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Alfonso Reyes, prosa volátil

Jezreel Salazar

No estás allí, rodeado de cemento,


y negros corazones de notarios,
y enfurecidos huesos de jinetes:
vienes volando.

Pablo Neruda

Desde hace tiempo he tenido el proyecto de escribir


un texto en el que realice un recuento de los múlti-
ples modos en que escritores diversos hablan sobre el
movimiento del polvo visible en los haces de luz, casi
siempre más perceptible cuando el día se encuentra
en su más alto esplendor. El escrito estaría constitui-
do por dos elementos básicos unidos entre sí: una an-
tología de fragmentos literarios sobre esa visión casi
fantástica de entes diminutos que nos rodean y so-
brevuelan a diario pasando prácticamente desaperci-
bidos, ceñida a una reflexión sobre el arte de la des-
cripción. Pongo un ejemplo mínimo. En su novela
corta La nube de smog, Italo Calvino incluye el siguien-
te pasaje:

Para concentrarme mejor, escribí el artículo en casa,


tendido en la cama. Un rayo de sol que bajaba en dia-
gonal por el pozo del patio entraba por los vidrios y lo
veía atravesar en el aire de la habitación una miríada de
motas impalpables. El cubrecama debía estar impreg-

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nado; un poco más y me pareció que quedaría cubierto


de una capa negruzca, como los listones de las persia-
nas, como el pasamanos de la galería.9

La intención de ese ensayo imaginado sería inten-


tar comprobar cómo todo el proyecto literario de Cal-
vino podría ser deducido de esta imagen. Y así con el
resto de los autores elegidos.
Imaginar un texto es siempre anticipar una idea
del mundo, de la manera en que lo representamos, y
ésta siempre se halla adscrita a una tradición con la
que es necesario lidiar, a una corriente de textos pre-
vios que han dado forma a la realidad de un modo
más o menos similar o lejano. Abrazar la tradición es
un modo de combatirla y viceversa. ¿A qué tradición
respondía el tipo de texto que había adquirido exis-
tencia en mi tintero imaginario? ¿Se trataba de escri-
bir un ensayo de crítica estilística o un catálogo co-
mentado de escenas literarias? ¿Tal escrito iría a parar
a una revista académica especializada en cuestiones
de estilo y figuras retóricas, o a un libro de ensayos?
¿Era necesario tener eso claro antes de comenzar la
redacción de esa obra tantas veces soñada?
Conforme estos interrogantes siguieron apare-
ciendo una y otra vez en mi cabeza, me di cuenta que
seguramente había sido al leer algunas páginas de Al-
fonso Reyes como nació en mí la idea de ese extraño
texto, mitad inventario, mitad reflexión crítica. Me
refiero a aquellos escritos del ateneísta en los cuales
lleva a cabo una operación parecida: hacer una rela-
ción crítica de los pasajes en los que algunos autores
han dado cuenta de cualquier tema por más banal

9
Ítalo Calvino, Los amores difíciles, p. 214.

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que pueda éste parecer. Pienso por ejemplo en “Es-


tornudos literarios”, incluido en su libro A lápiz. Ahí
observamos no sólo la gracia de Alfonso Reyes para
acumular citas referidas al arte de estornudar, evitan-
do provocar en el lector el mismo gesto de repudio
corporal, de molestia sonora, o en todo caso de tedio
o sueño —cuando se acude al bostezo, mellizo con-
trario del estornudo. Al sumergirnos en ese texto
también se nos revelan la erudición y curiosidad inte-
lectuales de Reyes, las cuales no tienen parangón en
la historia del pensamiento hispanoamericano. El ca-
tálogo es incompleto pero monstruoso: el autor cita
multitud de autores y obras, provenientes de univer-
sos disímiles (Nietzsche, Homero, Walter Scott). Men­
ciona de igual modo manuales de urbanidad como el
Cortesano de Castiglione o el Galateo español de Lucas
Gracián Dantisco, que textos de etnología médica
como el Mœurs intimes du passé del Dr. Canabes. Re-
mite al Libro de buen amor del Arcipestre de Hita, a la
literatura rabínica, a Ovidio. Los nombres parecen no
tener fin: Quevedo, Jenofonte, Góngora, Plutarco,
Gogol... Y aunque en momentos resulta descomunal
tal universo de alfileres literarios que va situando es-
tratégicamente para construir su arquitectura prosís-
tica, nunca deja de ser entretenido y aleccionador el
uso que hace de las referencias y las citas. Él mismo
enuncia tal preceptiva de esta manera: “Hay que en-
noblecer la cita, no ennoblecerse uno con ella”.10
La idea de un catálogo crítico no aparece sólo en
sus “Estornudos literarios”, sino en una multitud de
escritos en los cuales utiliza la misma estratagema de-
rivada de su ansia coleccionista: la asociación libre

10
Alfonso Reyes, Obras completas iii, p. 163.

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entre pensamientos y textos. Decía Beatriz Sarlo que


la pasión del que colecciona “se alimenta del deseo
de completud y del saber que ella es, en el mejor de
los casos, provisoria”.11 Se me vienen a la cabeza (un
viento ventila los estantes de mi memoria) los si-
guientes escritos que buscan cumplir con ese ímpetu
acumulativo que en Reyes es herencia helenista,
búsqueda de perfección: “Saint-Simon y América”,
“El enigma de Segismundo”, “El paraíso vasco” o
“Cuaderno de lecturas” son ejemplos claros de lo an-
terior. También recuerdo ahora otro texto titulado
“Los gestos prohibidos” incluido en Calendario, una
reflexión en torno a los ademanes que no gozan de
prestigio literario. La creación es imposible sin mo-
delos a los cuales acudir. De algún modo, ‘mimesis’
es originalidad, o el primer paso para emprender su
búsqueda. Probablemente si no hubiese leído estos
ejercicios del coleccionismo privado de Reyes, nunca
habría ideado el proyecto de ese texto sobre ‘el polvo
mágico’. (Tal es uno de los títulos que han revolotea-
do en mi mente, el cual me gusta por su capacidad de
evocaciones múltiples; hace pensar que el escrito
puede versar sobre infinidad de temas: el arte del ma-
quillaje, las características contemporáneas del tráfico
de narcóticos, las fantasías lúbricas de una mujer es-
pañola...)
Al describir la pasión fundamental de ‘el Cavalie-
re’, protagonista de una de sus novelas, Susan Sontag
afirma que “coleccionar expresa un deseo que vuela
libremente y se acopla siempre a algo distinto, es una
sucesión de deseos”.12 Esto es justamente lo que le

11
Beatriz Sarlo, Siete ensayos sobre Walter Benjamin, p. 36.
12
Susan Sontag, El amante del volcán, p. 34.

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ocurre a Reyes en muchos de sus escritos: se deja lle-


var por el rastro de una idea, sigue las señales que
ésta le sugiere, establece una divagación fortuita que
lo lleva a otras voces y otros textos en una asociación
libre de fronteras. “Coleccionar es rescatar cosas, cosas
valiosas, del descuido, del olvido, o sencillamente del
innoble destino de estar en la colección de otro en
lugar de en la propia”.13 Si para Sontag coleccionar es
una labor de salvamento y liberación, coleccionar ci-
tas supondría (y esto se comprueba leyendo a Reyes)
algún tipo de redención: reproducir y revalorar las pa-
labras del mundo, en un juego imprevisible donde se
conjugan azar y memoria. El arte del citado que tan
convenientemente practicó el autor de Grata compañía
(casi tan bien como el arte de titular textos), depende
no sólo de su gran capacidad mnemotécnica sino so-
bre todo de escribir dejándose llevar por la medita-
ción asociativa y la especulación espontánea. De ahí
la ligereza e informalidad —que son virtudes— en
sus textos. De ahí también la invitación a viajar por
otros territorios y autores: proviene de la propia forma
derivativa, divagadora y súbita, de sus escritos. Se di-
ría que escribía ‘al vuelo’, volátilmente, siempre en
aras de satisfacer su curiosidad intelectual. Difícil
imaginar que Reyes hubiera podido redactar su ex-
tensísima obra, si no hubiese trabajado en múltiples
páginas ‘al vuelo’, al momento, repentinamente,
apremiado por asimilar en sus propias palabras los ha-
llazgos que otros le profirieron, lo que no las hace me-
nos bellas, ni menos precisas o duraderas.
Según Octavio Paz, en Reyes “la libertad es un
acto estético”, gracias al cual pasión y forma, desme-

13
Idem.

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sura y medida, se dan la mano.14 Quizá ese afán liber-


tario, de vuelo libre, es otro de los rasgos que me han
hecho volver, una y otra vez, a la obra de Reyes. No
obstante, mi experiencia de lectura en torno a su obra,
debo confesarlo, es limitada. Por una parte he leído,
en relación con el conjunto de su producción, pocos
de sus libros. Acaso diez o doce, de principio a fin,
que son en verdad muy pocos considerando que es-
cribió más de doscientos. Y cada vez que regreso a
enfrentar la prosa del autor de Junta de sombras, me
ocurre que vuelvo a los mismos textos acaso amplian-
do los horizontes con algunas páginas más que me
resultaban desconocidas. Quedo luego de esas explo-
raciones sorprendido, una y otra vez, con el hecho de
que tales escritos, incluso los ya antes explorados, se
me revelen como novedosos, inéditos, formidables.
Quizá por ello, por esa experiencia de lectura que
he tenido con la obra de Reyes, me sorprende tanto
que haya quienes afirmen que su obra se ha vuelto
inaccesible. Christopher Domínguez Michael la com-
para con “una ciudad amurallada por veinticinco li-
bros. Una ruina fastuosa plena tanto en tesoros como
en polvo y baratijas”.15 En efecto, sus obras comple-
tas, aún en proceso de edición (se han publicado 26
tomos), pueden mostrarse, en conjunto, como una es-
tantería verdaderamente intimidante ante la que se
adquieren sentimientos de impotencia, renuncia, in-
hibición... Y si como afirma Adolfo Castañón, su co-
rrespondencia es tan copiosa como la de Voltaire o la
de Erasmo (se dice que Reyes escribió alrededor de

14
Octavio Paz, Obras completas 4, p. 228.
15
Christopher Domínguez Michael, Diccionario crítico de la
literatura mexicana, pp. 424-425.

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50 epistolarios), estamos frente a un autor inabarca-


ble, a menos que deseemos convertirnos en especia-
listas de su obra y estemos dispuestos a dedicarle una
parte importante de la propia vida.
La fama de Reyes como polígrafo y su consagra-
ción como ‘el humanista mexicano’, perito del mun-
do clásico y gran esteta de la prosa, han creado una
neblina que nos impide acceder de modo más autén-
tico a su escritura. No me parece saludable reproducir
una sacralización de este tipo. Existe un prejuicio en
contra de Reyes y éste tiene que ver con esas nocio-
nes de erudición absoluta, de cosmopolitismo a ul-
tranza, e incluso con el hecho de no haber dejado El
Gran Libro. Recuerdo que en una plática con un jo-
ven escritor mexicano, éste se refería a los autores
consagrados de las generaciones previas de manera
despectiva, como si sus obras hubiesen sido creadas
por tipos de otro mundo que detentaban hábitos
incomprensibles. Con estas palabras se sinceraba
conmigo: “Reyes en efecto lo sabía todo, pero qué
hueva ¿no?”
Más allá de la voluntad de parricidio de los nuevos
literatos, la omnisciencia y la búsqueda del conoci-
miento universal provocan en no pocos lectores ac-
tuales cierta desidia e incomprensión, como si el na-
cionalismo no hubiese abandonado aún sus excesos
provincianos. Acaso esto se debe también a la como-
didad que provee erigir monumentos a los personajes
del ayer: “se yerguen sobre multitudes no forzosa-
mente enteradas de sus hazañas o incluso de su nom-
bre completo”.16 Y no es sólo que las estatuas parali-
cen sino que, paradójicamente, invisibilizan lo que

16
Carlos Monsiváis, Los rituales del caos, p. 137.

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está puesto ya a la vista de todos, con gesto definitivo


y carácter inmutable. Quien se detiene a indagar en
la obra de Alfonso Reyes, de inmediato puede perci-
bir que la erudición no es en él algo que encasille el
pensamiento o momifique la prosa; todo lo contrario,
es una búsqueda de apertura, un poner en contacto el
mundo hispanoamericano con la herencia cultural de
Occidente, de forma vital, ágil y duradera. Lo dice así
Emir Rodríguez Monegal:

Reyes era un humanista, es claro, pero un humanista


que, como los mejores de la época moderna (Goethe,
Ezra Pound, Thomas Mann, Octavio Paz, Haroldo de
Campos) hacía suya la materia clásica, con amor o irre-
verencia, acosándola como amante y no como bibliote-
cólogo.17

Más que figura broncínea o cerco de piedra, la erudi-


ción de Reyes me parece una especie de espacio
amenísimo donde uno puede tomar conciencia de
vínculos culturales, acceder a referentes lejanos vuel-
tos ya cercanía y gozo, indagar con júbilo sobre los
orígenes de la propia tradición. Su vocación fue ser
puente y traducción, más que fomento de desarraigos
o exotismo erudito. José Emilio Pacheco ha dado la
clave para aventurarse en Reyes más allá de prejui-
cios derivados de nuestra holgazanería lectora y nues-
tra mirada miope: “nunca imponernos su lectura
como una obligación cultural sino como un placer”18

17
Emir Rodríguez Monegal, “Alfonso Reyes: las máscaras
trágicas”, p. 7.
18
José Emilio Pacheco, “Inventario: Para acercarse a Reyes”,
p. 46.

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es la recomendación del mayor heredero del enci­


clopedismo humanista de Reyes. Cuando las Obras
completas se vuelven una pesadumbre, es necesario
crear huecos en la muralla, magnificar las orillas, ras-
trear oasis a su interior, haces de luz que penetren la
efigie de piedra.
Una opción para lograr lo anterior es oponerle a la
obra monumental el ejercicio de la miniatura. Hace
unos años, en el 2002, la unam publicó una antología
excepcional de textos de Alfonso Reyes. La compila-
ción la hace Emmanuel Carballo y me parece certera:
se trata de un rastreo de textos “menores” que con-
forman un conjunto significativo, en donde brevedad
lúcida e inteligencia creativa se conjugan; justo el tipo
de libros que más disfruto. No se hallan ahí los ensa-
yos paradigmáticos o más conocidos de Reyes, sino
textos breves sobre las cosas más dispares: el mal tiem­
po, los graffiti, el caos doméstico, la serpiente, la im-
provisación... “Literatura de minorías” es como Car-
ballo denomina a estos escritos, por el hecho de no
haber alcanzado, en su momento, el público que me-
recían.19 Y esto es verdad porque en muchos instantes
uno siente que está leyendo un libro similar al tan
conocido De fusilamientos de Torri o incluso cercano a
Cantos de mal dolor de Juan José Arreola, e intuye que
ya habían sido pre-escritos. La mayoría de los textos
no rebasan las cuatro páginas y los que se presentan
más amplios, se estructuran a partir de fragmentos
muchas veces legibles de manera autónoma. Reyes:
escritor “de minorías” y también de miniaturas.

19
Emmanuel Carballo, “Prólogo” en Alfonso Reyes, Algunos
ensayos, p. 11.

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Lo que llama poderosamente la atención es el


título de la antología: Algunos ensayos. Aunque en mu-
chos casos nos encontramos con meditaciones críti-
cas, ‘reflexiones conversadas’ por decirlo de alguna
manera, no estoy seguro que muchos de los escritos
incluidos en el libro serían considerados ‘ensayos’ por
la crítica literaria. De hecho, algunos de ellos han sido
leídos como ‘poemas en prosa’: “Teoría de los mons-
truos”, “Diógenes”, “Romance viejo” o “El problema”
aparecen recogidos en la Antología del poema en prosa
en México que compiló Luis Ignacio Helguera en
1993. Algunos otros han considerado los mismos tex-
tos ‘minificciones’. Además de los ya referidos, mu-
chos otros (“La crisis de Descartes”, “El secreto del
caracol”, “¿La mujer más bella?”, “La basura”...) apa-
recen también en Ninfas en la niebla. Cuentos brevísi­
mos de Alfonso Reyes, libro que editó la Universidad
Autónoma de Nuevo León en 2006. Encontramos
entonces que múltiples textos alfonsinos resultan ser
cosas diversas: ensayos, poemas en prosa, cuentos
breves. Si como se ha dicho muchas veces nuestra ex-
periencia de lectura depende de la manera en que se
nos presenta el material literario, ¿cómo clasificar y
entender el sentido de las ‘miniaturas’ que Alfonso
Reyes fue creando a lo largo de su obra?
Un caso claro de este aprieto interpretativo es el
texto titulado “Las roncas”, incluido en las tres anto-
logías referidas. Lo cito completo no sólo por el delei-
te de escuchar a cabalidad la prosa transparente de
Reyes, sino para tener una percepción completa en
torno al texto y las dudas que éste suscita:

Blusas rojas, pañuelos verdes al cuello; la falda, como


quiera.

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Esas hembras de voz tan ronca, de fáciles cóleras,


son todas hembras, todas conscientes de la maldición.
Andan con un ritmo animal, pisan el suelo de verdad,
usan unas alpargatas planas. De allí que la cadera, siem-
pre en juego, sepa quebrarse graciosamente; pero casi
siempre se desarrolla en exceso con los años, y esas mo-
citas terribles de quince se pierden al crecer.
Mujeres trompos, mujeres ánforas. Siempre van a la
fuente: qué sé yo si quiebran el cántaro. El botijo les es
natural, como el espejo o la manzana a la diosa. Lo han
criado en sus curvas, lo han brotado de sus cinturas; lo
abrazan al pecho y se balancean, mirando fosco, como
si abrazaran a un amante. Cuando van a llenarlo a la
fuente, todo el mundo puede pedírselo y echar un tra-
go al aire. Entonces hacen corro para comadrear, hablan
de tarabilla, carcomiendo todas las palabras, a pie que-
brado, transformando las consonantes para tropezar
menos en ellas, con instinto y con natural majeza.
Y hablan ronco, ronco, echando del busto una voz
tan brava que nos desconcierta y nos turba. Y aguantan,
si las miramos, y hasta gritan algo: acuden al reclamo
siempre. Y contestan el requiebro, prestas, en una len-
gua hueca y convencional que las defiende mejor que
los pudores.
¿Qué quieren? Quieren que nos maten. ¿No es eso
amor? Quisieran devorar al macho, apropiárselo ínte-
gro, como la hembra del alacrán. Cercenarle la cabeza,
como la araña, al tiempo de estarlo embriagando: mas-
cullarlo, desgarrarlo, echarlo a la calle a puntapiés, tem-
bloroso todavía de caricias.20

20
Alfonso Reyes, Obras completas II, p. 75.

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Originalmente incluido en Las vísperas de España,


este texto es una muestra prototípica de la dificultad
para definir el contrato de lectura que establecen mu-
chos escritos de Alfonso Reyes: posee el carácter me-
ditativo del ensayo, en efecto, pero éste se encuentra
encapsulado al interior de un discurso sobre todo des-
criptivo y en buena medida narrativo. ¿Es una viñeta
a la manera de las que se publicaban a finales del si-
glo xix en los periódicos modernistas? Sí y no, pues el
texto alfonsino va más allá del costumbrismo, articu-
lando la anécdota y la observación con la crítica y el
ámbito ficticio —en Reyes pensamiento e imagina-
ción, crítica e inventiva, parecen no ser destrezas di-
sociadas. ¿Se trata de un “ensayo lírico”, es decir, de
un texto que reflexiona a partir de imágenes y otros
recursos poéticos? Lo parecería y estoy seguro que
muchos lo afirmarían sin dudar, mientras otros tantos
preferiríamos abstenernos de tal clasificación. Por
otra parte, ¿“Las roncas” no nos recuerda, acaso, aque­
llos poemas en prosa que hicieron célebre a Baude-
laire, esas composiciones concentradas sobre la vida
moderna, en donde es visible la capacidad de depurar
el estilo de la prosa hasta volverla poesía, sin caer en el
simple lirismo?
El gusto literario es además de un asunto perso-
nal, un suceso reiterativo. En su ensayo “La ficción
como alimento”, Chesterton afirmaba que gustaba
más de leer novelas en donde ocurría al menos un
asesinato y la vida era percibida como peligrosa, que
aquellas otras en donde la ausencia de cadáveres es-
taba acompañada de una existencia repleta de dudas:
“Sigo prefiriendo la novela en donde una persona
mata a otra, a la novela en donde los personajes se
dedican débilmente (y vanamente) a que los demás

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vuelvan a la vida”.21 Debo confesar que si a mí me


dieran a elegir entre las obras de Reyes (disyuntiva a
la que por suerte no me he visto enfrentado) escoge-
ría justo esos volúmenes con textos que se sitúan en
espacios extraños, los que promueven por decirlo así
la ausencia de formas fijas y que para muchos han sig-
nificado un reto interpretativo. Sus apuntes literarios,
sus evocaciones al mismo tiempo personales y filosó-
ficas, sus compilaciones de artículos como Símpatías y
diferencias o las series de Marginalia y Las burlas veras,
ciertos fragmentos de su diario, sus anecdotarios, sus
textos de vario linaje o sus compilaciones de ‘ensayos
impuros’ (por llamarlos de algún modo) me resultan
excepcionales y me producen gran placer. En otras
palabras: si debiera elegir, optaría por sus libros de
“agregación casual”, formados “por acumulación y
yuxtaposición de páginas independientes”, frente a
aquellos más definibles, orgánicos, concebidos desde
sus inicios como un todo y que él mismo llamó “ver-
daderos”.22 Pero esta elección que hago, además de
ser imaginaria, no debiera tomarse al pie de la letra:
habla más de mis propios gustos que de la calidad li-
teraria de la obra de Reyes, y es que en todos sus re-
gistros el ateneísta no tiene mella.
En esa caja de Pandora que es su obra, existe una
serie de composiciones que llama particularmente mi
atención. Se trata de ciertos textos que comienzan, o
se adentran en el ensayo y terminan como cuentos, el
más famoso de los cuales es “La mano del Coman-
dante Aranda”, sin duda uno de los primeros relatos

21
Gilbert K. Chesterton, La cólera de las rosas, p. 95.
22
Cfr. Adolfo Castañón, Alfonso Reyes, caballero de la voz erran­
te, pp. 12-15.

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mexicanos de literatura fantástica, que tanto prove-


chó sacó de la lectura de un cuento de Guy de Mau-
passant (“La mano”) y que seguramente influyó en la
redacción de “Estación de la mano” de Julio Cortá-
zar. También existen otros textos de extraña factura a
los que les tengo mucho aprecio, como aquel inclui-
do, de manera casi inocente, en el primer apartado de
Grata compañía. En medio de una serie de artículos,
notas y retratos en torno a autores europeos (Steven-
son, Proust, Goethe, Descartes...), aparece un texto
titulado “Juan Jacobo sale al campo”. Cargado de
mucha imaginación histórica, el escrito recrea una ca-
minata emprendida por Rousseau un sábado de 1730
por las afueras de Annecy, cuando apenas gozaba de
dieciocho años. En la travesía se narra el encuentro
casual del joven Juan Jacobo con unas damas que
despiertan su imaginación febril y el modo en que el
Casanova ilustrado se ve frustrado por no lograr sus
intenciones a un tiempo inocentes y mórbidas. Por la
manera en que en este relato Reyes se deja llevar por
la inventiva, el texto bien pudo haber aparecido en el
tomo XXIII de sus obras completas, dedicado a sus
Ficciones.
Pero ya vemos que los límites estancos no son pro-
pios de la obra del “Erasmo mexicano”, como lo de-
nominó Adolfo Castañón.23 Y el propio Reyes lo sabía
cuando compuso relatos en donde los personajes, más
que seres de carne y hueso, son ideas y búsquedas
intelectuales. A esta tendencia personal, él mismo la
consideraba una debilidad. Lo deja claro al hablar so-
bre su ejercicio narrativo, en un texto titulado “La
fea” que por lo demás, no podría ser más proteico (y

23
Ibid., p. 89.

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metaficcional): “Necesito cortar constantemente mi


narración con desarrollos ideológicos. Yo sería un pé-
simo novelista. Mucho más que los hechos, me inte-
resan las ideas a que ellos van sirviendo de símbolos
o pretextos”.24 Debilidad para Reyes: gozo mío. En
esta narración, muy cercana a la tradición del diálogo
filosófico, Reyes utiliza constantemente la crítica, in-
terrumpiendo la acción, para reflexionar sobre cues-
tiones teóricas de literatura, arte y filosofía. Con ello
establece una escritura en donde los géneros parecen
no existir.
Quizá por estas características amorfas que uno
puede rastrear en sus textos es que se ha intentado
leer la obra de Reyes con diversas nociones bastante
propositivas, pero que en último término, no logran
sintetizar la calidad y complejidad de su obra. José
Gaos habló de la “indiferenciación genérica”25 exis-
tente en la obra alfonsina; Rafael Gutiérrez Girardot,
recuperando una expresión del propio Reyes, se refi-
rió a la “promiscuidad literaria”26 presente en su obra;
por su parte Emir Rodríguez Monegal, al reflexionar
sobre la voluntad paródica del ateneísta, la describe
como un proceso de “contaminación”27 de los mode-
los originales. Acaso por ello, James Robb definió
muchos de los textos alfonsinos bajo el concepto de
“ensayo divagación”.28 Contaminación de las formas,

24
Alfonso Reyes, Obras completas XXIII, pp. 195-196.
25
José Gaos, “Alfonso Reyes o el escritor”, p. 111.
26
Rafael Gutiérrez Girardot, “La concepción de Hispano-
américa de Alfonso Reyes (1889-1959)”, pp. 281-282.
27
Emir Rodríguez Monegal, “Alfonso Reyes: las máscaras
trágicas”, p. 12.
28
James W. Robb, El estilo de Alfonso Reyes, p. 209.

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sí, pero eso supondría pensar que existen formas pu-


ras y justo contra esta idea es que Reyes erige su obra.
Quien creó el concepto “centauro de los géneros”
para referirse al ensayo, y “literatura ancilar” para ha-
blar sobre aquellos textos con valor estético pero cuyo
propósito no es específicamente literario, intuía la
importancia de sopesar, sin esquematismos, la vita­
lidad inclasificable del objeto literario. “Deslindar”
entre la materia literaria en realidad constituía un gra-
ve problema. En sus “Fragmentos del arte poética”
Reyes se pregunta: “¿Cómo orientarse donde lo os-
tensible resulta indiferente y donde, a lo mejor, la
fatalidad se sirve de signos inefables?”29
Uno de los libros del ateneísta que más he disfru-
tado leer es El plano oblicuo, constituido por narracio-
nes excepcionales, diálogos filosóficos y memorias
imaginarias. El relato titulado “Los restos del incen-
dio (fragmentos de un manuscrito salvado de la catás-
trofe)” me parece una joya. Habría que poner el
acento en el título del volumen, donde se expresa ese
carácter difícil de definir que permea la obra de Re-
yes y del cual hemos venido hablando. El plano obli­
cuo contiene ya la imagen de lo que se encuentra ses-
gado, desviado de la horizontal, de lo que no es recto
sino que parte de una visión doblada, como si vié­
semos las cosas a través de un cristal translúcido
e inclinado, como si la mirada fuese siempre un ángu-
lo indirecto. En sus Apuntes para la teoría literaria, al
especular sobre el valor y la necesidad de los géne-
ros, Reyes afirma, como hablando de su propia escri-
tura, que

29
Alfonso Reyes, Obras completas XXI, p. 57.

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entre los géneros caben modalidades, indecisiones, hi-


bridismos. Ni siquiera se contienen dentro de lo pura-
mente literario: los hay mezclados, de crítica, de políti-
ca, de historia, de filosofía, de ciencia; y esto no sólo en
cuanto a los asuntos que contienen [...] No hay aquí
invenciones absolutas [...]30

Heredero de la tradición clásica (cuya estética de la


perfección y la armonía son visibles en su prosa ba-
lanceada y en su ideología conciliadora “del justo me-
dio”), pero también continuador del modernismo,
Reyes busca comprender y sintetizar el problema de
los textos que no tienen una forma totalmente homo-
génea o autónomamente perfecta: “Las nupcias en-
tre la forma y la materia —de que resulta el estilo—
no paran necesariamente en un matrimonio feliz”.31
Resulta paradójico que la obra de Reyes se conci-
ba como un tabique duro de roer, cuando su espíritu
estilístico era alado. Contra las formas pétreas, Reyes
escribe. Y es que es así como concibe la literatura,
como un ser versátil, inestable y cambiante. Al definir
el método que seguirá para escribir su teoría literaria
(El deslinde) Reyes habla de la literatura como de un
“ente fluido”, noción inmejorable para referirnos a
sus propios escritos. Se trata de objetos que se nos
escapan como el agua, no podemos apresarlos con las
manos; los tocamos, los gozamos, pero a la hora de
querer hablar sobre ellos parecieran evaporarse, y sin
embargo ahí se mantienen, para seguir hablándonos.
La escritura de Reyes... Me corrijo: la conversación
de Reyes es —como exigía Baudelaire— un arte de la

30
Alfonso Reyes, Obras completas XV, pp. 431-432.
31
Ibid., p. 429.

39

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sutileza y de la duración: la persistencia de lo fugiti-


vo, la ligereza de lo durable. Si uno lee su texto “La
escultura de lo fluido” puede comprobarlo. Hay en
Reyes una vindicación de las formas volátiles. Sus
textos se mueven ligeramente, andan por el aire. Y al
mismo tiempo subsisten.
Se replicará que nuestro Erasmo no repudió, y de
hecho practicó, las formas puras, así como el tratado
riguroso: La antigua retórica, La crítica de la edad ate­
niense y muchos de sus poemas lo comprueban. No
digo lo contrario. Lo que afirmo es que hay una veta
en la obra de Reyes constituida por textos de difícil
clasificación que, leídos con atención, eliminan la in-
terpretación que lo concibe como el escritor de una
obra fracasada, acabada y sin acceso. Gutiérrez Girar-
dot ha remarcado el hecho de que al escribir su libro
El deslinde, Reyes alteró la noción de ‘crítica’; la vol-
vió promiscua en la medida en que concibió su libro
como unos “prolegómenos” a la teoría literaria, es decir
como una aproximación, como un ensayo.32 La idea
de ‘esbozo’, en efecto, permea buena parte de los
textos alfonsinos. Digo esbozo no en el sentido de lo
previo al tratado, sino en el sentido de conocimiento
imposible de delimitar y que por ello es necesario
sólo delinear. Para “el escritor de la pluma libre”33
como lo llamó Henríquez Ureña, la literatura es un
mapa en movimiento sobre el cual no puede tenerse
un conocimiento total: “En esta mudanza incesante,
en este mar de fugaces superficies, no es dado trazar
rayas implacables”.34 Nos encontramos así con Reyes,

32
Rafael Gutiérrez Girardot, “Prólogo”, p. xli.
33
Pedro Henríquez Ureña, Ensayos, p. 293.
34
Alfonso Reyes, Obras completas XV, p. 31.

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el antipositivista: la realidad de tan compleja es ina­


presable, en todo caso nos queda esbozarla, intentar
un bosquejo que la exprese, ensayarla.
Su reflexión en torno a la literatura supone por
ello mucho de intuición y no de ciencia dura, mucho
de ensayo y no de tratado definitivo. Tengo la impre-
sión de que puede hablarse de la obra de Reyes a
partir del concepto de ‘varia invención’, esa noción
que inventó Arreola para definir su propio proyecto
literario. Aunque resulta un anacronismo, quien es-
cribió Los siete sobre Deva ya intuía, al referirse a ese
libro, tal percepción. Con estas palabras inicia el vo-
lumen: “Este sueño, comenzado por agosto de 1923,
que hace unos siglos hubieran llamado ‘Silva de varia
lección’, y poco después, ‘Cajón de sastre’, aconteció
mucho antes del desastre español”.35 Más que escri-
tura sin fronteras o acumulación de escritos dispersos,
la ‘varia invención’ supone un espacio donde conflu-
yen formas textuales diversas, que son asimiladas y
organizadas a partir de un principio dúctil: la lucidez
imaginativa, sintética y erigida sobre la asociación li-
bre. Las formas que convergen en la ‘varia invención’
no son sola y necesariamente literarias (como la fábu-
la, la poesía o el cuento); de hecho esta noción se ali-
menta sobre todo de discursividades comúnmente
tenidas como extra o sub-literarias: el discurso, la car-
ta, las memorias, el apólogo, la anécdota, el perfil, la
entrevista, el homenaje, la glosa... No es improbable
que así haya querido ser leído nuestro infatigable es-
critor. La idea de “varia invención”, con toda su carga
proteica, establece ya un contrato de lectura a partir
del cual quien posa sus ojos sobre tal tipo de textos,

35
Alfonso Reyes, Obras completas XXI, p. 3.

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espera precisamente escritos fronterizos, extraños,


sincréticos... un algo indefinido. Hay mucho de vo-
luntad libertaria aquí, pero también de voluntad
identitaria. Cuando Girardot habla de ‘promiscuidad’
en Reyes, afirma que se trata de una intención políti-
ca; yo agregaría que también es afán utópico: forjar
la expresión americana, la lengua distintiva, el habla
mestiza. Un habla ante todo, versátil, contraria a la
parálisis. No me resisto a citar el modo en que él mis-
mo lo expresa:

Se trataba de abrir, en los flujos mentales, un corte que


nos revelase la actual madurez de las nociones, y la ga-
rantía del éxito era la estabilidad en movimiento, haza-
ña ecuestre. La literatura circula por venas incontables
y a veces, más que se la ve, se la sospecha. Fenomeno-
logía del ente fluido, hemos dicho. Pero del ente que
corre y se escabulle por entre otros entes apenas menos
proteicos. Sistema de lo no sistemable; rigor en lo ins-
tantáneo y fugaz; tanteo del latido, pero sin estrangular
las arterias. ¡Qué múltiple, qué movediza, qué contra-
dictoriamente hermosa, qué enigmática la literatura.36

“Estabilidad en movimiento” dice Reyes. Buena de-


finición de lo que practica. Su obra huye de las formas
fijas, va en sentido contrario a la estatuaria, la reve-
rencia y el homenaje —esas expresiones anti-heroicas
propias de la industria cultural. Y también habría que
decir lo siguiente: en muchos sentidos, la obra de
nuestro máximo helenista atenta contra la interpreta-
ción y la clasificación; pone en jaque el juicio del crí-

36
Alfonso Reyes, Apuntes para la teoría literaria en Obras com­
pletas xv, p. 418.

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tico que busca reducirlas a un tipo escueto, a un gé-


nero establecido, a los cánones de escritura vigentes
en una cultura específica. En efecto puede canonizar-
se la voluntad anarquista de ciertas formas literarias,
es parte de los procesos de institucionalización cultu-
ral; pero también es verdad que al hacerlo el crítico
debe poner el acento en lo que fue el impulso que le
dio origen a tales textos: la libertad de la forma, el
cuidado de la vitalidad y del movimiento de la forma.
Reyes, cultivador de una prosa volátil. El ensayo que
Octavio Paz dedicó a la figura de Alfonso Reyes lleva
por título “El jinete del aire”. Me parece preciso.
Toda la escritura de Reyes tiene ese carácter impal-
pable. Todo lo contrario, como ya he dicho, a la ima-
gen de la roca y la muralla.
Me queda una cosa por decir antes de irme y
‘abandonar’ este texto. Si se trata de concebir nuevos
modos de organizar la lectura de la obra de Reyes,
buscando desvanecer la pesadez que sobre ella se ha
instituido, imagino un volumen que sería maravilloso
disfrutar: un bestiario alfonsino, es decir, un bestiario
heterodoxo, que incluya textos tan logrados como “Las
cigüeñas”, “Ratones”, “Fábula de la muchacha y la
ele­fanta”, “Érase un perro”, “La cigarra”, “El canto
del ruiseñor”, “La cotorrita” y muchos otros que des-
conozco pero que seguramente se hayan dispersos en
esa obra que se constituye, para un lector azaroso
como yo, no sólo en laberinto borgeano repleto de
enigmas y hallazgos, sino sobre todo en un espacio
para la amistad. Me explico.
Quizá resulte extraño que lo diga de esta manera
pero la lectura de Reyes es una forma subsidiaria del
afecto. No sólo es que su lenguaje posibilite el placer
de sentirte cercano a otro. El asunto va más allá. Me

43

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pasa que en algunas de sus páginas encuentro recu-


rrentemente algo, supongo que se trata de un tono o
un carácter de su prosa, que me remite de inmediato
a una atmósfera íntima y desinteresada. Cuando Re-
yes escribe que “la comunidad de penas y placeres,
de afectos y odios, engendra amistades”,37 me parece
que está hablando sobre su propia obra. Un alto sen-
tido de la confidencia; generosidad que supone ansia
de compartir cualquier cosa; coincidencia en ciertos
preceptos y gustos aunada a un completo desacuerdo
en otros tantos; y sobre todo la posibilidad de elegir,
son experiencias que me proporciona a cada instante
la obra de Reyes, y que por lo demás, constituyen
rasgos propios de la amistad.
En un texto titulado “El bucanero”, el helenista
mexicano escribe que “no hay verdadera sabiduría
sino en dar cada hombre lo que tiene”.38 Supongo
que de ahí la multitud de conversaciones y cartas que
escribió, las múltiples “afinidades electivas” que cul-
tivó. También supongo que la amistad es una forma
volátil que se retiene gracias al diálogo constante, la
memoria obstinada y la libertad con que se habla y
hasta se soporta al otro. Y conjeturo algo más: que la
amistad en buena medida tiene que ver con la lectu-
ra; nace a partir de coincidencias y casualidades, pero
se trata también de una elección plagada de verdades
intermitentes. Lo mismo puede decirse de un libro, y
Reyes lo sabía. Acostumbrada a coleccionar sonrisas,39
su prosa nos enseña que leer es un acto contrario a la
hipocresía. Y es que quien ama la literatura mantiene

37
Alfonso Reyes, Obras completas XIII, p. 391.
38
Alfonso Reyes, Obras completas XXIII, p. 31.
39
Alfonso Reyes, Obras completas II, pp. 352-355.

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viva la posibilidad de elección y generalmente asume


las palabras de los otros como un valor; quisiera creer
que aprende a escuchar. Contratiempos frente a la
prisa moderna, actos contrarios a la simulación, la lec-
tura y la amistad, además de constituir un placer im-
prescindible, implican una conciencia en acción que
asume que el lenguaje sigue teniendo espesor y sen-
tido; se trata de nuestros últimos bastiones de resis-
tencia, los últimos lugares capaces aún de comunicar
verdades humanas. Eso nos enseña la obra de Reyes,
y me parece que debiera ser también esa la actitud
para revalorarlo.
Las amistades son también, por cierto, volátiles.
Al morir Enrique Díez-Canedo, Reyes escribió: “esta
interrupción desazona y subleva, al pronto, como lo
haría, en efecto, una piedra, un material tropiezo, ab-
surdamente incrustados en un fluir espiritual”.40 Otra
vez las imágenes etéreas enfrentadas a la piedra apa-
recen con el jinete del aire. Cuando recibió el premio
“Alfonso Reyes”, George Steiner, reflexionando so-
bre sus visitas a Monterrey y su lectura de algunos
libros del ateneísta, definía tales experiencias como
movimientos del espíritu: “un dinamismo del alma, que
para mí define a México” —decía.41 Aquellos días
soleados que Steiner rememoraba fueron capturados
con la prosa inimitable de Reyes en muchos de sus
retratos literarios, acaso movida por ese soplo espiri-
tual que parecía no tener fin.
Todavía está en el tintero, es decir, en el aire, el
ensayo que llevo imaginando por muchos meses
sobre el polvo de la luz; con seguridad Alfonso Reyes

40
Alfonso Reyes, Obras completas IX, p. 390.
41
George Steiner, “Una mirada a Alfonso Reyes”, p. 56.

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será uno de sus protagonistas. En su “Palinodia del


polvo” hace esta descripción que confirma lo que
hasta aquí vengo diciendo. Simplemente que su es-
critura es una forma volátil en la cual la interpretación
del mundo depende de cómo la conciencia sea capaz
de organizar la realidad a través de imágenes con pro-
sa etérea. Me voy ahora sí, no sin antes dejar plas­
mada la descripción alfonsina de los destellos que la
luz emite cuando las partículas de la realidad se vuel-
ven esporas danzantes:

Un rayo de sol, tibio todavía de amanecer, cruza la es-


tancia como una bandera de luz, como una vela fantas-
mal de navío. Red vibratoria que capta, en su curso, la
vida invisible del espacio, deja ver, a los ojos del filóso-
fo atónito, todo ese enjambre de polvillo que llena el
aire. Una zarabanda de puntos luminosos va y viene,
como cardumen azorado que en vano pretende escapar
a la redada de luz. El filósofo hunde la mano en el sol,
la agita levemente y organiza torbellinos de polvo. La
intuición estalla: nace en su mente la figura del átomo
material, que no existiría sin el polvo.42

42
Alfonso Reyes, Obras completas XXI, p. 63.

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