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Vendiendo helados a las putas

Putas. Esculturales, esbeltas y maravillosamente putas, de piel


dorada, muslos firmes, tetas paradas, cabello ensortijado, lacio,
morocho, castaño, rubio, el que quisieras, había de todo. En realidad
no sabíamos si eran putas, pero vaya si lo parecían, o en todo caso
nos hubiera gustado que lo fueran. Cada vez que se acercaban al
puesto de helados que atendía, pidiendo algún modelo bizarro de
esos que habían aparecido el último verano, con forma de torpedo o
de animal ridículo me veía en la obligación de dejar un rato el brazo
dentro de la heladerita para hacer que me baje la temperatura.
Sergio miraba divertido desde su kioskito instalado a tres metros,
reprimiendo la sonrisa, aunque, al igual que yo, no podía ocultar el
bulto que crecía dentro del jean cuando alguna de ellas terminaba el
pase de mallas en el stand de enfrente y venía a refrescarse,
sabiendo de antemano que nos ponían en una situación que no
podíamos controlar ni disimular desde la altura patética de nuestros
quince años llenos de leche y hormonas.
Ah! que diosas eran, enfundadas en esa lycra blanca o negra,
enteriza o de dos piezas, que moldeaba sus cuerpos como un guante
reluciente y húmedo.
Recuerdo una en particular, aunque su nombre, si alguna vez lo supe,
se ha perdido en el patio trasero de mi memoria, no así su figura
perfecta, sus bucles largos y suaves, sus piernas estilizadas y finas.
Esperaba por ella todas las santas tardes, después de haber pasado
una media hora montando el puesto de helados y ayudando a Sergio
con los caramelos, los cigarrillos, los alfajores y todas las otras
mierdas que su tío nos había entregado para vender.
Llegaba puntual, vestida con pantalones ajustados, zapatos de taco y
una camisa de jean que le aprisionaba los pechos, dando la impresión
de que iban a reventar y salírseles – cosa que nos hubiera maravillado
tanto de haber sucedido que seguramente no hubiésemos podido
aprovechar el espectáculo.
Nomás verla aparecer y ya tenía la plena sensación de haberme
mojado los pantalones con las gotas pegajosas que manaban de mi
salchicha tuerta, encerrada en su prisión de algodón.
Intercambiábamos con los puesteros de al lado miradas entendidas,
guiños de conocedores y cejas enarcadas de admiración, como si
fuésemos capaces de estar a la altura de las circunstancias y no los
adolescentes calentones que en realidad éramos.
Hermosa como una amazona, y divertida por el efecto que causaba,
nos saludaba con la mano mientras se encaminaba al probador para
ver qué le tocaba pasar ese día. Nosotros la seguíamos con la vista,
como un par de perros falderos, incapaces de prestar atención a los
primeros clientes que empezaban a poblar la feria, tempraneros
incorregibles que venían a hojear los libros que nunca en su vida iban
a comprar y muchísimo menos a leer.
Luego, de a poco, iba apareciendo el resto de sus compañeras, todas
perfectas, como salidas de un aviso gráfico de cerveza helada, con la

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actitud y la seguridad que da el saberse una bomba de tiempo, un
objeto deseado por miles de pares de ojos, el corte de carne más
preciado en medio del racionamiento de una guerra mundial, el
premio mayor. Pero ella era mi favorita, la morocha de bucles
esponjosos y tetas aguerridas. Era mi favorita porque no lucía como
una vedette de cuarta categoría, sino como una puta fina. O al menos
eso era para mi cerebro de pendejo afiebrado, trabajador de fin de
semana en una feria atendiendo un kiosco de helados. Yo me rompía
la espalda once horas por día y ella llegaba, se cambiaba, mostraba
un par de mallas en una especie de desfile organizado por la marca
del stand, y se iba, fresca y radiante como había llegado, acariciada
por las luces dicroicas que bañaban su cuerpo perfecto. Para mí era
una puta, una puta fabulosa y deseable. Si lograba trabajar sólo dos
horas mostrando sus encantos no podía ser otra cosa, y posiblemente
no lo fuera, salvo que de seguro la realidad de sus días fuese mucho
menos glamorosa de lo que yo me imaginaba, chupando pijas de
empresarios textiles de segunda y de selectores de personal de
cuarta, todo para que le dieran un lugar y un empleo en esos eventos
tan poco especiales.
Ah! como esperaba yo, transido y expectante, el momento en que
después del desfile se acercaría hasta el puesto a pedirme “uno de
esos de agua, de fruta, ¿tenés?”, y yo, babeante y con el cerebro frito,
reseco, abrumado por el calor de los pasillos llenos de gente hedionda
y de su presencia, le diría “si claro, para vos por supuesto”,
creyéndome una especie de galán en miniatura, sin ninguna
conciencia de lo gracioso que resultaría a sus ojos, desde mi
adolescencia repleta de semen y erecciones nocturnas.
Cada mañana al levantarme me encontraba con una mancha nueva
en el calzoncillo, producto de mis fantasías eróticas nocturnas con mi
puta favorita y su colección de bikinis y enterizas, su rostro
esmerilado, blanco y sedoso, que se adivinaba tan terso al tacto, su
culo redondo y cincelado bajo las costuras del jean nevado con el que
hacía su aparición, antes de liberarlo en todo su esplendor enfundado
en una minúscula bombacha refulgente de lycra de color.
Ah! qué increíble sensación sexual la de hundir mi brazo derecho en
el gélido compartimiento a la pesca de su palito preferido en forma
de torpedo de agua, que yo no podía sino asociar con la hinchazón
que me atacaba ipso facto en el preciso instante en que la veía
acercárseme, mi brazo derecho congelándose mientras mi propio
torpedo desencajado pugnaba por escapar para ir a encerrarse en el
cálido reducto de su boca incandescente y muerta de sed.
Un pichón abroquelado de unos ojos esmeralda, un cachorro
calenturiento preso de un par de piernas, esclavo de una mata de
pelo color almendra que caía con gracia milimétrica sobre el más
apetecible par de tetas que hubiera yo deseado poseer, tensas y
desafiantes bajo su copa hilada, orgullosas y tiernas como ciruelas
maduras bañadas por el sol incandescente del verano, un baboso sin
vergüenza inclinado sobre un montón de envoltorios multicolores,
intentando encontrar al tacto el tesoro que me llevaría sin escalas al
corazón y a la carne de mi amada puta despampanante y salvaje. Una

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vergüenza, una auténtica vergüenza de un metro sesenta, eso era,
vestido como para una fiesta y detrás de un cartel con el logo de la
empresa de helados más conocida del país, con la incipiente barba
que me dejaba para parecer más grande y que indefectiblemente sólo
me hacía lucir como un imberbe intentando parecerse a un hombre.
Pero ah!, cómo esperaba yo esos momentos desde que volvía a casa
hasta el día siguiente, y mierda si me importaba que no me pagaran
lo suficiente, al carajo con los reclamos sindicales y las horas extras
que el tío de Sergio se embolsaba como la perfecta cucaracha que
era, contratando en negro menores de edad, para asegurarse
máximas ganancias. No, no me importaba un carajo todo eso en tanto
y en cuanto supiera que iba a ver a mi puta predilecta, “la de las
mallas, ¿no es un bombón?, viste que infierno de mina? lo buena que
está?” llegar a la hora señalada a movilizarme el torpedo con un solo
gesto, señalando la pizarra de los gustos.
“Hay un laburo temporario que por ahí te interesa”, había dicho
Sergio esa semana, a la salida de una clase aburrida, “mi tío pegó la
concesión de los kioscos y puestos de helados en la Feria del Libro.
Todos los fines de semana de ocho de la mañana a once de la noche,
¿te va?”. Me iba. No tenía un peso partido al medio y me iba. Vender
helados, ¿cuán difícil puede ser vender helados? Al principio me costó
adaptarme a los horarios monstruosos, aburridos y largos como una
cinta sin fin, pero una vez que conseguí el estado mental necesario y
desconectar las neuronas suplementarias no había nada más sencillo.
Se trataba de vender y cobrar, casi automáticamente, con una
sonrisa de ser posible, y de no quedarse sin monedas. Para alguien
que se jactaba de haber leído más de lo necesario trabajar en una
feria de libros era casi como una segunda naturaleza, una
oportunidad única de ver al monstruo desde adentro. Por supuesto no
era que hubiese leído más de lo necesario, sino que creía que había
leído más de lo necesario, lo cual no era ni por las tapas la misma
cosa.
Había rechazado hacía poco una oferta para salir con un carro de
helados por las calles (“no estoy TAN en la mierda”, me había dicho a
mí mismo), con lo cual vender palitobombonhelado cómodamente
instalado detrás de un mostrador durante un montón de horas, y con
la posibilidad de hojear todos los libros que se me cantaran las
pelotas era casi como un regalo del cielo.
Cuando caí en la cuenta de que además el puesto estaba montado
justo enfrente de un stand de mallas y que todos los días a
determinada hora habría un desfile con modelos paseándose
impunemente en traje de baño creí que el Señor se había apiadado
por fin de mi suerte.
Todos esos culos jugosos y prístinos bamboleándose a escasos dos
metros de nuestros ojos! Que buena jugada! Pero que buena jugada!
¿A quién mierda le importaba si se vendían o no los malditos helados,
si subía o bajaba la facturación o si tal o cual domingo habría más o
menos visitantes que el anterior? Denme los culos! pónganlos en fila
y no me molesten!. Sí, ya sé que me pagan por darte el cucurucho

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que estás pidiendo, pero ahora, justo ahora, en este preciso instante,
viejo de mierda, ¡estoy ocupado!!!
Unos metros más allá, a mi izquierda, el stand de enciclopedias que
se levantaba en una esquina del pasillo se convertía en una extensión
de la clásica mesa de café de barrio. El gordo encargado de publicitar
las maravillas de la última edición, con sus mapas a todo color, sus
referencias cruzadas, sus listas de verbos mejores aún que las del
diccionario de la Real Academia, sus desplegables en papel satinado y
su fina encuadernación cosida a mano no daba crédito a lo que veía
cuando se encendían las luces y el desfile comenzaba, dando por
tierra con la intención de cualquier cliente potencial de ser tratado
con la deferencia que se merecía. En esos momentos dejaba lo que
estuviese haciendo, se me acercaba, y con su voz pastosa de
onanista consuetudinario me decía invariablemente: “vos no pibe, vos
sos muy chiquito para darte vuelta”, cada vez que alguna de las
chicas bajaba de la tarima y daba unos pasos hacia la concurrencia.
Yo sonreía educadamente mientras pensaba para mis adentros
“¿porqué no me olés el culo gordo infame y te vas a hacer la paja al
baño?”
Maravillado de puro éxtasis, retenía el aire por miedo a que la más
mínima alteración en la atmósfera pudiese provocar una ruptura
espaciotemporal y todo se terminara, y el encanto se rompiese, y así,
suspendido en el aire, sin mover un solo músculo, contemplaba la
pura belleza desplegarse ante mis ojos.
Resultaba imposible quedarse con una, todas ellas parecían
directamente salidas de un anuncio tridimensional que publicitase las
bondades del infierno, y daban ganas de quemarse por toda la
eternidad con tal de disfrutar de semejante compañía.
Aún así yo tenía mi preferida, la puta más puta de todas, la perfección
del pecado original materializada en una criatura sin defectos con el
único y exclusivo fin de venir a pedirme “uno de esos de agua, de
fruta, ¿tenés?”, y que el mundo estallara a mi alrededor era la última
de mis preocupaciones si podía ser parte de su placer, llenar el
mínimo requisito que ella me pedía todas las tardes para entregarme
a cambio un par de palabras y una sonrisa, sabiendo fehacientemente
que volvería a mi casa a amasarme el pebete incontables veces en su
honor, pensando en la tersura de su piel, en la frescura de esa boca
inalcanzable, en las guarradas que sería capaz de decirme mientras
yo la penetraba con fuerza indómita y avasallante, inundándola con
mi puré hirviente. Quédense con las buenas chicas vírgenes de los
colegios adecuados, de modales recatados y sensatos, de pelo atado
con una colita prolija sobre la nuca y guardapolvos impecables. A mí
denme una puta de esas, grande y sólida, que me lleve diez años de
edad y me enseñe todo lo que un tipo tiene que saber sobre esta
tierra para poder decir luego que ha valido la pena arrastrase por el
barro del túnel, y salir del otro lado portando el conocimiento que sólo
unos pocos elegidos consiguen alguna vez.
Sí, a mi denme una puta de esas, para venderle un helado por los
siglos de los siglos y que se acerque a mí hasta rozarme con sus
ubres cósmicas, semiocultas por el denim, mientras hace como que

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rebusca conmigo en el fondo de la heladera y nuestras manos se
tocan en medio del hielo que duele y moja.
Denme una puta de esas a cambio de todos los castigos posibles de
aquí hasta que me muera, y me verán feliz y sonriente, cara al sol y
con una expresión idiota en el rostro, seguro de que sé algo que
ustedes no saben, porque ustedes no venden los helados con los que
ellas quieren saciar su sed luego de desplegar su carne por las
pasarelas de un stand de exposición, la raya del culo cubierta por una
diminuta tirita de lycra que invade impúdicamente su ojete y se abre
paso por entre los fantasmas de vello púbico prolijamente depilado
para la ocasión.
Posiblemente ahora mi puta preferida luzca horrible, y dudo que llame
mi atención si el azar hiciese que me la cruzara por la calle, porque
tal es la crueldad del tiempo que arrasa con todo como un tornado
carente de consideración. Pero si alguien me la pusiera enfrente y me
dijera “es ella, esta es tu puta preferida” no me cabe la menor duda
de que intentaría aunque sea una vez más conseguirle uno de esos
de agua, de fruta, sólo para que supiera que cada año, cuando
escucho que hay una feria de libros, un torpedo se agita en mi
pantalón y su cuerpo esculpido en mi retina brilla como una estrella
de cien millones de años, y siento su aliento en mi cara, y mi brazo
se congela buscando en la heladera eso que siempre quise darle.

Adrián DRUT

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