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La voz enmudeció. Era una voz de mujer. Una voz amable y misteriosa que
lo enamoró.
Nunca había oído una voz como aquella. La más hermosa de su vida. Y
esperó una hora, y otra…
Sin embargo, sabía que era una voz única y que difícilmente podría
confundirla con otra. La voz más bella –trasparente y esquiva como una
esquirla de agua- que jamás había oído.
Permaneció en la estación hasta muy tarde; hasta que, pasada la
medianoche, el conserje le advirtió que tenía que cerrar porque ya no
saldrían trenes hasta el día siguiente.
Sintió tristeza al pensar que ya no volvería a oír aquella voz hasta el día
siguiente. Se dirigió a la oficina de información y preguntó:
-¿Me podrían decir dónde está la cabina desde donde se anuncia la salida de
los trenes?
-¡Adelante!
No había nadie más que el hombre que le había dicho que pasara.
Dijo avergonzado:
-Me gustaría hablar con la señorita que anuncia la salida del tren de
Ginebra.
El hombre sonrió.
-Pero…
-…Y partió.
No hacía más que pensar qué podía haberle causado aquel dolor, que había
empezado suavemente y había ido intensificándose a medida que las agujas
del reloj iban dando vueltas.
Le preguntó inquieta:
-No.
-Entonces, ¿qué has comido?
Cuando la madre vio que el vientre del chico se hinchaba, decidió llevarlo a
la clínica de urgencias.
El médico la tranquilizó:
-Mire esto.
--¿Qué dice?
-Se ha tragado una palabra. Mire cómo se mueve dentro del vientre.
Hizo un último esfuerzo. Carlos tuvo unos golpes de tos y vomitó la palabra.
Dijo, entre gemidos y saliva:
-¡Monocotiledónea…!