Saludo con mucho gusto y gratitud al Sr. Arzobispo
Mons. Constancio Miranda, a los sacerdotes y a todos los fieles que nos acogen en esta Iglesia de Chihuahua; a los organizadores y colaboradores en este Congreso. Saludo también a los señores obispos, directores diocesanos y nacional de las Obras Misionales y a sus colaboradores, a los sacerdotes, religiosos y religiosas, en fin, a todos y cada uno de los presentes. Que la paz y el amor de Cristo misionero les acompañen hoy y siempre. En particular, me da mucho gusto saludar a los pequeños, pero grandes misioneros de la Infancia y Adolescencia Misionera, con quienes ahora celebramos, juntos, esta Santa Misa, el Santo Sacrificio de Jesús a quien pedimos que, al iniciar este Congreso Nacional nos ilumine y nos ayude para que los frutos sean muchos y muy agradables a Dios. Espero que todos, especialmente los que han venido de otras ciudades de la República Mexicana hayan tenido un buen viaje y que todo vaya muy bien, en tranquilidad y alegría. Y por supuesto que todo irá bien, siempre y cuando sus encargados los cuiden bien y ustedes sepan obedecer sus indicaciones. Porque, yo estoy seguro que muchos de sus papás dijeron a los encargados: “por favor, cuide mucho a mi hijo”, o también, “le encargo mucho a mi hijo ó a mi hija”. Sus coordinadores, por eso, no solamente tratan de que ustedes estén muy cerca de ellos para cuidarlos, sino que también les van dando indicaciones para que todo vaya bien y luego puedan regresar a sus hogares, sanos, felices y muy contentos.
Y, a este propósito, debo decirles ahora algo muy
importante. Y es que, si ustedes han escuchado bien la lectura del Evangelio seguramente se han dado cuenta de que, ahí, se nos presenta no a sus papás pidiendo que los cuiden, sino a Jesús pidiendo a su Papá Dios, que Él nos cuide a todos: “Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado”. Es decir, Jesús no nos está poniendo solo bajo el cuidado de nuestros papás y del sacerdote, de la religiosa, del catequista, del maestro o de otra persona. Nos ha puesto bajo el cuidado, ni más ni menos, que de nuestro Padre Dios: ¡Cuídalos!, le dice Jesús a Dios Padre: ¡cuídalos para que sean santos en la verdad! Cuídalos a todos ellos, pero, también ¡cuida a todos los que, viendo y oyendo a mis discípulos, también van a creer en mí!, porque ¡así como Tú me enviaste al mundo, así los envío yo también al mundo! ¿Se han fijado, queridos amigos, qué grande es el amor que Jesús nos tiene al ponernos bajo el cuidado no solo de nuestros padres ó de otras buenas personas, sino sobre todo al cuidado de Dios Padre; y esto, para que no nos vayamos a perder y para que podamos llegar un día al cielo. ¡De verdad que debemos agradecerle mucho a Jesús por amarnos tanto!
Pero, ahora necesitamos ver otra cosa muy importante:
¿qué pasaría si, por ejemplo, sus coordinadores, cuidándolos mucho y muy bien, les dicen: “es hora de subirse al autobús”; ó también: “vamos ahora a atravesar la calle pero con atención”; ó si les dieran otras indicaciones, pero, algunos de ustedes dijeran: “¿por qué tenemos que hacer caso?”, “vamos a hacer otras cosas”. ¿Saben qué sucedería?, sería un desorden, todo andaría mal y, peor aún, los desobedientes hasta podrían ponerse ellos mismos y poner a los demás, en situaciones de peligro. No basta, pues, que el encargado cuide bien, sino que es necesario obedecer sus indicaciones.
Así sucede con Dios. Jesús, como ya escuchamos, ha
pedido y pide a Dios Padre que nos cuide. Y por supuesto que Dios no desea otra cosa sino cuidarnos para que no nos perdamos. Pero, para que Dios nos cuide hace falta que nosotros hagamos lo que nos corresponde, esto es, que lo obedezcamos en todo. ¡Sí!, porque así Él podrá cuidarnos y no estaremos en peligro de perder el camino que nos lleva al cielo.
Y, ¿en qué hay que obedecer a Dios? La respuesta es
muy sencilla: primero, hay que cumplir con los mandamientos que seguramente ustedes conocen muy bien. Luego, hay que hacer también otras cosas, tan bellas, que, cada cuando las hacemos nos llenan de alegría y de paz el corazón. ¡Sí!, porque lo que Jesús nos pide es que nos amemos, que nos queramos mucho; no en cualquier modo, sino en el modo en que Él nos ha amado y nos ama. Es decir, con un amor que consiste en ayudar a los demás; que exige cumplir con los deberes de cada día, que pide saber perdonar e interesarse por el bien de los demás y en no hacer cosas malas ni hacerle caso a quienes aconsejan o proponen algo que no debe hacerse.
Son cosas, sin embargo, que vamos a saber y a querer
cumplir, solo si somos capaces de amar mucho a Jesús, porque para amar a los demás y para poder obedecer a Jesús, primero hay que saber amarlo mucho a Él. Amarlo con el corazón y con un amor que se demuestre estando con Él todos los días. Estar con Jesús significa preocuparnos por conocerlo meditando los Evangelios, asistiendo al catecismo, a los retiros ó reuniones de grupo misionero. Estar con Jesús significa también y sobre todo, platicar con Él, es decir, hacer oración, al mismo tiempo que le ofrecemos todo y le pedimos todo. Estar con Jesús significa, además, recibir los sacramentos, especialmente la confesión frecuente y, cuando nuestra alma está limpia de pecado, la Eucaristía. Con Jesús estamos, en fin, cuando permitimos que su voluntad nos ilumine, nos guíe y nos ayude a tomar las decisiones de cada día.
Mis queridísimos amigos: ¿han comprendido lo bello
que es que Jesús le haya pedido a Dios Padre que nos cuide?; pero, ¿han también han comprendido que es necesario que nosotros obedezcamos a Jesús, para que nuestro Papá Dios pueda cuidarnos bien? Cuando estos dos aspectos se unen: cuidado de Dios y obediencia del hombre, habrá paz, habrá alegría, habrá amor, habrá salvación. ¡Así que hay que esforzarse por obedecer a Dios y estar, día a día y siempre, con Jesús!
¡Ah!, pero no he terminado. Porque hay algo más, algo
mucho muy importante que el Evangelio nos ha recordado. ¿Qué cosa? Pues lo que Él ha también dicho a nuestro Padre Dios: “Así como tú me enviaste al mundo, así los envío yo también al mundo”.
¡Sí! Cristo ha enviado y envía a todos sus discípulos, a
todos los que están con Él y creen en Él, a todos los que lo amamos nos ha enviado, como Él, a ir a todo el mundo para anunciar a todas las gentes la Buena Nueva de que Dios está entre nosotros y con nosotros para salvarnos. Él nos ha enviado, es decir, nos hace misioneros para que colaboremos en la salvación de todos los seres humanos.
Esta tarea, esta misión, también es para cada uno de
ustedes, niños, niñas y jóvenes adolescentes. No es una tarea reservada solo a los adultos. Sí, a ellos les toca llevarla a cabo de una cierta manera. Pero a ustedes les corresponde cumplirla también a su manera, porque: “los niños deben ayudar a los niños”; “los niños deben salvar a los niños”. Este es precisamente el objetivo de la Infancia y Adolescencia Misionera.
Muy queridos amiguitos. No sé si saben que yo,
primero como sacerdote y luego como Obispo, he estado en varios países; por ejemplo, en países de África como Zimbabwe, Mozambique, Uganda, ó también en Nueva Zelanda; por supuesto también en el Continente Americano aquí en México, en Brasil, en Cuba y hasta en Haití que hoy tanto está sufriendo.
Así, viajando por el mundo pude conocer muchas
realidades. Algunas hermosas y otras muy tristes, tanto, que a veces parecía romperse el corazón al ver a tantos niños y niñas vagando sin horizontes ni de presente ni de futuro; a tantos niños obligados a trabajos forzados, ó enrolados en los ejércitos; a niños pequeños acurrucados en los brazos de su madre, pero llenos de miedo; a tantos niños obligados a nacer y a vivir en la miseria, en el llanto y en el dolor, en lugares donde no sólo se es pobre materialmente, sino doblemente pobre. Sí, porque ellos, millones de personas, no tienen a veces ni siquiera lo necesario para comer, para vestir o para vivir; pero que también les falta lo de más valioso, lo más maravilloso, lo que a nadie debería faltar: ¡les falta conocer a Jesús! Especialmente hoy, queridos amigos, quiero decirles que no podemos y no debemos quedarnos indiferentes a lo que Jesús nos está pidiendo, ni ante la situación que tantos y tantos niños del mundo están viviendo porque no tienen con que vivir y porque todavía no conocen a Jesucristo. ¡Hay que hacer algo!, más aún, ¡hay que hacer mucho!
Ustedes han tenido el gran regalo de haber podido
conocer a Jesús. Sus padres y sus abuelitos les han hablado de Él, han aprendido a rezar, han ido a la catequesis y han aprendido a conocer la vida y el mensaje de Jesús, amándolo más cada día. Muchos ya recibieron y reciben la Sagrada Eucaristía y muchos también han recibido la Confirmación. ¡Qué regalo tan grande! un regalo que, sin embargo, muchos niños no tienen porque sus familias no son cristianas; o también porque siendo cristianos y teniendo misioneros que quieren presentarles a Jesús, no tienen, sin embargo, catecismos o Biblias, u otros materiales que los ayuden a formarse en su fe.
En todos ellos debemos pensar, y sobre todo, pensar
que debemos ayudarlos, ante todo, con nuestra oración por ellos y también por los misioneros, las misioneras y las vocaciones misioneras. Pensar en ellos y ayudarlos ofreciendo a Dios nuestras buenas obras y compartiendo los ahorros que cada día podemos ir haciendo. ¿No es acaso verdad que muchas veces, queridos niños y jóvenes adolescentes, el dinero que reciben de sus padres se gasta en golosinas o en cosas que solo sirven por un rato?; ¿Por qué mejor no separar algo para destinarlo a las misiones y para ayudar a que un niño pueda comer, o vestirse, o estudiar, o para que tenga algunos útiles para mejor conocer a Cristo?
Si bien es cierto que no todos podemos ir a tierras de
misión, con nuestra obediencia a Dios, con nuestro amor a Jesús y a los demás, con nuestra colaboración espiritual y material, podemos ser misioneros y ayudar a los que han dejado sus tierras y viven ya ayudando a otros a creer en Jesús, a conocerlo, a amarlo y a llevar una vida cristiana y a tener unos comportamientos coherentes con la fe. A todos ellos, a nuestros misioneros y misioneras, desde aquí los saludamos y les aseguramos, con cariño, gratitud y afecto, también nuestra oración.
Y ahora, antes de concluir, permítanme dirigir una
palabra final a todos ustedes, queridos Directores, Nacional y Diocesanos de las Obras misioneras, a los secretarios de la Infancia misionera, a los padres de familia, sacerdotes, religiosos y religiosas, maestros y maestras, catequistas, educadores y demás agentes de la animación misionera: en nombre de la Iglesia les digo, ¡gracias! por su labor amorosa y generosa. Pero, además, quiero decirles, más aún quiero recordarles algo fundamental: esto es, que de alguna manera ustedes, todos y cada uno, han recibido del Hijo la misión, pero también han recibido, del Padre, una cierta “responsabilidad delegada”. Sí, ustedes comparten la responsabilidad del Padre en el cuidado de estos niños y adolescentes, consiguientemente, en su formación, en su crecimiento, en el discernimiento de su vocación. Nunca olviden que ellos están ahora de alguna manera en sus manos y que de entre ellos saldrán los futuros misioneros y misioneras, los hombres y mujeres que tomarán las decisiones en nombre de la comunidad social y eclesial, los laicos en los que se encarna la Iglesia, los santos del futuro. Asuman, pues, esta grave y al mismo tiempo maravillosa responsabilidad, y dedicándose a ella en cuerpo y alma, nunca, nunca defrauden la confianza del Señor (Cfr. Redemptoris missio, 42).
Muy queridos hermanos todos. Encomiendo a María, la
Virgen misionera, la Madre de la Iglesia (Cfr. Hch 1, 14), el desarrollo de este CONIAM: que ella nos comunique el secreto de cómo acoger a su Hijo en nuestra vida para hacer lo que él nos dice (Cfr. Jn 2, 5), y para llevarlo a los demás. Y, por intercesión de San Pedro de Jesús Maldonado, pido a Dios que estos días de formación y de crecimiento en el conocimiento personal y comunitario de Cristo y de la misión que nos ha confiado, acreciente en todos el ansia por la salvación del mundo y por la santidad.
Con San Pedro de Jesús Maldonado, vayamos, pues,
hermanos, a la Misión. Porque “Tu vida, Padre Maldonado, a la misión nos ha invitado”. Amén