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Rafael Peñaloza N.
Desde niño yo sabía que estaba ahí. Inmenso, impenetrable, realmente aterrorizante.
Yo sabía que existía, y que no estaba a más de un par de horas de mí, pero nunca me
había acercado a visitarlo.
Por años lo vi en fotos y escuché historias de él, el interminable desierto de arena que
pocos se atrevían a cruzar, y aún menos lo lograban. No había ninguna razón por la que
alguien cuerdo quisiera alejarse de la ciudad para adentrarse en un mundo de sol y calor
y poco más. Alguien cuerdo. Pero yo no era alguien cuerdo. En ese entonces ni siquiera
me sentía alguien. Yo no era uno, ni siquiera un décimo de uno; no era más que una
pequeña partícula inútil con delirios de grandeza. Una pulga queriendo ser hombre.
Un buen día decidí aprender de él, rodearme de su nada amarillenta y dejarme
intoxicar por su ausencia.
Tras una pequeña búsqueda, logré que alguien me aproximara a él. Cuando descendí
del auto, podía ver todavía una ligera pero molesta capa de vegetación. Caminé hacia las
dunas secas. A medida que avanzaba, la vida disminuía en densidad, pero no llegaba a
desaparecer. Pasaron las horas, cada vez estaba más solo, más hambreado y sediento, y
aún no hallaba lo que imaginaba que habría en el centro.
El único sonido que había, el de mis pasos, se volvía más lento y ligero. Para la caída
de la noche, apenas lograba arrastrarme pero continuaba en búsqueda de mi premio en el
centro del desierto. Cuando llegó el frío yo ya no pude más, cerré los ojos, sabiendo que
moriría y sin lograr ser uno.