¿Qué le queda al poeta? Una resistencia espiritual, patética a la hora del combate. ¿Qué hace entonces? Abre un paraguas en medio de la balacera, como diría uno de nuestros grandes poetas.
¿Qué le queda al poeta? Una resistencia espiritual, patética a la hora del combate. ¿Qué hace entonces? Abre un paraguas en medio de la balacera, como diría uno de nuestros grandes poetas.
¿Qué le queda al poeta? Una resistencia espiritual, patética a la hora del combate. ¿Qué hace entonces? Abre un paraguas en medio de la balacera, como diría uno de nuestros grandes poetas.
QUE ARROJA AVIONES DE PAPEL DESDE SU VENTANA No soy especialista en nada, no soy un filósofo ni un sociólogo ni mucho menos un político que responde a todo y no resuelve nada, y no tengo necesidad de convencer a nadie. Soy un creador, un escritor, un imaginador, y podría decir que vivo en otro mundo, aunque no es así. Soy un hombre de carne y hueso, con padres que envejecen y mueren, con hijos que dan problemas y alegrías, con amores que empiezan y se acaban, con cuentas mensuales que cancelar, con el compromiso de conseguir un dinero determinado cada mes, pero también con sueños, con determinadas creencias y determinadas convicciones. Un hombre como todos, como la mayoría de los que aquí nos reunimos para compartir el mismo aire. Un hombre irremediablemente marcado no sólo por sus condiciones personales, inherentes a su biografía, sino por su tiempo, por su época, por las circunstancias del país. Este es el interrogante que me plantearon: “Cómo sensibilizar al hombre en tiempos de crisis y deshumanización”. Y esta es la respuesta que puedo darles: “No sé”. Debo señalar de entrada que no sólo se trata de tiempos de crisis y deshumanización sino de tiempos caóticos y criminales, donde los colombianos estamos empeñados con saña y sevicia en matarnos los unos a los otros. Sé que hay problemas, desigualdades sociales, narcotráfico, políticos corruptos, y sé que nos estamos matando. Brindamos al mundo día tras día un espectáculo dantesco. Ya no se mata de a uno en una esquina con un tiro en la cabeza o de a dos o tres miembros de una sola familia, durante una noche siniestra, sino se matan por centenares en una iglesia: 119 pobres abrazados en una iglesia se van de este mundo de un solo bombazo. ¿Sensibilizar a quién? Me pregunto si al hombre que huye por el monte para salvar el pellejo, pues de su familia no quedó nadie en el pueblo: todos muertos por un fusil revolucionario o una bomba revolucionaria o una pared que derribó la bomba revolucionaria. Ahora, estupefacto, despavorido, busca un techo para pasar la noche y un plato de comida para aliviar las tripas. ¿Sensibilizar a quién entonces? Me pregunto si al hombre que disparó. ¿Cómo sensibilizar a un hombre con un fusil en las manos? La sola pregunta es ridícula. Me pregunto si al hombre que contempla aterrado el espectáculo por la televisión y teme en sus sueños que esta noche vengan a golpear a su puerta. ¿De qué va a servir la sensibilidad contra las balas? El discurso del loco 2 Sé que como escritor, y más cuando escribo para los niños, tengo la obligación del optimismo y la certeza de que la vida, terca y ciega, seguirá. Pero ahora, como hombre de carne y hueso, no estoy dispuesto a disfrazar la realidad ni a ilusionarme con promesas de político. Lamento decirles que no tengo fe y que me siento en un país miserable y estigmatizado. Por supuesto, estoy del lado de la imaginación y la belleza, del lado de la inteligencia y el amor al prójimo, pero sé también que estoy del lado de los indefensos, en medio del combate, y siento en las orejas las balas que zumban en uno y otro sentido. En el enfrentamiento entre el militar y el poeta, lo que está en juego es el pellejo del poeta. En este caso las razones no valen. En cualquier enfrentamiento violento, quien tiene el arma tiene el poder. ¿No dijo un militar nazi que cuando oía hablar de cultura sacaba el revólver? ¿Qué le queda al poeta? Una resistencia espiritual, patética a la hora del combate. ¿Qué hace entonces? Abre un paraguas en medio de la balacera, como diría uno de nuestros grandes poetas. Más que tiempos de crisis y deshumanización, vivimos en tiempos criminales y aberrantes. ¿Cómo es posible que maten de un bombazo a 119 personas indefensas en una iglesia? Me pregunto si los oscuros señores de la muerte se dicen por la mañana: “Vamos a matar pobres”, y por la noche hacen las cuentas de cuántas docenas de pobres mataron. ¿Será que se sueñan matando más pobres? ¿Cómo es que la aberración de 119 personas asesinadas no acaba con un movimiento? ¿Ya nadie se acuerda de Machuca, donde murieron en un solo fuego setenta civiles? ¿Con qué cara salen por el mundo estos oscuros señores de la muerte? ¿Será que se dicen: “Vamos a tumbar los puentes que cruzan los pobres, vamos a tumbar casas de pobres en pueblos de pobres, vamos a derribar las torres que sostienen los hilos de la energía que ilumina las casas de los pobres”? O tal vez no se lo dicen: ya se da por entendido. No significan mis palabras una invitación a que maten a los ricos, pues la riqueza no puede convertirse en un pasaporte a la muerte. De ninguna manera. Uno se
El discurso del loco 3
jode día tras día para alejarse de la miseria, buscando una vida digna, y el resultado no puede ser un una bala en la cabeza, una bala disparada por cualquier infeliz uniformado. No son pobres algunos de los secuestrados que los oscuros señores de la muerte mantienen amarrados en corrales de gallinas y que se cuentan por docenas y centenares, y que los oscuros señores de la muerte exterminan con un tiro de gracia ante cualquier intento de rescate o lo que, en su paranoia, consideran intento de rescate, o que dejan morir así no más, sin compasión alguna. Ya no importa si son pobres o no. Los dejan morir como animales salvajes, sin un remedio, sin los tratamientos médicos que espantan el dolor y la muerte, sin la milagrosa sala de cirugía. Sin la bondad o la misericordia que todo ser humano merece. No me hablen de política porque jamás entenderé sus razones. Hablen de vida o muerte y, por supuesto, declárenme de parte de la vida. La muerte, señores, ni siquiera en estado natural. “Las mujeres no deberían morirse”, dijo Alejandro Obregón. Ni las mujeres ni los hombres. Ni las tías ni las abuelas. Ni los amigos de la infancia. Ni los amigos de cuando uno se pone viejo y es lo único que le queda en la vida después de tantas vueltas: los amigos. Uno no está para que los amigos se los maten como moscas después de todo el trabajo que requiere conseguir uno solo en la vida. Ni para que le maten los hermanos o los hijos. O para que los desaparezcan o los secuestren: las otras expresiones de la muerte. Nadie debería morirse, señores. Ni el perro que lo acompañó a uno en tantos años de soledad. Ni el gato. Y mucho menos en estas noches cuando la luna anda más hermosa que nunca. Ni en estos días en que el aire sabe a durazno. Ni de parte de la muerte ni de quienes facilitan su trabajo.