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Pero la resonancia de la violencia trasciende los límites temporales y se cuela
en la producción más reciente. Se siguen escribiendo muchas novelas que
giran alrededor de esta temática, con mayor o menor fortuna. Para recordar
dos novelas que han trascendido:Cóndores no entierran todos los días (1972)
de Gustavo Alvarez Gardeazábal y Años de fuga (1979) de Plinio Apuleyo
Mendoza.
La violencia política colombiana que tuvo lugar entre 1947 y 1965 fue, para la
clase dominante, un estigma que ha pretendido por todos los medios borrar.
Esa clase propició el clima de conflicto y desencadenó esa especie de guerra
civil que se prolongó sin cuartel por espacio de casi veinte años y produjo
aproximadamente 200.000 muertes, más de 2.000.000 de exilados, cerca de
400.000 parcelas afectadas y miles de millones de pesos en pérdidas
(Lemoine, citado por Oquist, 1978-84).
Por los efectos que trajo, la Violencia ha sido el hecho socio-político e histórico
más impactante en lo que va corrido del presente siglo y, quizá, también el más
difícil de esclarecer en todas sus connotaciones, en razón de los múltiples
factores que intervinieron en su desarrollo. Son numerosas las explicaciones
que se han dado, sin que pueda afirmarse que tal o cual responde a todos los
interrogantes propuestos. Las tesis que la explican van desde las económicas,
sociales, históricas, hasta las psicológicas, morales, culturales y étnicas. Todas
ellas revelan, de un lado, la abundante literatura que se ha producido al
respecto y, de otro, que el fenómeno de la Violencia resulta más complejo de lo
que supusieron, en su explicación, cada uno de los estudiosos de la misma. Al
margen de cuáles sean las causas, los miles de muertos de ese tiempo
apocalíptico son y siguen siendo víctimas, porque aún no han sido
reivindicadas sus muertes. No se ha hecho justicia a ese pueblo que se incitó a
matarse entre sí, a esa guerra fractricida que no comenzó para que se
desarrollaran sin piedad en nombre de dos banderas que, desde 1849, poco
beneficio le ha reportado. Así lo testimonia, desde la literatura, la mayoría de
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las setenta y más novelas sobre la Violencia.
Los autores se esa época cruenta siguen tan campantes desempeñando los
mismo puestos de dirección en todas las instituciones públicas y privadas como
sin nada hubiera sucedido. Todos ellos, al unísono reclaman hoy, como
vindicaron ayer, la "unión nacional", la "concordancia", sabiendo de antemano
que la violencia es mejor negocio que la paz. Desde la historia republicana se
confirma dicha práctica. Durante la guerra civil de 1876, una de las cincuenta y
nueve que hubo en el siglo XIX y que produjo diez mil muertos, fue notoria la
tendencia de convertir el conflicto en oportunidad para disponer en beneficio de
los victoriosos los bienes de los derrotados. Desde entonces, esta tendencia se
ha acentuado y, como señalara el presidente Rafael Núñez en 1886, "al juzgar
por los varios disturbios locales, la vida corre menos riesgo que la propiedad"
(1886:108). "Se formó -sostiene Rodríguez Piñérez- una clase de gente que
negoció con la guerra y a quien aterraba la paz con todos sus horrores, puesto
que acabaría con sus medios de enriquecimiento a expensas de la sangre,
sufrimiento e ignorancia de otros" (1945:194-195).
Durante veinte años de violencia se instaura el imperio del terror en los campos
y poblados, se despoja al campesino de la tierra y de sus bienes, o se le
amenaza para que venda a menos precio. Se asesina selectivamente o de una
manera masiva, la sevicia o la tortura contra las víctimas no tiene límite, se
amedrenta a los trabajadores descontentos. Se produce un éxodo masivo hacia
las ciudades, refugio temporal de los desheredados que pronto engrosan la
marginalidad y se convierten en problema social por el abandono en el que se
los deja. ¿Por qué, se pregunta el protagonista de El Cristo de espaldas, tanto
ensañamiento contra un pueblo que no generó tal estado de cosas?:
¿Qué les va ni les viene a los miserables...con que en las ciudades manden
unos y gobiernen otros? ¿Para qué buscarlos y perseguirlos como a bestias
feroces? ¿Por qué quieren los ricos resolver sus problemas a expensas de los
pobres, y los fuertes a costa de los débiles, y los que mandan, con mengua y
para escarnio de los que obedecen? (Caballero, 149-150).
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pasado. Hay que "vigilar el ruido del corazón", decía, ante el temor de que
renaciera de nuevo la pugna partidista. Sin embargo, ese silencio forzado no
puso fin a la violencia; apenas logró desenfocarla de la atención nacional. De
fenómeno político pasó a ser considerado como un caso de policia, sin que,
paradójicamente, nada sustancial hubiera cambiado en la situación de guerra
civil interna, diseminada, entre campesinos liberales y conservadores. Se aplicó
una asepsia, más no se extrajo el tumor. Pero esa violencia abierta, como lo
señalara en 1964 uno de los autores de La violencia en Colombia, cuyo
retroceso puede quedar registrado en las estadísticas oficiales, va dando paso
a otra más sutil y peligrosa, por ser subterránea. En muchas regiones donde
parece muerta, la violencia sigue viva en forma latente, lista a expresarse por
cualquier motivo, como las brasas que al revolverse llegan a encenderse. Esta
modalidad es peligrosa, por sus imprevisibles expresiones... y sobre todo en la
certeza parecida a la espada colgante de Damocles de que cualquier acto
imprudente o muerte de personas estratégicas en el pueblo, podría
desencadenar de nuevo toda la tragedia nacional (Fals-Borda, t.II, pág.10).
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vivos, que no son las muchas formas de generar la muerte (tanatomanía), sino
el pánico que consume a las víctimas. Lentamente, los escritores se despojan
de los estereotipos, del anecdotismo, superan el maniqueísmo y tornan hacia
una reflexión más crítica de los hechos, vislumbrando una nueva opción
estética y, en consecuencia, una nueva manera de aprehender la realidad. Lo
que sorprende es que un país sin ninguna tradición narrativa configurada, en
menos de veinte años, es decir, entre "el bogotazo" en 1948 y 1967, fecha de
aparición de Cien años de soledad, publiquen tantas novelas sobre el tema.
Nunca antes se había escrito tanto y de tan heterogénea calidad sobre un
aspecto de la vida socio-política contemporánea colombiana. Desde el punto
de vista de la historiografía literaria, este hecho marca un hito y funda una
tradición cultural que continúa hasta el presente (Véase anexo).
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producir la muerte. Basta con mirar ese "operardor de señalamiento" de
novelas, como llama Barthes el título (1980 1-10,74). Los nombres de la
mayoría de esas novelas de la violencia enuncian la naturaleza de su materia
narrativa, están ligadas a la contingencia de lo que sigue: Ciudad enloquecida
(1951), Sangre (1953), Las memorias del odio (1953) Los cuervos tienen
hambre (1954), Tierra sin Dios (1954), Raza de Caín (1954), Los días de terror
(1955), La sombra del sayón (1964), Sangre campesina (1965).
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en la certeza de que aquello (mundo, personajes, sociedad) que esté mediado
por el conflicto, por lo social, no podrá ser más que la representación de un
mundo ambivalente, problematizado. Gracias a mediaciones de tipo discursivo
se dan en esas novelas espacios de contradicción que impiden la aprehensión
del texto en su primera lectura y obligan al lector a la relectura y a una
contextualización obligada con la historia y con el fenómeno de sociedad de la
época que refleja. La ambigüedad y la sugerencia invade el texto invitando al
lector a su recreación.
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funcionamiento. En estos novelistas se produce una crisis de identidad que no
logran resolver. Esta se manifiesta en una práctica escritural que deja entrever
el tipo de mediaciones que la cruzan, particularmente de tipo socio-ideológico,
donde se observan no sólo visiones particulares de la realidad, sino también
ciertas formaciones sociales que se interponen. Conscientes de su complicidad
-aunque sólo fuese la complicidad del silencio- de su clase de mantenimiento
de una sociedad basada en la explotación de otras clases, esos y otros
escritores se alejan de ella, la repudian consciente, política y públicamente, y
se solidarizan, por simpatía, con quienes van a ser sus personajes, pero no
logran, en compensación, identificarse con ellos: pertenecen a otra clase, a otra
mentalidad, a otra cultura cuyos símbolos no aciertan a descubrir o a
interpretar. Se quedan, entonces, a medio camino, en una suerte de "tierra de
nadie ideológica" que, sin embargo, resulta pertenecer a alguien: a la propia
mentalidad de clase que pretenden condenar y abandonar (Adoum, 1981: 280).
Aproximaciones
BALANCE PROVISORIO
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de las diferentes esferas de la realidad (Cándido, 1969:293).
Desde la época que se conoce hoy con el genérico nombre de "La violencia",
ha existido en Colombia una extensa producción textual en torno al tema de la
violencia. En este artículo estudio dicha producción textual desde una
perspectiva cultural, analizando de qué manera la violencia se transforma en
fenómeno manejable por la sociedad desde la palabra. Observo también cómo
lo textos tienen siempre una contracara, en la cual el discurso se muestra
insuficiente para abarcar su objeto, el cual se define como algo que está
siempre más allá de la palabra. Todo este análisis gira en torno a un propósito
implícito de descubrir de qué manera los textos contribuyen a configurar un
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"estado de violencia" como el que se describe actualmente en Colombia. Me
concentro aquí en textos producidos en los últimos diez años, que por una u
otra razón han tenido una resonancia especial en el escenario nacional.
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creando las circunstancias que llevarían a la situación actual del conflicto y se
delineaban las características del discurso sobre la violencia que sigue
escribiéndose hoy en día. Las líneas entonces trazadas se han extendido y
expandido para incluir la complejidad y los nuevos actores de la violencia,
configurando un imaginario que marca profundamente la vida nacional, como lo
hizo en su época la llamada Novela de la Violencia.
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introducción del libro The Violence of Representation (1989), que incluye
diversos ensayos sobre la violencia en la literatura, Nancy
Armstrong y Leonard Tennenhouse abren una línea de reflexión sobre la
violencia en la literatura cuando postulan que "la escritura no es tanto acerca
de la violencia, como ella misma una forma de violencia" . Será éste uno de los
caminos por los que me acercaré a la representación de la violencia en
Colombia, procurando buscar en los textos la manera como han sido utilizados
para configurar ordenamientos sociales, construir imaginarios culturales y
trazar señas identitarias, en torno a la exclusión y la definición de fronteras.
DEFINIR LA GUERRA
Uno de los términos que se ha vuelto común para hablar sobre el conflicto
actual en Colombia es el de "guerra irregular". Tomada del teórico alemán
Friedrich August von der Heydte, pero con una significación modificada en su
recontextualización al caso colombiano, esta denominación es utilizada como
base del análisis en el libro Colombia: guerra del fin de siglo (1998), del
economista y politólogo colombiano Alfredo Rangel Suárez, De acuerdo con
Rangel, la guerra irregular es, "por definición, una guerra en la que se busca
desgastar al adversario y fatigarle, minarle su voluntad para defenderse,
doblegarlo psicológicamente; es una guerra de gran duración y de baja
intensidad militar." (12) Más allá de las preguntas sobre el origen de esta
denominación, el término "guerra irregular" hace pensar en la posición de la
teoría al acercarse al fenómeno de la guerra. ¿Hablar de "guerra irregular"
implica que existe una "guerra regular"? Siguiendo la línea de Deleuze y
Guattari, toda guerra sería en sí misma irregular, si se considera al Estado
como lo "regular", es decir como el origen de la regulación. ¿Al hablar de
"guerra irregular" se cae en una redundancia o se emiten dos términos que se
oponen mutuamente? ¿Estaría en el término "guerra irregular" implícita la
necesidad de regular la guerra? En este último caso, el teórico estaría
asumiendo la función de sancionar la legitimidad del Estado como forma de
organización social. En esto Rangel compartiría un terreno común con otros
teóricos que han emprendido análisis sobre el tema de la violencia en
Colombia.
Una hipótesis que subyace con frecuencia en las reflexiones en este campo es
el de situar el origen de los conflictos en las deficiencias del Estado
colombiano, en su incapacidad para hacer llegar su capacidad reguladora a
todo el territorio y a todos los sectores que conforman la Nación. Todo aquello
que quedó por fuera de su alcance se habría constituido en el germen de una
forma "otra" de organización que se ubica en el orden del no-estado que es la
guerra, la organización social por la violencia. Al igual que tantos otros, el
análisis de la situación que realiza Alfredo Rangel apunta en esta dirección.
Así, al hablar de la forma como la guerrilla ha ganado su poder en el campo
colombiano. dice:
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orden y, en general, de falta de Estado, también es imprescindible anotar que
en Colombia la guerrilla se ha vuelto terrorista por su búsqueda sistemática,
permanente y deliberada de la dominación mediante el terror que produce una
forma de violencia cuyos efectos psicológicos son desproporcionados con
respecto a su estricto resultado físico.
(6, mi énfasis.)
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conflicto entre el campo, don recoge sus testimonios, y la ciudad, donde éstos
son leídos. Alfredo Molano es quizás quien ha recogido en forma más fructífera
este tipo de historias, en más de diez libros que ofrecen un extenso mapa
sobre la manera como practican y viven la violencia los habitantes del campo
colombiano .
Según este testimonio, las FARC habrían emprendido la guerra como única
salida posible frente a las fallas del Estado. Pero en el punto al que han llegado
las cosas la solución a la que apuntaría Molano no puede ser únicamente una
reforma del Estado, se necesitaría mucho más para acabar con el orden de la
guerra en Colombia. "¿Qué hace el gobierno con los militares si llega la paz?...
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Uno tan viejo ya no está para entregarse", dice Marulanda. La imagen que
ofrece Alfredo molano en sus libros es la de un país en el que la guerra se ha
instalado como forma de vida y convivencia en gran parte del territorio. El
reconocimiento de esta situación, por parte de todos los colombianos que se
ven convocados en sus libros, sería la propuesta de salida que él está
delineando.
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contribuyó, entre otros, a la poca credibilidad que tuvo la película entre el
público. En los testimonios de Alfredo Molano, en cambio, es una presencia
tácita constante que marca, entre otras cosas, el paso de una guerra
comunitaria, en la que prima una intención reivindicativa, a otra en la que en
ocasiones los combatientes se dejan llevar por deseos de enriquecimiento
personal. El énfasis de los relatos en Trochas y fusiles, sin embargo, está en
las motivaciones de tipo socio histórico de los guerrilleros y en la continuidad
del conflicto actual con respecto a las guerras civiles anteriores. Gran parte de
los relatos reunidos en ese libro son de combatientes que vivieron el paso de
una a otra guerra, experimentando esa peculiar forma de organización social
que tiene por centro la violencia. Puesto que sus testimonios fueron recogidos
hacia 1990, no incluye información sobre la más reciente expansión de los
terrenos utilizados por el narcotráfico. Otro libro suyo, Rebusque mayor: relatos
de mulas, traquetos y embarques (1999) se ocupa del tema, pero no a partir de
historias ocurridas en el campo sino de testimonios de personas que facilitan el
tránsito transnacional de la droga, desde escenarios principalmente urbanos.
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en el caso de Rosario tijeras, como veremos) a causa del peso de realidad que
subyace a los relatos.
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realizado con base en las estrategias del periodismo, pero su técnica podría
calificarse más bien como una ficcionalización a partir de la realidad. Su autor
hace un cuidadoso trabajo de selección con respecto al material "real" que
tiene a su disposición, para contar una versión de lo ocurrido en aquellos años,
en la cual excluye unas historias para favorecer otras, deja que algunos puntos
de vista prevalezcan sobre otros y les presenta a sus lectores un relato con
comienzo, desarrollo y final, que ofrece la sensación de referirse a un ciclo
concluido. En el centro del relato se sitúan algunos de los secuestrados,
periodistas como el propio autor, a quienes éste otorga un papel destacado en
los hechos narrados. Y es que más que un relato sobre determinados
acontecimientos de la vida nacional, este libro es un retrato sobre los
protagonistas de los mismos, quienes son construidos y confirmados en esa
posición por el propio texto. Al relatar los procesos de secuestro, por ejemplo,
hay
personajes que el autor hace desaparecer para que surjan los otros. Así, la
historia de los dos choferes asesinados por los secuestradores de Maruja
Pachón y Francisco Santos no es nunca desarrollada, tampoco la de todo el
equipo de periodistas que cayó junto con Diana Turbay en la trampa que
tejieron los narcotraficantes para secuestrarla. García Márquez presenta uno a
uno los retratos de quienes estaban en el poder (legítimo o no) durante
aquellos años: el presidente César Gaviria, el director del Departamento
Administrativo de Seguridad, Miguel Maza Márquez, el sacerdote Rafael García
Herreros, que sirvió de mediador en la entrega de Pablo Escobar, y finalmente
también éste último. En su versión de los hechos, la batalla de Escobar para
evitar su extradición y la del gobierno para no entregarse totalmente a sus
exigencias, se libraron en los escritorios de los mandatarios, en los consejos de
ministros, en las cartas que escribía Pablo Escobar firmando con el sello de
Los Extraditables. Poco se habla de los policías, jueces y ciudadanos muertos
en la época del terror, prácticamente no se menciona el desgaste psicológico al
que las explosiones continuas llevaron a los habitantes de las ciudades. Su
única referencia a los sicarios adolescentes aparece cuando dice que en sus
cartas Pablo Escobar siempre le pedía al gobierno que cesarán las matanzas
de muchachos que llevaba a cabo la policía en los barrios marginales de
Medellín; pero aun esta referencia parece estar allí más para ofrecemos un
rasgo de la personalidad de Escobar que para darle importancia a esos
muchachos. En general, la pérdida de la ley civil y la incapacidad del gobierno
para defenderla, que en el libro de Vallejo constituían la base del relato,
aparecen ausentes en el texto de García Márquez, que pese a señalarle
algunas fallas al gobierno mantiene su confianza en que desde allí se podrá
algún día recuperar el orden del Estado.
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El proyecto de Rosario Tijeras es mucho más modesto. Dirigida a un público
colombiano, esta novela no se ve obligada a incluir, como los otros dos libros,
explicaciones extensas sobre el contexto al que se refiere y la identidad de los
personajes que en él se desenvuelven. No menciona el nombre de Pablo
Escobar porque cuando éste aparece como personaje en el relato todos los
lectores deben saber quién es, ni siquiera menciona el término sicarios cuando
introduce a estos muchachos, porque también en este caso asume que el
lector sabe a qué se está refiriendo. El relato se acoge, en fin, a un imaginario
nacional creado en torno a ese episodio de la historia nacional y a partir de él
elabora su universo narrativo. La historia narrada gira en torno al sacrificio de
un personaje femenino que podría servir para convocar a la nación en torno a
su memoria, la cual se convertiría así en memoria colectiva sobre un episodio
emblemático de la vida nacional. Esa memoria colectiva es lo que le da sentido
a los hechos narrados en la novela, que sin ella pierden todo contexto y
significado. La trama en sí es bastante simple y gira en torno a un triángulo
amoroso entre dos muchachos de la alta sociedad tradicional de Medellín y una
mujer que ha descendido de los barrios marginales de los cerros, gracias al
dinero que le entregan los jefes de los carteles de la droga (entre quienes está
el Pablo Escobar cuyo nombre no se menciona), con la única condición de que
se mantenga disponible para cuando ellos quieran gozar de sus favores. Esta
mujer representa la ley de la violencia (el des-orden) reinante en el submundo
de los barrios marginales de Medellín: lleva siempre un revólver consigo y lo
utiliza con frecuencia para imponer su ley y su justicia. Su irrupción en la vida
de los dos personajes de clase alta constituye un motivo de fascinación y des-
orden, les lleva a distanciarse de sus familias, a entregarse a la droga dura, a
entrar en contacto con personajes de los bajos fondos, les incapacita para
organizar sus vidas de acuerdo con los parámetros heredados. La novela se
inicia cuando la muchacha es conducida a un quirófano, después de recibir
varios tiros de bala, y es relatada desde los recuerdos que uno de sus
enamorados evoca mientras espera que los médicos le den alguna noticia
acerca de ella. Al final muere y suponemos que con ello la vida de los otros
protagonistas vuelve a la normalidad: su entierro puede constituir el cierre del
ciclo de Pablo Escobar y su época de terror, en la imaginación de los
colombianos que no reconocen en la guerra actual las situaciones y personajes
que en el ciclo anterior aprendieron a identificar.
El nuevo escenario del conflicto podría estar esperando sus relatores, pero la
situación actual parece dominada por la exigencia de silencio que han impuesto
tanto los paramilitares como la guerrilla, con sus amenazas a quienes expresen
cualquier posición con respecto al conflicto. A esta imposición de silencio se le
suma una cierta inaccesibilidad que caracteriza a los escenarios actuales de la
guerra. Si hace diez años Alfredo Molano podía descender por la ribera de un
río para atravesar la frontera que separaba su mundo letrado del mundo-otro
de la guerrilla y traernos noticias de lo que allí ocurría, hoy en día al parecer
aún las más intrincadas vías de acceso parecen estar cerradas. Los
combatientes no quieren que se sepa lo que realmente ocurre en el territorio
donde se lleva a cabo la batalla. Las historias se siguen tejiendo, sin embargo,
en el terreno de las hipótesis, los interrogantes y las propuestas. La violencia
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que las alimenta continúa viva en las noticias, en los estragos que viene
causadas en la ya maltratada economía nacional, en las historias escuchadas
de cada vez más gente que se ha visto tocada por el secuestro, la extorsión o
cualquier otra de las extensiones de esta guerra. El discurso oficial del gobierno
viene promoviendo un consenso nacional en torno a la búsqueda de la paz, lo
cual es casi lo mismo que decir que promueve ese consenso en torno de la
guerra, puesto que la una no puede existir sin la otra: no es posible hablar de
paz si no hay guerra. ¿Cuáles serán los relatos que se referirán a este proceso
en unos años? ¿Seguirán contribuyendo a alimentar un imaginario nacional de
la violencia? ¿Será este un imaginario destinado a quedar en el pasado o a
buscar siempre motivos para seguir consolidándose? Esta es quizás la
disyuntiva principal que encuentra la escritura cuando se refiere a la violencia.
Al enfrentarla los textos participan en cierta forma de ella, pero si no la
enfrentan niegan la posibilidad de darle una presencia y una justificación social
a través del discurso, quizás la única forma de hacerla participe en la
construcción de un orden social diferente.
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Hay voces que consideran la creación de Carrasquilla como ejemplo del
"naturalismo hispanoamericano, naturalismo de tono menor" 8.
En los años setenta, aunque ya antes se hablan oído varias voces, surgieron
numerosas polémicas sobre el incumplimiento de las doctrinas y sobre la
incapacidad del movimiento indigenista 37. Por otra parte, el movimiento se
basa en conceptos de la raza que actualmente en las ciencias sociales están
desprestigiados. La defensa de los derechos de los indígenas se dirige por las
vías de la lucha socio-económica.
El tema indígena se desarrolla con una nueva fuerza en José Tombé (1942), de
Diego Castrillón Arboleda. Su expresión se vuelve más significativa si
consideramos que trata de la insurrección histórica de Quintin Lame que tuvo
lugar en el Cauca a principios del siglo. Son sumamente notorios sus objetivos
sociológicos. De los mismos indígenas paeces, pero en la época anterior a la
conquista, habla Alfredo Martínez Orozco en su Yaiángala (1950).
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La novela de la violencia en Colombia pertenece a la literatura comprometida y
es su manifestación más elocuente en este país. En el presente trabajo la
consideramos como prosa fabulada que se refiere a los crueles
acontecimientos de los años 1948~1957 y a sus causas y consecuencias
inmediatas. Las muestras de este tipo de literatura varían; pueden ser
testimonios directos, escritos hasta por los propios participantes en las luchas,
o solamente aludir, con secuelas importantes para la acción novelesca, a las
situaciones, personajes o hechos de la época. Su homogeneidad se basa en la
temática, no en la forma o los recursos literarios. El conjunto de la literatura de
la violencia lo debemos examinar como un testimonio de los sangrientos años
que se reafirma en la memoria colectiva y se vuelve luego una fuente de
divulgación de las ideas políticas para los lectores de las generaciones
posteriores. El lector se entera de los delitos cometidos sobre individuos,
colectividades y toda la Nación, es decir, que se reflejan todos los niveles de la
violencia.
Gabriel García Márquez, por ejemplo, confesó en 1960 que, según su parecer,
todas las novelas de la violencia eran malas y añadió que, no obstante, hablan
prestado un valioso servicio a la sociedad 45. Nosotros no estamos de acuerdo
con la opinión de que todas las novelas escritas hasta 1960 son 'malas'. Hay
varias que cumplen todas las exigencias literarias. Recordemos sólo un hecho
que podemos observar: El gran Burundún-Burundá ha muerto, de Jorge
Zalamea Borda, ejer ció nítidas influencias sobre Los funerales de la Mamá
Grande, del más popular escritor colombiano.
En los años veinte de este siglo hubo una serie de conflictos sociales que
culminaron en la huelga de los obreros de la United Fruit Co., en 1928 47.
Durante cuatro meses protestaron treinta y dos mil trabajadores en la zona
bananera de la Costa atlántica colombiana. El enfrentamiento se convirtió en el
asesinato de mil quinientos operarios, lo cual se considera como una de las
primeras manifestaciones de la violencia en Colombia en este siglo.
Como herencia del siglo pasado (desde 1848), Colombia tiene- un sistema
político bipartidista tradicionalmente comparado por el Partido Conservador y el
Partido Liberal. Desde la guerra civil de los Mil Días (17 de octubre de 1899-llde
junio de 1903) hasta 1930, la administración del país la manejaron los
conservadores. En los años veinte se notaron grandes inversiones que
alcanzaron los 200 millones de dólares, de los cuales, 25 millones fueron
pagados por Estados Unidos como recompensa por el reconocimiento de la
independencia de Panamá, y los demás, como préstamos 48. La rápida
industrialización y, en consecuencia los cambios sociales y administrativos,
facilitaron a los liberales la conquista del poder.
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novela de la violencia constituye la muestra más elocuente del género literario
nacional colombiano.
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