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PASOS ATRÁS

Edmundo Díaz Colmenares


1
Las carcajadas irónicas del destino tronaron en su subconsciente. Momentos
antes departía desprevenidamente con amigos de infancia en un bar del corazón
de la ciudad a donde llegara el día anterior.

Apenas había bebido tres o cuatro cervezas cuando un ventarrón y un


chasquido le golpeó fuerte en la nuca; hacia la espalda se dirigieron otros
fogonazos que interrumpieron de momento la música que aliñaba el ambiente. El
último impacto le dio en la sien izquierda, destrozó la corteza cerebral, batió la
masa encefálica y achatado el proyectil fue a morir en el duro cráneo en la parte
derecha.

la estampida de los contertulios le dejo solo, íngrimo solo, en donde como una
espiga segada por filosa hoz, se desplomó lentamente sobre sí mismo, llevándose
en el recorrido estrepitoso la silla en que estaba sentado y la mesa que tenía al
frente con botellas vacías. Al caer sobre las baldosas ordenadas que formaban
estrellas combinadas de colores, su cuerpo quedó a lo largo, algo encogido sobre
el lado derecho semejando una oruga y con las manos trataba en vano de
garfañear pedazos de vidrios partidos a medio cubrir con espumas y cerveza
derramada. Boqueó tratando de librarse de algo que trancaba su garganta y una
bocanada de sangre a borbollones, espumosa, manchó de tinte rojo dos baldosas
y media del piso.

Una corriente cálida de aire lo levantó llevándolo suavemente de un lado al otro


como una pluma arrastrada por el viento y fue a detenerse contra el cielo raso del
salón. Entonces me di cuenta que era yo.

Abajo entre el reguero de sillas, botellas y líquido, yacía entre los estertores de
la muerte el cuerpo que me acompañara siempre.
Una dimensión incomprensible se apoderó de mí y ya no me detuvo nada y el
tiempo y el espacio se fundieron en uno.

Un día azul y limpio, llega a mí mientras navego a gran altura, y el llano en su


infinitud, como una reina de belleza, se muestra todo a un instante, con su paisaje
de matas, caños achocolatados y praderas esmeraldinas, sobre las que pastan
impasibles vaquerías escoltadas por nevadas garzas.

Una mancha de rojas corocoras que vienen en esta dirección pasan a través de
mí sin que pueda hacer algo, apenas siento el aleteo sanguíneo en esta
inmensidad.

Quiero mirarme y no me encuentro. ¿Quién soy yo? ¿Qué hago aquí? ¡Esto está
hermoso, hermosísimo! ¡Qué ambiente tan agradable; qué bien me siento!

¡Oh! ¿Qué es esto? Algo algodonoso y blanquísimo me ha envuelto del todo.


¡Qué terrible, no veo nada, estoy ciego¡ ¿Y mi cuerpo? No tengo cuerpo; soy
pensamiento puro. ¿Estaré en la eternidad?
2
Debes colaborar con nosotros, me dijeron desde el comienzo. Tienes que ser
consciente con la causa del pueblo; tú también eres pueblo, conocemos muy bien
tu procedencia social.

Estaba cansado y desconcertado; había perdido el control de mis acciones y


pensamientos y me dejaba llevar a donde fuera, hasta el mismísimo infierno, si era
el caso. Desde que me retuvieron controlaron mis pasos hacia un rumbo
desconocido.

-Somos de la guerrilla -manifestaron- no debes temer; nada hay contra ti, pero
nos acompañarás.

El más pequeño de los captores me empujó suavemente por la espalda hacia el


jeep que nos esperaba a mitad de cuadra. Cuando llegamos al vehículo, ya estaba
encendido el motor y el conductor que nos esperaba callado y vigilante, arrancó
una vez me hicieron sentar en la parte delantera entre quien conducía y otro que
por llevar la iniciativa me hacía pensar en el jefe de ese comando.

El que iba en el puesto de atrás sacó un trapo, tal vez un pañuelo, oloroso a
sudor y humedad y me vendó. La oscuridad de la noche se volvió compacta,
pegajosa y sentí mi pobre humanidad aprisionada y limitada infinitamente por
estos tipos extraños que incomprensiblemente me llevaban no sé hacia dónde ni
por qué.

El calor del motor empezó a subir por la palanca de cambios y como hormigas
se metió por las mangas de mis pantalones, pasando por la cintura hacia arriba
hasta enredárseme en la cabeza; las ropas se me pegaron al cuerpo y la zanja del
pecho parecía quebrada de región montañosa después de la lluvia.
La oscuridad en esas condiciones me hizo sentir miserable, indefenso, poca
cosa.

-Al fin te encontramos, hace algunos días te buscábamos, pero no se había


presentado la oportunidad – dijo el jefe.

-¿A mí? –respondí a media voz.

-Claro que a ti -aclaró.

El silencio volvió a reinar y la incertidumbre continuó dueña de mí. Sólo el ruido


del campero se oía y al sentir que por espacios intermitentes detenía la velocidad
para acelerar luego, concluí que debíamos haber avanzado varias cuadras
cruzando semáforos. Algún rato después, el jeep había hecho varios giros a
derecha e izquierda y aumentando la marcha rodaba libremente por una carretera
destapada. –Hasta aquí fui yo –me dije mentalmente.

Ya más confiados de la captura que hicieran de mí, los acompañantes


reiniciaron el diálogo.

-Necesitamos encomendarte algo –dijo el jefe– ustedes los periodistas son


unos charlatanes; pero bueno, usted no es así; hemos visto sus escritos en la
prensa y en parte reflejan la verdad, pero no toda.
–Ustedes entenderán que no siempre podemos decir lo que pensamos –le
respondí.
-Lo entendemos bien; la sociedad capitalista por naturaleza es hipócrita. Esta
vez tendrá que decir algunas verdades; para usted no será riesgoso; simplemente
será portador de un mensaje.
-Maldición de maldiciones, por qué me escogerían para ese comunicado –
pensé con inquietud.
-Bueno, ustedes dirán –dije en voz alta– si quieren podemos hablar aquí de
una vez.
-No se preocupe, tiempo tendremos de sobra para hablar de todo, pero no será
aquí, sino en su debido lugar.
-¿Dónde?
-En el campamento.
-Me llevaron los demonios -pensé para mis adentros con la desesperanza del
caso.
-El socialismo tendrá que imponerse en este país del carajo –aseveró con
decisión el chofer.
-Es posible –respondí por no contrariarlo.
-No es que sea posible; es una necesidad inaplazable.
-Sí así es –asentí en forma lacónica.

En esas condiciones era imposible discrepar. En mi interior y teniendo en


cuenta los cambios dados por la política mundial, pensé que estas aspiraciones
revolucionarias ya no eran posibles.
-Pero usted no pareciera estar de acuerdo con nosotros -me increparon de
nuevo.
-Ustedes pueden tener la razón –respondí tratando de dejarlos satisfechos.
-Marx ya lo aseguró: el cambio dialéctico es una necesidad y un hecho
irrefutable; el capitalismo explotador debe ser reemplazado por el socialismo justo
y progresista.

El silencio reinó de nuevo.

Hasta entonces había permanecido rígido al lado de mis captores y al


incomodarme el pañuelo que manteníame vendado, levanté la mano derecha y
lo corrí un poco, descansando con el cambio de posición; a la vez me moví en el
asiento y estornudé.

-Ya vas cansado –dijéronme.


-Sí, un poco –respondí.
-Esto no es nada para lo que nos espera; debemos caminar algunas horas.

No hice observación alguna.

Habría marchado el jeep unas dos horas, cuando entramos por una senda
difícil por donde no había camino y el campero se estremecía sobre el duro
terronal de verano; luego debió pasar por encima de arbustos que le raspaban la
transmisión y el chasis, hasta que finalmente un tronco o algo así, impidió seguir
adelante.

-Aquí nos bajamos –ordenó el comandante.

Me indicaron que podía quitarme la venda y ya en pie miré en todas


direcciones. Como lo imaginara, estábamos en una trocha en medio del bosque y
apenas un resplandor de la luna esquiva en las alturas, señalaba por donde había
entrado el jeep.

-Tú caminas en mitad de la fila y no intentes escapar; sería una tontería


–amenazó uno de los guerrilleros.
-Como ustedes digan señores –aclaré.

El comandante Juan, como empezaron a llamarlo los compañeros, linterna en


mano, taladró la oscuridad en una dirección, en donde el follaje de espinas y
ramas dejaba ver una rendija entre esa espesura y con envidiable paso mudo,
como el de un gato, se coló por entre ella, haciéndose seguir de mí, que en la
primera chocada fui sorprendido por sendos lanzazos de espinas, uno en la frente
y otro en una mano. Perdí el poco de ánimo que me quedaba y dudé de momento
tratando de volver atrás.
-Adelante señor, debemos caminar rápido para poder dormir un poco en el resto
de la noche; de lo contrario no alcanzamos a llegar a tiempo al campamento –me
dijeron a la espalda.
-Esto está feo –manifesté con desaliento.
-Esto es el monte; aquí se viene a luchar, a sufrir y a triunfar –escuché de
palabras del comandante Juan que a cada momento nos agarraba ventaja.

Caminé indeciso tratando de seguir el resplandor del foco de la linterna. A los


lados las ramas nocturnas como seres invisibles me prensaban de la camisa;
atrás a menos de nada la respiración vigorosa de los otros dos me acosaba.
Defendiéndome con las manos y apartando tallos y bejucos quejumbrosos que
me agarraban como en una pesadilla, avancé por ese terrible sendero, hecho no
para todos los hombres.

Un silbo que salió de mis espaldas y se perdió entre la noche, detuvo al


comandante Juan que girando en u enfocó hacia nosotros.

-¿Qué pasó? –preguntó quedo.


-¡Espéranos un poco! –dice el último de la fila.
-¡Muévete más!... ahora es que hay camino por recorrer –nos ordena.

Lo alcanzamos y la marcha se reanudó. Habría transcurrido una media hora de


viaje por entre la insondable oscuridad, cuando llegamos a un paraje más
tranquilo y despejado; por lo menos no había tanto matorral y la manigua estaba
representada por frondosos árboles, altísimos, que a trechos dejaban colar parte
de la claridad irradiada por la luna. Me sentí un poco más calmado y toqué mis
partes heridas que para entonces se habían sellado con costras de sangre
coagulada; enjugué con la manga izquierda de la camisa, el sudor copioso que
goteaba de mi mentón.

-¿Cómo te sientes? –hablóme quien antes condujera el campero.


-Un poco cansado, pero estoy bien –le respondí.
-¿Qué opinas de este viaje?
-No sé porqué me escogieron a mí; en realidad no lo entiendo.
-Todo el mundo tiene que meterse en esta pelea para que triunfe el cambio,
haya igualdad, justicia y trabajo pa todos.

Callé de momento y reconocí en el acento a un coterráneo.

-¿Tú eres llanero? –le interrogué.


-Claro que soy llanero, pero eso es lo de menos. Esta lucha no es de los
llaneros, sino de todo el pueblo colombiano que tiene que acabar con este maldito
sistema.
-¿Creen ustedes ganar la guerra algún día?
-De eso no tengo la menor duda; en estos momentos ejercemos control sobre el
área rural del territorio.
-Pero deben ser conscientes que el país no es sólo esta región.
-Eso lo sabemos muy bien, pero tenemos nuestra estrategia.
-Ustedes no han pensado en la situación política mundial; Rusia ya no está
apoyando la revolución en otros países.
-Eso lo entendemos, pero nuestro lema es vencer o morir.
-No han pensado en acogerse a la reconciliación propiciada por el gobierno.
-Ni lo diga; nosotros sí somos revolucionarios.
-Otros grupos también lo han sido y sin embargo, han entrado al proceso de
pacificación.
-Esos son unos traidores de la revolución; unos cobardes.
-Después siguen hablando, -dice el comandante- ahora debemos continuar el
viaje para llegar antes de las dos.

El foco de la linterna iluminó en una dirección determinada y conocida por el jefe


y avanzamos en silencio detrás de él. Un animal nocturno, algún cuadrúpedo, se
espantó cerca del camino por donde íbamos y por algunos minutos en la quietud
de la noche preñada de silencio, escuchamos retumbar sus pasos, alejándose
cada vez en dirección imprecisa.

-Debe ser un cunaguaro -dijo el de acento llanero.


-Lleven listas las metras por si hace falta –recomienda el comandante.
-Vamos listos –responden los otros.

Rato después salimos a lugar despejado en donde la luna como una diosa
dormida sobre hilachos de nubes, nos miró silenciosa y triste, envolviéndonos en
su candorosa claridad. Era un espacio talado en medio del monte y sembrado de
maíz; así pude verlo con los destellos de la linterna y el recuerdo de momentos
vividos en la infancia campesina. Hacia un lado continuamos por el camino que
bordeaba la labranza y que debía llevarnos a donde otros hombres. No me
equivoque mucho, al escuchar ladridos. En el paradero, frente a una casita de
palma, fuimos atacados de cerca por un par de perros que estaban dispuestos a
no dejarnos seguir. El comandante persiguió con el rayo de luz a los cánidos que
gruñendo rabiosos se fueron retirando.

Continuamos adelante sin decir palabra alguna y bordeando una cerca de


alambre de púas nos adentramos por entre un platanal espeso y húmedo. La
oscuridad volvió y nos engulló y en sus intestinos apenas se escuchaban nuestros
pasos.

Percibimos un chillido agónico.

-Caminen con cuidado compas; cerca debe estar una serpiente comiéndose
una rana –dice alguien.
-Y bien cerca está –aclara otro-; toda esta vaina esta minada de culebras.

Las voces en la oscuridad, hicieron levantar en vuelo a varias aves que


apresuradas se estrellaban contra las ramas en violento aleteo desgarrando la
noche. Caminamos un cuarto de hora más por entre el monte; luego salimos a
sabana abierta. El cielo estrellado y su resplandor me reanimaron. Recordé
cuando aún vivía en la sabana con mis padres y todo era tranquilo y no había
llegado la subversión marxista a los llanos y nadie quería cambios en la política;
entonces, después de las cachicameadas regresábamos a casa tarde la noche,
acompañados de los perros cazadores; las estrellas eran hermosas y cubrían
todo el cielo y yo en mi afán de desarrollar el cálculo intentaba en vano contarlas.

Siendo la llanura una sola y mil caminos distintos, enrumbamos en línea recta
por entre el pajonal sabanero. El terrón estaba duro y las macollas de pasto a
ratos me hacían trastabillar; el comandante con la metralleta terciada al hombro
continuaba a la cabeza con pisadas seguras. Pasamos un banco de sabana junto
a una silueta que sobresalía del perfil plano que hacía pensar en una mata de
monte, para entrar luego en un terreno bajo en donde el pasto iba a ras de tierra.
Recordé los años de niñez y concluí que debíamos estar cerca de un caño. Antes
de llegar a las barrancas debíamos atravesar espinerales de cachitos que obligó
al comandante Juan a encender la linterna que había tenido apagada desde que
salimos a sabana abierta. Varias de las estocadas de las púas dieron en mis
manos al tratar de protegerme la cara. Cuando llegamos a la costa del caño y el
comandante enfocó abajo, hacia la corriente, varios chigüiros desde lo alto del
barranco se lanzaron al vacío pegando un agudo chillido en plena caída que
partió la noche en mil pedazos; el chasquido del agua se escuchó a lo lejos; la
tranquilidad volvió a esos parajes. El comandante alumbró en varias direcciones,
buscando una zanja por donde bajar y poder cruzar la corriente; con el destello de
los rayos de luz vimos varias bolitas de fuego en pares que emergían de las
aguas. Volví a recordar mis primeros años y supe que eran los ojos de las babas
que ya alertadas con la algarabía de los chigüiros, estaban pendientes de
nosotros. El comandante con la linterna descubrió corriente abajo, un paso de
ganados y hacia allí nos dirigimos en silencio, bajamos dejándonos resbalar sobre
el ripial del paso hasta llegar al borde de las aguas. El subversivo llanero
chapoteó duro sobre la corriente cerca de la orilla, tratando de espantar las fieras
que sin lugar a dudas agazapadas en el fondo del caño, debían estar
esperándonos.

Para darse ánimo hablaron en voz alta entre ellos mismos sin dirigirse a mí y
como siempre, el comandante desafiando el peligro rompió el agua con su pecho;
así con ropa y todo como veníamos, lo seguimos. Por ser verano el nivel estaba
bajo, no obstante nos llegó hasta la cintura en la parte más honda; yo continuaba
en el centro de la fila, afortunadamente, pero el susto me tenía los pelos de punta
al presentir que en cualquier momento nos atacaba el caimán, la culebra de agua
o el temblador. Con un poco de seguridad íbamos llegando a la otra orilla,
cuando el jefe adelante, dejó escapar un ay de dolor y se espantó tratando de
salir rápido del agua. Todos nos desbandamos alcanzando la orilla en fracción de
segundos. Al salir el comandante seguía quejándose y echándose sobre la arena
del barranco en convulsiones lastimeras se movía de un lado para otro.

-¿Qué le pasó camarada? –preguntaban inquietos los otros dos guerrilleros,


mientras le rodeaban más de cerca.
-Debió haberme jodido una maldita raya en el tobillo izquierdo.
-¡No puede ser que estemos tan de malas!
-Alumbremos con la linterna a ver qué fue.
-¿Dónde está la linterna? -preguntó el jefe.
-Usted la debe tener comandante; usted la traía.
-¡Ah… carajo!... debió habérseme caído al agua; aquí no la tengo.

Entonces sentí que en el batuqueo me había mojado todo y tenía las ropas
pegadas al cuerpo y para completar había perdido el zapato derecho. Al palparme
la media que había quedado pelada, toqué algo liso sobre el piso en la oscuridad;
era la linterna que se le había caído al comandante Juan.

-Aquí está la linterna -les dije una vez la levanté del suelo.

Yo mismo alumbré sobre la pierna herida del jefe y entonces pudimos darnos
cuenta que efectivamente debía haber sido el ataque de una raya que al ser
pisada por el comandante lo había picado en el tobillo, una vez traspasó con la
puya la dura bota de cuero, desgarrándole parte de los tejidos encima del talón.
Mientras yo alumbraba con detenimiento, los dos compañeros le quitaron la bota
al herido que se quejaba del agudo dolor que le taladraba toda su humanidad.

Bien sabía yo, por experiencias ajenas, que la picadura de raya era uno de los
dolores mas terribles a los que podía verse abocado el llanero en su lucha diaria
con el medio.

Acostado sobre la arenilla el herido se apretaba duro el tobillo; pasé la linterna a


otras manos para que siguieran alumbrando, mientras yo le chupaba la herida que
seguía manando sangre. Después de sacarle varias bocanadas de líquido tibio,
algo salado, entre todos procedimos a amarrarle una venda para impedir más
sangría. Allí estuvimos por más de media hora mientras el comandante se
recuperaba un poco, pero no fue así ya que el dolor lo seguía martirizando. No hay
duda que los guerrilleros son de hierro y estoicos ante los sufrimientos; fue así
como continuamos adelante, un poco lento, pero sin detenernos.

La noche seguía tranquila, estrellada y dueña del silencio y la oscuridad; la luna


por su parte se había escondido detrás de una masa gris de nubes.

Después del incidente del caño seguimos un rústico camino que facilitaba el
desplazamiento del comandante, que debía avanzar cojeando. A ratos los
compañeros a lado y lado le brindaban apoyo.

Sólo nos quedaba el resplandor de las estrellas en el firmamento y nuestras


pupilas se habían familiarizado con la noche. Debíamos haber caminado unas dos
horas y media, casi como las tres debían ser, cuando se acabaron los pastos y
terrones y cerca percibí la sombra alargada del monte que se volvía alto a medida
que nos acercábamos; me volví la incertidumbre y el miedo ante la maraña de la
manigua.
Antes de entrar al bosque entre todos revisamos al herido; a la luz de la linterna
observamos cómo la pierna le había seguido sangrando y la venda estaba
completamente empapada. Las estrellas y su resplandor se quedaron atrás y a
nosotros nos devoró el follaje, pero esta vez seguíamos el camino que a juzgar
por la percepción del llanero que desde el caño iba a la cabeza, debía ser
conocido. Marchamos media hora más por entre el monte y llegamos a un sendero
tranquilo de grandes árboles, despejados, donde otros caminos se cruzaban con
el nuestro en direcciones que morían en la noche.

Tres silbidos fuertes, intermitentes, que fueron respondidos de igual manera


desde la oscuridad, indicó que habíamos llegado al campamento. Murmullo de
voces se dejaron escuchar a lo lejos; avanzamos un poco más, siempre
enfocando con la linterna y entonces percibí varios mosquiteros que a trasluz
dejaban ver hamacas ocupadas, colgadas a lado y lado de los tallos de los
árboles; cuando nos acercamos, se aproximó el centinela metralleta en mano.

-¡Qué tal compañeros!... ¿Cómo les fue? –dijo refiriéndose a mis acompañantes.
-Bien por una parte y mal por otra –respondieron a una misma voz los tres.
-¡Comandante que le pasó! ¿Qué le pasó en esa pierna? –exclamó
alarmándose una vez se percató del herido. ¿Los atacaron en la ciudad? –insistió.
-¡No...nada de eso!... fue pasando el caño; por llegar más rápido no buscamos el
paso principal y nos tiramos al agua por una parte desconocida, con tan mala
suerte que al ir adelante me picó una maldita raya.
-¿Qué más les paso? –volvió a preguntar el centinela.
-Todo lo demás fue positivo –aclaró el comandante Juan.

Ante la conversación, los del campamento se habían levantado cada uno con el
arma terciada; entonces supe que dormían vestidos y calzados, con la metralleta
encima por si debían defenderse o atacar de improvisto. Nos rodearon y con
varias linternas encendidas simultáneamente, en forma minuciosa revisaban la
herida al compañero que en esos momentos ya se mostraba un poco calmado.

Las preocupaciones habían impedido que reparara en mi misma condición; me


palpé las ropas y estaban secas; recordé que al haber perdido en el caño el
zapato derecho, me había sido prestada la bota izquierda del comandante, una
vez lo atacó la raya. Ciertamente me había servido, pero al no ser de mi talla de
calzado y pie derecho, me había despellejado la punta del dedo gordo, al igual que
el talón. Entonces todo el cansancio del mundo llegó sobre mí a un mismo
momento; me dejé caer sobre un tronco seco que encontré en la penumbra.

-¿Quién nos hace compañía? –preguntó alguien refiriéndose a mí.


-Es el periodista que debe llevar el mensaje al gobierno.
-¡Ah... ya entiendo! –asintió conforme quien hablara.
El centinela buscó entre el talego que tenía colgado y sacó un envuelto en
plástico que desempacó hasta manipular un par de pastillas que le brindó al
herido.

-Con esto se te terminará de pasar el dolor... ¡tómalas de una vez! –le dijo.

No supe más de mí en aquel resto de noche. Sobre el mismo tronco que me


recostara, dormí apacible hasta que fui despertado por el canto de pajarillos que
volando de rama en rama, esparcían su trino musical, anunciándole a la
naturaleza que otro día en la cadena ininterrumpida del tiempo, nos brindaba
existencia, vida. Me di cuenta que bien o mal estaba vivo y seguía siendo alguien.
Moví mi cabeza que había estado quieta sobre un nudo del tronco y descansé al
cambiar de posición; miré alrededor y con la claridad de la mañana pude apreciar
a un lado varios mosquiteros colgados; frente a mí, cinco hombres barbados y
uniformados de verde, en esos momentos le daban mantenimiento a sus armas,
soplándolas por todos lados semidesarmadas y untándoles una sustancia que
sacaban de un pequeño tubo.

Hacia la derecha y al fondo sobre una planada que iba a morir sobre las
barrancas de un caño, tres hombres más cocinaban sobre una hoguera que en
esos momentos vomitaba una llama roja y abundante. Traté de incorporarme y
sentí el cuerpo molido; las piernas me dolían intensamente al menor intento de
movimiento. Al fin logré doblar la cintura y quedé sentado sobre el tronco; pude
entonces apreciar mejor el entorno; miré mis manos con algún cuidado y eran
muchos los rasguños que las surcaban en todas direcciones; mi camisa
especialmente en las mangas, estaba vuelta una coladora víctima de la estocada
de las espinas; otro tanto sucedía con los pantalones. Los pies me ardían como si
estuvieran siendo sometidos a la candela y en especial el derecho que había
tenido que transitar esos andurriales inhóspitos con calzado ajeno.

Los guerrilleros que tenía al frente, manipulando el armamento, fingían ignorar


mi presencia y se hacían los desentendidos. Transcurrieron algunos minutos antes
de que uno de los uniformados se dirigiera a mí. Si no hubiera sido por el acento
de la voz no lo habría reconocido. Ya sabía yo que el uniforme hace perder la
identidad y masifica al ser humano, pero mi buen oído me hizo ubicar enseguida a
este coterráneo llanero, conductor del jeep en que me habían capturado.

-¿Qué tal compita?...¿Cómo amaneció? –me dijo.


-Digamos que bien, pero muy maltratado; me duele el cuerpo terriblemente.
-A eso no le pongas cuidado; aunque usted se acostumbró a la vida de la
ciudad, recuerde que es llanero como yo; al fin y al cabo en este ambiente
nacimos y nos criamos; lo demás es paja.
-De todas maneras anoche caminamos mucho. Cuando nos bajamos del jeep y
nos metimos al monte, pensé que no iba a ser capaz, pero comprobé que el
hombre es la medida de todas las cosas.
-La vida nos pone pruebas duras.
-De veras que si.
Quise referirle algo sobre mi liberación, pero haciéndose el que no entendía, se
fue retirando hacia sus compañeros que seguían enfrascados maniobrando las
metralletas.

Volví a recostarme sobre el tronco y coloqué de cabecera la mano izquierda,


abierta y me di al pasatiempo de la imaginación. Bien se ha dicho que al hombre
se le puede quitar todo, menos su pensamiento y si mi cuerpo formaba parte del
patrimonio de esos extraños, mis ideas podían trascender y llevarme a donde
deseara. Recordé que había dejado sobre el escritorio antes de redactar
definitivamente, parte del material que debía llevar al periódico para cumplir con mi
obligación de columnista. Precisamente a esta hora debiera estar bañándome,
para luego desayunar de prisa y salir a la calle a torear las dificultades cotidianas.
Mi pequeña ciudad había dejado de ser tranquila para volverse complicada y de
anonimato y en el trajín del día debía andarse rápido, para que alcanzara el
tiempo. La burocracia de las oficinas públicas era una barrera impresionante para
nuestro desarrollo personal; allí había que llevar desde una sonrisa fingida hasta
una prebenda para poder gestionar con alguna rapidez cualquier documento o
alguna información pertinente a mi trabajo.

Un rayo de luz se coló por entre la espesura y fustigó mi rostro trayéndome al


presente. Debían ser algo así como las siete; quienes cocinaban los alimentos
para el desayuno habían terminado en esos momentos y entre dos bajaban la olla
que esparcía en todo el ambiente boscoso un vapor humeante aromatizado a
carne salada y seca revuelta con yuca. Me llegaron por encanto los recuerdos más
tiernos de la infancia cuando alrededor del fogón, con los otros hermanos,
acurrucados, esperábamos que mamá terminara de cocinar el sancocho y nos
sirviera mientras papá se entendía con lo de las vacas y becerros de ordeño en el
corral.

-¿Quieres desayunar? –me dijo una voz femenina sacándome de mis


cavilaciones.

Miré hacia donde hablaban y me encontré de frente con una mujer uniformada al
igual que los demás.

-Si me dan algo les agradezco; tengo hambre –respondí secamente.

En realidad bien poco me importaba comer en aquellos momentos; aunque


había entretenido el pensamiento en variadas cosillas, mi problema real era el de
cómo iba a salir del secuestro.

Al momento la guerrillera volvió con un plato de peltre lleno de sancocho


humeante, que recibí con cuidado, agarrándolo de los bordes y que fui a colocar
sobre el tronco en donde estaba sentado, poniéndome en cuclillas frente a él,
dispuesto, una vez se enfriara un poco, a consumirlo. Miré en redondo; ya habían
recogido los mosquiteros con las hamacas; sólo quedaba una, la del comandante
Juan que acostado, en silencio nos miraba.

Hasta el momento no había reparado en el físico de mis captores. Mientras


sorbía por un borde del plato el caldo, observé los del frente que con el sancocho
en la mano, también hacían por la vida. Eran hombres pálidos, marchitos, la
mayoría barbados y de cabellos desordenados tapados a medias con una
cachucha verde como el uniforme; las duras botas de cuero se tragaban parte del
arrugado pantalón. Había varias mujeres que por llevar el pelo recogido y tapado
con la gorra, era difícil diferenciarlas de los varones.

Parecía que las labores cotidianas eran desarrolladas por igual, sin tener en
cuenta la condición del sexo. Iban y venían de un lado para otro. Traté de buscar
con la vista alguna choza o algo que les sirviera de protección para la época
invernal, pero no había nada; sólo los gigantes guamos con su exuberancia
abrigaban buena parte del campamento. En la época de lluvias debía ser cruel
permanecer allí sometidos a la intemperie e inclemencias del medio ambiente.
Pensé que mientras en las ciudades se disfrutaba de bienestar y comodidades,
estos guerrilleros, también colombianos como yo y como el Presidente de la
República sobrellevaran este régimen de vida, fugitivos de la ley, proscritos de la
sociedad, convictos de la jungla y la soledad, matando y haciéndose matar con
razones o sin ellas. La guerra y la lucha política los había acorralado hasta esos
montes intrincados llenos de peligros. La ilusión de lograr coronar un mundo más
justo y humano para todos, alimentaba el sueño de su abnegada brega. Estuve
tentado a acercarme a ellos y decirles que sus aspiraciones ya no eran posibles;
que inútilmente sufrirían entre esos montes y que el estado y sus instituciones,
ciertamente maltrechas a momentos, día por día se restablecía y reprimiría hasta
vencer; que ahora más que nunca el aparato democrático – capitalista era fuerte y
que les gustara o no la lucha armada estaba mandada a recoger en un país harto
de violencia y muertes. No me atreví a decirles nada y con sobrada razón; me
tomarían como enemigo de la revolución y posiblemente se me haría un juicio
revolucionarios que culminaría en asunto de minutos con veredicto final de
fusilamiento por conducta burguesa. Seguí callado y volví con mis problemas.
Pero qué boberías las mías; en una situación como ésta en que me encuentro, mi
vida en un hilo, dependiendo a plenitud de los captores y sin embargo, haciendo
meditaciones políticas de esta naturaleza; este es el colmo del absurdo. Más bien
debo ir pensando en cómo salir de este infierno verde.

Había tomado todo el caldo y apenas quedaban en el fondo del plato pedazos
de huesos carnudos y yuca; metí la mano derecha para rematar con todo.

Quien terminaba de comer, con el plato en la mano, caminaba hacia el lado del
fogón, bajaba por la zanja del camino e iba a lavarlo en la corriente del caño que
les servía de única fuente de abastecimiento de agua. Yo los veía pasar
silenciosos, con la cara agachada, meditabundos, seguramente reflexionando
sobre grandes proyectos políticos.
El fogón que antes ardiera con impetuosidad, había perdido las llamas, y del
brasero, compactas nubes de humo en espirales se elevaban, embriagando en su
paso el follaje de guamos
.
Había terminado del todo con mi ración y me disponía al igual que los demás, a
levantar el plato. Un ruido de motor a lo lejos anunció la presencia de una
aeronave; sentí algún entusiasmo al recordarme la ciudad. El tableteo en las
alturas, cada vez más cerca, identificó el veloz giro de las aspas del helicóptero.

-¡Retirada...retirada...nos han visto! –gritó a todo pulmón alguien.

La desbandada fue instantánea.

En la confusión y las carreras no entendí todavía que pasaba. Una explosión


estruendosa despedazó la copa del árbol debajo del cual estaba colgada la
hamaca del comandante Juan. El estrépito se repitió simultáneamente en varios
puntos del campamento. En donde estuviera el fogón cayó una guanábana que en
mil añicos levantó la tierra en todas direcciones; me sentí aturdido.

Por algún rato más, escuché explosiones muy cerca que fueron completadas
con ráfagas de armas. No podía ver y al tratar de correr me enredé y caí; me
levanté e intenté de nuevo alejarme de allí, pero volví a dar en tierra; me arrastré a
tientas; escuché en los aires el revoloteo de otros helicópteros sobrevolando en
círculo.

El olor a pólvora, savia de árboles y tierra, mezclados, impregnaba el ambiente.

Yo seguí en total oscuridad moviéndome a gatas. Sentí disparos seguidos muy


próximos y el pedazo de tierra sobre el que me encontraba vibró fuerte; un latigazo
en el hombro izquierdo me derribó del todo y quedé de bruces sobre el polvo.

-¡Quieto o lo mato! –gritaron cerca de mí.

No entendí que pudiera ser conmigo.

-¡Tire el arma y ríndase...está perdido! –volví a escuchar.

Aún dudé que se refirieran a mí y en la confusión traté de incorporarme, pero al


afianzar en el suelo la mano izquierda un dolor agudo me produjo desmayo y caí;
así quedé un momento aturdido hasta que algo metálico y caliente empujó mi nuca
hacia abajo.

-¡Tire el arma cabrón le dije! –gritó alguien en tono imperativo encima de mí,
mientras seguía empujándome por la nuca hacia abajo.
Me convencí que era conmigo. Escuché otros pasos que se acercaban.
Continuaba sin ver nada y el dolor del hombro se había generalizado a todo el
lado izquierdo.

-¡Al fin te cogimos desgraciado!... Ustedes creen que toda la vida se podrán
burlar del ejército de Colombia y están muy equivocados –escuché de una voz
arrebatada.
-¿Señores...yo soy periodista! –les interpelé desde el suelo.
-¡Escuchen soldados...ahora este carajo resultó ser periodista! –manifestaron
irónicamente.

Después de una breve pausa volvió el tropel contra mí.

-¡Díganos cuántos eran sus compañeros y hacia dónde se dirigieron!


-¡Señores les repito, yo no soy de ese comando guerrillero! –les dije.
-¡Ah...! ¿De cuál comando eres, entonces?
-De ningún comando; yo soy periodista, yo no soy guerrillero.
¡Cobarde! –escuché.

Sentí un golpe seco en el pecho que me levantó y tiró boca arriba; recuperé la
visión a medias con el trastazo y vi que encima y alrededor tenía varios soldados
camuflados que me apuntaban con sus armas; uno se adelantó y me empujó con
la bota.

-¡Diga la verdad asesino, no se niegue porque no nos va a comer a cuento!


-¡Señores yo soy periodista les he dicho! ¡Esa es la única verdad!

-¡Quién ha dicho que los periodistas andan en estos montes; no andará


haciéndole entrevista a los tigres de estos coñales!
-¡No señores, por supuesto que no! Lo que pasó es que anoche después que
salí de un billar en donde estuve jugando un rato, fui arribado por dos
desconocidos que manifestaron ser subversivos y me condujeron en un campero
hasta la costa de un monte, desde donde caminamos hasta aquí.
-Ese cuentico no se lo cree nadie –dijo quien parecía ser el jefe.
-Lo que les digo es la verdad.
-¡Qué verdad ni que nada, párece y vámonos!

Mientras me ponía de pie, un soldado palpó todas mis ropas buscando algún
arma; ya erguido sentí que mi hombro izquierdo me pesaba y entonces lo vi
bañado en sangre; debía estar herido. Me empujaron de mala gana en una
dirección.

-Llévense esos uniformes que están colgados en esa rama y alguna de esas
hamacas; miren, aquí dejaron caer estos dos proveedores, necesitamos pruebas
-ordenó el superior a sus subalternos.
-¡Si mi cabo! –respondieron varios soldados a la vez.
-Al resto le pueden dar candela.
-¡Como ordene mi cabo! –replicaron los soldados.

Me llevaron por delante empujándome con los cañones de las armas; arriba el
tableteo de las hélices de los helicópteros seguía impresionando. A unos
trescientos metros, en un claro entre el monte, esperaba un pelotón de soldados
rodeando otra aeronave que como una libélula y con el motor en marcha, estaba
lista para despegar en caso de emergencia. Me indicaron que debía acercarme al
aparato, agachándome para evitar la acción de las aspas que seguían girando
con todo poder. Los soldados colocados a lado y lado de la puerta, como en fila,
seguían apuntándome. El brazo con la sangría, me había bañado de rojo todo el
lado izquierdo. Con la mano derecha me agarré del borde de la puerta, pisé la
escalerilla y subí al helicóptero. El pájaro de acero se encumbró por los aires
verticalmente y ya en las alturas pude mirar los estragos causados por las bombas
lanzadas contra la inocente naturaleza.

En pleno vuelo el mismo suboficial que antes me interrogara, reinició la


pesquisa.

-Te advierto que más te conviene decirnos la verdad; con nosotros no tendrás
problemas; te protegeremos si es el caso.

-Cabo, les he dicho la verdad.


-No digas tonterías; dime como se llama tu jefe.
-¿Cuál jefe?
-Te estás haciendo el inocentico, pero te aseguro que nadie te va a creer tu
cuento y esto se te va a ir hondo; nos vas a pagar caro todos los soldados y
policías que has matado; ya veras que sí.

Un huracán fugaz me consumió de súbito; navegué en el vacío inmemorial de


los siglos; en hálito fundido en la nada pasé a través de las personas que en
círculo presenciaban un cuerpo tirado en un ambiente conocido. ¡Dios mío Señor,
soy yo! ¿Estaré en la eternidad?
3
No se viene dos veces a esta vida, le dije a Lucero.

Ella me miró con tristeza y quise en ese momento haberme apropiado de sus
pensamientos, conocer los sentimientos que había albergado ese corazón
insondable y silencioso en los últimos días y gritar para que todo el mundo oyera
que era imposible que un amor como el nuestro llegara a donde había llegado.

-¿Qué quieres que haga? -me respondió.


-No sé que al menos digas algo, que me insultes aunque sea -le reproché.
-¿Para qué? ¿Qué ganaríamos?

Recordé el pensamiento: Todo se puede esperar del tiempo y de los hombres.


Lo había olvidado. Los buenos momentos de la vida nos embriagan con sus
dulzuras y la reflexión humana, tan humana, sin darnos cuenta siquiera, es
desechada al rincón del olvido, a las reconditeces de lo que puede ser, pero que
no está presente. Quise en esos momentos estrujarla y arrancarle esa incógnita
que debía tener por dentro, inalcanzable a mí.

La sala en donde teníamos nuestras cositas, los modestos muebles, el viejo


equipo de sonido con los parlantes a lado y lado adornados con porcelanas
despedazadas, constituían el hábitat en donde nos reuníamos espontáneamente
con Lucero a hablar de los proyectos, de nuestros proyectos, con los cuales
alimentábamos ilusiones y nutríamos esperanzas.

Tejiendo posibilidades puntada a puntada dejábamos llevar nuestros deseos a


soluciones que colmaran esas aspiraciones que todo ser humano como proyecto
de vida tiene, por humilde y anónimo que sea, no importa que nunca las realice
pero jugueteando con ellas mata el tiempo, se caramelea y trata de caramelear a
los demás.
-Cuando terminemos de pagar la casita, vamos a ahorrar para ir a conocer
parte de Europa -me había dicho la otra vez.
-Sería maravilloso -le respondí con entusiasmo.
-Para ese viaje vale la pena cualquier sacrificio -insistió.

Esa misma tarde sacamos las cuentas de las cuotas que teníamos pendientes
con la financiadora de la vivienda, hicimos los cálculos de los ingresos que
percibiríamos durante los próximos tres años y dejándonos llevar por el deseo,
concluimos que después de ese tiempo, habiendo pagado lo pendiente, bien
podíamos acumular parte de las modestas entradas y ahí si, en jet hasta España y
en tren y buses recorreríamos el ansiado y remoto continente europeo. Hasta
nos atrevimos a hacer conjeturas sobre la tradición histórica de Grecia, sobre los
monumentos romanos de los tiempos de gloria y sobre las bellezas paradisíacas
de los Alpes Suizos y nosotros allá disfrutando de todo. Desde la salita asistimos
emocionados a una competencia de esquí sobre las algodonosas montañas
Suizas, donde nosotros agarrados de las manos, haciendo salpicar la nieve a lado
y lado, rodábamos en subidas y caídas sobre esos parajes hechos sólo para la
diversión y el placer.

Lucero como toda mujer era práctica, en cambio yo era más idealista. Gracias a
su iniciativa y perseverancia nos habíamos hecho a la casita. Ella siempre me
decía que había que conseguir algo propio en donde hacer la vida a nuestra
manera, sin estorbar a los demás y vernos en la obligación permanente de vivir
con los gustos ajenos. Por eso mismo nos separamos de la casa de los suegros;
también hubo problemas desde el comienzo porque no nos quisimos casar por lo
católico. La mayoría de las parejas viven pendientes de la conveniencia y del qué
dirán. Pero nosotros decidimos casarnos ante el juez al estar convencidos que
para vivir juntos y amarnos no era necesaria la amenaza del sacerdote, hasta que
la muerte los separe. Por eso los suegros nos toleraron y nosotros a ellos hasta
cierto punto, pero no estaban muy contentos y sostenían que el matrimonio civil
era para los irresponsables y libertinos. Para completar no estaba en nuestro
proyecto de vida tener hijos, al menos a corto plazo, hecho este que debía
confirmar sus conjeturas. Cuando nos vinimos de allá, descansaron; al menos les
desocupamos parte de la casa que bien pudieron ocupar con otras cosas más
suyas.

Recuerdo cuando conocí a Lucero. Fue en una algarabía de gentes, eso que
llaman baile. Ella danzaba con quien la invitaba y de ese anonimato, sin darme
cuenta, aparecí yo. Bailamos como cualquier pareja; al terminar la primera pieza
musical, interesado en conservar mi diversión, le hablé de cualquier cosa, tal vez
le pregunté el nombre y la actividad que ocupaba su vida. Uno nunca sabe que
esas palabras, quizás torpes e insignificantes con la que se inicia una
conversación, servirán de anzuelo con el que se pesca una amistad que puede
durar toda una vida.

Ella era una chica espontánea, pero seria. Yo que a veces he creído ser
tomapelo, al analizarme un poco, he sabido que tengo más de adusto que de
libertino y supe aproximarme a ese mundo extraño y agradable que era Lucero.
Bailamos juntos desde entonces y en silencio prometimos ser el uno para el otro,
al menos por esa noche de disipación. Las arremetidas de los otros jóvenes no
dieron en ella y al final de la fiesta, agarrados de la mano fuimos a sentarnos
afuera sobre el andén de una casa vecina. Entonces me enteré que Lucero igual
que yo estaba terminando el bachillerato. Así comenzó todo.

Luego seguimos viéndonos y muchas tareas del colegio las compartíamos; por
ella hasta llegué a interesarme por las matemáticas para ayudarle a resolver los
ejercicios que le dejaban de tarea; si antes el cálculo me parecía horrible, ahora
hasta se había vuelto interesante. Qué cierto es que el amor hace maravillas.

Nunca más volvimos a bailes, sino hasta la fiesta de su grado, pero nos
habíamos seguido viendo con frecuencia.

Como cualquier joven, no había pensado con cabeza fría sobre mi futuro, pero la
amistad con Lucero y las expectativas de que al finalizar la secundaria cada quien
debía ocuparse de sus propias cosas y tener que separarnos, me hizo decidir
sobre el rumbo que debía irle dando a mi vida. El factor dinero decisivo en estos
asuntos me limitaba y fui haciéndome a la idea de estudiar algo corto que me
permitiera trabajar pronto. Pensé en hacer un curso de pilotaje pata conducir
aviones ya que me fascinaba la altura, pero los recursos familiares no alcanzaron
y me vi forzado a desechar esta idea.

Lucero por su parte, buscando por sí misma, se había colocado como profesora
de primaria y estaba trabajando en una escuela rural cercana a la ciudad.

Un día cualquiera fui invitado a escribir para un periódico de la ciudad y se


despertó en mí como una fiebre, el deseo de plasmar por escrito mis inquietudes y
ya no me importaron las otras cosas.

Seguí viéndome con Lucero todos los días en las tardes cuando ella terminaba
las clases y yo iba a esperarla para acompañarla hasta la casa. En una bicicleta
nos veníamos montados los dos y ella me contaba sus primeras experiencias en el
campo de la docencia y yo la escuchaba con atención, mientras pedaleando por
entre el camino lleno de curvas y huecos nos acercábamos a la ciudad. En este
trajín compartimos la amistad por varios meses y a la par con este noviazgo
informal, yo había seguido escribiendo con todo ánimo y aunque no percibí al
comienzo ningún salario por ello, me agradaba ver mi nombre y mis ideas en el
periódico; quise hacer de ese trabajo el oficio de mi vida y me involucré más en él.

Lucero se enamoraba cada vez más de su labor pedagógica y el trato con los
niños la hacía feliz; siempre me contaba con satisfacción como le iban
progresando intelectualmente los párvulos.

Ambos éramos muy distintos en nuestros gustos; a ella le interesaba su trabajo y


a mí el mío; sin embargo, nos estimulábamos mutuamente. De veras que a mí
nada me importaban los niños y las niñerías, pero apoyaba a Lucero en su labor y
ella correspondía de buena gana, sugiriéndome cositas en los comentarios que
escribía: que esto te queda mejor así; que te faltó esto o lo otro; mejor debieras
decirlo así.

Cuando salíamos a las fiestas después de casados, ella prefería permanecer a


mi lado y participar en la charla; sin embargo, no eran estos sus gustos y le
fascinaba bailar mucho y hablar poco, pero sobrellevaba mi temperamento para
que no me fuera a sentir mal o a sufrir de celos, o simplemente generar
comentarios entre los asistentes.

Ahora que hablé de celos, un año después de casados, tuvimos un serio


altercado que casi provoca nuestra ruptura. Los celos son una maldición para el
amor y suscitan unas dudas y obsesiones descabelladas e irracionales. Si una
madre se siente contenta y halagada porque le quieren y le miman a su hijo y
corresponde agradecida de la mejor manera, así mismo debiéramos, no odiar a
quien se enamora de nuestra mujer, sino lograr su amistad ya que con él se ha
tenido el mismo gusto. Decía, el amor erótico es egoísta y yo como cualquier ser
humano formado por sangre, pelos, uñas, tendones, carnes y huesos, me sentí
muy mal y estuve a punto de dejarla.

Todo comenzó con esas malditas llamadas telefónicas; no fueron sino tres o
cuatro, pero mi malicia de indio que llevo por dentro, me hizo poner al acecho. De
las charlas telefónicas que Lucero sostenía con una voz femenina, intuí, que
debían ser mensajes en clave enviados por una tercera persona. Al momentito
surgía la imperiosa necesidad de ausentarse de la casa, aludiendo motivos que
nunca me convencieron. El demonio de los celos como una fiera de poderosas
garras me destrozó por dentro, anuló mi entendimiento y la obsesión de
encontrarla en brazos de otro me martirizaba hasta hacerme enloquecer y perder
el control. Comencé a seguirla a escondidas. Para entonces ella había sido
trasladada de la escuela en virtud de sus méritos y alguna palanca que logramos
conseguirnos en la secretaría de educación; la habían ubicado en la zona
urbana, en pleno corazón de la ciudad. Hasta allí, impaciente, antes de que
terminaran sus clases, iba y me sentaba en un café estratégico desde donde
espiaba sus movimientos una vez soltaban a los niños y ella debía salir hacia la
casa. Nunca vi nada extraño y agarrada de la mano de un chico vecino caminaba
las veinte cuadras que la separaban de donde vivíamos. Yo detrás, ocultándome
entre el tumulto de la gente que iba y venía, la seguía, desesperado, ansioso,
pendiente a ver si se encontraba con alguien. Pero ella que sabía de mi estado de
depresión, debía cuidarse.

Una tarde, luego de una llamada, discutimos abiertamente y cansado le prohibí


salir, pero no me hizo caso y se fue contra mi voluntad. Entonces no aguanté más
y exploté mi resentimiento y mi veneno comprimido durante esos aciagos días.
Cuando regresó por la noche me encontró hecho una fiera y sin pensarlo siquiera,
la agredí a golpes, dándole hasta el cansancio; luego la obligué a acostarse a mi
lado y durante toda la noche la insulté tratándola de puta. No pudimos dormir y ya
en la madrugada la hice prometer que me llevara ante las personas con quien
había estado en la tarde y se aclararan en mi presencia los hechos que la habían
tenido ausente. Hasta allá llegó mi locura obsesiva.

Durante todos esos días, percibí en sus gestos, aun en los más sutiles, los
signos de la traición.

Los nefastos celos despertaron ese amor de macho impetuoso y a cada


momento, con furia y desesperación alimentada por el presentimiento de perderla,
la llevaba hasta el cuarto, me desnudaba y la desnudaba y la poseía
ardientemente, bregando en el éxtasis a hacerla confesar sus traiciones; pero sus
respuestas aun en estos momentos fogosos eran las mismas: -Yo te quiero;
nunca te he sido infiel; contigo soy feliz; soy sólo tuya-.

En mi arrebato de celos, hasta concebí la idea de hacerla retirar del trabajo para
que estando siempre a mi lado, no pudiese pertenecerle a otro. En las noches
tormentosas eso decidía, pero la claridad del día que ilumina el entendimiento y
hace posible lo posible, me demostraba que por necesidad ella debía seguir
trabajando.

También estuve tentado de devolverla a la casa paterna y en presencia de sus


padres echarle en cara el problema, haciéndola responsable de todo, pero no fui
capaz. De todas maneras no habría probado nada en su contra; entonces decidí
seguirla queriendo ya que si alguien la quería, yo la quería más y debía seguirme
perteneciendo.

El amor humano es así de raro e incomprensible; queriéndola tanto, la había


maltratado física y espiritualmente y la había humillado hasta la saciedad y el
martirio. La pobre me había soportado en silencio, tragándoselo todo con
resignación y siempre me dijo que mis conjeturas eran infundadas y que había
sido injusto al suponer cosas que no eran, ya que ella no tenía necesidad del
afecto de más hombres, pues con el mío le bastaba y sobraba.

En mis ratos de reflexión le encontraba la razón y me maldecía por salvaje e


injusto, pero a la vez me justificaba al saber que si el entendimiento eso me decía,
mi corazón como el de cualquiera era ciego y no obedecía a los mandatos de la
mente, sino a una fuerza que estaba por encima de toda lógica.

El tiempo se encargó de darle la razón a Lucero y con el transcurrir de los meses


se borraron los malos recuerdos y creo que ella perdonó mis ofensas y yo no volví
a fastidiarla.

El matrimonio nuestro fue algo especial. Recuerdo que los suegros se


opusieron al considerar que no era suficiente con que estuviéramos enamorados,
sino que debíamos pensar en donde íbamos a vivir y de qué. Lucero seguía
trabajando en el magisterio y yo para arriba y para abajo con lo de los periódicos,
pero ellos consideraban que debíamos definir un mínimo de seguridad económica
que nos garantizara la supervivencia sin llegar a extremos de necesidades, pero
nosotros sólo pensábamos en estar juntos; así son los caprichos del amor.

Una noche, recuerdo que a las once y media, después de un apretado encuentro
de caricias y besos, tocamos el tema del matrimonio. Yo tomé la iniciativa y
ardiendo de deseos le dije: -¡casémonos Lucero... ya no aguanto más esta
situación a medias¡. Ella se quedó callada por algunos segundos y me
respondió: -he pensado mucho en eso, pero debemos esperar un poco; tú debes
conseguirte un trabajo que sea mejor remunerado y fijo.

Contrariado me retiré de ella.

-No sea tan pragmática; no sólo de pan vive el hombre -le dije.

-Y tú no seas tan idealista; el hambre y las dificultades económicas acaban


hasta con el amor más grande -respondió.

Lo dijo con tanta seguridad que me desarmó de plano y preferí cambiar de


conversación.

Día por día ese amor, platónico al comienzo, fue volviéndose una caldera de
pasión en donde se cocinaba a altas temperaturas los deseos de nosotros. Por
eso ni más volví a insistir en asuntos de matrimonio, al estar seguro que Lucero
era mía y seguiría siéndolo por mucho tiempo más. Lo nuestro era algo que ya
había sido decidido por la vida y las circunstancias.

Nos casamos ante el juez, sin más ni más. Fuimos los dos solos y en presencia
de algunos testigos firmamos nuestro compromiso de querernos, ayudarnos en
las buenas y en las malas y criar responsablemente los hijos cuando llegaran.
Los suegros y mis padres que no compartieron esta decisión, no nos
acompañaron a la boda; tampoco nos importó esto; al fin y al cabo la
responsabilidad nos la echábamos encima nosotros y no ellos.

Lucero consiguió que nos permitieran vivir en su casa y los suegros así lo
habían hecho, naturalmente de mala gana.

Yo sabía que ellos hablaban mal de mí y me tenían por un vividor sin


aspiraciones y sin porvenir, para desgracia, arrastrando a Lucero a un futuro
incierto.

Vivimos algún tiempo donde los suegros y mal que bien ellos nos colaboraron
brindándonos albergue. Eso si, nos tocó, especialmente a mí que era el extraño,
habituarnos a sus gustos y costumbres. Como ellos eran comerciantes de ropa,
permanecían desde temprano en el almacén y cuando regresaban por la tarde a
casa querían tener calma y les fastidiaba cualquier ruido que se hiciera. Al
principio para mí fue incómodo ya que me gustaba escuchar música, pero de
acuerdo con el refrán, a donde fueres haz lo que vieres, supe acoplarme a esta
exigencia; además ellos tenían la razón al estar en su casa y desear tener
tranquilidad, al menos durante la noche.

Hubo otro inconveniente más traumático que era el ocasionado por el ruido que
hacía la máquina de escribir cuando me tocaba estar hasta tarde la noche
dándole a las teclas, redactando noticias y comentarios que debía entregar a la
redacción a la mañana siguiente. Mi suegro indispuesto, se paraba, caminaba de
un lado para otro, iba hasta la sala, bostezaba y estornudaba duro para que lo
oyera, llegaba hasta la nevera y la abría y aunque la vasija estuviera llena,
maldecía a todo grito, preguntando que por qué no habían puesto a enfriar agua.
Hubo veces que me tocó dejar un comentario periodístico para el siguiente día,
por no seguir contrariándolo. Entonces apagaba hasta la última bombilla de la
casa y dándose por bien servido, se acostaba tranquilo. Pensándolo ahora, si yo
llegara a ser suegro, sería más jodido e intransigente.

Mi suegra era una viejita más condescendiente y cuando podía le llevaba


cualquier detalle a Lucero; algo de comer, cualquier cosita. Al fin y al cabo era
mamá y sólo se tiene una mamá. Ella aconsejaba a Lucero diciéndole que hablara
conmigo y me hiciera ver que ese trabajo no era suficiente para progresar y salir
adelante, ya que de amor al arte nadie vivía. Viendo mi manera de ser y mi poco
interés por los asuntos lucrativos debió haberme cogido menos aprecio, pero por
amor a su hija me toleraba, preocupada quizás, que por venganza me la llevara a
vivir lejos.

Las madres tienen un tacto y un olfato muy fino y por los hijos son capaces de
cualquier cosa. Cuando tuvimos los problemas originados en mis celos, ya nos
habíamos ido de donde los suegros y aunque Lucero trató por todos los medios
de impedir que los comentarios trascendieran, algo debieron enterarse y la suegra
estuvo seria conmigo por algunos días. El viejo no se dio por aludido; creo que él
quiere muy poco a los hijos y ni le van ni le vienen sus problemas; seguramente
pensará que con haberlos ayudado a criar ha cumplido y le basta.

Cuanto he querido y sigo queriendo a Lucero. Considero que aún con las
privaciones que nos han acompañado hemos sido felices. Y no es que yo sea tan
conformista, pero engañoso es pedirle a la vida mejores cosas, pues en últimas
no hemos venido a este mundo a gozar, sino a sufrir.

Sin que fuera nuestro deseo ella quedó embarazada algunos meses después de
casados. Habíamos hecho todo lo posible planificando para evitar echarnos
encima esa responsabilidad, conscientes que traer hijos al mundo así por así, no
era provechosos para nadie. Sin quererlo nos vimos con ese tremendo lío y qué
más íbamos a hacer: frentearlo.

Ella cambió su aspecto físico notablemente; se le cubrió de manchitas su cara


y se volvió pálida, marchita y de mal genio. No le gustaba casi nada; perdió el
apetito y a ratos salía con las extravagancias más exóticas: que quería comida
marina, cuando no era la costumbre y en los restaurantes no se vendían estas
clases de alimentos; que debía haberle llevado un manojo de rosas, cuando ni en
época de noviazgo lo hice; que si le sonreía era que estaba pensando en la otra y
me burlaba de ella porque estaba fea pero que ya se le pasaría y se desquitaría y
otra cantidad de cosas con las que siempre me sorprendía.

Pobrecita la pobre, yo la comprendía y trataba de no contrariarla. Hubo


momentos en que al llegar a casa la encontraba llorando y alarmado le preguntaba
sobre el motivo de su llanto y ella eufórica respondía que yo no la quería y que si
era cierto que me iba a ir, fuera rápido y que quemaría mi ropa. Yo la escuchaba
con paciencia y pensaba que ciertamente un hijo, aún sin llegar, transforma la
vida de las personas.

Todo lo que ella pensaba y la martirizaba eran suposiciones. Naturalmente yo


no era un santo y hubo una redactora compañera de trabajo con la que nos
llevamos bien por algún tiempo y de vez en cuando nos echábamos las
escapaditas y a solas hablábamos algo más que de noticias y actualidad, en la
oscuridad de una discoteca que quedaba al otro extremo de la ciudad. La colega
periodista sabía que yo era casado y contra mis pretensiones no me dejaba ir más
allá de las delicias de los besos y las caricias. Esto duró poco tiempo y considero
que fue un amorío inofensivo que nunca pudo robar el afecto que tenía para
Lucero.

Lucero nunca supo de este flirteo, estoy seguro, y sus celos e impulsos eran
provocados por el espejo y como las mujeres son tan vanidosas, casi más que
nosotros los hombres, no era rara su conducta.

Los asuntos de su embarazo no quedaron aquí. Estaba bien gordita y con las
batas se veía doble, cuando por cosas de la vida, una tarde lluviosa al regresar de
la escuela, resbaló de un andén y cayó. Aquellos momentos fueron terribles y de
urgencia tuvo que ser hospitalizada. Cuando yo llegué al centro médico se
desangraba en medio de quejidos, víctima de una hemorragia violenta. Me sentí
infinitamente triste, como nunca antes, cuando la vi ensangrentada y con las
piernas colgadas de un soporte y era tanta la manchadera que la enfermera
asistente no alcanzaba a cambiar las sábanas cuando ya habían sido empapadas
de rojo. Hablando con el médico interno dijo que Lucero estaba muy delicada al
haber sido afectado el feto en la caída y era muy probable que contra la voluntad
de todo se produjera el aborto, pero que de todas maneras haría todo lo posible
por salvar esa vida.

Aunque ya nos habíamos hecho a la idea de ser padres, en esos momentos sólo
deseaba la salud de Lucero y sin pensarlo dos veces le dije al doctor que si el
aborto favorecía la recuperación de ella, sacándola del peligro, podía
practicársele. El médico se disgustó conmigo alegando que su obligación era la
de salvar ambas vidas.
El galeno era un aprendiz de los que generalmente atienden a los pobres en los
hospitales, y estoy seguro que sólo pensaba en la oportunidad para experimentar,
lo demás no le importaba un bledo.

A las doce de esa misma noche fue preciso llevar a Lucero a la sala de cirugía y
aunque traté por todos los medios de convencer al cirujano de que me permitiera
estar al lado de ella, fue imposible. Cuando la enfermera se llevó la camilla con
Lucero y ella se despidió con una sonrisa amarga de resignación, lloré en silencio
y la impotencia me hizo sentir miserable. Mi amor querido sometido a las manos
de extraños que decidirían por su vida y yo sin poder hacer nada para ayudarla.
En esos momentos le eché la culpa a Dios, quien pudiendo meter su mano no lo
hacía, siendo Lucero una mujer tan buena. Llegué hasta a pensar que el mundo
estaba regido no por el orden y la justicia divina como se nos decía, sino por el
caos y el fracaso.

Durante las dos horas siguientes el médico y su equipo de cirugía la


intervinieron. Los suegros y yo esperábamos impacientes en los pasillos y a las
dos y cuarto de la madrugada salió la enfermera auxiliar diciéndonos en voz baja
que había sido imposible salvarle la vida al niño pero que la madre estaba fuera de
peligro y en pocos minutos la llevarían a la sala de recuperación. Me sentí un poco
mejor.

Al momento la pasaron frente a nosotros; iba como dormida, debajo de unas


sábanas blanquísimas y la enfermera que empujaba la camilla, llevaba en la mano
izquierda levantado el suero, que conectado por una manguerita de plástico, se
metía por entre la tela impecable.

Mi suegra en silencio me miraba cuando yo veía en otra dirección. Al darme


cuenta me hice el indiferente y traté de pensar en el problema y la gravedad de
Lucero; era lo que debía importarme en esos momentos, pero mi maldito hábito de
querer cuestionar todo, me hizo pensar que de pronto ella como madre, con
alguna razón, debía odiarme y hacerme responsable en parte de la situación.

Me sacó de mi ensimismamiento la enfermera, al decirnos que la paciente había


perdido demasiada sangre y que el médico estaba viendo la posibilidad de
ponerle más y que fuéramos pensando en quien la iba a donar.

Recordé en esos momentos que éramos del mismo tipo de sangre y aunque
soy bastante nervioso para estos asuntos, le indiqué a la auxiliar que yo la donaba
y que si quería me fuera preparando desde ya, a lo que respondió que había que
esperar la orden del doctor.

Lucero deliraba pronunciando sonidos incomprensibles y manoteaba en


direcciones imprecisas. Al irle pasando el efecto de la anestesia empezó a
quejarse lastimeramente y volviendo en sí, entrecortada por el dolor, preguntaba
por el niño. -¿Dónde está el niño? ... ¿Qué me hicieron el niño?... insistía.
La enfermera volvió con una bandeja llena de jeringas y frascos y nos hizo salir
de la habitación. Cuando regresamos al lado de Lucero, ella dormía
apaciblemente con la cabeza inclinada a la derecha.

Lucero es una mujer muy valiente y en pocos días se recuperó, pero su alma
quedó lastimada con la pérdida del hijo. No sé por qué empezó a quererlo tanto
y esto que no alcanzó a nacer. En fin mamá es mamá y yo sólo iba a ser papá;
son dos cosas muy diferentes.

Lucero estuvo traumatizada por algunos meses y varias veces se despertó


angustiada a mi lado, preguntando por el niño. Entonces me tocaba calmarla
haciéndole ver que no era bueno mortificarse por algo que pertenecía al pasado.
Hasta llegué a proponerle que si deseaba de veras un hijo, lo tendríamos, pero
ella se negaba rotundamente y manifestaba que quería el que había perdido.

El tiempo se encargó de hacerla olvidar. En el tiempo nacimos, vivimos,


sufrimos, olvidamos, gozamos a ratos y para rematar morimos; y llegará el día en
que todos se olviden de nosotros y es como si jamás hubiésemos existido, cuando
el pasado nos borre en el olvido.

Las cosas volvieron a su lugar. Lucero a seguir dando clases a los niños, yo a mi
periódico, los suegros a las ventas de telas y la ciudad continuó siendo ciudad en
la rutina de los hombres.

. . .
Una algarabía en la calle, frente a nuestra casa, tal vez como de un accidente
de tránsito me ha traído de nuevo a esta sala. Lucero al igual que el equipo y los
parlantes, las porcelanas despedazadas y los raídos muebles, está silenciosa. Yo
insisto en que me diga algo, lo que sea, pero ella permanece muda y ahora
esquiva mi mirada. Alcanzo a ver que está llorando; algo grave debe estar
pasando en su interior.

-Dime qué tienes mi amor -le digo con suavidad tratando de ganarme su
confianza.

Sus lágrimas se han vuelto abundantes y sigue hermética. Me siento a su lado y


la abrazo con ternura y al acercar su rostro al mío me impregna con las gotas de
llanto que bajan y llegan hasta mis labios humedeciéndolos con sabor salado. La
apretujo más y siento su piel agrietada y sus senos vaciados y pienso que el
tiempo no perdona. Pero no siempre fue así; cuando novios y hasta cierto tiempo
después de casados, ella era hermosa, delgada y nueva por todas partes. Su
cabello negro tinto y suelto al aire me fascinaba; las manos suaves de dedos
largos eran frutas frescas que hacían dulce todo lo que tocaban; los labios
pequeños pero perfectamente dibujados en su rostro por una mano divina,
invitaban a ser besados. De veras que Lucero era bonita; a mi me gustaba.
Claro que no me enamoré de ella por su físico, sino por el carácter y la manera de
ser.

Recuerdo, recién casados, para evitar la presencia de la gente, nos fuimos de


paseo al río. En un morral echamos algunas cosas para pasar el día: sardinas,
galletas, mermelada, coca cola y agarrados de la mano, muy cerca, caminamos
hasta cruzar el puente internacional. En la orilla venezolana, bajamos por las
barrancas del Arauca y a pie pelado fuimos dejando las huellas en la playa, cada
vez alejándonos del ruido de la ciudad.

Era verano y a lado y lado de la corriente sobre el arenal seco de la ribera,


extendían sus ramas y parte de sus raíces, los frondosos guamos. Al llegar a un
recodo, observamos a alguna distancia un islote hacia el que nos dirigimos;
vadeamos las aguas de poca profundidad, subimos el barranco y nos perdimos
por entre los matorrales hasta llegar al otro lado, quedando frente a Arauca, río
por medio.

Nos tiramos sobre la arena y acomodándonos entre unas raíces peladas,


contemplamos el paisaje risueño, realmente bello para nosotros enamorados.

-Los pobres también podemos gozar -me dijo Lucero.


-La naturaleza es generosa; los mezquinos son los hombres -le respondí.
-No hemos venido a filosofar -dijo Lucero- rematando la conversación y
brindándome sus labios, los que sellé de una vez con un prolongado beso que me
hizo estremecer todo el cuerpo.

Con los ojos cerrados pensé que la vida era un beso y nada más que un beso.

Está bonita la playa -dijo Lucero cortando el silencio.


-Si, muy bonita; pero yo pensaba en otra cosa -le manifesté.
-¿Se puede saber en qué?
-¡Claro que si¡ Pensaba en que la vida es un beso.
-¡Explícame¡
-Bueno, diré como un beso; es muy fugaz.
-volviste con tus reflexiones filosóficas.
-El saber profundo puede estar en las cosas cotidianas del vivir y aun
combatiendo la filosofía, hacemos filosofía.
-De pronto si, la constante es la contradicción.
-Tienes toda la razón.
-Oye, en el último año de bachillerato un profesor de humanidades nos decía
que la filosofía servía para nada; yo estuve siempre de acuerdo con él siendo
consciente que la tecnología con su sentido práctico ha sido la salvación del
hombre.
-Lucero, nadie salva al hombre.
-¡Cómo así? Me confundes.
-El hombre se ha inventado todo este artificio de cosas como el poder
económico, político, el prestigio, la tecnología, para distraerse temporalmente,
pero ni creas que con esas vanidades está dando solución al verdadero problema
de la vida.
-No seas trágico mi vida, vivamos el momento y no pensemos en más nada.

Quise retomar la conversación pero Lucero no me lo permitió y semidesnuda


como estaba sobre la arena, se arrojó en mis brazos, desabotonó mi camisa con
ternura y jugueteó con algunos vellos de mis pectorales que habían empezado a
salirme después de los veinte. Yo la halé por el talle y quedamos cara a cara;
melosa, empezó a mordisquear suave con sus dientes de perlas mi barbilla. El
deseo me comenzó con un cosquilleo en la punta de los pies; subió en un calorcito
por entre las piernas; tocó como un timbre mi genitalidad, despertándola; estuvo
un rato en el estómago como un nudo; llegó a la garganta y la resecó y remató en
la punta de la lengua. Con ella abrí la boquita de Lucero y exploré profundamente
hasta donde pude, rozando con fuerza sus papilas. Me estremeció el placer y
sentí que el mundo éramos nosotros dos. Ese sacudimiento impetuoso nos hizo
rodar cuesta abajo y yo quedé encima. Ansioso metí a lado y lado por entre la
arena las manos y la enlacé fuerte por la cintura haciéndola más mía, estrujando
su vientre tibio contra el mío. La mordí en los labios con arrebato y busqué con
avidez el lóbulo de la orejita continuando con besos explosivos en su oído. Lucero
empezó a quejarse y su respiración parecía la llama de un soplete al cortar una
lámina metálica. La fiebre erótica se había apoderado de ambos; me levanté
quedando de rodillas frente a ella tendida en la arenilla; desabotoné por completo
su blusa y su brazier lo corrí hasta dejarlo cerca al cuello y vi con apetencia esas
colinas blancas, acaneladas en la cima, servidas por afrodita para mí; las besé
hasta la desesperación y ya fuera de mi le arrebaté los calzoncitos a Lucero que
una vez lejos me dejaron ver un valle de rosas que se escondía entre el musgo
azabache que cegó mi vista y el poco de entendimiento que me quedaba. No
pensé en más nada y le caí encima como amansador a potro y a horcajadas
cabalgué en el paroxismo y en las delicias de lo incomunicable. Lucero casi
gritando decía cosas incomprensibles y de golpe nos derrumbamos en el placer,
cayendo a un vacío sin fondo.

Creo que debí dormir algunos instantes encima de Lucero y cuando volví a ser
hombre, es decir cuando recogí con mi conciencia las cosas, sentí algún temor al
ver que estábamos completamente desnudos en aquella playa y podíamos ser
vistos por la tripulación de cualquier embarcación que pasara por allí. Con los
ojos a medio abrir palpé cerca buscando las ropas, encontré las mías y la blusa
de Lucero.

Al levantarme la observé detenidamente a lo largo, adormilada sobre las arenas,


con los cabellos desordenados a lado y lado. Era hermosa, muy hermosa y más
hermoso aún saber que era mía y sólo mía en esos momentos.

Corrimos, jugueteamos y nos bañamos por varias horas.


Al morir la tarde y sus arreboles, regresamos por donde habíamos llegado y las
sombras nos acompañaron hasta la casa.

...
El encanto del recuerdo se va; la algarabía en la calle ha pasado y el mutismo
de Lucero sigue acompañado del lloriqueo; yo la beso en la frente y con cariño
aspiro el aroma de su cabello cálido que sería capaz de distinguir entre veinte mil
mujeres más.

-¿Qué te pasa mi amor? Estás tan triste hoy -le digo- apretujando su cabecita.

Sigue sin decir nada.

-Si al menos hablaras algo, te entendería -insisto.

Me responde el silencio.

De mal genio, trato bruscamente de separarme, pero Lucero me lo impide y


prorrumpe en llanto y me abraza por el cuello escondiendo la cara de amargura en
mi hombro. Yo me detengo y recuerdo que ese día le daban los resultados de
unos exámenes médicos.

-¿Qué te dijo el médico? -le pregunto quedo.

Lucero me abraza más fuerte.

-¿Qué te dijo el médico?... !Por favor habla¡ -le digo con ansiedad.

Con infinita tristeza se aparta de mí, suavemente, como sin querer esconde el
rostro bañado en lágrimas entre sus manos y va a recostarse contra la pared de la
sala, dándome la espalda. Así permanece algunos minutos; ahora se vuelve
decidida a hablarme.

-¡Estamos condenados a muerte¡ -me dice a secas.


-Eso no es nuevo para mí -respondo.
-¡No te hagas el fresco mi amor; es en serio¡ -insiste con nostalgia.
-Lucero sé que nacimos para morir.
-No es eso; es que es ahora, pronto.
-Eso nunca se sabe.
-¡Cómo que no se va a saber¡ ¡Yo... sé que es así¡ Me lo acaba de decir el
doctor.
-El doctor no es Dios para saberlo.
-Pero los exámenes arrojaron pruebas positivas.
-¿Pruebas positivas de qué?
-De mi enfermedad, que también es la tuya.
-¿Cuál enfermedad?
-¡La más terrible de todas¡
-¡Sida¡
-¡Desgraciadamente ... si¡

Callamos como una piedra. Ella en un rincón y yo donde estaba sentado,


encerrado cada uno en su propio mundo, compartiendo la misma condena.

Desde joven, reflexioné sobre el dilema de vivir o no vivir. Antes pensé que
era mejor vivir, pero de todas maneras la muerte llegaría algún día para todos; lo
mismo para el más humilde de los hombres como para el presidente o el papa.
¡Qué carajo... si hemos de morir ahora o dentro de diez o más años, qué vamos a
hacer¡ Antes de nacer no se nos consultó nuestra voluntad de querer ser o no
ser; con la muerte sucederá lo mismo, gústenos o no. La existencia es impositiva
y la muerte también lo es.

Lucero, mi pobre Lucero, cómo habrá sufrido en todos estos días; ahora si la
comprendo aunque nada gane con eso. Ha sido tan enamorada de la vida; yo al
menos he sido un estoico sin aspiraciones, y fuera de ella y el periodismo, pocas
cosas me han interesado.

-¿Qué piensas de todo esto? -me dijo cortando el silencio.


-No sé, es triste, pero real -le respondí.
-¿Qué hacemos ahora?
Por lo menos no nos mortifiquemos tanto.
-Es imposible tener vida con esta amenaza que día por día apretará la tuerca
hasta aniquilarnos.
-Lo sé muy bien, sin embargo, hay que llevar las cosas con calma.
-¡Esto es terrible¡
-¡Si... muy terrible! ... pero inevitable.
-Moriremos irremediablemente.
-Sin embargo, no estés tan segura que sea de esta enfermedad... nunca se
sabe; que tal y alguien nos haga el favor; estamos en Colombia.
-¿Cuál favor?
-Algún favor que nos evite molestias.
-No te entiendo nada.
-No me pongas cuidado; me gusta decir tonterías

Callamos. La sala seguía llena de existencia. Pensé que en estos instantes


nacían otros seres humanos para reemplazar a quienes pronto debíamos partir de
este escenario y que en los hospitales del mundo, millones de personas,
empeñadas en prolongar la vida, se sometían a toda clase de torturas, de pronto
inútiles, pero en fin, el querer seguir siendo era la constante en la lucha del
hombre.

Siempre he creído que la vida es una carrera sin meta definida, en donde hay
toda clase de competidores; unos se quedan por débiles o porque tienen mal tino
y son derribados por las zancadillas y los otros siguen unos pasos o unos
kilómetros adelante, pero al final caerán también.

Morir de sida o de gripa da lo mismo. A mí me preocupa es el proceso tan


lento, si al menos fuera más acelerado. Se dice que es muy doloroso y eso
complica más el asunto.

Yo sigo pensando que vivir y morir es fortuito. Cuando nacimos algunos se


alegraron, seguramente; y cuando muramos, quizás algunos se entristezcan, pero
todo será igual y la naturaleza seguirá en la tarea de hacer florecer hoy y cortar las
flores mañana y el jardín seguirá por algún tiempo más.

Lucero está muy triste y su tristeza me pone triste, y esta maldita enfermedad la
matará antes, perdiendo vigencia el dicho de que nadie se muere la víspera. Y yo
no sé aún que pensar; bueno, ya habrá una solución; todo tiene solución, hasta la
misma muerte con la muerte.

Todas sus ilusiones barridas con el veredicto del médico; ya no querrá ir a


Europa a patinar en los Alpes Suizos, ni a constatar la existencia de los
monumentos griegos o romanos, ni siquiera comerá con agrado el pan de sal con
mantequilla con el que acostumbramos a desayunar... ¡Pobrecita! Me duele su
pena.

Lucero se acerca, me abraza y yo la abrazo y nos fundimos en la tragedia


compartida.

Soy levantado del lado de Lucero. Pero, ¿qué es esto? ¿Quién soy yo?
¡Oh... lo he olvidado! ¡El vértigo... el vértigo! ¡Qué velocidad tan terrible esta!
¡Me he desintegrado! ¡Dios mío, ese cuerpo lo conozco! ¡Es el mío...soy yo!
¿Estaré en la eternidad?
4

Debemos redoblar esfuerzos en pro del periódico, nos dijo el director,


escrutando con su mirada inquisidora y penetrante a cada uno de los que
estábamos frente al escritorio en la estrecha oficina. Hizo hincapié en que cada
periodista y administrativo debía cumplir a cabalidad sus funciones con
profesionalismo; lo dijo amigablemente. Los demás callamos.

Últimamente las cosas han estado muy regulares y de seguir así llegará el
colapso que acabará con el sacrificio de tantos años. –insistió.

-Es muy cierto lo que dice el señor Convenencia -ratifica el gerente- Los
asuntos financieros del periódico van de mal en peor; la publicidad oficial ha sido
retirada en un setenta por ciento.
-El meollo del problema está por ese lado -interviene de nuevo el director- sin
financiación no se puede continuar.
-El periódico tiene que seguir adelante –enfatiza el gerente en un tono entusiasta
y adulador.

Los demás participantes de la reunión se miraron entre sí y se dispusieron a


hacer sus intervenciones en relación con el tema.

-Sugiero concretarnos y ponernos tareas específicas a cumplir para que las


cosas vuelvan a ser favorables -dice el jefe de redacción.

Todos estuvimos de acuerdo.

Algo que recomiendo a partir de mañana mismo -insiste el gerente modulando


la voz en tono de discurso- es volver a tener como epicentro de la información el
sector oficial con sus representantes; sea como sea, ellos son quienes más pagan
y son seguros, así las cuentas se demoren un poco.

El señor Convenencia elogió la sugerencia del gerente. Levantándose de la silla,


mientras se ayudaba con el gesto y el movimiento de las manos, disertó sobre la
importancia de conquistar de nuevo el sector gubernamental que tal vez por mala
táctica en el cubrimiento periodístico, se había ido perdiendo.

-Vean -continuó diciendo- la semana pasada no tuve tiempo de revisar bien el


material y dejé pasar el comentario que analizaba el crecimiento desmesurado de
los cargos burocráticos. Al día siguiente me llamó el señor Intendente,
disgustado, exigiendo una explicación; traté de disculparme, pero fue claro al decir
que así no se nos podía seguir colaborando.

El Director continuó en uso de la palabra. Destacó la meritoria labor de


algunos redactores políticos a los que consideró de altas condiciones
profesionales y de firme lealtad a la causa del periódico; hizo reiteraciones de que
gente así era la que servía y la que no dejaba morir el periodismo en este país;
enfatizó en que no era el único medio de prensa escrito en la ciudad y que de no
conquistar de nuevo los mercados publicitarios, estaban condenados
inexorablemente a la extinción y eso él no lo iba a permitir por nada del mundo.

El periódico en donde yo trabajaba era uno de los más antiguos en la ciudad y


don Germán Convenencia, director y propietario era un liberal de esos de raca y
mandaca que sorteando dificultades había venido editando este medio desde
hacía varios años. Era un periodista, no formado en las aulas de la universidad,
sino en la escuela de la vida y por eso había aprendido a superar con eficiencia
las eventualidades que quiebran a los periódicos, pero en los últimos meses había
tenido quebrantos de salud que lo obligaron a desatender en parte la dirección del
medio y aunque la parte económica la controlaba la gerencia, las políticas
generales las trazaba él y como un buen ajedrecista sabía con táctica de ataque y
defensa el movimiento de los cargos en el gobierno y esto por lo visto era clave
para la supervivencia del periódico.

Yo por mi parte nunca he podido entender tanta conveniencia; en fin, yo no soy


el dueño, ni el director y seguramente nunca pase de ser uno más del equipo de
redacción y aunque mal sería desconocer que me gusta el trabajo, no tengo
hígado para destacar a hechos y personajes maquiavélicos que en el periódico
son disfrazados tan tendenciosamente.

En buena parte es mi manera de ser la que no me ha permitido surgir en el


trabajo y ubicarme mejor; debe ser mi falta de ambición. Aunque llevo tiempo
trabajando nunca he sido distinguido, en cambio Ángel hace poco llegó y ya tiene
varios puestos y es considerado como un periodista de gran talante. Pero él
pareciera ser de la familia del Intendente y del Alcalde y todo paso que dan estos
señores lo registra y destaca con toda clase de elogios y los proyectos del
gobierno los saca en primera página; creo que por esto es que cobra sueldo de
jefe de prensa de la misma intendencia, por debajo de cuerda, por supuesto. Y
con todo el mundo está bien, me refiero a los poderosos; hasta don Germán ha
destacado su labor y lo ha ubicado como redactor político; dentro de poco llegará
a ser jefe de este departamento y seguirá escalando. Este tipo es inescrupuloso y
capaz de todo con tal de favorecerse y ganar indulgencias, caiga quien caiga. El
mes pasado no le tembló el pulso para pasar al pie de la letra el comunicado que
sacó el comandante del batallón en relación con la tal operación trueno en que
fueron capturados, según ese informe amañado y mentiroso, los cabecillas de la
subversión en la región. Toda la comunidad sabe que esa información es una
escena más del gran drama nacional. Ángel Malabares se lavó las manos
diciendo que esa no era responsabilidad suya, sino del militar que firmó el informe.
¡Qué cosa tan terrible esta! Y todo siguió igual para él.

Cuando estuvimos haciendo el cubrimiento noticioso en la elección de


intendente, en forma cínica dijo que su candidato era la peor alternativa, pero sin
embargo, ganándose una comisión le ayudaría a generar buena imagen a través
de las páginas del periódico.

-Este mundo es de los vivos y hay que ayudarle a quien le ayude a uno –dijo
con toda naturalidad esa vez.

Pero le brindó apoyo porque de antemano sabía que el político contaba con la
maquinaria y el triunfo estaba asegurado, de lo contrario no lo respalda, porque
eso si, este tipo tiene el tacto del venado y la sagacidad de las águilas. A lo mejor
en esta vida hay que ser así, pero yo si no sirvo para estas cosas y estas farsas.

No lo niego, me gusta el periodismo, pero no lo he podido entender de esa


manera.

Cuando entré al periódico no tenía experiencia de nada; sólo mis inquietudes


literarias para escribir poesías y cuentos me sirvieron de carta de presentación, al
igual que haberme ganado el concurso de cuento promovido por el periódico.
Debido a esto fue que don Germán me invitó a escribir para su medio y yo me
sentí complacido. Al principio no me pagaban y cuando empecé a devengar era
poco pero de algo me servía.

Pero día por día he ido perdiendo interés por el periodismo y siento que este
trabajo es para gente que sepan guardar las apariencias, que sean católicos de
palabras aunque no de corazón. Yo siento que soy una ficha que recibe
determinado impulso monetario para que genere palabras con la que formo
artículos para el consumo de la gente.

Siento que con el correr de los años, tiendo a volverme igual a los demás. Ojalá
y nunca vaya a terminar siendo como Ángel Malabares. Sería algo horrible; de
sólo pensar que eso pueda sucederme siento asco; pero la vida es la vida. Tal
vez mi manera de ser no me deje llegar a ser tan rastrero y tan pirata del
periodismo, manejando la información sin criterio verás y como medio de presión
para provecho personal, mimetizándose como los camaleones, igual a las
prostitutas que por dinero son capaces de todo.

Debemos levantar el periódico y ponerlo en su puesto -vuelve a decir el director,


mientras se acomoda espalda atrás contra el asiento.
-Don Germán, es el reto que nos plantea la vida en estos momentos y debemos
responderle con altura -enfatiza el gerente.
Afortunadamente el periódico cuenta con buenos recursos humanos para
atender este desafío y estoy seguro saldremos airosos, con la ayuda de Dios.
-Don Germán, usted lo dice y así será -confirma el jefe de redacción.
-Cada uno de nosotros debe ganar de nuevo la confianza de los funcionarios
claves de la administración -interviene Ángel Malabares, quien había estado
callado, esperando dar su aporte en pro del periódico.
-Esa idea me parece excelente y pensaba plantearla adelante -aclara don
Germán- pero que sea usted mismo Ángel, el encargado de explicarla para
todos.
-Muy fácil don Germán -manifiesta con seguridad el aludido- cada uno de los
columnistas, redactores, editorialista y demás, le caemos al alcalde, al intendente,
al concejo, al gerente de la lotería, de los institutos descentralizados, a los jefes de
los departamentos administrativos, a los secretarios de los despachos, etc, los
entrevistamos y les destacamos las obras que han hecho, porque algo tienen que
haber hecho y hasta las que nunca harán, pero de todas maneras hay que
anunciarlas. Lo anterior en no menos de página completa, acompañada de buen
material fotográfico para tocarles el ego a esos políticos de zarzuela.
-Es lo mismo que yo pensaba -aclara don Germán-. Como el espacio del
periódico no alcanza para todos de una vez, se van sacando las entrevistas por
ediciones hasta cubrirlas todas.
-No se nos olvide que el éxito de esta iniciativa está en la capacidad de elogio
hacia los personajes y hechos de la noticia -puntualiza el jefe de redacción.
-Es algo que no podemos olvidar -reitera el director propietario.

La oficina del director del periódico parecía la sala en donde se entrenaba un


drama: actores todos nosotros; guionista Ángel Malabares y director don Germán.
Y las cosas no podían ser de otra manera en nuestra sociedad capitalista, pero
muy terrible esto.

Siendo la prensa uno de los grandes poderes con los que cuenta la sociedad
contemporánea, desafortunadamente, al igual que las otras empresas supeditada
al dinero. Lo comprendía pero no lo compartía, al ser consciente que en esas
condiciones el periodista renunciaba a la comprensión e interpretación crítica de la
realidad para convertirse en perro de presa de determinada información
tendenciosa, de espaldas a la verdad. De pronto mis suegros tengan razón y yo
no deba trabajar más de periodista si es que a esto se le puede llamar
periodismo. Claro que si yo fuera como Ángel los tendría muy satisfecho y me
verían como un buen yerno, pero él es él y yo soy yo; su visión de mundo es suya
y la mía es mía. Al fin y al cabo yo no sirvo para sacamicas de políticos.

Con Ángel hemos sido compañeros, no quiero decir que compartamos los
mismos ideales. Creo que sus intenciones son las de conseguirse algún dinero y
largarse de Arauca. Sé que en el fondo odia esta tierra, aunque haga elogios de
ella; así me lo ha dejado entrever. También he llegado a creer que no le gusta su
trabajo de periodista o más bien de charlatán, pero hasta en esto ha aprendido a
representar el drama que significa vivir, aunque en el interior debe sentirse
miserable y poca cosa, algo así como lo que a ratos siento yo; pero en fin, él es
tan humano como cualquiera.

Creo que aprecio algo a Ángel. Es un pobre diablo igual a mí que sin saber
cómo, terminó metido en esto. Estoy seguro que su vuelo no será alto como el de
las águilas, sino rastrero como el de algunos patos; ahí seguirá de actor por unos
años más, pero a la larga terminará aburrido de tantas payasadas y la careta
rodará por el suelo y entonces tendrá que afrontar a piel pelada la vida, la
verdadera vida.

Pobre tipo este, no me inspira asco, sino compasión. Un trapecista no le gana


haciendo piruetas y tejiendo mentiras. Para mimetizarse con las circunstancias y
hacerle el juego al cinismo, es insuperable. Pero él es así y lo más grave es que
la sociedad termina dándoles la razón a esta clase de individuos; y hasta
admirándolos.

Últimamente hasta se le han subido los humos cuando el director elogia su


trabajo y lo pone como ejemplo de buen periodista.

Don Germán se ha hecho ilusiones con Ángel, pero está equivocado. Si supiera
lo que ha estado tramando el tipo este en los últimos días se iría de espalda.
Hasta se ha atrevido a hablar mal de él y a echarle la culpa del fracaso del
periódico diciendo que este medio ya no sirve, y de seguir así llegará a la quiebra,
y que él, Ángel Malabares, no está para acompañar a nadie en el fracaso, sino
para codearse con quienes logran éxito y que en conclusión era momento de ir
pensando en otro periódico en donde los asuntos estuviesen mejor. Si el director
lo supiera cambiaría de concepto sobre él; de mi parte no lo sabrá, porque no me
interesa ni lo del uno ni lo del otro; allá ellos.

De pronto Ángel tenga razón al pensar así de don Germán; el viejo es dueño y
bastante plata ha ganado con el trabajo de nosotros. A mí me ha explotado y yo lo
he sabido y nunca me ha importado su dinero, ni el poder, ni el prestigio y si no
me he retirado de este trabajo es por ayudarle en algo a Lucero que ha tenido que
reventar con casi todos los gastos domésticos y ahora más cuando estamos
pagando la casa. De no ser así, creo que hace tiempo me hubiera largado lejos a
cualquier parte a vivir; al fin y al cabo los hombres navegamos en el río de la
nada, sobre un barco que es este mismo caparazón llamado cuerpo, hacia ningún
destino.

Pero Malabares si es práctico y no se pone con tantas reflexiones. Sus


movimientos son calculados como los del gato al cazar y por eso temeroso al
pensar que el periódico de pronto desapareciera, estaba pensando en buscarse
otro nido; en donde estén las cosas útiles, ahí estará él como los buitres,
aprovechando la carroña social. Él está convencido que los dineros obtenidos con
las comisiones ganadas por escribir lo que es y lo que no es, lo hace fuerte y le
brinda seguridad. Y está muy equivocado al pensar que el hombre asegura su
existencia con dinero; lo único seguro que tenemos en esta vida es la muerte, que
es precisamente el aniquilamiento de esas ficciones y vanidades, amasadas con
mentiras, ingenio, sudor y lágrimas. Aunque se posea todo el oro del mundo, los
hombres desde siempre estamos condenados a no ir muy lejos y en realidad
somos más frágiles de lo que creemos: una fiebre cualquiera o la picada de un
mosquito puede borrarnos de las páginas de la vida y si estamos vivos aún es
porque el mismo azar, sin saber cómo, ha esquivado las zancadillas de la muerte;
pero no siempre tendremos la misma suerte; Lucero y yo al menos debemos
cumplir nuestra condena dentro de muy poco.

Por ser la existencia algo tan incomprensible no critico a nadie. Ni a Ángel


Malabares por ser un oportunista de primer orden, ni a mis suegros, ni a don
Germán por ser capitalista ante todo.

En este caos que es la vida, todo es necesario y gústenos o no las cosas


marchan como debieran. Sólo imaginemos un mundo donde nadie muriera;
terminaríamos comiéndonos unos a otros.

Malabares pretende ser zorro, pero tiene pellejo de gallina. El año pasado quiso
echárselas de macho y se puso a hablar toda clase de cosas en contra de la
guerrilla, claro esa vez estaba recién llegado y no sabía como era el asunto con
esa gente; cuando le escribieron la primer carta, se silenció su crítica y no era para
menos, esos no se andan con chanzas.

Tal vez soy de las personas que más conoce a Ángel Malabares y si no he
podido ser su amigo franco es porque somos muy distintos. Su vida afectiva ha
sido un caos. La otra vez nos tomamos unos tragos, se emborrachó y me lo contó
todo; vive con su mujer por guardar las apariencias, pero en el fondo es
infinitamente amargado. Me decía que la había encontrado varias veces con
hombres en su propio cuarto. La primera vez, del intenso dolor, quiso matarla y
matarse, pero no fue capaz. Desde entonces ella le vio la debilidad y siguió
haciéndolo sin dársele nada. Años antes le hizo interrumpir sus estudios de
derecho que llevaba bien avanzados, porque le daba miedo quedarse sola en la
casa por las noches, mientras él asistía a la universidad.

Malabares es un pobre resentido de la vida y quizás por eso es así como es. No
se puede pedir ni esperar bondades de alguien que ha sido tratado de esa
manera; él destila el veneno que lo ha corroído, a través de sus escritos. Esa es
una manera de vengarse de la sociedad. Pero hay que entender que los demás
no somos culpables de sus problemas y sus frustraciones y en este caso debiera
cobrárselas a quienes se las han hecho. Pero no ha tenido decisión ni coraje para
arrancar del corazón a la mujer que dejó de pertenecerle. Claro que una cosa es
decirlo yo a quien nada me importa y otra es vivirlo como le ha tocado a él.
Además no debemos estar tan seguros de nosotros y nada tendría de raro que a
cualquiera le pase lo que a Malabares pues todo puede suceder en este escenario
que se llama vida y una cosa es criticar y ver los toros desde la barrera y otra es
salir al ruedo y sacar lances.
-Debemos repartir de una vez los cubrimientos de las noticias -dice el director-
regresándome al presente.
-Tú podrías encargarte del señor alcalde -le dice el gerente a la compañera
redactora que tengo a mi izquierda.

No recordaba a esta buena amiga. Como son las cosas de la vida y vivimos para
olvidar. Y pensar que hace algún tiempo salíamos a discotequear, a echar una
canita al aire, como dicen los viejitos. Esta Lolita es buena chica y le gusta
divertirse y fue por su iniciativa que no nos seguimos viendo. Ella tenía razón y
por eso no me iba a disgustar; sabiendo que era casado qué diablos podía
esperar de mí. Lo que me gusta recordar de ella son los buenos ratos que me
permitió pasar a su lado; será por eso que hemos seguido siendo buenos
compañeros y como periodista la admiro porque es una mujer activa que entra a
cualquier parte a hacer su trabajo y lo hace bien.

-Si señor, mañana mismo lo visito a primera hora -responde Lola al gerente.
-Me gustaría que entrevistaras al director de la electrificadota –dice don
Germán refiriéndose a Ángel-. Esa empresa que especula tanto con el servicio
que presta a la comunidad, cuenta con un rubro gordo para publicidad.
-Deje eso por mi cuenta don Germán que a mí nadie me dice que no –manifiesta
con total convencimiento Malabares. Y en caso que no se porte bien con el
periódico, el director ese va a tener problemas con nosotros y le ponemos en
contra a toda la comunidad; no se nos olvide que la semana pasada le subió
exageradamente a la tarifa del servicio, alegando implementar medidas
financieras que supuestamente han dado buenos resultados en otras regiones del
país; para favorecer a la empresa ha perjudicado a toda la ciudadanía y esto es
algo que nos conviene en estos momentos para presionarlo y lograr una buena
pauta publicitaria.

-Claro que nos conviene y hay que aprovechar la oportunidad -corrobora el


director.
-Si no se pone bueno el tipo este, puede desde ya contar con su buen
escándalo -remata diciendo Ángel- convencido de que su iniciativa ha sido bien
acogida por todos, especialmente por el director propietario.

-Nunca he podido entender como la prensa que debiendo ser un medio de


información imparcial, con sentido orientador y objetivo, tendiente a que las cosas
mejoren en la comunidad, ha sido utilizado como una empresa económica por un
lado y por otro, como un instrumento de presión y conveniencia para generar en
los lectores determinadas actitudes y comportamientos, deformados en muchos
casos, como en éste. Pero de qué me sirve pensar diferente, si siempre he sido
un rebelde silenciado por mi falta de firmeza y decisión, un pusilánime incapaz de
contrariar a nadie y menos a la sociedad que definitivamente está torcida y quiere
seguir así. Y lo más grave es que todo lo cuestiono en mi interior a sabiendas de
que los asuntos no mejorarán; lo sé muy bien y mi maldita manía de criticar todo,
me amarga en vano.
Ahora miro al director que clava en mí su mirada penetrante que cree traspasar
las personas.

-Tú debes viajar a Ciudad del Llano a entrevistar a los senadores ponentes del
Proyecto de Departamentalización de Arauca; recoges el máximo de información
sobre la reglamentación y ojalá te hagas a material fotográfico reciente de los
congresistas; será importante para el periódico.

-Don Germán, cuando usted diga, viajo -le respondo.


-Debe ser pronto, esta misma semana, a ver si a comienzos de la próxima
podemos sacar el reportaje, lo más completo posible.

Con seguridad don Germán me asigna este trabajo porque sabe que yo no sirvo
para adular ni elogiar a personajes inmerecidos; no es éste mi fuerte y de pronto
perjudico al periódico que quiere seguir viviendo de las mentiras. Con lo de la
departamentalización que es tema de gran actualidad, no hay problemas. Él sabe
que puedo hacer un buen reportaje sin comprometer a nadie.

-¡A trabajar colegas, a trabajar bien¡ Y que todo sea por el bien del periódico y
del periodismo nacional. Por algo se ha dicho que este oficio es el más hermoso
del mundo y aunque no hace rico a nadie, en sí deja muchas gratificaciones que
compensan los sacrificios y desasosiegos -concluye diciendo don Germán en su
oficina desde donde se dirigían las operaciones del periódico.

Salimos a la calle cada quien con su vida. Una bocanada de aire fresco me
pega suave en la cara como una caricia. Camino en cualquier dirección; me da lo
mismo llegar a casa en media hora o en la madrugada; si no fuera por Lucero,
creo que nunca regresaría. Pensándolo bien, da lo mismo morir aquí, en Bogotá,
en el Amazonas o en París. El encuentro definitivo con la madre tierra se dará en
algún lugar.

La noche está tranquila o aparenta estarlo; deben ser las ocho y media y sin
embargo, no se ve gente como de costumbre; de pronto sea más tarde y se me
haya pasado el tiempo sin darme cuenta. En la calle solitaria sólo veo esa pareja
que viene en sentido contrario al mío y por el mismo andén; deben ser borrachos
pues a medida que se acercan y aunque vienen abrazados, batuquean de lado a
lado; si, deben ser un par de beodos.

Casi no terminan de hablar don Germán y sus payasos; en vez de un periódico,


parece un circo. Que aburridor fue escuchar planeando el drama a ese corrillo de
bichos. Y pensar que a eso es a lo que se llama periodismo en este país.

De la esquina sale una luz que me encandila; es un vehículo; si, un automóvil


debe ser por lo bajo del foco.

-¡Eh!...¿Qué es esto?
-¡Quieto o lo bajamos! -me dice una voz que ha salido de la oscuridad, mientras
un brazo fuerte y mal oliente me echa un gancho desde atrás por entre el cuello,
inmovilizándome.
-¡No se mueva si quiere seguir vivo! -escucho de otro tipo que está al frente y
que se ha interpuesto entre el haz de luz del carro que se acerca y mi humanidad.

No alcanzo todavía a entender qué pasa conmigo y estoy sorprendido. Al


intentar girar hacia atrás para distinguir a quien me tiene inmovilizado, siento que
la presión de algo que me empuja duro por el costillar izquierdo se vuelve más
intenso hasta producirme dolor y entonces me doy cuenta que estoy siendo
víctima de un atraco y decido estarme quieto sin oponer resistencia. Con el
reflejo de luz alcanzo a ver platear el cuchillo fenomenal con el que me ha estado
punzando el tipo que tengo al frente.

-Espere un pelo pacho, mientras pasa el marica carro -dice el malandrín de


delante.

Yo sigo quieto, sin atreverme ni a respirar. La luz se vuelve más intensa, el


auto debe estar muy cerca; claro se oye el ruido del motor.

Ahora la oscuridad vuelve a llegar; creo que mi esperanza de ser auxiliado se


aleja. Si, para mala suerte mía, se aleja. He vuelto a quedar a merced de este
par de criminales sin corazón y seguramente llenos de hambre, que por quitarme
lo que llevo, son capaces de todo.

-¡Viejo, danos todo lo que cargas y no te pongas con carajadas porque te puede
costar la vida! -escucho a mis espaldas, mientras siento que me esculcan con
toda brusquedad,

En esta oscuridad, me voltean de un lado para otro, sin que el tipo que me
atenaza desde atrás se digne medio soltarme. Me arañan el cuello y el pecho.
Parece que buscaran algo; ahora palpan mi muñeca izquierda y me tocan los
dedos.

Esto parece un ventarrón, pero no cualquier ventarrón, sino uno que puede
segar mi vida en cualquier momento y por eso a pesar de todo es bueno conservar
la calma hasta donde sea posible.

-¡Pacho, este man apenas carga dos papeles -aclara un atracador al


compinche.
-¡Dos apenas! -responde el otro con ímpetu.
-¡Muchachos yo soy pobre igual a ustedes! -les digo tratando de conmoverlos.
Con lo mismo salen los oligarcas que caen en nuestras manos: ni crea que le
comemos cuento -amenazante dice quien está al frente.
-¡Les juro que es la pura verdad… no tengo ni un cuero en que caer muerto!
-insisto sacando alientos de donde no tengo.
-Lo rayamos Pacho -vuelve a vociferar el de adelante, mientras empuja con
más fuerza el cuchillo sobre mis costillas a la altura de la tetilla izquierda.
-¡Por favor no me vayan a hacer daño; les juro que no tengo más, los dos
billetes que encontraron era todo! -les suplico asustado.
-Pacho, es bueno darle una lección para que la próxima vez cargue algo que
valga la pena -insiste el del arma.
-¡Por Dios, no me vayan a matar! ¡Si quieren vamos hasta la casa y yo les
consigo algo con Lucero! -con voz entrecortada y paralizada por el miedo les digo.
-¡Qué Lucero ni que mierda; nosotros necesitamos la moneda ya!
-Pero que culpa si yo no tengo más -les insisto.
-Pero no lo podemos dejar ir así como así; no carga reloj, ni anillos, ni cadena ni
un carajo y nosotros no estamos para perder el tiempo.

Un empujonzazo fuerte me hace ir de cara contra el andén y cuando trato de


reaccionar siento un dolor agudo en el estómago; debe ser un golpe propinado
por los agresores.

-¡Piérdase ya si quiere seguir vivo, y le advertimos que la próxima vez no vamos


a tener compasión con usted -chilla uno de los salteadores.

Medio aturdido por los golpazos y el susto, me levanto y corro renqueando, no


sé en que dirección; volteo a la cuadra siguiente y sigo trotando, alejándome de
esa maldita calle oscura. ¿De dónde diablos aparecerían estos demonios que
casi me apuñalan? La calle estaba sola y no se veía nadie cerca de mí; los únicos
eran el par de borrachos.

El hombre del carro que nos alumbró no paró a auxiliarme. En este país de
acoso cada quien vive a su manera sin importarle para nada la suerte de los
demás; el individualismo y la indiferencia han generado esta anarquía que lo
envuelve todo y hace más difícil esta vida monótona e irremediable.

Aquella que se ve allí debe ser la iglesia de la resignación; si, por la cúpula la
conozco. Qué nombre tan apropiado éste. Resignación, precisamente, es lo
que tiene el hombre para sobrellevar esta existencia que viene de la nada,
camino de la nada.

Ya estoy cerca de casa en donde Lucero mortificándose me espera para


compartir conmigo la fatalidad. Ha hecho bien en no decírselo a alguien; que
ganamos con confesarnos con otros pobres humanos iguales a nosotros que no
han arreglado ni sus propios problemas; mucho menos van a resolver los
nuestros.

El médico quiso convencerla de que se quedara hospitalizada, pero ella no le


puso cuidado y se negó rotundamente. Hizo bien; si la persona no tiene derecho a
decidir sobre sus propios actos, entonces para qué vive, así sean los últimos días.
Esta cuadra si está bien iluminada, pero cada casa en su interior es un
prostíbulo en donde se trafica con el cuerpo humano y se paga para recibir
enfermedades. Esa debe ser una prostituta; me está haciendo señas para que me
acerque y en pocas palabras nos pongamos de acuerdo en el precio que cobra
por permitir que me vacíe dentro de sus carnes que antes fueron íntimas y ahora
son públicas y de pase le deje la semilla del sida. Desgraciadas estas viejas que
con su voluntad o contra ella han escogido este oficio villano. Sigue haciéndome
señas la infeliz; si supiera a quien llama. Pero qué voy a saber si ella está más
contagiada que yo. Ahora se le acerca un borracho que ha salido de la casa de
enfrente y va a palmotearle las nalgas; la meretriz parece disgustarse y le da una
cachetada. Salen dos beodos más y se ríen a mandíbula batiente viendo como
discuten la ramera y el otro tipo; deben ser sus compañeros de jarana que le
celebran su atrevimiento.

A dos cuadras está mi casa. Cuando llegue no le contaré a Lucero lo del


atraco; para qué preocuparla más; al fin y al cabo no me pasó nada.

Me duele el abdomen en donde me golpearon los atracadores, pero estoy


llegando a casa. Meto la llave por entre la rendija de la chapa y en este momento
trato de reconstruir el incidente con los atracadores. Una voz me habla y volteo
asustado a ver quién es, pero sigo estando solo. Acabo de darme cuenta que es
Lucero que viene a abrir la puerta desde adentro.

-¿Por qué te demoraste tanto? -me pregunta al abrir.


-Estuvimos hasta tarde reunidos con don Germán, viendo la posibilidad de
replanear los asuntos del periódico a ver si se evita la quiebra.
-¡Ah, me lo imaginé!
-Después me vine solo caminando hasta aquí.
-Es bueno coger bus; en los últimos días se ha desatado una inseguridad terrible
y es mejor no arriesgarse; en este país son capaces de matar a una persona por
veinte centavos.

Pretendiendo cambiar de tema le hablo a Lucero sobre la actividad


encomendada por el periódico.

-Debo viajar a Ciudad del Llano.


-¿Se puede saber a qué?
-A hacerle un reportaje a los congresistas que están metidos con lo de la
departamentalización de la Intendencia.
-Entiendo.
-Si no hay inconvenientes puedo viajar mañana mismo.
-Me parece bien.
-Eso es asunto de dos días; unas dos o tres entrevistas, algunas fotografías y
fuera.

Lucero ha debido llorar hoy. Con el reflejo de la luz del patio veo su rostro
hinchado y aunque sonríe cuando me mira, sé que está triste a cada momento.
Ella es una mujer de temple y no ha querido ser compadecida por nadie; ni
siquiera a mi suegra le ha dicho algo. Es lo mejor. Este problema es de los dos y
nadie se muere por otro; cada quien afronta la vida y la muerte por sí mismo.

-Hoy me he sentido regular –dice Lucero retomando la conversación- algo de


fiebre me ha tenido en cama.
-Debemos tratar de conservar la calma hasta último momento y en la medida de
lo posible pensar en otras cosas; así no se arregla esto que no tiene arreglo, pero
al menos no nos mortificamos en vano.
-Es difícil pretender olvidar esta sentencia.
-Lo sé perfectamente.
-Tú eres un nihilista.
-Tal vez si.
-Te envidio; si pudiera ser como tú.
-Ser o no ser es el dilema. Debemos tener presente que desde siempre hemos
estado destinados a la última alternativa.
-Si, pero no es igual. La ilusión de estar por algunos años más, alimenta la vida.
-Pero al final llegará la muerte y nos barrerá, gústenos o no.
-Eso es lo terrible e inevitable.
-Así es. De todas maneras los hombres somos una totalidad, un conjunto de
impulsos renovados por la esperanza, que venimos desde el nacimiento
avanzando hacia la muerte irremediable. Pero somos una experiencia única e
irrepetible y en este don está la vida y su sentido.
-La vida es una llama encendida sólo para ser apagada.
-Pero aun así los hombres amamos la vida, sea como sea, y se presente como
se nos presente. Es algo incomprensible a la razón.
-Estás muy reflexiva esta noche Lucero.
-Tal vez por la proximidad a lo definitivo.
-Me entristece tu tristeza.
-Creo que los hombres fuimos mal hechos.
-Seguro que si. Si al menos fuéramos como los otros animales, la muerte no nos
preocuparía y seríamos no más felices, sino menos infelices.
-Es cierto. La conciencia lo es todo en el hombre.
-Mejor sigamos hablando de mi viaje a Ciudad del Llano.
-¡Ah..! Me decías que pensabas viajar mañana.
-Efectivamente. Si no hay problemas me marcho mañana a primera hora. El
avión está saliendo a las nueve de la mañana, pero hay que estar en el aeropuerto
con dos horas de antelación.
-¡Tanto tiempo!
-A eso nos han sometido los terroristas que ahora ponen bombas hasta en los
aviones y las autoridades alegando cumplir con sus obligaciones incomodan a
quienes nada tenemos que ver en esta guerra absurda que no termina.

Lucero se ha callado y ahora veo que está buscando entre el ropero. Coloca
sobre la cama varias mudas de ropa y sin decir nada, mostrándome, indica que
cuáles debo llevar para el viaje. Yo le señalo dos mudas que considero serias por
ser unicolores y las camisas de cuello duro; hasta en esto nos toca disfrazarnos
los periodistas. A cada una le pone un par de medias, pañuelo e interior que
combinen en color y una a una las va colocando en la maleta de cuero marrón que
tengo para estos casos. En los bolsillos laterales de la misma maleta mete el
jabón de baño y el cepillo de dientes con un tubito de crema dental, separados y
envueltos en plástico para evitar que el olor de uno impregne a los otros. Al otro
lado echa el talco mexana y un poco de papel higiénico que trajo del rollo que está
en el baño. Ella es precavida y tierna conmigo y no deja pasar por alto algo que yo
pueda necesitar.

-Debes cuidarte mucho, la situación está terrible en todas partes - me dice.


-Despreocúpate de mí; ya sabes que siempre me va bien.
-Aquí te meto la grabadora; había olvidado echarla.
-Gracias Lucero por ser tan buena conmigo.
-Soy feliz preparándote la maleta.
-Hay veces pienso que debiste conseguirte un hombre con más oportunidades,
que te brindara mejores cosas.
-No seas tonto; sólo a ti te quiero, los demás no me interesan.

Lucero se ha tranquilizado un poco, pero mañana cuando me vaya se volverá a


sentir triste y sola. La soledad en estos casos es un martirio que taladra la mente
hasta desquiciarla.

Creo que éste será el último viaje que haga solo; de ahora en adelante a donde
vaya la pienso llevar para que pasemos juntos estos meses trágicos por venir.
También le voy a plantear la posibilidad de vender la casita que es lo único que
tenemos, hacer el viaje a Europa y quedarnos definitivamente por allá, esperando
el zarpazo final que nos borre para siempre de la vida.

-¿Qué hora es? -le pregunto a Lucero.


-Ya es tarde; son las doce menos cuarto -me responde.
-Las horas van volando rapidísimo.
-El tempo no se detiene.
-Dentro de poco las cosas serán muy distintas para nosotros.
-¡Qué tristeza más grande, qué tristeza infinita! -como lo dijera algún poeta
costeño.

Prefiero no hacer ningún comentario a lo que ha dicho, aunque me parece una


observación muy válida para el caso nuestro. Responder este tema es incentivar
ese ardor que brota de lo más profundo de las vísceras y camina por todo el
cuerpo como una serpiente hasta llegar a la garganta a taponar el chorro de aire
que nos permite vivir. Al menos yo soy un estoico sin deseos de nada, pero
Lucero no. Ella es una mujer enamorada de la vida y quiere vivir y la fatalidad de
tener contados los días la desespera.

Mi pobre Lucero, cuánto daría por ayudarla en estos lúgubres momentos, pero
por ella nada puedo hacer; yo también soy otro condenado que dentro de poco
debo regresar a la tierra de donde salí.
Después de apagar la luz se acuesta a mi izquierda, a lo largo de la cama. En la
oscuridad rozo su mano derecha, cálida, suave. Pero ella está callada, como
ausente, parece que su ser ya no le pertenece.

Con la tristeza de la enfermedad ha perdido todo apetito. Antes era tan distinta
y llena de entusiasmo para todo; en otros tiempos a esta hora estaría jugueteando
conmigo hasta terminar haciendo el amor.

Pienso que mañana tengo que madrugar y debo dormirme ya, por eso cierro
los ojos y miro con mi mente que todo está oscuro, muy oscuro, oscurísimo y hay
nada.

Ya son las seis me dice Lucero, dándome golpecitos sobre el hombro. Abro los
ojos de una vez y la claridad del nuevo día que se entra por la ventana, me
encandila momentáneamente, pero ya el cerebro ha dado la orden a todo el
cuerpo para que se ponga en movimiento y recoja las preocupaciones del día.

Desnudo como acostumbro a dormir me levanto y busco debajo de la cama las


pantuflas de ella, me las meto en cada pie y camino hacia el baño. Con el cepillo
de Lucero me hago fuertemente en los dientes mientras veo en el espejo al otro yo
que tengo al frente y observo como la pasta dental se ha vuelto una espesa y
blanquísima espuma que me cae por entre el labio inferior y va a salpicar sobre la
lisa porcelana del lavamanos, escurriéndose luego hacia la rejilla metálica que
está en el fondo. He terminado de lavarme la boca, pero el espejo sigue
mirándome y yo acerco la cara al cristal y veo que mis ojos están rojos; tal vez por
haberme dormido más tarde que de costumbre.

Lucero prepara algo de desayuno. He aproximado una de las sillas del comedor
hasta la cocina para hablar mejor con ella. Mientras dialogamos de cualquier cosa,
la miro debajo de la rosada bata de dormir cuando pasa junto a mí buscando en la
despensa y me da la fragancia de ese cuerpo de mujer plena que ha sido tan mío
y que no confundiría con otro.

Ahora ha terminado de freír los dos huevos y los pone en el plato para luego
picar varios trozos de pan de sal y colocarlos alrededor. Antes de llevar todo hasta
la mesa del comedor, con el pulgar y el índice derecho, con cuidado, aprieta una
pizca de sal que saca de un pote y desde lejos lanza con tino sobre las yemas
amarillentas.

-Si deseas venirte rápido, debes confirmar hoy mismo tu pasaje de regreso
-me dice.
-En eso estaba pensando -le respondo quedo.

Como es la costumbre, ella sale a despedirme al aeropuerto y en un campero


viejo y destartalado que le suenan hasta las latas que no tiene, mientras brinca
como potranco cerrero sobre los huecos de las calles que los políticos no han
querido pavimentar, nos dirigimos al Terminal aéreo.

-Le llevo las maletas, señor -me dice un muchachito mal vestido cuando estoy
bajando del carro.
-No traigo maletas niño -le respondo con alguna compasión- apenas llevo esta
pequeña y se la muestro.

Lucero se ha bajado y se acerca y juntos, cogidos de la mano, caminamos


hacia la oficina de la aerolínea. No hemos sido aún atendido por la secretaria
despachadora, cuando nos cae la jauría de la aduana a revisar la maleta,
alegando sin que hayamos dicho algo, que en estos días han estado llevando
mucho contrabando desde la frontera. Y pensar que los verdaderos
contrabandistas son ellos y los diplomáticos. Después tocó presentarse en el Das,
la policía y ser esculcados hasta en el alma, además responder a las necias y
tendenciosas preguntas de hacia dónde me dirigía y con qué motivo, ocupación,
dirección de residencia y días de permanencia fuera de la ciudad.

Un ruido de turbinas, intenso, indica la llegada del avión que me llevará lejos de
Lucero.

El altoparlante, con voz chillona, como de pájaro anuncia que los pasajeros con
destino a Ciudad del Llano deben abordar el avión.

En fila india, como máquinas programadas, caminamos hasta el último retén de


la autoridad. Antes de ser requisados por los uniformados, aprieto duro la mano de
Lucero y ella se me pega insinuante y desparramando su cabellera sobre mi
rostro, acerca sus labios, algo pálidos, pero hermosos como siempre y los
estampa sobre los míos y en segundos que parecen fuera del tiempo y el espacio
nos fundimos en cálido beso, sin importarnos la presencia inmediata de los otros.

El pájaro de acero se encumbra por los aires, rasgándole el vientre al infinito y el


sonido sincronizado a lado y lado, trata de amistarse con el oído; el impulso hacia
delante me mantiene pegado al espaldar suave del asiento.

Atrás entre la confusión del ruido, ha quedado Lucero con sus problemas y
preocupaciones que también son las mías, pero a ella por ser una persona llena
de esperanza y con deseos de vivir, la golpean más duro.

El avión ha equilibrado el vuelo y conservando la altura, con serenidad, hiende el


espacio impoluto, despejado, limitado apenas por el azulísimo cielo arriba y por la
alfombra verde y plana surcada por venas de ríos y caños en todas direcciones,
abajo.

Las luces indicadoras de no fumar y tener abrochados los cinturones de


seguridad, se han apagado y la acción del chorro de aire frío que sale de la parte
de arriba me ha ido calando hasta los huesos. De la parte de atrás por el pasillo
del centro se acercan un par de azafatas, empujando un carrito del que sacan
refrescos servidos en vasos desechables y pasabocas envueltos en impecables
servilletas que van repartiendo a lado y lado entre los pasajeros.

El niño que trae la señora que ocupa el asiento vecino, ha dejado de hurgarse
las narices y extiende los brazos hacia la azafata y en el intento de agarrar
primero, ha regado sobre la maleta que llevo en las piernas, buena parte de la
coca-cola que le dieron. La madre, en gesto fingido de pena, se disculpa conmigo,
ofreciéndome un pañal para que me seque. El ponqué que el infante le arrebata a
la mamá, se lo echa encima en mil migajas. Incómodo en el asiento me deshago
del cinturón de seguridad; la señora vuelve a hacer gesto de vergüenza, pero de
ahí no pasa y el niño sigue moviéndose de un lado para otro, como pez en el
agua.

Una voz que sale y vuela por todo el avión anuncia que vamos sobrevolando no
sé que ciudad. Haciendo algún esfuerzo miro por la ventanilla hacia abajo y
aprecio un montón de casitas y cubitos como de cartón, regados allá en la
inmensidad del llano, perdidos en la verdura.

Pienso que la casualidad de vivir es eso, casualidad y nada más. En estos


mementos si los motores de esta aeronave cesaran su trabajo por segundos
apenas, nos precipitaríamos al vacío y de nosotros, todos los que vamos aquí,
sólo quedarían los comentarios que aparecerían en la prensa mañana o pasado y
la nostalgia por algunos meses en el corazón de los familiares; pero el mundo
seguiría lo mismo en su eterno hacer y deshacer.

Un vacío en tracción de segundos ha hecho perder altura al avión, pero ha sido


suficiente para llevarnos hasta la garganta el conjunto visceral. Observo por el
pasillo hacia atrás y hacia delante y los pasajeros más próximos en silencio se
ven pálidos en mí, con rostro de resignación.

El avión sigue estremeciéndose por momentos y la vecina ha estado hermética


en su puesto y abraza fuertemente al niño, como dándose fuerzas en un susurro
de quejidos que deja escapar en cada vacío. En estos momentos está llamando a
la azafata; creo que se siente algo mareada y seguramente pedirá una bolsa por
si necesita mandar a la basura parte o todo de lo que le dieran hace algún rato. El
chiquillo al fin se ha quedado quieto; quizás presintiendo que las cosas no están
para juegos.

Con los movimientos la puerta que da a la cabina de mando de los pilotos se


ha abierto y deja ver parte del panel de control de la aeronave: infinidad de
botones, perillas, palancas, agujas, luces. Una azafata que estaba sentada en el
último asiento, recorre todo el pasillo, va a cerrarla y en silencio regresa. Al pasar
frente a mi sonríe maquinalmente y su maquillaje formado por una gruesa capa
polícroma de rubor se estira y se encoge en finas arrugas que se escabullen por
debajo del cuello de la blusa del uniforme.
Veo en el reloj la hora y calculo que debemos estar próximos a llegar. Un
graznido que se va depurando, deja oír la voz del capitán de la aeronave,
anunciando que en contados minutos estaremos aterrizando en el aeropuerto de
Ciudad del Llano y, por tanto como medida de precaución debemos abrochar los
cinturones y mantener erguidos los asientos hasta tanto el aparato se haya
parqueado completamente junto al muelle.

Sin haberse detenido del todo el avión, los pasajeros que habían estado
quietos, se revuelven en todas direcciones, buscando niños, bolsos encima en el
portamaletas y ya con sus bienes a mano caminan hacia la salida. Por mi parte,
permanezco sentado dando tiempo a que ese remolino de gente salga con su
prisa inútil a seguir esperando que les entreguen el resto del equipaje.

Un tropel de taxistas fastidiosos se ofrecen a llevarme; no les pongo cuidado y


con mi maleta camino por el andén de la vía que debe dirigirse a la ciudad.
Organizo un poco las ideas y decido ahora si llamar a un servicio público para que
me lleve al centro. Con la ansiedad de llegar cuanto antes y estar vacante para
otro cliente el taxista arranca a mil.

Las calles grises y bien asfaltadas con señalizaciones en cada cuadra me hacen
recordar las de mi ciudad, que en nada se le parecen con la huecamente, barro
en invierno y polvaredas en verano. De veras que siento alguna tristeza, al
pensar que los políticos de allá no hayan querido hacer mejor las cosas y todo por
el maldito egoísmo de ver la administración pública como un negocio que sólo
debe favorecerlos a ellos y sus roscas.

Por la congestión del tráfico de automotores, debo estar cerca al centro y en


cada cuadra el taxi debe parar acatando el rojo del semáforo.

-Señor, ¿usted tiene hotel a dónde llegar? -me dice el conductor.


-No señor, desearía quedarme por aquí cerca; sino tiene inconveniente lléveme
al Parque de los Caballos.

-Quería decirle que a diez cuadras de aquí hay un buen hotel y no es tan
costoso.
-Prefiero ir a donde le indiqué.
-Como usted diga –dice el chofer y calla de una vez.

Como están las cosas ya no se le puede creer a nadie y en este ambiente cada
palabra tácitamente implica un valor económico, un negocio, una comisión.

-Caballero, no tengo vueltas, es la primera carrera que hago hoy -manifiesta el


taxista, mientras mira con ansiedad el billete que le he dado.

Sin decir nada busco dinero sencillo en el otro bolsillo y le doy la cantidad
precisa. La recibe y despidiéndose se va, evaporándose en fracción de minutos
entre la bullaranga del tráfico.
El Parque de los Caballos es una plazoleta en todo el corazón de la ciudad. Es
punto de encuentro nocturno en mundanal ruido de todos los placeres del cuerpo,
con sus numerosos hoteles, residencias, salas de concierto, restaurantes con
exóticas variedades que complazcan los mas refinados paladares, burdeles
saturados con putas finas y travestís exigentes, bares de meseros de corbatín,
discotecas, casinos en donde ociosos pierden fortunas en apuestas, teatros,
típicos lugares de ternera a la llanera y conjuntos de arpa, cuatro y maracas.

Una combinación polícroma y sonido ininteligibles me llegan pastosos y se


meten hasta por el más fino poro hasta formar en el cerebro una mezcla de
confusas sensaciones que no alcanzo a discriminar. ¿Qué es esto? El mesero que
se acercaba a hablarme se ha vuelto cabeza de pájaro y sus orejas son gigantes
como las de topo gigio; ahora estira sus manos hacia mí y se vuelven grandísimas
hasta cubrirme. ¡Dios mío creo que va a agarrarme por la cabeza y a
estrangularme! La oscuridad me tapa del todo. Me llega una voz cavernosa que
debe ser la del tipo este, pero no la entiendo y tampoco puedo responderle ya que
mi lengua está pegada al paladar. Creo que el individuo se ha retirado y vuelvo a
percibir el entorno. ¡Ah… si!. Sé que estoy en el maldito bar a donde vine a
tomarme una cerveza. Arrastrándome aunque sea, debo salir de aquí antes de
que regrese el mesero; ese carajo debió haberme dado algo en la cerveza, algo
que me ha puesto de esta manera. Creo que si puedo caminar; hacia allí está la
salida; debo irme ya. Mientras avanzo teniéndome de las mesas y sillas que están
en dirección a la puerta, este mundo de luces y sonidos sigue danzando en torno
de mí y parece que quieren tragarme, pero se van a quedar con las ganas. No
estoy tan de malas, he llegado al umbral de la puerta y alcanzo a percibir el calor
de la calle; a media cuadra de aquí está la entrada a la residencia en donde estoy
hospedado.

Ya me siento mejor y el .mareo se va; el aire del ambiente despejado me


reanima rápidamente. ¿Qué broma me pasaría? Nunca había sentido algo así.
Debió haber sido algún bebedizo que me dio el mesero en la cerveza;
afortunadamente pude venirme rápido; de pronto me robó ese desgraciado. ¡Ah,
ya veo que si! En el bolsillo de la camisa cargaba algún dinero; seguro que
cuando se acercó me los sacó; menos mal que el resto lo dejé en la residencia.

Aquí en este cuarto me siento mejor, ni debí haber salido. Al desconocerme el


mesero me vio como la víctima de la noche; tiene razón la gente al afirmar que la
vida nocturna de las ciudades no puede ser visitada sola. ¡Caramba! Una
experiencia más en la vida no sobra, claro que contagiado de sida, tampoco hace
falta.

Mejor debo pensar en lo que vine a hacer a Ciudad del Llano. Para mañana
tengo las dos citas con los congresistas: con el senador a las ocho y media y con
el representante a las dos de la tarde. Quedaron de darme fotografías recientes,
al igual que fotocopias del Proyecto de Departamentalización; si todo esto logro,
he hecho un importante trabajo para el periódico.
¿Qué será de la vida de Lucero a estas horas? Quizás piense en mí, mientras
yo pienso en ella. Es posible también que esté leyendo la novela El Extranjero.
Ahora hasta se le ha dado por comentarme a cada momento fragmento de las
obras de Albert Camus; será la enfermedad o el desaliento que le llega.

Creo que voy a apagar este ventilador. Cómo es posible que a estas alturas la
tecnología produzca esta clase de aparatos con ese tamaño y para esa ubicación;
nada más se desprenda y caiga, descuartiza a quien esté debajo. Prefiero el calor
a esta amenaza durante toda la noche. Con el problema en el bar ni la prensa traje
para leer mientras me da sueño; la lectura es la mejor compañía en ratos de
soledad. Ya es tarde para lamentarme.

Qué lento corre el tiempo cuando estoy solo; si tuviera conmigo el afecto y la
compañía de Lucero, estos momentos serían más llevaderos y ni repararía en
ellos. Veo que apenas son las once y cuanto hace que llegué de la calle; mejor
apago la luz y procuro conciliar el sueño. Si pienso en Lucero, estoy con ella, y
me basta; en mí sólo existe Lucero, Lucero, Lucero.

El ruido de los carros en la calle y alguna claridad que pasa a través de los
cristales de la ventana me indica que deben ser algo más de las cinco. ¡Ah… me
duele la espalda! Creo que dormí en una sola posición y algo mal; cansado de
descansar; que contradictoria es la vida.

Mejor me pongo en pie de una vez para comenzar a preparar la entrevista con
el senador. Ojalá no se haya emborrachado anoche como es la costumbre y vaya
a faltar a la cita. Esperemos que no.

Deben ser algo así como las seis y media; no me equivoqué, el reloj no falla.

La mañana está fresca y agradable y la molestia de la espalda tiende a


desvanecerse mientras camino hacia el centro del parque en dirección a la pila de
agua que al igual que el resto de la ciudad sigue descansando del ajetreo del día
anterior.

A un lado, empinados en los cascos traseros, en posición de vigoroso brinco se


encuentran monumentales esculturas de dos caballos negros de ancas relucientes
y crines revueltas, fijados a un sólido pedestal de mármol plateado. Alrededor de
las estatuas veo varias bancas en concreto sobre las que duermen gamines y
borrachos. En los pisos adoquinados del parque reposan botellas rotas, vasos
desechables arrugados, colillas de cigarrillos pisoteadas, hasta un pañuelo
mugroso y mojado por el rocío, está tirado a un lado de donde voy pasando. Está
muy sucio el parque con todos estos residuos dejados por la sensualidad
nocturna de los hombres; tal vez dentro de algún rato vengan las aseadoras de la
alcaldía a ponerle orden a todo esto.
El sonido sordo de mis pasos ha despertado a un gamín que estaba durmiendo
y ahora saca temeroso la cabeza de entre el saco de basura que le sirve de
cabecera y que constituye el único patrimonio de la perra vida que lo acompaña;
me mira receloso con su cara mugrienta. En la maraña de los cabellos se le ha
enredado el costal que tiene debajo y para evitarse molestias se ha vuelto a
encoger sobre su miseria como un gusano. ¡Pobre infeliz este! Y pensar que no
es capaz de dejarse morir de una vez.

Ahora he llegado cerca de una esquina en donde risueño por la brisa mañanera,
sembrado por los años, como guardián del lugar hay un gigantesco samán
cubierto de musgos, testigo mudo de la historia del parque.

Ya el astro rey trata de burlarse de la noche y soberbio se encumbra más allá


de allá y si no ha saludado al parque es porque los altos edificios a su alrededor
aún se lo impiden, pero sus destellos de plata iluminan todo el ambiente.

Parece que al fin la ciudad quiere despertarse a las actividades de siempre.

Cuando termine de tomarme este café con leche y estos buñuelos, me voy hacia
el lugar de la cita con el senador y como es cerca puedo caminar y llegar antes de
la hora.

Lo que imaginé, estos políticos con la demagogia barata de siempre de ahí no


los saca ni el diablo. El cuento de rutina de que es importantísimo para la
intendencia, ascender a departamento, cuando la realidad es que sólo piensan en
favorecerse ellos, acrecentando el poderío politiquero al manejar más cuotas
burocráticas en la región, lo mismo que rapiñar con autonomía el erario público.
De todas formas no debo quejarme. Vine a hacer esas entrevistas y lo he logrado;
hasta bien me atendieron. El borrador del Proyecto le va a gustar a don Germán,
al igual que el material fotográfico. La semana próxima toda la región estará
leyendo esta información en el periódico y haciéndose a la idea de que
efectivamente conviene la departamentalización. Como periodista he cumplido;
quién sabe si como ser humano también.

He caminado como loco. Las plantillas de los zapatos están recalentadas de


tanto besar el asfalto y el sol a pesar de ser las cuatro y media de la tarde sigue
fustigando con saña la ciudad. Tontería mía es seguir andando de un lado para
otro en esta selva de concreto en donde nadie conoce a nadie. Compraré el
periódico y me marcharé a la residencia.

El Parque de los Caballos debe distar a unas cinco cuadras de aquí y mientras
tanto voy observando en las tiendas a ver que le llevó a Lucero ¡Hey… esa cara
que viene ahí me es conocida! ¡Claro ese es…! ¿Quién es? ¡Ah…ya sé; es
Pepe! Viene a saludarme, me ha reconocido y creo que quien le acompaña
también es otro paisano de la región.
-¡Hola compa! ¿Usted por aquí! -me dice Pepe- mientras nos saludamos de
mano.
-¡Cómo le parece Pepe! Este mundo no es tan ancho y lejano como se afirma y
aquí está el mismo con el que usted jugó bastante a la pega y a las bolitas de
cristal cuando niños. ¿Y cómo le va a Toño? -le digo al otro amigo- mientras nos
abrazamos con esa confianza efusiva de llaneros.

La vida si es contradictoria; hace pocos minutos afirmaba que en la selva de la


ciudad nadie conocía a nadie y vea, encontrarme a estos dos buenos compañeros
de infancia, con los que nos levantamos juntos en el mismo barrio e hicimos las
mismas travesuras.

-Caminen y nos tomamos algo; esto hay que celebrarlo -dice Pepe mientras
nos empuja amigablemente hacia algún lugar en donde poder hablar con más
calma.
¿Ustedes viven en Ciudad del Llano? -les pregunto a Pepe y Toño-.
-Claro -dice Pepe- desde que terminé la primaria llegamos aquí; la tiendita que
tenían mis padres allá en la cuadra del barrio se la trastearon y hemos seguido
viviendo de ella.
-¿Aún vives con tus padres?
-Si... todavía no me ha dado por casarme.

De veras me alegra encontrarme con este par de paisanos de la infancia y estoy


seguro de que iremos a algún negocio conocido por Pepe o Toño a tomarnos
algunas cervezas.

-¡Qué casualidad tan grande esta! -manifiesta pepe- mientras vamos llegando
al lugar elegido por él.
-Ciertamente, la vida se desenvuelve en la casualidad -les aclaro.

Pepe y Toño callan de momento; tal vez reflexionan sobre lo último que dije.
Mientras nos sentamos alrededor de una mesa, Pepe va hasta el mostrador del
negocio y luego de saludar con confianza al dueño, ordena tres cervezas frías.

-¡Hombre qué alegría encontrarnos! -insiste pepe con entusiasmo, una vez ha
regresado y tomado un abundante trago que ha servido en el vaso

No hemos aún desocupado las tres botellas cuando ya recordamos algunas


anécdotas vividas en la cuadra del barrio, en donde los tres éramos vecinos.

La conversación en los instantes de la vida se pone interesante y después de las


primeras cervezas han seguido otras.

El lugar en donde estamos sentados, sin ser lujoso, es confortable y varias


mesas se han ido ocupando al llegar más clientes, tal vez los de siempre a gastar
o más bien malgastar lo que se han ganado en el Día. Al fondo y a la derecha,
una escalera de caracol se pierde arriba, hacia un segundo piso.
La música suave que encontramos al llegar, ha sido alterada cuando el letal
efecto del licor ha ordenado por boca de los asistentes más sonido para las
canciones que aliñan el momento.

Estas baldosas simétricas, ordenadas, formando estrellas combinadas de


colores, en la armonía de este lugar, han estado presentes en este mi
pensamiento. Si, hace muy poco debí haber estado aquí. ¿Cuándo? ¡Qué
efímera es la memoria; qué traicionera la mente!

¡Soliloqio es la vida!

¡Hey…! ¿Qué es esto? ¿Soy yo? ¡Si, soy yo y estoy aquí! ¡El vértigo! Me
sale de la boca la vida. ¡Ah, qué cansado estoy! Los párpados me pesan
toneladas y no los resisto, mi cuerpo se queda, se desvanece. Mi cuerpo no es
mi cuerpo. ¡Dios mío, debe ser el final y estoy solo, solo, solo! ¡Lucero, Lucero,
Lucero! ¡Qué resplandor, qué resplandor, qué res…!
Pasos Atrás, de Edmundo Díaz Colmenares, es singular muestra de narrativa
contemporánea, donde es planteado en vivencia directa de los personajes, el
problema fundamental de la existencia del hombre. ¿Merece ser vivida la vida?
El narrador protagonista dará respuesta a esta pregunta desde su interioridad
yoica en un mundo de incomprensiones, sida, violencia, insatisfacciones laborales
e imposibilidad de amor pleno merced a la condición humana, acechada por la
fatalidad del destino: desde siempre hemos estado condenados a dejar de ser en
cualquier momento... La vida es una llama encendida sólo para ser apagada...

Mientras agoniza, el protagonista, recorriendo en sentido inverso el camino de la


vida, hace una introspección en tres episodios reveladores que desnudan su
existencia, una existencia sin respuesta.

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