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Porque al fin y al cabo ¿cómo podría inscribirse a Macedonio Fernández en la

historia de la literatura? Pensemos en dos problemas, que el tomo 9, dirigido por


Roberto Ferro, de la Historia Crítica de la Literatura Argentina (a su vez dirigida por
Noé Jitrik) propone a quienes les preocupen estas cuestiones.
Julio Premat afirma sobre Macedonio Fernández: “un autor que se automutila,
que se afirma incapaz de fijar la palabra y el sentido”. En la página 129, Gonzalo
Aguilar declara que en el caso de Fernández “es como si él nunca estuviera del todo,
como si siempre llegara demasiado temprano o un poco tarde”. Gonzalo indica cómo
los nombres de los “alter egos” de Fernández durante su período vanguardista (“el
recienvenido”, “el bobo” –es decir, el “retardado”) son la marca de esta voluntad de
acronía de la escritura.
Así es que por una parte, tenemos un autor incapaz de fijar el sentido; y por otra
un autor (y ya la palabra nos va siendo excesiva) que hizo de la acronía (de la “tardanza
llegadora”, como nos recuerda Gonzalo) un principio constructivo. ¿Cómo construir
(cómo escribir) una imagen de la historia que permita capturar semejante idea del
tiempo? ¿Cómo hacerle justicia (en una historia de la literatura) a un escriba que hizo de
la imprecisión su proyecto?
En la “Introducción” de Roberto Ferro tal vez pueda encontrarse un comienzo de
respuesta: “la temporalidad aparece como una constelación en la que se van
entrelazando los trazos discontinuos y las constantes que se reconocen en la reiteración
de sus resonancias”. La temporalidad entendida como constelación, como afirma
Gonzalo: como bloques de a-causalidad; pero también la repetición. Nótese que la
escritura de Roberto insiste en repeticiones, paranomasias y aliteraciones: “entrelazando
los trazos” y “reconocen en la reiteración de sus resonancias” (Odradek dice que alguien
que se llame “Roberto Ferro” está destinado a aliterar de este modo). Así es que la
repetición pareciera ser uno de los procedimientos centrales que permiten aprehender
esa constelación. Más aun se trata de conocer de nuevo lo que suena de nuevo en lo que
se itera de nuevo (los presentes disculparán la liviandad de glosar el prefijo “re-“ por
“de nuevo”). Así, el eslabón más lejano de la frase es “iterar”, en el “iterar” comienzan
las repeticiones; pero, como es evidente, la iteración ya es una repetición.
En el origen ya hay una repetición. En el libro se insiste repetidamente sobre una
frase de Fernández: “Es indudable que las cosas no comienzan; o no comienzan cuando
se las inventa. O el mundo fue inventado antiguo” Así es que las cosas comienzan a
repetirse: Adolfo de Obieta, para Mónica Bueno, es “un doble del autor”; para Diego
Vecchio, “la novela es un espejo que refleja, ya no la realidad, sino lo real de la
literatura: la lectura”; para Julio, en Fernández: “Verse en el espejo como otro, jugar con
la propia imagen hasta temer salir a la calle para no andar desmintiendo ‘retratos y
biografías propias’”. Finalmente “El espejo está vacío pero el espejo soy yo y yo soy
otro.”
Principio (o final) de iteración: lo que se repite, porque no tiene origen, no puede
ser igual a ninguna cosa. Así, ninguna repetición (ningún espejo) puede dar cuenta de la
totalidad, toda repetición “difiere” de la repetición anterior- En este sentido, el único
modo de asediar una escritura que no fija su sentido es hacer proliferar sus motivos y
estructuras. Hablar de ella, pero también superponerse a ella. El espejeo del yo vacío
recure en la memoria de Mario Goloboff, la lógica de la nota al pie en “Cirugía psíquica
de extirpación” es prolijamente subvertida en su artículo por Horacio González.
Pero también se trata de una nueva temporalidad. Mientras que la estructura de
la Historia Crítica de la Literatura Argentina, hasta hoy, se nos presentaba como densa,
pero lineal; a partir de la publicación de este volumen, habrá que pensar en otros tipos
de temporalidad. Una temporalidad relacionada con ese “no estar del todo” que indicaba
Gonzalo. Si se atiende al despliegue crítico del volumen se verá que Fernández se
despliega a lo largo de la historia de la literatura argentina y que debe leerse tanto en
relación con Leopoldo Lugones, como con Osvaldo Lamborghini y Sergio Chejfec. Así,
en la secuencia de volúmenes que conforman la Historia, las reflexiones de este
volumen se superponen a las de los otros tomos del siglo XX, funcionan como un relato
paralelo, “en otro tiempo”, de la historia literaria.
Porque si toda repetición es una diferencia, tal vez todo el volumen debe leerse
como la declinación de una figura. Antes que una interpretación, el volumen 9 de la
Historia… declina los casos de una figura, es una repetición con variantes, según el
caso, de una serie de accidentes. Y entonces aparecen las figuras inéditas, nunca
declinadas de Fernández.
He aquí algunas.
1. Fernández motorman. En “Vanguardia y Museo de la novela”, Isabel Stratta
cita uno de los prólogos del Museo… “Convendría a una novela que quiera
público –la mía se aburre conmigo, le gustaría ser leída- empezar su
narrativa por un choque o una buena frenada.” Novela tranvía, “novela del
tranvía”, la estética fernandezca es la del choque, afirma Isabel. Unas
páginas más adelante el texto de Horacio González cita el famoso texto de
Walter Benjamin, “La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica”,
también conocido como “Walter va al cine”. En ese texto, Walter plantea el
shock como nuevo modo de contemplación de la obra de arte. En un texto de
hace unos años, Gianni Vattimo relacionaba la estética del shock con la
estética del “choque” (stoss) en Martin Heidegger. Walter, Martin,
Fernández: tres estéticas que según Gianni, podrían llamarse del
“desgarramiento”. El lugar del arte, de la novela, produce un extrañamiento
que no reconcilia con el mundo, sino que exhibe su radical extrañeza y, en el
límite, su sinsentido. Escribe Juan Pablo Lucchelli en este volumen: “El
lector no debe considerarse como idéntico a sí mismo, es necesario que
pierda algo de su identidad, que comience él mismo a pertenecer a una
irrealidad”.
Teórico del arte moderno, el tranvía de Fernández atraviesa la
conciencia y deja un considerable buraco.
2. Fernández hombre de fe. Álvaro Abós comenta sobe la famosa
“aprofesionalidad” de Fernández y la llama sin dudarlo “clisé”. Álvaro
demuestra que Fernández sí se preocupó por la edición de sus escritos (en
particular del Museo…), pero que su acronicidad impidió la publicación. Se
trataría en verdad de otro modo del “profesional”: el hombre de fe. Germán
García, por otra parte, encuentra en la mística (y el ocultismo) el soporte de
las reflexiones de estética fernandezca. Algunas páginas, más adelante, sin
embargo, Álvaro compara a Fernández con Georges Simenon, quien deseaba
escribir una novela “encerrado en un escaparate donde pudiera ser visto por
los transeúntes”, así la composición del Museo… se hizo a la vista de todo el
mundo.
La delirante productividad y disciplina de Georges (ejemplo del
profesional en otro sentido) entonces puede relacionarse con la circulación de las
obras de Fernández. La radicalidad de su proyecto no es ajena a los modos de la
producción cultural más rancia y conspicua. En el revés, la obra de Fernández es
ese espejo empañado (en el que la imagen duplica engañosamente) en la que esa
producción refleja y (se) difiere.
3. Fernández superhéroe. Los sintagmas abundan: “Macedonio contra la
representación”, en la obra de Fernández “está replegada toda la teoría
literaria moderna”, Fernández “se ha declarado inmoral”, etc. Como un aleph
de historieta, Fernández es el escriba con el que se comparan y se miden los
logros y fracasos de la literatura argentina del siglo. Su acronicidad e
incompletitud lo hacen ubicuo (como Superman) y poderoso contra su
voluntad (como Hulk). SuperMacedonio, o Super M 20-07.

Estos “casos” de Fernández vuelven a ver lo ya visto, a “re-conocer” las “re-


iteraciones” y vuelven a leer lo ya leído. El volumen se instala en esa tradición de
lecturas y pretende relanzarla, reescribirla. Miguel Dalmaroni trabaja sobre la
“influencia” de Fernández en la literatura de las últimas décadas y enfatiza la
importancia que su obra tuvo para escritores como Marcelo Cohen o Alberto Laiseca.
En su lectura, Fernández es un intertexto directo en las obras de Juan José Saer y
Ricardo Piglia, para transformarse, en las generaciones posteriores, en “afluencia”, en
una marca cuya “concatenación se vuelve remota y sólo legible tras un trenzado
complejo de inferencias”.
En ese contexto (que es el nuestro) la apuesta a un volumen sobre la obra de
Fernández desordena el campo de las líneas que definen la historia literaria (elegir a
Fernández y no a Jorge Luis para dedicarle un volumen) y propone una apuesta que
actualice ese legado, que produzca escrituras en las que la “afluencia” tal vez se torne
“linaje”. Verdadera intervención de política literaria, la autoconciencia de esta operación
es constante (abundan las referencias a “este volumen”, mucho más que en otro tomos
de la Historia…) y apunta a reconfigurar la literatura contemporánea, exhibiendo los
modos en los que la presencia de Fernández en su acronía es constitutiva de los modos
en que (todavía) hoy pensamos la literatura.

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