivale necesariamente al reencuentro
con Dios. Es ahí donde radica la novedad y la
ambigüedad de ese fenómeno. En rigor no se trata de
un ‘retorno’ porque no hay una vuelta a las formas
religiosas tradicionales. Al contrario, las religiones
tradicionales no responden ya a esa búsqueda de
‘transcendencia’ y de ‘espiritualidad’. Lo sagrado es
reconstruido, de manera muy subjetiva, en una
simbiosis contradictoria de horizontes y perspectivas
en que es posible encontrar ciencia, filosofía, gnosis,
religiones orientales, esoterismo, ocultismo y hasta las
formas religiosas más arcaicas. Es toda esa diversidad
la que se acostumbra agrupar bajo la cómoda
denominación de ‘nuevos movimientos religiosos’. Ahí
aparece el segundo aspecto de la transformación
cultural de lo religioso: para dar cabida a tal
heterogeneidad es preciso ampliar de tal forma el
concepto de lo ‘religioso’ que él pierde su sentido
original. De ahí la ambigüedad del fenómeno y la
lucidez indispensable para discernir ese sorprendente
‘ímpetu religioso’.
El tercer factor, finalmente, es que por el hecho de
vivir en una época de pluralismo religioso se hizo una
realidad el encuentro entre las religiones. Pluralismo
‘de facto’. Religiones que hace algún tiempo nos
resultaban extrañas y hasta exóticas, forman parte de
nuestro cotidiano convivir. Pluralismo ‘de derecho’,
porque a los ojos del derecho, dentro del cual se
constituye el Estado moderno, todas las religiones son
iguales y sujetas a los mismos derechos y deberes. Es
pronto todavía para que podamos prever todas las
consecuencias de esa nueva situación. Si por un lado,
es una realidad cargada de promesas, por otro, ya
probó que posee en sí misma un enorme potencial
explosivo, por la inextricable relación que existe entre
lo religioso, lo cultural y lo étnico. Lo vivido
actualmente -en todos los continentes- es la prueba
cabal de cuán difícil es, aun dentro de un mismo país,
la convivencia entre los diversos grupos religiosos; y
más todavía cuando un tercer país recibe esa
diversidad llegada de diferentes países.
Ese es, sin duda, un tercer aspecto de nuestra
‘situación espiritual’ que contribuye a la transformación
cultural de lo religioso. Porque en el encuentro entre
las grandes religiones de la humanidad, la aparente
univocidad del lenguaje (divino, transcendencia, Dios,
realidad última, experiencia mística, etc.) esconde
diferentes experiencias de Dios, de la relación del
sujeto con Dios y con el mundo, de la salvación, etc.,
que no son intercambiables. ¿Puede el moderno sujeto
occidental, marcado por la tradición cristiana de Dios,
contentarse con una transcendencia que no sea
personal? ¿Puede renunciar a su condición de ‘persona’
ante Dios y a su responsabilidad por la historia? Es
suficiente (para ese ser humano concreto que es el
sujeto moderno occidental) perderse en el Todo o
sumergirse en la Plenitud cósmica para realizar la
búsqueda de la transcendencia?
Al contemplar simultáneamente esos tres
aspectos, tomamos conciencia del alcance de la
transformación cultural de lo religioso en la sociedad
occidental. Por un lado la extensión sin límites del
concepto de lo ‘religioso’ vuelve cada vez más
impreciso en su contorno y más ambigua la
experiencia que de él resulta[5]. Muchas de las
experiencias ‘espirituales’ actuales son experiencias de
autocentramiento, inmersiones en la propia
interioridad. En tales experiencias, ‘dios’ es sólo un
pretexto para el encuentro de la persona consigo
misma. Y ésa es la segunda señal de la transformación
de lo religioso operada por la modernidad: el
desplazamiento del horizonte de sentido como una
profunda metamorfosis de lo sagrado. Muchas de las
actuales formas y expresiones religiosas, se inscriben
no en el horizonte de una transcendencia real, anterior
y exterior al sujeto, sino en el horizonte de la
inmanencia. Lo ‘sagrado’ es lo humano, las causas, los
valores, las experiencias éticas en las que las personas,
de alguna forma, salen de sí mismas y se ‘trascienden’.
¿Pero estamos todavía ante lo sagrado transcendente o
se trata de un sucedáneo del verdadero Absoluto?[6].
Ese desplazamiento explicaría también un último
aspecto de la actual transformación de lo religioso: la
nivelación de las experiencias de búsqueda y el
resurgimiento de formas arcaicas de lo religioso. Es
como si todo fuese igualmente válido y las mediaciones
de la búsqueda fuesen intercambiables. ¿Pero puede el
sujeto moderno regresar al pasado y voltear el salto
cualitativo que representó para la conciencia humana
la conquista que tuvo lugar cuando surgieron las
grandes religiones mundiales en el primer milenio
antes de Cristo?
Esto es lo que llevó a algunos estudiosos a
designar la situación actual como ‘segundo tiempo
axial’ utilizando la expresión que K. Jaspers acuñara
precisamente para caracterizar la ruptura introducida
en la conciencia religiosa de la humanidad por el
surgimiento de las grandes religiones,
aproximadamente entre 800 y 200 a.C. En una misma
área geográfico-cultural (China, India, el actual Irán;
Grecia e Israel en el Mediterráneo), y de forma
simultánea, tuvo lugar una radical transformación de la
visión del mundo que estaba ligada a la depuración de
la idea de lo divino y cambió la manera humana de
relacionarse con la transcendencia[7]. Los efectos de
ese cambio marcaron el curso de la historia y de la
civilización hasta hoy, en el ámbito sociocultural y en el
ámbito religioso. Las profundas transformaciones por
las que pasa hoy Occidente, tanto desde el punto de
vista cultural como religioso, hacen tentadora esa
aproximación. Tanto más que, una de las
características de nuestro tiempo, es la aproximación
entre las mismas culturas y religiones que forman
parte de la misma área en la que tuvo lugar aquella
primera transformación. ¿No estaremos viviendo hoy,
por lo menos en occidente, una transformación
semejante?

3. Balance provisional
No es necesario un gran esfuerzo para percibir que
esas transformaciones -cultural y religiosa- de la
modernidad, afectan profundamente el cristianismo y
lo obligan a repensarse en su totalidad. Como primera
conclusión, es suficiente señalar las dos principales
repercusiones que esa transformación supone para el
cristianismo: su desplazamiento social y la cuestión de
su identificación con la cultura occidental.
En primer lugar, el desplazamiento social. Por
razones históricas el cristianismo fue de hecho la
religión que reinó de manera única y casi exclusiva en
Occidente[8]. No era fácil, por eso, la separación entre
cristianismo y cultura. Sobre todo desde la cristiandad
medieval, en la que ser ciudadano y ser cristiano eran
sinónimos. Lenta pero implacablemente, el proceso de
la modernidad puso fin a esa situación. Al constituirse
en una autonomía, a partir de dos presupuestos que
ella misma se da, la sociedad moderna desplazó a la
religión -en nuestro caso al cristianismo- para la
periferia de la sociedad. Poco a poco, todos los ámbitos
que constituyen el tejido de la vida social fueron
arrancados de la tutela de la Iglesia. La religión quedó
confinada al ámbito personal y particular de los
individuos, ya no desempeña más una función social.
Incluso hoy día es difícil para el cristianismo -por lo
menos para la Iglesia Católica- asimilar todas las
consecuencias de ese desplazamiento. Lo que, por un
lado, es comprensible, pero, por otro, es lamentable.
Comprensible, porque ello significa la pérdida del lugar
privilegiado que la Iglesia ocupó durante tantos siglos
en la sociedad occidental, con todas las ventajas que
de ello se desprendían: visibilidad, poder, influencia en
la configuración de la vida social, entre otras. Pero
lamentable, porque esa resistencia genera animosidad
y antipatía contra la Iglesia y en nada contribuye a que
ella se sitúe en esa nueva realidad social y encare con
nuevos fundamentos, la evangelización de la nueva
situación cultural. Mas la aceptación de ese
desplazamiento significaría reconocer y aceptar el fin
de un cristianismo sociológico y de una visión
prioritariamente institucional y jerárquica de la Iglesia.
La segunda consecuencia de esa transformación es
lo que podríamos llamar ruptura entre cristianismo y
cultura occidental. Aspecto relacionado con lo anterior
y no menos problemático, por esa especie de simbiosis
histórica entre fe cristiana y cultura occidental, a través
de la cual llegó hasta nosotros el cristianismo. La crisis
de la modernidad pone al desnudo esa identificación y
la deshace teórica y prácticamente, lo cual se revela en
la crisis de valores, en el individualismo exacerbado y
en la clausura del horizonte de la transcendencia. La
cultura de la modernidad dejó de ser cristiana, aunque
todavía quedan en ella vestigios indelebles de su
convivencia secular con el cristianismo. Pero no se
inspira ya en el cristianismo. En ese sentido, podría ser
designada como ‘pos-cristiana’.
Esa situación, paradójicamente, libera al
cristianismo de la tentación de identificarse con una
cultura, la occidental, y crea las condiciones para que
pueda ser, de hecho, universal. La fe tiene que ser
expresada en todas las culturas. El cristianismo sólo
puede existir encarnándose dentro de cada cultura,
pero no se identifica con ninguna porque no se agota
en ellas. Es el desafío que suscita la inculturación, tan
ansiada como delicada, con todo su alcance y sus
consecuencias, que apenas comenzamos a vislumbrar.
¿Mas no fue ese el riesgo que asumió el cristianismo
primitivo al adentrarse en la cultura helenística,
abandonando su suelo natal, que era el judaísmo?
Es comprensible que esta ruptura nos asuste.
Representa, de hecho, el fin de la figura histórica del
cristianismo que nosotros conocemos; la forma en la
que él se encarnó y le dio consistencia y visibilidad
durante tantos siglos. La crisis de la cultura moderna
no podría dejar invulnerable la fe cristiana y las
‘traducciones’ culturales de la misma. Y no sólo el
lenguaje utilizado, sino también el horizonte teórico de
comprensión, las formas institucionales y las
expresiones religiosas. Todo esto nos da la medida de
lo que está en juego para la fe cristiana en este
momento histórico. No se trata de reformas (por más
urgentes que sean)[9], ni de simples adaptaciones al
nuevo contexto, sino de repensar la totalidad del
cristianismo a partir de nuevos presupuestos. Tarea
ingente, para la que la mayoría de los cristianos, a
juzgar por lo que parece, no estamos todavía
preparados. Sin terminar de realizar la transposición
del cristianismo tradicional al horizonte de la
modernidad, se nos exige ahora repensar y traducir la
fe en el contexto de la posmodernidad.
Hay muchos indicios de que no hay todavía una
estimación -inclusive en las diversas esferas del
ejercicio de la autoridad pastoral de la Iglesia- de la
gravedad de la situación actual. Nos tendríamos que
preguntar si nuestras opciones pastorales tienen ante
la vista un futuro que nos provoca, o un pasado que se
quiere proteger a cualquier costo. El pragmatismo
inmediatista de ciertas propuestas de evangelización,
hace sospechar que estamos todavía habitados por el
fantasma de la cristiandad, o el de la neo-cristiandad:
primicia de lo cuantitativo sobre la calidad cristiana de
la vida. ¿Estaremos preparando de esa forma el terreno
para una verdadera recomposición de la experiencia
cristiana en su totalidad, para que pueda llegar a
nosotros un futuro nuevo para la fe?

II. Para una reconfiguración del cristianismo


La descripción de la situación actual podría parecer
excesivamente dramática y sombría si no encontrase
eco, cada día, en nuestra experiencia existencial. No
sólo como cristianos sino como hombres y mujeres
sometidos a las mismas perplejidades y angustias de
nuestros contemporáneos. La situación actual nos
desconcierta. Nadie escapa hoy a la angustia de no
saber, de tener que abrir caminos -personales,
familiares, profesionales, etc.- en un mundo sin
referencias claras y definidas. No podría ser de otra
manera para la fe de cada cristiano y para el
cristianismo como totalidad.
Mas no podemos olvidar que la fe cristiana ya dio
más de un paso en la búsqueda de nuevos caminos.
Por otra parte, no es la primera vez en su historia que
el cristianismo se encuentra en una situación crítica, de
crisis, crucial y, por tanto, de encrucijada. En tales
situaciones nunca faltaron pronósticos sobre ‘el fin del
cristianismo’. Pero no parece que se hayan realizado.
Lo cual no puede servir como consuelo fácil, ni
disminuir en nada la responsabilidad que nos
corresponde en este momento histórico, pero nos alivia
de un peso que resultaría insoportable si el futuro
dependiese sólo de nosotros. El cristiano no es
optimista por cerrar los ojos a la dureza de la realidad,
eso sería una ceguera irresponsable. El cristiano es
optimista por exceso, no por defecto. Su experiencia
está fundada en la experiencia de una promesa que ya
dio pruebas de su fidelidad mayor. Es la que nos
permite ir hasta las raíces de la crisis actual y encarar
sin miedo las respuestas que va a exigir[10]

1. Carácter inédito de este momento


histórico
El horizonte de nuestra experiencia es siempre
muy corto y no va más allá de lo que alcanza nuestra
vista o de lo que es nuestra historia vivida. Por eso
podemos con toda facilidad caer en la trampa de
reducir el cristianismo a lo que fue nuestra experiencia,
sin percibir que esa ‘figura’ a través de la que tuvimos
acceso a la experiencia cristiana, no agota las
posibilidades de expresar la fe, ni constituye la
‘esencia’ del cristianismo. Basta un mínimo de
conocimiento histórico para descubrir que muchas de
la expresiones actuales del cristianismo están
condicionadas por una ‘corta’ tradición, que en algunos
casos se remonta a uno o dos siglos como máximo, y
que, de cualquier forma, no puede ser confundida con
la ‘gran tradición’. La fe cristiana es más. Tomar
conciencia de esa distancia, dilatar el horizonte de
nuestra comprensión, es la primera condición para
poder responder, de manera positiva y creadora, a lo
que va a exigir de la fe cristiana este momento
histórico.
En cierto sentido, la situación actual del
cristianismo sólo encuentra paralelo en lo que fue su
paso del concepto cultural y religioso del judaísmo a la
cultura helenística. Era la totalidad de la experiencia la
que tenía que ser recreada para que el anuncio
cristiano pudiese resonar y ser comprendido dentro de
otro universo cultural. Lo que exigió mucho tiempo,
paciencia y no poco discernimiento. Y sólo fue
conseguido tras serias tensiones. Las disputas y las
mismas herejías de los primeros siglos están ahí para
probarlo.
Después de la primera –única en verdad-
inculturación, el cristianismo vivió casi durante veinte
siglos dentro del mismo horizonte cultural. Y así fue
dando ‘forma’ a una manera inédita de vivir la fe, y fue
construyendo la ‘figura’ del cristianismo que
conocemos hasta hoy y cuya solidez nos impresiona:
por la osadía de su transposición teórica dentro del
horizonte de comprensión de la cultura helenística, por
su capacidad para asumir los valores existentes en esa
cultura recreándolos por dentro, por su libertad de
crear ‘traducciones’ -litúrgicas, espirituales, religiosas,
institucionales, etc.- capaces de expresar de manera
significativa su experiencia, de ofrecerle un apoyo, de
alimentarla y sustentarla... Sin correr ese riesgo, el
cristianismo no habría traspasado los límites del
judaísmo, ni habría llegado hasta nosotros. Esa osadía
significó romper muchas de las amarras que lo ataban
al pasado y aceptar un ‘nuevo comienzo’.
Hoy, por primera vez, después de tantos siglos, el
cristianismo es desafiado de nuevo a enfrentar una
transposición de proporciones semejantes a las que
conoció el cristianismo de los primeros siglos. Como en
aquel momento, se trata de una transposición que
envuelve la totalidad de la experiencia cristiana: su
traducción teórica dentro de un horizonte diferente de
comprensión, las expresiones de todo tipo -personales
y comunitarias- en las que es vivida y se trasmite la fe,
y una nueva configuración institucional que le dé, no
sólo visibilidad social, sino también coherencia
evangélica. Ingente tarea que requiere renuncias
dolorosas a muchos aspectos de una ‘figura’ que
parecía definitiva, indebidamente identificada con la
‘esencia’ de lo que es cristiano. Y por eso, a los ojos de
muchos, aparece como una amenaza para la fe,
olvidando que ésta nunca termina ni se agota en
ninguna de sus expresiones. Sin tales renuncias, sin
embargo, no habrá lugar para un ‘nuevo comienzo’. Es
por lo que hoy no puede ser eludida la cuestión de la
identidad cristiana.

2. ¿Qué es ‘cristiano’?
No se trata de teorizar sobre esta cuestión, sino de
preguntarse –no sólo en función de los otros, sino para
nosotros mismos como cristianos- dónde reside la
‘novedad’ cristiana. La pregunta no es ociosa, ni la
respuesta debe ser dada de antemano como conocida,
y menos todavía como evidente. Son justamente esas
falsas ‘evidencias’ las que nos impiden sentir el choque
producido al inicio, por el anuncio cristiano, y lo que
hay en él de verdaderamente inaudito y
desconcertante. Es en este sentido que la cuestión de
la identidad no puede ser puesta de lado. No como algo
que impediría el diálogo, porque nos separaría y
distanciaría de los otros, sino como aquello que nos
permite ir al encuentro de los otros, desarmados,
precisamente por no poseer otra ‘diferencia’ que no
sea la ‘buena noticia’ que es la vida de Jesucristo,
muerto y resucitado. Pues en Jesús de Nazaret, todo
está dicho y todo está por decir. Por eso la identidad
cristiana es dinámica y debe estar constantemente
recreándose entre su origen fundante y el presente
histórico en que es vivida. Hoy, más que nunca, es
preciso volver a esa ‘simplicidad’, por dentro de la
complejidad y a través de la complejidad de que se fue
revistiendo a 1o largo de la historia[11].
Un rápido recorrido por las transformaciones
semánticas del concepto ‘cristianismo’ permite
comprender los cambios de sentido que sufrió a lo
largo de la historia y las marcas que en él dejaron esas
transformaciones. El simple recurso a la etimología nos
revela que la palabra cristianismo (christianismós) es
derivada de cristiano (christianós). Cristiano, como es
sabido, era el nombre acuñado en el ambiente pagano
y helenístico (Hch 11, 26) para designar a los
seguidores de Jesús, por ellos denominado Cristo. Pero
fueron los paganos los que utilizaron el término para
referirse al movimiento suscitado por Jesús.
Movimiento, o, en la bella expresión de los Hechos de
los Apóstoles, “seguidores del Camino” (9,2), o sea, un
modo de ser, un estilo de vida, un ethos, que
encontraba su razón de ser en una existencia concreta:
la persona y la vida de Jesús de Nazaret como un todo
y lo que ella implicaba.
En sus orígenes, por tanto, el cristianismo no era
visto, en primer lugar, como un culto, una doctrina o
una nueva religión; no se identificaba con una raza, ni
podía ser delimitado a un espacio cultural o
sociológico. La ‘diferencia’ cristiana como alternativa a
lo que eran los judíos o los paganos, se transparentaba
y se afirmaba con la vida.
El cristianismo, heredero de la ‘antigüedad tardía’,
se vino a ser, por motivos de orden socio-histórico, la
matriz fecunda de lo que luego se llamaría cultura
occidental. En esa secuencia, la Edad Media conoció un
profundo cambio del sentido primitivo de la palabra
cristianismo, a ‘cristiandad’, como espacio geográfico y
como ámbito social dentro del cual vivían los pueblos
cristianos. Es el aspecto sociológico, cuantitativo y
mensurable del cristianismo en oposición a su
diferencia cualitativa. Para referirse a la interioridad de
la vida cristiana -el contenido de la fe- los medievales
utilizaban palabras como ‘fe’ o ‘religión’.
La Reforma protestante recuperó la palabra
‘cristianismo’ en una actitud de oposición crítica a
‘cristiandad’, concretada en la Iglesia institucional y en
sus prácticas. Al rehabilitar el término ‘cristianismo’
para criticar a la Iglesia, la Reforma quería afirmar cual
era la ‘verdadera fe’ y dónde se encontraba: no en lo
‘eclesial’ sino en lo ‘cristiano’. Cristianismo pasó a ser,
entonces, la referencia primera y fundamental de la
vida cristiana. Esta connotación crítica del término, que
parte de la distancia evidente entre lo que debería ser
una vida evangélica y lo que de ella aparece en el
rostro humano de la Iglesia, tiene en su origen el deseo
de cambio y conversión que suscitó siempre la vuelta
al evangelio. Porque esa aceptación estaba siempre
presente, al menos implícitamente, en todos los
movimientos de renovación, ya sea en las sectas
religiosas, ya en las críticas de los humanistas, y
después de la Reforma hasta la Ilustración.
La ruptura de la unidad eclesial por la Reforma y la
multiplicación de las ‘confesiones’ entre los propios
reformadores contribuirá a que el término
‘cristianismo’ sea utilizado, al poco tiempo, para reunir
en un denominador común las diversas ‘confesiones
cristianas’. Después, en los siglos XVII y XVIII, de cara a
los librepensadores por un lado, y al creciente interés
teórico por otras religiones no cristianas, la palabra
‘cristianismo’ acabó siendo un simple sinónimo de
‘religión cristiana’. Aceptación esta, que, por lo demás,
conserva hasta hoy. En su abstracción -destino de
todos los vocablos construidos como ‘ismos’- no deja
trasparentar la realidad concreta que le dio origen: la
vida de Jesús de Nazaret, en su totalidad. Además de
eso, encubre realidades extremadamente
heterogéneas en las que se refleja la figura histórica
del cristianismo occidental[12].
Fue necesario esperar al siglo XX para que el
término ‘cristianismo’ volviese a tener un lugar
destacado dentro del propio catolicismo. No porque
hubiese sido desterrado, sino por las connotaciones
críticas que había adquirido a partir de la Reforma. El
término ‘católico’, en oposición a ‘cristiano’, acabó
siendo el símbolo no sólo de la resistencia a la Reforma
-y cada vez más en el mundo moderno- sino de la
continuidad con la tradición eclesial. La transformación
del horizonte de la teología católica y el clima
propiciado por el Vaticano II, explican que, a partir del
Concilio, los teólogos católicos hayan dado preferencia
al término ‘cristianismo’ en vez de ‘catolicismo’, incluso
para referirse a la Iglesia católica. Cambio significativo
que puede parecer sutil, pero es un comienzo
significativo de lo que el Concilio designaba como la
‘vuelta a las fuentes’ y expresión de un nuevo clima
ecuménico e interreligioso.

3. Las lecciones de la historia


Este rápido recorrido por la semántica de las
palabras, manifiesta con claridad, que la cuestión de la
identidad no puede ser tratada sólo de manera teórica.
El cristianismo -y con él la identidad cristiana- sólo
existe en su condición concreta, histórica, encarnada.
De la misma forma que no existe un cristianismo
puramente ‘sociológico’, tampoco existe un
cristianismo químicamente puro, espiritual, ideal. Es a
través de la encarnación de la experiencia cristiana –
encarnada, y por eso, limitada- como tenemos acceso a
lo que es ‘cristiano’. La teología podrá elaborar
teóricamente la ‘identidad cristiana’, pero ésta, en su
condición histórica nunca podrá ser totalmente
transparente.
Esta observación es importante si queremos
discernir cuáles son las transformaciones que el actual
momento histórico exige del cristianismo. Lo que está
en juego no es su identidad teórica sino su identidad
histórica. El cristianismo tiene que aprender a discernir
en sí mismo lo que es o lo que no es cristiano. En la
‘identidad histórica acumulada’ del cristianismo no
todo es transparencia del Evangelio. El recorrido
semántico que acabamos de recordar, manifiesta
muchas adherencias nada ‘cristianas’, incrustadas a lo
largo de la historia, no sólo en palabras sino en la vida
de la Iglesia, que dejaron marcas profundas que nos
condicionan hasta hoy. Basta nombrar, como ejemplo,
la presencia obsesiva en el imaginario cristiano del
mito de la cristiandad como ideal del cristianismo.
Además de haber sido mucho más un sueño que una
realidad, esa concepción del cristianismo dejó secuelas
indelebles (como la primacía de lo cuantitativo y
mensurable sobre lo cualitativo, y la predilección por lo
institucional como forma de visibilidad de lo ‘cristiano’)
que hasta hoy el tiempo no ha logrado hacer olvidar. O
también, la progresiva ‘eclesiastización’ del
cristianismo durante toda la época moderna (con el
predominio de lo jerárquico, y por consiguiente, de la
autoridad y del poder, en detrimento de la comunión
entre iguales) y la inevitable, todavía indebida,
identificación de lo ‘eclesial’ con lo ‘eclesiástico’.
Mas hay dos aspectos en los que es innegable la
reducción histórica de la identidad cristiana: su
‘transposición doctrinal’ y su ‘transposición religiosa’.
No se trata de negar el valor y la importancia de esos
dos aspectos para la existencia cristiana, ambos
visibles desde los primeros siglos cristianos, y
explicables por las circunstancias históricas de la
inculturación del cristianismo en el ambiente
helenístico. Lo que importa ahora, en términos de
discernimiento, es percibir hasta qué punto su
perpetuación introducía un desequilibrio profundo en la
vivencia de la fe cristiana. Cosa que parece evidente
en ambos casos.
La ‘transposición doctrinal’, en primer lugar. Hay
una distancia muy grande entre la necesidad intrínseca
de la racionalidad, por parte de la fe, y la
transformación de la misma en un sistema racional. El
primer aspecto es evidente. Sin un ‘logos’ intrínseco, la
fe cristiana sería un grito desarticulado. La
inteligibilidad le es necesaria tanto para comprender la
propia experiencia como para comunicarla a los otros,
para explicarla, para defenderla[13]. ¿Quién se
atrevería a minimizar la monumental obra teológica del
cristianismo desde su inicio hasta hoy? Mas la fe
cristiana, más que una cuestión de la razón, es una
cuestión de la experiencia. Por la simple razón de que
tiene su punto de partida en un acontecimiento
histórico: la existencia concreta de Jesús de Nazaret.
No se trata, evidentemente de una alternativa. Pero el
modo de articular experiencia y reflexión puede tener
consecuencias decisivas. ¿Cómo negar, desde el punto
de vista histórico, un desequilibrio entre los dos
aspectos que penden siempre del lado de lo doctrinal?
El cristianismo se tornó un ‘sistema de verdades’, una
doctrina que era necesario saber y aceptar, mas sin
impacto en la vida[14]. No por acaso, la iniciación
cristiana perdió su lado ‘mistagógico’, de iniciación a la
experiencia, para reducirse a la enseñanza de la
doctrina cristiana: la catequesis. Desequilibrio histórico,
no teórico, de la ‘identidad cristiana’ cuyo eco resuena
hasta hoy en la preocupación por la ‘verdad’ y la
obsesión por la ‘ortodoxia’. Como si la única y plena
ortodoxia no exigiese también una ortopraxis, una vida
coherente con aquello que se confiesa.
El segundo caso es el de la ‘transposición
religiosa’. El problema persigue al cristianismo desde
sus orígenes. Y estaba en la raíz de la fe cristiana, cuya
especificidad hacía de ella algo inclasificable, tanto
para el judaísmo cuanto a los ojos de los paganos. No
es por casualidad que los cristianos fuesen llamados
‘ateos’ y el cristianismo despreciado como ‘inreligiosa
prudentia’, porque ponía en peligro la religión
tradicional.
No se trata de discutir aquí, si el cristianismo es o
no una ‘religión’, la cuestión es saber si desequilibró la
experiencia cristiana hasta el punto de poner sordina
-omitir sin negar- aspectos fundamentales de su
identidad, ya sea en el modo de encarar a Dios, ya en
la manera de relacionarse con el mundo y con la
realidad humana.
Por eso, no viene al caso reeditar en este momento
la distinción barthiana –cómoda, pero ineficaz para un
discernimiento- entre fe y religión. Decir que el
cristianismo es ‘fe’ y no ‘religión’ es una respuesta
formal que no explica por qué fue identificado como
una religión. La respuesta a esa pregunta no puede ser
dada a priori, porque ella surge en la historia, en los
momentos en que la identidad cristiana deja de ser
clara y evidente. Como es hoy nuestro caso. No es
porque el cristianismo dejó de ser la ‘religión’ única -y
más de una vez oficial- de Occidente, sino por la
trampa que representa para la identidad cristiana la
efervescencia religiosa y espiritual de la sociedad
contemporánea. ¿Puede el cristianismo ser equiparado
a esas experiencias ‘religiosas’? Todo indica que los
‘dioses’ -las experiencias ‘religiosas’- social y
culturalmente correctos hoy, poco o nada tienen que
ver con el Dios de Jesucristo, que, en definitiva,
constituye la médula de la ‘diferencia’ cristiana.
Esos dos ejemplos son suficientes para mostrar
concretamente la relación que hay -y que habrá
siempre- entre lo ‘esencial’ de la fe cristiana (la
‘identidad’) y sus realizaciones históricas. Esa es la
razón por la que el cristianismo siempre puede dar
‘más’ de sí; y por la que tiene futuro. Pero un futuro
que sorprende y desconcierta porque en él siempre
habrá algo nuevo e inédito dada su riqueza inagotable.
Reconocer a tiempo esa distancia es la condición para
discernir lo que es o no evangélico en las realizaciones
históricas, y tener el coraje de desabsolutizarlas.

III. Discernir las situaciones para reconstruir


la experiencia
Antes de concluir es preciso hacer algunas
consideraciones respecto de lo que puede significar
esta reflexión para nuestra situación en Brasil y en
América Latina. Es inevitable, dada mi limitada
experiencia, que me refiera más al Brasil. A primera
vista este tipo de reflexión podría parecer muy distante
de nuestra realidad. En la práctica, con todo, por
razones históricas y sociales, sería imposible separar
nuestra especificidad sin tener presente que, nuestro
cristianismo tiene desde el inicio una impronta
occidental. Con la Colonia heredamos problemas que
venían del cristianismo medieval y, queriéndolo o no,
cultural y eclesiásticamente siempre fuimos tratados
como occidentales. Por otra parte, en un mundo
cultural y religiosamente plural, es cada vez más
importante afirmar nuestra identidad. También desde
el punto de vista eclesial. Es indispensable, pues, que
discernamos nuestra situación, con toda su
complejidad, para que podamos contribuir en la
recomposición común de la experiencia cristiana.
1. Es necesario, en primer lugar, proteger y
preservar lo que hay de específico en la óptica
latinoamericana. Algo que parecería obvio en un
mundo que, a pesar de todo tipo de dificultades, tiende
a constituirse como pluricultural, plurirracial y
pluricéntrico. También desde el punto de vista
religioso. Pero todavía encuentra resistencias, sobre
todo a nivel eclesiástico. Los vientos que soplan en
este momento no favorecen ese descentramiento y
hacen más difícil la tarea. Con todo, es un objetivo a
ser perseguido con perseverancia. Por dos razones
principalmente. La primera es la crisis del cristianismo
‘occidental’. Más visible en Europa o en Canadá, y
perceptible también, de forma diferente en Estados
Unidos. La crisis cultural acarreó una crisis sin
precedentes de la fe cristiana y la secularización de la
sociedad como un todo. Mas ella trajo consigo una
distinción muy benéfica para el cristianismo como tal:
la conciencia de que la fe cristiana no puede ser
identificada con la cultura occidental. Lo que abrió un
camino inédito para otras posibles inculturaciones.
Por lo demás, esta crisis tuvo como resultado un
desplazamiento geográfico-cultural: el peso del
cristianismo -hasta numéricamente- y su vitalidad, se
encuentran cada vez más en los países pobres del
tercer mundo, en América Latina, en Asia y África. No
es utópico esperar que, en el futuro, el cristianismo
tenga un rostro bien diferente y mucho más
diversificado de lo que nosotros conocemos. Proteger
esa diferencia es trabajar por el futuro del cristianismo.
Pero hay una segunda razón: la experiencia vivida
por la Iglesia de América Latina después del Concilio y
su potencial inspirador para otras Iglesias. No como
‘modelo’ para ser exportado, sino como ‘espejo’ en el
que se pueden contemplar otras Iglesias particulares.
Fue, de hecho, la Iglesia de América Latina la primera
en abrir una brecha, para hacer posible, dentro de la
rígida uniformidad eclesial, una manera diferente de
ser Iglesia y de pensar la fe a partir de su
particularidad. Tal vez, sin pretenderlo
conscientemente, pero movida en todo caso por su
misión. De hecho, la Iglesia latinoamericana tuvo que
someter a crítica lo que había sido la evangelización
tradicional, aceptar que la fe podía estar contaminada
por ideologías que la condicionaban, y repensar el
anuncio como verdadera ‘misión’, no sólo a ‘paganos’
sino a ‘cristianos acostumbrados’ (sino ‘acomodados’).
Fue un choque saludable producido por la toma de
conciencia que significaba la ‘opción por los pobres’.
El dinamismo eclesial que caracterizó la
implantación del Concilio en la Iglesia de América
Latina, el valiente liderazgo episcopal y la elaboración
paulatina de una teología, particular también; son
algunos de los trazos que proyectaron esa experiencia
en la Iglesia universal. Hoy, el reconocimiento de otras
Iglesias particulares y de otras teologías -por ejemplo,
las de Asia y África- es cada vez más un hecho que se
impone a la conciencia de la Iglesia como algo
necesario y, en cierto sentido (porque no faltan
dificultades), pacífico.
Todas estas conquistas fueron difíciles y dolorosas
pero cargadas de un potencial profético para toda la
Iglesia. En grados diferentes fueron permeando la
conciencia eclesial: la Iglesia sólo puede ser universal
encarnándose en lo particular; la fe tiene que ser
anunciada y vivida en contextos concretos y, por eso,
puede y debe se traducida a categorías nuevas y
adecuadas a cada cultura; la opción por los pobres, la
lucha por la justicia y la humanización de la vida y de la
sociedad, son parte integrante del anuncio del
evangelio; el Reino de Dios no puede ser
‘espiritualizado’, porque la salvación pasa por la
historia sin agotarse en ella.
Lo social fue, por así decir, el detonador de la toma
de conciencia de la Iglesia latinoamericana. La
evolución posterior la obligaría a confrontarse con los
problemas culturales de la modernidad y con el
pluralismo religioso. Lo que no impide que ciertos
problemas surjan con más intensidad y urgencia en
determinados contextos: la modernidad en el primer
mundo, el diálogo con las culturas y con las religiones
en Asia, lo socio-comunitario y cultural en África. Pero
eso no significa que cada Iglesia particular y cada
teología tengan que ‘especializarse’ en un aspecto. La
gran lección que va aprendiendo la Iglesia
latinoamericana es que esas tres dimensiones -social,
cultural y religiosa- son inseparables de la traducción y
de la vivencia de la fe en cualquier universo cultural. Y
parece estar confirmado por la constitución de un
mundo pluricéntrico, pluri-racial y pluricultural. Por eso
es tan importante proteger y preservar cada una de las
visiones particulares.
2. La segunda exigencia es discernir con lucidez
dónde y cómo se manifiestan los condicionamientos
del pasado y la inercia de lo tradicional. En ese sentido
es indispensable también para la Iglesia
latinoamericana tomar conciencia de la crisis de la
cultura occidental y del ocaso de la figura tradicional
del cristianismo. Queriéndolo o no, formamos parte de
esa historia y estamos condicionados por ella de
muchas formas. Aquí nombraremos algunos
condicionamientos que parecen todavía
profundamente arraigados, no sólo en el pueblo
cristiano sino también en aquellos que tienen en sus
manos la configuración concreta de la evangelización.
Me refiero especialmente al caso del Brasil.
Es sorprendente la fuerza con que se manifiesta
todavía, en ciertos grupos y sectores de la Iglesia, la
presencia de un catolicismo pre-conciliar. La cuestión
es preocupante porque frena de manera paralizante
opciones pastorales verdaderamente nuevas y capaces
de responder a los actuales desafíos. Y también porque
parece estar siendo alimentada por ciertas iniciativas
que se sirven de los medios de comunicación.
Relacionada con este problema, aunque sin
confundirse con él, está la cuestión nunca respondida
del ‘catolicismo popular’, que no se limita a las clases
populares. No viene al caso discutir el problema bajo
ese prisma. Es cierto, con todo, que, en términos de
futuro, la iniciación cristiana y la experiencia vivida de
la fe tendrán que enfrentarse, más pronto que tarde,
con la cuestión del ‘núcleo sólido de la fe’, o sea, con lo
que es verdaderamente esencial y constitutivo de una
auténtica experiencia cristiana de la fe: el encuentro
con Jesucristo y la novedad que Él introdujo en
términos de la relación con Dios y de presencia en el
mundo. La fragilidad de una vida cristiana construida
alrededor de elementos periféricos no resiste las
críticas y la desconfianza de la modernidad, y expone
cada vez más la fe a los asaltos de otras propuestas
religiosas. ¿No sería ésa la respuesta radical y
verdaderamente eficaz a los problemas de la
disminución numérica de los cristianos católicos?
Igualmente preocupante es la convivencia de
‘varios catolicismos’ dentro del tejido eclesial, como si
todos ellos tuviesen el mismo valor. El discernimiento
es delicado pero no puede ser escamoteado. No todo
es posible en nombre del evangelio. Ese es el criterio
con el cual debe ser medida toda y cualquier
experiencia -particular o de grupos- y las pastorales
que las alimentan: saber si tocan el núcleo del
evangelio y son capaces de mantener la unidad y el
equilibrio de la experiencia.
La necesidad de abandonar una perspectiva
eclesiocéntrica y abrirse a lo que podríamos llamar un
cristianismo evangélico, es decir, volcado hacia el
mundo como misión, es un grave problema que está
relacionado con la necesidad de encontrar, como
Iglesia un ‘nuevo lugar’ en la sociedad, que no será ya
el tradicional, ni el mismo que ocupó en décadas
pasadas, pero ese cambio se vuelve difícil en la medida
en que se pierde de vista, o es relegado al olvido, el
cambio eclesiológico operado por el Concilio Vaticano
II, como parece mostrar un nuevo surgimiento de
clericalismo entre las nuevas generaciones. Sin ese
descentramiento, sin esa abertura de lo eclesial hacia
lo humano, para el mundo como misión, será muy
difícil para la Iglesia superar las dos tentaciones que la
acosan en este momento: dar por pasada la página de
su compromiso con los pobres (con todo y lo que
representaron estos años) y sucumbir a la ilusión de lo
religioso y de lo numérico.
3. En términos de una evangelización volcada al
futuro, una de las grandes tareas de la Iglesia del Brasil
-y que en gran parte vale para toda América Latina- es
la necesaria recomposición de su matriz religiosa. Un
problema que fue camuflado por la evangelización
tradicional y que emerge hoy con fuerza, en una
sociedad cada vez más consciente de su diversidad
cultural y religiosa. ¿Cómo inculturar verdaderamente
el evangelio?
Las raíces culturales y religiosas del Brasil son
plurales: la indígena, la negra y la que llegó con el
cristianismo occidental. Mas, sociológicamente, tanto
desde el punto de vista cultural como religioso, la
predominante fue la matriz occidental. Desde la
Colonia, con todo, las tres tradiciones convivieron en
una simbiosis original que dejó sus huellas en el
cristianismo mismo y que atraviesa las diferentes
capas sociales.
En rigor, esa realidad nunca fue enfrentada con la
seriedad que merecía. Tal vez porque no era posible
hasta este momento. Pero ya no puede ser eludida. La
cómoda distinción entre ‘catolicismo oficial’ y
‘catolicismo popular’ era una forma de ocultar el
problema o de tranquilizar la conciencia de las
autoridades religiosas. El cristianismo vivido era otro.
Y, aparentemente, sin problema para las personas que
realizan sus combinaciones, transitando a voluntad por
las diferentes matrices y haciendo sus propias
‘síntesis’. El catolicismo puro, nunca existió, a no ser tal
vez, en la cabeza de algunos teólogos o pastores. El
catolicismo brasileño fue siempre sincrético. De
diversas formas. Ni más ni menos sincrético de lo que
fue sincrético el cristianismo de las conversiones en
masa de los pueblos bárbaros, o de lo que era el
cristianismo medieval que llegó hasta nosotros.
En cierto sentido el sincretismo aumentó, en la
medida en que en él interactuaron nuevos elementos
llegados de esa heterogénea efervescencia religiosa,
típica del momento presente. Pero esa situación parece
estar cambiando. No por obra de alguna misteriosa
purificación a la que habría sido sometido el
cristianismo, sino por la transformación de la
conciencia de la propia sociedad. Y por la fuerza con la
que se afirman dentro del tejido social los diferentes
grupos étnicos, culturales y religiosos. Es lo que hace
posible hoy, encarar de forma diferente esa pluralidad
cultural y religiosa.
La recomposición de esa matriz plural del
cristianismo brasileño representaría una auténtica
‘inculturación’ de la fe. Con todas las exigencias y
dificultades que lleva consigo un verdadero proceso de
inculturación. Eso significaría, en primer lugar,
aprender a dialogar con la realidad negra e indígena
como realidades culturales y religiosas que tienen
riqueza y valores propios, como vamos aprendiendo
hoy en la perspectiva del diálogo interreligioso.
Supondría, en segundo lugar, que esas realidades
puedan ser confrontadas con lo que constituye la
‘diferencia’ cristiana, si de hecho se trata de una
inculturación de la fe cristiana y no simplemente de la
convivencia pacífica entre realidades culturales y
religiosas diferentes. Mas eso es también un
aprendizaje nuevo y exigente. Como fue el del
cristianismo primitivo en su encuentro con la cultura
helenística. Y, finalmente –aunque no es lo menos
importante- comprender de una manera dinámica la
propia identidad cristiana, no como algo definido a
priori y para siempre, sino como un proceso de síntesis
propias y originales.
***
El futuro del cristianismo sólo puede ser
organizado discerniendo laboriosamente el presente.
Pero hay dos maneras de evadir esa responsabilidad.
La primera es pensar el futuro a partir de lo que nos
ofrece el presente. Es la forma típica del ‘sujeto
moderno’. El conocimiento que tiene de la realidad y el
dominio sobre la naturaleza que la ciencia y la técnica
hacen posible, le da la sensación de tener la historia -o
sea el futuro- en sus manos. Pero ese futuro no es más
que una ‘proyección’ del presente, corregido y
mejorado tal vez, mas un futuro domesticado, hecho a
medida, a partir de cálculos precisos y de los propios
recursos humanos.
La segunda forma de evadirse es encarar el futuro
como los soñadores utópicos que perdieron el contacto
con la realidad. Poco importa si se inspira en arrebatos
mesiánicos de cualquier tipo, o se alimenta de las
utopías que no cesan a lo largo de la historia. El
resultado acaba siendo el mismo: el abandono del
presente, insoportable en sus contradicciones, para
refugiarse en un futuro imaginario, hipotético, irreal,
por no enraizarse en la historia. El sueño y la utopía
son indispensables al ser humano. Pero con una
condición: no abandonar la historia a su suerte,
capitulando mediante el ocultamiento de lo real.
No se puede descartar a priori que estas dos
concepciones pueden estar presentes entre los
cristianos a la hora de pensar en el futuro; porque
somos inevitablemente hijos de nuestra época. La
primera es la tentación de los grupos conservadores y
de los movimientos neoconservadores, que son su
versión ‘moderna‘. La incapacidad de comprender lo
que está en juego en el actual momento histórico los
lleva a exaltar de manera ciega el pasado. Sea por
error de diagnóstico o por inseguridad -poco importa-,
sólo consiguen ofrecer respuestas antiguas para
problemas inéditos. Mas si la única forma de responder
a las interpelaciones del presente es la restauración del
pasado, ¿qué novedad podría esperarse todavía del
futuro? Para esa forma de pensar, el futuro sólo puede
ser entendido como repetición monótona del pasado
que se prolongaría indefinidamente en el presente.
La segunda forma de concebir el futuro fue
siempre la tentación de no pocos cristianos ante esa
mezcla paradójica del cristianismo que, al encarnarse,
se vuelve limitado y se deja afectar -¿podría ser de otra
forma?- por la fragilidad de lo humano. Es la tentación
de todos aquellos que, ayer como hoy, son incapaces
de soportar el lado sombrío de la historia del
cristianismo que se refleja en el rostro de la Iglesia; esa
Iglesia santa y pecadora, que los Santos Padres no
dudaban en denominar “casta meretrix”. Pero para los
cátaros de todos las épocas, las sombras en la vida de
la Iglesia son insoportables. Por eso, en nombre de un
cristianismo ‘ideal’, se refugian en un futuro imaginario
que los exime de cargar el presente en sus hombros,
para encargarse de él y así transformarlo.
Ninguna de esas dos formas, sin embargo, es
capaz de pensar teológicamente el futuro del
cristianismo. Porque en términos cristianos, el futuro es
una cuestión de esperanza, que no se confunde con
nuestras expectativas. Sólo la esperanza, como virtud
teologal, nos permite avanzar sin miedo hasta las
raíces de ese momento crucial en el que se encuentra
el cristianismo. Momento que sólo puede ser
comparado con el que fue aquel momento decisivo en
el que la fe cristiana tuvo que ‘pasar’ -éxodo y pascua
verdaderos- del judaísmo al helenismo. Porque no se
trata de retoques ni de reformas. Lo que está en juego
es una verdadera recreación de la figura histórica del
cristianismo. Y la oportunidad única de recrear la
experiencia cristiana a partir de su novedad original.
El futuro del cristianismo no puede ser pensado sin
tomar en cuenta el exceso que lo constituyó: la
referencia a la persona de Jesucristo como criterio
permanente de lo que es cristiano y de lo que es dado
a los cristianos vivir en cada momento. Ese ‘exceso’,
esa ‘reserva de ser’ introducen en el cristianismo una
tensión creadora que nos libera de la tiranía del pasado
(con su tendencia a absolutizar ciertas tradiciones
históricas del cristianismo), vuelve posible instaurar
una crítica valiente del cristianismo actual, y nos
permite pensar el futuro no como una proyección del
presente que ahí está (o como su prolongación
corregida) sino como verdadera invención creadora de
algo nuevo e inédito.
La esperanza que se apoya en la palabra fiel de
Dios, en esa promesa verificada en la historia, es la que
nos permite ‘resistir’ y ‘permanecer’ en medio de las
muchas contradicciones que tienden a sofocarla.
‘Esperar contra toda esperanza’ decía Pablo (Rm 4,18)
hablando precisamente de Abrahán, aquel que “creyó
en Dios, el que da vida a los muertos y llama a la
existencia a lo que antes no existía” (v. 17). Pues “si
esperamos lo que no vemos, es porque lo aguardamos
con perseverancia” (Rm 8, 25)
En realidad, la fe cristiana, mucho más que ‘creer
lo que no vemos’, es la obstinación de ‘no creer lo que
vemos’, o sea, no aceptar que la realidad desfigurada
sea la última palabra. Precisamente porque esperamos,
porque creemos en el ‘exceso’ de lo real. La esperanza
cristiana, así entendida, nos hace llevar tan en serio el
presente que ni los condicionamientos del pasado, ni
las incoherencias del presente, nos pueden disuadir de
la certeza de un futuro nuevo. Porque el presente es
más, puede dar más de sí, de lo que intentan afirmar
nuestros análisis. Para el cristiano, la historia, y por
tanto, el futuro, está entregado a la responsabilidad del
ser humano, aunque no tiene en él su fundamento.
Porque la historia de Dios con el ser humano comienza
con una promesa que abre el presente para una
realización y una plenitud inesperadas.
Por eso, cualquier realidad -aun la más
desfigurada- está preñada de una ‘reserva de sentido’,
es más de lo que la vida deja trasparentar. Una de las
grandezas del hecho cristiano es haber liberado a la
historia del fatalismo y de la necesidad. Precisamente
porque en ella hay siempre lugar para lo imprevisible
de Dios. El futuro, en términos cristianos, no puede ser
‘proyectado’ porque no lo dominamos; es
advenimiento, algo que nos llega como don, como
gracia que nos sorprende, algo que viene a nosotros,
que está por-venir. Aquí está porque sólo puede ser
inédito: verdadera creación; fruto de la apertura
responsable de la libertad humana a la promesa y al
don de Dios.

[1] A título de muestra, veamos algunas


indicaciones bibliográficas que son también ejemplo de
esa diversidad de interpretaciones: M. de CERTEAU – J.
M. DOMENACH, Le christianisme éclaté. Paris, Seuil,
1974; J. DELUMEAU, Le christianisme va-t-il mourir?
Paris, Hachette, 1977; D. HERVIEU-LEGER, Vers un
nouveau christianisme?Introduction à la sociologie du
christianisme occidental. Paris, Cerf, 1986; J. M.
MARDONES, El desafío de la postmodernidad al
cristianismo. Santander, Sal Terrae, 1988; J. M.
VELASCO, El malestar religioso de nuestra cultura.
Madrid, Paulinas, 1993; P. VALADIER, Catolicismo e
sociedade moderna. São Paulo, Loyola, 1991; A.
TORRES QUEIRUGA, Fim do cristianismo pré-moderno.
São Paulo, Paulus, 2003; S. MARTELLI, A religião na
sociedade pós-moderna. São Paulo, Paulinas, 1995. En
una perspectiva no sólo posmoderna sino poscristiana:
M. GAUCHET, Le désenchantement du monde. Une
histoire politique de la religion. Paris, Gallimard, 1985,
y L. FERRY, L’homme-Dieu ou le sens de la vie. Paris,
Grasset, 1996.
[2] Una introducción –clara, lúcida y sintética- de
los diversos aspectos que están en juego en las
relaciones del cristianismo con la cultura moderna
occidental puede ser encontrada en J.B. LIBÂNIO,
Olhando para o futuro. Prospectivas teológicas e
pastorais do Cristianismo na América Latina, Sāo Paulo,
Loyola, 2003 (espec. pp. 5-20 como diagnóstico, y pp.
45-51 para algunas de las interpretaciones posibles).
[3] Cronológicamente se acostumbra establecer el
s. XVII como el comienzo de la modernidad, pero sus
raíces se remontan mucho antes en el tiempo. Ver el
ensayo póstumo de H. C. de LIMA VAZ, Raízes da
modernidade, Sāo Paulo, Loyola, 2002 (espec. pp. 11-
30)
[4] Para una comprensión del hecho y de sus
posibles interpretaciones, ver J. B. LIBÂNIO, A religāo
no inicio do milenio, Sāo Paulo, Loyola, 2002.
[5] Es lo que aparece claramente en la
maleabilidad a que es sometido el lenguaje religioso
tradicional. Como acontece, por ejemplo, con el
término ‘mística’, utilizado para designar las
experiencias más disparatadas. La misma observación
cabría a propósito de términos como experiencia
religiosa, espiritualidad, transcendencia e igualmente
sobre la palabra Dios.
[6] Como ejemplo de esa reapropiación de las
categorías cristianas, interpretadas dentro del
horizonte de la inmanencia, ver L. FERRY, L´homme-
Dieu, ou le Sens de la Vie, París, Bernard Grasset,
1996. Para una interpretación de ese fenómeno, ver J.
MARTIN VELASCO, Metamorfosis de lo sagrado y futuro
del cristianismo, Santander, Sal Terrae, 1998,
disponible en http://servicioskoinonia.org/relat/256.htm
[7] Es lo que podríamos llamar el surgimiento de la
conciencia individual que llevaba consigo la afirmación
de la persona mediante la colectividad y de sus
condicionamientos, y desde el punto de vista religioso,
una nueva manera de relacionarse con la
transcendencia: la toma de conciencia del destino
personal y la búsqueda de la salvación.
[8] En rigor, después de la reforma protestante en
el s. XVI, habría que hablar de ‘iglesias cristianas’ y no
de cristianismo como realidad única en Occidente. Es
verdad, sin embargo, que dada la posición
numéricamente dominante de la Iglesia católica
acabaron por ser casi sinónimos catolicismo y
cristianismo; de modo que hasta hoy, en el ámbito
católico por lo menos, tienden a ser identificados como
una sola cosa.
[9] Ya sea aquellas que no fueron realizadas o
abortaron después del Concilio Vaticano II, ya sean los
problemas pendientes y nunca resueltos, como el
derecho de la persona, la libertad y el diálogo dentro
de la Iglesia, la cuestión del poder y de la autoridad, el
clericalismo que renace, la cuestión de la mujer en la
Iglesia, las formas de gobierno y participación, etc.
Esas y otras reformas, por más importantes que sean,
son apenas síntomas de un desequilibrio más profundo:
la presencia del cristianismo en la nueva situación de la
sociedad moderna.
[10] El historiador francés J. DELUMEAU ya se
preguntaba hace más de 25 años si habría futuro para
el cristianismo en la sociedad actual: Le christianisme
va-t-il mourir? París, Hachette, 1977. Profundo
conocedor de la historia cristiana, la honestidad y la
lucidez de sus análisis no le impidieron encontrar la
verdadera razón de su esperanza: los ricos filones
evangélicos que recorren la historia cristiana. El
cristianismo revive cada vez que renuncia al poder y a
la riqueza para volver a la transparencia del evangelio.
¿No debería ser también hoy el criterio de todas
nuestras búsquedas?
[11] No se trata de establecer aquí una discusión
teórica sobre la identidad cristiana. Basta, para nuestro
objetivo, llamar la atención sobre los estereotipos con
que ella puede estar cargada en un momento en que
se trata precisamente de repensar la totalidad de la fe
cristiana. Una breve y clara síntesis de la cuestión
puede ser hallada en J. B. LIBÂNIO, Olhando para o
futuro, pp. 30-43. Ver también, C. PALÁCIO, A
identidade problemática, Perspectiva Teológica 21
(1989) 171-176, e ID, A originalidade singular do
cristianismo, Perspectiva Teológica 26(1994) 311-339,
espec. 321 ss.
[12] Para la mayoría de las personas, el término
‘cristianismo’ es una nebulosa que envuelve
catolicismo, protestantismo y, para algunos más letrados tal
vez, las iglesias ortodoxas orientales. O en la definición del famoso
diccionario brasileño Aurelio, ‘el conjunto de las religiones
cristianas’. Sólo que en ese conjunto, están no sólo el catolicismo y
las iglesias del protestantismo histórico, sino también las iglesias
evangélicas y la infinidad de denominaciones pentecostales. ¿Qué
significa, entonces, la palabra ‘cristianismo’? ¿Es posible reducir esa
heterogeneidad a una unidad coherente?
[13] Para un desarrollo de esta problemática ver C.
PALÁCIO, Filosofía e cristianismo, Síntese 18/55 (1991)
505-526.
[14] La teología tradicional es un buen ejemplo de
esa obsesión sistemática. Ver C. PALÁCIO,
Deslocamentos da teología, mutaçoes do cristianismo.
Sāo Paulo, Loyola, 2001, pp. 15-23.

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