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“LA PROBLEMÁTICA DEL ENVEJECIMIENTO

HUMANO”

IMPLICACIONES Y TRASCENDENCIA

PSICOSOCIO-POLÍTICA Y CULTURAL

TAMER
2
PRIMERA PARTE
LA PROBLEMÁTICA DEL ENVEJECIMIENTO HUMANO:
IMPLICACIONES Y TRASCENDENCIA
PSICOSOCIO-POLÍTICA Y CULTURAL

CAPÍTULO I
EL ENVEJECIMIENTO HUMANO:
REPERCUSIONES PERSONALES Y SOCIALES

Concepción de envejecimiento.

El proceso de “maduración” y de “envejecimiento” humano tanto en


sus estructuras como en sus funciones, es un proceso individual y
colectivo a la vez, continuo y cíclico, eminentemente personal. Se da
dentro del contexto de interrelaciones de variables físicas, químicas y
biológicas por un lado, con otras que son de carácter psíquico, cultural
y social.

Las características que van tomando dichos procesos se ven


afectadas por las rápidas transformaciones que se producen
constantemente en el medio social humano. Algunas de las causas
que dinamizan los cambios ecológicos, sociales, económicos,
sanitarios, biológicos y psicológicos que ocurren en las sociedades
son la industrialización de las actividades humanas y su tecnificación
progresiva, la intensa urbanización de las poblaciones, el crecimiento
demográfico, el desarrollo económico, los niveles de vida y las
desigualdades sociales y económicas.

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No es difícil observar las contradicciones en las que vivimos. Si bien
algunos de estos cambios resultan beneficiosos para la vida de las
personas, la mayoría de ellos son desfavorables al generar nuevos
riesgos y nuevos problemas sociales como sucede con los relativos a
la morbilidad, al envejecimiento prematuro, a la escasa longevidad y a
la falta de trabajo tanto para los jóvenes como para los adultos y los
senescentes aún activos.

Tanto el desarrollo como el envejecimiento del hombre como ser vivo,


son el resultado de la interrelación entre la “información genética” (ya
que el programa del desarrollo del individuo está inscrito en el “código
genético” de cada especie viva) y todas las variables naturales y
socioculturales que constituyen el ambiente(a) en el que se desarrolla
la vida humana desde que se nace hasta que se muere. Esta situación
se repite en cada uno de nosotros, pero no en forma mecánica ni
absoluta sino en forma dinámica, activa, de modo que dicha
interrelación es variable, cambiable, particular.

Es necesario reconocer al envejecimiento endógeno o genético como


proceso natural de declinación funcional del organismo humano, como
uno de los períodos de nuestro “ciclo vital”, que responde a una
exigencia de la vida y de la evolución de la especie. Sin embargo,
también es importante destacar que el proceso de envejecimiento del
hombre está particularmente afectado por los múltiples factores
exógenos que pueden actuar acelerando ese proceso o anticipándolo,
o bien, pueden retardarlo prolongando el período adulto o extendiendo
la senescencia, si predominan no los “riesgos” biológicos, sociales y
psicológicos sino los factores favorables a la salud y al bienestar
personal y social.

En consecuencia, es posible señalar que el envejecimiento es un


hecho “normal” puesto que es una “norma” en todos los individuos de
la especie humana y en todas las especies vivas. Aparece como
“natural” por el hecho de ser inherente al mecanismo mismo de la vida
en todas las especies vivas, es decir, como producto de la evolución.
Sin embargo, los procesos individuales del envejecimiento son muy
variables en el tiempo, en la causalidad asociada y en el individuo en
el que adquieren características personales.

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Si bien es aceptado el envejecimiento humano como algo que
acontece de manera universal, aún no existe consenso con respecto a
la naturaleza y características de la etapa de la vejez. Ello se deriva de
las divisiones cronológicas de la vida humana que al no ser absolutas
no guardan una real correspondencia con sus ciclos vitales.

La vejez no es definible por simple cronología sino más bien por las
condiciones físicas, funcionales, mentales y de salud de las personas
analizadas. De este modo, pueden observarse diferentes edades
biológicas y subjetivas en personas con la misma edad cronológica lo
cual ocurre porque el proceso de envejecimiento es personal y cada
sujeto puede presentar involuciones a diferentes niveles y en diversos
grados al declinar ciertas funciones y capacidades más rápidamente
que otras.

La “longevidad” se refiere a la extensión de la vida en cada individuo.


Este valor no es extrapolable a toda la población porque su variación
es muy grande, variación que está condicionada por la vida social.

Según estudiosos de la epidemiología de la vejez,1 la longevidad


potencial del hombre se calcula, en relación al período de desarrollo
máximo del individuo, entre 120 y 130 años para el ser humano, aun
cuando se conocen casos de más de 140 años vividos.

Se sabe, con cierta precisión, cuál es la normalidad para el niño y el


adulto, pero no pasa lo mismo respecto del anciano. Para ello será
necesario distinguir el concepto de vejez fisiológica o normal (el
proceso normal de involución tisular) del concepto de lo que es
patológico. En este sentido la geriatría, como rama de la medicina, se
preocupa de los problemas fisiológicos y patológicos del adulto
anciano y, en una forma más amplia, del individuo que ha pasado la
edad media de la vida; estudia la morbilidad del anciano y su atención.
La gerontología, por su parte, se ocupa de estudiar los cambios
epidemiológicos, físicos y psicológicos que se van produciendo con el
proceso normal de envejecimiento humano.

Desde un punto de vista fisiológico, el envejecimiento tisular comienza


cuando termina el período de crecimiento, lo cual ocurre en el ser
humano entre los 25 y 30 años. El proceso es gradual, progresivo y
sólo se objetiviza después de los 40 años cuando el desgaste de los

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tejidos en relación con el potencial de reparación del organismo se
hace evidente.

En general, se distinguen tres etapas en el proceso clínico del


envejecimiento:2

1. Madurez avanzada: entre los 45 y los 60 años.

2. Senectud: entre los 60 y los 75.

3. Senilidad: más allá de los 75.

Esta división es bastante relativa pues como ya se mencionó, el


envejecimiento se desarrolla en forma diferente de acuerdo con
factores individuales y sociales y no sigue una cronometría rigurosa en
cada persona. Las poblaciones que viven en zonas subdesarrolladas y
con bajos niveles de vida envejecen prematuramente, el organismo se
deteriora al enfrentar más riesgos y el individuo envejece antes de lo
que normalmente debería suceder. Esto se da no sólo en lo que
respecta a la mayor morbilidad clínica que apresura el envejecimiento,
sino por la lucha constante por sobrevivir, lo que se convierte en factor
de tensión y de envejecimiento prematuro en las poblaciones
empobrecidas.

El individuo viejo es distinto del adulto en los planos citológico,


anatómico, fisiológico, bioquímico y psicológico por lo que resulta
lógico que tanto su reacción frente a la enfermedad como sus valores
de normalidad sean diferentes. Teóricamente, el hombre debería
envejecer a través de un proceso normal y llegar a la senectud y
senilidad sin una patología exclusiva o necesariamente agregada. Lo
normal en la vida es ir pasando por las diferentes etapas del ciclo vital
sin enfermarse obligadamente. Desde el punto de vista psicológico,
correspondería ir pasando de una a otra etapa en forma consciente y
paulatina, encontrando en cada una de ellas su propio significado al
igual que nuevos valores y objetivos.

El error cometido bajo influencia del modelo médico, es el concebir la


vejez como una enfermedad o como un ciclo vital cargado de
patología propia, cuando ésta no es sino la acentuación de problemas
que ya existen en la edad adulta. Un ejemplo de ello es que por años
se consideró la hipertensión arterial, la arteriosclerosis y los cánceres

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como enfermedades degenerativas de los viejos. Hoy se sabe que
estas tres patologías se presentan en todas las edades de la vida,
incluso en la niñez. En lo que respecta a la demencia senil, es una
patología que no representa más del 5 al 6% en la población mayor de
65 años. Más numerosos son los síntomas de insatisfacción
existencial (soledad, angustia, stress, aburrimiento) como
consecuencia de la inactividad física y mental y la falta de sentido de
sus vidas.

Si bien existe relación entre edad cronológica y proceso de


envejecimiento, dicha relación no es de índole causal puesto que no
es la edad en sí misma sino el “cómo se la vive” lo que se relaciona
causalmente con el envejecimiento.

Por lo tanto, es válido distinguir, de acuerdo con H. San Martín y V.


Pastor, entre la edad biológica o funcional, la psíquica o mental, la
subjetiva o fenomenológica y la social.3

Con respecto a la “edad biológica o funcional” nos dicen que


corresponde a etapas en el proceso de envejecimiento. Ellas, a su
vez, corresponden a etapas en el proceso lento de declinación o de
limitación de las capacidades de adaptación del individuo. La edad
biológica puede corresponder a la edad cronológica pero no es ley, de
modo tal que factores ambientales y psicológicos producen grandes
variaciones individuales.

La evolución continua y progresiva del envejecimiento, a partir de la


maduración del organismo, parece indicar la existencia de un proceso
determinado genéticamente, en cada especie viva, por factores
endógenos, lo cual no impide la influencia de factores exógenos que
introducen gran variación en el ritmo y velocidad del proceso en el
caso del hombre. Por lo tanto, se puede concluir que el envejecimiento
biológico (edad biológica) es diferencial, es decir, de órganos y
funciones; es también multiforme, lo que significa que se produce a
varios niveles: molecular, celular (núcleo, citoplasma, membrana
celular), tejidos, órganos, sistemas orgánicos, resultando estructural y
funcional al mismo tiempo.

La “edad psíquica o mental” cuyo nivel representa el envejecimiento


psicológico se manifiesta en alteraciones diversas, psicosociales y
psicoculturales las cuales podrán o no tener derivaciones patológicas

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según la concepción de vejez y de desarrollo personal que predomine.
Así, por ejemplo la angustia que se produce en el anciano frente al
decaimiento de sus propias capacidades lo puede llevar a pulsiones
destructoras que lo conduzcan al suicidio o a otra agresión.

La regresión narcisista está ligada a una pérdida de la “estimación de


sí mismo” frente a la imagen de sí mismo que se hace el anciano,
imagen siempre desvalorizada por pérdida de la identidad social
(jubilación, inactividad, pérdida de la autonomía, etc.). Este cuadro
psicológico es más frecuente y violento en los hombres que en las
mujeres, tal vez porque aún, en ellos, la pérdida del rol es más fuerte
por razones sociales y psicosociales.

La “edad subjetiva o fenomenológica” se refiere a aquélla que la


persona siente honestamente tener desde el punto de vista físico,
mental y social. Corresponde a la percepción del envejecimiento por la
persona que lo experimenta como un sentimiento de haber cambiado
con la edad (capacidades biológicas, funciones, vitalidad, etc.) o de
ser el mismo de antes.

La “edad social”, en cambio, hace referencia a la representación social


dominante de la vejez. A veces, es tan precisa que se hace oficial y se
institucionaliza como sucede con la “jubilación” que no necesariamente
significa “vejez” ni incapacidad para el trabajo. Pero aun en los que no
trabajan se produce socialmente la representación del envejecimiento
más por la edad cronológica que por los síntomas físicos, biológicos,
funcionales y mentales que manifiesta el individuo. La familia, los
amigos y la sociedad esperan de los mayores que cumplan todo un
sistema de actitudes y de comportamientos que caracterizan al viejo
en la sociedad, cuestión que es propia de la tradición cultural y
totalmente convencional.

Cada sociedad, desde la antigüedad, define las etapas etarias de la


vida del individuo y fija las condiciones de acceso de una a otra. De
modo tal que el envejecimiento social puede identificarse por las
características que se le asignan a la persona en determinadas
edades que la sociedad considera “vejez”.

Ser socialmente viejo implica ser reconocido como viejo por la


sociedad en que uno vive y por sus instituciones. Un ejemplo de ello
es la jubilación que, en las sociedades actuales, representa la marca

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oficial del “ser viejo” y del regreso a la dependencia económica y
social.

El envejecimiento social se traduce en una sucesión de cambios


irreversibles, muchas veces críticos tales como la pérdida o
disminución de roles sociales, familiares, profesionales, la disminución
de los ingresos o la limitación de las relaciones sociales. Sin embargo,
el envejecimiento social es, al igual que el biológico, de tipo diferencial
entre las personas y de un grupo social a otro ya que está marcado
por la clase social y la historia familiar y personal del anciano, su
preparación técnica o profesional, su proyección laboral.

Si bien, cada vez más se advierte la complejidad implícita en el


proceso de envejecimiento, aún hoy la mayoría de las tentativas
destinadas a definir o describir tal proceso parten de fundamentos
biológicos y se orientan con las teorías biológico-fisiológicas lo cual
lleva a concebir la gerontología como un ámbito propio de la ciencia
médica.

Tal enfoque deja de lado, explícita e implícitamente, una concepción


de persona como unidad indisoluble y centro de repercusión de los
cambios que se dan en cualquiera de sus dimensiones. Desde este
punto de vista, el objeto de la investigación gerontológica sólo tendrá
sentido si en vez de circunscribirse a la edad avanzada considera el
“proceso de envejecer” como una totalidad que hay que abordar
interdisciplinariamente debido a su carácter complejo y sistémico.

En consecuencia, interesa considerar los aportes de la psicología


evolutiva del ciclo vital que permitan comprender mejor el
envejecimiento personal. Sin embargo, y a los efectos de un mejor
esclarecimiento al respecto, conviene previamente aclarar los
términos: “desarrollo”, “evolución” y “devenir” ya que se prestan a
confusión y malentendidos conceptuales.

Con el concepto “desarrollo” se hace referencia a una serie de


cambios orientados a un fin, dentro de un determinado espacio de
tiempo. B. Lievegoed4 distingue entre “cambio”, “crecimiento” y
“desarrollo”. “Cambio” significa solamente que no hay momento
estático, que todo se mueve en la corriente del tiempo. El cambio sólo
es interesante cuando sigue un determinado sistema, pues puede
hablarse de una cierta regularidad, que corresponde a la normalidad

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descrita por las ciencias naturales. “Crecimiento” es un cambio
sistemático, en el cual un determinado factor, dentro de un sistema,
gana en cantidades, magnitudes o peso. “Desarrollo” es un
crecimiento en el cual aparecen cambios estructurales en
determinados puntos dentro de un sistema de conjunto.

Una teoría dinámica de la personalidad entiende la noción de


“desarrollo” no en su forma tradicional de “configuración activa”, de
“despliegue de disposiciones” que concluyen al final de la
adolescencia sino como “enfrentamiento activo con la oportuna
situación vital” (Erikson, Havighurst, Thomae, Lehr). En este último
sentido implica “una modificación de las vivencias y del
comportamiento humano en el curso de un proceso vital que abarca
desde el nacimiento a la muerte”.5

Para los teóricos de la Life Span Developmental Psychology


(Psicología del Desarrollo Continuo), entre los que pueden citarse a
Havighurst, Neugarten, Goulet y Baltes, el proceso de desarrollo dura
toda la vida, no tiene un tiempo definido y determinado de duración.
Implica el principio de enfrentamiento con una situación vital que lleva
necesariamente a desplegar una nueva e inédita respuesta, una nueva
orientación. Este concepto de desarrollo permite concebir la vejez
como otra etapa de vida y no reducirla a involución o regresión.

Según Charlotte Bühler “desarrollo” es un cambio bajo las leyes de


maduración en una determinada dirección. El proceso de desarrollo
transcurre per definitionem de modo discontinuo. De acuerdo a ello se
puede decir que desarrollo es crecimiento de crisis estructural en crisis
estructural. En este sentido es importante destacar que la formación
de la persona es posible en la medida en que se vayan superando, a
través de las distintas fases de la vida, las crisis típicas o propias que
cada una de ellas le va presentando.

La vejez, al igual que las otras etapas de la vida, tiene su propio


conflicto originado, en este caso, entre la aspiración natural al
crecimiento y la decadencia biológica y social que vivencia. El
enfrentamiento de ambas dimensiones provoca una situación de crisis.

El sentido originario de “crisis”(b) es “juicio” (en tanto que decisión final


sobre un proceso), “elección” y, en general, terminación de un
acontecer en un sentido o en otro. La crisis “resuelve” pues, una

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situación, pero al mismo tiempo designa el ingreso a una situación
nueva que plantea sus propios problemas. En el significado más
habitual de “crisis” es dicha nueva situación y sus problemas lo que se
acentúa. Por este motivo se suele entender por crisis una fase
peligrosa de la cual puede resultar algo beneficioso o algo pernicioso
para quien lo experimenta.

En general, no puede, pues, valorarse a priori una crisis positiva ni


negativamente, ya que ofrece por igual posibilidades de bien y de mal.
Pero ciertas valoraciones anticipadas son posibles tan pronto como se
especifica el tipo general de crisis. Por ejemplo, se supone que una
crisis de crecimiento de una persona puede ser beneficiosa.

Una característica común a toda crisis es su carácter súbito y, por lo


usual, acelerado. La crisis no ofrece nunca un aspecto “gradual” y
“normal” además parece ser siempre lo contrario de toda permanencia
y estabilidad.

La crisis personal designa una situación en la cual la realidad humana


emerge de una etapa “normal” o —pretendidamente “normal”— para
ingresar en una fase acelerada de su existencia, fase llena de peligros,
pero también de posibilidades de renovación. En virtud de tal crisis se
abre una especie de “abismo” entre un pasado —que ya no se
considera vigente e influyente— y un futuro —que todavía no está
constituido. Por lo común, la crisis humana individual es crisis de
creencias y, por lo tanto, el ingreso en la fase crítica equivale a la
penetración en un ámbito en el cual reinan, según los casos, la
desorientación, la desconfianza o la desesperación.

Lo característico de la vida humana es el aspirar a vivir orientada y


confiada, por ello es usual que tan pronto como esta vida entra en
crisis busque una solución para salir de la misma. Esta solución puede
ser de muy diversos tipos: en ocasiones es provisional —como cuando
la vida se entrega a los extremos opuestos del fanatismo o de la ironía
desesperada— otras veces es definitiva —como cuando la vida logra
realmente sustituir las creencias perdidas por otras.

Se puede decir que la crisis y el intento de resolverla son simultáneos.


Sin embargo, dentro de estos caracteres comunes hay múltiples
diferencias en las crisis. Algunas son más “normales” que otras: son
las crisis típicas para las cuales hay soluciones “prefabricadas”. Otras

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son de carácter único y exigen para salir de ellas un verdadero
esfuerzo de invención y creación. Algunas son efímeras, otras son
más “permanentes”. Unas son parciales, otras son —por lo menos
relativamente— totales. Una cuidadosa descripción de las notas
específicas de cada crisis debe preceder a todo análisis general de
ella y en particular a toda formulación de hipótesis sobre sus causas.

En cuanto al término “evolución” si nos atenemos a su significado


originario (evolutio, del verbo evolvo), dicho vocablo designa la acción
y efecto de desenvolverse, desplegarse, desarrollarse algo.

La idea o imagen que suscita “evolución” es la del despliegue,


desarrollo o desenvolvimiento de algo que se halla plegado (o
replegado), arrollado o envuelto. Una vez desenvuelta o desplegada,
una realidad puede revolverse o replegarse. A la evolución puede
suceder la involución.

Entendemos que este concepto puede ser válido para referirse más
bien al desarrollo biológico, pero resulta inapropiado en relación a la
persona humana en su totalidad.

Con respecto al galicismo “devenir” (c) si bien ya es de uso corriente


en la literatura filosófica en lengua española, su significación no es
unívoca. A veces se usa como sinónimo de “llegar a ser”, a veces se
considera equivalente a “ir siendo”, a veces se emplea para designar
de un modo general el cambiar o el moverse los cuales suelen
expresarse por medio del uso de los correspondientes sustantivos:
“cambio” y “movimiento”.

En razón de ello, es conveniente distinguir el devenir como devenir


cualitativo (que puede llamarse “cambio”) y el devenir como devenir
cuantitativo (que puede calificarse de “movimiento”).

Dentro de esa multiplicidad de significaciones parece haber un núcleo


significativo invariable en el vocablo “devenir”: es el que destaca el
proceso del ser o, si se quiere, el ser como proceso. Por eso, es
habitual contraponer el devenir al ser en un sentido análogo al que en
el vocabulario tradicional se contrapuso el in fieri al esse para expresar
el hecho de estar haciéndose.

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El vocablo “devenir” es el más apropiado para referirse a los cambios
que se van dando en el ciclo vital del hombre. Este vocablo ofrece
varias ventajas sobre el término “cambio” pues este último es más
restringido. Entre ellas cabe mencionar, por una parte, el ser capaz de
designar todas las formas del llegar a ser, del ir siendo, del cambiarse,
del acontecer, del pasar, del moverse, etc. Por otra, el ser susceptible
de tomar un sentido más propiamente filosófico que otros vocablos, en
parte porque su significación resulta más natural que la de los otros.

Los términos antes mencionados, cuando se refieren al proceso de


envejecimiento humano, requieren una clara y definida interpretación
en su sentido total, puesto que conllevan, muchas veces, una
concepción funcionalista y determinista sobre el mismo.

Desde nuestra concepción de la existencia humana, el concepto de


desarrollo existencial más importante es el de “llegar a ser”. La
existencia nunca es estática: siempre está en proceso de llegar a ser
algo nuevo, de trascenderse. La meta es llegar a ser completamente
humano, es decir, realizar todas las potencialidades de ser-en-el-
mundo o Dasein (d). Este es un proyecto infinito y difícil porque la
elección de una posibilidad siempre significa excluir todas las demás.

Es responsabilidad de toda persona libre (con lo cual se rechaza el


concepto de causalidad y determinismo en la conducta) realizar tantas
posibilidades de ser-en-el-mundo como le sea posible puesto que
siempre habrá que contar con la base de la existencia —el
lanzamiento en el mundo— que establece límites precisos al devenir
de una persona.

Si tomamos en cuenta el desarrollo biológico es fácil observar que


éste tiende hacia una finalidad. Todo organismo vivo, desde su inicio,
mantiene un proceso de crecimiento cuantitativo y cualitativo hasta
alcanzar su conformación como organismo maduro, según su especie,
el cual es seguido, a su vez, por otro proceso que es de deterioro e
involución hasta su muerte. El hombre, no constituye una excepción a
esta ley inherente a lo vivo.

Desde una concepción antropológica que reconoce tanto la dimensión


biológica como la psicológica, la socio-cultural y la espiritual en íntima
imbricación personal, resulta impropio reducir el proceso de
envejecimiento humano a un mero proceso biológico, sino más bien,

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exige analizarlo en el contexto total en que se produce: la naturaleza
compleja de la persona humana y la naturaleza compleja de las
sociedades humanas.

Si nos ubicamos en las últimas etapas de la vida y más


específicamente en la vejez ésta se presenta, para algunos, los más
fatalistas, siguiendo el modelo deficitario, como una etapa de
deterioro, decadencia, desgaste a la que le sigue irremediablemente la
muerte. Otros, en cambio, tratan eufóricamente de ocultar todo
aspecto negativo y la perciben como la cúspide, la plenitud del
perfeccionamiento, como una edad de serenidad y sabiduría.

Aparecen así dos dimensiones contradictorias de la misma vivencia: el


declinar inevitable y la aspiración a la plenificación personal. En
realidad, no es una u otra situación sino que la vejez implica tanto
posibilidades de acrecimiento cualitativo como de deterioro progresivo
e irreversible.

Entendemos, al igual que J. Laforest que del conflicto entre ambas


dimensiones resulta una situación de crisis. Por ello, “el arte de ser
anciano consiste en solucionar una crisis ontológica entre la aspiración
innata al crecimiento y la experiencia de un irreversible declive”. En tal
sentido, ese autor define la vejez como “una situación existencial de
crisis, resultado de un conflicto íntimo experimentado por el individuo
entre su aspiración natural al crecimiento y la decadencia biológica y
social consecutiva al avance en años”.6

Entender la vejez como crisis existencial permite superar las


definiciones parciales que acentúan ya sea su dimensión biológica,
cronológica o social. También lleva a reconocer su propia dinámica al
quebrar el conflicto, producto de modelos contradictorios de
envejecimiento y a aceptar la dialéctica que se establece entre los dos
polos existenciales: el desgaste e involución normal del organismo
humano y el devenir personal.

Desde una perspectiva de normalidad, una persona sana, madura,


integrada, asume el envejecimiento personal como un proceso natural,
implícito en la condición humana. En coincidencia con Langarica
Salazar es válido entender que “envejecer es una vivencia personal,
impredecible, única en nuestra existencia: es la gran lección que día a
día nos da la vida”.7

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Plantear el envejecimiento humano desde un enfoque integrador
significa considerar todos los aspectos tanto personales como sociales
que ello involucra. Un tema central para su comprensión es la relación
entre salud y envejecimiento, la cual involucra el bienestar y la calidad
de vida de las personas mayores.

Salud y envejecimiento

Existen grandes lagunas en el conocimiento del estado de salud de las


poblaciones de edad avanzada como consecuencia de los problemas
de conceptualización y definición de la salud y de las dificultades para
medirla.

La salud es un proceso complejo, dinámico, dialéctico, de equilibrio


inestable, función de una enorme cantidad de factores de distinto
orden. La Organización Mundial de la Salud la ha definido como “el
estado de completo bienestar físico, psíquico y social y no sólo como
la ausencia de enfermedades”. Así entendida, parece una meta un
tanto utópica más que una realidad posible de lograr.

Desde el punto de vista biológico, la vida y la salud no tienen otro valor


posible que el biológico, es decir, el continuar viviendo, que es la
finalidad de ella.

Desde un punto de vista social el hombre si bien es visto como un ser


humano, con igual valor para todos, suele ser considerado como un
ser productor (homo economicus) con valor económico.

Entre estas dos variables, la biológica y la económica, se producen


toda clase de contradicciones y situaciones de menoscabo personal.
Se puede calcular el “costo de la vida” o el “costo de la salud” de un
hombre, pero estas dos condiciones no tienen “precio” puesto que la
persona humana es un valor en sí misma, es la síntesis de todos los
valores, constituye el supremo valor. Sin embargo, según sea la
concepción de sociedad en que nos ubiquemos, muchas veces el
costo de la vida humana y de la salud se presentan como relativos, es
decir, dependen del tipo específico de sociedad, de los valores
culturales, de la capacidad de producción y, en este caso, de la edad,
sexo, etc., todo lo cual genera apreciaciones desiguales en las
diferentes etapas de la vida frente a la salud, a la enfermedad y a la
muerte.

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La concepción de salud no debiera reducirse a entenderla sólo como
un proceso de adaptación ecológica necesario para la vida. Ella debe
incluir además, la capacidad de desarrollar una perspectiva
integradora de la realidad y construir con ésta vínculos activos y
transformadores que permitan satisfacer las necesidades crecientes
de un ser en permanente evolución psicocultural y social.

Como el proceso de la vida es una situación permanente de equilibrio-


desequilibrio ecológico, el funcionamiento del sistema orgánico y
mental no puede ser sino una situación permanente de funcionalidad
en variación normal-anormal, con diferentes niveles de gravedad.

La situación de salud física y mental es una cuestión de grados, ella


no puede ser absoluta por la complejidad variable de la relación
organismo-ambiente. El individuo la siente como “alegría de vivir” o
como armonía entre el organismo biológico-mental y el ambiente
cultural-social que incita a la acción, a la creatividad. La comunidad,
frente a un ambiente social saludable, vivencia lo que llamamos
bienestar social.

La situación de enfermedad la siente el individuo a través de la


incapacidad que produce el no lograr la armonía necesaria entre su yo
y su ambiente; la comunidad la siente como un riesgo de muerte que
es preciso eliminar o prevenir para poder continuar viviendo.

Una persona podría, teóricamente, vivir sin enfermar hasta llegar a su


muerte natural después de haber vivido la longevidad máxima. Si bien
esta posibilidad existe, no es muy frecuente debido al ambiente social
humano cargado de riesgos para nuestro organismo. Sin embargo, la
gente podría seguir viviendo hasta llegar a los límites, siempre
relativos, de la capacidad estructural y funcional determinada por la
dotación biológico-genética. Esto afirmaría la tesis de que la vejez no
es una “enfermedad obligatoria” para todos y que una persona puede
morir sin enfermar.

Si entendemos la salud como una situación de funcionalidad física,


mental y social normal ella debiera contribuir, en el caso de los
ancianos, a que el proceso del envejecimiento se desarrolle
normalmente.

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Los problemas de salud-enfermedad están estrechamente ligados al
modo de vida humano y no pueden ser aislados del contexto social en
el que se producen. Desde esta perspectiva, las ciencias médicas no
constituyen el todo de la salud. La salud o la enfermedad personal o
de la comunidad son el resultado tanto del grado de desarrollo
personal y social como de la calidad del medio ambiente creado y
desarrollado por el hombre.

En consecuencia, si bien se entiende que los problemas de salud


competen a la medicina y a las ciencias de la salud debido a la
naturaleza biológica de los mismos, no por ello debe serlo de manera
exclusiva ya que si destacamos la multicausalidad social, cultural,
psicosocial, económica, ecológica y política que los origina, lo correcto
es abordarlos desde su total complejidad e interdisciplinariamente.

Al respecto, es importante observar que:

si las estrategias utilizadas por la medicina


moderna fracasan en alcanzar los objetivos
deseados, a pesar de su progreso técnico, es
porque ellas se polarizan demasiado sobre el
individuo y sobre la enfermedad ya declarada y
no sobre la unidad ecológica y social, ambiente
/ población, que está en el origen de la
enfermedad. En la realidad histórica, la
morbilidad extrema que sufrimos y la
mortalidad temprana forman parte integrante de
nuestras condiciones de vida social y cultural
en permanente cambio.8

Desde una concepción antropológica que considera al ser humano en


su multidimensionalidad: cuerpo, psiquis y espíritu, el concepto de
salud no puede quedar restringido al plano biológico y psíquico sino
que debe abarcar a la persona en su integridad y en su red de
vinculaciones sociales y culturales propias del momento histórico.

En ese sentido, la salud, se entiende como la capacidad de luchar en


la vida, de responder y crear en el seno de una comunidad compleja y
móvil. Tal concepto, es corroborado en el pensamiento frankleano
para quien el hombre es sano porque el eje de la persona va más allá
de la enfermedad. Por ello, se afirma que la neurosis y la psicosis son

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auténticas “formas de ser y estar en el mundo” que pueden
condicionar, pero no determinar al hombre que las porta.

En consecuencia, la salud tanto individual como social, es


responsabilidad de cada uno y no exclusivamente de los servicios
sanitarios y sociales. Es la búsqueda de la armonía entre la propia
interioridad y el medio en que se desenvuelve la cotidianeidad de la
existencia.

De lo anteriormente expuesto pueden derivarse importantes


consecuencias para la salud y la vida digna de las personas en
cualquier edad, en especial si consideramos la vejez, una de las
etapas menos valorada en cuanto a condiciones y posibilidades no
sólo por la sociedad global sino hasta por los mismos mayores.

El envejecimiento y su relación con el bienestar y la calidad de


vida.

Si desde otra perspectiva ponemos el acento en el análisis de la


naturaleza compleja de las sociedades humanas, se puede advertir
que el aumento de la vida media de la población no significa
necesariamente una mayor longevidad del individuo. En tal caso,
parecería más bien que los problemas de envejecimiento prematuro y
de salud en los ancianos debieran abordarse mucho más en términos
de “calidad de vida”(e) y de “bienestar” de las personas que en
términos de esperanza de vida, aún cuando esos dos aspectos no
sean excluyentes. Esto quiere decir que en nuestras sociedades
humanas, la noción de vejez debiera estar en gran parte determinada
por la calidad de vida y por el bienestar social tanto como lo está la
“esperanza de vida al nacer” y la “esperanza de salud” para vivir más,
lo cual indica la interrelación de estos procesos y la extremada
complejidad de su causalidad.

Ante ello, convendría analizar la noción de bienestar y de calidad de


vida que se conciben más apropiadas para la comprensión del tema
de estudio desde la concepción personalista con que se lo aborda.

El concepto de bienestar, que el común de la gente, tiene es bastante


abstracto, teñido de subjetivismo y, por lo tanto, resulta ambiguo,
impreciso. En el término bienestar confluyen otras nociones que no
siempre corresponden con el estricto sentido del “bien-estar” como por

18
ejemplo: “desarrollo económico”, “riqueza individual o familiar”, “nivel
de vida”, “estado de salud”, “longevidad individual”, “servicios
médicos”, “ingresos o salarios”, “satisfacción de necesidades”,
“satisfacción de deseos”.

Para algunos autores, la satisfacción de las necesidades de la especie


humana es lo que condiciona lo que llamamos calidad de vida y ésta
es, a su vez, el fundamento concreto del concepto de bienestar social.9

Otros, preferentemente, relacionan el concepto de “satisfacción” a los


“valores” humanos. El contenido de la satisfacción está ligado al valor
que cada cual concede a las cosas de la vida: a un fenómeno, a una
situación o a la vida humana misma. En esta forma la satisfacción es
considerada como una concordancia entre lo que es realmente y el
modelo o imagen que tenemos de lo que es; la falta de concordancia
produce la insatisfacción.10

El término bienestar social se usa para significar la satisfacción global


de los individuos y de la sociedad, en su conjunto, en relación a la
existencia personal y a la vida social; este concepto tiene bases
objetivas y fuertes connotaciones subjetivas, particularmente, en el
sentido de aspiraciones. Esto se debe a que el concepto de bienestar
social está estrechamente relacionado con el funcionamiento de la
sociedad, con los valores y las normas sociales, con las relaciones
sociales, con las aspiraciones de las personas, pero sobre todo, con la
satisfacción de las necesidades fundamentales del hombre.

Las necesidades del hombre no son simples demandas biológicas,


psicológicas, sociales, económicas, determinadas para siempre sino
que se presentan como situaciones dinámicas, variables, transitorias,
originadas en las estructuras y en la dinámica de nuestras sociedades
y, particularmente, en las relaciones psicosociales y psicoculturales.

El concepto concreto de “bienestar social” es un término general, que


tiene connotaciones de una aspiración más que de una condición
específica existente, aun cuando su expresión más consistente es la
de “calidad de vida”.

El bienestar individual y colectivo está relacionado directamente con el


contexto social global y complejo en el que cada sujeto está inserto.
Por ello, el análisis de las relaciones de la persona con “su” ambiente

19
(inserción socioprofesional, clases sociales) permite identificar los
elementos para una política de bienestar social. Este análisis no es
simple porque el cuadro social es de una complejidad de tipo
sistémico, es decir, de asociaciones causales sistémicas y no de
causalidad lineal.

La identificación de las variables que intervienen en la causalidad del


bienestar exige además el conocimiento de los “valores”, de las
“normas”, de los “comportamientos psicosociales” que existen en la
sociedad y que se relacionan con nuestra naturaleza compleja. La
evolución histórica de las sociedades humanas hace que los valores
culturales sean variables y diferentes de una sociedad a otra.

Con respecto al concepto de calidad de vida, resulta un poco difícil su


esclarecimiento puesto que bajo esa denominación se ha discurrido
mucho sin llegar a un verdadero consenso teórico orientador de la
praxis social y personal coherente con el mismo.

Un concepto adecuado por su sentido totalizador es el que entiende


que:

la calidad de vida de un individuo podría ser


concebida como la relación global que él
establece entre los estímulos positivos
(favorables, agradables, etc.) y los estímulos
negativos (adversos, desagradables, etc.) en el
curso de su vida social, en sus interrelaciones
con las otras personas de la colectividad y con
el ambiente total en el que vive, es decir, en el
ejercicio de los valores sociales.11

Desde esa perspectiva, es posible incluir en lo que llamamos calidad


de vida no sólo lo objetivo y concreto que nos rodea, sino también la
reacción subjetiva que ello produce y el valor que le concedemos.
Todo lo cual implica concebir el concepto de calidad de vida no como
algo dado, rígido, como un posible “estado” sino de manera dinámica
como un proceso socioeconómico, cultural y sociopsicológico de
producción de “valores”, positivos y negativos, referentes a la vida
social, de distribución social de estos valores, de percepción social de
ellos por la población. Tal concepción lleva a plantearnos la

20
responsabilidad personal y social para producir un ambiente humano
personalizante, motivador de bienes y valores comunicables.

Algunos criterios básicos para medir la calidad de vida son:

• la aptitud que poseen las personas para asumir los roles y


actividades sociales en forma adecuada;
• el mantenimiento de la capacidad intelectual normal en cada
período de la vida; y
• el bienestar individual y colectivo, es decir, el sentimiento de
satisfacción general con la vida fruto del descubrimiento de su
sentido y del propio lugar en el mundo.

No se debe confundir “calidad de vida” con “nivel de vida” y con


“desarrollo económico-social”, pues si bien ambos son componentes
de la calidad de vida no necesariamente un alto nivel de desarrollo
económico significa una muy buena calidad de vida.

Es por ello imprescindible reconocer la dimensión interdisciplinaria


implícita en el concepto de calidad de vida, puesto que es una síntesis
de todas las contribuciones de las ciencias que participan en el
análisis de los problemas de la vida social del hombre.

El trabajo como actividad humana.

Otro núcleo de significativa importancia cuando se trata de las


personas mayores y de su vinculación social es el del trabajo.

El trabajo es una de las respuestas que el hombre da a la vida, no con


palabras sino con hechos concretos; el modo o el como se vivencia y
ejecuta es lo que le otorga sentido.

Todo bien cultural es creado por el trabajo humano. Sin embargo, al


igual que otros conceptos que indican dimensiones fundamentales del
hombre, ha ido evolucionando desde la antigüedad, particularmente en
los últimos cien años, cuando dicho concepto se ha introducido cada
vez con mayor frecuencia en la literatura filosófica. Los significados
atribuidos son tan diversos que parece imposible reducirlos a un
denominador común.

21
El término trabajo en sentido estricto indica especialmente el trabajo
corporal y manual, o bien el trabajo productivo. Desde este punto de
vista se distingue entre “el mundo de la cultura” y “el mundo del
trabajo”. Este último se lo podría caracterizar, según J. Gevaert, como
todo esfuerzo corporal que se hace para transformar la materia y
producir un plusvalor o, también, como todas las actividades humanas
que constituyen el proceso productivo para transformar la materia.

El término trabajo tiene además un sentido más amplio y más rico: es


cualquier actividad humana hecha para realizar un fin serio y
necesario. Desde este enfoque R. Kwant, en su filosofía del trabajo, lo
define como “toda actividad humana orientada a la satisfacción de las
necesidades según las exigencias de la sociedad”.12 Una definición
similar es la dada por V. Nell-Breuning: “el hombre trabaja cuando
utiliza sus fuerzas corporales y espirituales para realizar un fin serio,
que debe alcanzarse o realizarse”.13

Según este último criterio, el hombre trabaja cuando desarrolla sus


actividades en el marco de lo que se ha juzgado como necesario para
la realización de la sociedad en todos sus aspectos, aun cuando esa
actividad no sea productiva y no implique prácticamente ningún
esfuerzo muscular.

Cuando se refieren al trabajo como actividad humana los dos sentidos


son legítimos y complementarios, guardan entre sí una relación
dialéctica ya que tanto el manual como el intelectual son dos facetas
de una misma creación cultural e histórica. Por esta razón, cualquier
tipo de trabajo es igualmente digno y noble y constituye un camino
esencial e insuperable para el ejercicio más pleno de la humanidad del
hombre.

Sin embargo, existe una ambigüedad en relación al trabajo ya que si


bien por una parte es instrumento y camino de humanización, por la
otra, es el lugar donde se cristalizan la mayor parte de las injusticias
que existen en la sociedad. El trabajo, por sí mismo, no realiza
automáticamente la promoción del hombre sino que requiere un
esfuerzo permanente para que se le ponga a su servicio. Dicha
ambigüedad afecta a todas las formas de trabajo, especialmente a las
que se desarrollan en el marco de la tecnología y de la economía.
Toda la estructura de la convivencia social corre el riesgo de quedar

22
aprisionada dentro de la mentalidad tecnológica que prima más
acentuadamente en nuestra época y tiende a avasallar al hombre,
sacrificándolo en aras de la funcionalidad y de la cientificidad: objetivar
todas las relaciones humanas y valorar a las personas en función de
su productividad.

En una concepción sociológica del trabajo, éste aparece generalmente


vinculado con otras cuestiones, entre ellas, la función de la técnica en
la vida humana. En esta línea, Karl Jaspers relaciona el problema del
trabajo con el problema de la técnica, de tal modo que ella surge
cuando el hombre se apresta a realizar cualquier trabajo. Si bien este
último puede ser considerado desde tres ángulos: como trabajo
corporal, como acción de acuerdo con un plan y como una
característica esencial del hombre a diferencia del animal, para
Jaspers la última característica es la más importante porque es la que
hace posible la existencia de un mundo humano. Así, la consideración
del trabajo como “comportamiento fundamental del ser humano” está
ligada al proceso de la humanización no sólo del mundo entorno sino
del propio hombre.

La noción del trabajo desde el punto de vista metafísico ha sido


elaborada por Raymond Ruyer14 quien identifica el trabajo con la
libertad. Las razones son múltiples, entre las cuales, la derivada de la
necesidad de elección continua de medios con vistas a un fin (lo cual
distingue radicalmente el trabajo humano del “trabajo” realizado por
una máquina). Libertad y trabajo siguen, pues, el mismo rumbo. Ahora
bien, así como el trabajo no se reduce a la pura producción, tampoco
puede ser identificado con el simple esfuerzo penoso y obligado. En
verdad, el tipo perfecto de trabajo no es el parcelado ni mecanizado
sino el orientado hacia valores. Por lo tanto, todo trabajo propiamente
dicho es un “trabajo axiológico”. El propio trabajo físico no escapa a
esta regla, aunque se halle bastante alejado del “verdadero trabajo”.
Todo valor da sentido y aun realidad al trabajo, pero no todo trabajo
produce automáticamente valor.

El trabajo concreto humano oscila entre lo físico y lo axiológico (con lo


económico como orden intermedio) pero tiende hacia lo axiológico
como optimum. De este modo, el trabajo no es una condena para el
hombre, sino lo que le permite escapar a la angustia: es la salvación
contra la angustia de la contemplación de la nada.

23
En sentido similar, M. D. Chenu en su obra Pour une théologie du
travail afirma que también en el trabajo —y no sólo en la “vida
interior”— puede encontrarse la espiritualidad.

El sentido del trabajo en la vida de las personas

Todo el patrimonio cultural (técnicas, bienes culturales en sentido


estricto, principios educativos, etc.) es fruto del trabajo realizado
durante generaciones. La expresión de la interioridad de la persona,
obligatoria para su realización humana, no se lleva a cabo sin trabajo.
Todos los frutos de esta expresión concreta y visible en el mundo
material se conservan en virtud de un compromiso permanente de
trabajo.

El trabajo representa el espacio en el que la peculiaridad del individuo


se enlaza con la comunidad, cobrando con ello su sentido y su valor.
En consecuencia, se constituye en un derecho de la persona por el
cual le es posible encarnar los valores de creación y dar sentido y
dignidad a su vida.

Así concebido, incluye todo esfuerzo físico y/o mental que resulta de la
proyección desde diferentes ámbitos de la persona como una decisión
personal y libre, no asimilable estrictamente al trabajo profesional. La
remuneración, si bien es un componente necesario no siempre resulta
suficiente con lo cual se pretende relativizar toda visión economicista
del trabajo y encuadrarlo en una categorización antropológica
trascendente.

El trabajo no sólo ocupa nuestro tiempo sino que además configura


nuestra vida individual y social: nuestros horarios, costumbres,
vacaciones. El trabajo viene condicionado por la clase social a que se
pertenece y por una serie de oportunidades que la vida pudiera
habernos brindado, lo que lo hace doblemente estructurador de
nuestra conducta.

Hay una clase de trabajo que además de constituir la ocupación


implica una auténtica vocación, un trabajo en el cual la persona no
solamente se siente útil, sino que representa una tarea que le reporta
reconocimiento, prestigio, etc. En ese caso, abandonarla resulta
normalmente menos deseado, si es que no hay una neta resistencia u
oposición.

24
En la vejez, entendida como edad de la jubilación, es importante tener
en cuenta la actitud con que se afronta este hecho. El retiro juega un
papel negativo si la persona jubilada o por jubilarse lo ve, al margen de
lo económico, como una situación de minusvalía que lleva a pérdida
de prestigio, al debilitamiento o quiebre de las relaciones con los
compañeros de profesión o trabajo, a sentirse inútil frente al grupo y la
sociedad.

No sólo la clase o tipo de trabajo puede influir en la valoración del


retiro o de la jubilación sino también el modo como uno se relaciona
con la ocupación. El que “se ata” a la tarea y vive no sólo de ella sino
para ella, sin más horizontes, llegando a centrar sus intereses sólo en
lo profesional o laboral, es comprensible que se sienta desvinculado.
Su rutina ha anulado su creatividad, su capacidad de manejar
situaciones nuevas.

La jubilación significa abandonar los roles habituales en los que se


sentía competente y seguro. Si la persona no ha desarrollado a lo
largo de la vida capacidad y actitud de aprender nuevos roles, nuevas
formas de actuación y de relacionarse con los demás, las dificultades
se le presentarán inevitablemente. Aquellos roles, junto con la
seguridad, le daban autoridad y prestigio y en ello basaba la estima de
sí misma. Con la jubilación ese sentimiento se desmorona y es bien
conocido que sin un mínimo de autoestima la vida se hace difícil, si no
imposible.

La importancia existencial del ejercicio profesional o laboral se percibe


en toda su magnitud cuando la persona lo pierde. Tal es el caso de los
desocupados y, en particular, de los “jubilados”. Frankl se refiere a
ellos como posibles víctimas de la “neurosis de la desocupación” de la
cual, nos dice, “es curioso que entre sus síntomas ocupe el primer
lugar, no un estado depresivo, como podría pensarse, sino un estado
de apatía”. En la persona sin empleo u ocupación va aumentando
progresivamente la falta de interés y decae poco a poco la iniciativa;
“experimenta la vaciedad de su tiempo como vacío interno, como
vacío de su conciencia”. Se siente inútil al carecer de trabajo, de
ocupación. Por no tener nada que hacer, considera que su vida carece
de sentido.15 Lo decía Pascal en sus “Pensées”: “No hay nada tan
insoportable para el hombre como el no tener una tarea, un objetivo”.

25
Es importante no confundir la plenitud de trabajo profesional con la
plenitud de sentido de la vida creadora. Desde el punto de vista de la
salud mental, lo importante no es que una persona sea joven o vieja.
No es cuestión de edad sino de que su tiempo y su conciencia tengan
un objeto al que se entregue, y de que ella misma tenga la sensación,
a pesar de su edad, de vivir una existencia valiosa y digna de ser
vivida. Tampoco es necesario que la actividad sea retribuida o no. Lo
importante y decisivo es que esa actividad despierte en la persona,
aunque ésta sea ya anciana, la sensación de existir para algo o para
alguien.

El trabajo visto como un derecho de la persona y una necesidad de la


condición humana, en cualquier etapa de la vida, implica disponer de
posibilidades y alternativas para el ejercicio concreto de actividades en
diferentes áreas de la personalidad, a lo largo de la vida. Pero también
exige de las personas hacerse cargo de su propia situación y admitir
que la edad cronológica no es justificativo para eximir a su vida de
toda responsabilidad ante sí mismos y ante los demás.

Dinámica y desarrollo de la existencia humana.

Hasta aquí nos hemos referido a conceptos y principios relacionados


con la salud, el bienestar, la calidad de vida y el trabajo de las
personas tanto desde la perspectiva individual como social. Surge, sin
embargo, una pregunta de fundamental importancia para esclarecer
aún más la concepción de envejecimiento sustentada en este trabajo.
Es acerca del significado mismo de la vida humana.

Al considerar el desarrollo existencial de las personas nos


enfrentamos con la dialéctica: continuidad a lo largo de la vida —
cortes, etapas o fases, debido a las crisis pero que ayudan a esa
continuidad. Ante ello, pareciera necesario detenernos a analizar
previamente el concepto y naturaleza de “la vida”, ya que tal concepto
es tomado en sentidos tan diversos que dicha expresión resulta
ambigua.

En términos generales, predominan dos sentidos básicos: el de la vida


como vida orgánica o vida biológica y el de la vida como vida humana.
Interesa detenernos en este último para lo cual recurrimos a quienes
reflexionaron buscando su sentido trascendente, tratando de superar
lo meramente biológico.(f)

26
Entre los filósofos caracterizados dentro de las llamadas “filosofías de
la vida” Nietzsche habló de “la vida” usando a menudo un lenguaje
biológico (o biologista) pero con tendencia a centrar su concepto en la
vida humana. Lo que le interesaba a Nietzsche era “valorar” o, mejor,
“revalorar” la vida llegando hasta su máxima expresión: la voluntad de
poder. Hay, según este filósofo, una vida ascendente y una vida
descendente; la primera tiene un valor positivo y permite realizar la
transvaloración que, por otro lado, resulta justificada por “la vida
misma”.

Para Bergson, la vida es coexistensiva a la conciencia. Aunque vida y


materia se oponen, como se oponen la libertad y la necesidad, la vida
encuentra un medio de reconciliar esta oposición, porque “la vida es
precisamente la libertad que se inserta en la necesidad y la atrae a su
provecho”. La vida es irreductible a la cantidad, al esquema, a la
medida. La evolución creadora es el desenvolvimiento de la vida en
sus infinitas posibilidades, desbordando todo lo que no es sino residuo
de la libertad pura y de la creación.

Max Scheler, por su parte, describe y critica la concepción moderna


mecanicista de la vida. Para la época moderna a partir de Descartes,
afirma Scheler, la vida no es ya un “fenómeno primario”, sino sólo un
complejo de procesos mecánicos y psíquicos.

Al referirse a la concepción mecanicista de la vida el citado filósofo nos


explica que:

el ser viviente es concebido bajo la imagen de


una ‘máquina’; su ‘organización’ es
considerada como una suma de instrumentos
útiles, que sólo se diferencian por su grado de
los producidos artificialmente. Si esto fuera
exacto, la vida ya no podría tener,
naturalmente, ningún valor sustantivo, distinto
de los valores utilitarios, esto es, de la suma de
los valores utilitarios que corresponden a estos
‘órganos’; y la idea de una técnica vital
substantiva, distinta en principio de la técnica
mecánica, resultaría absurda, ya que exigiría el
desarrollo de facultades opuestas a las que

27
sirven para la técnica mecánica. Paralelamente
a esto va el principio —triunfante en la biología
moderna hasta el punto de parecer evidente—
de que todas las exteriorizaciones,
movimientos y acciones del ser vivo, así como
los órganos y mecanismos inervadores, sólo se
desarrollan y transmiten, en cuanto son ‘útiles’,
esto es, en cuanto tienen valor para la
conservación de la máquina humana.16

Para Scheler es necesario distinguir entre lo psíquico, lo vital y lo


espiritual que constituyen los tres órdenes de la existencia humana
dispuestos en jerarquía. Hay que reconocer los valores vitales y
admitir que son distintos de los espirituales y que estos últimos son, a
su vez, superiores a los primeros. Siguiendo en este sentido a
Nietzsche, lo vital es para Scheler una realidad ascendente, un valor
irreductible a la utilidad, a los valores de lo agradable y lo
desagradable.

En Ortega y Gasset encontramos que la idea de la vida,


especialmente como “mi vida”, aspira a superar el nivel en que se
movían las anteriores concepciones y tiende a hacer de ella el objeto
metafísico por excelencia.

Según Ortega y Gasset, vivir es encontrarse en el mundo, hallarse


envuelto y aprisionado por las cosas en cuanto a circunstancias, pero
la vida humana no es sólo hallarse entre las cosas como una de ellas,
sino saberse viviendo. De ahí que siendo el vivir un verse vivir, la vida
humana sea un filosofar, esto es, algo que la vida hace en el camino
emprendido para llegar a ser sí misma.

La vida no es ninguna sustancia, es actividad pura. No tiene una


naturaleza como las cosas que están ya hechas, sino que tiene que
hacerse constantemente a sí misma. Por tal motivo, la vida es
elección. En esta elección inevitable se halla el fundamento de la
preocupación, del ser de la vida como quehacer, de su proyección al
futuro.

De acuerdo con el filósofo últimamente citado, la vida es también, en


el fondo, como la existencia de Heidegger, tiempo, mas es un tiempo
que sólo analógicamente tiene que ver con el tiempo del mundo, de

28
las cosas, de las circunstancias. Por eso la vida no es nunca algo
determinado y fijo en un momento del tiempo, sino que consiste en
este continuo hacerse, en esta marcha hacia lo que ella misma es,
hacia la realización de su programa, es decir, de su mismidad.17

Si consideramos la concepción antropológica frankleana, el motor


básico de la existencia humana es la voluntad de sentido. Para Frankl
el eje fundamental de la persona evidencia que la vida está abierta a
un sentido por descubrir, asumir y ejecutar. Él nos habla de una
tensión noodinámica(g) como opuesta saludablemente a la
homeostasis psicodinámica y la define como “una de las
características esenciales del ser humano es estar en un campo
polarizado de tensiones entre el ser y el deber ser, estar en la
presencia del sentir de los valores, ser objeto de sus exigencias”.18

Frankl diferencia la psicodinámica de la noodinámica porque considera


que esta última constituye una situación de libertad:

al mismo tiempo que me impulsan los instintos,


me atraen los valores, es decir que puedo decir
sí o no a la exigencia de los valores; puedo,
pues, decidir por una o por otra cosa. Porque la
situación de tomar posición libremente no sólo
se da cuando me opongo a las condiciones
biológicas, psicológicas o sociológicas que,
sólo en apariencia me fuerzan, sino también
con respecto a una posibilidad de valor que
debe ser realizada.19

La posición antes presentada se distingue claramente de la mera


adaptación o de la resignación puesto que apela a la capacidad de
oposición y reacción del espíritu humano. En este sentido es posible
concebir la propia vida como misión a realizar.

Si reconocemos la finitud como algo propio de la condición humana


esto nos lleva a considerar límites en el tiempo y en el espacio con lo
cual podemos distinguir el fin de la vida como meta a realizar, como
proyecto a concretar dentro de la especifidad personal. Tal proyecto
peculiar y singular debe ser traducido, por lo mismo, en un estilo o
modo de vida personal, sujeto creativamente a la influencia cultural,
con valores propios y con dimensión tanto individual como social.

29
Si bien la tendencia central del hombre es la búsqueda de un sentido
para su existencia, tal sentido no es una realidad genérica sino que a
cada uno le toca descubrir su sentido único e intransferible.

Cada persona posee una misión a cumplir en la vida, un proyecto a


realizar. Cada uno debe encontrar el sentido de cada situación en
cada momento de su vida, descubriendo el valor para esa situación, y
esto durante toda la vida. Por ello debe hacerse explícito también en la
vejez.

Lo señalado precedentemente es destacado por Frankl quien sostiene


que tal tesis es válida al quedar debidamente aseverada a través de
una metódica y prolija investigación realizada por un importante grupo
de sus alumnos que comprobaron que, en la vida, se puede encontrar
sentido básicamente y en forma totalmente independiente del sexo,
edad, cociente intelectual, grado de cultura, estructura de carácter y
ambiente de una persona, incluso de que sea religioso o no y, en caso
de que lo fuera, independientemente de la confesión religiosa a la que
pertenezca.

En consecuencia, siempre le es posible al hombre, a todo hombre por


su simple condición humana, encontrar su sentido de la vida por tres
caminos principales de realización de valores: de creación (trabajo), de
vivencia (amor) y de actitud (testimonio).

Esto resulta de significativa importancia al considerar situaciones


concretas de personas o grupos etarios con diferentes condiciones
socioeconómicas o culturales, causa de real menoscabo de sus
derechos humanos. Tal el caso, de la vejez, carente de
reconocimiento y significado para nuestra cultura y sociedad actual,
con serias repercusiones tanto personales como políticas y
socioeconómicas.

La persona y su desarrollo existencial: Fases de la vida

La división de la vida humana en fases o etapas es un tema discutible


si se concibe la existencia del hombre como un continuum, un
transcurrir sin cortes artificiales. Postura ésta que es respaldada por
no pocos teóricos que sostienen la idea de que el ciclo vital en sí no es
sino una sucesión de roles sociales, de normas formal y
consecutivamente adscritas a edades concretas y sociohistóricamente

30
definidas. Las diversas etapas del desarrollo no son, en definitiva, más
que el paso de un grupo de edad a otro y, en consecuencia, el tránsito
de un status a otro, de una ocupación, rol o tarea a otro.

Los acontecimientos, eventos o cambios que suponen un paso


adelante en la vida de las personas pueden ser englobados bajo la
denominación de “crisis normativas” en el sentido de que conllevan
ansiedad e incertidumbre frente a las nuevas y desconocidas
demandas psíquicas y sociales que se les presentan, en determinados
momentos, las que son experimentadas por la gran mayoría de los
miembros de una sociedad. El desarrollo, el paso de una etapa a otra
está siempre impregnado de una cierta tensión psicológica lo que es
síntoma de evolución, de crecimiento, de maduración.

Existen, asimismo, diferentes teorías del desarrollo que explican las


características y crisis de cada una de las etapas de la vida de un
adulto y reconocen, además de lo genético y lo ambiental, una tercera
fuerza que la constituye el sí mismo.

Guardini, en su libro Las edades de la vida al tratar sobre el transcurso


vital humano, nos dice que el hombre se caracteriza siempre como
nuevo..., en todas las fases es siempre el mismo hombre, quien en
ellas vive...; es la misma persona, que sabe de sí misma y es
responsable de la correspondiente fase vital... Cada fase es algo
propio, que no podría ser derivada ni de la anterior ni de la siguiente...
Las formas o maneras de vida son también figuras de valor. En ellas
se destacan determinados valores, que subyacen bajo determinados
dominantes. El niño no existe sólo para que llegue a ser adulto, sino
también —aunque no prioritariamente— para que él mismo, esto es,
un niño y como tal niño, se haga hombre. Pues es hombre quien vive
en cada fase de su vida... Así el verdadero niño es no menos hombre
que el verdadero adulto.

Si bien Guardini reconoce fases en la vida advierte que:

estas fases forman en conjunto la totalidad de


la vida. Pero no de modo que esta totalidad sea
mero conjunto; la totalidad está siempre ahí,
desde el principio, en el final y en cada punto...
Así el final es operativo durante toda la vida: la
realidad de que los pliegues de la vida se

31
hunden y han de desaparecer; de que todo
acontecer se mueve hacia un final —final que
hoy nosotros llamamos muerte... Cada fase es
en orden al todo y en orden a cada una de las
otras fases. Dañarla es dañar el todo y cada
uno de los elementos singulares.20

En una línea de pensamiento similar encontramos a Martha Moers


quien en su libro Las fases del desarrollo de la vida humana describe
la vida como un quehacer; un quehacer que el hombre ha de cumplir
con la ayuda de sus fuerzas corporales y de las anímico-espirituales.
En estas fuerzas espirituales pone ella el punto de gravedad, pues
ellas son las que imprimen a la vida su sentido propio y profundo, el
que corresponde a la dignidad del hombre. En segundo lugar,
considera toda la vida humana como una evolución que avanza más o
menos; pero una evolución de lo espiritual lo que comporta en el
hombre desarrollado la exigencia de educarse a sí mismo.

La segunda mitad de la vida: La madurez como normalidad sana

La concepción de desarrollo humano como un “continuum” en un


“todo” dinámicamente integrado a la vida misma, se muestra en la
siguiente síntesis sobre el “logro de la identidad” en relación con el
ciclo vital y sus diferentes etapas:21

• mientras más sentido de identidad, más integrada la


personalidad;
• mientras más integrada la personalidad, más consistentes los
comportamientos;
• mientras más consistentes los comportamientos, más apoyo
social;
• mientras más apoyo social, más fortaleza del yo; y
• mientras más fortaleza del yo, más clara la identidad.

Del anterior enunciado podemos concluir que la vida humana se


desarrolla a modo espiralado en un nunca acabado proceso. Exige a
cada persona hacerse cargo de su propia existencia e ir alcanzando,
según las edades, capacidades y valores humanos positivos en sí
mismos pero, debido al carácter de provisorios requieren actualización
permanente. Resulta apropiado hacer referencia a la madurez, como

32
criterio de caracterización de la vida adulta, concepto difícil de definir
de manera unívoca.

Según Blanco Abarca,22 una primera y simple acepción nos define la


madurez como esa parte de la vida del individuo que se extiende
desde los 20-25 años hasta los 60-65 años. El hombre maduro sería,
pues, aquella persona comprendida entre esos dos amplios límites de
edad. Esta definición, nos dice, es sin duda tan correcta como
incompleta, fundamentalmente por dos razones: en primer lugar,
porque el tiempo y la edad, además de una naturaleza cronológica,
poseen un significado sociocultural de mayor relevancia para nuestros
propósitos.

Si tomamos en cuenta la naturaleza social de la persona, la edad es


un elemento capital en la dinámica y estructura social de la que forma
parte. No sólo es un ser histórico que nace, se desarrolla y muere a lo
largo de un período determinado de tiempo, sino que es un ser social,
un elemento activo de una estructura de roles y estatus. De ahí que,
según el autor antes mencionado, son los aspectos sociales los que
pueden dar la clave respecto a las características de la madurez,
puesto que desde el punto de vista evolutivo, es bien conocido el
alcance social de la edad, la concepción social del tiempo, el tiempo
social como aquel conjunto de actividades que subyacen a las
maneras en que una sociedad gradúa las edades.

La edad y el tiempo cronológico actúan, ciertamente, como sistemas


importantes de apoyo, pero casi nunca y menos durante la vida adulta,
como determinantes o condicionamientos directos de los
acontecimientos y actividades propias de una fase del ciclo vital.

Siguiendo a Huyck y Hoyer,23 que han sido bastante explícitos a ese


respecto, al referirse a las modalidades que puede adquirir el
fenómeno de la edad se pueden distinguir entre una edad cronológica
definida por el tiempo pasado desde el nacimiento; una segunda,
biológica que tiene que ver con los diversos niveles de la madurez
física; existe una edad psicológica asociada con la maduración de
procesos cognitivos, emotivos, etc.; una funcional, medida por la
capacidad de adaptación a las exigencias sociales y, finalmente, una
social relacionada con los roles, hábitos y expectativas respecto a la
participación social.

33
La madurez, en consecuencia, no es principalmente ese período de la
vida comprendido entre dos momentos cronológicos, sino el conjunto
de actividades y eventos que se suceden a lo largo de una serie de
años (no importa demasiado cuáles ni siquiera cuántos), que varían
según las sociedades y los momentos de la historia. No es sólo la
edad o tiempo cronológico el que marca este tipo de actividades, sino
la época y la sociedad en que nos toca vivir y nuestra propia
trayectoria histórica y vital.

De lo explicitado anteriormente también se puede deducir que la edad


personal y, por ende, el grado de madurez es la síntesis única e
irrepetible que se da en cada persona, en un momento determinado de
su existencia, por lo cual la hace singular aún en el grupo etario
correspondiente y, a medida que se avanza en edad cronológica y se
va pasando por las etapas de la vida adulta, esto se hace cada vez
más evidente porque se van destacando los rasgos propios de la
historia individual.

A pesar de las dificultades antes mencionadas para precisar lo que se


entiende por madurez, algunos autores trataron de hacerla
comprensible a través de enunciados que consideran a la persona
madura como equivalente a la persona normal y sana.

Allport24 propuso una lista de seis criterios de la personalidad madura


que, a su juicio, abarcaba todos los elementos básicos que le son
necesarios a un adulto normal y sano.

1. Extensión del sentido del sí mismo. Se refiere a lo que


con frecuencia se denomina involucración o compromiso
del yo; se alcanza cuando una persona se entrega
plenamente a sus actividades y por lo tanto, participa
realmente en la vida.

2. Una relación cálida del sí mismo con los demás. Allport


menciona aquí las capacidades de dar amor y de sentir
intimidad y compasión sin celos.

3. Seguridad emocional (auto-aceptación). Una persona


debiera sentir suficiente confianza en sí misma como para
tolerar los acontecimientos frustrantes y sus propias
deficiencias sin por ello tornarse subjetivamente amargado

34
u hostil hacia afuera. Los impulsos emocionales
amenazadores pueden ser aceptados, pero será preciso
mantenerlos controlados mediante un sentido de la
moderación para que no produzcan depresiones serias o
ataques impulsivos a los demás.

4. Percepción, destrezas y auto-imposiciones realistas.


Esto significa pensamiento claro y buen juicio: debiera uno
ser capaz de funcionar de acuerdo con la realidad,
encontrando un lugar en la vida que sea adecuado a sus
talentos.

5. Auto-objetivación: insight [perspicacia] y humor. La


persona madura debe conocerse a sí misma como objeto y
comprender la diferencia que existe entre lo que es, lo que
querría ser y lo que otros piensan de él. El humor es muy
importante porque puede impedir la auto-glorificación
jactanciosa o la afectación. El hombre que puede reírse de
vez en cuando de sí mismo será capaz de conservar un
grado adecuado de humildad.

6. Una filosofía unificadora de la vida. Allport ha examinado


esta idea de varias maneras, mencionando cosas tales
como las orientaciones valorativas, los sentimientos
religiosos y la dirección de la vida. En pocas palabras se
sugiere que la persona madura tendrá un sentido fuerte y
unitario del propósito que la anima y que subyace bajo su
experiencia cotidiana. Pueden hallarse ejemplos y
extremos de este criterio entre los científicos, los artistas,
los revolucionarios o los hombres de iglesia realmente
dedicados. En sus vidas, todo se subordina a ciertos
objetivos que guardan relación con valores profundamente
arraigados. Por ello es que la filosofía de la vida sirve como
una especie de plan regulador o de plano sobre el cual
puede asentarse el sentido.

Según Erikson,25 en la etapa de la madurez, el problema básico que


espera a las personas, que en los períodos anteriores han alcanzado
las cualidades yoicas apropiadas, es el desarrollo de un sentido de la
“fecundidad” lo cual significa una preocupación por las personas

35
jóvenes de la generación siguiente. A esta cualidad se la debe
comprender como a un nuevo aspecto de la identidad personal que le
permite al individuo maduro conservar un sentido a través de su
compromiso con aquellos que vendrán después de él.

La fecundidad no es entendida simplemente como una cuestión de


altruismo y caridad sino que hace referencia manifiestamente a una
transacción psicológicamente significativa entre las personas maduras
y las jóvenes. Para este autor, la naturaleza misma del hombre se ha
desarrollado de tal manera que hace de esta transacción un rasgo
esencial de la vida madura. Por lo general, las personas expresarán la
fecundidad a través de su preocupación por sus propios hijos, aunque
Erikson incluye otras formas de actividad creadora bajo este aspecto.

Con respecto a las personas maduras que no logran alcanzar dicha


fecundidad pueden sufrir “estancamiento”, estado cuyos signos
pueden observarse en las personas que se preocupan excesivamente
por sí mismas. Erikson no consideró el desgaste per se como uno de
los factores críticos de la madurez. Sin embargo, ese factor parece
hallarse claramente indicado en su afirmación de que el estancamiento
se ve marcado por una sensación de “empobrecimiento personal” que
puede ser evitado si se encuentra un sentido significativo para la vida.
En su caso, el más satisfactorio lo constituye la preocupación por la
siguiente generación y los propios hijos en particular.

Sobre la base de su análisis de numerosas historias de vidas


normales, C. Bühler describió la madurez como un “período de
culminación” porque constituye la época en que la mayoría de las
personas alcanza un pico productivo en su vida profesional y personal
el que transcurre entre las edades aproximadas de 28 y 50 años. Si
bien prevalece un carácter positivo en la visión general de Bühler
sobre la madurez, buena parte de sus consideraciones teóricas se
vinculan con el problema del desgaste y el sentido. Esta autora
sugiere que la “expansión creadora” del sí mismo durante la primera
parte de la madurez (aproximadamente desde los 25 hasta los 45
años) comprende la “auto-realización en la ocupación, el matrimonio y
la propia familia”.26

La auto-realización implica también sentido. Sin embargo, Bühler no


trata estos dos conceptos como equivalentes en relación a la persona

36
madura. Por el contrario, su obra hace referencia a que cuando las
personas se encuentran intensamente comprometidas en el esfuerzo
de autorrealizarse no se preocupan mucho por el sentido. Sólo
después, durante lo que denomina la “fase climatérica” (que comienza
aproximadamente a los 45 años) parecen tener tiempo las personas
para reflexionar, o tal vez se trate de que el impacto acumulado del
desgaste las lleva a adoptar esta actitud reflexiva.

Según Bühler, los problemas de sentido se tornan cruciales cuando las


personas pasan a través de una “autoevaluación crítica”:

Inclusive las personas que hasta este punto no


han sido muy reflexivas pueden sentirse
inesperadamente abrumadas por sentimientos
de culpa relativos al tiempo que perdieron o
que no utilizaron del modo más ventajoso para
obtener lo que habrían podido sacar de la vida,
para lograr lo que habrían podido lograr, para
proporcionar seguridad a su vejez y un
sentimiento de plenitud o logro a su vida
considerada como totalidad.27

En general, C. Bühler sostiene que la personalidad madura se ve


moldeada en primer lugar por el esfuerzo hacia la auto-realización y
posteriormente por la inevitable evaluación de la medida en que se la
ha logrado. A su vez esta autora menciona, como lo hiciera Erikson
con respecto al estancamiento, que si esa evaluación arroja un
resultado negativo, las personas mostrarán rasgos neuróticos e
intentarán inclusive el suicidio en los casos extremos.

Para V. Frankl, el aspecto central en la persona adulta madura es la


voluntad de adquirir sentido, principio difícil de precisar en una
definición. Al darle la denominación de voluntad quiere distinguirlo de
una mera necesidad o impulso puesto que, éstos pueden satisfacerse
de manera tal de lograr un estado de equilibrio, mientras que la
voluntad de sentido no se satisface nunca realmente. Se la entiende
como una especie de aspiración humana metafísica a encontrar un
propósito de la existencia e implica fundamentalmente valores y
responsabilidades que trascienden la propia vida de la persona.

37
Frankl disiente de quienes ven el sentido como resultado de la
autorrealización pues sostiene, en cambio, que tales experiencias se
producen espontáneamente como un efecto de la realización de
valores y del cumplimiento del sentido.

Los autores precedentes, de uno u otro modo, ponen el énfasis en el


papel dinámico que el sentido representa en la madurez de la persona.
Los diversos conceptos usados: fecundidad, autoevaluación crítica,
voluntad de sentido... se vinculan con el problema central del modo en
que las personas responden a las tensiones generadas por el
inevitable desgaste. Las significaciones de todas las expresiones son
semejantes: si no se logra un sentido significativo para la propia vida,
entonces interfiere el desarrollo posterior y los adultos mayores
pueden mostrar signos neuróticos.

Acerca de la vejez como etapa del desarrollo humano

Son muy pocos los estudiosos del desarrollo humano que abarcaron
también la vejez y la senectud como etapas posteriores a la madurez
plena. Con respecto a estos últimos, son importantes las
contribuciones teóricas específicas de los ya mencionados
precedentemente: E. Erikson y C. Bühler.

En primer término nos detendremos en los supuestos básicos de la


teoría del desarrollo de Erik Erikson:28

• La personalidad humana se desarrolla de acuerdo con pasos


predeterminados y, según la disposición de la persona en
crecimiento, de dejarse llevar hacia un radio social cada vez más
amplio, a darse cuenta de él y a interactuar con ese medio.
• La sociedad tiende a constituirse de tal modo que satisface y
provoca una sucesión de “potencialidades” para la interacción,
disponiendo de mecanismos que permitan salvaguardar el ritmo
y secuencia adecuada del desenvolvimiento.
• En cada etapa del desarrollo, el individuo se enfrenta al dilema
de definir algunos conflictos. La resolución del conflicto
dependerá del ambiente psicosocial que rodea al individuo. Por
eso el énfasis está en el desarrollo psicosocial del individuo.
• El ser humano está en constante cambio, su personalidad no es
fija y la integridad del yo se logra a través de un proceso
constante de desarrollo.

38
Erikson establece un “diagrama epigenético” en el que presenta la
evolución del yo como un “continuum” en donde cada etapa
representa un conflicto a resolver lo cual permite, a su vez, el alcance
de lo que él denomina “proporciones favorables” que es igual a
realizarse, llegar a la meta o solución del conflicto.

El mencionado autor subraya que cada época o etapa de la vida tiene


unos cometidos propios con su vertiente positiva y unos riesgos o
negatividad posibles, pero insiste en que una edad determinada no es
un mero residuo del pasado, sino que tiene su propia dinámica;
obviamente, el pasado condiciona y a veces fuertemente, pero esto no
es obstáculo para que se actúe en cada período con una virtualidad y
unas posibilidades nuevas.

Los factores diferenciales que señala, hay que verlos como


condicionantes, modeladores y estructuradores junto con la actividad y
dinámica de la persona en cada momento, no como meros
determinantes. Esta precisión es de suma importancia para la
comprensión del proceso de envejecimiento humano.

En su teoría de las ocho edades o etapas, Erikson intenta indicar los


factores generales que de alguna manera diferencian a los grupos de
individuos, es decir el modo como cada uno ha realizado las tareas
propias de los diversos períodos evolutivos.

1. En la primera etapa menciona como conflicto a resolver


la confianza versus desconfianza básica lo que lleva, a su
vez, a la proporción favorable o realización del impulso y
esperanza.

2. El conficto en la segunda etapa lo constituye la


autonomía versus vergüenza y duda, su resolución positiva
llevará al autocontrol y fuerza de voluntad.

3. En la tercera etapa el conflicto a enfrentar es iniciativa


versus culpa y la proporción favorable o resolución es la
dirección y propósito.

4. La industria (con el sentido de industrioso, de


laboriosidad) versus inferioridad constituye el conflicto

39
propio de la cuarta etapa cuya proporción favorable es
método y capacidad.

5. La quinta etapa, que corresponde ya a la adolescencia y


primera juventud, presenta como conflicto la identidad
versus confusión de rol y su realización está en la devoción
y fidelidad.

6. En la sexta etapa del desarrollo humano según Erikson,


que coincidiría con la juventud e inicios de la madurez, el
conflicto lo constituye la intimidad versus aislamiento y su
resolución favorable, la afiliación y amor.

7. En la madurez plena (30-50 años), séptima etapa, el


conflicto a resolver es el de la generatividad o fecundidad
versus estancamiento y la realización consiste en la
producción y cuidado. Generatividad, según Erikson,
abarca el desarrollo evolutivo que ha hecho del hombre “el
animal que enseña e instituye, así como el que aprende”.
Dicho término hace referencia a la condición de crear,
producir, engendrar. El sentido de la generatividad lo
llevará a luchar consigo mismo y a buscar un camino más
sólido para los años futuros. Se puede decir,
metafóricamente, que la persona mira hacia atrás y ve
cómo superó una serie de situaciones que implican un
fortalecimiento de su yo.

8. Según la teoría mencionada, la octava y última etapa


presenta como conflicto la integridad del yo versus
desesperanza y su posibilidad de realización es el
renunciamiento y sabiduría. Para Erikson esta última etapa
es de un “cierre psicosocial”; es el logro de la integridad o
la certeza de que no se puede hacer nada sobre lo vivido.

Si bien no le es posible a Erikson dar una definición exacta de la


“integridad del yo” pasa a describirla como un estado de espíritu
centrado en una especie de sensación de orden y sentido. Para él la
integridad yoica implica:

... una mayor afirmación del yo con referencia a


su proclividad al orden y el sentido.

40
... un amor post-narcisista del yo humano —no
del sí mismo— como experiencia que implica
cierto orden del mundo y cierta sensibilidad
espiritual...

... la aceptación de que el propio y específico


ciclo de vida es algo que necesariamente debía
ocurrir, y que, necesariamente también, no
permitía substituciones...29

Si tomamos en cuenta las anteriores referencias al orden y al sentido,


éstas parecieran hallarse estrechamente vinculadas con problemas
fundamentales de moralidad y racionalidad. De este modo, para que
una persona pueda lograr la integración yoica será preciso que su vida
tenga sentido, para lo cual será necesario que esté dotada de una
estructura moral y racional. Quien posea integridad yoica tendrá
conciencia de que podría haber vivido su vida de modo diferente, y
que en otros tiempos y lugares su propio patrón de vida podría no
haber sido apropiado pero, a pesar de esta conciencia de la
relatividad, conservará una creencia confiada en el valor de su propia
manera de vivir.

Para Erikson la integridad “madurará en forma gradual” como el “fruto”


de un paso adecuado a través de las siete fases previas del desarrollo
del yo. Las personas mayores que poseen integridad están listas para
defender con dignidad su propio estilo de vida y sus formas de sentir y
de pensar. Su amor supera al sí mismo y a su propio yo. Sus
conductas anteriores y sus experiencias previas lo llevaron a valorar y
a sentir que su vida individual es también parte de la historia, valores,
costumbres y prejuicios de la sociedad. El estilo de integridad lo
caracteriza e identifica, se siente seguro y no tiene temor a la muerte,
pues ve como lógico el nacer, vivir y morir.

No le ocurre lo mismo a las personas que llegan a la vejez sin haber


logrado la integridad del yo. Sentirán gran inseguridad, lo que los lleva
a temer a la muerte. Se desesperan y esa misma desesperación los
hace sentir que les queda poco tiempo para vivir; no aceptan su ciclo
de vida.

Desean reparar el tiempo perdido, lograr otros caminos pero tienen la


sensación de que ya es tarde. Esta desesperanza tendrá incidencia en

41
sus estados físicos y psicológicos, lo que repercutirá en sus relaciones
interpersonales.

Erikson destaca el renunciamiento y la sabiduría como las dos


“fortalezas” y virtudes más importantes asociadas a esta última etapa
de la vida.

En cuanto a la teoría del desarrollo humano de Charlotte Bühler, lo


fundamental es el concepto de intencionalidad. Para esta autora, el ser
humano está en la búsqueda constante de un objetivo, es un ser con
metas y propósitos que deben alcanzarse a través de diversas etapas.
Enfatiza que es la autosatisfacción y el logro de esa meta lo que
conduce a un desarrollo sano. Por otro lado, el ser humano posee
iniciativa, lo que es parte vital de las personas que poseen salud
psíquica. Los sentimientos de autoestima, éxito y seguridad en la
persona mayor dependerán de la capacidad que haya tenido para
lograr sus metas propuestas.

Bühler presenta cinco etapas del desarrollo humano.

1. La primera empieza en la infancia y concluye alrededor


de los 15 años. Se caracteriza por cierta noción o
conciencia indiscriminada de propósitos.

2. La segunda etapa se inicia alrededor de la adolescencia


y llega hasta la adultez joven (de los 15 a los 25 años
aproximadamente). Aquí comienza una mayor articulación
de objetivos pues hay más dominio de la propia vida. Se
plantean cuestionamientos, valores e ideales acerca del
matrimonio, Dios, el trabajo, la profesión. Una forma
satisfactoria de enfrentar esta etapa, es orientar a la
persona para que haga un análisis objetivo de sus
características y habilidades personales, de sus
necesidades y sus metas, de forma que logre gran
flexibilidad para confrontar y analizar los problemas.

3. La tercera etapa empieza alrededor de los 23 años y


llega hasta los 45 ó 50, fase en la que las personas no sólo
tienen la posibilidad de lograr una visión más clara de sus
objetivos, sino que éstos serán más específicos y
definidos. Generalmente es éste un período de estabilidad

42
emocional y desarrollo de un gran potencial, pues algunas
preocupaciones como el trabajo, el matrimonio y la familia
han sido superadas. Sin embargo, algunos adultos
enfrentan serias crisis durante esta etapa debido a que han
tomado decisiones erróneas tanto en su matrimonio como
en su profesión; experimentan conflictos emocionales y
ansiedad pues no han logrado la integración psíquica, lo
que les dificulta su adaptación al quehacer cotidiano.
Según Bühler, si los adultos sienten que sus acciones y
elecciones fueron las adecuadas y que están logrando sus
objetivos, tendrán sentimientos de realización y seguridad.
En caso contrario, entrarán en situaciones de ansiedad y
experimentarán sentimientos de fracaso.

4. La cuarta etapa se inicia alrededor de los 45 años y llega


hasta aproximadamente los 65 años. Es una fase en que
las personas sanas pueden evaluar objetivamente lo
pasado con lo cual les será posible realizar proyectos de
vida futuros. Si son inmaduras entonces evitarán el
confrontamiento con el pasado y se rehusarán a evaluarlo,
debido a su incapacidad para reconocer errores, lo que les
coarta, a su vez, sus posibilidades de tomar decisiones
acertadas en relación al porvenir.

5. En cuanto a la quinta etapa, correspondiente a la vejez,


la dividió en dos períodos: 65 a 80 años y 80 hasta el
momento de la muerte. El tema básico del desarrollo
durante la primera fase es el de la “plenitud del sí mismo”.
Implica un sentimiento general de que la vida, en su
conjunto, ha sido digna de vivirse y de que se han logrado
ciertos objetivos importantes. El término “plenitud” se
refiere a una experiencia de finalización hacia la que
parece estar orientando su vida la persona que la vive
siguiendo una dirección. Al decir de Bühler: “Me parece a
mí, a partir de mi propia evidencia biográfica... que
acumulamos y unimos situaciones de plenitud hacia el final
cuando la vida, para la persona que ve su vida como una
totalidad, se experimenta, como totalidad, plena”.30

43
Añade Bühler que la sensación de plenitud adquiere particular
importancia para las personas que creen que sus vidas debieran
implicar algo más que una mera gratificación personal como si el
interrogante latente fuera: “¿ha añadido mi vida algo al total del
progreso o la felicidad humanos?”. Entonces, aparece otra pregunta:
¿qué ocurre con todos aquellos que han vivido principalmente para la
gratificación individual? Aparentemente, también ellos buscan hacia el
final alguna especie de plenitud lo cual permite a Bühler reflexionar, no
sin cierto ironismo:

En cambio aquéllos cuya tendencia


predominante ha sido la de lograr ‘felicidad’,
comodidad o seguridad, o también armonía
interna y paz, con una adaptación exitosa a las
circunstancias dadas, estas personas que
según toda probabilidad constituyen la mayoría
de la humanidad, no viven probablemente con
miras a lograr un resultado final como el de la
experiencia de la plenitud. Y sin embargo
todos, según parece, desean sentir al final que
han vivido sus vidas ‘bien’ o ‘exitosamente’ o
con sentido, y no ‘en vano’.31

Al referirse a la vejez, Erikson como Bühler presentan criterios que


contienen semejanzas. Tanto el concepto de integridad yoica como el
de plenitud del sí mismo recalcan el sentido retrospectivo como base
de la integración en las etapas finales de la vida. Si bien Erikson ha
sido más explícito al sugerir que la desesperación es la alternativa de
la integridad, los aportes de Bühler indican también que puede
producirse algo similar a la desesperación si no se logra la plenitud.

A pesar de que ambos autores han aportado una orientación muy


general con respecto a la totalidad de la problemática de la vejez,
consecuencia a su vez del estado de conocimiento al respecto, es
posible reconocerlos como importantes pioneros en cuanto al
desarrollo de la persona en la totalidad del ciclo vital.

Aunque en los últimos años hay una preocupación cada vez más
evidente acerca de argumentaciones y definiciones que permitan
acceder a una noción acabada y abarcativa de las características de la

44
vejez como etapa de vida y del significado de sus manifestaciones,
ello aún no se ha concretado. Lo que sí parece evidente a la simple
observación, es que cada persona envejece según su propia historia
de vida y que, en consecuencia, esto nos compromete personal y
socialmente y nos convierte en responsables de prepararnos para ella
desde las etapas anteriores.

Conclusiones

El envejecimiento es un proceso individual y colectivo a la vez, en el


sentido que se produce en el individuo pero es condicionado por la
sociedad, por la calidad de la vida y por los modos de vida.

Dicho proceso se presenta como una realidad compleja y


pluridimensional; implica factores biológicos, sociales y psicológicos
que intervienen configurando tanto su forma como su contenido.

El envejecimiento se destaca por ser un hecho universal y constante,


se inicia en el mismo momento de la concepción y sus efectos se
manifiestan en todas las personas, quienes lo experimentan más tarde
o más temprano, según el ritmo con que se presenten los cambios
intraindividuales como así también los diferentes tiempos de
presentación de esos cambios. Esto explica por qué el envejecimiento
es un proceso irregular y asincrónico, esencialmente individual.

En lo que respecta a una psicología de la senectud, ésta se funda en


un concepto de desarrollo que no se reduce al principio de
“configuración activa” según su sentido original, sino que es entendido
de manera global como el “enfrentamiento activo con la oportuna
situación vital” (Erikson, Havighurst, Peck, Thomae, Lehr).

La persona en el transcurso de la vida experimenta una confrontación


con determinadas tareas vitales, “típicas” de acuerdo con la edad
correspondiente(h). Dichas tareas si bien provienen de la situación
corporal, es decir del estado de desarrollo biológico y de salud,
dependen, asimismo, tanto de las normas y expectativas culturales de
la sociedad como de las aspiraciones individuales y juicios de valor
propios de cada persona.

45
La resolución de dichas tareas, que como se dijo son tanto de origen
endógeno como exógeno, exige un enfrentamiento con la nueva
situación y una nueva orientación.

Esto conlleva, en consecuencia, a una modificación de las vivencias y


del comportamiento humanos en el curso de un proceso vital que
abarca desde el nacimiento hasta la muerte.

Unido a lo precedente, es importante tener presente dos aspectos que


son fundamentales para vivir con sentido y dignidad, en especial en la
segunda mitad de la vida: el concepto de sí mismo o autoestima y el
“quehacer” personal como valor (quién soy y el para qué vivo).

La identidad en el sentido de mismidad y continuidad, es un proceso


que se construye en la resolución de sucesivas crisis y que va a
adquirir a lo largo de una biografía modalidades específicas de
resolución. El equilibrio entre la permanencia y el cambio está dado
por la interacción permanente entre lo biológico, lo psicológico y lo
social. La identidad personal sólo puede ser explicada en las
diferentes etapas del ciclo vital desde esta triple perspectiva y no
exclusivamente desde lo cronológico visto como el progresivo
deterioro del organismo humano.

La ocupación entendida como el “quehacer” o el “proyecto personal”


juega un papel decisivo en los sentimientos de identidad y autoestima.

Es por ello, que cabría preguntarnos cuál es el “quehacer” propio del


“ser viejo”. Para ello será necesario indagar, reflexionar, con una
actitud abierta sin limitaciones provenientes de prejuicios o de mitos
sobre la realidad existencial de las personas mayores para descubrir
sus posibilidades y condiciones y que hagan posible su continuo
proceso de plenificación.

NOTAS

1. San Martín y Pastor.

2. San Martín y Pastor 171.

3. San Martín y Pastor 171.

46
4. Bernard Lievegoed, El desarrollo vital del hombre. Evolución del
hombre entre la niñez y la anciedad, Colección Bolsillo (Madrid:
Mensajero, 1983) 18-19.

5. Ursula Lehr, Psicología de la senectud (Barcelona: Herder, 1988)


44.

6. Jacques Laforest, Introducción a la gerontología. El arte de


envejecer (Barcelona: Herder, 1991) 51.

7. Raquel Langarica Salazar, Gerontología y geriatría (México:


Interamericana, 1987) 5.

8. San Martín y Pastor 407.

9. San Martín y Pastor 407.

10. R. S. Hartmann, New Knowledge in Human Value, 3a. ed. (New


York: Harper and Bros., 1971). M. Rockeach, The Nature of Human
Values (New York: Free Press, 1973).

11. San Martín y Pastor 369.

12. R. C. Kwant, Filosofie van de arbeid (Antwerpen: 1964) 32.

13. V. Nell-Breuning, “Arbeit”, El problema del hombre. Introducción a


la antropología filosófica, por Joseph Gevaert, 3a ed. (Salamanca:
Ediciones Sígueme, 1980) 245.

14. Raymond Ruyer, “Métafiphysique du travail”, Revue de


Métaphysique et de Morale 53 (1948): 26-54, 190-215.

15. Victor Frankl, Psicoanálisis y existencialismo, Serie Brevarios 27


(Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 1991) 175.

16. Max Scheler, El resentimiento en la moral, trad. J. Gaos (Madrid:


Revista de Occidente, 1938) 213.

17. J. Ortega y Gasset, “Guillermo Dilthey y la idea de la vida”, Obras


completas, Tomo VI, Revista de Occidente (Madrid: Alianza Editorial,
1983).

47
18. Frankl, Psicoanálisis y existencialismo 105.

19. Frankl, Psicoanálisis y existencialismo 106.

20. R. Guardini, La aceptación de sí mismo. Las edades de la vida


(Madrid: Ediciones Cristiandad, 1977).

21. Flory S. Bonilla, Curso de psicología del adulto (San José:


Universidad de Costa Rica, 1988). (Mimeo)

22. A. Blanco Abarca, “Factores psicosociales de la vida adulta”,


Psicología evolutiva III. Adolescencia, madurez y senectud, M.
Carretero et al. eds. (Madrid: Alianza, 1985) 203-204.

23. M. H. Huyck y W. F. Hoyer, Adult Development and Aging


(Belmont, CA: Wadsworth, 1982).

24. G. W. Allport, Pattern and Growth in Personality (New York: Holt,


Rinehart & Winston, 1961) 283-304.

25. León Rappoport, La personalidad desde los 26 años hasta la


ancianidad (Barcelona: Paidós, 1986) 41.

26. Carlota Bühler, Values in Psychotherapy (Glencoe, Il: The Free


Press, 1962) 107-111.

27. Bühler, Values in Psychotherapy 111.

28. E. Erikson, Infancia y sociedad (Buenos Aires: Hormé, 1959).

29. Erikson, Childhood and Society, 2a ed. (New York: W.W. Norton &
Company, 1963) 268.

30. Bühler, Values in Psychotherapy 116-117.

31. Bühler, Values in Psychotherapy 117.

a. “Objetivamente el ambiente es un sistema de relaciones de


equilibrio, sistema muy complejo (físico, químico, biológico,
sociocultural) de una gran sensibilidad a la variación de uno solo de

48
sus factores constitutivos lo cual produce reacciones en cadena, en
especial a propósito de las intervenciones perturbadoras del
hombre”. Hernán San Martín y Vicente Pastor, Epidemiología de la
vejez, 1a ed. (Madrid: Interamericana McGraw-Hill, 1990) 56.

b. Krysis: sustantivo derivado del verbo krynein que significa


distinguir, separar, decidir, juzgar.

c. Devenir etimológicamente proviene del latín “venire”: “que viene


de”, “que se origina en”; equivale también a “tránsito”.

d. Dasein significa “ser” (sein) “ahí” (da). Pero esta traducción literal
no es lo más apropiada al significado que le otorgó Heidegger. La
traducción significativa es “ser el ahí”. “El ahí” no es definitivamente
el mundo como un terreno exterior; es la apertura del mundo
luminoso, comprensivo —un estado de ser en el mundo, que la
plena existencia del hombre que es y debe ser, puede aparecer y
llegar a ser presente y ser presente. El Dasein no es una propiedad
o atributo humano es la existencia plena del hombre.

e. Se sostiene un concepto dinámico de “calidad de vida” en el sentido


que constituye un proceso socioeconómico, cultural y
sociopsicológico de producción de “valores” referentes a la calidad
(bien-estar) de nuestra vida social, de distribución social de estos
mismos valores y de percepción social de los valores por la
población.

f. El modelo médico hegemónico aún predominante frente a la


concepción de envejecimiento y de vejez, origen de mitos y
prejuicios difíciles de desarraigar, surge de un reduccionismo al
entender la vida humana como vida orgánica o biológica y al
hombre como el producto de la sucesión mecánica de las etapas
prefijadas de nacer, crecer, reproducirse, declinar y morir.

g. Frankl introdujo el término noodinámica para expresar que hay algo


más allá de una psicodinámica en el sentido psicoanalítico. La
diferencia entre la noodinámica analítico-existencial (Frankl) y la
psicodinámica de tipo psicoanalítica (Freud) se encuentra en que la
primera hace referencia directa a una situación donde está presente
y actuando la libertad humana; el ser humano no está “impulsado” a
buscar un sentido para recuperar el equilibrio sino que está

49
“atraído” por el sentido y ante él se decide libremente. En cambio, la
perspectiva psicoanalítica presenta al ser humano como un sistema
dinámico pero cerrado, cuya fuerza motivacional original y
orientación básica están dirigidas a la conservación del equilibrio
entre las instancias psíquicas del Yo, Ello y Superyo. Esta
conservación del equilibrio es conocida como la homeostasis. Lo
que está en el fondo de la cuestión es la prosecución de un estado
con ausencia de tensiones.

h. Corresponde a las denominadas developmental tasks por


Havighurst.

50
SEGUNDA PARTE

LA PROBLEMÁTICA DEL ENVEJECIMIENTO HUMANO:


DERIVACIONES PEDAGÓGICAS

CAPÍTULO II

LA PERSONA COMO EJE DE REFLEXIÓN PEDAGÓGICA


PARA LA VEJEZ
Realizado ya, en el capítulo primero, el análisis de las características
fenomenológicas que distinguen la vejez como etapa de vida es
importante reconocer que si bien este trabajo la trata como tema
central implica, también, plantear una concepción de hombre y de
vida.

Reconocer que los viejos son personas lleva, necesariamente, a


clarificar la antropología filosófica que lo sustenta. En consecuencia, el
punto de partida para hacer posible la reflexión pedagógica en el
ámbito particular que nos ocupa será el análisis de la persona humana
como sujeto de la acción educativa. En este orden, planteos tales
como: ¿qué es el hombre? ¿quién es el hombre? ¿cuál es su posición
en el mundo? ¿cuál es el sentido de su propia existencia? exigen
respuestas que son de fundamental importancia para quienes quieren
vivir con conciencia clara, de manera comprometida y responsable, a
través de un obrar plenamente humano en la vejez y hasta el final de
la vida.

51
En tal sentido son sumamente esclarecedoras las contribuciones que
nos llegan a través de Max Scheler en quien, a su vez, es posible
reconocer toda una línea jalonada por las figuras de Platón, San
Agustín, Pascal, Nieztsche y Bergson. Del mismo modo el
personalismo de E. Mounier y de M. Buber permiten ahondar en los
fundamentos específicos para enriquecer la reflexión que nos apela.
Asimismo, la concepción antropológica de V. Frankl, cuyas raíces
filosóficas provienen tanto del mencionado Max Scheler como de
Nikolai Hartmann, Martín Heidegger y Karl Jaspers y que constituye la
base teórica de su logoterapia, resulta un significativo aporte para el
presente análisis.

La persona humana: Su dualidad en la unidad

Siguiendo a Scheler es posible adherirse a una concepción dualística


del hombre y considerarlo, consecuentemente, como ser dotado de
espíritu e impulso al mismo tiempo.

Para ese filósofo, el hombre posee un principio irreductible al orden


biológico que lo singulariza, aparta y coloca en un lugar exclusivo: el
espíritu cuya característica básica consiste en la independencia, la
libertad y la autonomía existencial frente a los lazos y a la presión de
lo orgánico, de la “vida”. Es un ser “libre” frente al mundo circundante.
Está “abierto” al mundo y esto es susceptible de una expansión
ilimitada hasta donde alcanza el “mundo” de las cosas existentes.

La persona humana por tener conciencia del mundo y de sí misma es


capaz de objetivación de su propia naturaleza psicofísica. En
consecuencia, se convierte en tal cuando se coloca fuera de la
Naturaleza, la hace su “objeto”.

Es una totalidad centralizada, un “centro óntico” capaz de


comprenderse y poseerse íntegramente. Ese “centro” no es “parte” del
mundo sino que reside en el fundamento supremo del ser mismo, en el
espíritu, por el cual la persona es el ser superior a sí misma y al
mundo.

Por ser espíritu, es incapaz de ser objeto, es actualidad pura. Su ser


se agota en la libre realización de sus actos. Según Scheler, el hombre
comparado con el animal que dice siempre “sí” a la realidad, incluso

52
cuando le teme y rehuye, “es el ser que sabe decir no, el eterno
protestante contra toda mera realidad”.

Según el personalismo de Mounier, el hombre así como es espíritu, es


también un cuerpo. Totalmente “cuerpo” y totalmente “espíritu” con lo
cual coincide, igualmente, con el pensamiento cristiano cuyo eje
fundamental, al respecto, es la unión indisoluble del alma y del cuerpo,
no opone el “espíritu” y el “cuerpo” o la “materia” en su acepción
moderna.

Para la concepción cristiana, el espíritu, en el sentido compuesto del


espiritualismo moderno, que designa a la vez el pensamiento, el alma
y el soplo de vida, se fusiona en la existencia con el cuerpo.

Según la teología medieval, nosotros no podemos llegar comúnmente


a las más altas realidades espirituales y a Dios mismo, sino
atravesando la materia y por la presión que ejercemos sobre ella. El
hombre por su cuerpo, forma parte de la naturaleza y allí donde él esté
está también su cuerpo. Sin embargo, si bien está hundido en la
naturaleza, al surgir de ella, la trasciende.

Para Mounier, el hombre se singulariza por una doble capacidad de


romper con la naturaleza. Sólo él conoce este universo que lo devora y
sólo él lo transforma; él, el menos armado y el menos potente de todos
los grandes animales. Aquí se manifiesta la coincidencia con la
antropología pascaliana que visualiza al hombre como la incorporación
del contraste. Pascal, en sus Pensamientos, nos dice: “la grandeza del
hombre es tan visible que se deriva hasta de su miseria. Porque lo que
es naturaleza en los animales, le llamamos en el hombre miseria” a lo
cual agrega: “El hombre no es más que una caña, la más débil de la
Naturaleza, pero es una caña pensante. No hace falta que el universo
entero se arme para aplastarlo: un vapor, una gota de agua basta para
matarlo. Pero aun cuando el universo lo aplastara, el hombre sería
todavía más noble que lo que lo mata, porque sabe que muere y la
ventaja que tiene el universo sobre él; el universo no sabe nada de
eso”.

También para V. Frankl, desde una perspectiva totalizadora, el hombre


no sólo es biología y psiquismo, como postuló Freud según era
necesario para su época y, al mismo tiempo, resultante de ella, sino
que fundamentalmente es espíritu, dimensión propia y

53
específicamente humana que no debe entenderse en sentido religioso.
Es por esta dimensión espiritual, noética(a), que el hombre se
cuestiona temas como la libertad, la responsabilidad, la orientación a
los valores, la búsqueda del sentido de la vida, la religiosidad.

Frankl se muestra seguidor de Max Scheler1 al afirmar que el hombre


tiene en común con el animal la dimensión biológica y psicológica. Por
más que su animalidad esté elevada y marcada dimensionalmente por
su humanidad, en cierta manera el hombre no deja de ser animal.
Pero es también infinitamente más que un animal y esto justamente
por toda una nueva dimensión: la dimensión de la libertad.

La libertad del hombre no es una libertad de condicionamientos, ya


sean biológicos, psicológicos o sociológicos. No es de ninguna manera
una libertad de algo, sino libertad para algo, es decir libertad para
tomar posición ante todos los condicionamientos. Y así, nos dice V.
Frankl “el hombre sólo se manifiesta como verdadero hombre cuando
alza vuelo a la dimensión de la libertad”.2

Las condiciones humanas (el “ser así” de los hombres), nos dice
Frankl, deben ser comprendidas como disponibilidades:
disponibilidades para su libertad y es allí donde le toca a cada uno
asumir la responsabilidad.

Dimensiones fundamentales de la persona humana

Siguiendo la línea de pensamiento scheleriana se concibe a la


persona, como anteriormente se dijo, esencialmente espiritual y
completamente individual; como centro activo del espíritu dotado de
libertad, objetividad y conciencia de sí.

La persona es un

plexo y orden de actos, determinado


esencialmente, y que se realiza continuamente
a sí mismo en sí mismo. Lo psíquico no se
realiza ‘a sí mismo’. Es una serie de sucesos
‘en’ el tiempo, serie que podemos en principio
contemplar desde el centro de nuestro espíritu
y hacer objetiva en la percepción y observación
internas. Mas por lo que toca al ser de nuestra

54
persona, sólo podemos recogernos en él,
concentrarnos en él, pero no objetivarlo.3

La persona funda todos sus actos y da unidad a los distintos


contenidos intencionales. Implica: reflexión, madurez y capacidad de
elegir. De acuerdo a ello es posible afirmar que todo hombre en cuanto
persona, es un ser y un valor únicos. No puede ser objeto. No es
“creadora” sino “portadora” de valores que actúa, algunos ella sola,
otros en comunidad con otras personas.

Es bien comprensible y aceptable la concepción scheleriana de la


persona humana entendida como una entidad dinámica, como la
unidad de sus actos y, en consecuencia, como algo que se halla fuera
de toda reducción a lo material y aún a lo psíquico. Lo material y lo
psíquico, en que se resuelve habitualmente el mundo humano no es
para Scheler suficiente si se pretende edificar una antropología
filosófica que muestre con precisión el puesto del hombre en el
cosmos. Su personalismo está dirigido tanto contra el impersonalismo
abstracto como contra el individualismo empírico que niega el carácter
específico de la espiritualidad personal.

Valor y espíritu, unidad y centro dinámico, autonomía y jerarquía


forman los hilos con los que Scheler teje una filosofía que se encamina
directamente a una metafísica.

En la concepción personalista de E. Mounier hay notas esenciales que


se repiten. Para este autor, la persona no es un objeto. Es,
fundamentalmente, lo que en cada hombre no puede ser tratado como
objeto.

La persona:

no es el más maravilloso objeto del mundo, un


objeto al que conoceríamos desde fuera, como
a los demás. Es la única realidad que podemos
conocer y que al mismo tiempo hacemos desde
dentro... Así como no es objeto visible,
tampoco es un residuo interno, una sustancia
oculta bajo nuestros comportamientos, un
principio abstracto de nuestros gestos
concretos: eso sería todavía una manera de ser

55
objeto, o un fantasma de objeto. Es una
actividad vívida de autocreación, de
comunicación y de adhesión, que se aprehende
y se conoce en su acto, como movimiento de
personalización. A esta experiencia nadie
puede ser condicionado ni obligado. Aquéllos
que la llevan a sus cimas llaman a los demás a
su alrededor, despiertan a los dormidos, y así,
de llamado en llamado, la humanidad se libera
del pesado sueño vegetativo que todavía la
embota. Quien se niega a escuchar el llamado
y a comprometerse en la experiencia de la vida
personal, pierde el sentido de ella, como se
pierde la sensibilidad de un órgano que no
funciona.4

Mounier hace explícita la paradoja central de la existencia personal al


afirmar que es el modo específicamente humano de la existencia y, sin
embargo, debe ser incesantemente conquistada.

La persona, para Mounier, se funda en una serie de actos originales


que no tienen su equivalente en ninguna otra parte dentro del
universo:

1. Salir de sí: la persona es una existencia capaz de


separarse de sí misma, de desposeerse, de descentrarse
para llegar a ser disponible para otro.

2. Comprender: dejar de colocarse en el propio punto de


vista para situarse en el del otro. No conocer a los otros
con un saber general sino abrazar su singularidad con la
propia, en un acto de acogimiento y un esfuerzo de
concentración.

3. Tomar sobre sí, asumir el destino, la pena, la alegría, la


tarea de los otros.

4. Dar: la fuerza viva del impulso personal no es ni la


reivindicación (individualismo pequeño burgués), ni la lucha
a muerte (existencialismo), sino la generosidad o la
gratuidad, es decir, en última instancia, el don sin medida y

56
sin esperanza de devolución. Por esta cualidad humana la
persona puede vencer la soledad, aún cuando no reciba
respuesta, y luchar contra el orden estrecho de los
instintos, de los intereses, de los razonamientos.

5. Ser fiel: la aventura de la persona es una aventura


continua desde el nacimiento hasta la muerte. Así, pues, la
consagración a la persona, al amor, a la amistad, sólo son
perfectos en la continuidad. La fidelidad personal es una
fidelidad creadora. La relación interpersonal positiva es una
interpelación recíproca, una fecundación mutua.

En una ponencia que presenta V. Frankl en carácter de introducción a


un debate entre los profesores Dr. P. Ildefons Betschart (Salzburgo),
Dr. Alois Dempf (Munich) y Dr. Leo Gabriel (Viena) en el marco de las
Jornadas de Escuelas Superiores de Salzburgo presenta diez tesis
sobre su concepto de persona:5

1. La persona es un individuo: la persona es algo que no


admite partición, no se puede subdividir, escindir, porque
es una unidad.

2. La persona no es sólo un “in-dividuum”, sino también


“insummabile”: no se puede partir ni agregar porque no es
sólo unidad sino que es también una totalidad. Como tal,
tampoco puede incorporarse en clasificaciones incluyentes,
como son, en la masa, en la clase o en la raza: todas estas
“unidades” o “totalidades”, que representan jerarquías en
que se engloba al hombre no son entidades personales,
sino a lo sumo pseudopersonales. En cambio, lo orgánico,
en contraposición a la persona, puede partirse y
amalgamarse.

3. Cada persona es absolutamente un ser nuevo: con cada


persona que viene al mundo, se inserta en la existencia un
nuevo ser, se le trae a la realidad. La existencia espiritual
no puede propagarse, no puede pasarse de padres a hijos.

4. La persona es espiritual: por su carácter la persona


espiritual se halla en contraposición heurística y facultativa
con el organismo psicofísico. La persona necesita de su

57
organismo para actuar y expresarse. Como instrumento
que es, constituye un medio para un fin y, como tal, tiene
un valor utilitario. El concepto opuesto al de valor utilitario
es el concepto de dignidad. Ella pertenece sólo a la
persona, le corresponde naturalmente, independiente de
toda utilidad social o vital.

Reconocer la dignidad incondicional de cada persona, significa tener


absoluto respeto por la persona humana cualquiera sea su situación.
Frankl lo califica como el primer credo psiquiátrico: fe en la continuidad
de la persona espiritual aun detrás de los síntomas de la enfermedad
psicótica. Si no fuera así no tendría sentido para el médico curar el
organismo psicofísico, “repararlo”.

5. La persona es existencial: el hombre, en cuanto


persona, no es un ser fáctico sino un ser facultativo. Él
existe de acuerdo con su propia posibilidad para la cual o
contra la cual puede decidirse. Ser hombre es ante todo,
ser responsable. Con eso también se significa que es más
que meramente libre: en la responsabilidad se incluye el
para qué de la libertad humana, en favor de qué o contra
qué se decide. La persona está, no determinada por sus
instintos, sino orientada hacia el sentido. No aspira al
placer sino a los valores.

6. La persona es yoica, o sea, no responde al “ello”, no se


halla bajo la dictadura del “ello”: la persona, el “yo” no se
puede derivar del “ello” por lo instintivo, ni dinámica ni
genéticamente. El concepto del “yo” instintivo hay que
rechazarlo por ser completamente contradictorio. La
persona, según Frankl, es asimismo inconsciente y
precisamente, es allí donde tiene sus raíces lo espiritual.
En su fuente, no sólo es facultativa sino obligadamente
inconsciente.

En el origen, fundamentalmente el espíritu es irreflejo y por eso,


ejecución puramente inconsciente. Así que debemos distinguir
cuidadosamente entre el inconsciente instintivo, el mismo con el que el
psicoanálisis tiene que ver, y el inconsciente espiritual. Al inconsciente
espiritual le concierne la fe inconsciente, la religiosidad inconsciente,

58
como innata relación inconsciente y a menudo reprimida, del hombre
con la trascendencia. Es mérito de C. Jung haberla aclarado. Sin
embargo, el error que cometió consistió en localizar esta religiosidad
inconsciente donde se localiza la sexualidad inconsciente: es decir en
el inconsciente instintivo, en el “ello”. “Pero a la fe en Dios y a Dios
mismo no se me arrastra, sino que yo debo decidirme por Él o contra
Él; la religiosidad es del ‘yo’, o no existe en absoluto”.6

7. La persona no es sólo unidad y totalidad en sí misma


(tesis 1 y 2) sino que la persona brinda unidad y totalidad:
ella presenta la unidad físico-psíquico-espiritual y la
totalidad representada por la criatura “hombre”. Esta
unidad y esta totalidad se constituye, se funda y garantiza
solamente por la persona. Conocemos a la persona
espiritual sólo en coexistencia con su organismo
psicofísico.

El hombre representa un punto de interacción, un cruce de tres niveles


de existencia: lo físico, lo psíquico y lo espiritual, pero dentro de esta
unidad y totalidad, lo espiritual del hombre se contrapone a lo físico y
lo psíquico. En esto consiste lo que Frankl llama antagonismo noo-
psíquico. Mientras que el paralelismo psicofísico es obligado, el
antagonismo noo-psíquico es facultativo: es siempre sólo una
posibilidad, simple poder; un poder al que siempre hay que volver a
apelar, el “poder de resistencia del espíritu” contra la —sólo
aparentemente— poderosa psicofisis.

Frankl lo ha denominado como segundo credo, el credo


psicoterapéutico: la fe en esta capacidad del espíritu del hombre, bajo
cualquier circunstancia y condiciones, de desapegarse de lo
psicofísico y ubicarse a una distancia fecunda.

Si no valiera la pena —de acuerdo con el primer credo, el


psiquiátrico— “reparar” el organismo psicofísico por no ser una
persona íntegramente espiritual la que, a pesar de su enfermedad,
espera recuperarse, entonces —de acuerdo con el segundo credo—
no se estaría en condiciones de apelar a lo espiritual en el hombre
para que ofrezca su poder de resistencia a lo psicofísico, pues no se
daría el antagonismo noo-psíquico.

59
8. La persona es dinámica: justamente por su capacidad
de distanciarse y apartarse de lo psicofísico es que se
manifiesta lo espiritual. Por ser dinámica no debemos
hipostasiar a la persona espiritual, y por eso no podemos
calificarla de substancia, por lo menos no en el sentido
corriente.

Existir significa salirse de sí mismo y enfrentarse consigo mismo y eso


lo hace la persona espiritual en cuanto se enfrenta como persona
espiritual a sí misma como organismo psicofísico. Sólo este
autodistanciamiento de sí mismo como organismo psicofísico
constituye a la persona espiritual como tal, como espíritu.

Unicamente cuando el hombre entabla un diálogo consigo mismo, se


desglosa lo espiritual de lo psicofísico.

9. El animal no es persona puesto que no es capaz de


trascenderse y de enfrentarse a sí mismo. Por eso el
animal no posee el correlato para ser persona, no tiene un
mundo sino sólo un medio ambiente. Dentro de este
contexto el animal, no es capaz de seguir las reflexiones
del hombre que lo incluye en sus experimentos pues no es
admitido al mundo humano, un mundo de sentidos y de
valores; no puede llegar a él, no alcanza su dimensión.

10. La persona no se comprende a sí misma sino desde el


punto de vista de la trascendencia. El hombre es tal, sólo
en la medida en que se comprende desde la
trascendencia. Sólo es persona en la medida en que la
trascendencia lo hace persona. Esta llamada lo recibe en
la conciencia. Para Frankl la religión es y no puede ser otra
cosa que un tema, nunca una posición básica. En
consecuencia, la logoterapia debe manejarse más acá de
la fe en la revelación y responder al interrogante por el
sentido desde más acá de la bifurcación que divide la
visión del mundo en teístas y ateístas. Si de este modo no
interpreta el fenómeno de la fe no como una fe en Dios,
sino en el sentido más amplio de una fe en el sentido,
entonces es absolutamente legítimo que se ocupe del
fenómeno de la fe. Se atiene entonces al parecer de Albert

60
Einstein que dice que “preguntar por el sentido de la vida
significa ser religioso”.

La dimensión de la libertad humana y sus implicaciones


existenciales.

Según Mounier, el término griego más aproximado a la noción de


persona indica: “la que mira adelante”, “la que afronta” con lo cual nos
quiere indicar que la persona es la que “hace frente”, “es rostro” ante
un mundo que se le presenta hostil y ante el cual tiene que protegerse
y, muchas veces, hasta oponerse. Es aquí surgen los dilemas propios
de la existencia humana. Por un lado, existir es decir sí, es aceptar, es
adherir. Pero si acepto siempre, si no niego ni me niego jamás, me
hundo. Existir personalmente es también y, a menudo, decir no,
protestar, arrancarse. La ruptura, el rechazo, son categorías
esenciales de la persona.

La persona toma conciencia de sí misma en esa lucha de fuerzas. Si


bien los no de la persona son casi siempre dialécticos y solidarios de
una recuperación, siempre llega, sin embargo, el momento de las
negativas irreductibles, cuando el ser mismo de la persona, su propia
dignidad está en juego.

Bernanos define al hombre libre como aquel capaz de imponerse a sí


mismo su disciplina, pero que no la acepta ciegamente de nadie; al
hombre para quien el supremo bienestar es hacer, en la medida de lo
posible, lo que quiere, en el momento que ha elegido, aunque deba
pagar con la soledad y la pobreza este testimonio interior al que
concede tanto precio; al hombre que se da o se niega, pero que no se
presta jamás.

Para Mounier, la libertad es afirmación de la persona; se vive, no se


ve. Es la persona quien se hace libre, después de haber elegido ser
libre. En ninguna parte encuentra la libertad dada y constituida, es por
ello que el ejercerla se constituye en fuente viva de ser.

Sin embargo, y en esto hay total coincidencia con la concepción


frankleana, la libertad del hombre es la libertad de una persona y de
esta persona, constituida y situada en sí misma de determinada
manera, en el mundo y ante los valores lo cual implica que está
estrechamente condicionada y limitada por una situación concreta. Ser

61
libre es en primer lugar, aceptar esta condición para apoyarse en ella.
No todo es posible, ni tampoco lo es en todo momento. Estos límites,
cuando no son demasiado estrechos, constituyen una fuerza. La
libertad sólo progresa, como el cuerpo, gracias al obstáculo, a la
elección, al sacrificio.

Interpretando el pensamiento de E. Mounier —reiteradamente


evidenciado en sus obras— es posible sostener que nuestra libertad
es la libertad de una persona en situación, pero es también la libertad
de una persona valorizada. No soy libre por el mero hecho de ejercitar
mi espontaneidad. Me hago libre si inclino esta espontaneidad en el
sentido de una liberación, es decir, de una personalización del mundo
y de mí mismo. Aquí aparece, pues, una nueva instancia entre el
surgimiento de la existencia y la libertad; la que separa la persona
implícita, en el límite del impulso vital, de la persona que madura por
sus actos en su densidad creciente de existencia individual y colectiva.
De modo que no dispongo arbitrariamente de mi libertad, aunque el
punto en que la hago mía esté hendido en mi propio corazón. Mi
libertad no es sólo un surgir; está ordenada, o mejor aún, es
invocada.7

Cada etapa de la lucha está marcada y consolidada por el “bautismo


de la elección”, como decía Kierkegaard. La elección aparece en
primer lugar como poder de aquél que elige. Al elegir ésto o aquéllo,
me elijo cada vez más indirectamente a mí mismo, y me construyo en
la elección.

Hablar de la libertad natural humana, según V. Frankl, es confrontarla


con su opuesto dialéctico: lo signado por el destino, aquéllo que se
opone a mi libertad en el sentido tanto interno como externo. Por el
destino externo se hace referencia a la situación social de la persona,
tal como lo entiende el sociologismo.

Para Frankl, además de la relación fundante entre libertad y


comunidad, existe una verdadera relación dialéctica entre individuo y
comunidad. Sólo la comunidad brinda el sentido de individualidad pero
también, opuestamente, sólo la reconocida individualidad de los
individuos brinda el sentido de comunidad. Y es únicamente esto lo
que distingue una comunidad de algo simplemente colectivo o aún de
masa.

62
En lo colectivo el hombre no deja solamente de ser individuo sino que
ya no es humano ya que sólo tiene “sentido” por cuanto es uno de los
muchos elementos productivos. Esto lleva a considerar que la vida que
deja de ser productiva es una vida “sin valor” sin apreciar los valores
realmente humanos, todo aquéllo que trascendiendo su productividad,
la hace aparecer valiosa y le da dignidad humana a la existencia.

La libertad humana es confrontada en el pensamiento frankleano no


sólo con el destino “que nos rodea”, sino con el aparente destino
dentro de nosotros mismos. El destino interno, se halla representado,
ante todo, por aquéllo que comúnmente llamamos tendencia. Las
tendencias del hombre representan sus disposiciones biológicas, tanto
en el sentido de aquéllo que el hombre recibe como disposiciones
familiares como de las disposiciones nacionales o inclinaciones
caracterológicas.

Frankl recalca, en este orden, que toda tendencia en el hombre es del


destino y eso escapa directamente a su libertad y a su
responsabilidad, pero en sí son todavía ambivalentes o neutrales en
cuanto a los valores. Son puramente posibilidades cuya
materialización se lleva a cabo sólo después de una decisión personal.
Y esta realización de las posibilidades internas dentro y a través del
individuo hace de ellas, originariamente neutrales en cuanto a valores,
un real valor, una virtud o un vicio.

No solamente las tendencias constituyen el destino interior, algo con lo


cual la libertad debe ponerse de acuerdo sino que, junto a lo
sociológico y lo biológico, también lo psicológico se presenta como
condicionamiento.

El destino psicológico en el hombre, para Freud, lo constituye el “ello”


que es lo que se opone al “yo” y a su libertad; “impulsa” al “yo” que se
vuelve objeto en el sentido psicológico.

A la concepción psicoanalítica del ser humano, como naturaleza


impulsada, opone Frankl, aquéllo que quiso decir Jaspers cuando
habló del ser humano como un “ser que decide”, un ser que no sólo es
sino que también “decide lo que es”. Entiende que el hombre es
responsable justamente en razón de su libertad. Asumir la
responsabilidad significa aquéllo para lo cual el hombre es libre. La
libertad, que como base de la responsabilidad natural humana siempre

63
es vista y destacada por el análisis existencial de V. Frankl, es libertad
integral aún en las maneras de existir neuróticas: aún allí donde soy
“impulsado”, también allí todavía, de alguna manera, está presente;
pues, soy yo el que se deja arrastrar. Renunciar a la libertad y a su
uso es también un acto libre. Es libremente que el “yo” abdica ante el
“ello”.

Según Frankl, toda objetivación del ser humano, toca sólo el “ser-así”,
nunca el “ser ahí”. El “ser ahí”, la existencia, nunca coincide con el
“ser-así”, no es el “ser-así”, sino siempre una posibilidad de
“transformarse en algo distinto”. La existencia humana no se resuelve
totalmente en su propia facticidad: ser hombre no significa ser fáctico,
sino facultativo.8 Idea que explicita al afirmar que la libertad humana es
libertad finita; el hombre no es libre de condicionamientos, sino que es
libre solamente respecto a la actitud como ha de asumirlos.

Desde otro sentido, el movimiento de libertad es también distensión,


permeabilización, puesta en disponibilidad. No es sólo ruptura y
conquista; es también y finalmente, adhesión. El hombre libre es el
hombre a quien el mundo interroga y que responde: es el hombre
responsable. La libertad, en este punto no aísla, une; no es el ser de la
persona, sino la manera como la persona es todo lo que es y lo es
más plenamente que por necesidad. La responsabilidad así entendida
incluye un “de qué” y un “para qué”. Estas conclusiones llevan, a su
vez, a otra condición esencial de la persona: la de la trascendencia.

¿Hay una realidad más allá de la persona? Según Mounier, la


respuesta es negativa por parte de ciertos personalismos como los de
Mac Taggart, de Renouvier o de Howison. Para Jaspers, la realidad
personal reconoce una trascendencia íntima, pero una trascendencia
radicalmente inefable e inaccesible, salvo a modo de lenguaje cifrado.
En la perspectiva que sostiene Mounier, el movimiento que ejecuta la
persona tampoco se vuelve a cerrar sobre ella, pero indica una
trascendencia que habita entre nosotros y que no escapa a toda
denominación.

Una realidad trascendente a otra, nos explica Mounier, no es una


realidad separada que planea por encima de ella, sino una realidad
superior en calidad de ser, que la otra no puede alcanzar por un
movimiento continuo, sino mediante un salto de la dialéctica y de la

64
expresión. Siendo las relaciones espirituales relaciones de intimidad
en la distinción y no de exterioridad en la yuxtaposición, la relación de
trascendencia no excluye una presencia de la realidad trascendente
en el corazón de la realidad trascendida. En este sentido, Dios, dice
San Agustín, me es más íntimo que mi propia intimidad.

La trascendencia de la persona se manifiesta desde la actividad


productora; “hacer y, al hacer, hacerse”. Tal aspiración trascendente
de la persona surge de la negación de sí como mundo cerrado,
suficiente, aislado en su propio surgimiento. La persona no es el ser,
es movimiento de ser hacia el ser y sólo es consistente en el ser al
que apunta.

La superación de la persona por sí misma no es sólo proyecto: es


elevación según nos dice Jaspers, sobrepasar. El ser personal es un
ser hecho para sobrepasarse.

¿Cuál es el término del movimiento de trascendencia? Jaspers se


niega a nombrarlo. Varios pensadores contemporáneos hablan de los
“valores” como de realidades absolutas, independientes de sus
relaciones y conocidas a priori (Scheler, Hartmann). Pero los
personalistas, nos dice Mounier, son renuentes a entregar la persona
a estos impersonales: así, pues, la mayoría intenta personalizarlos de
alguna manera. El personalismo cristiano va hasta el límite: todos los
valores se agrupan para él al llamado singular de una Persona
suprema.

La misma fe en un Dios personal recurre a mediaciones impersonales:


nociones de bondad, de omnipotencia, de justicia, reglas morales,
estructuras espirituales, etc.

Los valores, dice Mounier, difieren por completo de la idea general


entendida como suma concreta de determinaciones. Tienden, más
bien, a incorporarse en un sujeto concreto, individual o colectivo.

Los más duraderos de ellos tienen una existencia histórica. Nacen a la


conciencia de la humanidad en el curso de su desarrollo, como si cada
edad de la humanidad tuviera por vocación descubrir o inventar para
las otras un nuevo sector de valores.

65
Se ha hablado de una vocación de las épocas o de las naciones.
Puede decirse que el honor es un valor medieval y la libertad, la
justicia social, valores modernos; la piedad es un valor hindú; la gracia,
un valor francés; la comunidad, un valor ruso, etc. Cada uno nace, se
desarrolla, se esclerosa, luego se eclipsa por un tiempo en una
especie de sueño histórico. En el período de la esclerosis se producen
confusiones. La historia, no obstante, sitúa todavía el valor en lo
general. Su verdadero lugar es el corazón vivo de las personas. Las
personas sin los valores no existirían plenamente, pero los valores no
existen para nosotros sino por el fiat veritas tua que les dicen las
personas.

Según Mounier resulta un tanto ambiguo afirmar o negar la


“subjetividad” de los valores y, aclara al respecto, no son subjetivos,
en cuanto dependan de las particularidades empíricas de un sujeto
dado. Lo son en cuanto sólo existen en relación con sujetos y quieren
ser reengendrados por ellos, sin estar ligados a tal o cual, sirviendo de
mediadores entre todos, arrancándolos a su aislamiento y
desplegándolos en lo universal. De modo que no se los podría
confundir con proyecciones del yo, que pronto agotan su modesta
fuente. Por lo contrario, son signo de que la persona no es una
realidad local y separada, atada a su condición “como un caballo a las
inmediaciones de su poste”, sino de que puede, desde el ángulo de su
condición, abarcar el universo y extender indefinidamente el lazo que
la une a él.

La persona es, pues, en definitiva, movimiento hacia un transpersonal


que anuncia simultáneamente la experiencia de la comunión y la de la
valorización. Sólo existimos definitivamente desde el momento en que
nos hemos constituido un cuadro interior de valores o de
abnegaciones contra el cual, sabemos, ni siquiera prevalecerá la
amenaza de muerte.

La alegría es inseparable de la vida valorizada, pero no lo es menos el


sufrimiento,, y este sufrimiento, lejos de disminuir con el progreso de la
vida organizada, se sensibiliza y se desarrolla a medida que la
persona se enriquece de existencia.

Sólo hay verdadera elección ante el valor si la libertad puede elegir el


no-valor.

66
La persona humana: Interioridad y comunicación

Al referirse a la experiencia fundamental de la persona, Mounier nos


dice que, contrariamente a una difundida opinión, no consiste en la
originalidad, la reserva circunspecta, la afirmación solitaria; no consiste
en la separación sino en la comunicación. Sin embargo, continúa
diciéndonos, para quien contempla el espectáculo de los hombres y no
es ciego a sus reacciones, esa verdad no es evidente. Heidegger y
Sartre lo han expresado filosóficamente. Para ellos, la comunicación
queda bloqueada por la necesidad de poseer y someter. Cada
miembro de la pareja es necesariamente tirano o esclavo.

El individualismo es un sistema de costumbres, de sentimientos, de


ideas y de instituciones que organiza el individuo sobre esas actitudes
de aislamiento y de defensa. Fue la ideología y la estructura
dominante de la sociedad burguesa occidental entre los siglos XVIII y
XIX. Un hombre abstracto, sin ataduras ni comunidades naturales,
dios soberano en el corazón de una libertad sin dirección ni medida,
que desde el primer momento vuelve hacia los otros la desconfianza,
el cálculo y la reivindicación; instituciones reducidas a asegurar la no
usurpación de estos egoísmos, o su mejor rendimiento por la
asociación reducida al provecho: tal es el régimen de civilización que
agoniza ante nuestros ojos, uno de los más pobres que haya conocido
la historia. Es la antítesis misma del personalismo y su adversario más
próximo.9

A veces se opone, para distinguirlos, persona e individuo. De esta


manera se corre el riesgo de separar a la persona de sus ataduras
concretas. El movimiento de recogimiento que constituye al “individuo”
ayuda a asegurar nuestra forma. Sin embargo, la persona sólo se
desarrolla purificándose incesantemente del individuo que hay en ella.
No lo logra simplemente volviendo su atención sobre sí, sino por el
contrario, tornándose disponible (G. Marcel) y, por ello, más
transparente para sí misma y para los demás.

Mientras que el primer recaudo del individualismo es centrar al


individuo sobre sí, el objetivo fundamental del personalismo, es
descentrarlo para establecerlo en las perspectivas abiertas de la
persona que se afirman desde edades muy tempranas. El primer
movimiento que revela a un ser humano en la primera infancia es un

67
movimiento hacia el otro; se descubre en los otros, se aprehende en
actitudes dirigidas por la mirada de otros. Sólo más tarde, hacia el
tercer año llegará la primera ola de egocentrismo reflexivo.

Para Mounier, al igual que para M. Buber y G. Marcel, quienes


destacan la esencia dialogal del ser humano, la experiencia primitiva
de la persona es la experiencia de la segunda persona. El tú y en él el
nosotros, preceden al yo, o al menos lo acompañan. Y lo acentúa al
afirmar que “casi se podría decir que sólo existo en la medida en que
existo para otros, y en última instancia ser es amar”.

Sin embargo, si bien la persona es originariamente movimiento hacia


el otro, “ser-hacia”, desde otro aspecto, nos dice Mounier, se nos
presenta, también, caracterizada en oposición a las cosas, por el latido
de una vida secreta en la que parece destilar incesantemente su
riqueza.

Vemos así que ambos procesos tanto el de repliegue que privilegia la


subjetividad, la interioridad o la vida interior como su aparentemente
opuesto movimiento de comunicación, son fundamentales y
complementarios para la vida personal.

El hombre puede vivir a la manera de una cosa. Pero como no es una


cosa, tal vida se le aparece bajo el aspecto de una dimisión: es la
“diversión” de Pascal, el “estado estético” de Kierkegaard, la “vida
inauténtica” de Heidegger, la “alienación” de Marx, la “mala fe” de
Sartre.

El hombre de la diversión vive como expulsado de sí, confundido con


el tumulto exterior. Es el hombre prisionero de sus apetitos, de sus
funciones, de sus hábitos, de sus relaciones, del mundo que lo distrae.
Vida inmediata, sin memoria, sin proyecto, sin dominio, es la definición
misma de la exterioridad, de la vulgaridad.

La vida personal comienza con la capacidad de romper el contacto con


el medio, de recobrarse, de recuperarse, con miras a recogerse en un
centro, a unificarse. A primera vista, este movimiento constituye un
movimiento de repliegue. Pero este repliegue sólo es un tiempo de un
movimiento más complejo. Lo importante no es el repliegue sino la
concentración, la conversión de las fuerzas. La persona sólo retrocede
para saltar mejor. Sobre esta experiencia vital se fundan los valores

68
del silencio y del retiro. Las distracciones de nuestra civilización
corroen el sentido del ocio, el gusto del tiempo que corre, la paciencia
de la obra que madura y dispersa las voces interiores.

El vocabulario que hace referencia al recogimiento (recuperar,


recobrar, etc.) nos lleva a pensar que éste se logra como fruto de una
conquista activa, completamente opuesta a una confianza ingenua en
la espontaneidad y la fantasía interiores. La persona no es “algo” que
se encuentra en el fondo del análisis ni una combinación definible de
caracteres. Si fuera una suma, sería inventariable: justamente es el
lugar de lo no inventariable (G. Marcel). Si fuera inventariable sería
determinable: pero es el lugar de la libertad. Es una presencia antes
que un ser (un ser expuesto), una presencia activa y sin fondo.

La vida personal está ligada por naturaleza a un cierto secreto. Por


eso, nos dice Mounier, la reserva en la expresión, la discreción, es el
homenaje que la persona rinde a su infinitud interior. Jamás puede
comunicarse íntegramente por la comunicación directa y prefiere, a
veces, medios indirectos: ironía, humor, paradoja, mito, símbolo,
ficción, etc.

La vida personal es afirmación y negación sucesivas de sí. Afirmarse


es, en primer término, darse un lugar. De modo que no hay que
oponer drásticamente el tener y el ser, como dos actitudes
existenciales entre las que habría que elegir. Pensemos, más bien, en
dos polos entre los cuales se tiende la existencia incorporada. No le es
posible ser sin tener, aunque su ser sea potencia indefinida de tener,
aunque no se agote jamás en sus haberes y los desborde a todos por
su significación.

Recogiéndose para encontrarse, luego


exponiéndose para enriquecerse y volverse a
encontrar, recogiéndose de nuevo en la
desposesión, la vida personal, es la búsqueda,
proseguida hasta la muerte, de una unidad
presentida, deseada y jamás realizada. Soy un
ser singular, tengo un nombre propio. Esta
unidad no es la identidad muerta de la roca que
ni nace ni cambia ni envejece.(...) No se me
presenta ni como algo dado, tal como mi

69
herencia o mis aptitudes, ni como pura
adquisición. No es evidente: pero tampoco lo
es a primera vista la unidad de un cuadro, una
sinfonía, de una nación, de una historia. Es
necesario descubrir en sí, bajo el fárrago de las
distracciones, el deseo mismo de buscar esta
unidad viviente, escuchar largamente las
sugestiones que nos susurra, experimentarla
en el esfuerzo y la oscuridad, sin estar jamás
seguro de poseerla.10

La existencia personal se ve siempre disputada por un movimiento de


exteriorización y un movimiento de interiorización, ambos esenciales y
complementarios para la plenificación humana. Con ello se evidencia
la estructura esencialmente trascendente de la autorrealización
humana.

El hombre se encuentra a sí mismo y se realiza tanto mejor cuanto


más sale de sí. Cuanto más se trasciende, tanto más actualiza su
propio ser. El “estar-en-sí” no está cerrado de modo inmanente, sino
que tiende a cumplirse y realizarse con el “estar-en-el-otro”. Cuanto
más profundo es el “estar-en-sí”, tanto mayor es la posibilidad de estar
en el otro. Cuanto más estoy en el otro —en el otro hombre y, en
definitiva, en Dios— de un modo espiritual personal, tanto más estoy
“en mí mismo” y realizo mi propia mismidad, esencialmente
trascendente.

El tiempo y la existencia humana: Transitoriedad

Por su intrínseca complejidad no resulta fácil llegar a un concepto y a


una definición consensuada y precisa del tiempo y de su verdadero
sentido y valor.

La historia del concepto de tiempo en la filosofía antigua y medieval se


modifica según la atención prestada a los rasgos que componen tal
concepto. Si subrayamos en él lo mudable, inconstante y transitorio, la
tendencia general en los mencionados períodos consiste en despojarlo
de la meditación filosófica. Si el tiempo pertenece a lo meramente
fenoménico, el destino de la temporalidad estará ligado al de la
fenomenalidad. Pero si incluimos en el concepto de tiempo otras
notas, no será tan fácil mantener la postergación.

70
Sin embargo, la relegación del tema del tiempo durante la Edad Media
afecta tan sólo al tiempo “exterior”. En lo que atañe al tiempo en
sentido interior-metafísico se da, más bien, una continuación de la
última fase de la meditación antigua. De ahí la oscilación entre la idea
de tiempo como algo “interior” y como algo “exterior”, una cierta
inclinación hacia el “predominio” de la noción de “tiempo interior” en
toda la filosofía medieval, tanto en la cristiana como en la judía y
árabe. Como algo exterior, el tiempo aparece con frecuencia bajo la
forma de la sucesión y es, en tal caso, algo fundamentalmente
vinculado con el movimiento.

Hay filósofos que intentan una mediación entre las diversas


concepciones como en el caso de Duns Escoto quien considera que lo
material del tiempo, es decir, el movimiento, está fuera de nosotros, en
lo exterior, pero que lo formal, esto es, la medida del movimiento,
viene del alma y existe en ella. Podría considerarse que estos intentos
de conciliación representan a su vez síntesis de aristotelismo y
agustinianismo si no fuese que cada una de estas dos concepciones
implica, asimismo, la que puede considerarse formalmente como
opuesta.

También en la Edad Moderna hay, a la vez, una relegación del tema


del tiempo y un intento de colocarlo en un primer plano. Esto último
resulta cuando se vuelve a tomar el problema del tiempo como
fundamental. El desplazamiento ocurre cuando, explícitamente o no,
se realiza un esfuerzo para pensarlo según las mismas categorías que
determinan el espacio. En este sentido, vale tanto la concepción del
tiempo en cuanto algo que existe en sí y absolutamente, al modo de la
física de Newton, como la reducción kantiana del tiempo a una forma a
priori en la cual es posible la realidad de los fenómenos.

La irrupción de las filosofías llamadas temporalistas, unidas con el


existencialismo y el irracionalismo abre un debate filosófico que es
resuelto por cada autor de manera diferente, pero que se caracteriza
por una general preferencia por el tema del tiempo. Esto puede verse
sobre todo en la obra de Bergson, Simmel, Dilthey, Husserl,
Heidegger.

71
No se puede dejar de reconocer, en la actual meditación filosófica
sobre el tiempo, la influencia tanto de los notables aportes como de las
radicales críticas introducidas por las nuevas teorías físicas.

Numerosos debates filosóficos se suscitaron cuando algunos físicos,


en particular Minkowski y Einstein, consideraron el tiempo como una
cuarta dimensión. Esto significa que cada suceso físico —lo que
Minkowski llama un “punto de Universo”— está determinado por tres
coordenadas espaciales y una coordenada temporal. Ningún “punto
del espacio” posee “realidad” si no “existe” en un tiempo determinado.

Por la misma base de la física actual, por la tendencia de la teoría


física al análisis del significado de sus términos, la noción del tiempo
no puede ya separarse de los mismos problemas filosóficos que
refieren el tiempo a la conciencia —o, si se quiere, a un observador.
Con lo cual la misma expresión clásica del tiempo como “medida del
movimiento” vuelve a colocarse bajo una nueva luz si se considera
este movimiento, no como un simple desplazamiento, sino como un
devenir.

El tiempo humano: Su problemática

Un análisis descriptivo y vivencial permite admitir que el tiempo de


vida, en su aparente avance lineal, regular, constante, implacable y
trágico a la vez, nos proyecta desde el sutil presente del “ahora” hacia
un futuro desconocido que parece generarse de instante en instante a
través de circunstancias imprevisibles, fortuitas y aleatorias.

En la vejez, el tiempo de vida alcanza una dimensión y un sentido


diferente. Se constituye en un tema central de su cotidianeidad y
reflexión interesada.

El transcurrir de la vida del hombre parece fluir entre la agonía de las


horas que ya no podrán recuperarse, pues quedaron selladas o
“guardadas” en el pasado y el futuro misterioso que lo transporta
despaciosamente a la destrucción y a la muerte. Ante ello, el hombre,
o bien busca sus propias explicaciones para “asirlo” en su realidad
más próxima, o intenta “escapar” mediante formas y métodos diversos,
de esa corriente que lo condiciona y deteriora.

72
El concepto común o corriente del tiempo que pasa es evidentemente
ilusorio y convencional. El tiempo que nos marca el reloj no es más
que un sistema de medida que nos permite relacionar dos momentos.
Mientras se lo pretenda mantener condicionado al marco
tridimensional de las coordenadas espaciales (largo, alto y ancho) será
difícil comprender los complejos significados implícitos en su total
dimensión. En cuanto nos alejamos de sus aspectos métricos, de sus
ritmos astronómicos, el tiempo se nos revela como mutación, como
duración biológica, como discontinuidad, como unidad de pasado,
presente y futuro.

Al comenzar el Siglo XX, el tema del tiempo adquiere especial


relevancia e invade la realidad cotidiana. Su repercusión se hace
evidente en la ciencia, en la filosofía y hasta en el arte donde desgarra
las formas y quiebra la estructura del espacio. La concepción del
tiempo como la cuarta dimensión incidió significativamente sobre los
sistemas espaciales rígidos y materialistas. El hombre comienza a
tener conciencia del tiempo, a intuir un mundo multidimensional en
donde el concepto de tiempo como término de plazo se destruye y
pierde su significado. Ahora, el tiempo puede medirse por otros
fenómenos que no son los puramente mecánicos: la desintegración de
los cuerpos radiactivos, la irradiación del calor, la actividad química del
crecimiento y los fenómenos de vida.

En el campo de la física, Einstein revoluciona los conceptos


tradicionales y el continuo cuatridimensional espacio-tiempo desaloja
definitivamente a la representación del mundo con dimensiones
copernicanas. Casi en seguida Plank desestima el tiempo lineal y en
su teoría de los cuantos lo introduce como impulso; Broglie y
Schrondiger, en su mecánica ondulatoria, otorgan a la materia carácter
de magnitud temporal, mientras que en el terreno biológico de Vries lo
valoriza como intensidad, para fundamentar su teoría de la mutación.

Si nos alejamos del dominio físico y nos adentramos en el terreno


subjetivo nos encontramos con el tiempo interior, la duración
bergsoniana en el sentido psicológico. El tiempo subjetivo toma
especial trascendencia en el campo de la creación literaria en donde
por influencia de escritores de la talla de Proust, Joyce, Kafka y
Huxley, todo un movimiento de la novelística y del teatro
contemporáneo utiliza y recrea la problemática psicológica del tiempo.

73
En el capítulo II de su novela Orlando, Virginia Woolf señala los
complejos efectos del tiempo sobre la mente humana. La conciencia
—dice— opera con irregularidad sobre la sustancia del tiempo.

Una hora, una vez instalada en la mente


humana puede abarcar de cincuenta a cien
veces su tiempo cronométrico. Inversamente,
una hora puede corresponder a un segundo en
el tiempo mental. Ese maravilloso desacuerdo
del tiempo mental con el tiempo del reloj no se
lo conoce bastante y merece una profunda
investigación.11

Por su parte, Alexis Carrel concibe el tiempo como un carácter


específico de las cosas. Su naturaleza varía según la constitución de
cada objeto. En su libro La incógnita del hombre distingue un tiempo
físico, un tiempo interior y un tiempo psicológico. Hay un tiempo
interior que nada tiene que ver con el tiempo físico que proviene del
estado de los humores y de la evolución de la células. El tiempo
fisiológico no es, pues, el tiempo de los relojes. Los cambios de valor
del tiempo físico se perciben con más o menos claridad.

Los días de nuestra infancia nos parecían muy


lentos y los de nuestra madurez se nos antojan
de una rapidez desconcertante. Posiblemente
tenemos esta sensación porque situamos
inconscientemente el tiempo físico en el marco
de nuestra duración. Y, naturalmente, el tiempo
físico se desliza a una velocidad uniforme,
mientras que nuestro ritmo se va retardando
progresivamente.12

En este autor, el tiempo interior o fisiológico equivale a la sucesión


ininterrumpida de los estados estructurales, humorales, fisiológicos y
mentales que constituyen nuestra personalidad. En cuanto al
psicológico, lo considera sólo un aspecto básicamente desconocido.13

A pesar de sus notables intuiciones y sus aperturas a la experiencia


mística, A. Carrel permanece inmerso en el tiempo lineal, en el tiempo
que pasa. Su pensamiento no sugiere la posibilidad de que un cambio

74
cualitativo en la raíz de la mente pueda traer aparejado una nueva
comprensión del tiempo.

Su definición más clara sobre su concepto del tiempo la encontramos


en un fragmento de su Diario:

19 de octubre 1942. —El Tiempo—. El tiempo


no es independiente de las cosas. Es un modo
de ser de nosotros mismos y de todo cuanto
nos rodea. Estamos, pues, hechos de tiempo lo
mismo que de espacio. Todo objeto material se
modifica y estas modificaciones se producen
obedeciendo a cierto ritmo marcado por la
naturaleza física y química del objeto. Cada
cosa tiene su propio tiempo. Y el tiempo de una
cosa es una realidad primaria, lo mismo que el
peso y la dimensión; porque el tiempo se mide.
El tiempo del vino, por ejemplo, se compone de
una serie de reacciones químicas. El tiempo
solar, o el tiempo sideral, es una propiedad de
la tierra. No sirve de sistema de referencia. Así,
nuestro tiempo propio es el de nuestro cuerpo.
Somos un movimiento, algo que se prolonga en
el tiempo sideral con su ritmo peculiar. El
pasado y el futuro existen sólo para nuestra
inteligencia. Para nuestros tejidos el futuro es
con frecuencia presente. Todas las cosas se
parecen a un río o una llama. Y el hombre
puede compararse a un cirio que se
consume.14

Es importante considerar, asimismo, lo señalado por Mircea Eliade


respecto al especial significado que en las sociedades “arcaicas” y
“tradicionales” adquiere la relación entre el mito como forma original
del espíritu y el sentido del tiempo. El mito arrebata al hombre de su
tiempo “histórico”, individual y lo proyecta simbólicamente al Gran
Tiempo sagrado. Esta función del mito configura una auténtica ruptura
del tiempo cronológico o profano y en los grupos arcaicos se verifica
mediante una serie de rituales que renuevan sucesos míticos o imitan
modelos ejemplares. Se produce entonces una experiencia

75
trascendente que a través de los mitos y los símbolos provoca la
“salida del tiempo” y el acceso a una realidad última de tipo metafísico.

En la India, por ejemplo, existen numerosos mitos que ilustran sobre la


posibilidad de quebrar el circuito de la existencia, abolir la condición
humana y alcanzar el Nirvana. En la perspectiva del Gran Tiempo, las
existencias se tornan evanescentes, precarias e ilusorias.

Hay tres posiciones que se adoptan con respecto al tiempo y que


están explicitadas en gran parte de la literatura sagrada india. Una
actitud es la del ignorante que se mueve solamente en la duración, en
el otro extremo la del yogi, que lucha por “salir del tiempo” y, entre
ambas, existe una actitud intermedia: la del que continúa viviendo en
su tiempo (el tiempo histórico), conserva una apertura hacia el Gran
Tiempo y jamás pierde la conciencia de la irrealidad del tiempo
histórico. Nuestro pensamiento se mueve en el mundo de los sentidos
y en el “tiempo que pasa”. Sin embargo, poder entender la “irrealidad”
del tiempo podrá llevarnos a modificar nuestra visión de la totalidad y
permitir que a nuestra vida penetren nuevos significados.

El “tiempo de vida” como valor

En relación a este tema de análisis, la Logoteoría de V. Frankl señala


que siempre que hablamos de la existencia, del existir humano
aparentemente olvidamos el devenir, el evolucionar y el perecer.
Olvidamos que muy poco de aquéllo que existe, permanece. Nos
cuesta percibir la transitoriedad de toda existencia.

Si nos entregamos plenamente al impacto que la transitoriedad de


toda existencia, incluyendo la humana, nos produce, llegamos a un
punto en que sólo podremos decir: el futuro no es (todavía), el pasado
tampoco es (ya no es); lo que realmente es, es sólo el presente.
También podríamos decir: el futuro no es nada y el pasado igualmente
no es nada. Y el hombre está allí como un ser que viene de la nada y
va hacia la nada, nacido de la nada, arrojado a la existencia,
amenazado por la nada.

Ciertamente, el hombre en ese aspecto es un ser noble: un “de y


hacia”, de la nada hacia la nada.(b) Y esto no pasaría de ser un simple
juego de palabras si la filosofía contemporánea no le hubiera dado su
importancia al considerar que la nobleza y la grandeza de la persona

76
reside en lo que llama “trágico heroísmo”, o sea el hecho de que viene
de la nada y vuelve a la nada y que a pesar de eso dice “sí” a su
existencia.

Así considerada la transitoriedad de la existencia, nos dice Frankl, lo


que tenemos ante nosotros es la posición inicial de la filosofía
existencial. A su tesis básica de la verdad genuina y significación única
del presente podemos yuxtaponer el concepto de aquel quietismo que,
partiendo de Platón y San Agustín, considera, en vez del presente, la
eternidad como única verdad. Y, precisamente, la eternidad en el
sentido de una realidad fija, permanente, siempre prevista y siempre
determinada. Aquí no se ha menoscabado la realidad del futuro y la
del pasado sino la del tiempo en general. El tiempo es, de acuerdo a
esta concepción, sólo una apariencia. El transcurrir y la muerte, la
división en futuro, presente y pasado es sólo un espejismo de nuestra
conciencia. Y esta conciencia se desliza, de manera que le parece un
ir y venir consecutivo lo que en realidad existe simultáneamente.

Es evidente que este quietismo lleva como consecuencia inmediata a


un fatalismo: el hombre creerá que puede dejarse estar ya que todo
está determinado. Pero este fatalismo, que resulta de la visión
quietista del Eterno Ser, encuentra su contrapartida en aquel
pesimismo, que es la necesaria consecuencia de la visión de la
filosofía existencialista sobre el constante devenir, sobre la
inestabilidad de la existencia, el evolucionar y perecer.

Para llevar a comprender mejor la posición del análisis existencial que


él postula, por un lado en contraposición con la filosofía existencial y
por el otro con el quietismo, V. Frankl usa como ejemplo la
representación simbólica del tiempo mediante un reloj de arena. En la
parte superior, nos indica, tendríamos ante nosotros el futuro, lo que
ha de venir: la arena que va a deslizarse a través de la angosta
garganta del reloj. En la parte inferior, el pasado, aquéllo que ya ha
sido: la arena que ya ha pasado la garganta; esta garganta representa
el presente.

Según la posición frankleana, la filosofía existencial sólamente ve la


parte angosta de la garganta del reloj de arena, el paso estrecho del
presente, mientras niega los receptáculos superior e inferior, es decir,
futuro y pasado.

77
El quietismo, en cambio, ve el reloj de arena en toda su integridad,
pero a la arena en sí la considera como una masa estática que, en
realidad, no se “desliza” en absoluto. Mas bien desde el punto de vista
quietista, sucede que la conciencia, la “estrechez de la conciencia”, se
desliza sobre la realidad, fija, tetradimensional, simultánea, o sea,
atemporal y eterna; desde este enfoque, la arena no solamente se
deslizaría por la angostura del reloj sino, igualmente, la misma
angostura lo haría a través de la arena.

El análisis existencial afirma que la verdad se encuentra realmente,


incidentalmente, en el medio. Dice: el futuro ciertamente no es nada;
pero el pasado es la pura verdad. Para llegar a este concepto Frankl
usa también el símil del reloj de arena.

La comparación con el reloj de arena, como toda comparación, nos


dice, falla en algo. Pero precisamente por eso mismo puede probarse
lo que el tiempo significa en profundidad. Si seguimos con el ejemplo
vemos que cuando se usa un reloj de arena, es necesario darle vuelta
en cuanto se ha vaciado el receptáculo superior. Sin embargo, el
tiempo, y esto es propio de su naturaleza no puede retroceder: es
irreversible. Pero aún más: si agitamos el reloj de arena, los granitos
de arena giran en torbellino. Es distinto respecto al tiempo, aunque lo
sea parcialmente. Sin duda el futuro es fluctuante, es disponible para
nosotros, podemos cambiarlo y respectivamente cambiar nosotros
mismos. Pero el pasado está fijo. En el vaso inferior del reloj de arena
“tiempo”, para volver a la comparación, la arena que ya ha pasado la
garganta del “presente” ha sido fijada. Sucede como si hubiera en este
receptáculo algo así como un fijador, o un medio conservador. Pues,
ciertamente, en el pasado todo lo que ha ocurrido se encuentra
“guardado” en el doble sentido hegeliano: no solamente ha sido
“liquidado”, sino también “guardado, conservado”.15

El análisis existencial frankleano, ante la evidente transitoriedad de


toda existencia, afirma: transitorias son solamente las posibilidades,
las oportunidades de realizar valores, las ocasiones que tenemos de
obrar, de vivenciar, o sufrir un dolor sobrellevado con dignidad. En
cuanto se han concretado estas posibilidades de realizar valores ya
sean de creación, vivenciales o de actitud, ya no son transitorias, más
bien han pasado, son pasadas y, por ello, “están” conservadas.
Precisamente en su pasado se hallan conservadas y nada las puede

78
afectar, nada absolutamente puede eliminar algo que ya ha sucedido:
una vez pasado, permanece en el pasado por “toda la eternidad”.

En la concepción de Frankl “lo que ha terminado, ha terminado


definitivamente, pero también se queda definitivamente válido:
permanece válido en su estado de haber terminado y por esto también
persiste”.

Tomar conciencia de esta forma de concebir el tiempo de vida es de


fundamental importancia sobre todo al querer hacer un “balance” en
las últimas etapas (vejez, ancianidad) pues allí se comprueba que todo
el tiempo “vivido” y “bien-vivido” mantiene su significación total y, por
otra parte, constituye una apelación al obrar humano responsable y
comprometido a lo largo de la existencia.

El análisis existencial frankleano contrapone al pesimismo del aspecto


exclusivamente presente de la filosofía existencial, un optimismo de lo
pasado. Y aquí Frankl da otro ejemplo sobre cómo un “optimista del
pasado” se diferencia del pesimista. El pesimista, nos dice, se parece
al hombre que, parado ante el calendario de la pared, observa
melancólico cómo el calendario, al que diariamente arranca una hoja,
se achica cada vez más. El optimista, en cambio, se parece a alguien
que junta las hojas del calendario con toda prolijidad, hace
anotaciones al dorso sobre lo que hizo o lo que le ocurrió diariamente
y con orgullo mira hacia atrás abarcando todo lo que ha sido fijado en
estas hojas, todo lo que en esta vida ha sido “fijado como vivencia”.16

Si nos fundamos en la concepción frankleana sobre la existencia


humana y el tiempo, podemos deducir implicaciones importantes sobre
el “pasado” en la práctica, en la vida de las personas puesto que
coloca el acento siempre sobre el “ser”. Esto se comprueba más
fácilmente en las últimas etapas de la vida de las personas en donde
el tiempo existencial tiene un valor vivenciado y entendido de manera
personalmente diferente al de las primeras fases.

La vejez es vivenciada positivamente cuando a través de ella la


persona continúa viviendo una experiencia de “devenir personal” al
igual que lo hacía en las etapas anteriores de su vida. El concepto de
devenir personal sugiere la idea de progresión, de adelanto, de
autosuperación. No queda limitado dentro de los límites de la ética
funcionalista sino que abre un horizonte más amplio en el cual el

79
devenir se percibe en términos de “ser más y de vivir bien” antes que
de “hacer más y de tener más”.

La concepción de la transitoriedad de la existencia humana queda


estrechamente vinculada con la responsabilidad particular de las
personas. Para Frankl si bien todo es pasajero, también todo es
eterno. Y no solamente eso sino que se eterniza por sí solo. Por eso
no tenemos que preocuparnos por eternizarlo nosotros, pues en
cuanto fue “temporalizado” por nuestra vida, ya se eterniza solo. Si
bien no tenemos que preocuparnos de que algo sea eternizado, tanto
más somos responsables de todo lo que se eterniza al temporalizarlo
nosotros.

Toda nuestra vida, todo lo que obramos, amamos y sufrimos se


registra en el protocolo del Mundo. Se registra y se “conserva” en este
protocolo(c).

De manera que, nos dice Frankl, no es tal como lo ve un filósofo


existencialista: —un manuscrito que está en caracteres “cifrados”. El
mundo no es un manuscrito que debemos descifrar (y no podemos)
sino es, más bien, un protocolo que debemos dictar. Y este protocolo
es dramático. En este sentido, el autor mencionado hace referencia a
Martin Buber quien nos enseñó que la vida del espíritu no es
monológica sino dialógica y nos explica que el protocolo del mundo es
dramático porque es el registro de nuestra vida y ésta es finalmente un
interrogatorio: constantemente la vida nos interroga y constantemente
respondemos a la vida— ciertamente, la vida es un “preguntar y
responder” muy serio.

El protocolo del mundo no puede perderse; esto constituye nuestro


consuelo y nuestra esperanza. No puede perderse, pero tampoco
puede corregirse y eso es para nosotros un aviso y una advertencia,
nos dice Frankl, porque cuando decimos que nada de lo que ha
ocurrido puede eliminarse del mundo ¿no significa eso una
advertencia acerca de lo que ponemos en el mundo?

Desde su punto de vista podemos oponer un optimismo del pasado no


solamente al pesimismo existencial (del presente) sino también, al
mismo tiempo, al fatalismo quietista de la atemporalidad, al que
podemos oponer un activismo del futuro. Pues, justamente, en vista de
la eterna conservación del existir en el estado del pasado, depende

80
todo de lo que en el momento, en el presente, “obremos para” ese
estado de pasado. En consecuencia, obrar para la permanencia, para
el pasado, es fundamentalmente, un extraer de la nada, de la nada del
futuro.

Cuando en la vida cotidiana se habla de ganar tiempo, se piensa


siempre en una ganancia de tiempo debido a un postergamiento del
futuro. Sin embargo, y de acuerdo con lo explicado anteriormente, el
pensamiento frankleano nos señala que nosotros “ganamos tiempo”,
ganamos “en” tiempo o bien ganamos el tiempo “para nosotros”, en
cuanto salvamos algo empujándolo al pasado en vez de postergarlo al
futuro.

En general, el hombre común percibe el tiempo desde la perspectiva


de la transitoriedad y tiende a ver en las cosas pasadas únicamente
las que ya no están a su lado, sin advertir los depósitos en los que
están acumuladas. Él piensa que “han” pasado porque son transitorias
y las siente ya “perdidas”. Frankl nos enseña que debería decir son
pasado, pues, “una vez” temporalizadas, quedan para siempre
eternizadas constituyendo así el bagaje personal.

La responsabilidad, entendida como la base más profunda del ser


humano, no pierde su cabal significado en vista de la transitoriedad de
toda existencia pues se funda precisamente en el pasado; en aquel
“activismo del futuro”, que surgió del “optimismo del pasado”: del saber
que el pasado existe.

El análisis existencial postulado por Frankl según su concepción


antropológica, apunta a una toma de conciencia de asumir
responsabilidades a lo largo de su vida y desde las épocas más
tempranas, originada en una actitud de compromiso frente a la finitud.
Ella es la que da valor a la responsabilidad del hombre ya que si éste
fuera inmortal, con todo el derecho podría dejar pasar las
oportunidades de realizar valores. No importaría que hiciera algo en el
presente, dado que lo podría hacer en cualquier otro momento. Sólo
frente a la finitud temporal de nuestra existencia es posible apelar a la
responsabilidad humana en toda su plenitud.

Lo que asimismo se recalca es la concepción del tiempo futuro como


fluctuante y disponible para la persona, quien puede modificarlo según
sean sus propias actitudes y decisiones valiosas, aún a pesar de los

81
posibles condicionamientos. Una vida así vivida asegura el crecimiento
personal permanente al asumir conciente y responsablemente las
situaciones específicas de la existencia singular que le toque
enfrentar.

El tiempo libre: Importancia y significado

Un tema que cada vez adquiere más importancia es la consideración


del llamado “tiempo libre” de las personas en relación a su
significación según los tiempos actuales y las características de
nuestra sociedad contemporánea. De manera particular, en la vejez,
se convierte en una preocupación no sólo para el grupo etario en sí y
para cada persona que lo constituye sino también para la sociedad y
su manera de enfrentarlo.

Esclarecer el sentido del tiempo libre nos lleva necesariamente a


advertir que depende de la concepción explícita o implícita que
tengamos de la persona inserta en su contexto histórico-cultural ya
que cualquier reflexión sobre nuestras realidades está coloreada por la
manera como pensamos al hombre. Éste tiene un cuándo y un dónde:
tiene un cuándo desde su existencia, desde que aparece en el mundo;
tiene un dónde, un espacio donde se desarrolla su propia vida. Tiempo
y espacio hacen la existencia.

En tal sentido, si intentamos el abordaje de nuestra realidad planetaria


desde una nivel omnicomprensivo como es el de la cultura, que de
alguna manera todo lo involucra, adquirirá pleno sentido el referirnos a
la masificación y la deshumanización como dos hechos de candente
actualidad íntimamente entrelazados con nuestra propia realidad
contemporánea a la que hemos arribado luego de un largo y complejo
proceso.

Al tratar de profundizar en el tema de nuestra cultura algo se nos


aparece como la raíz misma de la cuestión y es que el hombre
contemporáneo está en una encrucijada: su drama consiste en haber
quedado irremisiblemente atrapado entre dos eras o edades. En el
orden cultural siempre hubo pluralidad de interpretaciones pero ocurre
que ahora ha desaparecido todo un substractum común. La
disociación se ha profundizado, la incompatibilidad de las filosofías se
ha hecho extrema a la vez que la cultura, como estabilizador y freno,

82
se ha debilitado ya que hay una explícita voluntad de ruptura con toda
continuidad cultural anterior.

La cultura ha dejado de representar un repertorio de instancias


últimas, la zona de algo firme y seguro para sumarse a ese proceso de
incertidumbre y de vacío, desconcierto y búsqueda. De allí que resulta
indispensable tomar conciencia de la situación humana en nuestro
tiempo. Estamos en medio de una coyuntura cultural que nos exige
una profundización y clarificación de la situación del hombre
contemporáneo ya que todo hombre necesita vivir —como decía
Ortega— “a la altura de las ideas de su tiempo”.

Entre los elementos fundamentales de la cultura contemporánea es


posible mencionar: el proceso científico-tecnológico, con la gran
revolución que significa y se conoce como la “tecnociencia”, lo que se
considera la segunda revolución industrial que tiene que ver con la
cibernética y la computación y lleva a hablar de una sociedad
tecnotrónica, la violencia que ha pasado a ser la protagonista central
de nuestro acontecer y el vértigo agresor contra la cultura establecida
por lo cual el mundo se nos torna cada vez más inseguro. También es
posible destacar la desacralización del mundo o la secularización que
se vive actualmente.

En medio de todos estos elementos, la cultura también se ha


fracturado, se ha debilitado y trastocado. A este fenómeno contribuyen
dos factores fundamentales: la época de crisis en la que estamos
sumidos y la presencia y vigencia de lo colectivo.

Mucho se ha hablado y escrito en torno al tema de la crisis. En este


sentido es esclarecedor lo que Ortega nos dice en su obra En torno a
Galileo: hay crisis histórica cuando el cambio de mundo que se
produce consiste en que, al mundo o sistema de convicciones de la
generación anterior sucede un estado vital en el que el hombre se
queda sin aquellas convicciones, por lo tanto, sin mundo.

El mundo en crisis es fundamentalmente crisis de valores y éste es el


signo que tonaliza en gran medida los acontecimientos humanos y que
determina esa explícita voluntad de ruptura con el pasado cultural.

Se han roto los puentes con el pasado en consecuencia, el hombre


vive la mera momentaneidad, se entrega a la situación y al azar.

83
El hombre contemporáneo ha quedado y se siente como a la
intemperie, sin nada muy concreto en donde undir su raíz y crear su
destino. Sin un repertorio de ideas firmes e imbatibles sino más bien
con una conciencia disipada y dispersa y como hueca de contenido, el
hombre individual que cada uno es, está tan mal equipado
espiritualmente que es alguien proclive en convertirse en hombre
masa, es decir, a sumarse al proceso de masificación.

La masa arrolla todo lo diferente, individual y selecto. Quien no quiera


como todo el mundo, quien no piense como todo el mundo corre el
riesgo de ser eliminado, dice Ortega. Hay un proceso de
desindividualización reforzado porque en esta sociedad tecnológica
pareciera que cada hombre es considerado sólo como función.

Al respecto Marcel en su libro Filosofía para un tiempo de crisis nos


hace notar que esta es una época de una desorbitación total de la idea
de función. El hombre está visto como función: función consumidor,
función productor, función ciudadano, etc. Aun el tiempo libre, el
descanso está visto como función por eso, dirá Marcel, no nos hemos
de sorprender que al hombre haya que hacerle periódicas revisaciones
y someterlo como si fuera un reloj a verificaciones; la clínica se
presenta, entonces, como si se tratase de un organismo de control o
como un taller de reparaciones. Incluso la muerte, dice Marcel, es
como una puesta fuera de función.

Todos estos elementos que se han ido caracterizando: pérdida de


valores, debilitamiento espiritual, masificación, desindividualización,
funcionalización, determinan y se entretejen con un hondo proceso de
deshumanización.

Una forma de deshumanización contemporánea tiene que ver con la


llamada racionalidad tecnológica que ha revolucionado el campo
laboral y ocupacional sometiendo al hombre a formas de mecanización
y robotización crecientes contribuyendo su despersonalización y
alienación y a la pérdida de su necesario contacto humano familiar y
social. También trajo aparejado la incrementación del tiempo libre, de
ocio, que más que vivirlo de manera creativa y personalmente
enriquecedora, lo desorienta y atemoriza frente al extraordinario
desarrollo industrial y al capitalismo exacerbado que lo empuja cada

84
vez más a una sociedad consumista que hace del poderío económico
y del exitismo valores ejes incuestionables.

Si tenemos en cuenta el tema de análisis es decir, el tiempo libre en


relación a esta característica del consumismo, se corre el riesgo de
que, al igual que en otras situaciones propias del obrar humano, dicho
consumismo refuerce la desintegración del hombre y nos enfrente a la
dialéctica del ser-tener.

Resulta sumamente ilustrativa la descripción que de la sociedad


contemporánea hace E. Fromm quien nos dice que:

la actitud enajenada hacia el consumo no


existe únicamente en nuestro modo de adquirir
y consumir mercancías, sino que, además de
eso, determina el empleo del tiempo libre. Si un
hombre trabaja sin verdadera relación con
lo que está haciendo, si compra y consume
mercancías de un modo abstractificado y
enajenado, ¿cómo puede usar su tiempo libre
de un modo activo y con sentido? Sigue siendo
siempre el consumidor pasivo y enajenado.
‘Consume’ partidos de béisbol, películas,
periódicos y revistas, libros, conferencias,
paisajes, reuniones sociales, del mismo modo
enajenado y abstractificado en que consume
las mercancías que compra. No participa
activamente, quiere tener todo lo que puede
tenerse, y gozar todo el placer posible, toda la
cultura posible y también todo lo que no es
cultura. En realidad no es libre de gozar ‘su’
tiempo disponible; su consumo de tiempo
disponible está determinado por la industria, lo
mismo que las mercancías que compra; su
gusto está manipulado, quiere ver y oír lo que
se le obliga a ver y oír; la diversión es una
industria como cualquier otra, al consumidor se
le hace comprar diversión lo mismo que se le

85
hace comprar ropa o calzado. El valor de la
diversión lo determina su éxito en el mercado,
no ninguna cosa que pueda medirse en
términos humanos.17

El problema del tiempo libre adquiere un acento y cobra una


actualidad especiales al considerarlo como “espacio de consumo”
según lo llamó H. Schelsky. En el tiempo libre no sólo se da una
conducta multiforme “productiva, interpretativa, aplicativa y
reproductiva” como lo señala E. Weber sino también una conducta
consumista. Y esta situación del tiempo libre que va ganando cada vez
más terreno en una sociedad en la que prima el consumo y lo
superfluo, suscita también la cuestión de cuánta libertad permite
nuestra sociedad de consumo. Cuando en este contexto se habla en
favor de una “apelación a la libertad, bien entendida”, de emprender
“todo lo humanamente posible, en especial en un sentido educativo,
para evitar los peligros y aprovechar las oportunidades” se recurre
conscientemente a una argumentación que no se limita sólo a la
perspectiva económica sino que se basa con toda claridad en
reflexiones antropológicas.

La libertad de consumo, como muy bien dice Weber, es en último


término sólo un caso particular de la libertad humana en general, “que
nunca viene dada al individuo como posesión segura, sino propuesta
siempre de nuevo a su responsabilidad”. Tampoco en el ámbito del
consumo se trata sólo de un “estar libre” de limitaciones, sino de “ser
libre” para la “autodeterminación y autorrealización y esto quiere decir
la posibilidad y predisposición para un consumo con sentido llevado a
cabo responsablemente por propia visión y aquiescencia interna”.18

El consumismo es individualista y el desafío es el encuentro con lo


comunitario, con el otro.

Se advierte la necesidad urgente de superar la actitud expectativa de


las personas en su tiempo libre con una oferta más bien ordenada a
tareas llenas de posibilidades de vivencia. Así visto se podría hablar,
desde una perspectiva formativa y personalizante del tiempo libre, de
una organización con sentido del mismo. Para ello, es conveniente
distinguir entre una organización de carácter centrífugo y otra,
centrípeto.

86
La primera de ellas es la que privilegia en el hombre todas aquellas
actividades que lo llevan a huir de sí mismo lo cual se da,
fundamentalmente por temor al vacío interior, por temor a verse
enfrentado con ese vacío. Son las que llevan a “ocupar”
compulsivamente el tiempo libre.

En contraposición, una organización centrípeta del tiempo libre y por


consiguiente personalizante, es aquélla que lleva al hombre hacia sí,
lo hace volver sobre sí. No se halla al servicio de la distracción sino de
la concentración y la actividad interior.

Desde nuestra concepción de persona y de su devenir como


posibilidad de un permanente e inacabado crecimiento hacia su
plenificación, resulta decisivo que, en todas las etapas de su vida, se
actualice en su singularidad y unicidad aún en los momentos de ocio.
Esta característica de estar orientado hacia la plenitud es la que da
sentido tanto al tiempo de obligación como al tiempo libre que, en
definitiva ambos, conjuntamente, constituyen el tiempo de vida, el
tiempo donde se realiza la persona. También nos advierte acerca de la
necesidad de tomar conciencia de su administración de manera
significativa, lo que coadyuvará a que todo quehacer se convierta en
responsable y moral.

La cuestión del tiempo libre adquiere un significado especial en las


personas mayores próximas a su jubilación y, más en particular, en las
ya jubiladas quienes disponen de uno de los valores más codiciados
mientras transcurre el tiempo “de obligaciones”. En ese sentido, la
vejez es la edad privilegiada para el ocio creativo y plenificante y el
momento propicio para la opción de la integración mediante
actividades culturales, recreativas y de participación social.

Dar sentido al tiempo libre desde la perspectiva señalada significa


concebir al hombre en función histórica y en una ubicación
hermenéutica. Es necesario advertir acerca de la dialéctica en la que
está inserto el hombre contemporáneo: consumismo-poseer, tiempo
libre-ser, ante lo cual se insiste en recuperar de modo conciente y
comprometido la propia interioridad a lo largo de su existencia, a pesar
de que existen medios que provocan en las personas, en distintas
etapas de la vida, de las cuales la vejez es una de ellas, el cambio de
la visión del mundo.

87
La vida como sentido

Hay una característica humana que es clave: la finitud. Sobre este


tema se ha escrito muchísimo, sobre todo en este siglo que nos ha
mostrado y nos sigue mostrando el rostro de la limitación, de la
flaqueza y de la transitoriedad de la vida, una transitoriedad acelerada
por la aniquilación que hacemos unos de los otros. Desde esta
perspectiva, la finitud es un punto de partida. Solamente por ser finito,
el hombre, se da cuenta que va fluyendo en un espacio y tiempo
concreto y puede abrir un espacio interior para preguntarse acerca del
sentido de su existencia. Podemos posponer por algún tiempo la
respuesta a esta inquietud personal pero, tarde o temprano la
evidencia de la realidad se comienza a imponer.

El hombre vive en el mundo y se pregunta por el sentido de su


existencia. Sólo el hombre puede hacer la pregunta por el sentido, sólo
él puede cuestionar el sentido de la existencia. Es una clásica
pregunta que lo invade desde siempre y que la humanidad, a lo largo
de la historia nunca ha logrado acallar. Vivimos y trabajamos,
experimentamos alegrías y sufrimientos, éxitos y fracasos, esfuerzos y
renuncias; vamos envejeciendo y sabemos que al final está la muerte.
No sabemos ni cuándo ni cómo será, pero tenemos claro que
caminamos hacia el derrumbamiento inevitable, que nuestra existencia
en el mundo está marcada por un final. Y, entonces, nos preguntamos
¿cuál es el sentido de nuestra existencia? Juzgar si la vida merece o
no ser vivida es responder a la cuestión fundamental, es resolver la
cuestión más urgente del ser humano.

Los avances propios de la época en que vivimos, dominada por la


técnica y por el funcionalismo, que se presentan como dirigidos al
progreso y bienestar de las personas no son capaces de aportar una
explicación satisfactoria. Más que resolver los problemas básicos,
tienden a agravarlos al propiciar valores que no sólo no ayudan a
esclarecer la cuestión del sentido del hombre sino que constituyen una
amenaza para su propia dignidad. La creciente inquietud de nuestro
tiempo lleva, más bien, a experimentar vacío interior, desorientación,
incertidumbre. Y, así, en este contexto casi caótico, aparece una y otra
vez la pregunta angustiante acerca del sentido de la vida, acerca del
sentido último y realmente válido, fecundo y orientador de una
existencia plena en el mundo.

88
A lo largo de la vida, cada momento encierra un sentido que nos toca
descubrir. Es esa sucesión de situaciones, eventos, circunstancias de
todo color, de toda intensidad, las que van constituyendo el tejido de
nuestras vidas y que, finalmente, constituyen la vida misma. Si bien
podemos preguntarnos acerca del significado de un momento
particular en nuestras vidas, también es muy válido de cuando en
cuando dejar emerger esa voz interior, que en diálogo con nosotros
mismos nos apela acerca de la razón última para vivir, para “estar en
el mundo” y aceptar, aún desconociendo el futuro, seguir viviendo y
preferir ese valor universal que es la vida antes que la muerte.

El ser humano se pregunta por el sentido de su existencia, no


solamente en los momentos de situación límite cuando está al final del
camino de la vida, confrontado con la pérdida, con el abandono, con el
desarraigo sino también y precisamente se pregunta por el sentido de
su vida en las situaciones donde se experimenta recibiendo la
gratuidad de la vida, el amor de los demás.

El verdadero interrogante antropológico no se presenta nunca como


un problema objetivo e impersonal, cuya solución puede dejar
indiferente a la condición personal del que busca la respuesta. Aun
cuando infinidad de hombres, a lo largo de la historia, hayan indagado
y reflexionado sobre esta cuestión fundamental ello no libera a nadie
de la necesidad de aclarar por sí mismo la pregunta acerca del sentido
de la vida y..., el de su propio sentido existencial, que sólo se alcanza
con la reflexión y el esfuerzo personal por descubrir la respuesta
única, personal, irrepetible, el significado último y definitivo.

Ante los diferentes planteos que convierten al individuo humano, preso


entre los engranajes de la vida moderna y superracionalizada, en una
función del proceso histórico-sociológico, señalándole sólo una tarea
de servicio en el progreso de la humanidad, surge, inevitablemente, y
como respuesta necesaria de la esencia del hombre una rebelión de la
existencia individual personal.

El individuo no sólo es un miembro en un todo, ni puede ver


únicamente su sentido en someterse a un proceso histórico que,
muchas veces, lo ahoga en sus aspiraciones más profundas y
personales. Si bien esa respuesta puede bastar mientras el hombre es
considerado como sujeto activo puesto que está “ocupado” en “su”

89
trabajo que le llena y le da un sentido, no ocurre lo mismo cuando ya
no contribuye al progreso de la sociedad sino que es “una carga” por
estar enfermo o jubilado. El destino de ser una función de la sociedad
no puede dar una explicación satisfactoria a toda la existencia, puesto
que cada individuo y la historia entera de la humanidad están
ordenados y orientados hacia un fundamento y sentido absoluto.

El sentido particular sólo resulta comprensible desde el sentido total,


desde el contexto general de nuestra vida, desde la propia concepción
del mundo y de la vida.

Cada persona tiene su “mundo”, que no se corresponde plenamente


con el mundo del otro. Pero ese mundo sólo constituye una unidad y
totalidad en cuanto en él todos los contenidos particulares se
entienden y realizan sobre un fundamento común, sobre un centro que
les confiere sentido.

La pregunta por un significado último y definitivo está ligada al hecho


de que cada persona se percibe a sí misma como una totalidad que
vale infinitamente más que la suma de sus actos, de sus virtudes y
defectos. Es esta totalidad personal la que da significado a las
diversas acciones y la que consiguientemente tiene que tener en otra
parte las raíces de su validez.

Sólo desde su proyección hacia un fundamento explicativo último, que


define a todo el conjunto, se constituye la unidad de un mundo
intelectivo en el que cada uno vive, piensa y actúa. Este fundamento
explicativo se supone siempre en la totalidad de sentido de nuestro
mundo humano, sin que jamás podamos aprehenderlo por completo.
La pregunta por el sentido último está inseparablemente vinculada a la
intención metafísica general que se manifiesta en la persona como
necesidad de aclarar y de comprender el fundamento del ser y el
puesto del hombre en el universo.

Para completar el análisis antes realizado es importante incorporar los


aportes tanto teóricos como existenciales que V. Frankl hace sobre
este tema. Para este autor el sentido siempre es algo único e
inigualable, algo que siempre habría que descubrir. Los valores, en
cambio, son universales del sentido, ya que no pertenecen a
situaciones únicas e inigualables, sino a situaciones típicas que se
repiten, es decir que corresponden a la condición humana. También

90
aquí, se ve su coincidencia con la concepción scheleriana acerca de
los valores para quien constituyen un orden de instancias objetivas y
absolutas, de momentos definidos por una validez y prestigio ajenos a
cualquier condicionalidad, relatividad y contingencia.

En la vida, no se trata de dar sentido, sino de encontrar sentido. En su


búsqueda, el hombre es guiado por la conciencia que es definida por
Frankl como “la capacidad de percibir totalidades llenas de sentido en
situaciones concretas de vida”.19 Siguiendo a este autor, un análisis
fenomenológico de la vivencia inmediata, genuina, no tergiversada, tal
como se la puede conocer a través del hombre sencillo, “de la calle”, y
que sólamente hay que traducir a la terminología científica, nos
revelaría que el hombre por la fuerza de su voluntad de sentido no
sólo busca un sentido, sino que también lo encuentra por tres
caminos:

El primero es el del crear, del hacer o del dar que puede llevarse a
cabo en el mundo del trabajo, de la profesión, del obrar y que es el
más fácilmente captado.

El segundo camino es el de la experiencia mediante el reconocimiento


de la capacidad de las personas tanto de recibir como de abrirse a los
demás, de descubrir la gratuidad, el don, lo cual no ha sido lo
suficientemente enfatizado en el entorno cultural. Estar en el mundo es
la oportunidad de descubrir la gratuidad de la vida.

Cuando se conceptualiza la vida, cuando se la hace objeto intelectual


se pierde un aspecto muy valioso que es el de la gratuidad. Hay
muchas cosas que se pueden explicar pero hay muchas otras que no
es posible hacerlo y es allí donde se puede descubrir el sentido. Lo
que la experiencia frankleana nos transmite es que la gratuidad es
incondicional a lo largo de la vida humana. La máxima gratuidad, la
que es realmente asombrosa es la del amor humano y en esto no se
ha reflexionado lo suficiente. Son dos los conceptos en los que se
puede resumir este camino: el de donación y el de elección.

El tercer camino es confrontarnos también con otras características


eminentemente propias de nuestra condición humana: los
condicionamientos biológicos, psicológicos y sociales que se nos
presentan y ponen límites. Aquí el sentido se descubre mediante las
actitudes y convicciones de las personas que aún ante una situación

91
sin salida, a la que se enfrentan inermes, son capaces de convertir un
sufrimiento en un logro.

Se parte de que no se sabe, en principio y con toda claridad cuál fue la


intencionalidad para ponernos en el mundo, pero sí se reconoce que
todo ser humano tiene en sus manos la capacidad de elaborar su
proyecto personal y es el único ser que tiene el privilegio de poder
decir en esto me quiero convertir, esto quiero llegar a ser.

Todo ello lo sabe el hombre común aunque no sea capaz de


expresarlo con palabras y, debido a una autocomprensión natural que
le viene de origen, no se considera un campo de lucha entre el yo, el
super-yo y el ello. Para él la vida es un encadenamiento de situaciones
en las que se halla ubicado y que debe manejar según sea y como
sea, porque siempre tiene algún sentido bien determinado que
únicamente a él le importa y lo reclama.

Es así que se podría extraer del análisis fenomenológico de la vivencia


de valores del hombre común una axiología que se caracteriza por tres
categorías de valores: valores creativos, valores vivenciales y valores
de actitud.

Los valores creativos se refieren a los valores realizables por medio de


actos de creación fecunda mediante el desempeño profesional o el
trabajo que realice.

Los valores vivenciales son los que se alcanzan por medio de la vida
misma tales como la experiencia lograda mediante la entrega a la
belleza de la naturaleza o del arte o en el encuentro con alguien, en el
amor.

La tercera categoría, la de los valores de actitud consiste


precisamente en la actitud que el hombre adopte ante una limitación
que se le presenta en su vida, un destino irreversible. Se trata de
actitudes como el valor ante el sufrimiento o como la dignidad frente a
la ruina o el fracaso. Tan pronto como estos “valores de actitud” se
incorporan al campo de las posibles categorías de valores, se ve que,
en rigor, la existencia humana no puede, en realidad, carecer nunca
de sentido. Mientras la persona conserve la conciencia, sigue siendo
responsable frente a los valores de la vida, aunque éstos sean
solamente los que llamamos de actitud.

92
La afirmación fundamental del pensamiento frankleano de que la vida
tiene sentido hasta el último momento no sólo es considerada una
hipótesis sino que, al decir del propio Frankl, ha sido reafirmada
empíricamente por toda una lista de prolijos y metódicos proyectos de
investigación realizados por sus discípulos Brown, Casciani, Lukas,
Crumbaugh, Dansart, Durlak, Kratochvil, Lunceford, Mason, Meier,
Murphy, Planova, Popielski, Richmond, Roberts, Ruch, Sallee, Smith,
Yarnell y Yung.

Dichos trabajos científicos

han comprobado que, en la vida, se puede


encontrar sentido básicamente y en forma
totalmente independiente del sexo, edad,
cociente intelectual, grado de cultura,
estructura del carácter y ambiente de una
persona y se ha podido comprobar que el
hombre puede encontrar sentido
independientemente de que sea religioso o no
y, en caso de que lo sea, también
independientemente de la confesión religiosa a
la cual pertenezca.20

El interrogante por el sentido de la vida, planteado de un modo radical


puede llegar a avasallar totalmente al individuo. Suele darse
fundamentalmente en la etapa de la pubertad al buscar el
esclarecimiento ante la problemática esencial de la existencia humana
y tiende a repetirse con la misma tensión e intensidad en la segunda
mitad de la vida o en la llamada “tercera edad” cuando las personas
intentan hacer el balance de su proyecto personal traducido en un
estilo de vida explícito o implícito.

El sentido, según V. Frankl, es una pared detrás de la cual no


podemos retroceder y que, simplemente, tenemos que aceptar. Este
sentido último debemos aceptarlo, porque ya no podemos averiguar
nada más allá de él dado que, al intentar responder al interrogante por
el sentido de la existencia, la existencia del sentido ya se presupone.

La fe del hombre en un sentido, nos dice ese autor, es a la manera


kantiana, una categoría trascendental. Del mismo modo que sabemos
desde Kant que de alguna manera no tiene sentido interrogarse sobre

93
categorías más allá del espacio y del tiempo, simplemente porque no
podemos pensar, y por eso, tampoco podemos preguntar sin
presuponer el espacio y el tiempo, del mismo modo, la existencia del
hombre es desde siempre un existir de acuerdo a un sentido aunque
sea desconocido. Existe algo como una premonición del sentido, y un
presentimiento del sentido también subyace en la base de la llamada
“voluntad de sentido” fundamento de la logoterapia. Si lo quiere o no,
si lo sabe o no, el hombre cree en un sentido mientras respira.

Reflexión pedagógica y acción educativa orientadas hacia la


persona

Del análisis antropológico precedente es posible derivar como


elementos fundamentales de una educación de la persona: la
responsabilidad, la conciencia y la aspiración al valor.

En este sentido, sin proponérselo Frankl, pues su logoteoría no nació


como respuesta a una necesidad pedagógica, nos aporta
presupuestos válidos que permiten esclarecer la dimensión
antropológica del hombre en relación a la educación.

Siguiendo el pensamiento frankleano, la conciencia y la


responsabilidad constituyen precisamente los dos hechos
fundamentales de la existencia humana. Por consiguiente, la fórmula
de una antropología fundamental se podría expresar: ser-persona
equivale a ser consciente y responsable.

Al analizar las características de nuestro tiempo existencial, Frankl


llama la atención ante un nuevo tipo de neurosis, al que denomina
neurosis noógena y la considera que más que enfermedad psíquica es
una pobreza espiritual por falta de plenitud en la existencia.

Las neurosis noógenas no nacen de los conflictos entre impulsos e


instintos sino más bien de los conflictos entre principios morales
distintos y, en términos más generales, de los problemas
espirituales(d) entre los que la frustración existencial suele
desempeñar una función importante. Este tipo de neurosis constituye,
según estadísticas coincidentes que proceden de Londres, Würzburg y
Tubinga, aproximadamente 20% del total de enfermos, y en los
Estados Unidos ya se ha llegado incluso, en la Universidad de Harvard
y en el Bradley Center de Columbus, Georgia, a elaborar tests para

94
diferenciar diagnósticamente la neurosis noógena de la psicógena (y
de la pseudoneurosis somatógena).

Lo que tenemos que temer hoy en día, dice Frankl, en una época de
frustración existencial, no es exigirle demasiado al hombre, sino
exigirle demasiado poco. Porque no sólo hay una patología del stress
(de la tensión), sino también una patología de la distensión. Lo que
menos nos podemos permitir es rechazar la orientación y ordenación
del hombre a algo como el sentido y los valores entendidos sólo como
“cosas que no son más que mecanismos de defensa o
racionalizaciones secundarias”.

Para Frankl, es común que el hombre se empeñe constantemente en


eludir su responsabilidad y en vez de asumirla ante la propia
conciencia o la comunidad, se desentienda. Reprime la conciencia de
su responsabilidad, niega su libertad y así precisamente la pierde
porque se refugia falsamente en la fatalidad del destino. De esta
manera, se justifica aduciendo variados argumentos: esconde su
libertad tras supuestos determinismos del medio ambiente, del mundo
interior o de la convivencia con los otros seres humanos.

En ese sentido, destaca V. Frankl que las disposiciones, es decir las


diversas tendencias psicológicas y biológicas que el hombre puede
detectar en sí, están disponibles, “a disposición” de la libertad
personal. Y aquí precisamente reside la libertad humana: en la
posibilidad de disponer. Todo estado de libertad humana consiste
finalmente en un poder disponer.

Las llamadas disposiciones del hombre no son en absoluto algo que


puede ser desde un principio, determinante de su destino (biológico,
psicológico o social); tienen más bien un aspecto determinantemente
positivo y éste se hace evidente cuando las consideramos como “algo
disponible” para nuestra libertad. Pero esta libertad, asimismo, posee
un doble aspecto: positivo y negativo. Desde el punto de vista negativo
se halla “libre de...”: es la libertad de “ser así”; en el sentido positivo es
“libre para...”: es la libertad para la existencia. Esta existencia del
hombre equivale en último término a ser responsable. Y así como la
libertad real del hombre significa —en contraposición con la fatalidad
del “ser así”— las disposiciones internas, una capacidad de poder

95
disponer del destino, así también significa lo positivo, un poseer
responsabilidad.

Ante la condición humana así planteada, cabe preguntarnos si es


posible lograrlo y cómo. A esto Frankl responde que podría ser posible
con un método que haga surgir la autonomía de la existencia
espiritual, en lugar del automatismo del “aparato psíquico”. A este
enfoque lo denomina análisis existencial y lo concibe como un análisis
de la existencia humana teniendo como eje central la responsabilidad
personal.

Ante el interrogante sobre el sentido de la existencia, el análisis


existencial indica el camino a seguir en las siguientes etapas:

1. El análisis existencial da un giro dialéctico al problema


de la existencia. No es el hombre quien debería buscar la
respuesta sino que paradójicamente es la vida que
presenta los interrogantes al hombre, no con palabras sino
bajo la forma de hechos ante los cuales nos enfrenta.

2. Nos señala que el interrogante que la vida nos presenta


puede ser contestado, únicamente, si asumimos nuestra
vida con responsabilidad. Nuestra respuesta no es dada
con palabras sino bajo la forma de hechos; es, pues una
respuesta activa.

3. Sólo puede concretarse si asumimos nuestra vida,


nuestra existencia de aquí y ahora.

Esa responsabilidad existencial, en su extrema condición concreta y


en su relación particular a la persona que sea, como también a
cualquier situación dada, equivale, entonces, al problema de la
existencia en cuestión: el asumir nuestra responsabilidad es el sentido
de nuestra existencia humana. Cada persona es responsable de
cumplir y realizar el sentido y los valores de su vida.

De las tres categorías de valores mencionadas anteriormente y el


constante desgranarse en la vida de las posibilidades de su realización
se deduce, según Frankl, que la vida entendida como responsabilidad,
siempre y en toda circunstancia, bajo cualquier condición, significa
para nosotros un deber y con ello también se demuestra que nuestra

96
existencia, la de todos nosotros, en cualquier momento, siempre tiene
sentido, un sentido distinto, siempre cambiante. Se deduce también
algo más: las dificultades, cuanto más grandes sean, se agregan para
acentuar el carácter de deber que tiene nuestra existencia y con ello
darle más sentido a la vida.

Hay circunstancias en las que pareciera que sólo es posible aplicar


valores de actitud como es el caso de las situaciones límites, sin
embargo, son ellos los que más enriquecen al individuo y los que más
posibilitan un acrecentamiento personal. Desde esta perspectiva, toda
situación en la vida es una oportunidad para desarrollar valores.

A modo de síntesis y, ante lo sustentado previamente, se considera


que la tarea pedagógica más importante es la de ampliar en las
personas, lo más posible, la zona de libertad. En consecuencia, el
proceso educativo debiera fomentar siempre la autonomía y la
independencia para que cada uno vaya tomando, según las etapas de
la vida, cada vez mayor conciencia de sus propias posibilidades, de
integrar su realidad biopsicosocial y espiritual, su compromiso, su
responsabilidad en la vida, su participación y su sentido, un sentido
que no puede serle prescripto por nadie al ser personal, único e
intransferible sino descubrirlo en una lucha y reflexión interior,
cotidiana y permanente de la que es responsable.

La libertad que posee esencialmente por ser persona no es libertad


“de”, porque no es libertad de condicionamientos, sino libertad “para”
dar una respuesta personal a las limitaciones biológicas, psíquicas y
sociales que cada uno debe afrontar en su situación particular de vida.

En ese proceso que implica el devenir persona, por lo tanto proceso


inacabado y perdurable como la vida misma, el sujeto-educando se va
contactando, a lo largo de su existencia, con sus reales posibilidades
en cada situación particular, con su libertad concreta, su
responsabilidad, con las consecuencias de sus elecciones y finalmente
con su sentido de vida.

Las cualidades básicas del psiquismo son dadas desde la cuna pero
su vigor está en la resignificación de las cosas y situaciones de la vida
ya vividas. La persona puede reflexionar sobre sus crisis y aprender
de ellas. Si bien no es posible cambiar el pasado o modificar los
condicionamientos del presente se pueden valorizar cada una de las

97
pérdidas o limitaciones desde su significado total en la vida. En el caso
de las personas mayores una tarea central es el aprender a
resignificar los espacios: con los objetos, con la familia, con los
amigos, con las otras personas y fundamentalmente, consigo mismo.

Meditaciones sobre la vejez como proceso vital

Hablar de la persona humana en la vejez implica reconocer que la vida


no es una yuxtaposición de partes (las distintas etapas de vida
previas) sino un todo que está presente en cada punto del transcurso.

En el viejo de hoy pervive el niño, el adolescente, el joven, el adulto de


otros tiempos. El fin ejerce un influjo a través de la vida entera. Si bien
el arco de la vida se inclina y en algún momento va ha cesar, si todo
acontecer se mueve hacia una conclusión que llamamos muerte, esta
terminación se expresa de modo diferente en cada caso, a lo largo de
la vida, según corresponda al carácter de la fase vital en cuestión.

En la vejez, un primer principio operante que procede del tiempo es


que el sentimiento de la muerte se abre paso en la experiencia del
límite. Esto hace la vida densa, seria y valiosa. La conciencia del final
intensifica la sensación de la transitoriedad. Desaparece el elemento
que produce el carácter de inacabable: la expectación.

Un segundo principio surge del modo como se perciben los


acontecimientos mismos. Estos pierden el peso de su importancia. Ello
no significa que ocurran menos cosas o que pierdan valor, sino que
cada vez llenan menos la experiencia.

La persona mayor se impresiona menos ante los sucesos, ya no los


considera tan en serio. Los capta, ciertamente, en la responsabilidad
pero no en el sentir involuntario. Por eso la persona que envejece
olvida cada vez más fácilmente lo que ha ocurrido en cada momento,
mientras que adquiere importancia lo sucedido antes y que es parte de
su valiosa experiencia acumulada.

Esos dos principios son lo suficientemente significativos como para


provocar la crisis que se produce en esta etapa. El modo de resolverla
positivamente consiste como primer paso, en la aceptación del
envejecimiento, en la aceptación del fin, sin sucumbir a él ni
desvalorizarlo con indiferencia o cinismo.

98
El que la persona persista depende de cómo y en qué medida acepta
su fin y se resignifica en relación a su ambiente personal y social. De
allí surgen una serie de valores y actitudes nobles e importantes para
su vida: comprensión, valentía, confianza, respeto a sí mismo, lealtad
a la vida ya vivida, a la obra cumplida, al sentido de la existencia
realizada.

Esos valores y actitudes ante la vejez como fase de la vida, generan


una percepción vital del “ser viejo” que implica la disposición auténtica
a lo que tiene que suceder. El final mismo de la vida es todavía vida y
en él se dan valores que sólo pueden realizarse entonces.

La experiencia de la finitud promueve, a su vez, algo positivo: la


conciencia cada vez más clara de lo que no pasa, lo que es eterno que
tendrá un carácter diverso en cada persona según su propia
cosmovisión.

El discernimiento de lo eterno no está precisamente en relación con lo


biológico sino con la persona. La eternidad por inconmensurable que
sea no es un “más” cuantitativo. Es, por el contrario, cualitativamente
diferente, libre, incondicionado.

De la vivencia de la transitoriedad y de la conciencia de lo que no pasa


surge la distinción entre lo importante y lo que no lo es, de lo auténtico
e inauténtico, del sentido total de la existencia en su conjunto y del
valor que tienen en él los elementos uno a uno. Distintas formas de
expresar lo que se denomina “sabiduría”.

Es atinente destacar el concepto de R. Guardini al respecto. La


“sabiduría es algo diverso de la inteligencia aguda o la prudencia
práctica para la vida. Es lo que surge cuando lo absoluto y eterno se
manifiesta en la conciencia finita y transitoria, arrojando desde allí luz
sobre la vida”.21

En lo antes expuesto radica el valor y sentido de la vejez. Nuestra


sociedad actual, sin embargo, ha generalizado una concepción
equivocada valiéndose como norma de la forma vital del joven. Así, la
vejez queda expresada fundamentalmente por sus limitaciones. “El
resultado es que en el conjunto de la vida faltan los valores de la
vejez, la sabiduría de sus diversas formas, los modos de conducta

99
resultantes del transparentamiento de la vida, de la capacidad de
distinción y juicio”.22

Aceptar la vejez, comprender su sentido propio convierten esa etapa


en auténtica y valiosa y promueven la búsqueda de nuevas formas de
relación consigo mismo y con los demás.

Esto se logra mediante un trabajo fecundo a través de un vínculo


humano, de un encuentro personal que se convierte en diálogo
pedagógico.

La educación se constituye en un factor clave y todos, de una u otra


manera, estamos convocados, somos apelados(e) al compromiso
social.

a. Noética: de noésis (del griego nóein: ver discerniendo, pensar) Lo


noético es aquí entendido en la acepción de “espiritual” y no según
otros usos implementados desde Parménides hasta Husserl. Cfr. J.
Ferrater Mora, Diccionario de filosofía (Buenos Aires: Sudamericana,
1971).

b. “De” y “hacia”, en alemán “von” y “zu” son prefijos de nobleza


usados con los apellidos; de ahí el juego de palabras. Frankl,
“Transitoriedad de la existencia”, La voluntad 50.

c. No va en detrimento de esta conservación en el pasado, si lo


pasado se esfuma de la conciencia (de la memoria): aunque ya no
permanezca en la conciencia, ya no se le puede eliminar del mundo,
sino que está y queda “puesto” en el mundo; esto es así, aún en el
caso de que el pasado no haya entrado nunca en nuestra conciencia,
ha irrumpido en el mundo. Identificar lo pasado con el recuerdo
significaría cambiar la interpretación de nuestra concepción sobre el
carácter de existir del pasado en algo completamente subjetivo o
psicologístico (N.3ª ed.). Frankl, “Tiempo y responsabilidad”, La
voluntad 54.

d. Dentro del marco de referencia de la logoterapia, el término


“espiritual” no tiene connotación religiosa, sino que hace referencia a
la dimensión específicamente humana.

100
e. Con ello queremos destacar la acción de “apelar” es decir,
convocar, llamar, invitar mediante preguntas al estilo mayéutico
porque la pregunta así formulada llama a la conciencia personal a una
respuesta; hace que el sí mismo “salga” a responder.

NOTAS

1. “Scheler niega tanto que la inteligencia propiamente dicha sea una


posesión exclusiva del hombre, como que, por poseerla en común con
el animal, no exista diferencia fundamental entre ambos. El ser
psicofísico o vital recorre grados cuyas estaciones son el impulso
afectivo, el instinto, la memoria asociativa, la inteligencia práctica. El
hombre, hasta en cuanto sujeto de inteligencia práctica o utilitaria,
pertenece a la serie vital; pero posee otro principio, irreductible al
orden biológico, que lo singulariza y aparta, situándole en un solitario
recinto del cosmos que en exclusividad le pertenece. Este principio es
el espíritu”. F. Romero, Introducción a “El puesto del hombre en el
cosmos”, en Max Scheler, El puesto del hombre en el cosmos, 16a ed.
(Buenos Aires: Losada, 1981) 16.

2. Viktor Frankl, Psicoanálisis y existencialismo, Serie Brevarios 27


(Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 1991) 14.

3. Scheler, El puesto 65-66.

4. Emmanuel Mounier, El personalismo, 5a ed. (Buenos Aires:


Eudeba, 1962) 6-7.

5. Frankl, La voluntad de sentido, 2a ed. (Barcelona: Herder, 1991)


106-115.

6. Frankl, “Logos y existencia”, La voluntad 112.

7. Mounier 38.

8. Frankl, Psicoanálisis y existencialismo 14.

9. Mounier 20.

101
10. Mounier 29-30.

11. Virginia Wolf, Orlando (Buenos Aires: Sudamericana, 1951) 98.

12. Alexis Carrel, La incógnita del hombre, 12a ed. (Barcelona: Iberia,
1973) 175.

13. Carrel 168.

14. Carrel, “Fragmento del diario”, Viaje a Londres (Barcelona: 1970)


114.

15. Frankl, “Tiempo y responsabilidad”, La voluntad 51-52.

16. Frankl, La voluntad 53.

17. Erich Fromm, Psicoanálisis de la sociedad contemporánea. Hacia


una sociedad sana (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica,
1990) 117-118.

18. E. Weber, “Die verbrauchererziehung in der konsumgesellschaft”,


Karl Dienelt, Antropología pedagógica (Madrid: Aguilar, 1979) 356.

19. Frankl, La voluntad 30-31.

20. Frankl, “El sufrimiento por la vida sin sentido”, Apéndice a la 2a


ed., La voluntad 230.

21. R. Guardini, La aceptación de sí mismo. Las edades de la vida


(Madrid: Ediciones Cristiandad, 1977) 99.

22. Guardini, La aceptación de sí mismo 100.

102
CAPÍTULO III

LA PERSONA ABIERTA HACIA LO TELEOLÓGICO


La vida humana es un transcurrir durante el cual le toca a cada
persona enfrentar alternativas, según las diferentes fases y crisis que
le permiten vivir en plenitud de valores, con sentido y con una actitud
de aprendizaje permanente. Ese “vivir en plenitud”, en un contexto
educativo, se transforma en lo que llamo “plenificación” inacabada y
que acompaña, a través de cada uno de los períodos de la vida, al
envejecimiento personal.

En la formación de la persona se pueden distinguir tres tareas


esenciales que se manifiestan de manera diferente en sus distintas
etapas:

1. Conocerse: refiere a la propia interioridad y supone una


tarea inacabable al intentar acceder a un dato cada vez
más preciso y profundo ante el interrogante existencial
“¿quién soy?”

2. Ubicarse “en el mundo”: cubrir un espacio y asumir una


posición a partir del conocimiento realista de sí mismo.

3. Proyectarse: movilizarse en una línea directriz de vida


ante el interrogante “¿hacia dónde debo-quiero-espero y
puedo llegar?”

La exigencia fundamental de encontrarnos con nosotros mismos en


una tarea que nunca termina debido a la in-abarcabilidad del ser
humano, presenta a la vejez como un momento más de la agitada

103
búsqueda, como una oportunidad más, tan digna y tan válida como
cualquier otra para acceder al autoconocimiento y autopertenencia.

Consecuentemente, nos corresponde ver cómo los fundamentos


antropológicos, filosóficos, psicológicos y sociales ya delineados, se
conjugan e interactúan para identificar las bases más consistentes y
rigurosas de una concepción educativa de la vejez acorde a los
mismos.

Objetivo de una educación integral abierta a la participación


de las personas mayores.

El concebir la vida humana como un transcurrir, un devenir continuo,


nos permitió referirnos, en el capítulo primero, al proceso del
envejecimiento como un hecho universal y constante, que se inicia en
el mismo momento de la concepción. Si bien sus efectos se
manifiestan en todas las personas, se lo experimenta más tarde o más
temprano, según el ritmo y los diferentes tiempos con que se
presenten los cambios intraindividuales. Esto explica por qué el
envejecimiento es un proceso irregular y asincrónico, esencialmente
individual.

También se consideró la importancia de reconocer el envejecimiento


como el producto de la imbricación de un hecho biológico, un hecho
social y un hecho psicológico denunciando, al mismo tiempo, que
cualquier otra concepción que no se base simultáneamente en estos
tres pilares corre el riesgo de deformación dando lugar a débiles
creencias.

Como hecho biológico previsto en nuestro código genético, el


envejecimiento, forma parte de un plan madurativo propio de la
especie, con tanta invariabilidad como los cambios biológicos que en
la pubertad transforman el cuerpo infantil en adulto.

El envejecimiento y la muerte son tan consustanciales al ser humano


como el crecimiento. Pero no hay correspondencia exacta entre
envejecimiento físico y deterioro psicológico. Sólo cuando el sustrato
biológico llega a un determinado nivel crítico se da esa
correspondencia. Sin embargo, dicho nivel puede aparecer muy tarde,
mucho después que los rasgos externos de la vejez aparecen o bien,
pueden retrasarse por los avances de la ciencia de la salud.

104
El envejecimiento es, también, un hecho social. Acontecimientos tan
generalizados como la jubilación y la pérdida de seres queridos,
convierten a la vejez en un hecho social de primera magnitud pues
ambos generan profundas alteraciones en la vida de las personas.

Se pueden señalar otros sucesos que influyen significativamente en


esta etapa: el status social que una determinada sociedad otorga a las
personas mayores; las posibilidades que dicha sociedad les ofrece
para su tiempo libre, sus requerimientos de aprendizaje permanente o
su asistencia personal; las experiencias ligadas a factores
generacionales; las formas de estructura familiar imperantes; etc.
Todos ellos son hechos sociales que inciden en la forma y contenido
del proceso de envejecimiento.

En esta doble matriz biológica y social es donde se producen los


hechos psicológicos que caracterizan al envejecimiento.

Se evidencia así, que los contenidos psicológicos de esta etapa final


de la vida humana no resultan exclusivamente de lo que en ella
ocurre. La persona en devenir es siempre depositaria de toda su
experiencia previa, de su historia personal contextualizada. De una u
otra forma, toda la historia pasada está presente y contribuye a
conformar los contenidos psicológicos del envejecimiento.

Como resultado de lo antes mencionado, hoy existe un amplio


consenso de que toda situación en la vejez es el resultado de
interacciones entre factores ambientales, sociales, biológicos y
psicológicos, difíciles de separar. La ciencia que tiene por objeto
estudiar al envejecimiento es considerada en la actualidad, como
pluridisciplinaria. Por consiguiente, cabe preguntarse cuál es la función
de la pedagogía en el concierto de las otras disciplinas y cuál es su
dimensión teleológica frente a la persona humana como envejeciente.

Hasta ahora la educación se planteó objetivos que llegan a la edad


adulta, en términos de tiempo de vida determinados cronológicamente.
Asimismo, se destaca el carácter supletorio basado en teorías de
aprendizaje condicionadas por concepciones de evolución-involución
de la persona según el modelo funcionalista preponderante.

Educación, en orden al envejecimiento, es aquel actuar que lleva a


aprender a envejecer dignamente, a aprender a vivir como persona

105
humana en plenitud en cada momento de la vida, a lo largo de la
existencia. Es la que apela a recuperar la dignidad de la vida en todo
tiempo y circunstancia aún contra las adversidades, carencias e
insatisfacciones y por ello propone al hombre vivir la hondura de la
sencillez cotidiana al descubrir en ella lo bueno, lo verdadero y lo bello
que es lo que le otorga unidad y sentido.

Entre la infinidad de objetos inútiles creados, la sociedad de consumo


inventó el “hombre descartable”, es decir, la persona que nadie
necesita al alcanzar la llamada “tercera edad”, que se convierte en
estorbo y la sociedad la aparta, cuando no la olvida.

Nuestra sociedad actual se muestra negativa o bien indiferente ante


las posibilidades que presenta la vejez como ciclo de desarrollo
humano. Esto, sin embargo no debiera asombrarnos ya que en una
sociedad de consumo predomina el “síndrome del logro”. “Lo viejo”
pierde rápidamente valor y ha de ser sustituido también rápidamente.
Tal contexto tiende, no pocas veces, a “objetivar” a las personas
mayores y las equipara, más o menos conscientemente, a los
productos en desuso con la consiguiente pérdida de estima y
consideración.

Por prescripción social, más o menos institucionalizada, los


envejecientes dejan de ser un medio de producción efectivo, han
cumplido su misión en la cadena económica y social y proyectan la
imagen de un futuro indeseable y rechazado.

La sociedad de consumo actual exalta valores que se ven más


encarnados en la juventud: confianza en sí mismo, trabajo, belleza
física, futuro, capacidad para dominar la naturaleza. El anciano en
cambio, no sobresale ni por su belleza física, ni tiene ante sí un futuro
dilatado, ni podrá trabajar arduamente ni ser líder en orden a dominar
las fuerzas de la naturaleza. Por esto se le minusvalora en muchos
sectores sociales.

Es importante preguntarnos hasta dónde aquellos valores son los


únicos, los mejores, y hasta qué punto no los posee en alguna manera
la persona mayor o no tenga ella otros valores compensatorios muy
necesarios en la presente sociedad. Cuestiones como ésas se han
pasado por alto demasiadas veces, lo cual revela los estereotipos
negativos en torno a la vejez.

106
El miedo a envejecer generó mitos y prejuicios y, para huir del miedo
de quedar impotente, desvalido y marginado, el hombre se proclama
joven, aunque sea “de espíritu”, a fin de justificar su ancianidad
inexorable. Ensalzar la juventud como la época más hermosa de la
vida es condenar la madurez y la vejez, es también, desconocer que
cada etapa tiene su razón de ser, su propio significado y valor en
relación a la vida total de la persona y, consiguientemente, su propia e
ineludible tarea.

Con todo, los estereotipos mencionados están hoy en franca revisión


por lo que se va notando una cierta mejoría en el modo como los
medios de comunicación y la sociedad presentan y se refieren a la
vejez.

Desde la perspectiva teleológica, la posibilidad de la educación


integral a lo largo de la vida y contenedora de la vejez, se identifica
como educación de la conciencia(*), educación centrada en los valores
de: libertad, responsabilidad y compromiso, educación para el sentido
de la vida(**) y la dignidad humana.

La educación de la conciencia

Hablar de educación de la conciencia supone señalar la necesidad de


una pedagogía superadora de una concepción paternalista. Significa
entender, más bien, que en la medida en que la persona está en
contacto con ella, con su centro, en esa misma medida podrá
responder ante las situaciones vitales que se le presentan.

La conciencia manifiesta que el ser humano al estar en-el-mundo


como ser-que-responde, tendrá siempre delante de sí a las personas y
a las situaciones.

Una primera cuestión es considerar el dilema existencial que enfrenta


el hombre: su conciencia de ser objeto y sujeto en una relación
dialéctica.

Para Rollo May1 la libertad personal, en su sentido genuino, no radica


en la capacidad de vivir como “sujeto puro”, sino más bien en la
capacidad de experimentar ambos modos, de vivir en la relación
dialéctica. Es la experiencia de una distancia entre el sujeto y el
objeto, un vacío creativo que debe ser tenido en cuenta y llenado y

107
esto se lo puede hacer mediante el tiempo. El hecho de experimentar
esa relación dialéctica entre sujeto y objeto ha motivado, igualmente,
el surgimiento y evolución del lenguaje humano y otras formas de
simbolización.

En una línea de pensamiento similar, Paul Tillich describió el dilema


del hombre como la “libertad finita”: el hombre es finito en el sentido en
que está sujeto a la muerte, la enfermedad, las limitaciones de la
inteligencia, la percepción, la experiencia y otras fuerzas deterministas
ad infinitum. Pero al mismo tiempo, el hombre tiene la libertad de
relacionarse con estas fuerzas, puede tener conciencia de ellas, darles
significado y seleccionar e inclinarse a favor de tal o cual fuerza que
actúa sobre él.

Tillich2 sostiene, que la ansiedad normal es sinónimo de la “finitud”


humana. Cada ser humano sabe que morirá, aunque ignora cuándo;
anticipa su muerte mediante la conciencia de sí mismo. Es probable
que enfrentar esta ansiedad normal ante la finitud y la muerte
constituya, de hecho, el incentivo más eficaz de la persona para
extraer lo máximo posible de los meses o años que le faltan para que
la muerte lo derribe.

Por su parte, el biólogo suizo Adolph Portmann considera que lo que


caracteriza al hombre es su “apertura al mundo” gracias a la
conciencia que posee de su propia libertad de movimiento en relación
con el medio objetivo. Así quiere significar que, si bien por una parte el
hombre está unido a su medio natural de infinitas maneras, por la otra,
puede ejercitar su libertad de movimiento en relación con este medio.
El poseer la capacidad de concebirse como un ser libre y esclavo al
mismo tiempo le permite enfrentar su propio dilema ante el cual le
cabe adoptar alguna decisión y esto le da esa dimensión radicalmente
nueva de apertura al mundo.

Con referencia a la capacidad del hombre para verse como sujeto y


objeto Rollo May explica:

La cuestión no se limita a que el hombre debe


aprender a vivir con la paradoja: el ser humano
ha vivido siempre en esta paradoja o dilema,
desde el momento mismo en que advirtió por
primera vez que era él quien moriría y acuñó

108
una palabra para referirse a su propia muerte.
Las enfermedades, las limitaciones de todo tipo
y cada uno de los aspectos de nuestro estado
biológico son fases del extremo determinista
del dilema: el hombre es como la hierba del
campo, se marchita. El tomar conciencia de
esto, y el actuar de acuerdo con esta
conciencia, es el genio del hombre sujeto.3

Para R. May “conciencia”, palabra que viene del verbo latino conscire,
se refiere al conocimiento que se siente internamente, es decir a saber
con, no sólo queriendo decir “con” otras personas, sino también con
uno mismo, en el sentido de conciencia del hecho de que yo soy el ser
que posee un mundo. “Conciencia” dice May, es una palabra que no
se debe perder. Se refiere a la característica ontológica central que
constituye al yo en su existencia como tal, es decir el sentimiento de
que puedo tener “conocimiento” de que soy el ser que posee un
universo.4 La conciencia es, así, la experiencia del yo actuando desde
su centro.

La conciencia es lo que en el lenguaje de la logoterapia se llama


“espíritu”, “dimensión noética”, “dimensión existencial” o “centro
personal” del hombre. La conciencia es el ser del hombre en el doble
sentido del “quien” —o sea el sujeto, quién soy yo y del “que”— lo que
yo soy, mi esencia. Verme “desde la conciencia” es verme,
simplemente, desde mí mismo, descubrirme inmediatamente, es decir
sin ninguna mediación, sin interposiciones de ninguna naturaleza,
revelarme como persona.

Si nos detenemos en el pensamiento frankleano mencionado


precedentemente podemos advertir que, según Frankl, lo que dirige al
hombre en la búsqueda de sentido es la conciencia. En su análisis
fenomenológico intenta mostrar que la conciencia es un fenómeno
específicamente humano; no es un “epifenómeno” sino un “fenómeno
originario” y lo caracteriza como “la capacidad intuitiva de advertir el
sentido único y singular que está latente en cada situación”. Frankl
define la conciencia precisamente como el “órgano de sentido” en el
hombre.

109
Por su parte, Derbolav afirma que la conciencia es aquéllo desde lo
que el hombre se motiva y decide. Nada es, según este autor, más
centro de la personalidad que la conciencia.

En su artículo sobre la conciencia como categoría pedagógica, Karl


Dienelt de la Universidad de Viena, hace referencia a Albert Reble
quien remitiéndose al hombre como un todo advierte que la educación
de la conciencia es una tarea totalmente central y fundamental “la cual
no puede llevarse a cabo primariamente a través de la ciencia y de los
contenidos y estructuras racionales”. Precisamente aquí, el sondeo
científico de las profundidades debe constatar que en la solución de
esta tarea la orientación científica no aporta ninguna ayuda decisiva, y
que hay otros puntos de vista que tienen una función mucho más
esencial. Por eso Reble acentúa, también, que la formación progresiva
y la educación de la conciencia como lugar central de la experiencia
del sentido y de la responsabilidad es la auténtica tarea pedagógica
fundamental.5

Al explayarse sobre el tema mencionado, la categorización


pedagógica de la conciencia, Dienelt coincide con la postura
frankleana al respecto y ve como enteramente legítimo que V. Frankl
acentúe con insistencia que la tarea principal, sobre todo en la
situación actual, es el desarrollo y la acrisolación de la conciencia.
Hace referencia a sus palabras cuando dice:

...ahora, más que nunca, la educación es


educación para la responsabilidad. Y ser
responsable significa ser selectivo, tener
capacidad de elegir. Si no queremos perecer
en la marea de estímulos, en una promiscuidad
total, hemos de aprender a distinguir lo que es
esencial de lo que no lo es, lo que tiene sentido
de lo que no lo tiene y aquéllo de lo que
podemos o no podemos responsabilizarnos.6

Pero eso significa igualmente, como Frankl mismo lo advierte, que la


educación ha de tender “no sólo a transmitir saber, sino también a
perfeccionar la conciencia”.7

110
La toma de conciencia de la vejez como etapa existencial asume en
cada persona características y matices singulares, diferentes, por lo
que constituye una vivencia indefinible.

Existen elementos exógenos que facilitan el reconocimiento del “ser


viejo”. El más notorio es el de la jubilación o retiro laboral y sus
consecuencias: pertenecer a la “clase pasiva”. El rol de “jubilado” se
manifiesta, asimismo, dentro de la dinámica familiar y social.

En cuanto a los factores endógenos, aparece el conjunto de los


trastornos o disfunciones físicas u orgánicas.

La toma de conciencia de tales hechos y vivencias provoca la crisis


vital de la vejez que exigirá una respuesta.

La educación centrada en valores

La existencia humana no sólo se presenta caracterizada por valores


sino también por la capacidad que tiene todo hombre, desde su obrar
personal y libre, de asumirlos y encarnarlos con lo cual la libertad y los
valores aparecen como elementos inseparables en toda acción
educativa.

Las cosas del mundo, en medidas y formas diversas, aparecen


revestidas de valor. Por consiguiente, los valores tienen que situarse
en la relación cualitativa entre las cosas y las personas que tienen que
realizar su propia existencia. Podría decirse que valor es todo lo que
permite dar un significado a la existencia humana, todo lo que permite
ser verdaderamente persona.

Es importante distinguir entre los bienes es decir, las cosas materiales,


portadores de valores y el aspecto de valor que las cosas revisten a lo
que denominamos valor. El valor es así, el fundamento por el que una
cosa se presenta como un bien.

Los valores, para ser reales, necesitan del mundo concreto, material y
humano, en el que se realizan. No existen si no son encarnados de
algún modo en el mundo visible, dotando así a ese mundo de una
dimensión cultural y humana. Sin embargo, aún expresándose en las
cosas, no son estructuras o propiedades inherentes a ellas,
independientemente del hombre que tiene que realizar su existencia.

111
Los valores no existen sin el hombre que con ellos está en disposición
de dar un significado a la propia existencia.

El centro o punto de apoyo de los valores es la propia persona, la


persona concreta que existe con los demás en el mundo para realizar
su propia existencia. Las cosas adquieren valor en la medida en que
se insertan en ese proceso de humanización del hombre durante el
cual la persona deviene de continuo nuevas capacidades a partir de
las antiguas, nuevos símbolos, nuevas formas de valores.

Cuanto más sana es la persona menos trata de satisfacer año tras año
los mismos valores que sostenía en etapas anteriores; es menos
probable que el adulto maduro conciba sus valores como una suma de
sus necesidades e instintos previos. En consecuencia, los valores no
tienen que ser entendidos solamente según permitan cubrir una
necesidad o un deseo sino, más bien, en cuanto posibilitan al hombre
realizar su existencia y darle un significado.

Los verdaderos valores son aquéllos que trascienden la situación


inmediata en el tiempo y abarcan tanto el pasado como el futuro.
Cuanto más maduros y sólidos son los valores de una persona, menos
le importa si los satisface o no materialmente. La satisfacción y la
seguridad radican en la conciencia de tenerlos como asumidos, en
sostenerlos y en la búsqueda constante de su concreción.

Es importante destacar, asimismo, la dimensión intersubjetiva de los


valores que se refieren no solamente al aspecto cultural de los
mismos, sino fundamentalmente al hecho de que permiten reconocer
al otro en el mundo, con lo cual presentan la exigencia de
comunicarse.

No es posible apreciar a fondo un valor sin vivirlo frente a los demás y


para los demás, es decir, sin ofrecerlo también a los demás como
verdadero y auténtico valor. En el momento en que una persona duda
o, más aún, cree que su existencia no puede ser valiosa para nadie,
todo su mundo queda privado de valor, todo pierde su sentido.

La autorrealización como objetivo de la existencia humana y, por ende,


de la educación, es insuficiente. Está vinculada a una interpretación
individualista y predeterminada, difícilmente conciliable con la esencia

112
misma del hombre que está en salir de sí, en ir hacia los demás, en
estar frente a la mirada del otro.

En un período de transición histórica, como el que nos toca vivir,


cuando los antiguos valores están vacíos y las costumbres
tradicionales han perdido viabilidad, las personas experimentan
singulares dificultades para encontrarse a sí mismas en su mundo. Se
evidencia en la pérdida del sentido de uno de los roles fundamentales
de la vejez: ser fuente de tradiciones y vínculo testimonial del pasado.

Todo ello favorece la aparición de los problemas de “identidad” o, más


específicamente las crisis de pérdida del sentido de significación que
llevan a la confusión de roles o, más aún a la ausencia de roles
viables. Es el caso de las personas mayores en quienes la juventud, la
belleza, la plenitud física, entre otras cualidades que son consideradas
como valores prioritarios en una sociedad de consumo, van
opacándose ineludiblemente según pasan los años.

Un persona inmersa en una cultura que sustenta una propuesta


axiológica alienante y despersonalizante, difícilmente estará dispuesta,
emocional y afectivamente hablando, a aceptar y asumir a la vejez
como una etapa de desarrollo y autodesenvolvimiento.

Cuando las personas no perciben o sienten que pierden su significado


o valor como individuos, disminuye la conciencia de sí mismas con lo
que se produce un debilitamiento paulatino del sentido de
responsabilidad personal que se expresa en apatía o ansiedad, a la
que Paul Tillich denomina como la ansiedad de la falta de sentido y
Kierkegaard la califica de ansiedad como el temor de la nada.

Para Kierkegaard, la ansiedad neurótica es el resultado de la


reducción que ocurre porque la persona teme a la libertad. Esta
reducción implica bloquear áreas de libertad, de experiencia o de
conciencia. La expresión que él usa para la neurosis es
“encerramiento”. La persona encerrada no está encerrada consigo
sino fuera de sí, así como de los demás. Esta persona se caracteriza
por diversas formas de rigidez, carencia de libertad, vacuidad y tedio.

La persona encerrada carece de comunicatividad, mientras que la


“libertad” decía Kierkegaard “está comunicándose continuamente”. De
allí es que las dos fuentes de la ansiedad neurótica —la desunión

113
dentro del yo y la falta de acuerdo con el prójimo— se salvan mediante
procesos simultáneos ya que superar a una es vencer a la otra al
mismo tiempo. Para lograrlo el individuo debe tener el coraje suficiente
para hacer frente y superar las experiencias amenazantes del
aislamiento y la ansiedad que son “normales” en el sentido de que no
es posible evitarlas si es que uno ha de cumplir con sus posibilidades
en la consecución de la madurez personal.

Así concebida la ansiedad, resulta comprensible que Kierkegaard la


considerara como una maestra al sostener que es mejor maestra que
la realidad puesto que ésta última se puede evitar temporalmente en
tanto que la ansiedad es un educador omnipresente que uno siempre
lleva consigo. De allí es que escribiera: “la ansiedad es nuestra mejor
maestra” y proseguía: “diría que aprender a conocer la ansiedad es
una aventura que cada hombre debe afrontar para no desembocar en
la perdición ya sea por no haber conocido la ansiedad o por haber
sucumbido a ella. En consecuencia, quien ha aprendido de modo
correcto a ser ansioso ha aprendido lo más importante”.

Es importante distinguir entre la ansiedad normal de la persona que se


encuentra con los choques inevitables del crecimiento y la experiencia
y la ansiedad destructiva o neurótica. La primera de ellas es positiva
ya que muchas veces nos ayuda a hacer frente, a reaccionar ante las
situaciones amenazantes. La segunda, consiste en el replegamiento
de la conciencia, el bloqueo de los sentidos y, cuando se prolonga, al
evadir su causa real, conduce a una sensación de despersonalización
y apatía.

La ansiedad normal es una ansiedad proporcionada a la amenaza, no


implica represión y se la puede confrontar positivamente en el nivel
consciente. La ansiedad neurótica, en cambio, es una reacción
desproporcionada a la amenaza, implica represión u otras formas de
conflicto y es gobernada por diversos tipos de bloqueo de la actividad
y la conciencia. Esta última aparece cuando una persona ha sido
incapaz de hacer frente a la ansiedad normal en el momento de una
verdadera crisis en su crecimiento y de una amenaza a sus valores.

Según R. May, la ansiedad normal resulta más evidente en las etapas


de individualización que ocurren en cada fase del desarrollo ya que
todo crecimiento consiste en una rendición, generadora de ansiedad,

114
de los valores pasados a medida que se los va ampliando. El devenir
de la existencia, según los distintos ciclos vitales, supone la ansiedad
normal que consiste en la renuncia a la seguridad inmediata a cambio
de metas más vastas, para concluir con la muerte como etapa final de
este continuo.

El objetivo de la educación, en este sentido, consiste en desplazar la


ansiedad de la forma neurótica a la constructiva, es decir, llevar a las
personas, en las distintas etapas de la vida (niñez, adolescencia,
juventud, adultez, adultez tardía, vejez) y frente a las diversas crisis
existenciales (potenciales o reales), a identificar aquéllo a lo que
genuinamente le teme o, le debería temer, y adoptar las medidas
necesarias para superar la amenaza.

Como ya se mencionó precedentemente, una característica distintiva


del hombre es su capacidad para tener conciencia de sus propias
posibilidades. La conciencia de sí misma hace posible el proceso de
plenificación autodirigido de la persona y es la base de la
responsabilidad de ahí la importancia que reviste una educación
orientada en ese sentido a lo largo de las diferentes etapas o ciclos
vitales, incluyendo la vejez.

Con referencia a lo antes expuesto, R. May afirma que el objetivo de la


educación no puede ser otro que “la ampliación y la profundización de
la conciencia” y, aclara:

...en la medida en que la educación pueda


ayudar al estudiante a desarrollar su
sensibilidad, la profundidad de su percepción y,
sobre todo, la capacidad para percibir formas
significativas en lo que está estudiando, estará
perfeccionando al mismo tiempo la capacidad
del estudiante para hacer frente a la ansiedad
de manera positiva.8

En relación a la importancia de los valores, R. May expresa que una


persona puede hacer frente a la ansiedad en la medida en que sus
valores sean más fuertes que la amenaza. Cuando no hay unidad en
los valores, la persona, al sentirse sin amarras, tiende a evadir y
reprimir su ansiedad normal. Asimismo, para este autor, el hecho
fundamental de la preeminencia de la ansiedad destructiva en nuestra

115
época tanto en las universidades como en el resto de nuestra
sociedad, radica en la desintegración de los valores de nuestra cultura.
La experiencia interna de los valores que tiene el estudiante es la que
proporciona el núcleo alrededor del cual se conoce a sí mismo como
persona y recibe también algo con lo que comprometerse.

Lo importante, dice May, no es que los maestros ofrezcan a los


alumnos el contenido de los valores sino que éstos aprendan el acto
de valorar. Es en el acto de valorar en donde se unen la conciencia y
la conducta. Dicho acto implica un compromiso de parte de la persona
que va más allá de la respuesta rutinaria o automática puesto que
conlleva una elección consciente y responsable. En una situación de
ansiedad, en la que el estudiante sea capaz o no de utilizar la
experiencia e incrementarla, depende de su propia capacidad interior
para elegir sus valores en ese momento.

En lo que respecta a la vejez, la ansiedad resultante de la toma de


conciencia de su crisis vital resultará positiva en cuanto la persona se
pueda relacionar con la situación, concretar su valoración y
comprometerse luego en un modo de vida con sentido, personalizante.

El objetivo de la educación frente al dilema libertad-


responsabilidad

La libertad humana es una dimensión central de la existencia ya que


obrar libremente es obrar sabiendo lo que se hace y por qué se hace,
es dar un sentido a la vida y asumir personalmente ese sentido.

Ante una situación límite —y el acceso a la vejez lo es— la libertad


personal aparece amenazada. Por su esencia misma, la persona es
libre pero existe en un “aquí” y “ahora” generadores de vínculos y
determinaciones (biológicas, psicológicas, sociológicas) que
constituyen el punto de apoyo de su libertad.

Por otra parte, la relación inseparable yo-mundo implica


responsabilidad (“dar respuesta”, “responder a”) concepto que es
destacado por R. May cuando dice: “no puedo convertirme en un yo si
no me comprometo continuamente respondiendo al mundo del cual
soy parte”. Allí queda explícitamente señalado como principio que la
libertad siempre implica responsabilidad, principio que introduce los
límites de la libertad.

116
Poseer la libertad de decisión y hacerse responsable de lo decidido es
la nota distintiva del ser humano más allá de que se encuentre en
condiciones limitadas para ejercer su libertad y su responsabilidad.

Según los fundamentos antropológicos que ya explicitamos, la


persona no está libre de los condicionamientos inherentes a su ser
finito lo cual es fuente permanente de conflicto interior. Sin embargo,
es libre para asumir una actitud ante aquéllos y esto último es,
justamente, lo que le abre el abanico de sus posibilidades y lo dignifica
personalmente.

A medida que la persona, a lo largo de la vida, va tomando más


conciencia de las situaciones y experiencias que le resultan
determinantes, encuentra que su margen de libertad más se amplía y,
consiguientemente, va encaminándose progresivamente hacia la
libertad y la responsabilidad en su vida, ante su propio proyecto
personal, único e insustituible.

Ortega y Gasset, entre otros autores “existenciales”, es quien se


refiere al sentido de libertad como un “hacerse a sí mismo”,
comprometidamente, de la siguiente manera: siendo la vida humana
algo que hay que hacer —un “quehacer”— no hay más remedio que
decidir en cada momento lo que se va a hacer, esto es, lo que “voy” a
hacer. Como lo que hay que hacer es la propia vida, intransferible e
insobornable, cada uno decide a cada momento lo que va a hacer, y
con ello lo que va a ser, inclusive cuando decide no decidirlo. No hay,
pues, más remedio que “inventarse” de continuo a sí mismo,
decidiendo a cada momento qué “sí mismo” se va a causar. La libertad
no es algo que tenemos, sino algo que somos —o tal vez vamos
siendo. Estamos obligados a ser libres.9

Ante este juego dialéctico: libertad-responsabilidad de toda persona en


su situación concreta, limitante y condicionante, generador de
conflictos reales o potenciales, aparece como objetivo fundamental el
de educar en la conciencia y actitud el permanecer “sano” en los
distintos momentos de la vida. Este objetivo cobra un significado
particular en la etapa de la vejez.

Según el concepto de salud ya manifestado, es la actitud de búsqueda


del permanente orden y armonía interior, resultado de la capacidad de
luchar en las diferentes circunstancias de la vida, de responder y de

117
crear, que sin estar exenta de conflicto, garantice la consecución de
las metas personales y sociales en el marco del propio proyecto de
vida.

Tal objetivo se opone fundamentalmente al logro de la adaptación o de


la conformación que implican una existencia personalmente pasiva y
permeable, no comprometida.

Los conceptos vertidos precedentemente aparecen corroborados en la


línea de pensamiento frankleana cuando hace referencia a la
necesidad de agregar a la categoría de “adaptación” (meta del
psicoanálisis) y de “conformación” (propia de la psicología individual)
la de “consumación” como categoría esencial para expresar más
adecuadamente la realidad total y plena de la persona (somática,
psíquica y espiritual). En tal sentido nos dice:

...entre la conformación de la vida exterior y la


consumación interior de una persona media, en
efecto, una diferencia esencial. Si la
conformación de la vida es, por decirlo así, una
magnitud extensiva, la consumación de la vida
viene a ser como una magnitud vectorial: tiene
dirección o sentido, se endereza a la
posibilidad de valor reservada a cada individuo
humano y en torno a cuya realización gira la
vida.10

Lo antes expuesto lleva a entender que vivir la vida


comprometidamente es propio de la condición humana, cualquiera sea
la edad que se tenga. En consecuencia, el objetivo fundamental de la
existencia, su principio rector es concebir la vida como tarea a
concretar, como compromiso, desde el nacimiento hasta la muerte, lo
cual implica también a la vejez.

En la vida no se trata de dar un sentido sino de encontrarlo, porque el


sentido insustituible y singular de cada vida no se puede inventar sino
que tiene que ser descubierto.

En consecuencia, el objetivo de la educación en este orden es educar


para la vida lo cual significa educar para tomar conciencia de la

118
responsabilidad y compromiso frente a la tarea que nos toca realizar
en cada tiempo de nuestra existencia o circunstancia personal.

En la vejez, toda persona debe disponerse, en el espacio de libertad


que le presentan las condiciones de vida, para resolver la problemática
vital de acceso a la llamada “tercera edad”. Es fundamental para su
dignidad humana que asuma la irrenunciable responsabilidad de dar
una respuesta con sentido ante esta nueva apelación de la vida al
proponerle una etapa más.

Ello implica a su vez, apelar a la solidaridad ya que solamente podrá


ser logrado con el esfuerzo sostenido, tezonero, perdurable y
conciente de todas las personas, según las diferentes edades, en los
diversos roles individuales y sociales (docente, alumno, padre, hijo,
político, administrador,...) y de las instituciones (familia, escuela,
estado, iglesia) y en donde actúe conjunta y comprometidamente tanto
la educación formal como la no formal, destacándose los medios de
comunicación social, en la consolidación de valores tendientes a la
plenificación de la persona humana.

Educación para el sentido de la vida y la dignidad humana

Es importante detenernos en dos aspectos que son fundamentales


para vivir con sentido y dignidad, en especial en la segunda mitad de
la vida: el “quehacer” personal como valor y el concepto de sí mismo o
autoestima.

En la vida del hombre, como ya quedó explicitado precedentemente, el


trabajo cumple una variedad de funciones de las cuales el ser fuente
de ingresos es solamente una de ellas. La ocupación juega un papel
decisivo en los sentimientos de identidad y autoestima.

El trabajo es, además de una necesidad de auto-realización personal,


una exigencia y demanda social de ajuste al sistema productivo.
Satisface la necesidad de actividad física e intelectual y en especial de
creatividad. Actúa como organizador de nuestra existencia. Posee una
fuerte connotación y contenido social; da sentido, significado y
gratificación a la motivación gregaria del individuo. Es fuente de
estima, valoración, aprobación y consideración social.

119
Mediante la actividad laboral o profesional, las personas adquieren un
sentimiento de utilidad, de proyección y contribución social todo lo cual
genera, en ellas, experiencias emocionales decisivas para la
estructuración de la personalidad madura.

Como se ve, son muchas y de capital importancia las funciones que


cumple el trabajo hasta el punto de ser considerado como el lazo más
fuerte que une a la persona con la realidad. No es de extrañar, pues,
que la pérdida de ese vínculo, la imposibilidad de desempeñar un rol
para el que se está perfectamente preparado o la finalización brusca e
involuntaria de él dejen al individuo en un estado de angustia y
desconcierto más que preocupante.

Tal situación puede dar origen a una profunda crisis de la autoestima y


valoración del yo seguida, frecuentemente, de pesimismo, apatía y
más aún, de un sentimiento de impotencia ante una situación que se
percibe como irreversible e insuperable.

La jubilación es, sin duda, un cambio objetivo típico de la comúnmente


denominada “tercera” edad, un cambio que conlleva una modificación
en los roles que la persona realizaba, es decir, dejar unos y decidirse a
tomar otros (la no decisión equivale ya a un tipo peculiar de rol). Si
este cambio induce a emprender un nuevo tipo de rol, si es asumido
personalmente en forma activa y positiva, si no cree que con él pierde
seguridad, prestigio y valoración social, la autoestima y el concepto de
sí permanecerán estables. Sin un mínimo de estima de sí mismo no
hay actuación posible. De hecho, todo estímulo en orden al
comportamiento, toda invitación a obrar implica que el sujeto revise,
más o menos conscientemente, sus propias posibilidades.

Si como vimos, el obrar humano es un obrar libre pero responsable


ante las situaciones que pudieran plantearse a lo largo de la vida, es
menester tener en cuenta las diferentes actitudes con que pueden
“responderse” a las mismas. Es así que podemos distinguir entre una
actitud llamada “abierta” y su opuesta, “cerrada”.

En la actitud abierta la persona observa el panorama de los hechos,


situaciones y cambios con una mirada atenta y tranquila al mismo
tiempo, una mirada llena de interés y energía; es decir que ve las
dificultades como problemas posibles de resolver. Esta actitud libera
energías, destrezas, posibilita ir descubriendo nuevas vías; fácilmente

120
se tiende a la comunicación, a la solidaridad. En otras palabras, la
persona se abre, se dispone a una adaptación creadora que
contribuye a su desarrollo y bien-estar personal.

La persona en actitud cerrada, en cambio, percibe como amenazas las


dificultades que se le presentan y tiende más bien a defenderse que
ha enfrentarse decididamente con ellas para resolverlas. Es de
esperar que este tipo de actitud coarte las habilidades, limite las
posibilidades de actuación y, con ello, dificulte la comunicación y la
cooperación. Es una actitud, por lo tanto, aislante. En tales personas
las posibilidades de una adaptación creadora y de desarrollo y plenitud
personal disminuyen claramente.

Las actitudes influyen pues en el obrar y ello durante toda la vida,


pero, al llegar a la vejez su influencia es todavía mayor, ya que en esta
etapa se van produciendo una serie de cambios importantes ante los
cuales es imprescindible adoptar una postura, tomar determinadas
decisiones.

Los cambios biológicos (menos flexibilidad, más lentitud, limitaciones


sensoriales, etc.) como los ocupacionales, (tal el caso de la jubilación)
llevan, a su vez, a cambios en el orden social y de relación con los
diversos grupos. Estos también se dan en el núcleo familiar (el nido
vacío, relación con los nietos, nueva relación entre los esposos o
soledad por viudez), y en la percepción del futuro como un tiempo que
se acorta y que condiciona o limita las probabilidades de planificación
y actuación. Todos ellos son hechos propios del proceso de
envejecimiento que sitúan a la persona ante la necesidad de
pronunciarse, decidirse, tomar una postura.

Si la persona no se responsabiliza, si no quiere decidirse, si deja que


las cosas sigan su curso sin intervenir, esta forma de actuar ya es una
toma de decisión y muy comprometedora, por cierto. Sin embargo, lo
que importa no son los hechos, las situaciones en sí, sino sobre todo
el modo como se responda a ellos. La conducta dependerá, en gran
parte, de la actitud abierta o cerrada con que se los afronte.

Es conveniente destacar que en el origen o raíz de cada una de estas


actitudes hay todo un pasado, una historia personal. No surgen
espontáneamente sino, más bien, de las experiencias y vivencias
previas que se han ido decantando, compensando y consolidando.

121
Será posible introducir modificaciones e incluso cambio de actitudes
pero habrá que contar siempre con el bagaje acumulado a lo largo de
las diferentes etapas vitales.

Lo antes explicitado permite concluir que un objetivo educativo de


verdadera importancia es el ir generando en cada una de las personas
una actitud conciente, responsable y comprometida, de aprendizaje
permanente frente al proceso de envejecimiento y de los cambios
personales que trae aparejado.

Son muchos los factores que influyen en este proceso de formación-


consolidación de las actitudes en su alternativa modalidad abierta-
cerrada; entre ellos merece mención especial el concepto de sí mismo,
o el self.

Se suele definir el sí mismo como “una determinada organización de


las cualidades que el individuo se atribuye a sí mismo”.11

En ese concepto, según Joaquín Aragó, pueden distinguirse cuatro


aspectos psicosociales de la senectud:

1. La dimensión cognitiva que comprende las identidades


que una persona se asigna a sí misma (ser adulto, ser
anciano).

2. La dimensión evaluativa, que subraya la connotación


ponderativa que atribuimos a estas identidades.

3. La comportamental, ya que según sea la dimensión


cognitiva y evaluativa se seguirá una forma determinada de
comportamiento.

4. La autoestima, o estimación global de la persona


respecto a sí misma. Responde a la pregunta ¿soy digno
de aprecio? ¿qué clase de persona soy? Obviamente estos
aspectos están íntimamente relacionados, ya que según
me conozca me valoraré, actuaré y de ahí, se desarrollará
un grado mayor o menor de autoestima.12

Al igual que en la adolescencia, la senectud es el período en que se


producen más cambios importantes y diversificados que llevan,

122
indefectiblemente, a tomar más decisiones y a superar más
ambigüedades. Por consiguiente, según se interpreten los cambios,
estas situacioneas ambiguas adquirirán un significado y un relieve
marcados por valencias positivas o negativas.

Es conveniente tener presente que el sí mismo es, en gran medida, un


constructo social. Nuestras vidas se estructuran gracias a un continuo
interactuar, real o simbólicamente, con lo y los demás. Vivimos en un
mundo en el cual los significados de los “objetos” están socialmente
determinados gracias a esta interacción. Uno de estos “objetos” así
condicionado, es el sí mismo. La percepción de cómo los otros nos
juzgan, configura nuestro sí mismo; en otras palabras, el juicio sobre
nosotros mismos está afectado por la forma como nos imaginamos
que los demás nos ven y valoran. Por eso el sí mismo sufrirá
alteraciones según sea el marco social en el que estamos inmersos.

En relación al concepto de sí mismo es importante destacar, como un


factor condicionante del contexto social, los medios de comunicación
social por el papel preponderante en cuanto a la actitud hacia las
personas mayores y los ancianos.

Al ser dichos medios un reflejo de la sociedad, la actitud positiva o


negativa que manifiesten respecto a la vejez será una consecuencia
de la sociedad misma.

En general, el ámbito social no sólo no constituye un apoyo o estímulo


para elevar la autoestima de las personas mayores, sino que, muchas
veces, incide negativamente.

El “ser viejo” se ha llegado a considerar como un “estigma” que


desacredita a su poseedor. Es por ello la tentación en algunas
personas mayores de negar su condición de tal y su afán de aparecer
como jóvenes en su forma de vestir, hablar y hasta de comportarse.
En este sentido hay que tener en cuenta que tanto la aceptación del
“estigma” como su negación sin más, son mecanismos de defensa que
generan tarde o temprano una disminución sensible de la autoestima y
con ello de la imagen de sí mismos.

La situación inversa también resulta cierta. Si se superan los


estereotipos negativos, si el clima social mejora en su apreciación de
las personas mayores, este contexto puede ser de gran ayuda. Puede

123
constituir una base sólida para validar el concepto de sí mismo, un
apoyo muy estimable, para mantener la propia dignidad y dominar las
fluctuaciones de la autoestima, respondiendo así al desafío que el
paso de los años va presentando a las personas mayores.

Conviene tener presente igualmente, que las variaciones de la


autoestima y con ella del concepto de sí mismo, no son
exclusivamente una función de la edad, sino que dependen, al mismo
tiempo, de las características personales propias y de la historia
particular.

El objetivo educativo para la vejez: Sabiduría y autotrascendencia

Ante la transitoriedad de la vida, muchas personas, según pasan los


años, van desesperándose al pensar que, más tarde o más temprano,
todo va a desaparecer, aún el sentido que pudieran encontrar en sus
vidas.

Según Frankl lo que esas personas olvidan es que lo transitorio, lo que


pasa, es simplemente la oportunidad de lograr un sentido, pero en el
momento en que han podido cumplir esas posibilidades, las han
incluido en la realidad del pasado. Allí, a modo de granero, todo se
deposita y nadie puede robarnos la riqueza que se haya cosechado y
guardado. Esto no sólo es aplicable al trabajo de las personas sino
también a todo lo que hacen, a sus actividades, a su amor, a su
existencia y sobre todo al esfuerzo y valentía con que pudieron
afrontar las circunstancias adversas y el sufrimiento.

La cita favorita de V. Frankl, que nos deja al respecto, es: “La hora
pasa, la pena se olvida, la obra queda”.

Desde esa perspectiva, en lugar de percibir negativamente a la vejez,


por entender que se van limitando las posibilidades de futuro, se
valora, más bien, las realidades del pasado.

Los valores que ya se poseen por haberlos concretado en el pasado


como los sentidos que han sido logrados, constituyen la base
fundamental de los valores innegociables de cada persona humana.

124
La dignidad humana también se abreva en el pasado, en lo que se ha
logrado, en lo que se ha hecho, en lo que se ha sufrido con coraje.
Todo eso es indeleble y nadie puede eliminarlo del pasado.

El modo de ser y de obrar propio de la vejez auténtica y de la alta


ancianidad se engloba en el término “sabiduría” entendida en el
sentido bíblico no tanto de ciencia como de reflexión, prudencia,
superioridad espiritual.(***)

El autor antes mencionado amplía su afirmación diciendo:

sabiduría no es idéntica a inteligencia o saber,


no está unida al origen ni a la instrucción del
individuo; muchos sencillos campesinos o
artesanos la poseen, muchos hombres
llamados cultos parecen desconocerla.
Sabiduría es un estar por encima de la vida,
porque se advierte lo perecedero y se sabe de
lo eterno y de lo que vale más allá del tiempo.
El hombre sabio irradia paz y bondad, porque
nada quiere ya para sí. Espera sereno su fin
porque puede verlo como la culminación de su
existencia. Intenta dar a la vida, hasta el último
instante, un sentido que sólo lo tiene para él en
lo espiritual. La sabiduría se impone a todos
como meta ideal; no obstante muy pocos llegan
a alcanzarla.13

En la madurez avanzada el objetivo es desarrollar un sentir que sepa


diferenciar entre prudencia y sabiduría, entre soberbia y modestia. En
la vejez es posible ya realizar un balance y situarse en el silencio y la
paz de la ancianidad que, si bien pueden manifestarse como pasividad
exterior, son generadores de una intensa actividad interior, de la que
brota bondad.

El hombre “sabio” va abarcando en modo integral la totalidad de la


existencia, a la cual “solicita” una respuesta cada vez más plena. El
acercarse a la sabiduría lo hace capaz de dar a su vejez temporal un
sentido que compendia y plenifica todas las anteriores fases de la
vida.

125
En la vejez la fuerza del yo adopta la forma de “sabiduría” en todas
sus connotaciones —desde el sazonado “ingenio” al “juicio maduro”—
que constituyen la capacidad de mantener la integralidad de
experiencia aunque se deterioren gradualmente las facultades físicas y
se conviertan nuevamente en un conglomerado de partes que ahora
se debilitan (así como otrora maduraban) con ritmos distintos. Si el
vigor de la mente se combina con el don del renunciamiento
responsable, algunos ancianos pueden abordar los problemas
humanos en su totalidad (que es el significado de la palabra
integridad). Y vienen a ser para la generación futura un ejemplo vivo
del “cierre” de un estilo de vida. Sólo dicha integridad puede equilibrar
la desesperación de una vida limitada que se acerca a su conclusión
consciente...14

Asimismo, es importante destacar que “la sabiduría” de por sí es


independiente de la edad biológica. Pero comúnmente se revela en
toda su riqueza cuando el ser humano comienza a decaer
orgánicamente por causa de la vejez corporal. En estos momentos, al
hacerse la muerte más cercana, “el hombre se siente invitado a una
actitud más contemplativa, que le permite elaborar a partir de su
experiencia vivida una visión de su vida humana más profunda,
matizada y trascendente”.15

Objetivos de un programa educativo para la vejez

En las características esenciales de la persona que se fueron


desarrollando, se justifica un programa de tareas educativas
fundamentales para la etapa de la vejez. El “ser viejo” en cuanto “es
persona” lleva en su ser su quehacer esencial: su “programa
educativo”. Toda vida tiene un carácter teleológico.

Concebir la vejez como una etapa vital más, lleva a afirmar que la
persona mayor no sólo es capaz de llevar a cabo proyectos, sino que
él mismo sigue siendo proyecto: orientación organizada de los
esfuerzos para dar sentido a la vida.

Entender a la persona mayor como un esencial proyecto “dinámico” no


significa que su misión sea el “activismo”, la “productividad”, como si
sólo fuera valiosa en la medida en que la sociedad la juzgue útil y
eficiente.

126
Su dinamismo fundamental se refiere a la actividad interior que
consiste en:

• tomar conciencia de su realidad (“su” mundo en el mundo)


• reflexionar
• buscar la verdad
• discernir
• resignificar su experiencia de vida
• contemplar
• crear orden y belleza
• brindar amor auténtico

Esa riqueza interior moldeada por una historia de vida y una


cotidianeidad valorada reflexivamente como totalidad, se puede
traducir en:

• la ejecución de actividades intelectuales, académicas, políticas,


creativas, artísticas, artesanales...
• el intercambio del diálogo enriquecedor, personalizante, tanto
con sus pares como en relación a otras generaciones: niños,
adolescentes, jóvenes, adultos (comunicación persona-persona).
• la aceptación del sufrimiento y la quietud ineludibles
reconociendo en ellos un llamado a mayor aprendizaje de
interioridad y una más íntima y depurada aproximación a los
fines esenciales de la existencia.

* El término “conciencia” (del latín, conscientia) es tomado con el


significado de: “Propiedad del espíritu humano de reconocerse en sus
atributos esenciales y en todas las modificaciones que en sí mismo
experimenta”. Tal sentido justifica hablar de “educación de la
conciencia” aún en la vejez entendida como una etapa más del ciclo
de la vida.

** El “sentido” hace referencia al “modo particular de entender y


valorar cada uno su propia vida”. La pregunta por el sentido de la vida
se da a lo largo de la existencia. Se presenta de manera diferente: con

127
aire desconcertante en la adolescencia, con tonalidades dramáticas en
la adultez, como un desafío a la persona en los últimos años de vida.

*** Esa diferencia de sentido se ha conservado en la lengua francesa


que reserva los términos de “sage” y “sagesse” para denominar a la
sabiduría “existencial” en el sentido bíblico, mientras que usa el
término “savant” para referirse al hombre de ciencia, al investigador.

NOTAS

1. Rollo May, La psicología y el dilema del hombre (México: Gedisa,


1987) 23-24.

2. Paul Tillich, The Courage to Be (New Haven: Yale University Press,


1952).

3. May, La psicología y el dilema 33.

4. May, La psicología y el dilema 92.

5. Karl Dienelt, “La conciencia como categoría pedagógica”. Artículo


traducido del alemán por el Prof. Raúl Gabás, La educación moral,
hoy. Cuestiones y perspectivas, ed. J. A. Jordán y F. F. Santolaria,
Biblioteca Universitaria de Pedagogía (Viena: Universidad de Viena,
1987) 71.

6. Dienelt, “La conciencia” 73.

7. Dienelt, “La conciencia” 73.

8. May, La psicología y el dilema 56.

9. José Ortega y Gasset, Obras completas, Tomo VI, Revista de


Occidente (Madrid: Alianza Editorial, 1983) 347-349.

10. Viktor Frankl, Psicoanálisis y existencialismo, Serie Brevarios 27


(Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 1991) 29.

11. J. Kinch, “A Formalized Theory of the Self Concept,” American


Journal of Sociology (1963): 481-486; Psicología evolutiva III.

128
Adolescencia, madurez y senectud, eds. M. Carretero, et al.
(Madrid: Alianza, 1985) 317.

12. Joaquín M. Aragó, “Aspectos psicosociales de la senectud”,


Psicología Evolutiva, eds. M. Carretero, et al. 317.

13. Heinz Remplein, Tratado de psicología evolutiva. El niño, el joven


y el adolescente, 2a ed. (Barcelona: Labor, 1968) 684.

14. Es Erikson quien destaca tal carácter cuando se refiere a la


resolución positiva del conflicto que presenta la octava y última
etapa de desarrollo. Ver E. Erikson, Infancia y sociedad (Buenos
Aires: Hormé, 1959).

15. E. Fabbri, El encanto de la ancianidad (Buenos Aires: Ediciones


Mensajero, 1991).

129
CAPÍTULO IV

POSIBILIDADES EDUCATIVAS EN LA VEJEZ:


PRINCIPIOS Y CRITERIOS METODOLÓGICOS
En toda teoría pedagógica fundamento y praxis deben,
necesariamente, corresponderse de manera tal que el hacer sea
reflejo del ser. Lamentablemente, con demasiada frecuencia esto no
ocurre. En el discurso —por ejemplo— se sostienen concepciones
personalistas y se aspira a una educación integral que considere a la
persona en sus dimensiones biológica, psíquica, espiritual, social y
apunte a su plenificación. En la práctica, se adoptan metodologías en
las que subyacen concepciones psicológicas, biológicas y sociales que
son contradictorias con la noción de persona y su proceso de
desarrollo armónico y totalizante.

Se trata por lo tanto, de ser conscientes de cuál es la teoría


pedagógica implícita en un programa educativo dirigido a la vejez y
asumirla con responsabilidad y comprometidamente.

Surge así un reclamo de coherencia, a veces, muy difícil de alcanzar


por la cantidad de variables que complejizan la situación.

Al observar el envejecimiento desde un marco demográfico, es posible


advertir su crecimiento tanto en el mundo como en Latinoamérica y en
nuestro país, lo cual sostiene la necesidad de arbitrar acciones entre
otras, educativas.

Estas actividades deberán responder a la vejez como una etapa más


del desarrollo humano. Tal segmento de vida tiene sus propias

130
características a pesar de los estereotipos, mitos y prejuicios que han
consolidado una imagen negativa y deficitaria de ella. Lo cual explica,
en parte, la falta de políticas específicas.

La vejez es un período de cambios generalmente vividos como


negativos (pérdida de seres queridos, de su papel económicamente
activo al jubilarse, pérdida en número y calidad de vínculos sociales...).
Estos hechos parecen influir de manera sensible en el estado de salud
de las personas, quienes reaccionan diferentemente ante esos
estímulos, por lo cual unas se adaptan mejor que otras a dichas
situaciones.

Si bien es cierto que los cambios vitales reducen la resistencia de las


personas a la enfermedad, es verdad también que la respuesta
negativa a estos cambios se ve configurada por otras variables tanto
ambientales como personales.

En general, las personas superan las crisis y situaciones límites por su


capacidad para sortearlas, enfrentarlas o resolverlas. Esas
capacidades que son indudablemente aprendidas a lo largo de la vida,
pueden ser utilizadas toda vez que hayan de superar nuevos y
desafiantes acontecimientos vitales.

En todo momento del desarrollo, la persona es el producto de la


experiencia acumulada, de su historia personal contextualizada. Lo
mismo ocurre en la vejez donde la historia pasada está presente y
contribuye a configurar los contenidos psicológicos que se entrelazan
como en intrincada red con factores ambientales, sociales y culturales.

La forma en que se viva la vejez depende de cómo se hayan integrado


y superado las crisis de etapas anteriores. Es necesario, en
consecuencia, que el proceso educativo acompañe al proceso de
envejecimiento para que los aprendizajes logrados en cada etapa del
ciclo vital se vayan capitalizando y contribuyan a que las personas se
preparen para una vejez sana y plena.

El avanzar en edad acentúa la particularidad. La historia personal es


exclusiva, como únicos fueron los impactos vividos.

131
La singularidad personal hace que los años, la experiencia, los
factores socioculturales que propiciaron reacciones y adaptaciones a
lo largo de la vida, sean patrimonio singular de cada ser humano.

La transición de una edad a otra es gradual. Las adaptaciones físicas


y emocionales a los cambios se van dando en cada sujeto según el
ritmo propio, condicionado por el patrón inscrito en su código genético,
por su contexto sociohistórico-cultural y por su actitud personal.

En cada etapa de la vida se presentan desafíos que al ser resueltos


positivamente permiten superar las crisis y favorecen el desarrollo
personal. Por ello, se dice que cada una de ellas tiene su dinámica
propia y no es un simple residuo del pasado. Éste existe y a veces
condiciona fuertemente, pero no es obstáculo para que el sujeto actúe
con virtualidad y posibilidad nuevas.

En la vejez, el tema integrador es la búsqueda del sentido por lo que


las tareas de desarrollo consisten, entre otras, en la aceptación de lo
vivido y la reorientación hacia nuevos roles y actividades.

A los fines de perfilar pautas para programas o acciones respecto a la


vejez, se intentó sostener, a lo largo del trabajo, una concepción
realista del envejecimiento, desprovista de prejuicios y estereotipos
como también de un optimismo exagerado.

Dicha postura lleva a aceptar que como proceso implica una mayor
probabilidad de deterioro paulatino, de manera asincrónica e irregular
en ciertas capacidades del ser humano. Pero también permite
considerar la influencia de factores de carácter psicológico, ambiental
y social que intervienen e inciden significativamente en la forma como
lo viven y enfrentan las personas en particular.

El entender que es un proceso diferenciado, con fuerte connotación


socio-cultural, dilatado en el tiempo y en el que intervienen múltiples
variables es lo que exige buscar alternativas de intervención en base a
un desarrollo pleno que favorezca la formación de una persona
individual y socialmente activa, sana y creativa.

En ese sentido, se sostiene que la estimulación y el entrenamiento de


las aptitudes físicas y mentales, la mayor frecuencia de los contactos

132
sociales y la actividad personalizante y socialmente valiosa pueden
atenuar el proceso de deterioro en la vejez.

Una intervención oportuna y efectiva contribuye a prevenir las


acciones asistenciales y de rehabilitación cada vez más difíciles y
costosas de concretar ante el aumento significativo de la población
senescente.

Ante lo dicho previamente, la respuesta al planteamiento complejo de


la vejez vista como totalidad, debe partir de un ámbito multi e
interdisciplinario.

Es ahí donde aparece la necesidad de una propuesta pedagógica


basada en fundamentos antropológicos y teleológicos consistentes
que pueda interactuar con la de los demás ámbitos científicos y
presentarse como una alternativa válida para el 75 por ciento sano de
la población de 60 años y más, que son los cálculos estimativos en
relación a ese grupo etario.

Una educación que atienda los requerimientos de la vejez sana se


funda en una concepción que tiende a superar el concepto de edad
cronológica (a partir de los 60) y el de la edad social (edad de la
jubilación) por la de edad funcional.

Se entiende por “edad funcional” la capacidad de una persona, en esta


etapa vital, de nuevos aprendizajes o de modificación de los ya
disponibles, en orden a descubrir y comprender su nueva situación de
vida y así anular o disminuir los déficits causados o adquiridos por los
cambios y las pérdidas habituales o normales de la vejez.

Para ello ayuda la actitud positiva de la persona, fortalecida a través


del tiempo, de enfrentamiento a los condicionamientos que se le
presentan y de búsqueda del sentido total y trascendente.

A la hora de plantearnos cualquier intervención sociocultural o


educativa deberíamos partir de la realidad y, en este caso de la vejez,
se trata de una realidad disfrazada de mitos y prejuicios. Al respecto
se acuñó el término “ageism”,1 “viejismo”, para describir el proceso de
estereotipar y discriminar sistemáticamente a las personas por ser
mayores o viejas. Es una actitud que surge de prejuicios, similar a la
que se da con respecto a los grupos minoritarios.

133
Entre los mitos más comunes se encuentran: el del envejecimiento
cronológico, de la improductividad, de la desvinculación y falta de
compromiso, de la senilidad unido al “somos demasiado viejos para
aprender”, el de la falta de interés sexual, el de la serenidad, el del
deterioro de la inteligencia.

El prejuicio más difícil de erradicar y que más incide en la definición de


políticas y en la programación de acciones, es el de concebir la vejez
como sinónimo de enfermedad, de decadencia o deterioro inevitable,
de senilidad o deterioro mental.

Tal concepción bastante generalizada aún hoy, a veces de manera


latente, marca límites determinados un tanto arbitrariamente por ser
parcializados. Lleva al asistencialismo generalizado e impide la oferta
de alternativas diversificadas para un porcentaje significativo de
personas mayores sanas. Esto último queda demostrado por los datos
estadísticos al evidenciar, en el caso de nuestro país, que la mayoría
de la población anciana vive en la comunidad y sólo un tres por ciento
está institucionalizada.

Al hacer el análisis de las acciones dirigidas a las personas mayores


es importante tener en cuenta las teorías que, explícita o
implícitamente, sustentan el tipo de adaptación más satisfactoria de la
persona a su vejez, frente al cambio de roles, al tiempo de la jubilación
y a su vinculación social.

Así por ejemplo, dos de ellas se presentan como contradictorias: la de


la desvinculación, separación o desarraigo y la de la actividad-
compromiso que ponen el acento, tanto por parte de las personas
como de la sociedad, en la necesidad y conveniencia de aislamiento, o
de permanencia en la actividad, respectivamente.

Como reacción a la explicación reduccionista, aportada por estas dos


teorías generales al complejo proceso que implica la vejez, surgen
otras que basándose en discusiones e investigaciones tratan de
corregirlas o complementarlas. Entre estas últimas se pueden
mencionar la teoría de la “continuidad”, de la “desvinculación-
vinculación selectiva” o de la “desvinculación transitoria-renovación
preferencial”.

134
Ante lo ya señalado, es conveniente tener presente que las teorías
sociales del envejecimiento, si bien han hecho aportes en la
interpretación del significado del envejecer en aspectos sociales y
psicológicos, no ofrecen una respuesta acabada al multidimensional y
complejo planteamiento que presenta aún la vejez como una etapa
más del desarrollo.

La aplicabilidad universal que dichas teorías pudieran tener, se limita


principalmente por dos problemas: primero, porque han sido
encuadradas en tiempo y cultura por lo cual tienen validez sólo en
situaciones relacionadas a lugares y tiempos particulares. Segundo,
porque han focalizado y sobreestimado algunos aspectos relativos a la
vejez y al ser viejo sin considerar la experiencia vital en su complejidad
total y, más aún, centrándose en los negativos.

Al respecto, es importante destacar ciertos puntos de vista cualitativos


de la teoría de la desvinculación.2 Los mismos remarcan que con los
años, se produce menos una disminución cuantitativa que una
reestructuración cualitativa de las actividades sociales en cambios en
cuanto a la vinculación, o a la participación íntima en la actividad de
los roles.

También hacen referencia a los componentes individuales que


contribuyen a una buena vejez, la cual queda definida por la
satisfacción con la vida anterior y con la situación actual en la vida. De
acuerdo con su peculiar manera de ser y la estructura de su
personalidad, ciertas personas se hallan más contentas cuando
pueden retirarse de la comunidad; otras, en cambio, si pueden seguir
activas e integradas en la misma.

Si bien la situación de vida en la vejez varía de sociedad en sociedad,


la experiencia de envejecer es universal y hay ciertos hechos similares
a los que se enfrentan las personas en esa etapa. Así, es posible
señalar como fuentes o áreas de ajuste: el retiro o jubilación unido a
reducción de ingreso, los cambios en el estado de salud, en el ciclo de
vida familiar (etapa del nido vacío, muerte de familiares, viudez,
abuelidad), en los roles de tipo comunal o institucional.

El ajuste a estos cambios o procesos va a estar influido o afectado, a


su vez, por ciertas variables que pueden ser de índole:

135
• social (status ocupacional, estado civil, género, edad, nivel
educativo);
• individual (salud, sistema de apoyo, recursos económicos,
religión);
• de su personalidad (características tales como optimismo,
pesimismo, alegría, aislamiento, etc.); y
• de su socialización (experiencias previas de vida y de relaciones
vinculantes).

Lo expuesto anteriormente nos permite llegar a un principio de


primordial importancia, al organizar actividades que tengan por
destinatario al grupo etario en cuestión: tal es, el de evitar la
generalización.

La praxis educativa y su responsabilidad ante la formación de la


persona a lo largo de la vida

Al pensar en la importancia de la educación en la existencia de las


personas resulta positivo ubicarnos “al final del camino de la vida” y
reflexionar desde esa perspectiva. Ante el cuestionamiento acerca de
¿qué es la educación? ¿cuál es su objetivo?, ¿cuál es su finalidad?,
¿qué importancia tiene en relación a la existencia humana?, ¿cuál es
su rol y significado? e intentar responderlo, es interesante observar lo
que ocurre en las últimas etapas de la vida de las personas.

La vejez no es un simple resultado acumulativo por los años de


manera automática, irreflexiva, mecánica, determinista ya que no
existe relación de causa-efecto en la existencia humana sino que
depende de los modos o estilos de vida, de cómo se vivió. Sin dejar de
reconocer la heterogeneidad característica de esta etapa vital, se
pueden distinguir, dos grandes grupos en función de una postura
existencial frente a la vida y sus consecuencias:

1. Quienes actuaron pensando que la propia existencia


estaba ya dada, determinada, manifiestan una actitud
conformista. En consecuencia, culpan de todo a la vejez:
“los años no vienen solos” “que vamos a hacer, ésa fue mi
suerte etc... etc...”. Dan así, respuestas depresivas,
angustiadas, solitarias; se cae en la abulia, en la pasividad,
en el sin sentido de la vida.

136
2. Quienes siempre se sintieron responsables y actuaron a
conciencia y con compromiso frente a los
condicionamientos, llegan a la vejez con una mezcla de
satisfacción y alegría por haber realizado las “tareas” que
se les presentaron y cumplida su misión, con sabiduría
acumulada a través de la experiencia vivida y valorada.
Estas personas continúan viviendo activamente y
participando en su medio familiar y social. Ante una nueva
situación vital reaprenden y asumen un nuevo rol; toman
sus enfermedades como en cualquier otra época de la
vida, buscan sus causas en deficiencias orgánicas
congénitas o adquiridas y tratan de encontrar solución, sin
desesperarse.

Frente a tal observación de la realidad, cabe preguntarnos ¿En qué


consiste la vida del hombre? Se puede decir, de manera generalizada
que es el “transcurrir” de su tiempo personal desde el nacimiento hasta
su final. Es un juego dialéctico entre “vida-muerte”; entre “ser siendo-
ya no es”. Desde lo orgánico, simplemente, es un proceso de
envejecimiento que comienza al nacer, es connatural con el ser
humano, universal y permanente aunque individualmente diferenciado
de manera intra e interpersonal.

En consecuencia, ¿qué función tiene la educación? Su rol en ese


sentido, debiera consistir en acompañar dicho proceso a lo largo de la
vida para apoyar y asegurar la concreción, en cada persona, de una
existencia vivida con sentido e imbuída de valores que conlleven a
bienes personales y sociales.

Para ello es indispensable despertar la conciencia personal a fin de:

• prepararse para las opciones y decisiones propias de cada etapa


y únicas en cada persona lo cual exige aprender a actuar con
libertad frente a los condicionamientos múltiples percibiendo la
disponibilidad existente para el acrecentamiento personal;
• ser responsable: desde su propio lugar y su tiempo histórico; dar
respuestas a la vida; y
• vivir con actitud de compromiso ante la propia vida y ante los
demás.

137
Aparece, así, la necesidad ineludible de encarar una “educación en la
vejez”, sustentada en el concepto de edad funcional, según el cual la
persona requiere permanentemente aprender nuevos roles lo que
conlleva a la búsqueda de respuestas propias y específicas, ante las
situaciones vitales que debe enfrentar. Está dirigida a las actitudes
personales al consistir en una apelación a actuar con dignidad y
asumir esa etapa de vida con todas sus connotaciones.

Teniendo presente la concepción de persona ya expuesta (ser


individual, único y singular) la educación a la que aludimos no puede
presentar modelos normativos: un sólo objetivo, válido para todos, a
alcanzar mediante un método válido para todos. Sino que cada uno
debe ir descubriendo “el” sentido personal y único de “su” vida.

La educación para el envejecimiento sano es aquélla que ilumina,


ayuda y acompaña en la concreción del proyecto de vida, en el ser-
siendo persona mediante un aprendizaje que es horizontal, dialógico e
interpersonal y que exige a cada uno vivir según valores de creación,
vivenciales, de actitudes.

En cuanto al contenido del aprendizaje es amplio como la vida misma,


abarca todas las dimensiones de la persona en un mundo de
relaciones. La selección y organización de los mismos será dada por
el grupo particular de personas mayores, sus necesidades e intereses.

En lo que respecta al tiempo del aprendizaje tampoco hay límites. Se


aprende siempre, pues siempre estamos ante una situación nueva y
así, hasta la muerte misma.

En consecuencia, nos presenta la necesidad personal de un


aprendizaje permanente,(*) nunca acabado que trae aparejado, por su
parte, la exigencia social de ofrecer alternativas u oportunidades
diferentes para las personas en las distintas épocas de la vida aún
para los mayores que quieran seguir aprendiendo.

Ser persona es un proyecto difícil de llevar a cabo, es un desafío y una


inquietud de por vida, pero es propio de la condición humana
intentarlo.

Por estar todos en el camino del ser-siendo persona no hay maestros


y alumnos en el sentido tradicional, sino una relación personal

138
intercambiable permanentemente donde el punto de encuentro son los
valores a actualizar por unos y otros en el proceso de plenificación
humana. La apelación y el diálogo se constituyen así en los elementos
indispensables de la relación pedagógica.

Tal desafío por su complejidad y para garantizar sus posibilidades de


realización concreta debe involucrarnos a todos:

• a los teóricos y prácticos del quehacer académico y cultural y a


los pedagogos en particular;
• a los padres y miembros de la familia; y
• a la sociedad global (escuela, comunidad, instituciones sociales
y políticas, medios de comunicación social).

Nadie puede quedar afuera si se quiere la construcción del Hombre


Nuevo para un Mundo Nuevo. Es tarea seria y comprometida de todos
a lo largo de la vida en todos sus momentos.

Propuestas para personas mayores: Análisis teórico

En la última década y ante la evidencia del problema que presenta el


envejecimiento de la población y sus implicaciones sociales, políticas y
económicas surgieron ofertas de diversa índole a la demanda
planteada por la población sana de personas mayores. Si bien se
presentan con diferentes denominaciones y características, a los fines
del análisis de las mismas, podemos ordenarlas en tres grandes
grupos: culturales, recreativas y las educativas propiamente dichas.

Programas culturales

En general, estos programas son bastante abarcativos. Incluyen,


actividades que se organizan en base a descripción, análisis,
interpretación y reflexión de estilos de vida, valores, educación,
política, economía, usos y costumbres del hombre a través del tiempo
y en los diferentes tipos de grupos humanos, comunidades o
sociedades. También pueden centrarse en las producciones y
creaciones del hombre.

En cuanto a su organización pueden ser sistemáticos o no. En general


se prestan a modos o alternativas no formales por lo tanto el estilo de
comunicación es preferentemente abierto y libre.

139
Programas recreativos

Tienen como propósito ocupar el tiempo libre y su objetivo es el


esparcimiento. Sus actividades se centran en incrementar
fundamentalmente los contactos sociales y la relación con la
naturaleza. Se concretan en viajes, paseos, reuniones sociales,
prácticas deportivas, caminatas, expresión corporal y otras según los
intereses e inquietudes de los grupos constituidos.

Con respecto a su organización son más bien informales con un


ordenamiento en base a objetivos, actividades y horarios acordados y
compartidos por el grupo.

Programas educativos

Tienden intencionada y explícitamente a la formación de la persona en


una o varias de sus dimensiones. El carácter de “educativo” lo da
justamente esa intencionalidad, tanto teórica como práctica, sabida y
compartida por los participantes, de generar nuevos aprendizajes o
modificar los que se poseen y esto tanto en lo que respecta a
aprendizajes cognoscitivos, como de habilidades y de actitudes.

Por su organización son sistemáticos en cuanto a especificar objetivos


y contenidos, que pueden ser llevados a cabo mediante la modalidad
formal o no formal.

Debido a su intencionalidad educativa, si bien no exigen como


prerrequisito de ingreso un nivel mínimo de escolaridad puesto que se
reconoce la experiencia acumulada como fuente de saber, sí requiere
de evaluación permanente aunque puedan o no tener acreditación
académica.

El tiempo de vida cronológico no es condición suficiente para agrupar


a las personas mayores puesto que es más evidente en ellas la
diferenciación interpersonal. Sin embargo, a los fines metodológicos y
según la tendencia predominante de necesidades e intereses, se
podrían distinguir los siguientes subperíodos para facilitar la
organización de actividades educativas:

• madurez avanzada: de los 40 a los 60 años;


• vejez activa: de los 60 a los 70 años;

140
• vejez avanzada: de los 70 a los 80 años;
• alta ancianidad: más de 80 años.

En lo que respecta a una educación en relación a la vejez, podría


abarcar hasta los tres primeros. Aparecen así núcleos temáticos
generadores de interés alrededor de los cuales pueden organizarse
acciones significativas.

En el primer grupo (40-60 años) el eje central lo constituye la


preparación para los cambios: laborales, de la situación familiar, de las
relaciones sociales, del grado y nivel de participación social.

En cuanto al segundo grupo (60-70 años) el interés se concentra en la


reflexión acerca del “quehacer” del “ser viejo”, de las tareas
específicas de esta etapa de vida. La modificación de los roles y la
necesidad de asumir otros nuevos, se constituye en una tarea central.

En el tercer grupo, de vejez avanzada (70-80 años) la preocupación


principal la constituye el afianzamiento de los nuevos roles personales
y sociales.

Si consideramos las limitaciones impuestas por la heterogeneidad de


necesidades, motivaciones e intereses que se da en los grupos de
personas mayores debido a la mayor diferenciación que se produce al
ir avanzando en la vida, las alternativas arriba mencionadas son, en
principio, posibles y válidas.

Al organizar una propuesta dirigida a los adultos mayores, lo esencial


es saber distinguir con claridad el objetivo y alcance particular de cada
programa para no llevar a confusiones y malos entendidos.

En lo que respecta a los programas denominados “recreativos” o


“culturales”, se corre el riesgo de que a través de un activismo social
se disfrace una concepción de desapego o separación al mismo
tiempo que se refuerza una “distracción” exagerada del sí mismo y de
su tendencia a la interioridad, o bien, puede derivar en algunas de las
diversas formas de asistencialismo. En cuanto a la oferta
generalmente denominada “educativa”, cuando no hay una
fundamentación desde una teoría pedagógica centrada en la persona,
sus valores esenciales y su dignidad propia, puede encubrir un
carácter funcionalista.

141
En tal sentido, es fundamental que quienes estén a cargo de la
organización de programas o actividades referidas a los mayores
tengan un conocimiento apropiado de las características particulares
de la vejez como etapa de la vida y una actitud fundamental de
respeto a la dignidad humana, cualquiera sea la edad de las personas.

En consecuencia, de lo antes señalado se abre, por una parte, un


ámbito de formación específica en gerontología para los profesionales
del área de las ciencias sociales y de la salud que aspiren a integrar
grupos interdisciplinarios que trabajen o investiguen en la problemática
del envejecimiento humano.

Implica, asimismo, incorporar en los currículos académicos que se


refieren tanto al desarrollo humano como a tecnologías y actividades
en relación a los ciclos vitales, el conocimiento de las personas en
todas sus edades, sin cortar artificialmente en el adulto sino ampliando
el saber sobre la existencia humana en lo que respecta a vejez activa,
vejez avanzada y alta ancianidad.

Principios e ideas-eje para la organización de actividades


educativas dirigidas a las personas mayores

Con el objeto de organizar la praxis educativa para las personas


mayores teniendo en cuenta los fundamentos antropológicos y
teleológicos de una concepción personalista, se proponen
lineamientos teórico-metodológicos que consideren el potencial de
desarrollo cognitivo-social de la vejez como ciclo de vida y presente
alternativas válidas para todas las personas, durante toda la vida.

Con ello, se intenta dar lugar a la diversificada demanda, cada vez


mayor y más sentida de la población de personas mayores que
presentan un envejecimiento normal y requieren algo más que
acciones compensatorias o supletorias ofrecidas desde una
perspectiva asistencialista.

Una propuesta educativa enmarcada en los propósitos antes


señalados implica:

En la dimensión antropológica:

142
• una concepción realista de la vejez. Conocimiento
comprehensivo de ella entendida como una etapa más del
desarrollo humano con sus características específicas y su
propio “quehacer”.
• la promoción de la persona hacia valores humanizantes sin caer
en el “asistencialismo”. Evitar tanto el “tutelismo político” como
las instituciones cerradas y limitantes.
• considerar la educación en la vejez como una educación
participativa y situacional. Las personas mayores no sólo son los
verdaderos sujetos del propio proceso educativo sino que al
tener la posibilidad de capitalizar su experiencia se convierten en
actores de dicho proceso y transformadores de su realidad
histórica-social.
• no limitarse a un carácter de educación sustitutiva o
complementaria sino entenderse como un sistema con
fundamentos, principios y finalidades específicas.

En la dimensión teleológica:

• consolidar una imagen social positiva y sana de la vejez y del


proceso normal de envejecimiento humano.
• identificar el origen y validez de estereotipos y actitudes
negativas que no sólo los demás grupos sociales tienen respecto
a la vejez, sino que también se encuentran en las propias
personas mayores. Propiciar acciones sistemáticas y efectivas
que comprometan a los diferentes ámbitos políticos, sociales y
comunitarios para modificarlas.
• acrecentar las posibilidades reales de las personas mayores
para mantener un papel activo y creativo en el sistema social y
productivo que den lugar al aprovechamiento del bagaje cultural,
científico o tecnológico adquirido y de la experiencia personal
acumulada y transformada en sabiduría de vida.
• tender a que la ocupación sea considerada como “quehacer”,
“tarea” o “proyecto personal” y juegue un papel decisivo en los
sentimientos de identidad y autoestima en la vejez.
• promover el acceso de las personas mayores a todos los
servicios disponibles en la comunidad.
• proponer posibilidades personales de reciclajes precisos en
función del desarrollo tecnológico y de los cambios económico-
sociales del contexto particular en el que se vive y actúa.

143
• favorecer las posibilidades de usar el tiempo “libre” de manera
creativa y personalmente enriquecedora.
• actitud consciente y responsable de las personas para resolver
las situaciones vitales en las diferentes etapas de la vida.
Paralelamente, promover la modificación del medio social para
facilitar el ajuste mutuo que permita el logro del bien-estar
personal y de su resonancia en el entorno familiar, comunitario y
social.
• actitudes personales favorables al requerimiento de opciones
formativas a lo largo del ciclo vital.
• reconocer que la mayor individualización producida al aumentar
en edad, debido a la historia personal entretejida con la
experiencia de vida cotidiana, genera mayor heterogeneidad en
los grupos.
• valorizar la experiencia acumulada como saber funcional
adquirido y fuente dinamizadora para la resignificación del “ser
viejo” y su connotación social.

En la dimensión metodológica:

• la concepción de un sistema educativo como un “todo”, sin


cortes artificiales y prescriptivos, como un sistema abierto y
dinámico, que permita la integración de las múltiples variables
intervinientes, sensible a las exigencias histórico-sociales.
• instituciones sociales y educativas “abiertas” y “flexibles” que
presenten una oferta educativa acorde a las necesidades
personales de educación durante todo el transcurso de la vida.
• explicitar el potencial formativo del sistema de comunicación
social mediante el uso sistemático de los diferentes medios para
mensajes educativos tendientes a revalorizar la vejez como una
etapa más de la vida, reconocer su “quehacer” específico y los
valores que implica.
• acciones sistemáticas por parte de las instituciones, de los
organismos no gubernamentales y de la comunidad en general
para satisfacer los requerimientos educativos, culturales y
recreativos y atender a la variabilidad interindividual e
intraindividual.
• considerar el margen normal de variación que existe según las
diferentes formas de envejecimiento personal y sus múltiples y
diversos condicionamientos.

144
• la interdisciplinariedad como marco contenedor de las
propuestas. Necesidad de integrar grupos interdisciplinarios en
la organización de actividades para evitar reduccionismos y
enriquecer el proceso.
• la exigencia de capacitación gerontológica en diferentes áreas
para quienes opten por trabajar en programas destinados a
personas de edad.
• el estudio objetivo de necesidades e intereses de la población
meta, en cada situación, para presentar las ofertas más acordes
con las demandas concretas e individualizadas del grupo
destinatario.
• opciones diversas de preparación para el envejecimiento:
programas que tengan como eje el tema de las actitudes ante el
retiro laboral o el del enfrentamiento con nuevos roles y
relaciones sociales, entre otros.
• propuestas educativas no “encerradas” en lo institucional /
académico sino “abiertas” a sistemas y modalidades no formales
de educación. Esto requiere estudiar nuevas formas de
organización flexible en cuanto a espacio, tiempo y estilos de
aprendizaje como así también, al uso racional y competente de
los recursos humanos, económicos y administrativos.
• las personas mayores como verdaderos sujetos participantes se
constituyen en centro y eje de las diferentes alternativas. Las
actividades se organizan “con” ellos y no “para” ellos.
• la relación pedagógica basada en la apelación y el diálogo.
• considerar como punto de partida que la capacidad de
aprendizaje está condicionada más por una serie de variables
propias de la situación personal de cada historia de vida que por
la edad misma. Identificar como variables que pueden incidir: las
capacidades naturales, el ritmo personal de aprendizaje, el tipo y
grado de formación escolar, el ambiente más o menos
estimulante en el que vivió o vive y la trayectoria laboral.
• la organización de acciones educativas sistemáticas que
involucren a las personas mayores como actores participantes
ya sea en carácter de docentes, animadores, coordinadores u
orientadores en grupos de su generación o intergeneracionales.
• la comunicación intergeneracional. Actividades que favorezcan la
integración de las personas mayores con niños, adolescentes,
jóvenes y adultos y no segregarlos de la realidad social.

145
• el reconocimiento de que las posibilidades de aprendizaje en la
vejez no dependen tanto de la edad como de las condiciones en
que se realiza. Estas condiciones tienen que ver con los
siguientes principios básicos del aprendizaje en las personas
mayores:
o el progresar en edad no produce una reducción sino más
bien un cambio estructural en las disposiciones
intelectuales apropiadas. Si bien la memoria y la rapidez en
el aprendizaje decrecen, los sistemas de comprensión
cognitiva pueden ir diferenciándose constantemente con
los años y perfeccionándose progresivamente con lo cual
puede aumentar la exactitud y seguridad del aprendizaje.
o el ritmo de aprendizaje de los mayores difiere
significativamente en relación al de los jóvenes e incluso
hay importantes diferencias individuales entre el grupo
conformado por aquéllos. Por esta razón, en toda situación
de aprendizaje es imprescindible respetar y conceder el
tiempo que requiera cada uno, según las características
personales de asimilación y procesamiento de la
información.
o en cuanto a la motivación para el aprendizaje, las personas
mayores no están menos dispuestas, sino que su situación
está más ligada a la práctica real y personal. El interés
para un aprendizaje continuo se halla, en esta etapa de la
vida, relacionado con necesidades subjetivas de
permanecer mentalmente ágiles y activos. Según sean las
situaciones y desafíos que se les presenten como tareas
de desarrollo y, en la medida en que las perciban como
factibles de hacerles frente, será también la tendencia a
buscar oportunidades de aprender.
o la experiencia vital, la realidad inmediata, la cotidianeidad
constituyen una fuente de motivación importante para
iniciar el aprendizaje en los mayores y a la cual hay que
recurrir permanentemente para mantenerla durante todo el
proceso.
o el aumento o conservación del sentido de la autoestima y
del interés por adquirir una nueva habilidad, aplicar o
enriquecer los conocimientos presentes, son fuertes
motivantes secundarios para aprender.

146
o el aprendizaje es siempre una cuestión de organización. La
eficiencia de una situación de aprendizaje en los mayores
depende, en gran medida, de la capacidad de la persona
para organizar y ordenar el contenido a aprender, de lo
significativo que le resulte el tema dentro de un contexto
global y de la posibilidad de ser integrado en su propia
realidad de vida.
o el proceso de aprendizaje exige la reorganización de
pasados “insights” en nuevos paradigmas elaborados
personalmente. Todo nuevo aprendizaje se construye
sobre la experiencia previa lo cual repercute, a su vez, en
el ritmo de aprendizaje.
o partir de la historia personal conformada de valores,
actitudes, creencias, conocimientos, habilidades, hábitos,
posibilidades, carencias, etc. a lo largo del ciclo vital les
permite, por una parte, reflexionar concientemente sobre el
sentido de su vida y por la otra, ser capaces de estructurar
los nuevos conocimientos teóricos sobre la propia realidad
contextualizada, para poder intervenir en ella de manera
dinámica y comprometida.

* Aquí aprendizaje permanente hace referencia a su carácter de


connatural a la naturaleza humana ya que sin aprendizaje ni la vida
humana ni su supervivencia serían posibles. El objetivo primario del
aprendizaje de por vida, en función de las etapas existenciales, es que
el individuo se reconozca y comprenda constantemente a sí mismo y a
su ambiente dentro de sus formas y relaciones en continua
transformación.

NOTAS

1. Robert Butler, Why Survive: Being Old in America (New York:


Harper & Row, 1975).

2. Un aporte interesante es el realizado por R. J. Havighurst, B.


Neugarten y S. Tobin, “Disengagement and Patterns of Aging,”
Gerontologist 4 (1964).

147
CAPÍTULO V

CONSIDERACIONES FINALES
El interrogante inicial planteado acerca de la existencia humana y las
posibilidades y condiciones educativas reales de las personas
mayores frente a la ampliación de la esperanza de vida y del
progresivo envejecimiento de la población fue el punto de partida de
nuestro objeto de estudio.

La búsqueda de antecedentes para verificar el estado de la cuestión


llevó a comprobar la escasez de estudios acerca de la segunda mitad
de la vida con una concepción de formación permanente.

Se comprobó que la mayoría de los programas destinados a personas


mayores son elaborados con una visión “asistencialista”,
“funcionalista” por lo cual no cubren los intereses y necesidades de un
importante porcentaje de la población sana de 60 años y más.

El indagar acerca de respuestas válidas a los planteos precedentes,


llevó a la búsqueda crítica de fundamentos antropológicos y
teleológicos para una praxis centrada en las personas de edad
avanzada, interesadas en continuar vinculadas activamente a su
medio familiar, comunitario y social aportando su experiencia
acumulada durante toda una vida de formación, trabajo y vivencias
particulares.

Encontramos los principios fundamentales para la praxis educativa en


la concepción pedagógica del personalismo que nos permitió
centrarnos en la persona y comprenderla como unidad bio-psico-social
y espiritual, capaz de trascender a los condicionamientos propios de la

148
existencia mediante la opción libre, responsable, orientada a valores y
al sentido de la vida.

A partir del marco teórico explicitado, consideramos la educación


como un proceso que se da en un tiempo histórico y en un tiempo
personal.

La persona humana vive siempre dentro de un determinado espacio


de coordenadas de tiempo y espacio que genera un ámbito de
relaciones ordenadas por un sentido, aún cuando éste sea percibido o
no, sea explicitado o no.

La temporalidad, esencial a la existencia histórica, es el signo


inmediato de la finitud humana y evidencia, además, el horizonte en el
cual se coloca cualquier opción. La existencia humana se desarrolla
en el tiempo como un todo significativo, en una continuidad unitaria. El
curso de la vida está constituido por momentos particulares que
asumen un sentido con relación a una totalidad.

Con esto queda en evidencia que el tiempo humano deviene


paralelamente al proceso que realiza el hombre en su esfuerzo original
por lograr la personalización. Corresponde al tránsito de uno mismo a
través de la propia generación. Tratamos de destacar que, en cada
persona debiera ser una “toma de conciencia” de los diversos estadios
o etapas de su desarrollo personal en el proceso de plenificación
humana. Para ello, es necesario que cada vez más el niño se vivencie
como niño, el adolescente como adolescente, el adulto como adulto y
el anciano como anciano.

Mediante la teoría del desarrollo humano que nos valió de sustento,


conjuntamente con una filosofía personalista, destacamos que el ser
humano tiende a algo más de lo que llega a ser en cada momento de
la vida. Toda persona se encuentra en continuo tránsito por diversas
etapas de desarrollo en forma de una espiral ascendente que no
encuentra límites en el tiempo.

Justificamos, asimismo, que la edad adquiere un sentido


dinámicamente positivo como el avance hacia algo siempre original e
inédito: el “sentido” o “tarea” propio de cada etapa de la vida. Con ello
no queremos decir que el que más años ha vivido es siempre más
persona ya que en la realización del proyecto total en cuanto persona

149
lo que importa es la madurez entendida como plenitud integrada de
cada etapa de la vida. Así, la experiencia tiene un valor
eminentemente positivo y humanizante y el tiempo humano tiene un
valor en sí mismo.

El aceptar que el hombre es “inacabado” implicó sostener la necesidad


de la Educación “Permanente”(*) o continua, no como un requisito
impuesto por la sociedad sino por ser exigencia de la naturaleza
humana misma.

El grado de madurez, autorrealización o plenitud que la persona va


adquiriendo etapa tras etapa de la vida es una real conquista personal,
única e intransferible, que depende de la edad (tiempo humano), de
las potencialidades inscritas en su “herencia filogenética” y de los
condicionamientos sociohistóricos.

Por ello la educación consiste fundamentalmente en el aprender a vivir


como un hombre completo, en cada etapa, pero “inacabado” en su ser
total, que busca continuamente su nunca alcanzada plenitud humana.
Se funda en el hombre como “ser abierto”, no determinado en una
única dirección, y sostiene que lo característico de la situación del
hombre, es el hecho de que su existencia no le viene simplemente
dada como al animal, sino que representa una tarea a realizar.

En consecuencia, no debiera ser educación “conservadora” a partir de


una concepción de cultura inamovible de generación a generación; ni
educación “adaptadora” según el modelo válido para la sociedad sino
educación personalista entendida como el uso constructivo del tiempo
humano por parte de cada persona, de manera que le permita vivir
plenamente cada una de las etapas de su desarrollo en la búsqueda
de una humanización siempre mayor.

Aparecieron así, la responsabilidad y compromiso de la educación en


cuanto tarea profundamente humana, fundada en la necesidad
imperiosa de rescatar el sentido u objetivo último de ella misma como
una educación de la interioridad.

En un mundo y una época que privilegia la exterioridad y la


superficialidad de lo material y lo instintivo, se hace necesario
contraponer una educación que lleve a destacar la interioridad a partir
de la cual pueda cada ser humano tomar conciencia de sí mismo, ser

150
dueño de su propia persona, enfrentarse con su mismidad y
conducirse hacia una meta conocida y querida.

En nuestro discurrir fue vislumbrándose que tal proceso que implica en


la persona asumirse como dato y tarea, si bien se percibe mejor “al
final de la vida”, es el resultado del modo en que se ha vivido cada
etapa de la existencia, de un devenir persona, de un ser-siendo que
implica la posibilidad siempre enriquecedora de la “autenticidad”. Ello
significa buscar permanentemente, en el núcleo más íntimo, la
auténtica verdad que es la que permite elaborar un proyecto de vida y
un ser-así concordante con su “sí mismo”, lo que conlleva a un vivir
personalizado al descubrir el verdadero sentido del ser del hombre y
del mundo.

Tales observaciones nos indujeron a destacar, por una parte, la


igualdad de derecho de todas las personas a educación durante toda
la vida lo cual supone toma de conciencia, responsabilidad y
compromiso por parte de la sociedad global. Por otra, nos permitió
tomar conciencia de la necesidad insoslayable de autoconstrucción y
de expresión interior que se constituye en responsabilidad personal.

En tal sentido, se consideró una vía adecuada para arribar a la praxis


educativa algunos postulados o ideas tomados del análisis existencial
frankleano y de la logoterapia que, si bien no surgieron como
respuesta a una necesidad pedagógica, nos dio principios válidos para
el esclarecimiento de propuestas educativas dirigidas a las personas
mayores.

La tendencia a la “búsqueda del sentido de la vida” propia de la


naturaleza humana llevó a esclarecer que toda vida tiene algún
objetivo pero nadie puede decirle a nadie en qué consiste. Cada uno
debe hallarlo por sí mismo y aceptar la responsabilidad que su
respuesta le dicte. Esto es, aceptar la capacidad humana de
trascender sus dificultades y descubrir la verdad conveniente y
orientadora.

La educación considerada desde esa perspectiva tiende a la


educación de la conciencia, aún en la vejez, pues sirve como una
eficaz prevención, ante un mundo en crisis de valores, para que el
hombre no caiga en el “vacío existencial”.

151
Una vida a partir de la conciencia es siempre una vida personal que
tiende a una situación absolutamente concreta, a eso que puede
importar a nuestro ser individual y único en las condiciones
determinadas de su existencia: la conciencia incluye siempre el “ahí”
concreto de mi “ser” personal.

A nuestra pregunta inicial de si es posible una Pedagogía que


reflexione y dé respuesta ante la vejez como etapa de vida podemos
contestar que la teoría pedagógica personalista presentada es la que
justifica y funda tanto la reflexión teórica como la praxis educativa
centrada en las posibilidades y condiciones que las personas
presentan en ese ciclo vital.

Sin embargo y como fruto de nuestras reflexiones acerca de la


existencia humana surgieron nuevas preguntas estrechamente
vinculadas a la educación de la persona mayor:

• ¿el proceso educacional referido a las diferentes etapas de


desarrollo es importante para el modo como es concebida una
educación en la vejez?
• ¿qué responsabilidad le cabe a la educación en el
envejecimiento sano, “personalizante” del ser humano?

Pensamos que si la existencia humana presenta, tal como la


concebimos, una particular tensión entre la identidad de la persona y
la transformación de sus condiciones concretas, se dan fases vitales
con carácter propio pero que pertenecen a la misma persona quien en
ellas se reconoce a sí misma y se hace responsable de lo que en ella
suceda.

En consecuencia, podemos distinguir e incluso destacar por su


significativa repercusión en la aceptación de la vejez como etapa
valiosa y singular una educación o preparación “para” el
envejecimiento entendiendo por ello la progresiva superación de las
crisis particulares de cada etapa de la vida (niñez, adolescencia,
juventud, adultez), que permite, a su vez, vivir auténticamente en cada
una de ellas.

Esto supone un proceso educativo integral dirigido a todas las


personas, en todas las edades y esto tanto desde lo formal como de lo

152
no formal lo cual lleva a replantear la concepción de la Educación de
Adultos y a repensar el Sistema Educativo Global de nuestro país.

Se sostiene lo anterior por entender que el envejecimiento humano


sano es responsabilidad y compromiso tanto de una política social
global de la comunidad como de la necesidad de un desarrollo
autónomo de la persona a lo largo de la vida lo cual significa, a su vez,
que:

• todas las personas, cualquiera sea su edad, han de hacerse co-


responsables de las actuaciones que lleven consigo a la
plenificación de los sujetos mayores
• las propias personas que han alcanzado esa determinada edad
asuman reflexivamente y a conciencia la función específica que
les cabe.

Entendemos que es tarea de todos el reconocimiento de la dignidad


personal que implica la vejez como etapa de vida y el compromiso
para que las personas mayores se sientan útiles, activas, autónomas,
participativas de acuerdo con sus propias posibilidades y condiciones,
sin las limitaciones impuestas simplemente por la edad cronológica o
por el contexto histórico-social.

Sin embargo, la situación así perfilada nos llevó, consecuentemente,


no sólo a justificar sino a propiciar la necesidad ya insoslayable de una
educación “en” la vejez sustentada en el concepto de edad funcional
por el que se destaca en las personas el requerimiento de nuevos
roles que exigen la búsqueda permanente de respuestas propias y
específicas frente a situaciones vitales.

Por ello, se consideró importante destacar que, cuando una persona


ha ido aprendiendo a resolver los conflictos existenciales presentados
por las diferentes etapas previas, es más probable que pueda
comprender y afrontar la crisis normal de la vejez por la que vivencia
su limitación, su impotencia frente a los otros, a la realidad, a sí
mismo. Coadyuvan a generarla supuestos que proceden de la
percepción del tiempo y de los acontecimientos de la vida misma como
el sentimiento de la muerte que se abre paso en la experiencia del
límite, la conciencia del final que intensifica la sensación de la
transitoriedad, la vivencia de la finitud que promueve la percepción

153
cada vez más clara de lo que no pasa, el debilitamiento de la
expectación en relación al carácter de inacabable.

Tal crisis, como las anteriores, tiene su propio sentido y salida. Lograr
encontrarlos es emerger de ella más persona. Sin embargo, se
destacó que el modo de resolverla positivamente dependerá
fundamentalmente de la aceptación del envejecimiento, del fin, sin
sucumbir a él ni desvalorizarlo con indiferencia o cinismo.

A lo largo de la vida, cada momento encierra un sentido propio e


intransferible que nos toca descubrir y sólo resulta comprensible desde
el sentido total. Aceptar la vejez, en tal caso, significa reconocer que la
vida no es una yuxtaposición de partes sino un todo que está presente
en cada punto del transcurso.

Destacar la capacidad de la persona a percibir totalidades llenas de


sentido en situaciones concretas de vida, nos llevó a sostener que los
mayores no sólo demuestran su voluntad de sentido en la búsqueda
del mismo durante la vejez sana, sino que pueden encontrarlo por tres
caminos correspondientes a tres categorías de valores (creativos,
vivenciales y de actitud):

1. el del crear, hacer o dar que pueden llevarlo a cabo en el


mundo del trabajo, la profesión, del obrar cotidiano

2. el de la experiencia por el cual se distingue su capacidad


no sólo de recibir sino fundamentalmente de abrirse a los
demás, de donación de sí

3. el de las actitudes y convicciones frente a los


condicionamientos y limitaciones personales y sociales.

El modo de vida en la vejez dependerá, por ello, de la resignificación


que los mayores logren en relación a sí mismos y al ambiente personal
y social en el que les toca vivir. De allí surgen los valores y las
actitudes nobles e importantes para su vida digna: comprensión,
valentía, confianza, prudencia, integridad, espiritualidad, respeto a sí
mismo, lealtad a la vida ya vivida, a la obra cumplida, al sentido de la
existencia realizada. Valores y actitudes que sólo pueden realizarse
entonces.

154
Lo expuesto da sustento al objetivo educativo propio de la vejez:
sabiduría y autotrascendencia por el que las personas mayores logran
abarcar de modo comprehensivo la totalidad de su existencia y les
permite dar a su vejez temporal un sentido que compendia y plenifica
las anteriores fases de la vida.

Las características esenciales de la persona que se destacaron en


este trabajo, justifican un programa de tareas educativas
fundamentales para la vejez concebida como una oportunidad más,
tan digna y válida como cualquier otra etapa, para acceder al
autoconocimiento y a la autopertenencia. El “ser viejo” en cuanto “es
persona” lleva en su ser su quehacer esencial: “su programa
educativo” puesto que toda vida tiene un carácter teleológico. La
persona mayor no sólo es capaz de llevar a cabo proyectos sino que
sigue siendo proyecto cuyo dinamismo fundamental está centrado en
la riqueza interior conformada por una historia de vida y una
cotidianeidad significativamente comprendida en su totalidad.

Asimismo, desde una perspectiva formativa y personalizante es


posible promover una organización con sentido del “tiempo libre” en la
vejez. Esta es la edad privilegiada para el ocio creativo y plenificante,
el momento propicio para la integración mediante actividades
culturales, recreativas y de participación social orientadas a la
meditación serena, a la interioridad.

El modo o camino que se nos mostró más apropiado es el de la


relación, el diálogo, el encuentro personal (fundamentalmente
intergeneracional).

En el caso de las personas mayores es esencial reconocer el valor de


la palabra, palabra entendida como compromiso. Ella es el vehículo
que los une con el mundo exterior. Es la expresión de una interioridad
hecha vida. Es el medio de comunicación entre su realidad interior con
la sociedad que lo contiene.

Por lo tanto, es necesario que la vejez recupere “su lugar propio de


expresión”. Para concretarlo es menester que los mayores sean
apelados, convocados a “decir”. Al “ser llamados”, su “ser
responsable” tiende a salir, se sienten vivos, tienen oportunidad para
dar a través de un diálogo personalizante, hecho consulta. Asimismo,
pueden expresar sus necesidades y proyectos, responder con valores

155
que, al realizarlos van completando su objetivo último: “ser persona en
plenitud” y encarnar la provocación frankleana “la hora pasa, la pena
se olvida, la obra queda”, en el final mismo de la vida vivida con
sentido, porque todavía es vida.

Las consideraciones presentadas no pretenden, de modo alguno,


agotar la problemática planteada, sino sólo los objetivos propuestos a
fin de dilucidar los fundamentos teóricos que contribuyan a resignificar
la vejez desde una concepción personalista y reconocer sus
condiciones y posibilidades educativas.

Estimamos que el presente trabajo es un aporte significativo en cuanto


abre una línea de investigación pedagógica permeable a nuevos
hechos, valores y preguntas fundamentales generadas en una
educación para el sentido de la vida y la dignidad humana.

* En este contexto con el término “permanente” se quiere remarcar


que en el concepto de educación se reconoce, según una de sus
raíces (educare : “sacar desde adentro”, “hacer brotar”), su naturaleza
fundamental inmanente al ser del hombre y a su trascendencia, como
así también, el objetivo de facilitar la ampliación de espacios vitales de
creatividad, autonomía y participación social, al desechar los
esquemas que pretenden encerrarla en etapas cronológicas,
instituciones, programas y métodos que una organización sociopolítica
y cultural le ha ido imponiendo a lo largo de la historia pero son
condicionantes de un proceso de personalización.

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