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Jorge Enrique Adum

Ciudad Sin Ángel

-I-

No le queda más remedio que levantar el teléfono. Ese gesto inmemorial, mecánico,
vulgar puede cambiar su vida. Y él no lo sabe. Porque así como el pobrecito humano era
zarandeado, al comienzo, por los dioses y el oráculo, el pobrecito personaje está ahora,
en las primeras páginas, a merced del autor. Pero con Bruno debo prever,
perversamente, el día y la hora de esa llamada. Seis y media de la tarde: Lucila ha
anunciado ya desde la cocina, con su habitual portazo, que se va para alcanzar al último
autobús. Viernes: Karen ha ido al correo, a donde debe llegar antes de las seis, a retirar
las cartas certificadas y los paquetes de impresos, con su odio doble a la ciudad: el de
todos los días, por esa población de mendigos y casi, vendedores de algo: hojas de
afeitar, huevos duros, relojes, cigarrillos sueltos, ropa barata, anteojos oscuros, jugos de
naranja, radios para automóviles, choclos cocidos, limpiaparabrisas, convirtiendo la
ciudad en un gran mercado sucio intransitable, con esos letreros de todos los colores,
todos los materiales, todos los soportes, todas las ortografías, horizontales, verticales,
oblicuos, amontonados, superpuestos, a punto de caer, cabalgándose en una ciudad que
desvergonzada se revuelca bocarriba bajo la obscena oferta del comercio generalizado;
y el de cada semana, por los embotellamientos que se agravan, nadie sabe bien por qué,
los viernes. Y todo porque el cartero tiraba o se guardaba la correspondencia para
ahorrarse la subida a "Macondo", oculta entre los árboles ("A quién se le ocurre recibir
cartas tan arriba"), aunque perdiera así la propina y la taza de café que al comienzo
fueron cotidianas. Bruno había propuesto al propietario de un saloncito de hot dogs y
hamburguesas, que quedaba antes de la cuesta, pagarle para recibir allí su
correspondencia, mas no sirvió de nada: "Yo el favor le haría encantado, pero el cartero
es un filático que se las da de filatélico, y usted debe recibir muchas cartas del
extranjero. Por eso no las trae".

Es también la hora en que Bruno se dice: "Basta por ahora", porque se le acalambran los
dedos y ya no hay suficiente luz cuando, puntual, el sol ecuatorial parece decirse "Basta
por hoy" y, como si hubiera sonado la sirena de su fábrica, se echa a descansar; la hora
en que Bruno suele decirle a Karen: "El whisky nuestro de cada día dánoslo ahorita",
excepto los viernes, cuando espera a que vuelva del correo. Supongo, más bien sé, que
jamás responde al teléfono ("Para eso están Karen o Lucila"): si es algo importante -una
entrevista para un periódico, el pedido de una foto suya o de un cuadro para ilustrarla,
algún gringo que quiere que le haga el retrato de su mujer- o un poco menos -un
camarada que va a pedirle una vez más que contribuya con una litografía a una rifa
"para levantar fondos y ayudar a la lucha de"- volverán a llamar más tarde u otro día,
cuando estén Lucila o Karen.

Ahora se limpia las manos en la blusa, entrecerrando los ojos para ver mejor, como si
los miopes vieran mejor, acercándose de espaldas a la ventana y alejándose del caballete
para ver mejor ("Pero no por eso el cuadro es mejor") su Quito de noche: una ciudad
abolida con negro, de la que sólo quedan, encendidos, los cuadrados de luz de las
ventanas y los puntos amarillos y celestes del alumbrado público y los anaranjados y
rojos de los automóviles (ciudad Mondrian tras la ventana puesta en el caballete de
Magritte), decidiéndose, casi, a contestar, haciendo una excepción, sin curiosidad, más
bien con rabia, porque el timbre del teléfono es más tenaz que nunca e insolente como
siempre y está borrando con su estridencia el allegro de un cuarteto de Schubert.
Tampoco -como suele suceder, particularmente cuando uno sale corriendo del baño y va
dejando pisadas de agua por la casa- el teléfono deja de sonar cuando levanta el
auricular. O sea que nadie puede ya impedir la noticia, no le queda más alterntiva que
enterarse, hacer que se vuelva irreversible. Y la aceptación de lo ineluctable es su única
libertad. El pobre sólo atina a decir: "Como", con eso que llaman una voz blanca,
suponiéndose que generalmente tiene color. Yo diría que es una voz sin puntuación: si
le pusiera, digamos, signos de admiración, entendería su asombro casigrito, la
exclamación impotente y azorada que nada significa ni pide respuesta. Necesito pues
ponerle un acento al bisílabo y encerrarlo entre signos de interrogación para poder darle
una respuesta: "Como se muere allá, imbécil: asesinada". Y luego de tres precisiones -
"Hace ocho meses, al salir de una reunión, con su compañero"-, el vacío oral perforado
por la insistente señal de que han colgado. Para él ha sido más bien una voz sin rostro y
que no tiene tiempo que perder: la de un corresponsal clandestino, que ha debido llamar
de prisa, correr a ocultarse inmediatamente, o a llamar a alguien, a otro alguien, y
dejarle a él que se harte de viudez y celos: "La muerte y el compañero" (lo que podría
ser, precisamente, un título de Schubert. O de Mahler.)

Para mí, que le tengo lástima por lo que le he hecho, también es como si acabara de
enterarme. Como si en este mismo instante hubiera decidido escogerla a Ella, entre
miles de ellos y ellas, para evitar que sea solamente un cadáver tirado junto a otros
cadáveres, alguien confundido en el total de muertos de ayer, de una semana o de estos
últimos meses. Y ante la imposibilidad de saber esos datos, los más importantes, de la
persona humana: cuál de ellos tenía los zapatos gastados o una carta en el bolsillo, quién
pintó la mesa de la cocina el domingo, quién salió simplemente a comprar cigarrillos y
fósforos, y les hicieron a todos dejar para nunca lo que pudieron hacer ese hoy, y como
para perdonarme no haber cumplido el pacto que hice conmigomismo de morir antes de
que mueran aquellos a quienes quiero, voy a inventarle, a ella por lo menos, una
biografía que nos-le impongo, para que no se nos muera del todo o que no se nos muera
todavía. Por el momento es como si alguien -la voz, yo- corriera a levantarla del sitio
donde la habían dejado tirada hace ocho meses y traerla en brazos para ponerla frente a
Bruno, en su pasado, acostada sobre el flanco derecho, la falda levantada hasta la
cintura, con la cara vuelta hacia la pared. (Alcahuete primero, el autor; voyeur después).

- II -

Acostada sobre el flanco derecho, la falda levantada hasta la cintura, con la cara vuelta
hacia la pared. Así, lateral, reacomodando el cuerpo para que el sol frío de noviembre le
diera en las piernas.

El estaba de espaldas a esa realidad, fumando, en la ventana. Desde la altura de su


atelier abuhardillado veía, al otro lado de la calle, el cementerio, su único paisaje.
Cuando se sentía cansado o sin ganas de trabajar, o para tomar un poco de ese sol
palúdico que asoma ocasionalmente de octubre a marzo o abril, Bruno atravesaba la
calle e iba a leer mientras caminaba por los senderos del cementerio que era, en
realidad, el parque más tranquilo de la ciudad: los vivos hablaban en voz baja, como
para no despertar a los muertos, y se tornaban súbitamente respetuosos de ese silencio
compartido. Esa vez advirtió que terminaba la desconsoladora consabida ceremonia de
un funeral bajo el aire mojado por la lluvia. Los acompañantes estrechaban la mano o
abrazaban, según, a un hombre barbudo, alto y flaco dentro de un impermeable azul,
que se mantenía solo, deudo único, de pie bajo la bóveda bronceada de las ramas,
decorado de teatro que el otoño roe a su paso. Una vieja con sombrero y abrigo de luto
se había ido quedando a medio camino, esperando que los acompañantes se fueran
(algunos conservaban inútilmente abierto su paraguas de luto) y los sepultureros
terminaran, para volver a la tumba reciente a escoger flores en el amontonamiento de
hojas, y se iba alejando, casi en puntas de pie, por entre las otras tumbas húmedas,
pasando junto a tres señoras que leían en los bancos como si nadie hubiera muerto hoy y
hoy no hubiera llovido o arrancaban las hierbas crecidas en torno a los ángeles llorones
y las cruces de piedra de los que habían muerto memorialmente y junto a dos mujeres
jóvenes que conversaban y reían empujando ambas, lentamente, un cochecito, y ella,
con su ramo ralo en la mano, buscando, acercándose mucho para mirar las fotografías,
generalmente amarillentas y ovales, como si no reconociera el sitio, su muerto propio,
su querido difunto, o fuera a decidir, sólo por el retrato, como en un amor a primera
vista, a quién ofrecerle las flores que acababa de juntar. Fue entonces cuando, habiendo
terminado su cigarrillo, Bruno se volvió hacia adentro y vio, así, de golpe, con una
perspectiva caballera, ese triángulo que resplandecía con el proyecto de sol: el
bajovientre, la nalga y la rodilla izquierdas. Retiró del caballete, casi sin mirarlo, el
cuadro de un viejo con un color de muerto, de pie y desnudo (1) (las notas van al final
de la sección) bajo la descolorida luz de un vagón vacío del metro, y colocando en el
caballete en lugar del viajero un bastidor, le dijo a AnaCarla ("¿Me podrías dar de tu
cuerpo algo más que la espalda?", le había dicho una de las primeras tardes) que
Vassarely había descubierto la anatomía de la geometría, o algo así, mientras que él
venía buscando desde hacía tiempo, con ella, la geometría de la anatomía, pero que esta
vez, fijando en el bastidor una gran hoja de cartulina cuyos bordes se habían
acostumbrado a vivir enrollados, no sabía exactamente si se trataba de la anatomía de la
geografía o viceversa. AnaCarla no contestó: quizás por la vieja costumbre de los
pintores de trabajar a solas, Bruno también necesitaba hablar, decía frases descosidas,
palabras sueltas, sin que eso quisiera decir, aunque ella estuviera allí, que buscara
conversación.

Comenzó a trazar el contorno, con la seguridad de una firma (él pensó si no sería una
prueba de amor la preocupación que sentía, por primera vez en su vida, de que pudiera
ser desagradable el ruido seco e intermitente prolongado del carboncillo contra la
cartulina), tal vez porque lo había dibujado y pintado casi con la misma frecuencia con
que lo había acariciado y ella fuera una escultura que, modelada por él, le sirviera de
modelo. ("Carne de la mujer, arcilla, dijo Hugo", le había leído AnaCarla y él dijo: "Y
tenía razón: moldeable como la arcilla", porque formaba y deformaba sus hombros, sus
muslos, sus nalgas, dejando después que se re-formaran para pulirlos con la palma de la
mano.) Dijo también: "Es curioso, uno es más audaz con el papel que con el lienzo",
respirando ruidosamente, toro en la embestida al cuadro, retirándose y acercándose,
"como si fuera alternadamente présbita y miope", decía AnaCarla, y dijo, con la cara
vuelta a la pared y al libro: "Aquí dice que la verdad es la forma popular de la belleza",
y él dijo: "Ahora no tengo tiempo para oír", mientras cubría el dintorno con espatulazos
de ocre pálido, ese color de duraznos macerados en coñac, de bañista escandinava en el
Mediterráneo, que a la Bella le quedaba desde el verano, más oscuro en los ramales
verticales de la cordillera, con nítidas manchas verdes y azuladas a los lados. Pintó de
blanco el espacio exterior, sábana donde se naufragara entre arrugas como ondas,
alejándose todo lo que le era permitido entre el caballete y la ventana, comparando casi
con igual deseo las formas de pintura que resaltaban en la cartulina con las formas, más
reales, de la carne que comenzaban a llamarle hacia la cama ("Sólo líneas, nunca
cuerpos", se había quejado Goya, ¿pensaba en la Maja vestida o en la otra?), y dijo: "En
lugar de un cuerpo en el paisaje, el cuerpo como paisaje. Porque un mapa es también un
paisaje."

Cuando ella comprendió que él ya casi había terminado, porque encendió un cigarrillo,
supo que podía levantarse y fue a ponerse a su lado, como cada vez, viéndose esta vez
en el caballete acostada y deformada. "Si hubiera otra ventana o si esta pieza tuviera dos
metros más de ancho o de largo, y si tú no hubieras estado aquí, quizás no me habría
dado cuenta", dijo Bruno. "La colita, ¿tan puntiaguda?", dijo AnaCarla. "Es por culpa
del Brasil", dijo él, acariciándole la costa atlántica. "Y la guata, supongo que por culpa
de Ecuador y Perú, como si estuviera encinta", concluyó ella riendo. La mano abría
ahora un canal entre los dos litorales, subía y se adentraba en aquello que en la pintura
se había convertido en los salitrales de Chile, mientras la lengua recorría el cuello, que
no estaba en el cuadro. "Parece que Rubens, al salir del taller, acariciaba las formas que
acababa de pintar en lugar de las de la gorda, le dijo, porque el viejo tramposo sostenía
que se debía trabajar siguiendo el ejemplo de los escultores pero reemplazando la piedra
por la carne viva. El la reemplazó por la pintura". (Después le contaría su primera visita
al Museo del Louvre, con Caín. Ante su asombro hizo lo que éste hacía cada vez que
alguien le presentaba a alguien: decir que todavía no había matado a su hermano que,
desgraciadamente para él desde la escuela, se llamaba Abel. Cuando sonó la hora de
cerrar lo buscó inútilmente, sin saber en qué sala lo había perdido. Se decidió a salir,
pensando que Caín lo esperaría afuera. Pero lo encontró, junto a la Venus de Milo,
tratando de zafarse de dos guardias que lo arrastraban hacia la puerta tirándolo de los
brazos. "No me pude contener, hermanito", le dijo cuando hubieron salido. "Desde el
día en que se me presentó la oportunidad de venir a París se me clavó como una
obsesión la idea de acariciarle las nalgas.") Y al llegar al oído: "El olor de la trementina
es afrodisiaco, ¿sabes?". "Perro de Pavlov", le dijo ella, porque el olor y el deseo
estaban instalados en el taller a donde venía las tardes, antes de sus clases, y el había
acariciado, mirado y pintado, desde el segundo día, lo que era ya su continente propio,
su geografía de uso personal, donde ahora quería volver a hundirse, como para morir
voluntariamente, ahogándose en sus hondonadas y entre la vegetación que estaría salada
a esta hora. "Esto -dijo él, tratando de abarcar todos sus países con ambas manos,
brutalmente, como quien destruyera sus fronteras imaginarias, y sintiendo el latido de
los ríos bajo la temperatura cambiante según el paralelo-, esto es mi forma personal de
la belleza y de la verdad", mientras ella, desabotonándole la camisa y hundiéndole su
voz en la boca, cayendo emparejada sobre la superficie todavía quieta de la sábana, le
decía: "Loco".

Pero antes de que la caricia pudiera volverse alarido, y sin que nadie hubiera llamado a
la puerta ni al teléfono, él se levantó de golpe, sobresaltado y desnudo, y fue al cuadro.
"El dintorno demasiado nítido hace resaltar al ocre, como en un cartel", dijo, e hizo que
el blanco fuera carcomiendo apenas los bordes lineales del continente, aunque sin
formar esteros, y trazó, más bien sugerida, una inexistente vena glútea, amazónica, con
vasos y arterias tributarios (2). Ella, mirando desde la cama lo que de él se veía por la
parte inferior del caballete, le dijo, Nausica risueña: "Un día, en Delos, vi un joven
tronco brotando de una palma". El pareció no oírla: resoplaba, toro citado
simultáneamente a dos sitios opuestos de su redondel, y dio vuelta al caballete para
poder mirar el cuadro desde la cama. Se acostó junto a ella, con el dedo gordo del pie
puso en marcha la grabadora que se empolvaba en la silla, con la sinfonía Resurreción
ella lo recibió, humedecida y cóncava. "Abrame esos ojos, pedacito de domingo, le dijo
él, quiero ver como es la mirada del gozo" (para él fue como si gozara por segunda vez,
tras haber terminado el cuadro). Cuando se pusieron a fumar, mirando largamente esa
Sudamérica personal, ísima, que mucho después iría a titularse América por un puñado
de dólares (3), ella dijo: "Tu pintura no es popular, pero no por eso es menos bella y
verdadera". "Habría que saber también si toda verdad, ésa, por ejemplo (y señalaba el
cuadro), o la de nuestra situación por ejemplo, es bella", dijo él. Y, en seguida: "Me
pregunto si la pobre habrá encontrado su tumba". Acostumbrada a oírlo hablar solo,
AnaCarla no preguntó nada y, aunque el sol se estaba poniendo, miró su reloj: "Me
voy", dijo. Y se fue, rozándole apenas con los labios los labios: él estaba otra vez frente
al caballete(4) .

Notas

1.- "Es aparentemente fácil recrear el lenguaje de clase en el teatro o en la literatura,


porque el autor se ayuda siempre con la ropa de los personajes. Pero cómo se advertiría,
con actores desnudos, si Romeo y Ana Karenina, por ejemplo, hablaran de amor. O sea,
cómo representar la clase social del personaje en la pintura sin incurrir en la caricatura
del cuerpo: la campesina rechoncha, el minero famélico o la gorda burguesa, que serían
el equivalente de las descripciones literarias como muletillas del lenguaje."
Todas las citas del libro están tomadas de Conversaciones con Bruno Salerno.

2.- "No hay obra de arte enteramente realista puesto que, por realista que sea, suplanta a
la realidad. No hay obra de arte totalmente subjetiva puesto que, en cuanto existe, entra
a formar parte de la realidad."

3.- "Sí, sí, yo sé que sería más honesto, si de razones de identificación se trata, numerar
los cuadros, a la manera de los músicos (con excepción de los impresionistas, que
querían precisamente que su música "se pareciera" a un paisaje), y que resulta casi un
contrasentido ponerle título a un cuadro o a una escultura. En primer lugar, porque su
material no son las palabras: los títulos pertenecen a la literatura; el de un cuadro
debería ser un resumen del tema, de los volúmenes o formas y del color. En segundo
lugar, porque le dan una tercera dimensión, literaria, metafórica, que nada tiene que ver
con la plástica: los dos estudios de manos esculpidas por Rodin tendrían el mismo valor
escultórico aun si no se llamaran el uno La catedral y el otro El secreto, y no harían
pensar al espectador en algo más que en la escultura. Finalmente, o es el caso de una
pintura figurativa, y entonces se ve bien de qué se trata: evidentemente, una "Bañista"
no es una "Naturaleza muerta con guitarra" (¿y por qué no, después de todo?) ni
viceversa, o de una pintura no figurativa, y entonces no debería parecerse a nada. En el
caso de los surrealistas es diferente, precisamente porque se basa en una asociación de
ideas arbitraria, a veces literaria, que el pintor impone al público y que no es
forzosamente la que lo incitó a pintar ni la que espectador tendría. ¿En mi caso? Tal vez
porque a más de los valores puramente plásticos me interesa que la intención quede
clara, lo que no siempre es evidente."

4.- "Porque la pintura, antes de ser lo que es hoy, una realidad en sí misma, incluso
cuando pretendía ser representación de lo divino, era puro revestimiento, copia de lo
real. Espectáculo."
- III -

Yo, por destino, tengo una experiencia más bien de cuentacadáveres que de gerente de
pompas fúnebres. Y, sin embargo, aquí estoy disponiéndolo todo: ya hice que Bruno
pusiera nuevamente en el tocadiscos el cuarteto de Schubert, luego instalé en la sala a
los deudos, dos, que, sin mirarse, con un súbito rencor recíproco, comienzan a alejarse
por dentro, sintiéndose cada uno con mayor duelo que el otro, en esa inútil e inveterada
competencia por sufrir más y, sobre todo, decirlo: "Tú no me quieres como yo", "A ti no
te hago tanta falta como tú a mí". Karen solía decirle, como bromeando: "Vas a ver, un
día la Bella entrará por esa puerta y tú me dejarás caer como a un par de calcetines
viejos", pero sin imaginar jamás que vendría así, a interponerse, desde esa posición de
fuerza absoluta que confiere la muerte, entre los dos. Por ahora es como un velorio
incómodo: las visitas esperando que ella diga algo, por lo menos cómo murió. Sabemos
ya que asesinada, pero quién ha visto jamás a los asesinos: antes sólo existían
ocasionalmente en la página roja de los periódicos y siempre en las películas,
particularmente en las americanas (bandidos del oeste, que reían cretinamente bajo una
barba reciente y sucia de un licor marrón antes de violar a la mujer del farmer;
gangsters, ya no sólo de Chicago, que tenían el gatillo más rápido y fácil que la lengua;
jóvenes estúpidos y vagos, aprendiendo delincuencia en una universidad de
motocicletas, atronando las calles y ensayando alcohol y drogas antes de atacar con
torpeza de principiantes a un abarrotero floreciente; maniáticos sexuales, de complexión
sanguínea de levantadores de pesas o asténicos como masturbadores, que
invariablemente violaban a la que mataban o mataban a la que violaban) y todos los días
en la televisión: monstruos verdimorados o resucitados con rostros como de cera junto a
una vela encendida y uñas largas de metal, o enmascarados vengadores del futuro con
armas diseñadas por los autores de dibujos animados. Pero quién conocía a los de la
realidad, a los de ahora, idénticos entre sí con sus uniformes limpios que jamás se
arrastraron por un campo de batalla, jóvenes (los de mayor graduación no hacen el
trabajo sucio: dan órdenes), alguno con un bigotito coqueto, ninguno con barba. "En
dónde le habrá dado la bala, en qué parte del cuerpo que no hubiera besado", se
pregunta él. Y AnaCarla obligándoles con su presencia a mudarse apresuradamente al
pasado, para así sacarla de su propio cadáver.

-Fue lo primero que recordé al oír la noticia, dice él, y como si alguien me hubiera visto
recordar, tuve vergüenza y me esforcé por pensar en su cara, en su voz, como si las
piernas no fueran el cuerpo, como si el cuerpo no fuera la persona-. Karen le tiene rabia:
con qué derecho pretende él ser más dueño del cadáver que ella. -De todos modos, lo
que mejor conociste de ella fue su trasero- dice (aunque Karen sabe que Bruno buscaba
en el desnudo "algo distinto de lo que exhiben las prostitutas en un burdel o un motel,
tal vez por eso, con excepción de la escultura griega, son raros en la plástica los
desnudos de varón", y sabe que él jamás expuso la serie Fuego frío en que AnaCarla
aparecía, multiplicación de su desnudez, con el cuerpo siempre pintado en blancos y
grises para alejarlo de la realidad, es decir del deseo, y acercarlo a la abstracción de la
línea) y, como con envidia:

-¿Cuántas veces lo pintaste?


-Qué sé yo, pero no era por eso sino que estaba ahí, a la vista, como una naturaleza
muerta, pero viva (5) -. (¿No era por eso? Por suerte Karen nunca supo la historia de
Ciudad sin ángel. Ese tríptico (6) fue, en cierto modo, un collage de cuadros: Bruno
tenía en su cementerio un Perfil de la ciudad, pintado en blanco y negro, como un
boceto a tinta reproducido al óleo, sumamente alargado, que jamás le satisfizo: "Ciudad
impersonal: no es ninguna parte, por eso no es nada", dijo antes de olvidarlo. Una tarde
de verano en que el sol tanto tiempo esperado en otro tiempo se había vuelto
insoportable, Bruno le quitó a AnaCarla recostada lo poco que faltaba para que,
desnuda, posara de espaldas a él. La conocía "de corazón" -en otras lenguas significa
"de memoria" pero en la nuestra, o sea en la suya, en este caso significaba algo más- en
todas sus posturas, hasta el punto de que podía pintarla sin necesidad de verla como
modelo, pero lo ha-cía viéndola, para darle gozo a la mirada y al deseo. Esa tarde, de
rodillas en el suelo, con los ojos a la altura de la cama, le había di-cho: "Tú eres mi
horizonte". Y comprendió, de golpe, que, para que la ciudad estuviera completa, le
hacía falta un gran desnudo -é-se, el incendiario, que tenía delante-, horizonte de colinas
reclinado sobre sus edificios, en un lienzo menos alargado y más alto que el cuadro que
había desenterrado, mientras como con fiebre, doblemente excitado por la mujer y por
la idea, pintaba el rostro de AnaCarla en un pequeño cuadro cuadrado, con que
culminaría, enana columna trunca, el tríptico . Algo, quizás el desnudo visto por detrás
y el rostro por delante, le recordó vagamente La Venus del espejo de Velásquez, sin el
angelito, desde luego. "Por qué me pones en ridículo, le reprochó ella enfadada,
posando desnuda sin razón, sólo para hacerme un retrato.(7)" Y luego de una breve
contienda verbal, él le hizo comprender mejor, con las manos, la utilidad y la razón. Y
la pintura los reconcilió, volviéndolos concéntricos.)

El único sitio donde uno podía sentarse era la cama y aun así: las piernas tropezaban con
la mesa, la silla, las patas del caballete y -a menos de sentarse en el suelo, como hacían
los amigos los viernes ("hoy toca cultura", decían, como si todos fueran funcionarios y
él no pintara los sábados), cuando el taller parecía la cabina de barco de los Hermanos
Marx- sólo acostado no se estorbaba a los demás. "Menos mal que no me hace falta la
perspectiva", decía Bruno, considerando grave error del Renacimiento querer introducir
en la pintura una noción de arquitectura (8) . Sostenía, a quien quisiera oírle entre dos
vasos de un vino escarlata, que era absurdo crear la ilusión de una tercera dimensión en
el único objeto de la naturaleza, fabricado por el hombre -"porque, claro, hay la
sombra"-, que sólo tiene dos dimensiones: la pintura. ("Hasta en el paño de la Verónica,
sangre, sudor y lágrimas han de haber tenido siquiera un milímetro de alto", argumentó
Caín un viernes, cuando les presentó a Rita de Bolivia -era sensual su fealdad, hija de
un general, es decir de un miembro de la dictadura, de quien ella aceptaba el dinero pero
le avergonzaba, y, dado que se presentaba así, con el nombre de su país como apellido,
"apellido de noble, además", dijo Caín, así la llamábamos todos-). Pero antes, antes de
convertirse en teoría, era sólo consecuencia de la estrechez literal y metafórica en que
vivía. También su abandono del grabado: cuando AnaCarla decidió instalarse allí, "el
olor de la pintura y de la trementina, pase, le dijo, pero el del ácido ni siquiera es
afrodisiaco". Y bebían grandes cantidades de leche, ella menos porque temía engordar,
no sólo para engañar al hambre sino porque, según él, era un antídoto: "Los linotipistas
se defienden así del óxido de plomo". Pero los demás habitantes del edificio no eran
extranjeros como él, peor aún, extranjero que no es turista, que no es ni siquiera exiliado
por la fuerza de las cosas y la fuerza de la fuerza, sino sospechoso de haber huido de su
país. O sea que veían, u olían más bien, de mal modo su actividad. AnaCarla le contó la
anécdota de Prokofiev, cuando los vecinos se quejaron del ruido que hacía con el piano,
hasta el día en que el maestro decidió actuar como los aborígenes: se compró un
martillo y un kilo de clavos y pasó algunas horas dando golpes; los vecinos le rogaron
que volviera a su instrumento. Bruno dijo que, por su parte, iba a producir "olores
autóctonos" y, dejando abierta la puerta que daba al descanso, se puso a freír pescado.
Pero no obtuvo reacción alguna de quienes ocupaban las otras habitaciones.
AnaCarla (y tal vez otras) sólo cabía allí acostada, con las piernas como guillotinadas
por la cuchilla del sol.

-Recuerdo que un día nos peleamos porque llevaba una falda muy corta y al agacharse
se le veían los muslos desnudos. "Eso debería preocuparles a los que me ven, no a mí",
dijo. Yo no podía imaginar que un hombre los viera y no se enamorara, y se lo dije.
("Sí, me lo dijiste, macho, y también que andaba enseñándole el culo a todo el mundo, y
me pateaste y me pegaste en la cara, como me pegaste la víspera de la famosa invitación
y llevaba el pelo suelto, repitiéndome eso de que los cabellos son desnudeces", le dice
AnaCarla, porque él le había dicho más de una vez: "Tú eres mi conciencia". "No te
acordabas de que tú mismo me obligabas a ponerme medias porque decías que eso era
más erótico y que odiabas los collants que acababan de ponerse de moda porque te
recordaban las muñecas de tu hermana, que una vez de chico le levantaste el vestido a
una de ellas para ver cómo son las mujeres y encontraste que en el sitio entre la cintura
y las rodillas, donde suponías que se encontraba lo que buscabas, no había solución de
continuidad".) Le dije: "No puedo comprender que un hombre que te vea las piernas no
se enamore de ti". "¿Te das cuenta de que me estás disminuyendo, dijo ella, como si yo
fuera sólo cuerpo?". (Al día siguiente debían ir a cenar en casa de Albert Marcel, un
marchand d'art interesado en organizar una exposición suya: invitación importante -ella
se negó a ir "con esta cara", pero la señora del marchand había insistido en conocerla,
"¿Vas a explicarles lo de mi ojo?", le preguntó AnaCarla-, cena decisiva de la que
dependía su porvenir artístico, "que es lo menos importante", porque importaba, ante
todo, el porvenir de ambosdós: el arriendo, el vino, la calefacción, que era casi como
decir el amor: hubo noches en que debieron ocupar por turnos la cama, ella bajo las
frazadas envuelta en el abrigo de él, él gordo de tres pullovers inclinado sobre el
reverbero donde hervía constantemente el agua para un café escuálido, alargado para
que durara. Y, necesitados de reconciliación, él la recostó en la cama y se puso a
retocarle con pintura el ojo amoratado. Fue entonces cuando se le ocurrió que podría
pintar el cuerpo en el cuerpo, "el dibujo está ahí, aunque demasiado realista", y ya no en
la tela. Antirrealista, vio ¿o trazó con la yema del índice? círculos en torno al pezón, a la
manera de esos discos con un ojo al centro que emplean los hipnotizadores, "si de todos
modos me hipnotiza", y más abajo, "puesto que el vello ya está ahí", en el sitio del beso,
una trompa de animal sagrado o una hoguera negra: "un hiperrealismo humano, dijo, y
egoísta, puesto que jamás lo expondría: sería como exhibirte en público desvestida". E
imaginó un festín de líneas y colores en las superficies más latifundias: vientre,
espaldas, lomos, "y con pintura industrial, fosforescente, serías la materialización de un
sueño en la noche". Luego, cuando ambos habían caído ya al fondo de la reconciliación,
más bien cuando ascendían, acezantes, a la realidad, como quien llega al final de una
escalera, pensó que podía untarle el cuerpo con pintura, tal como le untaba su propia
piel, y hacer que ella se apegara a la tela, tal como se frotaba contra él, de frente o de
espaldas, "como cuando me querías, dijo, "como si me amaras", dijo, y dejara ahí su
huella, irrepetible como las digitales, tal como la dejaba en él.)

Karen no ha oído. Dice: -Hace ocho meses. Estábamos en la playa, en "La caleta"-. El
saca sus cuentas: -Ocho meses. Entonces debe haber sido una de las primeras víctimas.
Pero ¿por qué ella, si con todas sus teorías era inofensiva? ¿Por culpa de ese compañero
con el que salía de una sesión?-. Y dado que, cada vez que uno de ellos habla o sale y
entra en la habitación, AnaCarla vuelve a sentarse, como para aprovechar su presencia
Bruno dice, con esa incómoda sensación de culpa retrospectiva que se tiene cuando uno
se entera tardíamente de un deceso:

-Pensar que en estos ocho meses he estado bebiendo, pintando, riéndome, como si al
mundo no le hubiera faltado nadie, faltado ella, como si no hubiera sido imprescindible.
Karen ha vaciado en la chimenea las colillas de algunos recuerdos intransferibles,
manchadas de labios, consumidos mientras él hablaba, se ha servido otro trago y sigue
mirándose en el fondo del vaso su pasado, porque tiene los ojos húmedos. Se diría que a
él le da ya lo mismo ser su propio interlocutor sorprendido. Dice:

-Después supe que sólo tenía tres faldas y ninguna era más larga.

-Sí, éramos más pobres que nosotras mismas -dice Karen-, es decir que no éramos ni la
sombra de jeunes filles en fleur que habríamos querido ser. Una tarde me acerqué a ella
a la salida de clases: no sé por qué esa vez me sentí, de golpe, culpable de su pobreza:
tal vez porque ella era extranjera y ella estaba en mi país. Entonces tuve la idea de
intercambiar nuestros abrigos, así cada una tendría dos. Habíamos caminado del brazo
algunos metros cuando nos encontramos con alguien y me detuve a saludarlo. Ella se
adelantó, mitad sola mitad triste, y me acuerdo que en el reloj de la iglesia al final de la
calle eran las siete y cinco. Me acuerdo porque fue una impresión horrible: AnaCarla
llevaba puesto mi abrigo y me vi cómo era yo por detrás-. Y con una gota de alcohol y
tigra en la mirada y en la voz ronca: -Yo no son sus senos lo primero que recordé.

Como si el cuerpo hubiera estado ya muerto entonces y fuera profanación. (Inclusive


tratándose de cónyuges es de buen tono recordar ante todo las partes más espirituales, la
frente, por ejemplo, la palma de las manos. Asimismo, comenzar la biografía por el
principio. Que no siempre es el nacimiento.)

Notas

5.- "Desde un punto de vista anatómico, la cabeza es la octava parte del cuerpo, lo cual
nada tiene que ver con su trascendencia. Lo mismo sucede con las nalgas que, a veces,
en la pintura (y en la vida ¿no?) tienen otra dimensión que la real. Son también, aunque
nadie lo crea, un retrato, y no sólo por esa importancia irreal sino por su definición,
aunque los diccionarios no sepan nada de pintura: 'Retrato: representación de la figura
de una persona o cosa'. Ahora bien: la persona no es sólo la cabeza, y queda aún por
saber, en algunos casos, si ésta es parte del ser humano o un objeto."

6.- "Una de las grandes ventajas de la pintura, a diferencia de la música o el teatro, es


que la obra puede comenzar por cualquier parte para llegar a lo esencial.

7.- "A un paisajista que desde la orilla de un puerto pintaba un barco, se le acercó un
marinero y le observó que la nave tenía dos chimeneas y no una. 'Pinto lo que veo', le
contestó. Eso era la pintura: reproducción de la naturaleza, incluso en Cézanne que
propugnaba tratarla 'por medio del cilindro, la esfera y el cono'. Sólo a partir del
cubismo la pintura se vuelve intelectual: el artista puede decir 'Pinto lo que sé'. Picasso
sabe, por ejemplo, que un rostro tiene dos ojos y que las fosas nasales son dos, aunque
lo vea de perfil."
8.- "No recuerdo a un solo pintor moderno que haya utilizado la perspectiva como
dimensión espacial. Chirico y Delvaux, que podrían ser una excepción, la emplean
como una dimensión onírica."

- IV -

-Había pensado llevarle a San Antonio de Pomasqui para que viera, para que tocara, la
línea equinoccial, pero me dijeron que ya no pasaba por ahí y que incluso habían
trasladado el obelisco a otra parte. Entonces le invité a un cebiche en la avenida
Amazonas, seguro de que jamás lo había probado. No era eso lo que le daban en los
restaurantes de la Perspectiva Nevsky de San Petersburgo o en Chez Landolt en
Ginebra. Sólo borscht y fondue. Y ahí estábamos, conversando, mejor dicho hablaba yo
y él escuchaba, mirando fijamente los langostinos con su color de violín descascarado,
las rodajas estrictas de la cebolla lila en el jugo de limón y revolviendo distraído con la
cucharilla el maíz dorado, sin probarlos, y yo tratando de explicarle el paisito al que él
acababa de llegar por primera vez, proponiéndome hacer, a base de lo que había leído,
un análisis riguroso, penetrante, dialéctico que llaman, pero al mismo tiempo tratando
de justificar, con un tonto orgullo, supongo que patriótico, ciertas cosas injustificables
como esa música rock o disco o qué sé yo en una cebichería. Lo lamento. Si hubiera
sabido que ésa iba a ser la única oportunidad de oír al maestro, de tener la receta, como
cuando uno anda buscando la de los remedios que necesita entre papeles y facturas de
electricidad y de teléfono, le habría preguntado a él, que es quien sabe de eso, por qué,
hasta cuándo América, qué nos falta para ser mayores de edad, sin tanta dictadura
tropical, subantropoide en su desmesura, con tanto político gritón. Y yo, como un buen
alumno, repitiendo de memoria la lección, que el imperialismo, que la etapa superior,
que la burguesía. En eso estaba cuando vi, en un café de enfrente, a un grupo de amigos,
bueno, no tanto, pero cómo se llama a quienes son algo más que simples conocidos, de
ésos que si uno no se acerca a saludar, porque ellos nunca se molestan, creen que es por
vanidad, que a uno el éxito se le ha subido a la cabeza, y cosas así. De modo que no me
quedó más remedio que decirle "Perdóneme un momento".

Fui hacia ellos, saludé con cada uno, me ofrecieron un vaso de cerveza, Polvorín se
levantó a traer una silla, pero les dije, como si me excusara, "Gracias pero tengo ahí a
Vladimir que me está esperando", pensando si convendría contarle, a Vladimir, que de
Polvorín decían que era comunista, que se cortaba el pelo con hoz y se peinaba con
martillo, porque dudaba un poco de su sentido del humor sobre ciertas cosas.

Cuando volví no estaba, no hallé su gorra sobre la mesa junto a su cebiche intacto, y me
puse a esperarlo, suponiendo que hubiera ido al servicio higiénico. Tardaba demasiado y
fui a llamar a la puerta. No había nadie. "¿Y el señor?", le dije al mozo, señalando
vagamente hacia la mesa. "Ya se fue", me dijo. Quise pagar. "Ya pagó él, me dijo,
siempre es él el paganini, hasta parece que los demás abusan". Cómo sabía, cómo lo
conocía si había llegado apenas esa mañana. Quizás algún día alguna foto en algún
diario. Salí, sin saber por dónde comenzar a buscarlo, temiendo que le sucediera algo.
Mientras estuviera en mi país yo era responsable de su integridad física (de la otra, sólo
él podía encargarse), sintiéndome preculpable de la noticia que, evidentemente, tarde o
temprano. Miré a los del café como si fueran -¿y no eran, acaso?- los responsables.
Afuera los muchachitos limpiabotas recogían el tostado y el pan y el canguil, nunca el
dinero, que siempre quedan en las mesas, metiéndoselos en los bolsillos, dentro de la
camisa o en bolsas especialmente cosidas para eso. "¿No vieron a un señor con una
barbita?". "No". "Ahora hay un mundo de gente con barba", dijo otro. Como cuando
llego a una ciudad desconocida y no tengo nada preciso que hacer después de dejar la
maleta en la habitación y salgo a la puerta del hotel, me pregunté, sin tirar una moneda
al aire, si a la derecha o a la izquierda. Tomé a la izquierda. Había un sol quitensis, ése
que suele lucirse más cuando un amigo eslavo, escandinavo, polar, da lo mismo, viene,
como el espía, del frío.

Iba mirando alternadamente ambas aceras de la calle, las puertas de las librerías y
tiendas, de los almacenes de esa artesanía degradada por la prisa y la codicia,
avergonzándome, porque él debía haberlos visto, los letreros del rastacuerismo, BOTRE
VEAUTE, HAIRSHOP'S, HANDICRATS, BIUTY PARLOR. Recordé, por la hora,
que él no había probado ni un trocito de langostino ni de pan, ni un solo grano de maíz,
y pensé entrar en cada uno de los restaurantes cercanos a buscarlo. Pronto advertí otro
síntoma de mi mentalidad pequeña y burguesa: él no iría nunca a almorzar en el Hotel
Colón sino que trataría de encontrar al proletariado. Desanduve el camino y fui al
mercado de Santa Clara, aunque con la esperanza, burgués de nuevo, de que no hubiera
ido a ese muestrario de basuras verdosas, cáscaras, desperdicios oscuros, un suelo
blando y movedizo de cosas que se pudren, y echando, por acaso, una mirada lateral a
las fondas y comederos -si hay tantos ¿será que la gente tiene dinero o que tiene
hambre?- donde habría podido hacerle probar unas empanadas de morocho o unos
choclos con queso o una fritada con mote, pero eso sí con ají y una cerveza helada.

Y, como sucede con frecuencia, aun antes de mirar y entrar sabía que no estaría ahí.
Una preconciencia de tiempo perdido, de que el peligro tomaba forma en lo que iría a
ser la noticia que temía y por la que me haría culpable ante el mundo entero. Traté de
ser inteligente, de reflexionar, de inventarme una dialéctica materialista adecuada a la
ocasión. Esa gente de los alrededores del mercado no le interesa. No es que sean
lumpen, aunque hay rateros nunca prostitutas porque en mi ciudad no son diurnas, sino
una especie de subproletariado, el subempleo oculto de los subcompatriotas. A él lo que
le interesa realmente es la clase obrera. Por suerte, Quito no es una ciudad en la que
haya que buscar mucho por ese lado. Pero: 1) en ninguna fábrica le habrían dejado
entrar los guardianes que, quizás por el uniforme ¿o por el sueldo? se sienten, son,
policía de las empresas y no de los trabajadores; y 2) no había huelgas ese día. Menos
mal, porque aquí generalmente son por razones salariales y me pareció que él estaba en
contra de los "marxistas legales" que limitaban la acción del proletariado a las
reivindicaciones económicas. Y por ahora las políticas...

Comenzaba a hacer frío porque el sol daba de frente en el Ichimbía y sólo lateralmente
en el Panecillo. Me tranquilicé: él no era un hombre a quien le interesara ir a un
promontorio para mirar desde allí el paisaje de Quito, con sus callecitas torcidas y
jorobadas, mucho menos la ciudad plana de los ricos: no era ésa su manera de tener una
visión de conjunto, como se dice. O sea que no había razón de que tuviera vergüenza: él
no habría visto esa virgen, que no es fea sino horrible, con grandes alas de pollo, por
añadidura, calumnia contra la escultura de alguien que se divorció de la religión. En ese
momento tuve una de esas corazonadas que no fallan jamás. Al fin y al cabo, Ilich no
estaba familiarizado con esta ciudad de circulación suicida, con autobuses manejados
por asesinos potenciales, que llevan gente arracimada colgando de las puertas y con
gente que data de antes de los semáforos y cruza las calles o los toboganes grises en
cualquier momento o sitio, empujando y empujándose. Claro que si los indios pidieran
permiso jamás nadie les dejaría pasar a ninguna parte. ¿Y si el viejo hubiera sido
víctima de un accidente? Aunque no era propiamente viejo: murió a la edad que tengo
yo ahora. Llamé a la Clínica San Francisco. Como es de suponer, el teléfono estaba
ocupado. Afortunadamente, también. Eso me dio tiempo para pensar que si le hubieran
encontrado herido, dado que no se vestía bien, no lo habrían llevado a una clínica sino al
Hospital Eugenio Espejo, el de los pobres.

Entre obtener el tono de marcar y una respuesta, pude imaginar otras hipótesis.
Suponiendo que. "Hoy no ha habido accidentes de tránsito", me dijeron. La voz del
teléfono me tranquilizó pero, al mismo tiempo, me devolvía a mi situación del
mediodía. Tenía que recomenzar desde el principio aunque, claro, no por los
restaurantes. Suponiendo que hubiera sucedido lo que me temía, sin confesármelo,
desde el principio, cómo preguntar, sin denunciar su presencia en el país, si el Ministro
de Gobierno o el de Defensa o el Jefe Civil y Militar de la Plaza o cualquier otro general
había dado la orden de. Si uno llama y dice "Señor Ministro dio usted la orden de matar
a los trabajadores a la salida del ingenio azucarero", por muy culpable e imbécil que sea
no va a decir que sí. Y nada excluye que un comisario cualquiera o un policía de
cualquier rango, y mientras más bajo peor, tomara la iniciativa para hacer méritos por su
cuenta. Un muchacho pasó voceando el diario de la tarde. No había nada acerca de él.
Y, sin siquiera buscarlos, porque no era el momento, vi los anuncios de los cines como
una premonición de cuento fantástico inglés.

En el Universitario daban El acorazado Potemkin que él no pudo ver porque la película


se filmó un año después de su muerte. Tenía que estar ahí. La función ya había
comenzado. Iba a preguntarle a la señora de la boletería "¿No ha visto por casualidad
entrar a un señor con una barb?", pero recordé la respuesta del mocosito lustrabotas.
Tratando de no molestar a los espectadores, porque yo soy así y no como ellos, recorrí
la sala en medio de un ruido constante de papel celofán con el que se juega, se arruga y
se rompe, de bolsas de maní y papas fritas y envolturas de chocolatines y caramelos y
otras golosinas pegajosas, masticaciones, voces y risas: allá van al cine, como a un lugar
ritual, para oírse sus propios ruidos y degluciones y no los diálogos ni la música. Lo
cierto es que sólo alcancé a ver el rostro pálido de los que se hallaban en las primeras
hileras. Me pareció más seguro esperar en el hall. Hacía un frío del carajo. Entonces,
apostando contramímismo, con esa especie de presentimiento de la pérdida de todo
jugador, me decía "El próximo ha de ser él", sabiendo que no sería. Cuando salió el que
parecía último espectador, envolviéndose en una bufanda interminable, entré a mirar la
sala. No quedaba nadie. Creo que entonces sentí, físicamente, la expresión caérsele a
uno el alma a los talones. Ahora, de no ser por el frío, me daba casi lo mismo quedarme
allí o ir a otro sitio, pero ya no sabía a dónde. Podía esperarle en casa, aunque me
parecía inútil, emborracharme hasta que salieran los diarios de mañana o, pensando que
Ulianov no ha comido nada en todo el día, ¿otra vez los restaurantes y así, de paso,
podría yo comer algo? Burgués, hambriento, glotón, me dije. Pero me rectifiqué a
tiempo. Fui de hospital en hospital: ni el nombre ni la descripción física les dijo nada.

De comisaría en comisaría: "Un hombre de cincuenta y cuatro años, con una barbita, un
poco calvo". "No, dijeron, sólo estudiantes". De bar en bar, también: pero esto era por
mí, por mi culpa, mi irresponsabilidad, mi malaconciencia, mi impotencia, mi necesidad
urgente de un juancito caminador etiqueta roja. Aceitunas, maní, papas fritas, sin el
acorazado. Cuando traté de pensar en otra cosa, porque llevaba doce horas de dar y
cavar en lo mismo, se me ocurrió que había también el peligro de que los camaradas lo
hubieran reconocido casualmente en la calle. Me lo imaginaba tironeado por unos y
otros: los unos acusando a los otros de ser enfermos infantiles, los otros acusando a los
unos de haber dado tres pasos atrás y ni uno adelante, sobre todo en la Universidad, por
lo cual el gobierno no tenía necesidad de volver a enviar contra ella a sus heroicas
tropas a invadirla y clausurarla. Y fui a parar allá, sin saber cómo, si ni siquiera sabía
que existía, en una especie de teatro erótico: había una cama alta, de metal bronceado,
en el centro y el público, unas treinta personas, sentadas en sillas de funeraria, en torno
a la cama. Tres mujeres ya semidesnudas trataban de desvestirle a la fuerza. Me dio
pena y rabia encontrarle, a él, aquí, así, venido a menos, aunque es verdad que luchaba y
se defendía como gato bocarriba.

Estaba en calzoncillos, de esos matapasiones que quizás en Siberia, y golpeaba a ciegas


con su gorra. No supe si debía ayudarle, defenderle de ese ataque en que las semis
aunaban pechos, muslos, manos, en un seguramente tibio revoltijo carnal ligeramente
ocre, que parecía entusiasmar a los espectadores, o esperar a que terminara el
espectáculo. En eso llamaron a la puerta. Coño, me dije, lo único que faltaba, la policía.
¿Quién había urdido ese plan, quién sabía que estaba aquí, cómo pudo él, con toda su
experiencia mundial, caer en esta provocación criolla? Y vi los hechos, tenaces, dice él,
tragándonos como arenas movedizas, haciéndonos rodar desde un aperitivo frustrado al
mediodía hasta el fondo de la dictadura. Y veía ya la infamia de la prensa de mañana:
"Vladimir Ilich Ulianov, agente del comunismo internacional, corrompe a la juventud
ecuatoriana", "Lenin en Quito fomenta la prostitución marxista". De un salto fui a abrir.
Y es usted, señorita, la que viene a cambiar el curso de los acontecimientos-, dijo él,
pasándose una vez más los dedos como dientes gruesos de un peine por el pelo.

-¿Habría preferido que fuera la policía?- dijo ella con un gesto risueño. Se había
quedado, oyéndole atenta, con los cuadernos abrazados contra el pecho, en esa actitud
de colegiala que parece defenderse de la vida defendiendo sus senos, sentada en el
borde de la silla (ya en el suelo la grabadora empolvada), como si en vez de llegar fuera
a levantarse para irse. Luego, sin sonreír-: Lamento haberle despertado, pero cuando le
llamé el otro día me dijo que podía venir hoy a esta hora.

-Cuando me llamó el otro día- dijo él, desde una mesa larga, a la entrada, maniobrando
un reverbero en dudoso equilibrio sobre libros que al amontonarse formaban algo como
una enredadera cubista-, yo no sabía a qué hora me iba a acostar hoy. Pero ya que ha
venido. ¿Quiere ayudarme a encontrar el azúcar? Es una caja azul. Ayer estaba encima
del libro de Klee, pero hoy no está.

-Yo también sueño mucho con mi país- dijo ella, inclinándose para dejar los cuadernos
sobre la desordenada mesa baja, junto a la cama.

-Lo grave para un pintor, al día siguiente, no es el temblor del alma- dijo él, mientras
removía, con manos postalcohólicamente inseguras, frascos, cartulinas, tubos,
reproducciones, fotos, tarjetas postales-, un sordo como Beethoven, puede componer,
Borges ciego y Cervantes manco han sido capaces de escribir dos de los mejores libros
que conozco, pero ¿un ciego o un manco, pintar?- dijo colocando dos tazas junto a un
frasco casivacío de Nescafé, en la mesita baja, frente a ella. (¿Estrechez de la
habitación, pobreza, recurso para abolir la distancia, siempre difícil de recorrer, que va
del primer beso al lecho en sí?) Cuando alzó los ojos desde el suelo, de donde, para
poner un poco de orden, recogía botellas, vasos con restos de un vinagre seco que las
colillas volvían más repugnantes, alcanzó a verle, entre la falda y las medias, la franja
frutal de los muslos dorados en agosto. Cuando llegó a los ojos le dijo:
-¿Era realmente necesario que fuera tan linda?

-V-

-A ti en cambio te conocí porque no estuviste -le ha dicho Bruno a Karen-, mejor dicho,
tuve ganas de conocerte. Más bien ganas de ti.

AnaCarla le había invitado "a una cena aux chandelles y à deux, sin más mérito que el
de ser preparada íntegramente en una kitchenette", dijo, y él fue por primera vez al
estudio que ambas ocupaban. En un estante de libros a medio llenar encontró dos
ejemplares de El espíritu de las formas de Elie Faure ("¿Alguien lee esto todavía?") y
uno de la Historia social de la literatura y el arte, de Arnold Hauser, con renglones
subrayados y párrafos destacados con colores: "Los azules y rojos son míos; los verdes
y amarillos de Karen", dijo ella, como confundida; en las puertas había postales de
viajes ajenos con paisajes cercanos o remotos y de visitas a museos donde se vieron
esos cuadros; y en el suelo, discos clásicos entreverados con otros de jazz. Bruno se
había recostado en la cama de Karen y desde allí miraba, al frente, la reproducción del
cuadro de Magritte. Y vio en la pared, a la altura de la almohada, trazados con lápices
de diversos colores, esos palotes con que los presos anotan cada día que pasa. "Es mi
compañera de cuarto, dijo ella, desde que descubrió el amor lleva la cuenta de las veces
que ha gozado".

-Tuve ganas de ti, sin conocerte- dice Bruno-, ganas de que hicieras por mí, conmigo,
otra raya.
-¿Es que faltaba una, tal vez? -dice Karen-. Y a ella, ¿le preguntaste tú dónde anotaba
ella sus cuentas?
"Por qué te vuelves ahora contra mí, le dice, bajito, AnaCarla, de qué quieres vengarte si
después de todo tú estás viva y vives con él". Y como si él hubiera hecho la pregunta,
Bruno quisiera también que Karen respondiera algo, explicara la razón de esos celos, no
muy retrospectivos si se mira bien, pero que parecen haberse agravado de golpe esta
noche.

"Como los que tuve yo esa vez, sin confesármelo, le dice Bruno a AnaCarla, casi al
oído, por eso no te pregunté si llevabas o no la cuenta, ni te pregunté nada. Temía la
respuesta. Quizás porque todavía no era, como tú decías, un amor inevitable, aunque
ninguno de los dos tenía ni el más remoto deseo de evitarlo."

"Sobre todo viendo como se había portado con nosotros el destino ¿no te parece?, había
dicho ella. Creo que debíamos estarle agradecidos e incluso ayudarle: el pobre ya había
hecho demasiado. Ante todo, que nuestros padres, los tuyos y los míos, se hubieran
encontrado, no sé cómo, y querido, es un decir, para engendrarnos. Y la formación que
nos dimos, o que nos dio la vida, para no aceptar ovejamente esa realidad y tener que
escapar de ella, tanto, que vinimos a parar aquí. Y haber hecho el viaje, tú desde tu país,
yo desde el mío, ambos hasta el mismo sitio y en la misma época, ¿te das cuenta?".
("¿Habríamos llegado al extremo del amor para, antes de tu muerte, agradecerle a los
dictadores?", le pregunta ahora Bruno.) "Y haberte encontrado, y que me gustaras, y que
me quisieras, y que te quisiera porque yo estaba con el eje de la vida roto y el corazón
averiado con las llantas reventadas, tú con la vida mal parqueada". ("Sólo en ti, le dijo
él, el lenguaje del amor puede parecerse, sin perder nada por ello, al de la mecánica de
automóviles"). "Y todo eso gracias al hecho de que se me hubiera ocurrido la idea de la
monografía, y de que tú hubieras aceptado", dice AnaCarla.

Con esa honestidad hacia uno mismo que sólo suscita la muerte de otro, Bruno recuerda
cómo la entrevista, larga de varias semanas, en la que se mezclaban ideas estéticas con
hechos cotidianos (y el hecho más cotidiano, no atestiguado por escrito, pero allí
estaban los cuadros, era el amor), se fue convirtiendo en una suerte de diálogo: la
alumna consignaba también su voz, la opinión que se iba formando de Bruno como
hombre (que él encontraba injusta, "Claro, le dijo ella, porque no hay espejos para el
alma") y agregaba sus ideas personales, como la parte de ella misma que concurría a dar
una nueva valoración de su pintura. Ese año terminaría los cursos de historia general del
arte, historia de las técnicas de creación e historia de las colecciones y luego tendría que
preparar una memoria sobre un tema relacionado con el curso de arte contemporáneo
(aunque Bruno sólo fue citado de paso, formando parte de una suerte de pelotón de
nuevos pintores latinoamericanos, después de haber estudiado con cierto detenimiento
sólo a Wifredo Lam y Roberto Matta).

"Por qué se le ocurrió escogerme a mí", le preguntó él la primera mañana, "Porque a


usted lo admiramos tanto allá y es una pena que aquí no lo conozcan. Y para acabar con
la imagen que se tiene del pintor latinoamericano fatalmente ignorante", dijo ella.
"Gracias por la segunda parte, dijo él, pero más importante es la otra. Aquí no les
interesa conocer a nadie y en su mundo los extranjeros tenemos que abrirnos paso a
codazos, a martillazos, a pincelazos, o enloqueciendo y suicidándose como Van Gogh, o
muriendo de hambre como Modigliani, y luego no les queda más remedio que reparar
en ellos". Día a día fue creciendo el material que ella llamaba "mi memoria: porque
cada nuevo cuadro tuyo me recuerda una tarde que pasamos juntos, una manera cada
vez diferente de amarnos, todo cuanto me das. Algo así como la monografía de una
pasión". (A Karen, que la veía trabajar las noches con una dedicación que la exasperaba,
le dolía leer las mañanas, como un folletín por entregas, ese texto que para ella era una
confesión amorosa y que para los demás iba a ser simplemente un análisis estético. Y
AnaCarla, que ignoraba sus celos, no lo comprendió, ni siquiera cuando, al preguntarle
si a juicio suyo en Courbet influyeron más las ideas positivistas y las del socialismo
naciente que la pintura al aire libre de Barbizon, le respondió: "Sabes bien que yo sigo
el curso de la escultura en Francia durante el Segundo Imperio y no el de arte
moderno".)

Poco después, o sea con mucha mayor autoridad que antes, Bruno se opuso a que
siguiera estudiando y a que presentara su memoria: "Yo puedo hacer que publiques eso
en España, como un libro de crítica y no como un trabajo de estudiante", "Conmigo vas
a aprender sobre pintura más que en todos tus cursos juntos" y "En dónde vas a ser, y
para qué, profesora de historia del arte si puedes vivir conmigo" (solución milagrosa,
destino, se dijo ella, puesto que, además de la gana de vivir con él, la beca se le
terminaba). "Y ya ves, me convertiste en baby-sitter sin diploma, sin grado y sin
memoria". Y jamás pudo Bruno descubrir si ello mostraba cierto descalabro de la
pasión, la aceptación de un decepcionado balance de la vida que comenzaba a ser en
común o una forma, infantil, enternecedora, de venganza: lo cierto es que al mudarse -
en el taxi cupo su pobreza de estudiante pobre: una sartén, dos tazas, dos platos, libros,
medias, tres faldas, dos jeans, calzoncitos y blusas- a vivir con él, con lo cual la
estrechez del taller se duplicó (ahora comenzó a ser también cocina: junto a los bocetos
y dibujos aparecían de pronto platos de cartón con una grasa fría de tallarines, migajas
de pan en la paleta, tubos de crema y dentífrico junto a los de pintura), AnaCarla
suprimió, en lo que había sido su trabajo de tierna inquisidora, todo cuanto significaba
un aporte personal, suyo: el título mismo de Conversaciones, que ya ni siquiera le
interesó cambiar, era erróneo: se trataba -y ello iba bien con el carácter de Bruno- de un
monólogo suyo sobre sí mismo. "Así el libro resultará mejor", dijo él. (Porque si la
muerte de otro suscita honestidad, esta no conduce forzosamente al arrepentimiento.)

Bruno se la lleva al taller, sin atreverse a tomarla del brazo, preguntándose si quedará
whisky en la botella que guarda allí. A AnaCarla ("Te felicito por el standing, dice ella,
y espero que tu mentalidad no haya cambiado como tu taller"), que sigue siendo
"humildemente humana" y a que considera esa casa casi palacio como desmedida, como
si Bruno se hubiera ensañado en su revancha contra el destino (9), le resulta asombroso
ver cómo ha crecido, desde la última vez, esa suerte de museo de artes populares y no
muy populares del mundo (él le mostrará el ídolo que compró clandestinamente en
Tanzania, le recordará como una contraseña de complicidad con el pasado el mobile que
le ofreció un pintor de India (10), le contará -¿le contará?- con quién estuvo cuando
recogió ese guijarro en el teatro de Epidauro, quién le regaló esa cilíndrica muñeca de
madera en Kioto: recuerdos de viajes, que no pudieron ser con ella porque fueron
después de ella, amontonados y dispersos, junto a cuadros y proyectos de cuadros y
cuadros desechados), en un espacio quizás diez veces más grande que aquello que fue
atelier, sala, comedor y dormitorio que compartieron primero con el gozo de ser los
únicos habitantes de un universo cerrado ("Qué puede faltarme, le dijo ella el día de su
mudanza, si aquí tengo música y libros y el amor y la pintura haciéndose cada día") y
luego descompartieron porque fue baño también. "El ochenta por ciento de los
problemas conyugales son problemas de arquitectura", descubrió AnaCarla.

Más aun cuando la pareja tiene sólo una pieza: porque el amor para siempre es
quebradizo, tan frágil en su exigencia estética que no sobrevive a los ruidos del otro
cuerpo, tan amado sin embargo. Ni al espectáculo de la torpe higiene en el lavabo
(cuando no se trata de ir al baño común que está al fondo del corredor ni de tomar el
autobús o el metro diariamente, excepto los domingos, para ir a las duchas que la
Unesco tiene en el subsuelo, y los domingos a casa de Karen), que humilla por igual al
pobre equilibrista que quisiera ser invisible y al único espectador que trata de mirar para
otro lado. Y qué olor hiere más, el del ácido o el del pescado. Y qué música es peor para
la lectura, la de ópera o la de rock. Pero ¿está segura de que eso fue sólo consecuencia
de la estrechez, culpa sólo de la arquitectura? Habría querido sentirse con él como esos
personajes de Clarice Lispector (AnaCarla heroína de novela al fin y al cabo) y poder
decir de sí misma y de Bruno que "cobardemente pasaron a vivir 'normalmente'. Porque
no se puede prolongar el éxtasis sin morir. Se separaron por un motivo fútil casi
inventado: no querían morir de pasión." Pero él se mantuvo siempre más cerca de la
verdad, de su verdad, que de la literatura: en el largo momento de la separación él
comenzó por discutir, se enfureció luego, le dijo que ella carecía de personalidad, que
no pensaba sino lo que ya estaba escrito por otros y hasta dejó de pintar para arrojar por
la ventana el libro que AnaCarla tenía en sus manos.
Pero habría querido decirle, en el momento de la despedida: "No nos habría pasado lo
que nos pasó si en lugar de una habitación hubiéramos tenido un verdadero
departamento y no ése de dos habitaciones, es decir si no hubiera tenido que mandar
casi todo lo que ganaba a casa".

("La casa", materialmente, era una construcción antigua y baja, cuya puerta trasera, que
daba a un terreno baldío -seguramente sirvió inicialmente para que por ella entrara la
servidumbre y se sacara la basura, "igual que ahora", decía Caín, cuando alguien
compraba un cuadro-, conducía directamente a su taller. Así era fácil ir a ver, a la hora
en que terminaba su jornada, lo que había pintado en el día y/o tomarse con él un trago,
sin correr el riesgo de encontrarse con Lucrecia y su inevitablemente grosera acogida:
"Ya vienen a hacerle emborrachar a Bruno". Eso era cuando las vacas no habían
engordado todavía, y llevábamos entre todos una botella; después, cada vez que Bruno
vendía un cuadro, nos convocaba a beber "porque tuve un ingreso extra, fuera del
presupuesto", y Lucrecia, al comienzo, simplemente nos pedía: "Háganle entender que
no tenemos más ingresos que esos extras", porque el día en que Bruno salía de su casa
para ir a dictar su primera clase de dibujo en un colegio, decidió que no sería profesor,
dio media vuelta y regresó a ser pintor.

Se habían conocido en la Escuela de Bellas Artes. Su Director, que pintaba inmensas


escenas místicas con colores espirituales, como el azul eléctrico y el malva, sostenía que
Bruno debía dedicarse a tocar la ocarina "porque cómo va a servir ni para zapatero el
que dibuja indios con esas patotas". Y era precisamente eso, su estética insumisa, su
concepción de una pintura airada -"no puedo pintar apóstoles ni santos porque no los
conozco y porque yo aprendí a sumar contando muertos"-, que el estudiante oponía a la
que imponía el maestro, lo que a Lucrecia le gustaba y trataba de imitar: eran dos contra
"el santero". Fue Caín quien le puso ese nombre, "porque no significa, como ustedes
creen, autor de imágenes, sino persona que pide limosna, llevando de casa en casa la
imagen de un santo, y este se ha enriquecido así".

"Bruno era, más bien, Bruto -decía Lucrecia y se le advertía la mayúscula en la voz-,
pero eso fue después, porque al comienzo también era capaz de ternura: me llevaba de
la mano a todas las iglesias, diciendo que eran los únicos museos que había aquí, y con
ese papel de estaño de las cajetillas de cigarrillos extranjeros me hacía altares como de
juguete, de esos de la Escuela Quiteña, y entre dos columnas retorcidas, como de
melcocha, me hacía un retrato chiquito, como el de la Virgen. Así me enamoró". En
cuanto a él, era difícil saber: "Un día, más o menos a los trece años, leí una novela y en
la primera página una mujer, llamada Lucrecia, hacía que un muchacho menor que yo,
casi un niño todavía, le metiera, asustado, los dedos en su herida. Así, aunque con
miedo, comenzó la curiosidad y el deseo se me quedó, creo, quemándome.

Claro que yo no tenía empleada ni dinero, y además era tímido por pobre, y justo en la
pubertad me encontré en Bellas Artes una Lucrecia, ésta, que yo suponía evidentemente
lujuriosa como la de la novela. Lo malo es que la poca lujuria que tenía se le pasó pero
yo me quedé casado". Había tenido una hija con ella, lo cual no prueba nada: a veces se
veía a Lucrecia con un labio partido o un ojo amoratado, lo cual tampoco prueba que la
amara. Y ella, como en una venganza, se volvió agria y amarga con él y con nosotros:
cuando nos veía llegar nos gritaba, a manera de saludo: "Ya vienen a tomarse el trago de
Bruno". Después se divorciaron, entre golpes y gritos. Lucrecia y la hija se quedaron
con la casa y eran, moralmente, "la casa" a la que él se refería cuando enviaba dinero.)
En lo que Bruno llama su cementerio de uso personal, situado al fondo del taller, escoge
el cadáver vertical que busca, lo desentierra y vuelve con esa imagen trunca de
AnaCarla entre los brazos a donde AnaCarla le espera recorriendo con curiosidad de
estudiante ese pequeño universo que ella conoció cuando lo conoció a él, trasladado
ahora a esta parte del mundo.

Retirando del caballete su reciente Quito de noche, pone el antiguo Sudamérica. Abajo,
al suelo, han chorreado gotas de pintura de todos los colores, "el único cuadro abstracto
que has pintado", dice ella, desnuda, desde el cuadro. (El explicará después -le explicó
antes a ella, cuando aún era estudiante- por qué se resistió a la pintura no figurativa.
Había en ello razones relacionadas con su conciencia cívica, civil, ciudadana, humana.
Pero, ante todo, lo hizo porque, de otro modo, cómo habría podido yo seguir en este
libro de la mano de un pintor sin referirme a su pintura, porque cómo describir el arte
abstracto, empresa tal vez más difícil que describir el dolor físico). Lo que él ve allí
ahora es la nalga conocida y amada de memoria que se prolonga por el muslo hasta la
rodilla izquierda. ("¿Hasta qué punto puede ser feliz un latinoamericano sin ser
canalla?", había dicho ella, cuando, acostada junto a él, ya sosegados ambos, vio por
segunda vez esa pintura, aún fresca, "porque yo, contigo, sí puedo. Pero después de, uno
se siente culpable. En todo caso, yo".

"Después de, dijo él, porque durante no se piensa en esas cosas". "Por suerte, dijo ella,
porque no es el mejor momento para recordar, por ejemplo, que el Estado también en
eso es igual a la Iglesia: lo único que nos proponen, porque jamás pudieron concebir la
felicidad, menos aún ofrecerla, es que no caigamos en las sanciones del Código Penal o
que no nos condenemos al Infierno". "Y ahora, le diría él ahora, ¿cuál es la felicidad
máxima a que aspiramos? ¿A que caiga la dictadura?". "Qué sé yo. Antes íbamos de
puerta en puerta recogiendo firmas debajo de la profecía, aspirando a un país futuro,
casi casi a la felicidad. Y ahora es como si ya lo hubiéramos tenido hasta que vinieron
los militares, ¿y de dónde salieron, ah, si no de la misma porquería de antes? Pero
cuando se vayan ¿qué nos haremos sin ellos? Al fin y al cabo, son como una
justificación. ¿A qué aspiramos, Bruno, a eso?".

"A mucho menos que eso, dice él, a que no nos aceche la muerte propia, que ya ni
siquiera puede llamarse así, porque tú, para no ir más lejos, no moriste de tu muerte".) Y
dando pinceladas entre dos sorbos va enrollando en torno al muslo una negra serpiente
azul de alambre de púas. "Esto no habría entrado en el cuadro si tú no hubieras entrado
en mi vida", le dice. (Y entró, literalmente, por la puerta del taller. Pero se diría que para
él AnaCarla entró así también en su propia vida, la suya, la de ella. Porque cuando un
día, arreglando los artículos de tocador de Bruno, comenzó a contarle de su infancia,
allá en Santo Mar, del encanto que tenía para ella la sala de baño cuando su padre se
afeitaba, él la interrumpió: "No quiero saber nada de antes de mí". "¿Como si tú me
hubieras nacido, como si yo no hubiera sido yo antes de conocerte? ¿No crees que es
demasiada pretensión?", dijo ella. "No sé, dijo él, más bien como esos personajes del
cine, sin pasado, cuya vida comienza cuando comienza la película. Porque, ¿sabes?,
después de tu infancia va a venir tu adolescencia y después tu juventud y no vas a
contarme todo, o sí, y yo de lo que fuiste antes de mí sí tengo celos". El, en cambio,
tenía una biografía completa, contaba su historia e inclusive una prehistoria, puesto que
de ello no había documento alguno ni más prueba que el recuerdo del dolor, como el
episodio con la señorita Fanny.

(Ahora no habría podido decir si era realmente bella, pero entonces fue la más linda de
todas las mujeres, quizás porque era la primera mujer sobre la tierra: las de antes eran la
madre, la abuela, la tía, la hermana, que no son mujer. Los alumnos la llamaban "la
trompuda", con excepción de él, que no le dio nombre alguno, y de uno de los
repetidores de año que, en cambio, decía que su boca era "como para hacer
experimentos". Ser mujer significaba tener un cuerpo, de esos que dan ganas de algo, no
sabía él de qué, tal vez de tocarlo, aunque con miedo, ganas de orinar también. Tal vez
porque entonces las mujeres no trabajaban [puesto que las cocineras y criadas tampoco
eran mujeres todavía] los escritorios no estaban cubiertos por delante y los alumnos de
la primera fila eran los que mejor podían verle, con los ojos a la altura de las rodillas de
ella, las piernas: columnas de inquietud, de curiosidad por el misterio, que comenzaban
en el zapato, continuaban por la media y terminaban en la carne de los muslos, todo ello
entre la espuma revuelta de la combinación bajo la falda.

Estar en primera fila era, claro que era, un premio (¿sabía ella lo que desde allí se veía,
concedía ella el premio para que lo vieran?) a los más aplicados, alguno de los cuales se
aplicaba a espiar, a mirar aplicadamente, sin derecho alguno, con la cabeza inclinada
sobre el cuaderno, más arriba o más adentro en esa suerte de camino, que debía ser tibio
como la juntura del codo, por el que se llegaba a algo que era sagrado como una iglesia.
Bruno, que evidentemente no estaba entre los mejores, se consolaba de no verla sino
desde su última fila con el hartazgo de la vista a sus anchas, porque ella le daba las
espaldas, cuando la señorita Fanny escribía en el renglón más alto del pizarrón y se le
levantaba el vestido, dejando ver la parte posterior de la pierna, allí más blanca y dura,
entre el borde de la combinación con encaje y el de la media sujeta con una liga color de
rosa. Ella posiblemente se dio cuenta, las mujeres siempre lo saben, a veces incluso
antes que uno mismo, les gusta que alguien, quienquiera, las quiera, y a él, sin tener
mayor mérito que amarla dolorosamente, le hizo pasar a la primera fila, "a ver si así
pone más atención". Porque no sólo lo advierten sino que hasta se ponen a jugar con el
pobre mocoso que, ruborizado, no sabe dónde meterse, con su ropa remendada,
sintiéndose sin embargo desnudo y desagregado, qué esperar, hasta cuándo,
maldiciéndose por ser chico que ignora qué debe hacer y de quien los otros se burlan
como si ellos sí supieran. A veces, al llamarle la atención porque, precisamente por
mirarla fijamente, se distraía a ratos, ella le acariciaba la mejilla y al corregirle alguna
lección le alborotaba el pelo cerdoso.

Pero todo iba a contribuir a que Bruno fuera por un tiempo el mejor alumno de la clase
y tuviera, entonces sí, derecho a mirarle los muslos de cerca y horizontalmente: en
aprovechamiento, porque ponía mayor atención, como ella quería, porque él la quería,
sin apartarse de lo que decían su voz y su mano; en conducta, porque dedicado a
contemplarla y a aguardar el fugaz segundo en que vería algo más de ella, no miraba ni
hablaba a sus compañeros en clase; y en asistencia, porque ella logró también el milagro
de hacer que le gustara la escuela, que odiara los fines de semana, que cada día esperara
el día siguiente y madrugara para llegar antes que los demás aunque ella, generalmente,
llegaba después de todos. "¿Era eso realmente amor?", le preguntó AnaCarla. Por qué
no, qué alegría faltaba, qué sufrimiento no estaba presente: jamás volvió a sentir una
caricia como la de su mano rozándole, casi al azar, al pasar junto a su pupitre; jamás
volvió a sufrir en ese grado la curiosidad, la intuición, su miedo de descubridor en
pantalones cortos a lo que podría descubrir; jamás ni siquiera una cita con una mujer en
una cama volvería a provocar en él esa dulce turbación de la espera de cuando ella le
dijo: "Bruno, quédate un rato después de clases, tengo que hablar contigo" y él sintió
unas ganas infinitas, miedo también, de quedarse y de querer irse. Fue maldad y burla
de ella, amor no, fue satisfacción y complacencia, amor no, porque fue hacerlo golpear
contra todos los sentimientos y sentidos haberlo llevado a ese momento: la señorita
Fanny, casi alumna de nuevo, pero crecida, con su cadera de mujer propiamente dicha
apoyada en el borde superior de un pupitre frente a él, y él sentado en el suyo, con los
labios cerca de esas rodillas que él acariciaba de lejos con los ojos bajo el escritorio, que
él habría podido tocar ahora con sólo alargar las manos que transpiraban de amor y
miedo, ella tomándoselas ambas, como en ciertos juegos, mirándolo risueña desde
arriba, desde su doble altura de mujer y maestra, pero con una chispa de niña pícara en
los ojos, preguntándole coqueta: "Bueno Bruno, dime qué tienes".

Ella lo sabía, debió haberse dado cuenta de lo que tenía, en la mirada, en el buen
comportamiento, en la voz. Esas cosas se preguntan cuando uno se porta más mal que
de costumbre, cuando comete mayor número de errores en los deberes, cuando es mayor
la frecuencia con que se distrae o falta a clases, no cuando se dedica con pasión a seguir
lo que la voz querida dice, lo que la mano amada escribe, lo que la adorada señorita
Fanny quiere que aprenda. Y él sin poder decir eso que se le formaba en la garganta y
bajo el vientre cuando la veía de cerca, sin poder decirle nada, "Nada, señorita", dijo.
Por qué no iba a ser amor si, cristiano al fin y al cabo, tenía el convencimiento del
pecado, y por su culpa miedo de que la profesora cambiara, de que mañana no fuera así
o de que se fuera, miedo de que el padre llegara a conocerla y se la disputara porque ella
era linda y él era adulto, miedo de que la madre con su instinto que todo lo adivina lo
descubriera y lo cambiara de escuela, miedo de que los compañeros se burlaran de él,
peor, de ella. Cómo no iba a ser amor si, azorado en la punta de una aguja, no tenía
futuro, ni siquiera sabía qué esperar, salvo la certeza de que eso era todo y que no habría
después, que de ahí no pasaría, y la certeza de que ella guardaba entre sus pechos, entre
sus piernas, entre sus manos, no sabía dónde, no sabía qué, algo secreto que daba miedo
y era delicioso. Hasta que un día la sorprendieron, después de clases, besándose en la
Dirección con el profesor de geografía del sexto grado. Cómo no iba a ser amor ese
llanto.)

Bruno se aleja del cuadro, se sirve más whisky, ya sin hielo ni agua, mientras juzga la
calidad del alambre y pintando crucecitas negras en la parte posterior de la rodilla,
dentro del espacio cercado por las púas, "Así es ahora"(11) , dice, alcohólico.
("Ridículo", podrá decir mañana Karen, cuando vea Sudamérica, con esos cambios, en
el caballete. Y yo tendré que estar de acuerdo.)

Notas

9.- "La pobreza es también desmedida. Cuando era chico, mi familia y yo vivíamos en
socavones o amontonados en un cuarto, al pie del cerro. Yo dormía bajo unas escaleras
y el lugar se inundaba con las lluvias de noviembre y veía cómo las cosas más queridas,
de las pocas que tenía -el cuaderno, la silla coja, el jergón en que dormía-, se iban
arrastradas por el agua. Después venían las ratas. Mi madre me regalaba entonces los
papeles de estaño de los caramelos que vendía, para que se me fuera la pena. Desde allí
vengo, desde esos papeles que más tarde iban a ser collares, aretes, prendedores, que
mis manos hacían para María, la patojita de la esquina."

10.- "En Bombay, un pintor que tenía su taller cerca del puerto, estaba obsesionado
desde hacía varios días por la idea -que le sugirió una balanza de pesas colgada de la
ventana y sacudida por los vientos del mar de Omán- de una escultura en movimiento.
No conocía los mobiles de Calder, que le expliqué, y comprendió inmediatamente,
mediante dibujos. Dos días después me regaló su primera obra de ese tipo -hojas
horizontales y pájaros verticales de latón en el aire- diciéndome que no sabía (yo
tampoco, por lo demás) si agradecerme, puesto que le había evitado buscar y crear algo
que ya existía, o maldecirme por haberle impedido descubrir algo que, al fin y al cabo,
habría sido su propia creación."

11.- "Para entonces había resistido a la tentación de la pintura no figurativa, que


comienza cuando el pintor se encierra sólo consigo mismo en su taller, o sea solo, y
mira para adentro, desentendiéndose de lo que hay al otro lado de la ventana y la
abstracción del objeto se hace por sí misma y no por esfuerzo del autor. Es evidente que
Brancusi, Moore -y tomo el caso de dos escultores, puesto que sus materiales son en sí
mismos menos abstractos que la pintura, o sea que siguen siendo figurativos-, durarán
más: en realidad, son intemporales, hacia adelante y hacia atrás. Pero ahora lo que me
interesaba no era la posteridad sino, como escribió alguien en una pared de Quito, dar
entre todos un puntapié a esta burbuja gris. Es lo único que uno puede hacer."

- VI -

...las colillas de algunos recuerdos intransferibles que ha consumido, mirándola con


fijeza, a ella que, sentada, le sonríe algo fatigada, como al regreso de un viaje.
"Entonces, te moriste antes que yo y sin decirme. Sin embargo, nos habíamos
prometido. Yo siempre supe que ibas a volver pero no imaginé jamás que vendrías así,
como a pedirme cuentas por lo que pasó después. Sí, sí, yo sé: yo le amé la primera pero
él te amó a ti. Y yo te amaba, aun odiándote".

-Y ustedes, ¿se querían o se amaban?- le ha preguntado Bruno nuevamente, esta vez


como para cambiar el tono de la conversación, alejándola de aquél por el cual se está
despeñando al sentimentalismo, y empleando esa astucia verbal para no averiguar
directamente lo que siempre quiso saber. Pero Karen, que reclama para ella su derecho a
su propio dolor intransferible -en esa zona de sombra donde nadie, ni la policía ni el
amante, puede entrar-, le ha respondido hace un instante:

-Si tú no puedes concebir que una mujer sea capaz de amar a una mujer sin ser lesbiana,
entonces no vale la pena continuar. Sí, la amé, y qué.

(Yo solía ir a ver a Bruno en su casa de entonces, hacia el final de la tarde. Si al llegar
aún le faltaba una línea o alguna pincelada de esas que suelen suponerse maestras, tal
vez por ser las últimas, o si solamente quería escuchar en silencio los compases últimos,
esos sí definitivos, de un disco, me hacía entrar en silencio, saludábamos apenas, y por
la ventana veía yo el atardecer de un paisaje en que pasaban cosas, como si fuera
pintado. Veía, por ejemplo, a las mujeres que iban a llenar de agua sus cacerolas o
cubos en un grifo de nadie y colectivo. Me era difícil imaginar sus conversaciones, fácil
sus problemas porque, al fin y al cabo, los de los pobres nunca son originales. Veía, en
agosto, a los mocosos que elevaban sus cometas y descubría en ellos, en cierne, la
envidia o la maldad adulta: ataban una hoja de afeitar en la trenza del juguete y la
dirigían, con un malvado dominio del hilo templado al viento, de manera que cortara de
un golpe certero el hilo de la cometa de otro. No era una competencia deportiva: el
desprevenido no sabía que era el escogido para la asechanza y generalmente dos o tres
se aliaban contra él. Una de esas tardes en que nos tomábamos un vaso, conversando
fumando, llegaron cerca de la ventana abierta, corriendo y acezantes, dos adolescentes -
parecía ligeramente mayor la de melena oscura; la menor llevaba trenzas rubias-, con
una falda corta una, con blue-jeans recortados, otra. Sofocadas, rieron como suele
suceder tras una carrera gratuita.

Se apoyaron a descansar contra un trozo quebrado de muro, resto de uno que habrá sido
más alto alguna vez. Podía verse al sol ya horizontal su transpiración dorada, como un
bozo rubio sobre el labio y como un vello de durazno en los muslos. La risa fue
deshilachándose hasta un silencio que sólo turbaba el movimiento de los pechos
nacientes, que hacían ruido, eso se veía, contra la tela de la blusa. Agitada aún, pero ya
sin risa y sin palabras, casi triste, la de melena negra levantó por el mentón el rostro de
la menor, mirándole los ojos que la miraban. "Nadie podría jamás pintar esa mirada",
dijo Bruno a mi espalda bebiéndose su trago habitual de las seis de la tarde. Al
comienzo no comprendí la razón lógica por la cual se puso a hablarme, casi en seguida,
de un dibujante brasileño, remoto amigo suyo, "que se ganaba el pan y perdía la vida en
una oficina de publicidad". En los cabos inútiles y desperdiciados de las películas
fotográficas realizó una serie de dibujos sobre Adán y Eva, proyectándolos luego en
diapositivas. La primera pareja o cada uno de los amantes aparecía en ellas con trazos
de tinta china sobre fondos de color en los que se adivinaban, más que veían, restos de
árboles, de ciudades, de letreros, de caras rotas, a veces nítidos, otras velados.

El resultado, en cierto modo involuntario, casi hallazgo, como sucede a veces con la
cerámica, le había asombrado a él mismo, primer espectador de su obra. Pero fracasó
cuando quiso trasladarlo a la pintura: "Porque esa luz era imposible: no se ha inventado
todavía material alguno, fuera de esa misma luz, para reproducirla. Como querer pintar
el aire o esa mirada", dijo. Y cuando la morena -¿era realmente la mayor? ¿le venía de
allí su autoridad o del hecho de estar ahora de pie y tomar la iniciativa?- besó a la otra
en la boca, hubo puntas de lágrimas en las dos miradas. "Mira bien ese doble perfil
fugaz, porque después será como una obra maestra que jamás hubiera existido", dijo
vaciando rápidamente su vaso. Y luego: "Nunca creí que podría doler tanto la
hermosura. Si la pintura fuera copia de la realidad, frente a algo así, uno debería, por
honestidad, dejar de pintar " (12), sirviéndose otro trago y respirando como cuando
pintaba. Yo hubiera querido amar a esas dos muchachas juntas, porque la una sin la otra
habría sido incompleta o no habría tenido justificación su existencia, besar sus piernas o
sus cabellos o sus labios o la yema de sus dedos, me daba igual, con un amor implacable
más allá del cuerpo. Quise, mejor aún, que ellas se amaran profundamente, más de lo
que cada una podría amar a un hombre.

Y cuando, tomadas de la cintura, la cabeza de cada una oscilando hacia el hombro de la


otra, se alejaban saltando, quizás yendo a su porvenir, creí ver en los ojos de Bruno mi
propia convicción de que los principios morales sólo tienen fuerza y sobreviven cuando
van de par con la belleza. "Cuando no se trata de la mujer de uno, peor aún de las
mujeres de uno", diría ahora, posiblemente sonriendo, algo cínico. (Una tarde, la Bella,
de cara a la pared y dándole la espalda, con una voz como escondida en el ángulo
formado por la pared y la almohada, dijo: "La primera vez que me habían dejado sola en
un taller avancé hacia un vaciado de yeso -una cabeza de hombre, una de esas cabezas
griegas- y lo besé, tan bello era. Su boca era tibia, no fría. Sonreía. Cuando lo besé, la
habitación cayó en un silencio de muerte y tuve miedo. Se lo conté un día a Estela. '¿Es
ya la locura?'. Ella no se rió, dijo: '¿Quién no ha besado un cuadro o una foto y luego no
ha sentido miedo de golpe?'." "¿Qué Estela?", preguntó él. "Bruno, ¿es eso, realmente,
lo que importa?". "¿Cómo no me has hablado nunca de ella? ¿No sería más bien la
cabeza del escultor?". AnaCarla se levantó colérica y arrojó el libro sobre la cama,
diciendo "Es un cuento de Jean Rhys, imbécil". Por suerte era hora de ir a clases. Y tiró
violentamente la puerta. Bruno prefirió fumar a pintar, diciéndose, para evitar el
remordimiento, que un hombre jamás besaría una escultura. Porque ¿cuál? Las cabezas
más bellas de la estatuaria universal son de varones: el Apolo del templo de Zeus en
Olimpia, el Hermes de Praxiteles, el Poseidón de Calamis... Pero no estuvo muy seguro
de que, pese a todo, él no las besaría. "Porque tienen una belleza femenina, inclusive el
barbudo", se dijo.)

"De veras, ¿me querías?", le pregunta AnaCarla a Karen, sorprendida a deshora -todo es
ya a destiempo-, como si saberse doblemente amada satisficiera doblemente su antigua
necesidad de seguridad. "¿Por qué nunca me dijiste nada?". "Para qué, eso no te
interesaba, yo no te interesaba. Además, siempre fue un amor platónico, imaginario.
Cuando hice el amor con Bruno la primera vez, esa fue también la primera vez contigo,
porque tú estabas ahí. Fue un amor en triángulo. O en círculo: vicioso. Bucal. Ni tú ni
Bruno supieron jamás nada de eso. Hubo además el amor en espejo, sobre el espejo: lo
habían dejado por tierra a la hora del almuerzo, para colocarlo a la tarde en la sala de
baño. Acostada sobre él me besé y eras tú quien yo besaba al fondo. Ahora mismo tú me
faltas. Y quisiera quererte esta noche, y él está ahí contigo, en el atelier, y ustedes dos
me excluyen. Como al comienzo, cuando yo debía esperarte en el café, y me torturaba
porque imaginarlos a ustedes juntos era seguramente peor que verles". "Y luego yo iba
y te contaba todo, sin saberlo, dice AnaCarla besándola en la frente, cómo pude. Nunca
más, te prometo". "No, ya no importa, dice Karen, porque ahora, Bruno sufriendo así,
siento, casi como una obligación y, como si el tiempo no hubiera pasado, ganas de
llevarte de la mano, desvestirte, ponerte en su cama y decirle: Tómala, yo te la ofrezco.
Para que tú dejes de ser un fantasma. Siempre se sufre menos por las personas reales."

Notas

12.- "La gente suele decir 'De lo vivo a lo pintado', para significar una diferencia
extraordinaria. Porque, a causa de cierto tipo de pintura, sigue creyendo que se trata de
una reproducción de lo vivo y no de algo vivo en sí mismo. ¿No es acaso más viva una
naturaleza muerta que las cosas inanimadas que representa?"

- VII -

Ahora las dos mujeres están en la habitación: Karen ha entrado, algo fatigada ya por los
trabajos forzados del alcohol, y la encuentra allí, esperándola, recostada en la cama.
Juntas, con Las caminatas de Euclides en la pared del frente, podría ser en cierto modo
como antes, compartiendo la misma pieza, el mismo vaso, las voces de ambas como en
un monólogo a dos voces, pegando los fragmentos de aquel ejercicio deductivo con que
se divertían, "enmagrittadas", decía AnaCarla: y era como un examen de originalidad
creadora que pocos invitados al juego lograron aprobar.

("Premisa primera: el cuadro que está en el caballete es transparente, superpuesto a la


ventana."

"Se deduce de ahí que no hay pintura sino solamente un vidrio a través del cual se ve la
ciudad."

"O que no hay ciudad en ese recuadro sino sólo una pintura cuyos bordes coinciden
exactamente con el paisaje que se ve por la ventana."
"Segunda premisa: vistas de lejos, de las dos torres gemelas de la ciudad, sólo la de la
izquierda es una torre".

"La otra, la gris, es en realidad la perspectiva de una calle adoquinada, sin postes de luz
ni bocacalles, que se pierde interminable en un horizonte como de mar, sin colinas".

"Ahora comienza tú: ¿por qué no hay nadie en la ciudad?".

"Porque la población entera decidió abandonarla".

"¿Por qué?".

"La peste, digamos".

"¿Y quiénes se fueron? ¿Los enfermos o los sanos?".

"No sé. Tal vez los sanos, obligados por las autoridades sanitarias".

"O los enfermos, obligados por la policía de sanidad".

"Es decir que, de todos modos, debe haber gente en las casas. Escondida".

"Que no salen a la puerta, por vergüenza de mostrar sus llagas".

"O por miedo, porque está prohibido".

"Pero, entonces, sólo los sanos habrían huido".

"No todos. Deben quedar algunos en la ciudad fantasma, por eso el toque de queda dura
veinticuatro horas, para evitar el contagio".

"¿Y por qué nadie se asoma a las ventanas?"

"Porque está prohibido quedarse, vivir".

"¿Y cómo se comunican entre ellos, los apestados?".

"Sí, ¿como se prestan remedios hasta el día siguiente, cómo los adquieren?".
"Y los enamorados, los amantes, los novios, ¿cómo sabe cada uno si el otro vive todavía
y mejora o si ha empeorado y muerto?".

"Debe haber un sistema de pasadizos y corredores secretos a los que se entra por unos
armarios sin fondo y por los que se sale a la casa de al lado".

"¿Y si la casa que se busca no es la de al lado, si el departamento no es contiguo o no


está ni siquiera en el mismo piso?".

"Bueno. Se ha creado ya una solidaridad estrecha entre los enfermos, lo que antes no era
evidente, y una complicidad para burlar a las autoridades sanitarias".

"¿Hay entonces que pasar a través de los departamentos intermedios?".

"Sí y eso crea problemas, largas conversaciones, no siempre convincentes, cuando en


los departamentos viven propietarios o inquilinos sanos que temen el contagio".

"Los enfermos, en cambio, aprovechan el paso de un visitante para preguntar por la


salud de algún vecino, tomar juntos el té y comentar las noticias, aunque son siempre las
mismas, cada vez más monótonas. Y para enviarle a comprar remedios y otras cosas".

"También las farmacias se han mudado a los sótanos, porque ahora todo es clandestino".

"Ha habido que construir largos túneles que atraviesan las calles y comunican las casas
entre sí y estas con los lugares públicos".

"Se me acaba de ocurrir que hay tiendas, comercios y restaurantes".

"Y qué importancia cobra entonces, por primera vez, sentada una en un restaurante,
preguntarle al de la mesa de al lado ¿Cómo está usted?".

"Sí, pero la respuesta será siempre la misma: los mismos síntomas, el mismo proceso.
La misma muerte".

"Imagino además un cementerio subterráneo, también clandestino".

"No creo. Ya no vale la pena ir por un camino subterráneo a un cementerio que siempre
ha sido subterráneo. Ahora los muertos entierran a sus muertos en los sótanos o en el
cuarto que ocupaban, llenándolo de cal".

"Eso resulta menos caro, porque todo está más cerca".

"Y es más práctico también para ir a visitarlos en el aniversario de su fallecimiento y el


Día de los Fieles Difuntos".

"Debe ser como una fiesta mexicana: los enfermos comiendo y bebiendo con los
muertos, sin miedo al contagio, felices de conversar con los antiguos vecinos y con los
recién contaminados, reprochándose no haberlo hecho antes, cuando se encontraban en
la calle o en las escaleras".
"Y así se enteran de los niños que han nacido enfermos. O de las bodas recientes,
celebradas en la intimidad, sin invitados ni certificados de salud. Y ahora te toca a ti:
¿Quiénes son esos dos hombres que conversan en mitad de la calle?".

"Si hubiera uno solo sería fácil adivinar: Euclides. Deben ser médicos, los únicos
autorizados a salir y circular".

"Y cada día, a esta hora, hablan de la evolución de la enfermedad, comentan los nuevos
casos que han aparecido ayer. Están mejor informados de la situación que las propias
autoridades".

"Pero se los ve tan tranquilos".

"Y tú, ¿has visto alguna vez intranquilo a un médico?".

"Menos aún tratándose de una epidemia".

"¿Y por qué no se han ido ellos también?".

"Porque hacen de todo: son los únicos que pueden llevar mensajes y cartas y hasta hacer
las comisiones más urgentes que antes hacían los sirvientes, yendo por la calle, sin tener
que pasar por los subterráneos que están todo el tiempo obstruidos de gente. Lo que
menos son ahora es médicos".

"Evidentemente. Hace tanto tiempo ya que no ponen inyecciones, ni operan vísceras, ni


amputan miembros ni recetan antibióticos".

"Además, el gobierno ha declarado que es absurdo de continuar gastando el dinero en


una población condenada a morir".

"Los familiares deberían hacer lo mismo, ¿no te parece?, a condición de no sufrir".

"¿Y crees que no lo han hecho? Aunque no saben para qué va a servirles el dinero que
así ponen de lado. Los médicos están terriblemente desocupados y visitan gratuitamente
a sus pacientes por no perder la costumbre y para hacerles esos favores que les piden.
Sobre todo, conversar con ellos de otras cosas, de cómo era antes, por ejemplo".

"A mí me dan pena, deben aburrirse".

"No mucho. Cuando ambos han terminado sus visitas van, como todos los días antes de
la peste, a jugar al Club de Ajedrez, aunque son los únicos socios que quedan".

"Y, por insistencia del mozo, han introducido una variante en el juego: cada uno de los
médicos le cede cinco piezas y él, sentado entre ambos, juega contra los dos").

"Habría podido ser como fue al comienzo", dice Karen. Porque el juego terminó aquella
vez en que sorpresivamente, mirando enamorada la reproducción, AnaCarla dijo: -
Viéndolo bien, la torre es una vieja construcción abandonada. Adentro es muy fresco y
en verano íbamos allá las tardes, antes de que a la conserje del edificio donde él vivía se
le ocurriera que yo debía tener una llave, o sea instalarme en el taller. Yo no quería
volver a las piezas de hotel: eran lúgubres, porque son de nadie, son clandestinas y
aunque estén limpias, siempre parecen sucias y sucio hasta lo que uno hace adentro, por
hermoso y puro que sea. Además, en una de ellas me preguntó la primera vez, al ver que
yo no sentía nada: "Cómo fue la primera vez", "Más bien rápido", le dije, porque así fue
siempre con Raúl, y saliendo de mí me dijo: "Conmigo, la prioridad en el amor es: tú,
nosotros, yo". Y eso, que al comienzo me pareció lindo, único, después me hacía sentir
cada vez más frustrada, porque porque yo no gozaba, él tampoco. Hasta que una vez en
la torre".

Pero ahora AnaCarla insiste en cambiar íntegramente la versión de la peste por la del
miedo: la población entera obligada a acudir al aeropuerto a recibir al dictador. "Los que
no han ido serán condenados: primero matarán a los subversivos, luego a los
colaboradores, luego a los simpatizantes, luego a los indecisos y por último a los
indiferentes, ha dicho una de esas bestias".

"O sea todos".

"Por eso no hay bocacalles: es más fácil la cacería en una recta sin desvíos. Y como el
toque de queda es de veinticuatro horas, han levantado los postes: no vale la pena gastar
en luz eléctrica en una ciudad sin nadie por la noche. El resto es igual: la clandestinidad
desafiante, el miedo a asomarse a las ventanas o a salir a la puerta y ser descubiertos, la
solidaridad entre esos otros apestados. Y la muerte a domicilio."

"¿Y cómo saben lo que les espera? ¿Por intermedio de correos secretos?"

"No, esas cosas se saben sin necesidad de mensajero. Además, los periódicos siguen
publicándose, subterráneos, más clandestinos que antes, y con menos regularidad: ya no
son diarios sino ocasionales."

"Y su distribución, también, se ha vuelto difícil: por ejemplo, no hay nadie para
venderlos y los que repartían los diarios conocían las puertas de entrada, no las de los
departamentos".

"Y entonces no hay más remedio que admitir que los dos hombres son policías".

"¿Tú crees? Los policías no se quedan así, de pie en media calle, como para ponerse al
sol, poco antes o poco después del mediodía, depende. Es decir, por la sombra".

"Lo que pasa es que están disfrazados, como siempre: disfrazados de policías de
Scotland Yard o de antes, no sé".

"Sí, esa ropa, ese sombrero que ya no se lleva. Como el del comisario Maigret".

"Además, a quién van a engañar, si no hay nadie más en la calle. Allí los dos se
transmiten informaciones sobre los perseguidos, la hora en que los van a matar y dónde,
cómo repartirse las cosas que pertenecen a los condenados, sin cuidarse de nadie y sin
necesidad de hacerlo en secreto en un cuartel o una comisaría, porque están solos".

"Y, evidentemente, no habrá castigo para esos salauds. Por eso quisiera que por lo
menos se aburrieran hasta volverse locos".
"¿Y tú no crees que obliguen al último detenido, al que van a fusilar mañana, a jugar
con ellos al ajedrez?".

"¿Y por qué no juegan con sus subordinados?".

"Porque esos están muy ocupados persiguiendo a los clandestinos en los túneles".

"Yo también hice el amor en la torre", dice ahora Karen a ambas. Súbitamente le duele
que ese cuadro que durante tanto tiempo ha sido para ella como una ventana -ventana a
una ventana por donde se ve una ciudad a través de un vidrio en el caballete o pintada
en ese vidrio, ventana a su pasado cuando era la única ventana que daba a la calle en el
estudio que ocupaban las dos- dejara de ser un bien compartido y se convirtiera, a causa
de la torre, en una propiedad personal, íntima, de AnaCarla. Sabía que ese diálogo sobre
la prioridad -"tú, nosotros, yo"- realmente existió (ella misma se había beneficiado más
tarde de eso que Bruno estableció, con un razonamiento al revés, como "el primer
estatuto de un machismo bien entendido"). Pero ahora le cuesta aceptar que "la primera
vez" haya sido en la torre: eso la excluye del juego, como si la cerraran con llave. Peor
aún: como si le prohibieran la entrada, porque ahora sabe lo que está pasando allí
adentro.

"La cuidaba un hombre de iglesia, no sé cómo se dice défroqué, bueno, que ya no lo


era".

"Que ha colgado los hábitos".

"Dijeron primero que se había matado, pero no era verdad, porque se encerró allí, para
hacer penitencia. El le había escrito una carta de amor a una mujer. Dijo que ella estaba
loca, pero que no se dio cuenta sino después".

"¿Loca, por qué? ¿Porque coqueteaba con él?"

"Y cómo. Primero, eran las cosas que ella le decía en el confesional".

"Confesonario. Yo creo que era un juego limpio: ella las pensaba, las hacía, las daba por
hechas o quería hacerlas. O sea que, de todos modos, eran pecado".

"Decía también que al momento de la comunión ella no miraba la hostia sino a él, de
una manera. Concupiscente, dijo".

"¿Y?".

"Y cuando él no pudo más, no osó hablarle, sino que le escribió una carta diciéndole
que la amaba".

"Me parece tonto, porque si se le hubiera declarado en el confesonario nadie se habría


enterado".

"Claro. Pero, al día siguiente, en el templo donde él recitaba sus oraciones con el
vicario, entró la mujer. Si usted me ama verdaderamente, vamos a acostarnos juntos al
pie del crucifijo, le dijo ella, y se prendió del cuello del párroco, que caía de las nubes.
Entonces él se dio cuenta de que ella estaba loca".

"A mí no me parece, dice AnaCarla, al contrario, creo que todas nosotras deberíamos
actuar así: siempre somos las mujeres las que asumimos las declaraciones de amor, no
sólo las propias sino incluso las ajenas, hasta las últimas consecuencias. Y las
consecuencias, tú sabes, a veces. Tal es, creo, la enseñanza de esa leyenda".

A Karen no le importa que AnaCarla conociera el origen de su historia, adaptada por


ella a su propio deseo: ha vuelto a ser, como antes, un juego de lógica o de dialéctica
entre las dos. Pero la leyenda del monje budista no equivale, ni mucho menos, a la
confesión de AnaCarla sobre su descubrimiento del gozo. Entonces añade: "Era un
hombre viril, bello, del que cualquier mujer podía enamorarse. El me contaba las cosas
que la loca le había dicho en la confesión. Hasta que una vez"

- VIII -

Madame Lejeune, de profesión concierge, de edad madura y cuerpo joven y, cosa rara,
de no muy mal humor, le trataba amablemente pese a que él sólo le daba dinero por las
fiestas de fin de año. "Estará enamorada de ti", había supuesto AnaCarla. Habrá sido,
más bien, porque Bruno la eximió de hacer su cama y limpiar el taller todos los días, lo
que, además de imposible por el desorden, resultaba hasta perjudicial. Al comienzo,
cuando ella se presentaba los lunes por la mañana, día de ménage à fond, y lo echaba
"porque aquí no caben dos personas juntas" ("a menos de estar una sobre otra", le dijo él
sin aspirar a ella ni a que ella se diera por aludida y sin que ella pareciera haberle oído,
lo que desmentía la suposición de AnaCarla), Bruno iba al café de la esquina o al
cementerio del frente. Hasta que tuvo el valor de decirle: "Aquí no hay cómo hacer una
limpieza a fondo, ya ni siquiera hay cómo dar un paso. Le ruego simplemente que los
lunes me cambie las sábanas y las toallas", lo que pareció ofender el orgullo profesional
de la insólita, por solícita y diligente, madame Lejeune.

Pero una vez, al volver de un viaje (todo anduvo mal, desde la víspera hasta el regreso,
confabulación de personas y sucesos. Le habían invitado a participar en una mesa
redonda sobre arte y sociedad en América Latina, en El Havre. "Tienes que ir, le dijo
AnaCarla, lo único que podemos hacer aquí es denunciar lo que sucede allá". "Yo no
soy conferencista, yo digo lo que tengo que decir con mis cuadros", había dicho él. Y
ella: "¿Y cuántos te oyen?". "No es mi culpa si son sordos, pero es un grito que seguirá
oyéndose cuando todos ustedes se hayan callado". "No es la posteridad, no es ni siquiera
mañana, lo que interesa, sino hoy", gritó ella.

Bruno sentía, cada vez que de eso se trataba, la incomodidad de su exilio turbio,
sospechoso, casi "estado de conciencia", había dicho alguien -"como si en lugar de la
obligación de sobrevivir uno tuviera la de dejarse matar y sin heroísmo", dijo él,
pensando en ella-, quizás por esa masoquista culpabilidad de los primeros cristianos que
nosotros compartíamos en ese momento de América, como si hubiéramos aceptado
tontamente un desafío: sentirse el vivo culpable del muerto, el libre del detenido, el
intacto del torturado. La discusión duró toda la noche y volvió a girar, trompo siempre
dormido, en el mismo punto fijo: la unicidad de la acción. "Pintar también es actuar y
todo cuadro es un acto, como una acción de armas", dijo él. "Sí, pero se juntan cien años
después", dijo ella. "¿Y cuál de los dos es el que se atrasa?", dijo él. "No todo acto es
útil", dijo ella. "Tampoco toda acción de armas, dijo él, y además no todo el que entra
en la clandestinidad es un buen combatiente". "Claro, hablar es fácil, pintar es fácil, dijo
ella, lo difícil es lo otro". "Cuando no se es pintor", dijo él. "Tienes razón, dijo ella, pero
el índice de mortalidad en cada caso es distinto". "Quién sabe", dijo él. "Tú ves todo con
otros ojos", dijo ella. "Por eso pinto así, porque no soy un aparato de fotos, como otros",
dijo él. Pero se fue al Havre. -"Y ahora, puede preguntarle Bruno en cualquier
momento, en cualquier rincón o habitación, ¿de qué sirvió tanta discusión? ¿Fuiste
buena combatiente, en el sentido de matar a alguno de esos asesinos que en lugar de
querer pasar inadvertidos van uniformados? ¿Fuiste siquiera combatiente, en el sentido
de tener otra arma que la dialéctica? Si no, por qué te mataron, a ti, estudiante de
historia del arte, enamorada de la revolución a primera vista, como otras estudiantes y,
lo que es peor en tu caso, por correo-.

El público, numeroso, parecía al comienzo no propiamente hostil sino indiferente, y era


explicable: habían pagado por la entrada porque después de la mesa redonda -en la que
iban a participar un novelista mexicano, un compositor popular argentino, un poeta
peruano, un moderador local y Bruno "por las artes plásticas"- venía la presentación de
un conjunto musical paraguayo. O sea que, en el fondo, y también en la superficie, la
discusión sobraba, estaba de más: ese debate académico ¿era un relleno del programa, a
fin de hacer durar dos horas y media la función? ¿O era una manera, poco hábil, de
meterles por la fuerza ideas, informaciones e inquietudes políticas a unos cuantos
amantes de la música latinoamericana? El peruano fue el primero en dar muestras de
disgusto: reclamó a alguno de los organizadores por la falta de agua y de vasos y cuando
los hubieron llevado y el moderador local hubo pronunciado las palabras de
presentación de los participantes, dijo al público: "Nosotros no venimos a hablar con
ustedes, porque ustedes no saben nada de esto, sino a hablar en presencia de ustedes".
Bruno, cuyo fastidio, latente desde la víspera, aumentó violentamente por la
intervención del poeta, se puso a pensar que si eso hubiera sucedido en cualquier lugar
de América Latina, inmediatamente habrían arrojado al orador cigarrillos, botellas,
papeles [¿cómo hacían antes con los célebres tomates? ¿los vendían a la entrada de los
teatros o los espectadores los llevaban en los bolsillos en previsión de que el
espectáculo fuera malo?], pero no hubo reacción aparente.

Prestidigitador de aldea, el peruano sacó de debajo de su chaqueta de cuero una botella


de champán, la destapó y fue sirviéndolo a los miembros de la mesa, con excepción de
Bruno, "no me gusta el champán", y del argentino que puso su mano sobre el vaso e
intervino súbitamente, sin siquiera pedir la palabra. Habló de cómo las dictaduras de
América Latina pretendían borrar la historia imponiendo la censura de la prensa,
suprimiendo asignaturas en los colegios y universidades o revisando sus programas y
que, precisamente por eso, él sí iba a hablar con el público, porque aunque allí estaban
mejor informados que nuestros compatriotas acerca de lo que sucede en nuestros
propios países, había algunas cosas que ignoraban, por ejemplo las concernientes a la
tortura. El mexicano hizo suyas las palabras del argentino, agregando que por eso
encontraba completamente fuera de tono la actitud de quien, en un acto como ése, se
permitía destapar con ostentación cercana a la desvergüenza una botella. El peruano
respondió que él no era funcionario de la desventura del Continente, que había viajado
desde Rouen para hablar de poesía y que brindaba "con champán y no con sangre,
porque se coagula enseguida". Bruno se levantó y, mientras se encaminaba hacia la
salida, pudo darse cuenta de que el público, de pie, súbitamente latinoamericanizado,
lanzaba ya cuanto podía al escenario e insultaba por igual a todos los intelectuales que
emprendían, tras de él, la retirada. Así terminó la discusión de mesa redonda, que había
durado exactamente diez minutos.

El era un extraño en ese país, en esa ciudad, sobre todo en ese acto, y ahora se sentía
extraño a sí mismo. Con pesar, casi repugnancia, de su presencia en esa farsa
irresponsable, considerándose cómplice y hasta culpable incluso de que quienes iban a
escucharlos por primera vez creyeran que son así todas las reuniones de intelectuales
latinoamericanos, devolvió al moderador los honorarios que le habían entregado antes
de la función, se encerró con una botella en su habitación del hotel, y se regresó al día
siguiente en el primer tren. Pero entonces le sucedió, por primera vez, con AnaCarla, lo
que iba a repetirse siempre que se separaban por unos días: uno de los dos esperaba al
otro en un andén de estación ferroviaria o aeropuerto, se ponían a hablar,
nerviosamente, casi al mismo tiempo, cada uno de cómo habían sucedido las cosas en
ausencia del otro, con la seguridad de que el otro no escuchaba, todavía preso en su
breve experiencia individual no compartida, y en el taxi él no se atrevía a poner su mano
sobre la de ella, menos aún sobre su rodilla.

Elaboró oportunamente la teoría de la distancia y el reencuentro, de cuanto puede


suceder durante una ausencia hasta el punto de que prácticamente se está ante una
persona extraña, distinta de la que uno dejó, y entonces cualquier aproximación a la
intimidad semeja una proposición violenta, lo cual explicaba el temido rechazo de la
caricia, de la insinuación y hasta del recuerdo. Y se dice ahora, le dice a AnaCarla, que
pese a todo, y todo significa lo que les llevó inclusive a la ruptura, fue una suerte vivir
en una sola habitación [teoría que otra, contraria, destruiría después dialécticamente],
sin más puerta que la que conducía a las escaleras. Porque, cuando hay más de una,
detrás de ellas puede producirse también -y ese ha sido el caso con Karen desde cuando,
para prolongar lo que llamaban "el estado antidoméstico", decidieron
postmatrimonialmente tener habitaciones antimatrimoniales- una instantaneidad de la
distancia, medida en noches, en minutos, en número de pasos, lo que hace que cada cita
que se dan, "como antes", en una de las dos habitaciones sea un reencuentro tras una
separación, y entonces tarda, como en el taxi, en rehacerse la íntima complicidad),
advirtió colérico que Madame Lejeune había limpiado -¿quizás porque, a más de su
buena voluntad y espíritu de iniciativa, tenía a mano todo lo necesario: espátulas,
cuchillos, algodones, trementina, alcohol?- su paleta.

Y ella esperaba de él, allí, a la puerta, un gesto de sorpresa agradecida, como una
propina. "Te das cuenta, le dijo esa tarde, dolido y enfadado a AnaCarla, si es allí, y no
en la naturaleza, donde están los cuadros en estado de diccionario". Luego, ya
sonriendo, le contó que Caín llegó a plantearle el divorcio a su mujer, que le había
raspado, "porque ya daba francamente vergüenza, era un asco", una pipa. "Pero de ésta
ni siquiera puedo divorciarme, no tengo a dónde ir", dijo. La conserje intuyó, al parecer
-a menos que hubiera escuchado la conversación-, que su solicitud y diligencia no
habían sido bien recibidas. Porque, con actitud sumisa, pero de gran dama, insinuó,
generosa, que ya era hora de que Bruno le diera a AnaCarla una copia de la llave "para
no tener que abrirle cada vez la puerta, como si fuera una visita". Así comenzó ella a ir
al taller con mayor frecuencia, o sea con menor azoramiento, en las horas libres que le
quedaban entre sus sesiones de baby-sitting y sus clases.
Entonces sólo iba para amar, habiéndose dado cuenta de que cualquier otra actividad
resultaba sobrante en ese momento, por culpa de ella y de su cuerpo. Tenía conciencia
de que la creación es el acto más solitario del ser humano ("sí, hasta cierto punto se
parece a la masturbación porque, además, da placer, le contestó Bruno, particularmente
en los escritores y músicos. Porque ellos no podrían crear con alguien a su lado, peor
contigo al frente. En cambio, un pintor puede tener delante incluso a una persona
desconocida, como cuando hace un retrato, o a una modelo") y echada en la cama (de
una sola plaza, "en armonía con las dimensiones de la habitación") AnaCarla leía en
silencio y en voz alta sólo aquellos textos que toleraban dos opiniones.

A Bruno le fastidiaba, en general, que ella leyera ensayos sociológicos o políticos:


sentía que el género, que poco le interesaba y al que no podía prestar atención mientras
pintaba, le alejaba de una complicidad que no era capaz de establecer y que AnaCarla
seguramente tenía con otros de su mismo país, por ejemplo, con los que solía reunirse,
sin decírselo a él, y sobre lo cual jamás le preguntó él nada, no tanto por discreción sino
porque así se excluía de ese compromiso. ¿De todo compromiso? Y fue él mismo quien
le dijo que esos no eran libros "para leer cuando se está acostado" y "mucho menos
cuando se muestran las piernas". Aunque decía que, gracias a ella, su conocimiento de
la literatura era "sólo de oídas", Bruno parecía no escuchar (pero una vez, cuando ella
comenzó: "A las dos se entierra a una mujer y a las once y media el marido está en la
cocina, frente al espejo partido, colgado encima del fregadero. No ha llorado mucho. Si
tiene los ojos rojos, es porque casi no ha dormido", él la interrumpió: "Eso me huele a
un comienzo de novela y en tal caso habría que ir hasta el final, como si lo interesante
fuera la anécdota.

Prefiero leer una página; cualquiera, tomada al azar, será buena si el libro es bueno"
(13), escuchando más bien la música mientras pintaba (hasta llegó a establecer una
suerte de correspondencia entre sus obras favoritas y el tema del cuadro en que
trabajaba y hubo veces en que hizo callar a AnaCarla para escuchar mejor), pero
retomaba el enunciado o la proposición para hacer un análisis al encender el primer
cigarrillo tras la última pincelada. Excepto cuando el espectáculo, siempre cambiante,
siendo el mismo, como el del mar o el fuego, de sus piernas -y más aún cuando ella, por
cuenta propia o a pedido premeditado y alevoso de él, le leía trozos de alguna novela
erótica- le hacía dejarlo todo, mandar al diablo la pintura ("Hacer el amor es lo único
más hermoso que pintar", decía) para arrodillarse y besarlas, y no solamente en su
juntura.

Mas poco a poco, pero después, a ellos también, y no podían creerlo, les sucedió lo que
a los demás, lo que a todos: el acto del amor se fue pareciendo a una novela policial ya
leída y el recuerdo de la primera vez, de las primeras veces, despojado del misterio que
tuvo, fue sustituido por la espera esperanzada de la próxima vez, como quien prepara
una exploración. (Fue cuando comprendió lo que antes había solamente intuido, que
"No hay mayor dolor que el recuerdo del milagro", verso que AnaCarla repetía a veces
y cuyo autor él no recordaba.) La señal más clara del deterioro de esa desmesura carnal,
de ese retorno a la insípida lucidez del arte, era la posibilidad, más, el hecho de que
AnaCarla pudiera estar allí, acostada, leyendo, sin que le turbara ni le impidiera
comenzar un cuadro del cual ya no era el tema. Ella se lo dijo: "No es culpa mía si no
hay otro sitio que la cama, y eso antes te gustaba. No es culpa mía si te impongo mi
presencia, y eso antes me pedías. Podría irme a caminar por ahí o a un café, pero sería
injusto y, además, hace frío". (AnaCarla no se enteró nunca de la queja de Bruno a Caín:
"La Bella me hace perder tiempo, se queda aquí por lo menos una hora, luego tengo que
acompañarla a su casa, cuando viene las noches". "¿Y por qué pierdes el tiempo
comiendo o durmiendo?", le dijo Caín para quien AnaCarla era "casi, digo casi,
sagrada". Y Bruno, otro día: "Al comienzo, se dejaba dibujar después de haber hecho el
amor, después, porque antes yo no habría podido, pero luego comenzó a fastidiarse
porque yo no hablaba, no prestaba atención a lo que ella decía. Ahora lee, y sólo a veces
en voz alta, ausentándose".) Y como ella no tenía abrigo ni culpa, él la abrazó, le
explicó detenidamente que tampoco era culpa suya (de él) que la pintura fuera celosa
("¿Masculina o femenina?", preguntó ella, "Hembra", le contestó con dureza) y
absorbente. Pero a sí mismo, justificándose, y sin ponerse a pensar si pensaba en la
pintura o en qué, se dijo, con una triza de desvergüenza: "Sí, señor Kandinsky, una
curva es maravillosa. Pero es obvio que en la vida se necesita algo más. Y no me refiero
solamente a la línea recta".

Mientras Bruno y AnaCarla vivieron en el taller se respetó casi religiosamente la


institución de las "orgías culturales" de los viernes. ("Por eso es que cuando viene un
grupo de teatro latinoamericano, que no sea ése de harapos y alaridos, aquí dicen que la
plata los ha echado a perder", comentó Caín cuando Bruno y Karen alquilaron lo que
llamaban "un departamento racional" y prácticamente desaparecieron las reuniones.)
Rara vez había franceses (porque "el francés es un buen amigo, decía Caín, que pone un
límite a su amistad: el límite es la puerta de su casa"). Exiliados latinoamericanos, se
sentaban, dónde si no, en el suelo, arrimados contra la pared, cuando se podía: cada uno
se ocupaba de apilar en algún rincón los cuadros suficientes para hacerse un sitio. La
primera vez advertimos, con sorpresa y algo de ternura, que también estaban pintados
por el otro lado.

Eran reuniones cordiales, llenas de humor y conocimiento, de amistad y agudeza en las


que se compartía el pan ("con algo adentro ha de ser", decía Caín) y el vino. Llevaban
baguettes, quesos, salami, jamón y el vino que podían; sólo Rita de Bolivia, que era la
rica del grupo desde cuando comenzó a salir (o a entrar, más bien) con Caín, se aparecía
alguna vez con un Nuits St.-Georges o un Châteauneuf du Pape que provocaba
aplausos. Pero a Bruno, para quien el vino era a las especies vegetales lo que el arte a la
especie humana, sufría al ver que lo bebían sin discrimen, mezclándolo con cualquiera
otro, en cualquier orden, y una vez inclusive con uno que alguien -cuya ignorancia
vinícola, determinada por la geografía andina de su país, era "imperdonable después de
haber estado media hora en París", dijo Bruno- llevó, en botella de plástico, que el
dueño de casa pidió que se la quitaran de la vista.

Bruno tenía en ellos el público de que carecía de sábado a jueves. Podía decirse que
AnaCarla era habitualmente su único auditorio, "aunque habla solo, o por eso mismo,
creo que se está olvidando de hablar", dijo ella, pero no se advertía torpeza alguna en
sus intervenciones apasionadas. AnaCarla tomaba notas al comienzo, cuando aún creía
que se graduaría y que para ello terminaría sus Conversaciones con Bruno Salerno. -Era
absurdo- dijo él después-, jamás le habrían aceptado una monografía con ese título. Las
monografías en Francia se llaman, más o menos, así: "Coordenadas indígeno-hispánicas
y europeas en el comportamiento volitivo y el espacio mental y/o pictórico y su
concreción en la pintura de Fulano de Tal: introducción a la plástica latinoamericana
contemporánea", o, también, "El discurso metafísico con el espacio y el comentario
tropologizado de la realidad vinculado a las vertientes subjetiva y social de la dimensión
del misterio: hermenéutica de la pintura de Mengano". Voy a tratar de que lo publiquen
en España, como un libro de autor, no como una cosita de estudiante- había dicho antes.
El libro no se publicó, y ni siquiera sé si fue terminado, pero AnaCarla conservó hasta el
final un cuaderno de notas (14).

Samaritana intelectual, nos hacía resúmenes de los libros que leía para sí o para los dos.
Nos contaba, por ejemplo, que en una novela de Luciano de Samosata hay un país tan
frío que las palabras dichas en otoño se helaban y había que esperar la llegada de la
primavera para oírlas. Había una viña con mujeres en lugar de pámpanos y racimos. Y
lo que espantaba a Caín, "porque yo lo conozco, les juro", era ese país del sueño con
una fuente de migraña en el centro.

O nos contaba -pero siempre lo que decía tenía el encanto y la austera simplicidad de la
ficción en lugar de la empobrecida realidad- historias de los chicos que cuidaba. La de
Sylvie, por ejemplo. Siempre había enviado a sus compañeros de preprimaria
invitaciones para su fiesta de cumpleaños, el 31 de octubre. Pero ese año, recién entrada
en primer grado, la fecha caía un jueves. La madre, pese a las protestas de la chica, a su
capricho, a su llanto, decidió que la fiesta se haría el viernes. Sylvie, más resignada que
convencida, envió las invitaciones para su cumpleaños, el "32 de octubre".

O la de Florent. Se quejaba constantemente de ser el más pequeño de su clase, que era la


de los más pequeños. Su estatura comenzó a convertirse en un problema: más que chico
se habría dicho que se veía disminuido. El director de la escuela convocó a sus padres y
les sugirió la conveniencia de llevarlo a que un psicólogo lo viera. Aprovechando las
semanas que debió guardar cama afectado de sarampión -y lo que veía o decía en el
delirio de las tardes cuando aumentaba la fiebre, pese a que volvía a aparecer, brumosa,
la angustia de su tamaño, constituía otra cantera de relatos- a AnaCarla se le ocurrió
("psicoterapia de cocina", dijo), de acuerdo con la madre de Florent, acortar los
pantalones del mocoso, a lo que dedicó las horas de baby-sitting de esos días. "Mira
cómo has crecido, le dijo la madre en cuanto se vistió la primera mañana de
convalecencia, se diría que la fiebre te ha estirado". Y cuando AnaCarla llegó ese día, él
le mostró, orgulloso, las canillas flacas y desnudas, subiéndose más aún el pantalón
desde la cintura para ser más grande. Unos días después, al volver de la escuela la
primera tarde, le dijo a AnaCarla: "¿Sabes? Los otros niños también han crecido
mientras no estuve".

La cultura de los viernes debía entenderse en la acepción más moderna del término.
Había borracheras dignas de ser estudiadas por un antropólogo que hubiera ido a la
selva de París a estudiar la permanencia y preservación de ciertos rasgos distintivos de
esos primitivos contemporáneos nuestros: los exiliados. (AnaCarla establecía, a más de
una propensión mayor a la bebida, una diferencia entre el exilio dentro y fuera del país
que no estaba dada por la nostalgia sino por el empleo del tiempo: impedidos de trabajar
en el país huésped, impedidos de realizar labores de índole política, obligados a convivir
veinticuatro horas al día, el hombre y la mujer se veían al fin como eran, descubriéndose
desnudos como la primera pareja después de la primera vez; el machismo se encargaba
del resto y la mujer, puesta de golpe en la encrucijada, escogía entre la sumisión que
llevó consigo desde su país y algo parecido a la libertad desconocida, aparentemente
más fácil en el país otro, porque allí no estaba la familia para echarlo todo a perder: la
moraleja en ambos casos era la separación.) Borrachos estuvieron todos la noche en que
AnaCarla dijo que no le gustaba un cuadro de la serie Fuego frío, todavía en el
caballete, en que aparecía "inútilmente esparrancada, más cerca de la pornografía que de
la pintura". Bruno dijo que no le importaba mucho, pero que ese cuadro estaba pagado
hacía tiempo por Albert Marcel a lo que AnaCarla respondió haciendo alusión a Roualt,
que había sentado jurisprudencia acerca de la primacía del derecho de propiedad
intelectual sobre el de propiedad material al recoger cuadros que ya no le pertenecían
físicamente y destruirlos. Bruno se levantó de un salto, tomó el cuadro y torpemente
trató de romperlo en el aire, como se rasga una hoja de papel, logrando al fin quebrarlo
contra sus rodillas. Se armó una discusión violenta entre todos: Bruno vociferaba un
resumen de su teoría del arte, nadie oía a nadie, ni siquiera el lenguaje de las manos,
Karen mordía el brazo de AnaCarla, AnaCarla se puso a gritar. Y fue necesario un hábil
trabajo, como de relojería, de psiquiatría colectiva, improvisada, intuida para disuadir a
Bruno de quemar allí mismo "los restos del naufragio" y luego todas sus obras, lo que
habría ocasionado una fogata estupenda, sobre todo cuando el fuego hubiera prendido
en los departamentos vecinos.

En cuanto a las disputas, las había de orden teórico-político: sobre la táctica y la


estrategia empleadas contra la dictadura (prácticamente las mismas contra todas las
dictaduras) y las que debieron haberse empleado (siempre las mismas que no se
emplearon nunca), sobre la acción directa más parecida al terrorismo que a la
organización popular y sobre la organización de las masas semejante a la complicidad.
Otras eran político-personales: "Muchos de los que se quedaron, mi primo por ejemplo,
no son forzosamente colaboradores, tienen el mérito de luchar allá, adentro, y eso es
más difícil". "Acá, para mí por lo menos, no ha sido propiamente la dolce vita". "Pero el
hecho de haber salido tampoco es siempre certificado de buena conducta". O de orden
estético: "Es preciso cortar el cinturón de la lógica de los conceptos y dejar en libertad
la lógica del arte", decía Bruno, añadiendo: "Cuando la gente pregunta 'Qué significa',
está exigiendo que un cuadro se parezca a otra cosa, a algo conocido anteriormente: tal
es el punto de referencia del inválido, son las muletas de la lógica en que se apoya el
que tiene miedo de imaginar". "Pero un paisaje, un retrato, una mujer desnuda significan
cosas a las que remite la pintura, fuera de ella". "¿Quiere decir que serías capaz de
juzgar un retrato por el parecido, di, serías capaz? Entonces, qué grave debe ser para ti
estar frente a un desnudo y no conocer a la modelo y no poder desvestirla, y cuánto
deberás gastar en viajes para comprender un solo paisaje".

"Un cuadro significa un cuadro y basta, representa el hecho pictórico de que hablaba
Braque". AnaCarla intervenía, conciliadora, y dejaba caer de pronto una cita: "Malraux
dice que lo esencial es inexplicable", y quienquiera que la comentara lo hacía, por lo
general, con cariño: "Pero no cabe deducir que todo lo inexplicable es esencial".
Raramente, un recién venido (a veces nadie sabía quién lo había llevado),
envalentonado por el alcohol, creía llegado el momento de colocar su frase: "Claro, por
ejemplo ese arte que es una masturbación", y alguien, cualquiera, respondía desde el
suelo en tono más o menos aburrido: "Eso es de otro siglo, un lugar tan demasiado
común que debería estar prohibido; además la masturbación no tiene nada de malo: es
higiénica y agradable". "La pintura indigenista de América Latina ("¿y de dónde más,
baboso?, le interrumpiría un pintor joven, si en la India nadie pinta indios porque allá
todos son indios") ya cumplió su misión y está bien enterrada". "Nunca tuvo misión
alguna que cumplir y la prueba de que no está bien enterrada es que apesta". A lo que
Bruno ponía generalmente fin: "Todo arte es una evasión de la propia realidad. El
obrero no cuelga en las paredes reproducciones del niño muerto, la mujer enferma, los
fusilados: le basta con la vida. Eso se pinta para los otros, para aquellos a quienes no se
les mueren los hijos ni los fusilan ni hacen nada para impedirlo. Por lo demás, en arte,
como en la ciencia, no interesan las declaraciones sino los resultados. En fin de cuentas,
se trata de cubrir con pintura una superficie". Sucedía entonces un breve silencio, tal vez
de reflexión que entre las brumas del vino, ayudadas por las del tabaco, sería, según la
hora, torpe o lúcida, pero siempre olvidada. (A propósito de la pintura con programa,
"sería imbécil repetir, como fue imbécil decirlo por primera vez, que obedecía
consignas políticas, dijo Bruno un viernes, más bien diría que fue tema obligatorio y
único impuesto por la realidad y la época; recuerda en cierto modo los cuadros
presentados al Salón Nacional de Pintura de Madrid de 1937, cuando Franco era jefe del
gobierno, que tenían como tema único obligatorio 'Retrato de la familia del anarquista el
día de la ejecución de éste'.")

De índole política, político-personal, estética o puramente personal, todos olvidaban,


por un acuerdo tácito más que por embriaguez, la disputa y los adjetivos adyacentes. Y
cuando, tras una sesión más o menos borrascosa, alguien faltaba la semana siguiente,
Bruno decía que era "para no encontrarse con el otro término de la discusión".

Caín contó una noche (versión probablemente corregida y aumentada por él, dado que
no fue testigo presencial del hecho, pero a la que el aludido no hizo reparos) que cierta
vez Bruno, cuando estaba viviendo en una pensión, en Rio de Janeiro, fue a visitar a un
amigo que, casado hacía poco y con su mujer encinta, tomó un departamento en el que
había una habitación vacía, destinada al niño no nacido aún. Bruno le había preguntado
si podía "clavar un clavito" en una de sus paredes y, tras su aprobación, colgó allí un
bastidor con una tela en blanco. Día a día fue llevando cartulinas, bocetos, dibujos,
cuadros, otros bastidores, un caballete, paletas, tarros de pintura, espátulas, libros,
pinceles, "todo en el suelo, hasta que ya no se podía dar un paso, más o menos como
aquí, apropiándose del lugar como los judíos de Gaza". Disfrutaba de la comodidad de
su nuevo taller y de la generosidad del joven matrimonio que le daba de comer y de
beber, hasta que un día el esposo le dijo: "Mi mujer va a dar a luz. ¿Me harás el favor de
sacar de la pared ese clavito?".

Un viernes por la tarde AnaCarla y Bruno habían tenido una discusión violenta a
propósito de la noticia de la muerte de Jean-Pierre, un compañero de ella que le cedía
las sesiones de cuidado de niños que él no podía atender. Una prueba original de la
salud de que gozaba todavía su relación y ejemplo de la honestidad con que cada uno de
ellos reaccionaba frente a sí mismo y frente al otro, fue una representación teatral que
ofrecieron esa misma noche. (Como no sabíamos con certeza qué frases eran réplica de
las verdaderas y cuáles inventadas, ni si el espectáculo estaba dedicado a nosotros o iría
a ser causa de otra riña, no nos atrevíamos a reír.) AnaCarla la anunció así:
-"De los daños que causa el tabaco", obra en un acto, tomada de la vida misma, de hoy
día mismo, dedicada con la mejor intención a Anton Chejov".

-(AnaCarla, entrando): Bruno, ¡ha muerto Jean-Pierre!

-(Bruno, dejando de pintar): ¡No te puedo creer! ¿Quién te dijo?

-Raúl.

-Ah, has vuelto a verlo.

-Sí, esta mañana.


-Pero tú me prometiste que no volverías a verlo más.

-No, que no volvería a buscarlo.

-Es lo mismo.

-No, no es lo mismo. En lo uno entra la voluntad y en lo otro el sentido de la vista.

-Déjate de estupideces. Seguro que lo buscaste.

-No, me lo encontré casualmente.

-(Bruno, poniendo sus trastos de pintar en la mesa): O sea que lo has visto.

-Es innegable. ¿Qué querías que hiciera: taparme los ojos, volver estúpidamente la
cabeza?

-¿Dónde lo viste?

-En el metro.

-Nadie se encuentra nunca con nadie en el metro.

-Pues ya ves, yo sí. Esta mañana.

-Y quién me dice que no fue un encuentro planeado por ustedes.

-Yo te lo digo.

-Pero yo no te creo. La vez pasada fue igual.

-No fue igual. Fui a su casa.

-Y me lo dices descaradamente.

-Te lo dije cuando sucedió. Tuve que ir. A retirar algunas cosas. Ahora simplemente te
lo repito.

-Se diría que haces alarde de eso.

-¿Preferirías que te mintiera?

-Nunca sé cuándo me mientes.

-Entonces cómo sabes que te miento.

-Eso se sabe, siempre mientes.

-No te he mentido nunca pero dan ganas de hacerlo. Ahora, por ejemplo.
-Atrévete, mierdita.

-Claro, tardaba en aparecer tu grosería. Ya me extrañaba.

-Peor grosería son tus adulterios.

-No ha habido adulterio, nunca. En cambio tú con la Viviane, hazme el favor. Te vi, los
vi. No puedes negarme.

-Te prohibo que hables de ella.

-Anda a prohibírselo a tu madre.


(Bofetada de él, que Ana Carla esquiva.)

-Por qué no seguiste con ella, si tanto significa para ti. Yo no te pedí que la dejaras.

-No, no me pediste. Yo la dejé por mi propia voluntad.

-Pero tú volviste a verla ¿no? Por lo menos ya no fue aquí, en mi propia cama.

-Me permito recordarte que aquí no hay nada que sea tuyo, de modo que la cama es mía.

-¿Deberé pagarte el alquiler? ¿A cuánto la noche?

-Imbécil. (Pausa.) Fui a verla a su casa porque soy una persona civilizada.

-Tú, civilizado. No me hagas reír.

-Una persona civilizada que cree correcto despedirse de una mujer que tuvo algo
conmigo.

-¿Así se llama ahora? ¿Tener algo?

-Y cómo debería llamarlo.

-Yo qué sé. En su caso. Putería supongo.

-Se suponía que era yo el grosero.

-Y ésa es la verdad.

-Tu verdad te arregla siempre.

-Sí, porque yo no me estoy viendo con los hombres que tuvieron algo conmigo.

-Yo tampoco, con las mujeres.

-Y todavía lo niegas.
-Quien lo niega eres tú. Pero yo te conozco, mosquita muerta. En cuanto me doy vuelta,
vas a mostrarle el trasero a quienquiera.

-Oh, carajo, yo me voy, no tengo por qué aguantarte.

-Claro, la señora se hace ahora la digna. Si acabas de confesar que lo viste esta mañana,
a tu Raúl.

-Ya no es más "mi" Raúl, y tú lo sabes, por eso estoy aquí, contigo, no con él. Lo vi, sí,
como se ve cualquier cosa que está delante de los ojos.

-¿Y también tocas y besas y te acuestas con cualquier cosa que está delante de tus ojos?

-No, porque no soy como tú. Y a la caraja ésa en la recepción de la embajada, ¿acaso no
la tocaste ni besaste?

-¿Y a ti qué mierda te importa? Eso fue antes de salir contigo.

-También Raúl fue antes. Y yo tengo derecho, el mismo derecho que tú a suponer que la
sigues viendo
.
-No tengo por qué darte cuenta de mis actos. Menos aún de lo que pasó antes de ti.

-Lo de la Viviane ésa fue después de mí.

-Te dije que no hables de ella. Vale más que tú, para que sepas.

-Entonces, mijito, qué espera, apúresé, vaya a buscarla. Porque lo que es yo, yo me voy
ahora mismo.

-No te irás a ninguna parte, puta de mierda.

(Bofetada de ella a él. Toma su impermable, se dirige a la puerta. Mientras la abre): Oh,
carajo, lo único que quería era decirte que Jean-Pierre ha muerto, y que me apena
mucho.
Cuando, tras el portazo final, comenzamos a aplaudir, Bruno nos hizo callar:

-Aun no ha terminado, lo más importante viene ahora". AnaCarla entraba nuevamente


en ese momento, se acercó a él y lo besó en la mejilla.

-Sí- dijo-, esto es lo más importante: que no me fui. Porque ambos nos habíamos
portado como niños.

Aplaudimos.
Notas

13.- "Aunque uno puede pasearse por La boda campestre de Brueghel o por cualquiera
de las fantasías de Bosch, precursores de las historietas ilustradas, viendo de cerca lo
que hacen sus innumerables personajes, un cuadro es la única obra de arte, antes de la
fotografía, que reproduce un momento detenido o que fusiona todos los momentos,
como Guernica. Es una instantánea que anula la noción de transcurso o duración que
tienen, por ejemplo, la literatura, el teatro, la música. Inclusive la escultura puede ser
mirada por todos sus lados, como la arquitectura. El cuadro sería el equivalente de una
página de un libro, casi diría de una frase que tuviera existencia por sí sola. Mejor
dicho, equivale a un poema."

14.- Del "Cuaderno de notas" para la tesis sobre Bruno Salerno:


- "Pensamos primero en imágenes y sólo después, cuando ya existe el lenguaje, en
palabras. Incluso cuando uno describe un cuadro abstracto o no figurativo, lo vuelve
concreto. Algo como esa leyenda de los dos hermanos que caminaban por ambas orillas
de un río: 'Veo un tronco vegetal, que se levanta del suelo, con ramas, y las ramas con
hojas, y entre las hojas algunas flores', dijo uno a su hermano; 'Veo un árbol' gritó el
otro después".
- "Hay leyes secretas: la pintura está más cerca de la poesía que de la novela y, sin
embargo, es con la música con la que tiene en común algunos términos que forman
parte de su lenguaje: colorido, matices, ritmo, tonalidades, modulación, en el sentido
que le atribuía Cézanne.
- En Les demoiselles d'Avignon, se pasa, en una misma obra, de la tradición a la ruptura
que supone la introducción del cubismo en la pintura.
-El mito y el esfuerzo colectivo para volverlo realidad nos han dejado las pirámides,
Ajanta y Ellora, las catedrales, Sacsahuamán y Machu-Picchu. ¿Dónde está ahora lo
consciente colectivo: en los rascacielos para hoteles, ministerios, bancos? Esos son los
templos de hoy de los que puede estar orgullosa la arquitectura pero no la humanidad.

- IX -

Cínico. Porque el hecho de que AnaCarla pudiera estar allí, acostada, vestida o no, sin
que le turbara, como antes, ni le impidiera acometer un nuevo cuadro del cual ella ya no
era el tema, se debería también a que Bruno anduviera entonces aventurándose -
diccionariamente, arriesgándolo todo, porque podía perder no solamente a AnaCarla
sino también su porvenir como artista, aunque fuera artist métèque- con Viviane Marcel,
y él hubiera querido que AnaCarla le dejara el campo (¿la cama?) libre. Habría sido
absurdo suponer, como le diría AnaCarla con retorcida mala fe, que él trataría de
asegurarse así su éxito: después de todo, madame Marcel no parecía tener influencia
sobre su marido en cuestión de negocios: la prueba de ello, y de que los cuernos no son
la mejor recomendación en esa materia, sería que Bruno, vergonzante, se viera obligado
a aceptar la anulación del contrato celebrado con "el cornudo" (que es en lo que se
habría convertido quien fuera primero "monsieur Marcel" y después "cher Albert"),
pero no sería grave, dado que éste ya lo habría "lanzado": Bruno preparaba ahora una
exposición para dentro de un año y medio y algunos coleccionistas amigos de Marcel
comenzaban a hacerle pedidos, particularmente retratos, lo que le permitió tener,
primero, una gran sala-taller con un dormitorio y cocina y baño y balcón, que habitó
fugazmente con AnaCarla y, luego, un gran departamento, con Karen, lo que bastaba
para probar su teoría sobre la importancia de las puertas en la vida de la pareja.

Bruno decía, al comienzo, que para que el amor no ruede por su propio despeñadero a la
domesticidad, cuando puedan al fin vivir juntos y cuando su situación económica lo
permita, convendría poner una distancia de unas seis cuadras entre él y ella -O sea, no
vivir juntos-, dijo AnaCarla; después, cuando leyeron que el amor es la necesidad
constante de la presencia física del otro, y para desbaratar, por lo menos en parte, la
objeción de AnaCarla, dijo que con el tiempo trataría de alquilar dos departamentos en
el mismo edificio. -Para qué- dijo ella, que compartía aquella definición-, ¿para vivir en
las escaleras?. Y al final de todo no pudo tener con ella sino ese "dos piezas" poco antes
de que se fuera. "Sí, yo sé que era absurdo, le diría AnaCarla a Karen, pero quería
convencerme de eso para no aceptar lo otro: que él estaba allí, en la cama, por amor o
por deseo, qué sé yo, con ella y no conmigo, y no creer más en la unidimensionalidad
del amor. O sea que yo también sentía celos y esa escena que tenía delante me parecía,
no sé por qué, más imperdonable a esa hora que en la noche.

Pero no eran, como los suyos, unos celos flotantes que uno nunca sabía dónde ni en
quién irían a posarse, sino una reacción lógica, a mi juicio". Absurdo, además, porque
era "madame la marchande" la que lo persiguió, desde el primer momento -desde la
cena a la que AnaCarla fue con el ojo pintado al óleo- "por su cara de bruto
latinoamericano", decía Caín; "porque es más joven que el marido y porque un pintor
atrae sexualmente más que un mercachifle", diría ella, que, en lugar de solidarizarse con
Albert, cuya situación se parecía a la suya, habría hecho extensivo a él su rencor a los
amantes. La verdad de madame Marcel -supongo, porque nunca nadie se lo preguntó- es
que esa relación no la comprometía ni obligaba a nada: para ella era, menos que una
aventura, algo como unas vacaciones con un leve y delicioso sobresalto por un riesgo
hipotético porque, le diría a Bruno, pocas posibilidades había de que su marido la viera
entrar o salir de ese edificio viejo frente al cementerio. Absurdo también porque, desde
otro punto de vista -y teniendo en cuenta la tradicional y xenófoba caricatura de la
mujer francesa-, podría entenderse esa relación como un convenio entre Viviane y
Albert Marcel, hombre de negocios antes que marido complaciente, quien a ese precio -
no demasiado caro para él, según cabía suponer- quizás obtendría los cuadros que
quisiera. Bruno, por su parte, encontraría en Viviane, según le diría a Caín, ese encanto
que suelen tener algunas europeas en quienes la edad parecería aumentar el encanto, a
condición de haberlo tenido cuando fueron más jóvenes.

AnaCarla, que ya no estudiaba, consiguió dar clases de español a algunos alumnos de


liceo atrasados en esa asignatura (ocupación que fastidiaba a Bruno porque "alteraba
todos los horarios de la pareja") lo cual, unido a las sesiones de baby-sitting (que
fastidiaban a Bruno, porque llegaba a veces pasada la medianoche y al acostarse junto a
él, "para formar una pareja de cadáveres de perfil", le despertaba y ella dormía hasta
tarde y era difícil trabajar "viéndola revolverse a sus anchas en la cama y hasta
roncando"), le permitía "contribuir con algo a los gastos de casa", lo que, decía él, era
eufemismo tratándose del taller exiguo. Ella no disponía de un local donde juntar a los
muchachos -"así podría ganar cerca de trescientos francos en una hora en lugar de
hacerlo en más de nueve horas de clases por semana, sin contar las de autobús y metro"-
, de modo que debía atravesar varias veces la ciudad de punta a punta para ir a darlas,
individualmente, en sus casas. Philippe Aslan era el único de ellos que pertenecía a una
familia acomodada, donde solían invitarla regularmente a almorzar, pagándole por una
hora más "puesto que estaban ocupando su tiempo". El cínico le hizo una escena
semanal -que era muy sospechoso que alguien la invitara semanalmente "porque sí",
peor aún que la pagaran por eso, que seguramente se encontraba una hora por semana
con alguien, quizás con el propio padre de familia, indudablemente viudo o divorciado,
en todo caso un viejo verde- y otra, peor, el 24 de diciembre. Habían invitado a Caín y
Rita de Bolivia y a Karen a la cena de medianoche, "para que parezca una familia",
dijeron. Con listones de madera envueltos en tiras de papel crepé verde y rojo,
temporalmente clavados a la percha despojada de abrigos y trapos, AnaCarla
confeccionó algo que recordaba, a la manera cubista, un árbol de Navidad. Hacia las
diez de la noche comenzó a arreglar para cinco personas la mesa grande de la entrada,
ocupación que siempre la excitaba por aquella "ceremonia inicial e iniciática, y no
repetido ritual por falta de dinero", como la llamaba Bruno.

Como una sorpresa, como un regalo anticipado para ambos (puesto que se había dado
modos para comprarle a Bruno un álbum con reproducciones de dibujos y acuarelas de
Egon Schiele, que para ser abierto esperaba las doce de la noche al pie del árbol junto a
otros paquetes menores: unos minúsculos frascos de mermeladas "de marca" para Caín
y Rita y una libreta de direcciones en cuero para Karen), AnaCarla le mostró,
sacándolos de entre la ropa de un baúl, un bote en porcelana de paté de foie gras aux
truffes y una caja de marrons glacés que los padres de Philippe le habían ofrecido para
las fiestas de fines de año. La violencia instantánea de Bruno le trizó la sonrisa, el bote
de porcelana y la Nochebuena: la acusó nuevamente de tener un amante, esta vez uno
que lo "ofendía doblemente" acostándose con su mujer y, "no contento con eso",
regalándole cosas que él jamás habría podido comprar. AnaCarla, súbitamente decidida
a no volver nunca más con él, fue a pasar la nochemala con Karen, llorando juntas sobre
una hamburguesa y una coca-cola, "comunión del siglo XX en una misa del gallo atea",
dijo, olvidadas ambas de la fiesta.

AnaCarla volvió, como ella misma sabía que iría a suceder, al taller ("No es que me
rebaje ni que me humille, le dijo a Karen, sino que, para ser justas, tendríamos que pesar
también, en el otro platillo, todo lo que en él es enriquecedor: su ternura ocasional, su
curiosidad intelectual, su pasión creadora y, en el balance, sale ganando"). Bruno,
cuando dejó de pegarla, solía decir que con AnaCarla aprendió cómo debía ser la
relación hombre/mujer. De ahí que Karen le dijera una vez y sin que él se enfadara: "Yo
tengo ternura y hasta gratitud por todas las mujeres que te han amado, particularmente
AnaCarla. Es como si entre ellas todas te hubieran hecho mejor y soy yo la que hereda
el hombre que formaron."). Pero poco después de las vacaciones de fin de año, un día en
que Philippe había enfermado y no pudo recibir su clase de español, por lo que tampoco
la invitaron a almorzar, AnaCarla regresó antes de la hora prevista (En la primera
versión del presente capítulo, me asombró ver que la frase continuaba así: "y encontró a
Bruno y Viviane Marcel en la cama". Sucede que había dejado pasar algún tiempo sin
escribir y al volver a la casa, al taller de la novela, los personajes habían hecho de las
suyas, aprovechándose de mi ausencia. Comprendí que la escena explicaba algunas
frases de AnaCarla, citadas más arriba, y le habría permitido decir un poco más abajo:
"Fue horrible, como si hubiera sido yo la que estaba allí, como si me viera desde afuera:
vieja, gorda, impúdica, diferente de lo que creo ser. Pero Bruno sí era él mismo, y eso
me dolía". La escena habría sido útil también para que, tras lo sucedido, Bruno dejara de
asediarla con sus celos en escenas a las que casi siempre ponía término con bofetadas y
golpes, habiendo llegado también a quemarle su ropa, la poca que tenía, para impedir
que saliera a la calle. Pero, por ignorancia o duda, realicé una encuesta personal entre
mujeres que saben de eso y de literatura, la que dio como resultado, por unanimidad:
que, aunque alguna vez alguien suele contar un caso como ése, a ninguna de ellas le
había sucedido nada semejante, ni a ninguna amiga más y menos cercana; que una
mujer jamás correría ese riesgo, habiendo hoteles por todas partes, más aún en París;
que, por ridículo que parezca, sigue siendo válido, para él o para ella, el tabú de la cama
donde ella o él se acuesta con otro u otra, particularmente si es su marido o su mujer o
lo que más se le asemeje.

Si de ocasionar una ruptura definitiva se trataba, el párrafo "Pero poco después de las
vacaciones de fin de año, un día en que Philippe había enfermado y no pudo recibir su
clase de español, por lo que tampoco la invitaron a almorzar, AnaCarla regresó antes de
la hora prevista" habría podido conducir a "y encontró a Bruno y Viviane tomándose un
trago que parecía amargo. Su entrada inesperada creó de súbito una situación incómoda,
como si de golpe los hubiera hecho sentarse sobre su culpabilidad, como sobre
alfileres". El le habría confesado todo, fabricándose después una filosofía de
supermercado, tardía, a posteriori: las ventajas de la serenidad de la madurez frente a la
pasión de la juventud, la utilidad para un artista de tener a su lado a alguien
perteneciente a otra cultura, la tranquilidad de una relación que no estuviera turbada ni
enturbiada por el amor. O sea, coincidiendo así con Rita de Bolivia, demostrar la teoría -
"axioma, Bruno, axioma"- de que el arte y el sexo, "que debe asociarse a la amistad y no
al amor" [axioma que duró sólo hasta cuando Karen, cansada de ese proselitismo sexual,
le dijo que, de acuerdo con su axioma, iba a proponerle a Caín que se acostara con ella,
puesto que eran amigos], constituían "la única respuesta válida a una sociedad
decadente, política, económica, social, intelectual y moralmente degradada", aunque sin
especificar si hablaba de la europea o de la latinoamericana. Y yastá. Pero, según la
misma encuesta, aquello habría sido una situación pobre, peor, barata, indigna de una
novela y más adecuada a una telenovela venezolana.

De modo que las repuestas a aquella investigación de la realidad hicieron que la relación
de AnaCarla con Bruno durara un poco más y que su ruptura fuera a tener una razón
menos vulgar y más lógica, aunque en el momento preciso él le diga que "no es por un
motivo fútil, no es inventado, imbécil, como en tu libro, sino causado por ti, porque de
qué éxtasis ni de qué pasión me vas a hablar ahora". O sea que, en resumen, lo único
importante de este capítulo, lo único que ha quedado intacto, es el hecho de que, tras
una nueva disputa, quizás más violenta que las anteriores, AnaCarla regresa,
temporalmente, aunque creyendo que sería definitivamente, a donde había vivido antes,
a como había vivido antes de él.)

"¿Qué habría hecho entonces, a dónde habría ido si no te hubiera tenido a ti?", le dice
ahora a Karen. Y ella, que ya nada tiene que perder, ayudada por el whisky se confiesa:
"Y yo, aunque me alegraba de que hubieras vuelto, quiero decir de que hubieras roto
con él, como parecía, odiaba verme obligada a compartir de nuevo contigo el studio
donde tú le esperabas y él iba a buscarte. Una vez, mientras dormías, me puse a mirarte,
tratando de ver el cuerpo que te veía él, no sé, las tardes. Es así que comenzó y después,
noche tras noche, terminé por amarte yo también. Habría sido tan fácil, durante tu
sueño, tocarte para tener el recuerdo de tu piel au bout des doigts. Pero no lo hice, como
si hubiera ido a ser una violación."

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