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23. Cornellà I: Visto para sentencia

Da miedo que uno pueda encontrarse ante un tribunal y, sin


ninguna garantía y sin suficiente prueba, se vea condenado a
ese mundo de la cárcel —que no debe ser, y que muchos se
empeñan en que siga siendo, tenebroso—. Nos dio mucho
miedo El proceso de Kafka.
GÉRARD THOMÀS, «Películas de miedo»,
El País, 12 de enero de 2007

Gérard Thomàs Andreu era el presidente de la sec-


ción novena cuando llegué a Barcelona a principios de
junio de 2006. Su tribunal había sido el primero en con-
denar a Ahmed Tommouhi, en 1992, por las violaciones
en Cornellà y cuando el fiscal pidió el indulto, en 1999,
el primero en informar al ministerio. El informe era fa-
vorable, así que fui a verlo pensando que algo habría
cambiado su impresión sobre los hechos que él y sus co-
legas habían declarado probados.
—Si informamos a favor del indulto, que no es
para nada vinculante, fue porque, bueno, si lo había pe-
dido el fiscal, que coordina también la investigación so-
bre los otros casos, pues será por algo; en todo caso, es
al Gobierno a quien le corresponde resolver, no a mí, ni
a mi tribunal; ahí tenga el Gobierno su patata caliente
—dijo. A las puertas de su sección, en un pasillo solea-
do junto a uno de los patios interiores y acristalados del
Palacio de Justicia, vestía pantalón y camisa azul mari-
no. La luz resaltaba el blanco del pelo y la barba.
Thomàs había llegado a la Audiencia en 1989, y no se
acordaba bien del caso—: Ni tengo tiempo para recor-
darlo —aclaró—. Si yo tuviera tiempo libre, pues lo po-
dría perder contigo revisando un sumario de hace ca-

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torce años, pero ya te digo que no —añadió con tran-


quilidad y media sonrisa. Le insistí entonces en las ra-
zones que le habían llevado a apoyar el indulto para un
condenado por la violación de dos menores—. Pregun-
ta en el ministerio, porque allí lo enviamos —dijo.
En el juicio denegaron un informe de sangre y se-
men —aunque yo aún no sabía que ni él ni sus com-
pañeros lo habían entendido— que exculpaba a To-
mmouhi, así que le pregunté el porqué y respondió
mordiéndose la cola:
—Si no procedió admitir la prueba, es porque no
procedía […]. El que se admita o no depende de la con-
vicción que tuviera el tribunal en su momento. […] La
ley no habla de certeza, habla de convicción —siguió
hablando, hasta que terminó, para anclar la certeza de
los reconocimientos, con una reflexión afilada—: Hom-
bre, ponte en el caso contrario, que un señor un día te
ponga un cuchillo en la garganta, a ver si te vas a olvi-
dar tú de su cara.

El 10 de junio volví a la cárcel. Era sábado por la


mañana y Ahmed Tommouhi estaba más serio que el
domingo anterior. Tenía las bolsas de los ojos —eran
poco más de las diez de la mañana— más hinchadas,
con sus lunares repartidos por la cara. «Margarita Ro-
bles fue la primera que me condenó. Ella, yo la he visto
luego muchas veces por la tele. Siempre hablando de los
vascos», dijo. Entre 1995 y 1996, Margarita Robles, al
frente del ministerio del Interior —Juan Alberto Be-
lloch era el superministro de Interior y Justicia—, había
impulsado, entre otras cosas, la investigaciones que ayu-
daron a esclarecer los asesinatos de los presuntos etarras
Lasa y Zabala a manos de los GAL, y que acabaron con
la condena de cuatro guardias civiles, entre ellos el ge-
neral Galindo, y el ex gobernador civil de Guipúzcoa,
Julen Elgorriaga. Tommouhi estaba harto del tema vas-
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co: «Siempre están con los vascos: se acaban los vascos,


vuelven los vascos: y respetamos a los jueces.»
Un mes después, el 17 de julio, sobre las seis menos
diez de la tarde, llamé por teléfono a Margarita Robles.
Ella había sido la ponente de esa primera condena. No
era la primera vez que lo intentaba, y no sería la última:
siempre se remitió a lo dicho en su sentencia. La sen-
tencia, ahora lo sé, es de una ignorancia y una soberbia
ejemplares, pero ya entonces no me dejaba continuar
sin preguntarle: ¿ni siquiera ahora, quince años después,
le asaltan a usted las dudas? Mi insistencia le pareció ab-
surda:
—La verdad, me parece absurdo hablar sobre un
caso que pasó hace tantos años. Porque si usted me dice
que se acuerda de un artículo de hace catorce años, yo
es que no me lo creo, sinceramente. Es absurdo.
—Bueno, no es tan absurdo teniendo en cuenta
que esta persona sigue en la cárcel.
—Ya, pero ése no es mi problema. Si yo dicté una
sentencia, seguro que lo hicimos con toda seguridad.
Porque si algo tengo es profesionalidad. Así que si yo
dicté esa sentencia es porque habría motivos suficientes
y que se ajustaba a derecho. Así que no me venga a mí
usted a decirme que es absurdo. Si esa persona está en la
cárcel y yo dicté una sentencia, será porque se ajustaba a
derecho. Y si no, para eso está el Supremo. Así que…
—Ya, pero… ¿incluso si hubo análisis que lo ex-
cul…?
—Mire de verdad, que no tengo nada más que aña-
dir, eh. Buenas tardes, gracias…

Las dos amigas de Cornellà fueron las únicas que se


encontraron con los asaltantes en un escenario urbano.
En una parada de autobús, aceptaron subir al Renault 5
con el que dos hombres se ofrecieron para llevarlas a
casa. El copiloto bajó, dobló el asiento delantero y las
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chicas se sentaron en la parte trasera. Hasta el comenta-


rio del conductor —«¿cómo os subís a un coche con las
cosas que pasan?»— no hubo violencia: durante el res-
to del trayecto, y aun en la crecida del nerviosismo, las
chicas registraron detalladas descripciones del cuadro
del coche —tenía tres relojes horarios—, la tapicería
—era gris con franjas verticales rojas— y la fisonomía
del conductor, cuya cara N. veía reflejada en el retrovi-
sor: tenía los ojos achinados, pequeños, marrones, oscu-
ros y prolongados y con arrugas por la parte de fuera; y
la del copiloto, que tenía señales en la cara, «como de
haber pasado la viruela», precisó N. Una vez detenidos,
los asaltantes emplean una violencia brutal y les cubren
la cabeza con sus jerseys. N. queda semiinconsciente:
cuando volvió en sí, se recuerda «caminando, sin saber
exactamente dónde, durante cinco o diez minutos». G.
retuvo la matrícula: B-7661-FW. Luego apareció el au-
tomovilista que las llevó a casa de G., y desde allí sus pa-
dres al hospital. N., con traumatismo craneoencefálico y
vómitos, y una contusión en el pómulo derecho, no de-
claró esa noche. G., con golpes en el pómulo, la tibia y
el codo derechos, lo hizo a partir de las 3:47 de la ma-
drugada del 8 de noviembre.
«Si lo hubiera visto, lo hubiera reconocido sin du-
das», declaró G. tras la rueda de Barcelona. No había
visto, dijo, al copiloto. Una firmeza que podría haber
comprometido por contraste la seguridad de las otras
chicas que sí señalaron ese día tanto a Abderrazak Mou-
nib —M., la chica de Olesa, entre ellas— como a Ah-
med Tommouhi. Pero la policía manejaba una tranqui-
lizante explicación para las víctimas:
—Yo sé que había tres, que había uno que era el ca-
becilla y que el otro quedó sin detener. Que por eso no-
sotras no reconocimos al del bigote, porque ése no iba
el día aquel que nos cogieron a nosotras —me contó G.
en enero de 2008.
El «cabecilla» es una expresión acuñada, antes que
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nadie, por M. en su primera declaración policial. Gracias


al ADN hoy sabemos que aquel cabecilla era García Car-
bonell. Pero nadie puede saber que hubiera tres: eso es
sólo el comodín que la policía, que jugaba con dos bara-
jas, la de los pocos indicios reunidos en la investigación,
y la de las grandes elucubraciones que, con la boca pe-
queña, iba contando a las chicas, sacaba de la manga
cuando no alcanzaba el brazo de la ley. Es más fácil
creer que saber. Las chicas, como G., lo siguen creyendo:
tenían quince años y era la policía la que les hablaba.
Pero tantos indicios hay de que fueran un trío, como que
un cuarteto, como que una banda, como que una or-
questa: ninguno.
Dos días antes de esa rueda de Barcelona, N. y G.
habían empezado a convencerse de que el violador de N.
era un hombre distinto (ellas no podían saberlo) al se-
cretor del semen hallado en su braga. El martes 12 de no-
viembre, la policía tiene listos a cuatro marroquíes que
acompañarán a Ahmed Tommouhi y a Mostafá Zaidani
en una rueda de reconocimiento en Terrassa. Ese mismo
día, las adolescentes visitan el hospital Sant Joan de Déu,
donde las atiende el psicólogo Fernando Lacasa. El esta-
do psíquico de N., según Lacasa, es de «angustia genera-
lizada, insomnio, con recuerdo persistente de la expe-
riencia traumática, e incapacidad de estar sola, precisan-
do acompañamiento constante». El de G., de «ansiedad e
inhibición generalizada, vergüenza, depresión, ideación
constante del suceso traumático e incapacidad para estar
sola». Los hechos habían ocurrido cinco días antes.
En el juzgado, la primera vez que N., acompañada
de su hermana, tuvo delante a los exhibidos en la rueda,
señaló así a Ahmed Tommouhi: «Que puede ser el 5.º
por la izquierda.»
G. entró acompañada de su madre. En la primera
rueda señaló a Ahmed Tommouhi, al que han cambia-
do de lugar: «Que puede ser el 1.º por la izquierda.»
La seguridad mostrada por las chicas no debió de
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convencer al juez, que ordenó repetir ambas ruedas. La


seguridad de N. va in crescendo: «Que reconoce al se-
gundo empezando por la izquierda y a ninguno más.»
La de G. también: «Que reconoce al segundo em-
pezando por la izquierda y a ninguno más».
La segunda vez que hablé con ella por teléfono, G.
estaba convencida de que su reconocimiento había sido
inmediato y sin ningún género de dudas:
—El corazón me saltó —dijo—. Además, luego se
lo he preguntado a mi madre y me dice lo mismo: que lo
reconocí enseguida.
Estas citas de las actas muestran, sin embargo, que
esa seguridad no fue tal y que sólo dos días después, en la
rueda de Barcelona, G. y N. mostrarían una firmeza «sin
ningún género de dudas». Ella misma lo reconoció ante
el fiscal el día del juicio: «En el primer reconocimiento
tuvo una duda», se lee en el acta. Entre uno y otro, la po-
licía les había brindado una tercera visión del acusado,
fuera de la rueda y esposado, según me contó G.:
—A él también lo vi en la calle. En Terrassa: se ve
que al salir de la rueda de reconocimiento nos apartan
para que no nos crucemos y no lo hicieron bien y nos
cruzamos.
No lo hicieron bien ni con ellas, ni con Y., que tam-
bién pasó por el juzgado ese mismo martes y lo vio y
oyó declarando, ni con las diecisiete víctimas —chicas
y acompañantes sumados— que al día siguiente presen-
ciaron el paseo doble de Tommouhi y Zaidani por el pa-
sillo frente al despacho del juez, en el Juzgado de Exhi-
bición número dos de Terrassa.
El abogado de Tommouhi en esta causa, Pere Ra-
mells, alertó acerca de que esas visiones repetidas podrí-
an haber «mediatizado» el reconocimiento del 14 de
noviembre en Barcelona. Sus alegatos tuvieron la fortu-
na que, según Alfredo de Diego, doctor en identificacio-
nes, tienen la mayoría en estos casos: ninguna. La repe-
tición de las ruedas —Ramells no podía saber todavía
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que su defendido había sido exhibido y visto también


fuera de ellas— era un aspecto subalterno del recurso.
La irregularidad recurrida más importante tenía que ver
con la composición de la rueda del 14 de noviembre,
con Mounib y Tommouhi entre los exhibidos. Pere Ra-
mells hizo constar:

Que [Ahmed Tommouhi] es de características di-


ferentes a los otros que forman la rueda, no tiene
bigote y es de complexión más gruesa… [Folio 96.]

En su sentencia, el tribunal volvería sobre este hecho:

Lo cierto, es que en la diligencia, se hace constar


por el juez instructor y por el secretario que los in-
dividuos son de características físicas similares.

Yo no he visto esa diligencia a la que se remite la


ponente. Tampoco importa. Porque conocemos una de
las caras que lo acompañaban: la de Abderrazak Mou-
nib. Tommouhi y Mounib sólo compartían la naciona-
lidad, que no es una característica física. Ni siquiera la
raza: para los fenotípicos, Tommouhi es bereber y Mou-
nib era árabe. Esto es lo que se parecían.

A la izquierda Ahmed Tommouhi, el 11 de noviembre.


A la derecha, Abderrazak Mounib, el 13.
La rueda de Barcelona se celebró el 14 de noviembre de 1991.

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Los otros tres integrantes de la rueda tenían bigote,


como Mounib, y eran de una altura y una complexión
diferente de la de Tommouhi. El juez Salcedo Velasco,
que es el que según el tribunal habría acreditado que
eran de características físicas similares, mantenía la im-
presión, según me explicó en su despacho, de que debió
derivar esa cuestión hacia los juzgados que instruían
cada causa. Él sólo estaba de guardia.
Ese día N. y G. señalaron sin ningún género de du-
das que Ahmed Tommouhi era el conductor del Renault
5 gris B-7661-FW que había violado a N. En agosto de
2008 le pregunté a G. si después de lo que hemos sabi-
do, no le quedaba ninguna duda:
—Yo sólo sé que en el momento que lo vi el cora-
zón me saltó. Fue verlo y de verdad: además, nos ponían
policías y todo para confundir, que había más gente en
la rueda.
—Y tú, ¿cómo sabías que eran policías? —pregunté.
—Porque luego los vimos fuera. Salimos y coño, si
ése estaba en la rueda. Pero bueno, también lo vi el día
del juicio y estaba segura, dijo.

El juicio se celebró el 22 de septiembre de 1992. El


abogado Ramells le preguntó por la tarde en que llegó
a la pensión y la dueña le dijo que había alguien espe-
rándolo. Ahmed Tommouhi contó «que no le dijeron
por qué lo detuvieron, sólo que pasaría la noche en la
comisaría, y al siguiente día lo condujeron junto con
otros árabes que no conocía, en una sala con cristales y
luego lo volvieron a llevar a comisaría, no diciéndole de
qué se trataba e interrogándole en una sala varios poli-
cías».
N. declaró a continuación. En los meses transcurri-
dos había disminuido parte de su ansiedad, aunque en
marzo, recoge un informe, todavía se le hacía difícil es-
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tar sola. La cicatriz de un nódulo en el labio de arriba le


seguía molestando, por ejemplo, al reír. El estrés, el in-
somnio y las dificultades de atención y concentración,
«junto con un sentimiento de ser rechazada por los
compañeros», recoge un informe, le habían llevado a
dejar los estudios. De los hechos —terminó admitiendo
al abogado defensor— recordaba «trozos». La presiden-
ta, Margarita Robles, le preguntó si estaba segura de su
identificación. «Completamente segura […], sin ningu-
na duda», respondió ella, según el acta.
G. parecía que lo había sobrellevado mejor, deduz-
co del informe psicológico. Hacía meses que podía que-
darse sola en casa, aunque por la calle aún solía ir acom-
pañada, y había encontrado «gran apoyo en su familia y
grupo de edad». En marzo había mejorado la adapta-
ción escolar y le interesaban de nuevo los estudios. G.
explicó al tribunal, según el acta, que la noche de autos
«no notó acento extranjero, pero nada más subir al co-
che ya les dijeron que eran moros». «En el primer reco-
nocimiento tuvo una duda: pero luego lo reconoció sin
dudar», explicó al fiscal.
Luego declararon un policía nacional de la comisa-
ría de Terrassa, que no había participado en la deten-
ción, y el psicólogo Lacasa, autor de dos informes sobre
las víctimas. El inspector que había ordenado la deten-
ción no compareció. Los peritos de la Policía Científica
que habían cotejado los restos hallados en la ropa de N.
con la sangre de Ahmed Tommouhi, tampoco. El abo-
gado Ramells pidió la suspensión del juicio y, dada la
importancia que para el caso tenían estos últimos, soli-
citó que se les citara de nuevo. La sala, «dada la falta de
cualificación de los peritos», anotó el secretario, lo de-
negó: el juicio quedó visto para sentencia.

Un día le pregunté a Ahmed Tommouhi por qué


nadie de los que dormían con él en Martorell, en aque-
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llos días de la primera semana de noviembre, había ido


a declarar al juicio de Cornellà, como habían hecho en
el de Terrassa. «A mí me dijeron que fue el viernes so-
bre las ocho de la tarde, y yo a esa hora no sabía segu-
ro, seguro, si estaba en Martorell o no», me contó. El
reflejo de ese error, que durante un tiempo yo mismo
achaqué a una confusión lingüística o una falla en la
memoria de Tommouhi, destella en el sumario desde el
primer atestado de la Guardia Civil de Barcelona en
el que se resumen los hechos y la investigación, el 11 de
noviembre de 1991, hasta las conclusiones que el fiscal
elevó a la sala, el 6 de julio de 1992. Todos sitúan las
violaciones un día después del que se cometieron. Tam-
poco ayudó seguramente que su abogado, Pere Ramells,
a pesar de que era el que con mayor regularidad lo visi-
taba, poco debió de saber nunca sobre la vida de Tom-
mouhi antes de su detención. En un escrito del 16 de
febrero de 1992 mantenía: «Mi patrocinado tiene domi-
cilio fijo, en el que reside con su familia.» Tommouhi,
que si algo no tenía entonces era domicilio fijo, aclaró
tres semanas después, ante la jueza de Instrucción, dónde
y cómo vivía su familia: «En Marruecos, muriéndose de
hambre.»
El procesado, sin saber que la policía y el fiscal que
lo acusaban tenían serios problemas con el calendario,
confiaba entonces en que el tribunal que lo iba a juzgar
se tomaría en serio las soluciones científicas: «Está dis-
puesto a someterse a los análisis que sean oportunos
para probar su inocencia», declaró. El segundo día que
lo vi en la cárcel, recordaba muy bien este caso:
—La chica me señaló a mí, y dijo que el otro no sa-
bía. Me sacaron sangre para dos cosas: semen y sangre
de la ropa. Y salió que no era mi sangre, la de la ropa de
la chica. Luego dijeron que podía ser el otro. Pero la chi-
ca me señaló a mí.
Una tarde, cuando ya estaba en libertad condicio-
nal, habló de cómo habían ido a la cárcel para sacarle
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sangre —«llevadme entero», quiso decirles—, y de


cómo salió de este primer juicio de Cornellà:
—Había sangre en la ropa, semen en la braga, todo.
Me fui contento. Es mi primer juicio y me van a soltar.
Lo condenaron a veinticuatro años y dos días de
cárcel.

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24. Cornellà II: El semen


en tinta se diluye

Soy una persona de pocas dudas —dice— porque si tomo una


decisión es la mejor que podía tomar y lo demás
son tonterías, es saludable para la mente.
MARGARITA ROBLES, «Margarita Robles:
La primera de la clase»,
Ellas son así. Retrato íntimo de las mujeres del poder,
Temas de Hoy, Madrid, 1996, p. 232.

Aunque la sentencia señala el 15 de noviembre


como la noche de autos, las violaciones de Cornellà se
cometieron el 7 de noviembre de 1991. A primera hora
de la tarde del día 8, N. y G. acudieron a la comisaría de
Esplugues de Llobregat. La policía advirtió a G., que ha-
bía declarado la madrugada anterior, que la matrícula
que ella recordaba —B-7661-FW— era falsa, lo que re-
bajó en parte la (acertada) convicción de la chica: «Dice
estar segura de que era B-76??-F?, dudando de lo expre-
sado con interrogación», escribió el agente, como si hu-
biera resuelto el caso. N. no había declarado todavía y
por eso se le había citado. Lo hizo a partir de las 14:48.
Al día siguiente, volvieron: N. para entregar un panta-
lón, una camisa polo y unas bragas; y G., un pantalón y
unas bragas. La policía envió las prendas al laboratorio
para que las analizaran.
El laboratorio de la Policía Científica de Barcelona
hace esquina en la calle Balmes. Al fondo de la calle,
más estrecha e inmensamente más corta, perpendicu-
lar, está la garita de la entrada y el aparcamiento. Euge-
nio O., uno de los dos peritos que habían analizado
aquellas prendas, me recibió a media mañana. De 1,70
justito, tenía el pelo canoso y corto, los ojos pequeños,
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y los dos informes que había firmado sobre el caso de


Cornellà encima de la mesa del despacho, frescos. Nos
sentamos:
—Te explico. Se dieron una serie de violaciones por
aquellas fechas. Nos llegaron unas ropas de N. y de G.
De la primera nos llegan unas bragas, una camisa polo
y un pantalón vaquero. Claro: estamos hablando del
año 1991, entonces las técnicas de análisis de marcado-
res genéticos difieren mucho de las de hoy. Entonces el
ADN no existía, bueno no tanto que no existía, pero no
estaban lo suficientemente desarrolladas como para
identificar a las personas por el ADN. Esto vino des-
pués, ¿no? Los primeros marcadores que se utilizaron
para identificar a las personas eran el grupo sanguíneo.
Luego ya vino la identificación mediante marcadores
que provenían de proteínas y de enzimas de la sangre, o
del plasma de la sangre o de líquido seminal o de se-
men, ¿no?, que es cuando ocurrieron estos casos, ¿no?
Pero bueno, eran unos marcadores totalmente fiables,
como pueda ser el ADN. Lo único que ocurre es que es-
tos marcadores, para imputar, a veces se quedaban un
poco cortos. No individualizaban tanto como pueda in-
dividualizar el ADN.
—Eso para imputar, ¿pero para exculpar? —pre-
gunté.
—Para exculpar es suficiente. Yo para exculpar, so-
lamente con un grupo sanguíneo me es suficiente. Para
excluir, evidentemente. Si estamos buscando a una per-
sona que es del grupo 0, y a mí, la muestra indubitada,
la muestra del sospechoso es del grupo A, evidentemen-
te esa persona no ha sido. Para mí. Ahora, otra cosa es
que me hagan caso o no me hagan caso. Pero yo lo digo
claramente, porque somos totalmente objetivos. Yo
plasmo lo que me da el resultado, y el resultado es éste.
Y no hay más. Luego, que me hagan caso o no me ha-
gan caso, ya no depende de mí, ¿no? Y bueno, lo que su-
cedió precisamente fue que en las ropas de N. detecta-
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mos, curiosamente, en el pantalón y en las bragas de-


tectamos sangre, en la camisa polo una mancha de es-
perma, muy maja, y también en la braga, mancha de
esperma. Sin embargo, en las ropas de G. no detectamos
ni esperma ni sangre.
En los vaqueros de G., unos Levi’s negros que lle-
garon al laboratorio con el cinturón, de hebilla y rema-
ches metálicos, todavía puesto, no se detectó, en efecto,
ni esperma ni sangre. Tampoco en su braga. En las
prendas de N. sí: en su braga blanca, sin marca ni talla,
una «gran mancha situada en la zona vaginal». En la ca-
misa polo añil —lo que la sentencia llama suéter—, de
manga corta, marca Adidas, referencia D56 y D7, había
«numerosas manchas al parecer de sangre», sobre todo
en la parte delantera. Y en sus vaqueros azules, marca
Lee, talla 38 x 34 largo, de sangre, sobre todo en la par-
te delantera de ambas piernas, así como una gran man-
cha de suciedad en el lateral interno de los muslos. Los
restos de los pantalones no arrojaron resultados conclu-
yentes. El informe sí plasma, en cambio, el grupo san-
guíneo del esperma de la braga («B»), así como la Glo-
bulina GC («2 1s») del de la camisa polo. Eugenio O.:
—Bueno, la cuestión es que esto quedó muy claro,
¿no? Nosotros hicimos el grupo sanguíneo y una serie
de proteínas, y en su día emitimos un informe. Pero,
claro, no sabíamos que existiera ningún sospechoso,
¿no? Y bueno, ahí quedó la cosa.
Las prendas fueron remitidas al laboratorio el vier-
nes 8 de noviembre. La comisaría envió el atestado al
juzgado de instrucción un día más tarde, incluyendo las
declaraciones de las víctimas, varias diligencias sobre el
coche utilizado y una sobre la ropa entregada en mano
por las chicas. La sentencia, le planteé a la jueza que ins-
truyó el caso, critica que la recogida no fue ordenada
por el juez de instrucción:
—Las ropas llegaron con el primer atestado: o sea,
que era imposible que el juzgado ordenara nada por-
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que no sabía que había ocurrido eso —explicó Estrella


Radio Barciela, en un pasillo de los juzgados de lo pe-
nal de Barcelona, donde ahora trabaja—. Eso se llaman
piezas de convicción, y las recoge la policía sobre la
marcha —añadió con prisa.
Un año después volví. En su despacho, saqué el ex-
pediente, ella lo ordenó, lo fue repasando:
—Es lo mismo que cuando intervienen droga: la
droga jamás pasa por el juzgado. —Y precisó—: Más
que la recogida, creo que lo que está cuestionando la
sentencia es que fueran enviadas directamente por la
policía al laboratorio, sin pasar por el juzgado. —Radio
Barciela es bajita, morena y emite una voz dulce, aun-
que algo nasal—. Pero es lo mismo que si recogen un
arma, que va directamente a balística. El arma no pasa
por el juzgado.
Desde su primer escrito, del lunes 11 de noviem-
bre, cuando todavía no se habían producido las deten-
ciones, la jueza tuteló el proceso de análisis de las diver-
sas muestras —se habían tomado también muestras va-
ginales a las chicas, que ni siquiera en 1996, con los nue-
vos análisis ordenados por el fiscal jefe Mena al INT,
arrojaron resultados concluyentes—. El Laboratorio de
Analítica Forense emitió su primer informe (331-N-91)
en enero de 1992.
—Es como si decimos que el análisis de la droga
que hace la Policía Científica, como no ha sido enviada
por el juez instructor, el análisis no vale. Hombre —con-
cluyó la jueza.
El primero que pidió que se cotejaran los resul-
tados de ese informe con una muestra de Ahmed To-
mmouhi fue el fiscal, durante la instrucción. El 11 de
marzo de 1992, dos días después de que declarara que
estaba dispuesto a someterse a los análisis que hiciera
falta, el fiscal solicitó por escrito que se le extrajera san-
gre al preso y que se remitiera

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[…] a la Policía Científica de Barcelona, sección


Analítica Forense para el cotejo de los resultados
obtenidos con los obrantes en el informe policial
n.º 351-N-91 emitido por el citado cuerpo.

El eco rebotó ocho días después en una providen-


cia de la jueza ordenando a la doctora Elisa Vaz, de la
cárcel de Tarragona, que se le extrajera sangre a To-
mmouhi («toma de muestra en gasa estéril mediante
pinchazo en dedo») y que la enviaran («por correo ur-
gente») a dicho laboratorio. Ese mismo día escribió
también a la Policía Científica: la gasa con la sangre
seca, les advertía, será remitida directamente por la pri-
sión para su examen y cotejo con los resultados obran-
tes en el Informe n.º 331-N-91, sobre manchas de san-
gre y esperma, efectuado por dicho laboratorio en fecha
29 de enero de 1992.
Eugenio O. está empezando a hablar, con un ojo
sobre el segundo informe, de ese cotejo:
—Pues bien. Cuatro meses más tarde, se ve que ha-
bía un sospechoso y el juez del juzgado de instrucción
creo que número 1 de Cornellà… Sí, efectivamente.
[La] jueza manda que le extraigan sangre, una muestra
indubitada a un detenido que estaba en la cárcel de Ta-
rragona, creo. Un tal Ahmed Tommouch. No sé si lo

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pronuncio bien. Bueno, la cuestión es que nos llega san-


gre de este señor para que la analicemos y cotejemos
con los resultados del informe que habíamos emitido
cuatro meses antes. Y los resultados fueron muy claros.
Ni coincidía el grupo ni coincidían las proteínas. Y así
lo hicimos constar. No sé si tendrás el informe nuestro:
el 128.
Lo tenía y se lo mostré.
—Efectivamente, el 128[N-92]. En nuestras con-
clusiones somos muy claros —y empezó a leer—: Los
marcadores genéticos obtenidos en la gasa con sangre de
Ahmed, porque nos mandaron la sangre con gasa por-
que… bueno, es igual, como es líquido, habría que
mandarla con hielo, y al ser líquido la proliferación de
microorganismos es más… es más fácil que se conta-
mine que si la mandan ya seca […] Bueno, pues nos
mandaron sangre del recluso éste, y evidentemente los
marcadores fueron muy claros, y así lo hacemos cons-
tar: Los marcadores genéticos en la gasa con sangre de
Ahmed Tommouch no coinciden con los marcadores ge-
néticos encontrados en la camisa polo de N… y también
en la braga.
Los puntos suspensivos traducen aquí un silencio,
significativo, por lo que viene después: «Y también en la
braga» no aparece en las conclusiones que está leyendo
el perito:

Los marcadores genéticos obtenidos en la gasa con


sangre de Ahmed Tommouch no coinciden con los
marcadores genéticos encontrados en la camisa
polo de N.

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La braga la recupera el perito sobre la marcha.


Hace bien, aunque cualquiera que hubiera leído además
el informe, lo podría haber entendido, según confirmó:
—Cuando ustedes dicen que no coinciden, sólo ha-
cen referencia, en las conclusiones, a la camisa polo.
Pero de este análisis de manchas de esperma: ¿esto es el
grupo sanguíneo? —pregunté.
—Sí.
—Pues si el grupo sanguíneo no coincide, ¿pode-
mos decir que el esperma lo exculpa también?
—Sí, sí. Tanto el esperma como la sangre.
—Sí, pero de la braga.
—Sí, sí, de la braga también. Lo que pasa es que
claro, a veces no todos los marcadores… El problema de
éste, pues sí que me estoy dando cuenta que aquí quizás
omitimos lo de la braga… Porque el grupo sanguíneo
aparece tanto en la camisa polo como en la braga, y aquí
no hacemos mención. Pero bueno. Es que ya da igual. Ya
sé que el esperma da el mismo grupo sanguíneo en uno
que en otro.
Da igual, pero no es lo mismo. Tratándose de una
violación, y visto que se confirma aquí lo que Reyes
Benítez siempre dice —«a los jueces les das un tocho
de informe y se van directamente a las conclusiones,
que encima se las escribimos en negrita»—, la omisión
resultó determinante. Habría dado igual si los jueces
hubieran leído y entendido el informe completo. Pero
la sentencia se refiere, única y exclusivamente, al cote-
jo entre la sangre de Tommouhi y los restos hallados
en el polo de N., que es lo que los peritos destacaron en
las conclusiones. Las consecuencias para el relato que
sostiene la sentencia son demoledoras. Entre los es-
combros no hay restos de semen. No puede haberlos.
En el relato de la sentencia no aparece esa palabra ni
rezuma ese conjunto de espermatozoides y sustancias
líquidas que se producen en el aparato genital de los
hombres, y que se puede individualizar genéticamente.
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La sentencia es un condón. El tribunal, a partir de esa


ignorancia, dio pábulo a su teoría del roce salpicón, se-
gún la cual, «la conclusión referida tampoco excluye la
comisión de los hechos por el acusado y más si se tie-
ne en cuenta que fueron dos hombres los intervinien-
tes en los hechos». Ese segundo hombre, está diciendo
el tribunal, podría también haber sido la fuente de la
sangre que cayó sobre el polo de la chica, al tiempo
que confiesa, y más sin saberlo, que no ha detectado el
semen.
Pero no todo es culpa de ese descuido del informe,
ni de los aprietos de tres cabezas de tribunal para en-
tenderlo. Esa sangre salpicada despega en un muelle real
mucho más flojo, y mucho más humano: la imagina-
ción. Este impulso:

A continuación el procesado penetró vaginalmen-


te a N., haciendo lo mismo el desconocido con G.,
mientras Ahmed yacía al lado con la otra joven.

La escena es verosímil, pero se ha montado en la


mente del tribunal. En su declaración policial N. había
adelantado: «Cree que ella fue obligada a realizarlo apo-
yada en el vehículo en el exterior». En la vista oral, se lo
explicó primero al fiscal: «Que recuerda que practicaron
actos sexuales con ella, que la sacaron del coche apo-
yándola de espaldas al agresor.»
G. repitió lo mismo, pero de un solo trazo, al fiscal:
«A su amiga la sacaron fuera del coche; que quien estu-
vo con la declarante era el copiloto y el conductor es-
tuvo con su amiga.»
El roce necesitaba ese escenario cercano en el que
Ahmed, familiaridad que transpira el nombre propio,
yaciera al lado con N., quizá frotándose las ropas de los
cuatro y quién sabe si, empañados los cristales, dibu-
jando un gráfico de huesos en la luna (delantera). La
verdad es que a G. la violó el copiloto dentro del Re-

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nault 5; y a N., fuera del coche, el conductor. Las bra-


gas no estaban rotas. Los pantalones no llegaron a qui-
társelos.

Radio Barciela abría y cerraba el sumario como un


acordeón. Ahora va comentando, mientras lee, la sen-
tencia:
—El tribunal discute también que fueran verdade-
ramente las ropas: yo imagino que las víctimas no en-
tregaron otras.
No hace falta imaginarlo: entre ese abanico de fo-
lios está N. diciendo que son suyas. Está todo. Pero hay
que leer. De todo lo que cuestiona el tribunal, lo úni-
co que no desmienten los hechos es que las ropas no pa-
saron, antes que por el laboratorio, por el juzgado. Los
hechos, eso sí, prueban que es lo habitual. Que no pa-
sen. Más allá de los ejemplos de las drogas o las armas,
entonces era lo habitual también en el caso de las viola-
ciones. Los pantalones de E., en la causa de Gavà, tam-
bién fueron remitidos directamente por la comisaría a
los laboratorios. Los requisitos fijados por el Supremo,
que obligan según la sentencia a acreditar «todos los da-
tos que permitan saber en qué lugar y forma se recogie-
ron los efectos o instrumentos» del delito, encuentran
su momento en el sumario: las prendas fueron recogi-
das de manos de las víctimas en la comisaría de Esplu-
gues de Llobregat el 9 de noviembre de 1991, sobre las
13:09.

DILIGENCIA
Se extiende la presente siendo las 13:09 horas del
día 09-11-1991 para hacer constar.
B. hace entrega de un pantalón y unas bragas.
N. entrega un pantalón, un suéter y unas bragas.
Prendas que vestían las víctimas en el momento de
los hechos y susceptibles de portar restos de semen

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de los autores de los mismos, por lo que son en-


viadas al Laboratorio de Policía Científica de la Je-
fatura Superior de Policía de Barcelona, para aná-
lisis, del que se dará cuenta a V. I.
Conste y certifico.

Los magistrados ignoran lo que cualquiera puede


comprobar: N. entregó sus prendas en la comisaría, y
ella misma, en nombre de G., compareció el 13 de fe-
brero en el juzgado, que ahora sí, una vez hechos los
análisis, las custodiaba, para pedir que se las devol-
vieran.

COMPARECENCIA. Cornellà, a trece de febrero de mil


novecientos noventa y dos. En esta Secretaría com-
parece N., quien manifiesta:
Que habiendo entregado en su día prendas de ropa
interior y otras análogas a fin de ser examinadas
y analizadas por el Gabinete de Policía Científica y
habiendo llevado a cabo ya los análisis, verifica la
presente por sí misma y en calidad también de
mandataria verbal de su amiga G. a fin de solicitar
le sean restituidas tales prendas, tanto las de pro-
piedad de la dicente como las de su amiga citada, a
quien se las hará llegar. Y en prueba de ello firma
conmigo. Doy fe.

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Esto según la jueza Barciela. Acto seguido, el secre-


tario del juzgado se las entregó en una «caja de cartón»,
y N., «en prueba de ello y de recibir los citados efectos»,
firmó también con él la oportuna diligencia. El tribunal,
al contrario que la jueza de instrucción, el secretario y la
chica, no verificó nada. Sólo ignorando lo que dijeron las
víctimas, pudieron los magistrados dudar en su nombre.

El silencio es un cheque en blanco que interpretan


los insolventes. El tribunal, alegando que desconocía su
cualificación «técnica o científica», no quiso oír a los
peritos. No consta, dijo. Eugenio O.:
—Entonces no se hacía constar. No lo sé por qué.
Hoy día sí que lo haríamos constar. Pero bueno, para eso
están los juicios, para las dudas que haya, o para cual-
quier cosa que hayamos omitido involuntariamente en
el informe, para que nos lo pregunten. Pero si no me ci-
tan, difícilmente…
Eugenio O. es el técnico que firmó aquel informe
siendo diplomado en Farmacia, con un curso de espe-
cialización universitario de dos años en Análisis Clíni-
cos. Una cualificación más que suficiente, incluso para
este tribunal: meses después de aquella conversación en
su laboratorio, él mismo me confirmó por correo que
había realizado análisis y declarado en otras ocasiones
ante ellos:
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—Recuerdo con toda seguridad que a lo largo de


mi carrera profesional sí que he asistido como perito a
juicios presididos por el magistrado Gérard Thomàs y la
magistrada Margarita Robles y en más de una ocasión.
La mañana que lo vi, en 2007, me había dicho: «La
misma cualificación que tenía entonces, es la que tengo
ahora», y ahora me parece verlo todavía encogiéndose
de hombros. Luego me presentó a algunos de sus com-
pañeros y me mostró las instalaciones. La científica que
había hecho el informe con él, Carmen Martínez, licen-
ciada en Químicas, ya no trabajaba allí, sino en Ma-
drid. En 1997, fue la primera en dirigir el Grupo de
Protección Ambiental NBQ (Nuclear, Bacteriológica y
Química) del Cuerpo Nacional de Policía. La brigada
antigás, como graciosamente la bautizó un periódico.
Felipe Soler Ferrer, el tercer magistrado, es uno de los
que ha declinado volver sobre el caso.

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25. Efectismo y dialéctica:


la condensación

¿Os contentaríais vosotros sin embargo con una descripción


que fuera como un espejo, como una reproducción
representativa? ¿Una referencia a la conciencia de los hechos
como reflejo de los hechos mismos? Bien, en ese caso la tarea
no parece imposible ni desmesurada: el mundo, por su parte,
está bastante bien organizado y claro; y la lengua,
no digamos.
AGUSTÍN GARCÍA CALVO, «Cosas y palabras, palabras y cosas»,
Lalia, ensayos de estudios lingüísticos de la sociedad,
Siglo XXI, Madrid, 1973.

He dicho más arriba que la sentencia de Cornellà


es soberbia e ignorante, y ahora voy a aclarar por qué
además lo es de manera ejemplar. Durante mucho tiem-
po me pregunté cómo se podía condenar a un hombre
por violación con el semen de otro sobre los folios del
expediente. Eso me habían explicado —que había análi-
sis de semen que exculpaban al acusado— cuando aún
no sabía nada de esta causa. Las preguntas que el aboga-
do Ramells dejó escritas a mano, cuando la sala se negó
a suspender el juicio para citar de nuevo a los peritos, lo
llevan escrito en mayúsculas y subrayado, SEMEN, encar-
tadas al final del sumario. Luego llegué al informe, y era
verdad. A partir de ahí yo no leía otra cosa en la sen-
tencia. De hecho, a veces, ni siquiera la leía: planeaba so-
bre ella, porque en el fondo sabía lo que decía. Un pri-
mer paso fue escribir un artículo intentando responder
no tanto a esa pregunta final, sino al cómo habían razo-
nado para ignorarlo; aunque seguía dando por sentado
que, en el fondo, ellos también lo sabían. Me conforma-
ba entonces, aunque sin decirlo, con una explicación

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personal: se creían dioses, y actuaron como chamanes.


La razón estaba mucho más a la vista.
El tribunal descartó el valor probatorio del informe
de la Policía Científica con un ojo puesto en los requisi-
tos formales y el otro en las conclusiones materiales que
debían extraerse de su contenido. Pero al meter mano
en el fondo, los magistrados se pringaron con el semen
del violador, por más que se figuraran entre «meros
efectos dialécticos». Es verdad que el mundo sólo espe-
jea en la superficie de la lengua, pero no lo es que sólo
con palabras pueda pulirse su relieve. La verdad, cuan-
do no se sabe, es aún más difícil ocultarla. Esa mirada
bizca dictando este párrafo central:

Aun cuando la conclusión referida, tampoco ex-


cluye la comisión de los hechos por el acusado y
más si se tiene en cuenta que fueron dos hombres
los intervinientes en los hechos, lo cierto es que
ningún valor cabe dar a dicha prueba, por cuanto
la misma carece de los requisitos necesarios para
su validez y por tanto, aun cuando hubiera sido ra-
tificada en el acto del juicio oral, hubiera carecido
de valor probatorio.

La conclusión referida ya sabes cuál es: que los


marcadores genéticos de Ahmed Tommouhi no coinci-
den con los hallados en la camisa polo de N. Pero he
subrayado «y más» porque ahí está condensada la injus-
ta ceguera con la que el tribunal condenó a Tommouhi.
«Y más» es una locución adverbial que denota aumento
cuantitativo: aquí, la entrada en escena del segundo vio-
lador. Pero sin modificar cualitativamente el argumento
inicial: «Que la conclusión referida tampoco excluye la
comisión de los hechos por el acusado.» Ese «y más»
dice que aun si sólo hubiera habido un violador, ¡UNO!,
dicha conclusión no excluiría que Ahmed Tommouhi
pudiera ser el violador. Porque la sangre, que es lo úni-
co que riega la cabeza del tribunal, siempre podía ser de

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la chica. Ella misma había explicado al tribunal «que te-


nía sus ropas manchadas de sangre por una herida en el
labio». La chica, sin embargo, no podía ser también la
secretora del semen. En la conclusión referida, por tan-
to, el tribunal no ha detectado el semen: ¿cómo, si no, se
puede sostener que dicha conclusión no excluye la au-
toría de Ahmed Tommouhi aunque hubiera habido un
sólo asaltante, si su grupo sanguíneo («A») no coincidía
con el del semen del violador («B»)?
La entrada en escena del segundo violador no mo-
difica cualitativamente la conclusión del tribunal, aun-
que la hace más probable, según dice la sentencia. La ex-
presión «y más» denota el aumento de probabilidad que
supone que un segundo violador pueda aportar esa san-
gre. Pero no el semen, pues en ese caso, tratándose de
una condición sine qua non para que pueda afirmarse
que dicha conclusión no excluye la autoría del acusado,
nunca podría haber escrito el tribunal que sólo la hacía
más probable. Cuando al final del párrafo la ponente
afirma que «se ignora […] si a la misma [ropa] tuvo ac-
ceso el otro individuo que estaba con el procesado», está
pensando, naturalmente, en la sangre de ese segundo in-
dividuo. Además de ese uso de la locución «y más», otros
dos datos descartan que se esté refiriendo también al se-
men de la braga: la afirmación que a continuación sos-
tiene que el informe trata de «los análisis de sangre», y la
identificación de la ropa objeto del análisis como «cami-
sa polo de N.». Que el semen, y no la sangre, del copilo-
to que violó a G. hubiera manchado no ya la camisa
polo, sino que hubiera ido a parar a la zona vaginal de la
braga de su amiga N., deshidratándose en «una gran
mancha de esperma», según descripción pericial, eso
quizá ni siquiera este tribunal se hubiera atrevido, sin esa
ignorancia seca y escamada, a argumentarlo.
La clave por tanto no estriba sólo en la descalifica-
ción formal con que la sentencia descarta la validez ju-
rídica del peritaje. El tribunal estaba convencido de que
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el contenido material de dicha prueba tampoco podría


«en modo alguno» haber modificado su convicción:

La convicción formada, en base a las declaraciones


referidas, no hubiera podido en modo alguno que-
dar desvirtuada, por el resultado de la prueba pe-
ricial solicitada por la defensa.

¿Qué nuevo elemento, o indicio, tenía el tribunal


para descartar la práctica de una prueba que él mismo
había admitido cuando, antes de abrirse el juicio oral, la
propuso la defensa? Desde luego no el desconocimiento
sobre la cualificación profesional de los peritos —tam-
poco la conocía al admitirla— ni ninguno de los requi-
sitos sobre la recogida y análisis de los restos —la cade-
na de custodia era ya conocida por la sala antes de abrir
la vista—, ni ningún otro dato sobre la ejecución del
análisis, pues no se dio la oportunidad a los peritos para
que los detallaran. Había sólo un elemento nuevo que
reforzaba la convicción del tribunal para descartar el in-
forme: el convencimiento inmediato, oral y público de
las víctimas, y con ello se permitió discutir su conteni-
do, sin saber que era científica y jurídicamente insoste-
nible con su dialéctica efectista.

Lo anteriormente dicho, respecto a la prueba ins-


tada por la defensa, se dice a los meros efectos dia-
lécticos, por cuanto la autoría del procesado, como
se ha dicho, queda perfectamente acreditada por
las categóricas y terminantes declaraciones de am-
bas mujeres prestadas con tal seguridad y firmeza,
que la Sala, con la inmediación que comporta la
práctica de la prueba en el juicio oral, considera de
una total credibilidad para fundar en ellas la comi-
sión de los hechos por parte del acusado.

La perfección con que el convencimiento de las víc-


timas acreditaría la autoría de Tommouhi, los magistra-
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dos deberán reconocer al menos que está siempre supe-


ditada a lo que puedan decir los restos biológicos. Esos
meros efectos dialécticos a los que se entrega la ponen-
te sólo pueden concebirse en alguien que desconoce las
profundas causas biológicas que deberían haberlos de-
sactivado. El hombre que secretó el semen recogido en
la braga de la chica, y su cómplice, continúan impunes.
—Si esa persona está en la cárcel y yo dicté una
sentencia, será porque se ajustaba a derecho. Y si no,
para eso está el Supremo. Así que… —dijo Margarita
Robles al teléfono antes de que Tommouhi saliera en li-
bertad condicional. Me colgó antes de que pudiera ex-
plicarle que el recurso de casación nunca llegó al Tribu-
nal Supremo.
El abogado de oficio en Barcelona, Pere Ramells, lo
anunció oportunamente después de la sentencia, pero
los abogados de oficio están territorialmente circunscri-
tos. Correspondía a un abogado de Madrid presentarlo
ante el Alto Tribunal, y ninguno de los dos nombrados
por el colegio madrileño lo hizo. El fiscal del Supremo,
que es a quien correspondía en último lugar, tampoco.
El Supremo desestimó el recurso, sobre la base del inci-
so final del artículo 876 de la Ley de Enjuiciamiento
Criminal, y quedó desierto.
Ese inciso final del artículo 876, que preveía que
después de que el fiscal rechazara presentarlo, el recur-
so fuera desestimado automáticamente, había sido de-
clarado «preconstitucional y contrario a la Constitu-
ción» en 1988, pero seguía, cinco años después, sin co-
rregirse. Hoy está derogado. El Tribunal Constitucional
había juzgado que ese inciso podía desembocar en que
el derecho fundamental a la tutela judicial no se hiciera
efectivo. Ése es el caso también de Ahmed Tommouhi
en la causa de Cornellà, pues nunca tuvo noticia ni co-
nocimiento oficial ni de la excusa del primer abogado,
ni de la del segundo, ni de la del fiscal del Supremo, y
no pudo en consecuencia hacerle frente. Al igual que en
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el caso amparado por el Constitucional en 1988, «se


quedó no sólo sin recurso, sino sin Abogado, o, más
exactamente, se quedó sin recurso porque se quedó sin
Abogado y porque el Fiscal no fundó el recurso en su
beneficio» (STC 37/1988). El 14 de julio de 1993, el día
en que debía celebrarse la vista oral por la causa de
Gavà, Ahmed Tommouhi renunció a su entonces abo-
gado Pere Ramells. El Tribunal Supremo declaró desier-
to el recurso, anunciado por Ramells en Barcelona y que
nadie presentó en Madrid, al día siguiente.
Los nuevos abogados, Jorge Claret y Pedro J. Pardo,
nunca recurrieron esa decisión del Supremo ante el Tri-
bunal Constitucional. Cuando seis años después, sobre
la base del segundo informe de la Guardia Civil, presen-
taron el recurso de revisión integral, llamaron la aten-
ción sobre «los análisis de sangre» y discutieron la sen-
tencia, pero sin reparar en que los magistrados habían
pasado por encima del esperma. Al denegar la revisión,
en junio de 2000, el Supremo tampoco pudo en conse-
cuencia pronunciarse sobre este hecho desconocido
para el tribunal de Cornellà. Si no se repara en ese mo-
tivo interruptus del argumento original, y basta leer la
sentencia (sin anteojeras) para ver que el semen no apa-
rece por ningún lado —tratándose de un caso de viola-
ción omitirlo a sabiendas sería como pensar que los ma-
gistrados actuaron con ánimo prevaricatorio, y no es el
caso—, es imposible entender que su convicción, aun-
que formalmente hermética, está materialmente carco-
mida.

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