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Aquel seísmo

por Ignasi Raventós

El silencio era tan devastador como el escenario que tenía delante. Roy no escuchaba el
rugir de las excavadoras que avanzaban penosamente por aquella montaña de
escombros. No oía el ulular de las sirenas de los coches de bomberos, ambulancias y
policía. No atendía las órdenes del jefe de grupo que todavía no sabía a dónde dirigir a
sus hombres. No oía los ladridos de Salva, que le pedía que lo liberase de su correa para
ir a cumplir con su cometido. Roy sólo escuchaba el silencio. Un silencio que le anunciaba
que en ese lugar, el tiempo se había detenido. Ese silencio que él tan bien conocía.
“Temblor de tierra, de ochos grados en la escala de Ritcher, con epicentro en un
área residencial, a sesenta quilómetros al norte de la ciudad”, habían anunciado por los
altavoces del cuartel de bomberos, a las doce treinta y cuatro pm. Y sin hacerse
preguntas, se puso en marcha. El tiempo justo para equiparse, ir a buscar a Salva y
recibir las primeras informaciones sobre el lugar, los protocolos de actuación y las rutas
de acceso. Y luego el viaje en el furgón auxiliar, junto a sus compañeros. Todos en
silencio, atentos a la información que desde la central una voz iba desgranando a través
de la emisora de los bomberos. El seísmo estaba localizado en la urbanización Bellavista.
Un área amplia pero con poca densidad de habitantes. Construcciones modernas de
chalets, viviendas unifamiliares y casas adosadas. No había edificios altos ni grandes
espacios comerciales. Un primer cálculo, basado en el ceso del ayuntamiento donde
estaba adscrita la urbanización, estimaba en cinco mil las personas afectadas. “Serán
menos”, le dijo a su compañero Pablo cuando finalizó el informe. Roy conocía ese lugar.
Y sabía que siendo el mes de febrero, la tasa de ocupación era más baja. “Es una zona
de veraneantes, seguro que no habrá tantas víctimas” se dijo a sí mismo, como si esa
observación, esa esperanza, pudiese apartar de su mente el recuerdo del terremoto de
Haití.
Pero una vez más, se enfrentaba a la evidencia de un desastre de grandes
dimensiones. Ya no sólo era ese silencio. Era también la sensación de pisar cascotes.
Terreno irregular, polvoriento, que apenas una hora antes había sido un bonito porche de
suelo de mármol, la entrada de una magnífica mansión. Soltó a Salva. El perro se
encaramó a unas vigas desmembradas con agilidad y presteza. ¿Cuántas vidas había
localizado Salva en Haiti? !Y cuántas más hubiese podido salvar si el tiempo no hubiese
corrido tan inexorablemente en contra de las víctimas! Buen perro, Salva! Busca Salva,
busca! Y Roy no podía hacer más que seguirle. Afianzando sus pasos. Abriendo vías de
acceso a los compañeros que venían detrás suyo. El paisaje le resultaba familiar.
Fachadas caídas dejaban al descubierto espacios interiores. Habitaciones en la planta
alta que conservaban un trozo de suelo suficiente para sustentar milagrosamente una
mesita de noche, o un tocador junto a una pared, o un armario empotrado que perdió sus
puertas y mostraba su interior vacío. Curiosamente vacío. En Haiti, los armarios estaban
llenos de ropa. Ropa vieja, camisetas, pantalones gastados, todo colgando de sus
perchas, desafiando el vacío que el terremoto había abierto a sus pies. En Haiti, las
paredes mostraban las marcas de los cuadros, los desconchados de la pintura, la
superposición de papeles pintados, los garabatos de los niños, los posters de los
cantantes admirados por las adolescentes. En Haiti, había enseres personales de todo
tipo esparcidos en grandes áreas. Y gente merodeando, gente revolviendo, buscando,
llorando. Pero ahí, en esa gran Mansión que el terremoto había partido por la mitad, todo
parecía vacío. No había nada que describiera la vida los habitantes de la casa. Sí,
momentos antes, desde el furgón de bomberos, había visto lujosos coches aplastados en
sus garajes. Había visto piscinas desangrándose a través de las grietas que el terremoto
había abierto en el fondo. Había visto árboles caídos sobre céspedes recién cortados el
día anterior, verjas de entrada retorcidas y desquiciadas, celosías venidas abajo. Pero
eso, no era señal de vida. No era más que indicios de una forma de vida. Ahora,
avanzando paso a paso sobre los restos de la casa, veía paredes impolutas, sin marcas
de cuadros. Los gruesos cristales de las ventanas que habían resistido estaban limpios.
Los muebles que conservaban su verticalidad y emplazamiento, parecían como si no se
hubiesen usado nunca. No vio muñecas de niña, ni juguetes de ningún tipo, ni trastos de
cocina desparramados, ni alimentos. Nada. Sólo casquetes de hormigón y hierros
retorcidos. Se preguntó si en esa casa había vivido alguien. Empezó a dudar de si valía la
pena seguir buscando. Quizás en la siguiente casa habría alguien a quien salvar. Quizás
la urbanización entera estaba vacía y sus habitantes llegarían en pocos minutos para
interesarse por sus posesiones. Pero no era el momento de hacer conjeturas. Sigue
buscando , Salva, busca, que aquí puede haber vida.

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