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Esta historia comienza hace más de 30 años atrás con

una niña enferma a punto de morir. Su padre,


conociendo el deseo de la pequeña de tener un gato,
acudió a un amigo que criaba siameses para
obsequiárselo quizá como última voluntad.
El gatito regalado, o Dios, o el destino, hicieron que la
moribunda fuera parte de un milagro de la medicina.
Pero el animal no vivió mucho tiempo y la niña
guardó como un secreto imposible volver a tener de
alguna manera a su gran amigo de la infancia.
Hace dos años quiso hacer realidad este sueño y
contactó con una veterinaria. Pidió una gatita y
prometieron entregársela esa misma tarde.
Cuando tocaron el timbre, las
puertas de la alegría se
abrieron para la niña mujer.
Las cabecitas de dos bebés
siamesitos sobresalían de los
bolsillos de la chaqueta de la
veterinaria como de la bolsa
de una mamá canguro.
Ese día la hembrita ancló su
corazón en ese hogar y se convirtió en parte de la familia.
Pero transcurridos un par de meses, a la siamesita
comenzaron a crecerle los testículos y su ajuar rosado tuvo
que trocar por el celeste.
El nuevo miembro del clan era un varoncito y no una chica
como pensaban. Un rápido examen genital confirmó la
sospecha.
Sus hermosos ojos
azules como el cielo
dictaminaron su nombre.
Según la tradición Masai
Mara, todo felino que
nace con los ojos azules,
es un ser sobrenatural,
protector de su manada,
enviado por los dioses
para convertirse en líder
y con una característica
especial: jamás hace
daño al ser humano, por
el contrario aparta a los
suyos para que el
hombre no los dañe.
Es costumbre agradecer
la venida de un Kikéi,
pues representa buenas
cosechas y cortas
sequías.
Así fue cómo Kikéi llegó
a nuestras vidas.
Reacios a cualquier tipo
de felinos, las defensas
de los más altivos
detractores familiares
cayeron ante el amor y
fidelidad del joven Kikéi.
Y como regresado del
pasado, este siamés se
convirtió en el
compañero inseparable
de la niña adulta.
Antes de comenzar el día, Kikéi y su
ama iniciaban el ritual de tomar
mate antes que nadie despertara.
Luego del almuerzo, una nueva
dosis de amor los reunía para hacer
la siesta. Con un largo
“maaaaaaaa”, el hijo hacía entender
a su madre que había llegado el
momento de las infaltables caricias
y arrumacos.
Era un placer verlos juntos. Jugando. Retozando… si hasta el
felino le había enseñado a su “má” un exclusivo modo de
saludo: se ponían frente con frente y él le cabeceaba
cariñosamente para demostrarle su afecto.
Así, al escuchar la frase “cabeza, cabeza”, el mimado se
acercaba orgulloso para cumplir con el rito del saludo.
Pero la llamada
de la naturaleza
hizo que el
amoroso gato
sintiera los
deseos propios
de la edad.
Nuevamente su
ama comprendió
sus necesidades
y fue hasta una
ciudad muy lejana en busca de una compañera ideal.
Una tarde llegó con su futura esposa, la aristocrática
“Liev”, quien entonces apenas era una especie de graciosa
ratita que, acostumbrada a mamar aún, pronto cambió las
tetas maternas por las del sorprendido Kikéi.
Y Kikéi tuvo que resignarse a ser la
mamá de su confundida e inexperta
futura cónyuge.
En más de una ocasión el pobre Kikéi
tuvo que aguantar los inútiles chupones
de la gatita huérfana.
Los pezones le quedan tanto o más adoloridos que su
orgullo de macho incomprendido.
Meses después, tanta devoción tuvo por fin sus frutos y sin
boda consumaron su ya inocultable amor.
Liev quedó preñada y como si el marido comprendiera la
situación, llenaba de atenciones a la ahora malhumorada y
altiva futura madre.
Y estoicamente, una noche, Liev dio a luz a cuatro
hermosísimos bebés siameses. El padre, por su parte,
asumió su rol con increíble responsabilidad.
Se encargó de cuidar de
Hércules, Kiko, Miel y
Canela todas las veces
que Liev decidía que la
maternidad era
demasiado pesada para
una gata de su alcurnia.
Y nuevamente las tetillas
del resignado Kikéi
fueron blanco de los
filosos dientecitos.
Como una gloriosa exaltación, los azules ojos del padre gato
brillaban de orgullo al ver a toda su familia reunida en
sublime armonía de amor.
Tanto cuidaba de sus hijos, que les prodigaba concienzudos
baños de lengua a cada uno de ellos.
Incluso cuando los
“niños” dormían, el
vigilante padre
atendía la seguridad
de los suyos.
Ese era Kikéi:
mascota inigualable,
esposo abnegado y
padre superlativo.
Celoso custodio de la
unidad familiar, por las noches prestaba atención a cualquier
movimiento sospechoso.
Fue así que en cierta ocasión, por la ventana se coló un
atrevido “Rayado” y una furiosa lucha de mordiscos,
arañazos y maullidos rompió la quietud de la madrugada.
Kikéi una vez más había cumplido. Herido, pero triunfante
supo defender la paz de
su feudo.
Pero el hostigamiento se
volvió costumbre y no
sólo uno sino varios
enemigos comenzaron a
mostrar el hocico por la
casa, por su casa, como
desafiando la autoridad del gato alfa, como burlándose de su
pretensión de formar una familia feliz.
Cual militar en campaña, recorrió las murallas circundantes
de los vecinos y a fuerza de orines marcó su territorio para
avisar a cuantos osasen concebir malas intenciones que él
estaba allí dispuesto a dar la vida en una guerra sin cuartel.
Por su familia, por los que amaba.
Pero hace dos días, una extraña señal dejó en claro que algo
no estaba del todo bien.
Kikéi volvió de su patrullaje, pero se negó a comer y
pareciera como que le costaba ir de cuerpo.
Hacía esfuerzos por evacuar, pero no podía.
Ayer comenzó a comportarse en forma aún más
extraña y su figura antes rozagante y plena, como por
arte de magia, del día a la mañana mutó en un ser
enmagrecido y tambaleante.
Desapareció durante toda la jornada y sólo hoy
regresó. Casi no podía caminar. Su piel estaba dura
como aquellos enfermos de deshidratación aguda.
Se acostó y un maullido ronco y débil preanunciaba
lo peor. Inmediatamente, como tromba marina, se
formó la comitiva para llevarlo de urgencia junto al
veterinario.
El pronóstico fue un puñal cobarde que nos atravesó
a todos el pecho.
-“No hay mucho que hacer. Le voy a inyectar unos
medicamentos para ver si reacciona. Es mejor que lo
lleven de regreso… y si amanece con vida, lo traen
temprano, pero es muy difícil… veneno”
Ya el consentido, el amigo, el padre y esposo, el
guardián y compañero, el mimado, el protector de la
manada no podía levantarse.
Durante toda la noche velamos esos sus ojos azules
quietos que ahora pedían ayuda en la agonía.
Una cruel agonía causada por el hombre criminal,
despiadado, asesino, vil.
A la 1:14 de la mañana Kikéi, el enviado por los
dioses, el amante protector de la manada, el
generoso prodigador de afecto regresó al cielo de los
Masai Mara.
Ni aún después de que expulsara su último aliento en
esta tierra la manada dejó de acariciar ese cuerpito
tan noble y amado.
Murió con los ojos abiertos, como intentando burlar
su inevitable destino dictado por las manos de un
hombre desalmado que no supo ni sabrá nunca esta
historia.
Pero la historia de mi amigo kikéi, como su alma, en
este momento vuela por todo el mundo a través de
internet. Aún su cuerpito no se ha enfriado y su
misión de proteger a su gran manada en la tierra no
cesa ni aún después de muerto.
Este es el cuerpito que dejó Kikéi.
Profanamos su imagen para que
aquellos que se dicen humanos lo
vean y comprendan lo trágica y
cruel que es una cobardía como
esta.
Pocas cosas son tan injustas y
bajas como la muerte de mi
pequeño amigo.
A tí te lo digo asesino, aunque
nunca lo llegues a saber.
Sus hermosos
ojos azules se han
apagado. Y tú eres
el responsable.
¡Asesino!
Estos son sus hijos,
que hoy por tu mano
son huérfanos.
Se llaman Hércules,
Kiko, Miel y Canela.
Tienen ojos azules y
todos te mirarán por
siempre.
¡Cobarde!
Con dolor profanamos tu
postrer imagen, mas no tu
recuerdo.
Los humanos, Kikéi, los
verdaderos humanos, no
comprendemos porqué hay
personas malvadas como tu
asesino.
Nos denigran a los que
valoramos la vida y a seres
celestiales como tú que nos
honraron con su paso en
esta tierra.
Hasta la vista, Kikéi, heroico
sinley.prensa@gmail.com
protector de la manada.
http://sinleyprensa.blogspot.com/

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