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Desde su origen como concepto aglutinador de una experiencia histórica, la reflexión acerca del caudillismo destaca la
especificidad americana del fenómeno, con lo cual prontamente buscarán extraerse ciertas conclusiones pesimistas acerca de
la constitución orgánica de estas sociedades, cuyos alcances político-culturales aún hoy parecen ser objeto de debate. La
historia de este debate ha configurado distintas tradiciones interpretativas en torno del caudillismo. Gran parte de estas
tradiciones fueron configuradas hacia fines del siglo XIX y durante la primera década del siglo XX. El artículo tiene por
objeto dar cuenta del proceso de gestación de estas tradiciones, de aquellos desplazamientos de sentido relevantes operados
sobre la noción de caudillismo, a la luz tanto de su asociación con determinados núcleos problemáticos, como de su relación
de oposición y antagonismo con otros conceptos claves del lenguaje político de la época. Sin embargo, se obtendría una
visión sin duda incompleta si no se incluyeran los aportes de los representantes de la generación del ’37.
Una primera mirada sobre los usos y significaciones del caudillismo durante el siglo XIX pareciera mostrar un concepto
despojado de problematicidad, dad la convergencia valorativa que se establece prontamente acerca del carácter y de las
implicancias negativas del fenómeno, punto de partida de un cierto consenso interpretativo. El empleo de la palabra
caudillismo asociado a la imagen del caudillaje, alude así a la dimensión irracional del caudillismo como fenómeno social y
político, como el “otro” de la modernidad política o la negación sin más de la modernidad. La utilización de la expresión
implicaría así una fuerte condena tanto moral como política, en labios de aquellos cuya identificación con el orden
constitucional y el progreso, sobre todo después de la caída de Rosas, habrían de arrogarse el monopolio de los valores
positivos de la modernidad.
La comprensión general del fenómeno caudillista en términos de continuidad o de ruptura histórica introduce ya un primer
eje articulatorio de la región. Dos grandes respuestas diferenciadas se perciben: la primera consiste en afirmar la
excepcionalidad del fenómeno caudillista –que incluye sobre todo el régimen de Rosas-; la segunda apunta a caracterizarlo
como vicio constitutivo de la realidad argentino-americana, con lo cual quedaría confirmado su ineluctabilidad histórica, más
tarde, su recurrencia inevitable. Entre los representantes de la generación del ’37, es Sarmiento quien realizó en el Facundo
uno de los mayores intentos de conceptualización y de síntesis de las nociones de caudillo y caudillismo, conformando lo que
bien puede denominarse su imagen canónica. ¿Cuál es la imagen que Sarmiento nos presenta? A pesar de sus múltiples
formulaciones, la imagen Civilización-Barbarie se reduce a dos oposiciones básicas. En primer lugar, existe una oposición
débil, que se plantea más en términos coexistencia que de contradicción y alude a dos estados de sociedad y de cultura, que
expresan un grado de evolución desigual. En segundo lugar, existe una oposición fuerte a partir de la cual ya no se plantea
una diferencia de grado o de evolución entre la Civilización y la Barbarie, sino una clara y radical ruptura. Dicha ruptura se
torna manifiesta en tanto y en cuanto la Barbarie se presenta, no como un estado social propiamente dicho, sino sobre todo
como la disolución de todo principio de sociedad. Sarmiento nos recuerda que es sólo el concurso de circunstancias
excepcionales, la guerra o el peligro de la misma, los que hacen que este tipo social devenga un líder, un caudillo, un jefe.
Sobreviene entonces la disolución de la sociedad, proceso que desemboca en la “ruralización” de las ciudades y el poder. El
caudillismo se halla entonces al final de este proceso de degradación: es la sistematización de un régimen de por sí anárquico,
cuya base social es la masa inorgánica y su rasgo mayor un orden social anómico y la ausencia de desarrollo de cualquier
forma de civilización. El representante social por excelencia del caudillo como tipo social derivado del gaucho malo-
comandante de la campaña no es otro que Facundo Quiroga, encarnación de la anarquía política, mientras que la ilustración
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más acabada del caudillismo como régimen de dominación social y político es la dictadura de Rosas. El caudillismo como
régimen político, perfeccionado por Rosas, tiene como base un tipo social que es expresión y determinación de la geografía
social del país, pero es fruto de la excepcionalidad de la guerra y la ruptura del lazo social que ésta ha producido. Vemos
entonces que el caudillismo se inserta en el nivel de las oposiciones fuertes y se asocia temporalmente a un concepto cargado
de pasado –la barbarie- y revela por ello un disfuncionamiento, una patología derivada del carácter nacional. La imagen
sarmientina como fórmula de combate obtuvo adhesiones por doquier, pero también se alzaron contra ella voces discrepantes.
Así, Alberdi estuvo entre aquellos que no aceptaban la rígida demarcación que propone la dicotomía: éste sostenía que “la
división entre hombres de la ciudad y de la campaña es falsa…Rosas no ha dominado con gauchos sino con la ciudad”.
En las primeras décadas del siglo XIX, el constitucionalismo es, en el terreno retórico-conceptual, el otro por antonomasia
del caudillismo. Esto aparece claramente en Alberdi quien lee el caudillismo desde la dictadura de Rosas y enfatiza su
carácter americano, su naturalidad. Sin embargo, la oposición entre constitucionalismo y caudillismo no se desarrolló sobre
un antagonismo simple, entre otras razones debido a que reunía dos conceptos heterogéneos desde el punto de vista genético.
En efecto, la ambivalencia del constitucionalismo derivaba del hecho de que era un concepto donde convergían y se oponían
el orden especulativo con el orden histórico, duplicidad que comprometerá su misma valoración. En cambio, el caudillismo
antes que un concepto, era una experiencia histórica cuya contundente existencia se imponía como un datum frente al
pensamiento y la reflexión más teórica. En Argentina, el proceso de desencanto de las elites republicanas respecto del pueblo
tuvo su expresión en la crítica al desencarnado constitucionalismo democrático, culpable de haber facilitado la instalación de
la dictadura de Rosas, avalada y sostenida por la mayoría. Las críticas se encaminaron rápidamente a alimentar el temor de
no poder consolidar un orden republicano y democrático. La ambivalencia devino aporía y colocó a los reformistas en la
necesidad de revisar ciertos principios revolucionarios para desactivar las tensiones entre el “país real” –la dictadura, el
caudillismo- y el “país legal” –el ciego constitucionalismo asociado al formalismo y la artificialidad, al fracaso de la teoría.
Esta oposición entre lo real y lo legal, especio en el cual se entrecruzan y rivalizan el caudillismo y el constitucionalismo va a
derivar luego, una vez derrocado Rosas y adoptada la solución constitucional republicana y presidencialista, en nuevas
formulaciones de la contraposición entre lo viejo y lo nuevo, las que anuncian cambios con respecto a los ejes mayores de la
visión sarmientina acerca del caudillismo. Esto es manifiesto en V. F. López, para quien los argentinos nos balanceamos
entre dos extremos que indican “la niñez de nuestro organismo político y la vejez de nuestro organismo social”. El
personalismo y la consecuente ausencia de cuerpos intermedios están en el origen de la crítica de éste al régimen
presidencialista y su preferencia por un modelo parlamentario que genere mayores vinculaciones con la sociedad civil. La
nueva vuelta de tuerca que López hace de la oposición entre lo nuevo y lo viejo apunta a poner en claro los “síntomas de la
situación patológica de nuestro país”, esto es la importancia y la persistencia de los vicios orgánicos, donde se entrecruzan y
fusionan en legado español con el régimen rosista, producto de la anarquía de los años ’20 que trastornaría todas las bases de
la organización política que habría de servir de molde definitivo a la sociabilidad argentina. La Argentina resulta ser entonces
un “pueblo niño”, un “pueblo atrasado”, un “pueblo inorgánico”. A la luz de la organización política, la posición liberal-
conservadora encarnada por López, no requiere de un lenguaje de guerra para señalar cuáles son los vicios orgánicos del país,
como el que fuera utilizado por la generación de los liberales románticos, tampoco exige la necesidad de plantear un corte tan
radical entre las oposiciones.
Estos nuevos avatares de la relación entre lo nuevo y lo viejo van a redefinir en suma los términos del antagonismo entre
constitucionalismo y caudillismo en un nuevo territorio discursivo, dando origen a dos posiciones diferentes. Por un lado,
liberales y positivistas van a explotar recurrentemente, algunos desde una perspectiva biológica, otros desde una grilla social,
la idea de la conservación y la persistencia de ciertas malformaciones político-sociales, asociadas a la matriz caudillista. Por
otro lado, la creciente negatividad con la cual se va cargando el concepto de constitucionalismo, a través de la antinomia
“país legal-país real” va a facilitar el proceso de revalorización de los caudillos y, en particular, del régimen caudillista de
Rosas.
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1. Entre las nuevas “cuestiones” y los viejos “problemas”
El objeto de estudio de los ensayistas que en mayor o menor medida están ligados a la matriz positivista, es realizar un
balance del progreso, tanto a la luz de las nuevas cuestiones que afronta el fin de siglo, como de los llamados viejos
problemas, los vicios orgánicos, donde se entrecruzan el problema de la raza, de la formación de la nacionalidad y la cuestión
del sujeto político. Por encima de las diferencias, los positivistas tienen por punto de partida una hipótesis común: la realidad
político-social del país señala la persistencia del caudillismo, a través de nuevas formas y/o atenuadas formas respecto de sus
manifestaciones pasadas. El estudio debe confirmar “científicamente” esta hipótesis y aportar las claves de este “mal
americano”. Dos posiciones mayores parecen delinearse: por un lado, existe una visión casi generalizada entre aquellos
representantes más típicos le positivismo acerca de que los problemas de nuestra configuración política-social son antes que
nada de origen étnico; por otro, una segunda línea, representada por ensayistas liberales, cercanos al positivismo, que
desarrollan una lectura social que desde diferentes perspectivas señalan las dificultades en el proceso de formación del sujeto
político. Sin embargo, el tipo de explicación debe ser en puesto en relación con otros dos ejes igualmente articulatorios. El
primero de ellos hace referencia a la perspectiva en la cual se inserta el caudillismo como avatar histórico, sea en términos de
continuidad o de ruptura. El último eje se constituye alrededor de la relación líder-masas y apunta a centrar en uno y otro
polo el análisis de los males latinoamericanos: malformaciones del régimen político, disposiciones irracionales de las
multitudes, etc.
Lucas Ayarragaray traza la evolución del caudillismo, para ver en él el producto de un “embrionario estado social”, un
régimen personalista y arbitrario, de indudable raíz española, producto de la fusión étnica. Por un lado, sostiene que, más que
un régimen, el caudillismo es un estado de pura anarquía. El caudillo, como órgano de poder, termina por concentrar las
rudimentarias funciones del organismo político. Por otro lado, el caudillismo, como la criminalidad, puede adoptar diversas
formas: “la violenta o muscular” –el caudillo violento- y la “forma astuta o intelectual”, como el período de Rosas. Los vicios
de nuestro organismo político y nuestra inferioridad moral emergen entonces de una psicología marcada por la inferioridad
racial, agravada por el proceso de fusión étnica. Tanto Ayarragaray como Bunge señalan con énfasis el carácter negativo y
degenerativo de todo proceso de mestizaje. Esta posición es desarrollada por Bunge en Nuestra América (1903), libro en el
cual estudia la psicología de los pueblos hispanoamericanos desde una óptica racial, a fin de explicar como dichos rasgos
engendran los males de la política criolla. Sin embargo, a pesar de que todo proceso de mestizaje entraña una degradación
racial y moral, los elementos psíquicos que conforman su idiosincrasia pueden ser atenuados y mejorados por el proceso de
europeización; lo que sucede de hecho en la capital y el litoral de la Argentina, a semejanza de Estados Unidos y a diferencia
de otros países del continente. A diferencia de Ayarragaray, las conclusiones de Bunge tienen por objeto mostrar tanto el
éxito de la fórmula europeizante aplicada por Argentina, como justificar, desde una mirada que se quiere omnicomprensiva,
benevolente y conservadora, la presencia de formas caudillistas en otros sistemas políticos hispanoamericanos, a fin de
matizar el juicio condenatorio que pesa sobre ellos. Esto es realizado en dos fases. Por la primera, Bunge establece las etapas
del caudillismo, distinguiendo entre el caciquismo, que es “sinónimo de paz” y e caudillismo, que no es otra cosa que “un
caciquismo sangriento”. La comprensión del caciquismo en términos de continuidad no sólo le permite explicar sus
modalidades presentes, esto es su perpetuación en la práctica política del subcontinente, sino también justificar la
imposibilidad de su erradicación. Mientras Ayarragaray extiende una mirada pesimista sobre las posibilidades de superar las
malformaciones de nuestra fatal configuración étnica, Bunge realiza un balance optimista del progreso realizado, aún en
aquellos países donde se continúa el proceso de hibridación racial.
La perspectiva de José Ingenieros sobre el caudillismo se halla sintetizada en el libro publicado en 1910 bajo el titulo de
Sociología Argentina. El caudillismo es caracterizado allí como la “superestructura política natural de un régimen económico
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feudal”. La anarquía política es así el correlato de la anarquía económica. Pero el caudillismo registra numerosas etapas en la
evolución política argentina. Al caudillismo inorgánico le sucede el caudillismo organizado, cuyos exponentes más acabados
son Rosas y Urquiza. La etapa siguiente se corresponde con la organización política. A este período de transición se ajustan
los gobiernos de Mitre, Sarmiento y Avellaneda. La figura del caudillismo “urbanizado” es Alsina. La salida del período
feudal se registra lenta pero inexorablemente en la medida en que el país entra en la vía capitalista, perdiendo casi
completamente sus lazos con el caudillismo. El problema que persiste es la inexistencia de verdaderos partidos políticos, esto
es, de actores políticos que canalicen orgánicamente sus intereses económicos. A pesar de esto, el ocaso del caudillismo es un
hecho, siendo sus últimos representantes Alem y Pellegrini. El cruce que Ingenieros realiza entre el determinismo racial y el
económico le permite generalizar sus conclusiones, justificando la mirada optimista que desliza sobre el futuro desenlace de
la lucha.
Desde una óptica igualmente determinista, que combina los aportes de la criminología de la época con la preocupación
nacionalista, J. Ramos Mejía se abocará a poner de relieve las psicopatías de los grandes hombres en La neurosis de los
hombres célebres (1878) y Rosas y su tiempo (1907). La intención de realizar un trabajo sobre Rosas lo había llevado antes,
en 1899, a publicar un libro Las multitudes argentinas, planteado por el mismo autor como una introducción al examen de la
tiranía rosista, a partir del estudio de las muchedumbres de las cuales aquella emergiera. Ramos Mejía pretende dilucidar la
trama el caudillismo en Argentina a través de dos estudios paralelos y complementarios que postulan un vaivén entre el líder
y las masas. Del costado del líder, es el énfasis en las estructuras psicológicas anómalas, las que al interactuar con el medio
social actualizan la locura; del costado de las multitudes, es el instinto y el puro inconsciente, por ende, la incapacidad de
reflexionar racionalmente. Otra nota importante es que Ramos Mejía señaló una clara diferencia entre aquellas multitudes
belicosas del período de la anarquía, y la ausencia de multitudes políticas en la época moderna. La afluencia masiva de
inmigrantes produjo un corte en la continuidad histórica que se refleja en la falta de participación política de las masas
nativas, frente a lo cual se impone la necesidad de restituir ese lazo histórico mediante la educación nacional, ante un
inmigrante que amenaza con deformar la fisonomía nacional.
A Álvarez y J. A. García se encuentran entre los principales divulgadores de una lectura que analiza el conflicto mayor de la
historia argentina en términos socioculturales y económicos. Aunque Álvarez no aborda directamente el tema del caudillismo
éste aparece asociado al problema de la ciudadanía, es decir a las dificultades de la formación de un sujeto político que se
corresponda con las proclamadas instituciones liberales. Contrariamente a Bunge y a Ingenieros quienes exaltaron sin matices
la superioridad racial del inmigrante europeo, Álvarez no participó de este entusiasmo, pero tampoco comulgó con la visión
de aquellos grupos que experimentaban en la época un crudo desencanto respecto del inmigrante. En realidad lo que su
pesimismo liberal ponía en cuestión era la posibilidad misma de revertir un proceso de hondas raíces históricas que, marcado
por el origen hispano-católico, había determinado el desarrollo de una suerte de “mentalidad criolla” que estaba en el origen
de las malformaciones republicanas.
Son varios los autores que atribuyen a García el merito de haber subrayado en La ciudad Indiana (1900), desde una
perspectiva crítica, la influencia del culto del coraje sobre nuestra configuración política. En el origen de estos sentimientos
aparece la influencia del medio social, la Pampa, la vida aislada, rodeada de peligros, sin ley ni autoridad, en donde, si se
quiere prosperar, el valor personal se impone como cualidad predominante. En suma, el esquema interpretativo que presenta
J. A. García se orienta en una dirección similar a la de Álvarez, a pesar de su insistencia en la importancia de los factores
económicos. Sin embargo, en esa época no se encuentra una única lectura del llamado culto nacional del coraje. Su
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valoración, en tanto elemento central de la cultura gaucha, dependía de su asociación positiva o negativa con otros tópicos.
Antes de fines del siglo XIX se inicia en la Argentina un proceso de “invención de la tradición” que encuentra su corolario en
la época del Centenario, cuyo resultado es el rescate y resignificación de los valores ligados a la tradición gauchesca. Pero
esta valoración positiva del culto del coraje, base del supuesto espíritu de desprendimiento de gaucho, realizada con la
voluntad de fundar un lenguaje y una literatura nacional, se propone rescatar la literatura gauchesca, excluyendo de ese rol a
la literatura criollista o folletinesca que conoce su apogeo a fines del siglo XIX y cuyo representante más destacado es sin
duda Eduardo Gutiérrez, el autor de Juan Moreira. Aquí es E. Quesada uno de los primeros en trazar las frontera entre la
gauchesca y el criollismo, suerte de división entre lo culto y lo popular. Es también Quesada quien lanza sus anatemas en
contra de la literatura folletinesca como vehículo del “moreirismo”, refiriéndose con esto a las nuevas formas de desafío a la
autoridad derivadas de la identificación con personajes delictivos como Juan Moreira, cuyos rasgos mayores resultan ser el
desprecio a la ley y el culto del coraje.
a la lectura que los socialistas hacían de la sociedad argentina en términos de clases sociales se le superpuso la visión
positivista de los “males latinoamericanos”, matriz desde la cual se intentaba asir la especificidad de la realidad continental.
Sin embargo, la gran diferencia con la tradición del positivismo historiográfico es que esta última veía en la “política criolla”
sobre todo un atributo más que una relación; mientras que las elites socialistas denunciaban a través de ésta ambas cosas,
pero apuntando especialmente a la crítica de las relaciones patrimonialistas-feudales que se hallaban en la base del sistema
caudillista. Para los socialistas, la expresión política criolla designa un sistema político tradicional y personalista que desde
tiempos históricos viene articulando la relación entre líder y masa. Si hacia fines de siglo le expresión engloba, sobre todo,
las relaciones entre patrón y trabajador rural, a la hora del triunfo radical se extiende también a las masas trabajadoras
urbanas, desembocando en la distinción y posterior división entre un verdadero proletariado, educado y consciente, y una
masa ignorante e inmadura, objeto de manipulación de nuevos caudillos, travestidos en líderes democráticos. Así, respecto de
los liderazgos se establece una clara continuidad entre el régimen oligárquico y el gobierno democrático. Una de las síntesis
más acabadas respecto del tema la ofrece R. Payró en Las divertidas aventuras del nieto de Juan Moreyra (1910), obra en la
cual aborda aspectos generales de la sociedad argentina, a la hora de realizar el balance del progreso en el año del Centenario
de la república.
En 1898 Ernesto Quesada publica La época de Rosas, un libro que se coloca en las antípodas tanto de las versiones
triunfalistas de los escritores liberales como de los enfoques lombrosianos que analizan el fenómeno rosista en términos de
psicopatía, cuya ilustración más cabal ofrece J. Ramos Mejía. El objetivo de Quesada es realizar una revisión más
“desapasionada” que restituya a Rosas –y a los caudillos- el verdadero lugar que ocupa en la historia argentina. Sostiene
Quesada que en el conflicto entre unitarios y federales se manifiesta un antagonismo de clases cuyas motivaciones son de
índole económica, que encuentra expresión en el conflicto entre localismo y centralismo. Estos dos campos oponen, por un
lado, a la elite metropolitana y aristocrática, doctrinaria y teórica, y, por otro lado, “la aspiración inconsciente de las
poblaciones rurales y del interior”. Rosas fue así el depositario del instinto democrático de las masas y del federalismo
inconsciente de los partidos del interior. En suma, Quesada rescata el período de la dictadura de Rosas, oponiéndola al
caudillismo anárquico, y afirma que ésta constituye un período positivo en la evolución social argentina. También hace
énfasis en el rol positivo que los caudillos jugaron en el proceso de formación de la nacionalidad, colocándose en las
antípodas valorativas de la lectura de García y Álvarez.
Conclusión
La asociación del caudillismo con distintos ejes problemáticos y su circulación por diferentes territorios discursivos
consolidó tres importantes tradiciones interpretativas. La primera se presenta como un discurso de la verdad política,
colocando el énfasis en el caudillismo como “constitución positiva”; la segunda realiza una valoración negativa de su aporte
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en el proceso de conformación de la nacionalidad y le imputa gran parte de la responsabilidad de nuestras malformaciones
republicanas; la tercera vincula positivamente al caudillismo con el sentimiento de nacionalidad o, en todo caso, rechaza una
visión unívoca del fenómeno.
A medida que el concepto de constitucionalismo mostraba mayor ambivalencia, desnudaba cada vez más sus escasas raíces
sociales y por ello iba despojándose de positividad, su polo opuesto, el caudillismo, ganaba incontestablemente en el terreno
de la realidad y comenzaba a dotarse, aun de manera espuria, de cierta positividad. Lo positivo es aquello que efectivamente
existe, como tal, la cuestión remite a la oposición que la generación del ’37 había planteado entre “país legal” y “país real”.
La identificación de los positivo con la realidad niega el carácter dual de esta última: hay un solo “temperamento”, una sola
realidad, en definitiva, contrariamente a lo que afirmaba Sarmiento. Todos van a estar de acuerdo en esto: más allá de la
diversidad de los enfoques disciplinarios, de las herramientas analíticas y los registros discursivos, el papel que el caudillismo
ha jugado en la conformación de la democracia es crucial, tanto para la definición del régimen –una democracia que, para ser
“funcional”, incorpora el personalismo y la centralización-, como para la caracterización del sujeto político –su inmadurez
política y cultural, para otros, su incapacidad racial para el efectivo y completo ejercicio de la ciudadanía. Por otro lado, la
idea del caudillismo como constitución “positiva” plantea la necesidad de reinsertar la época de la anarquía y la dictadura de
Rosas dentro de la evolución social general.
Existe otra importante tradición interpretativa cuyo afianzamiento es mérito de los positivistas, que hace hincapié en las
limitaciones culturales y políticas del proyecto de la generación del ’80 y concluye en una lectura cultural de la política. Su
difusión más contundente se da a través de la crítica a la “política criolla”, lo cual no hace sino poner en el centro de la
cuestión las dificultades de la formación de un sujeto político. Para algunos, esto implicaba el reconocimiento de la existencia
de una barbarie residual que se había filtrado en el temprano proceso de conformación de la nacionalidad; para otros
constituía nuestra única e innegable realidad, más allá de las formas externas de civilización que el país había adoptado. Así,
la entrada de las masas a la política, de la mano de Yrigoyen, aparece como el corolario de esta lectura y terminaría por
dirimir este combate desigual entre la sociedad y las instituciones, al otorgarle a las antiguas prácticas una actualidad política
plena.
Hacia principios del siglo XX se registra un consenso acerca de la positividad del fenómeno caudillista. Aparte de ello, existe
un consenso valorativo en torno del fenómeno caudillista que data de épocas anteriores. Sin embargo, ese consenso comienza
a presentar sus primeras fisuras, a partir de las cuales se van filtrando nuevos matices y deslizamientos en la valoración del
caudillismo, que comienza a ser asociado a otros tópicos. Cierto es que el consenso no se quiebra totalmente, pero a
principios del siglo XX, el conflicto de interpretaciones en torno del caudillismo se va extendiendo poco a poco al terreno de
los valores y prepara la labor de inversión que realizaran los revisionistas en los ’30. El aporte de Quesada fue el de asociar el
caudillismo centralista –la época de Rosas- con tres ideas: la primera es la de la continuidad histórica, leída en términos de
evolución positiva; la segunda, la de asociar dicha evolución positiva con la tradición del federalismo y establecer el lazo con
España y la época de la colonia; por último, la apelación, a fin de justificar la dictadura, a la hipótesis del gendarme
necesario. Pero junto a Quesada comienzan a deslizarse otras lecturas que poco a poco van cargando al caudillismo, en tanto
fenómeno “positivo” de nuevos registros. Las diferentes lecturas que realizaron los intelectuales entre fines del siglo XIX y
principios del XX, en su mayor parte ligados al positivismo finisecular, consolidaron una importante tradición interpretativa
en torno del caudillismo cuya mayor ambición fue la de desentrañar muchos de los núcleos centrales relativos al problema de
la conformación de la nacionalidad. Asimismo, dichas lecturas se hallan en el origen de nuevas miradas y apreciaciones sobre
el rol de caudillos y caudillismo, tanto en el pasado como en el presente político argentino.
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[Maristella Svampa, “La dialéctica entre lo nuevo y lo viejo: sobre los usos y nociones del caudalismo en la Argentina
durante el siglo XIX”, en Noemí Goldman – Ricardo Salvatore (compiladores), Caudillismos rioplatenses. Nuevas
miradas a un viejo problema, Buenos Aires, Eudeba, 2005 (1998), pp. 51-81 ]