You are on page 1of 9

Homilía de Mons.

Christophe Pierre, Nuncio Apostólico en


México en el XIV CONIAM

Saludo con mucho gusto y gratitud al Sr. Arzobispo


Mons. Constancio Miranda, a los sacerdotes y a todos
los fieles que nos acogen en esta Iglesia de Chihuahua;
a los organizadores y colaboradores en este Congreso.
Saludo también a los señores obispos, directores
diocesanos y nacional de las Obras Misionales y a sus
colaboradores, a los sacerdotes, religiosos y religiosas,
en fin, a todos y cada uno de los presentes. Que la paz y
el amor de Cristo misionero les acompañen hoy y
siempre.
En particular, me da mucho gusto saludar a los
pequeños, pero grandes misioneros de la Infancia y
Adolescencia Misionera, con quienes ahora
celebramos, juntos, esta Santa Misa, el Santo Sacrificio
de Jesús a quien pedimos que, al iniciar este Congreso
Nacional nos ilumine y nos ayude para que los frutos
sean muchos y muy agradables a Dios.
Espero que todos, especialmente los que han venido de
otras ciudades de la República Mexicana hayan tenido
un buen viaje y que todo vaya muy bien, en
tranquilidad y alegría. Y por supuesto que todo irá bien,
siempre y cuando sus encargados los cuiden bien y
ustedes sepan obedecer sus indicaciones. Porque, yo
estoy seguro que muchos de sus papás dijeron a los
encargados: “por favor, cuide mucho a mi hijo”, o
también, “le encargo mucho a mi hijo ó a mi hija”. Sus
coordinadores, por eso, no solamente tratan de que
ustedes estén muy cerca de ellos para cuidarlos, sino
que también les van dando indicaciones para que todo
vaya bien y luego puedan regresar a sus hogares, sanos,
felices y muy contentos.

Y, a este propósito, debo decirles ahora algo muy


importante. Y es que, si ustedes han escuchado bien la
lectura del Evangelio seguramente se han dado cuenta
de que, ahí, se nos presenta no a sus papás pidiendo
que los cuiden, sino a Jesús pidiendo a su Papá Dios,
que Él nos cuide a todos: “Padre santo, cuida en tu
nombre a los que me has dado”. Es decir, Jesús no nos
está poniendo solo bajo el cuidado de nuestros papás y
del sacerdote, de la religiosa, del catequista, del
maestro o de otra persona. Nos ha puesto bajo el
cuidado, ni más ni menos, que de nuestro Padre Dios:
¡Cuídalos!, le dice Jesús a Dios Padre: ¡cuídalos para
que sean santos en la verdad! Cuídalos a todos ellos,
pero, también ¡cuida a todos los que, viendo y oyendo a
mis discípulos, también van a creer en mí!, porque ¡así
como Tú me enviaste al mundo, así los envío yo
también al mundo!
¿Se han fijado, queridos amigos, qué grande es el amor
que Jesús nos tiene al ponernos bajo el cuidado no solo
de nuestros padres ó de otras buenas personas, sino
sobre todo al cuidado de Dios Padre; y esto, para que
no nos vayamos a perder y para que podamos llegar un
día al cielo. ¡De verdad que debemos agradecerle
mucho a Jesús por amarnos tanto!

Pero, ahora necesitamos ver otra cosa muy importante:


¿qué pasaría si, por ejemplo, sus coordinadores,
cuidándolos mucho y muy bien, les dicen: “es hora de
subirse al autobús”; ó también: “vamos ahora a
atravesar la calle pero con atención”; ó si les dieran
otras indicaciones, pero, algunos de ustedes dijeran:
“¿por qué tenemos que hacer caso?”, “vamos a hacer
otras cosas”. ¿Saben qué sucedería?, sería un desorden,
todo andaría mal y, peor aún, los desobedientes hasta
podrían ponerse ellos mismos y poner a los demás, en
situaciones de peligro. No basta, pues, que el encargado
cuide bien, sino que es necesario obedecer sus
indicaciones.

Así sucede con Dios. Jesús, como ya escuchamos, ha


pedido y pide a Dios Padre que nos cuide. Y por
supuesto que Dios no desea otra cosa sino cuidarnos
para que no nos perdamos. Pero, para que Dios nos
cuide hace falta que nosotros hagamos lo que nos
corresponde, esto es, que lo obedezcamos en todo. ¡Sí!,
porque así Él podrá cuidarnos y no estaremos en
peligro de perder el camino que nos lleva al cielo.

Y, ¿en qué hay que obedecer a Dios? La respuesta es


muy sencilla: primero, hay que cumplir con los
mandamientos que seguramente ustedes conocen muy
bien. Luego, hay que hacer también otras cosas, tan
bellas, que, cada cuando las hacemos nos llenan de
alegría y de paz el corazón. ¡Sí!, porque lo que Jesús
nos pide es que nos amemos, que nos queramos
mucho; no en cualquier modo, sino en el modo en que
Él nos ha amado y nos ama. Es decir, con un amor que
consiste en ayudar a los demás; que exige cumplir con
los deberes de cada día, que pide saber perdonar e
interesarse por el bien de los demás y en no hacer cosas
malas ni hacerle caso a quienes aconsejan o proponen
algo que no debe hacerse.

Son cosas, sin embargo, que vamos a saber y a querer


cumplir, solo si somos capaces de amar mucho a Jesús,
porque para amar a los demás y para poder obedecer a
Jesús, primero hay que saber amarlo mucho a Él.
Amarlo con el corazón y con un amor que se demuestre
estando con Él todos los días. Estar con Jesús significa
preocuparnos por conocerlo meditando los Evangelios,
asistiendo al catecismo, a los retiros ó reuniones de
grupo misionero. Estar con Jesús significa también y
sobre todo, platicar con Él, es decir, hacer oración, al
mismo tiempo que le ofrecemos todo y le pedimos todo.
Estar con Jesús significa, además, recibir los
sacramentos, especialmente la confesión frecuente y,
cuando nuestra alma está limpia de pecado, la
Eucaristía. Con Jesús estamos, en fin, cuando
permitimos que su voluntad nos ilumine, nos guíe y nos
ayude a tomar las decisiones de cada día.

Mis queridísimos amigos: ¿han comprendido lo bello


que es que Jesús le haya pedido a Dios Padre que nos
cuide?; pero, ¿han también han comprendido que es
necesario que nosotros obedezcamos a Jesús, para que
nuestro Papá Dios pueda cuidarnos bien? Cuando estos
dos aspectos se unen: cuidado de Dios y obediencia del
hombre, habrá paz, habrá alegría, habrá amor, habrá
salvación. ¡Así que hay que esforzarse por obedecer a
Dios y estar, día a día y siempre, con Jesús!

¡Ah!, pero no he terminado. Porque hay algo más, algo


mucho muy importante que el Evangelio nos ha
recordado. ¿Qué cosa? Pues lo que Él ha también dicho
a nuestro Padre Dios: “Así como tú me enviaste al
mundo, así los envío yo también al mundo”.

¡Sí! Cristo ha enviado y envía a todos sus discípulos, a


todos los que están con Él y creen en Él, a todos los que
lo amamos nos ha enviado, como Él, a ir a todo el
mundo para anunciar a todas las gentes la Buena
Nueva de que Dios está entre nosotros y con nosotros
para salvarnos. Él nos ha enviado, es decir, nos hace
misioneros para que colaboremos en la salvación de
todos los seres humanos.

Esta tarea, esta misión, también es para cada uno de


ustedes, niños, niñas y jóvenes adolescentes. No es una
tarea reservada solo a los adultos. Sí, a ellos les toca
llevarla a cabo de una cierta manera. Pero a ustedes les
corresponde cumplirla también a su manera, porque:
“los niños deben ayudar a los niños”; “los niños deben
salvar a los niños”. Este es precisamente el objetivo de
la Infancia y Adolescencia Misionera.

Muy queridos amiguitos. No sé si saben que yo,


primero como sacerdote y luego como Obispo, he
estado en varios países; por ejemplo, en países de
África como Zimbabwe, Mozambique, Uganda, ó
también en Nueva Zelanda; por supuesto también en el
Continente Americano aquí en México, en Brasil, en
Cuba y hasta en Haití que hoy tanto está sufriendo.

Así, viajando por el mundo pude conocer muchas


realidades. Algunas hermosas y otras muy tristes,
tanto, que a veces parecía romperse el corazón al ver a
tantos niños y niñas vagando sin horizontes ni de
presente ni de futuro; a tantos niños obligados a
trabajos forzados, ó enrolados en los ejércitos; a niños
pequeños acurrucados en los brazos de su madre, pero
llenos de miedo; a tantos niños obligados a nacer y a
vivir en la miseria, en el llanto y en el dolor, en lugares
donde no sólo se es pobre materialmente, sino
doblemente pobre. Sí, porque ellos, millones de
personas, no tienen a veces ni siquiera lo necesario
para comer, para vestir o para vivir; pero que también
les falta lo de más valioso, lo más maravilloso, lo que a
nadie debería faltar: ¡les falta conocer a Jesús!
Especialmente hoy, queridos amigos, quiero decirles
que no podemos y no debemos quedarnos indiferentes
a lo que Jesús nos está pidiendo, ni ante la situación
que tantos y tantos niños del mundo están viviendo
porque no tienen con que vivir y porque todavía no
conocen a Jesucristo. ¡Hay que hacer algo!, más aún,
¡hay que hacer mucho!

Ustedes han tenido el gran regalo de haber podido


conocer a Jesús. Sus padres y sus abuelitos les han
hablado de Él, han aprendido a rezar, han ido a la
catequesis y han aprendido a conocer la vida y el
mensaje de Jesús, amándolo más cada día. Muchos ya
recibieron y reciben la Sagrada Eucaristía y muchos
también han recibido la Confirmación. ¡Qué regalo tan
grande! un regalo que, sin embargo, muchos niños no
tienen porque sus familias no son cristianas; o también
porque siendo cristianos y teniendo misioneros que
quieren presentarles a Jesús, no tienen, sin embargo,
catecismos o Biblias, u otros materiales que los ayuden
a formarse en su fe.

En todos ellos debemos pensar, y sobre todo, pensar


que debemos ayudarlos, ante todo, con nuestra oración
por ellos y también por los misioneros, las misioneras y
las vocaciones misioneras. Pensar en ellos y ayudarlos
ofreciendo a Dios nuestras buenas obras y
compartiendo los ahorros que cada día podemos ir
haciendo. ¿No es acaso verdad que muchas veces,
queridos niños y jóvenes adolescentes, el dinero que
reciben de sus padres se gasta en golosinas o en cosas
que solo sirven por un rato?; ¿Por qué mejor no separar
algo para destinarlo a las misiones y para ayudar a que
un niño pueda comer, o vestirse, o estudiar, o para que
tenga algunos útiles para mejor conocer a Cristo?

Si bien es cierto que no todos podemos ir a tierras de


misión, con nuestra obediencia a Dios, con nuestro
amor a Jesús y a los demás, con nuestra colaboración
espiritual y material, podemos ser misioneros y ayudar
a los que han dejado sus tierras y viven ya ayudando a
otros a creer en Jesús, a conocerlo, a amarlo y a llevar
una vida cristiana y a tener unos comportamientos
coherentes con la fe. A todos ellos, a nuestros
misioneros y misioneras, desde aquí los saludamos y
les aseguramos, con cariño, gratitud y afecto, también
nuestra oración.

Y ahora, antes de concluir, permítanme dirigir una


palabra final a todos ustedes, queridos Directores,
Nacional y Diocesanos de las Obras misioneras, a los
secretarios de la Infancia misionera, a los padres de
familia, sacerdotes, religiosos y religiosas, maestros y
maestras, catequistas, educadores y demás agentes de
la animación misionera: en nombre de la Iglesia les
digo, ¡gracias! por su labor amorosa y generosa. Pero,
además, quiero decirles, más aún quiero recordarles
algo fundamental: esto es, que de alguna manera
ustedes, todos y cada uno, han recibido del Hijo la
misión, pero también han recibido, del Padre, una
cierta “responsabilidad delegada”. Sí, ustedes
comparten la responsabilidad del Padre en el cuidado
de estos niños y adolescentes, consiguientemente, en su
formación, en su crecimiento, en el discernimiento de
su vocación. Nunca olviden que ellos están ahora de
alguna manera en sus manos y que de entre ellos
saldrán los futuros misioneros y misioneras, los
hombres y mujeres que tomarán las decisiones en
nombre de la comunidad social y eclesial, los laicos en
los que se encarna la Iglesia, los santos del futuro.
Asuman, pues, esta grave y al mismo tiempo
maravillosa responsabilidad, y dedicándose a ella en
cuerpo y alma, nunca, nunca defrauden la confianza del
Señor (Cfr. Redemptoris missio, 42).

Muy queridos hermanos todos. Encomiendo a María, la


Virgen misionera, la Madre de la Iglesia (Cfr. Hch 1,
14), el desarrollo de este CONIAM: que ella nos
comunique el secreto de cómo acoger a su Hijo en
nuestra vida para hacer lo que él nos dice (Cfr. Jn 2, 5),
y para llevarlo a los demás. Y, por intercesión de San
Pedro de Jesús Maldonado, pido a Dios que estos días
de formación y de crecimiento en el conocimiento
personal y comunitario de Cristo y de la misión que nos
ha confiado, acreciente en todos el ansia por la
salvación del mundo y por la santidad.

Con San Pedro de Jesús Maldonado, vayamos, pues,


hermanos, a la Misión. Porque “Tu vida, Padre
Maldonado, a la misión nos ha invitado”. Amén

You might also like