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El nombre de Argelia se había olvidado ya de describir lo que había sentido aquella mañana en que

vio las palomas revolotear sobre la torre de la iglesia. El polvoriento camino empedrado había sido
azotado ya por las patas de las mulas y dentro de la iglesia crecían hongos de colores, se apreciaba
únicamente el vaso de agua de la última cena del cura en una casita que parecía desvanecerse a
pedazos. El polvo del infinito se arremolinaba sobre la frente de los hombre incrédulos de lo que
para todos era una época afilada en un espacio diferente donde ya nada tenía coherencia por sí
mismo, como si la mano de algún Dios se hubiera puesto a jugar con las piezas de un rompecabezas
al cual le faltaban pedazos, como si un espasmo de desolación ya no tuviera nada por hacer en el
lugar y se hubiera marchado con la puta más cercana con la nostalgia de no querer regresar jamás al
lugar donde había sido feliz sin necesidad de no ganar.
Apenas había amanecido aquel viejo día de abril, no hay demasiado por olvidar, el ruido cotidiano
de las gallinas con su cacaraqueo y los guajolotes corriendo frente al patio de las casas había
terminado por hipnotizar las tenues tardes y perder en un hilo deforme las acciones mecánicas de la
vida diaria. Quizá el barrer el piso de la casa era el rato más exasperante de la mañana, cuando no
había nada por odiar, cuando nada parecía tener una razón obvia para desentrañar algún sentimiento
espontáneo que arrebatara el ruidito insoportable de la escoba rozando el suelo. Siglos antes en
bacanales momentos infames cuando Remigio afilaba un viejo cuchillo, de esas viejas manos un par
de dedos que ya no estaban y un montón de pecas hacían una especie de mapas anacrónicos de
épocas desaparecidas en la profundidad de una serie de recuerdos difusos casi enterrados en alguno
de esos rincones húmedos de la memoria; en esos días el tumulto de los años era un vacio aciago
que demeritaba su importancia porque nada era demasiado bueno como para tomarse en cuenta y
después dejar de intentar llegar a otro algo mucho más lejano. Quizá no eran demasiadas cosas por
entender o quizá algunas se daban por entendidas desde hacía años. Pero eso no es lo que en
realidad importaba porque Argelia seguía allí barriendo con la mirada un tanto desolada, vacía de
tanto hacer lo que hacen los desamparados del momento. Que hastío. El padre Nicanor había de dar
misa a las cinco de la tarde y como casi siempre el mismo sermón era repetido hasta el cansancio o
hasta que al mismo padre se le olvidaba un párrafo y comenzaba a improvisar pedazos de pasajes
incongruentes donde Jesús tomaba vino con Moisés y Arabia estaba dentro de Israel que era un
pueblo hermano de Egipto luego de que Roma cayera en manos de Goliat; donde la única ley
importante era la de las minas del rey Salomón. Muy a menudo esos pedacitos del día se iban
recogiendo sobre espasmos desconcertantes, a menudo terminaban odiando no haber odiado antes el
sabor de los elotes quemados sobre las cenizas, porque era del sabor diario el café de media tarde
acompañado de cualquier cosa que le alegrara el amargo del grano, algunas veces fue tapioca,
camote, panes o elotes asados en las brazas; de cualquier modo poco de ello importaba.
Hubo quienes dicen que el padre Nicanor era un hombre muy culto, que en su habitación había más
de veinte libros, todos dedicados a las teorías del movimiento de la tierra y algo de astronomía,
otros diez libros solo de historia y otros tantos más de teología; aunque nunca nadie encontró nada
el día de su muerte, que diablos había de haber en un cuarto donde la humedad y el olor a trapos
viejos inundaba lo más profundo de los pulmones con cada bocanada de aire. Así era como le
gustaba, o al menos eso creía la señora encargada de barrer el patio de la iglesia y el cuarto del cura
al que le dolían las piernas y con el tiempo se le fue encorvando la columna hasta dejar entrever un
hilo de cartílago casi transparente sostenido por una piel delgada, seca y llena de pecas que
decoraba un rostro estancado en otra edad o en otros siglos donde la simplicidad era tanto como
esperar el diezmo para hacer una fiesta grande el día de navidad, hoy ya no, su boca estaba cansada
de gritar, de profesar. Y en sus ojos se notaba un rincón dibujado a cincel que dejaba desnudo una
especie de duda, como si algo no le gustara o como si nada de lo que le gusta terminara por
agradarle a nada.
En los paseos dominicales por las calles Argelia pasaba mirando por encima de las casas, iba con
sus ojos perdidos en una atmósfera desordenada mirando a donde sea que en casa de don Armando
las botellas seguían igual y con doña Francisca todo era pasado. En la calle principal cerca de la
plaza llegaban vendedores de otros pueblos tanto o más pequeños que este donde se acomodaban
con sus carpas a ofrecer chucherías. Desde verduras hasta dichosos aparatejos que según ellos
servían para quitar el dolor de cabeza, otros tantos traían figuritas de santos que ni siquiera existen
en el calendario pero que en la ciudad de Necaxa se importaban desde la costa al sur de Nueva
Esmeralda. A nadie le importaba nada, porque nada les era en verdad necesario, cuánto de algo
necesita un hombre, que pregunta más incierta, que destino más atado a cualquier respuesta y sin
embargo nada de ello parece tener forma propia. Y de hecho compraban por solo comprar gusanitos
de caramelo, canastas, manteles y demás, que, aunque, tenían la casa atiborrada de todas estas
cosas, ellos no se cansaban de llenarla cada vez más de basura y hasta el momento en que se
hartaban y terminaban tirando las cosas a la calle. Mirar a Agustín comprar un machete nuevo, si ya
en casa tenía dos y ninguno tenía filo, nunca se usaba para nada; Sofía llevaba ya una bolsita con
nopales tiernos aunque su padre odiara el sabor agrio de la verdura, en la plaza se llenaban las
manos de nada aunque esa nada fuera todo lo que querían en el momento. Era una especie de
consuelo en el cual buscaban olvidar algo de lo que ya estaban cansados de olvidar una y otra vez,
pero que cada tarde regresaba constante para importunar la consciencia. Es extraño como siguen el
vilo de una misma resonancia en círculos que sucede una y otra vez sin dejar de repetir el mismo
momento por las vueltas de una y otra especie hacia un punto donde todo parece tener un mismo
sentido.
Don Abigail sentado, ahí, frente a la casa donde vio crecer a sus hijos, morir a su esposa y donde
tantas veces escudriñó en sus tripas en busca de un pretexto para hacer algo que otros no se
atrevieran a no hacer porque tenían miedo, ahora ese viejo era una figura hecha de retazos que se
acomodaban uno a uno sobre una imagen anacrónica de un pasado más incierto aún que el futuro
mismo. Y es que había muchas cosas que no tenían caso en deducir, era un tiempo malgastado. Ya
el viejo miraba a Argelia salir por la mañana y regresar con la leche y algunos huevos, la miraba
barriendo la casa y se extrañaba de que en ningún momento ella despotricara maldiciendo todo
cuanto se le pusiera enfrente o quizá era porque a razón de los años, que siempre cobran factura,
Abigail se estaba quedando ciego, sordo y un tanto mudo a con tanto tartamudeo que entrecortaba la
frecuencia de sus palabras, que tanto resquemor le causaban en las tripas cuando intentaba reclamar
algo y nunca decía ya nada. Porque se encontraba encapsulado y atado a las miradas piadosas de las
personas que pasaban siempre frente a la casa, que miraban sobre su cabeza ,ya con pocas canas,
porque el infausto recuerdo de las penas le arrancaba las nubes de la sien, porque en sus
aberraciones él ya no sentía el miedo que sienten los desahuciados, porque en sus piernas la marca
perfecta de las cosas que van pasando había quedado impresa con la brutalidad de una explosión
que condensara las células para regenerarlas en un campo de espinas sin mayores resplandores que
la inseguridad de un puerto en mitad de un bulevar. Y sin embargo cuando tomaba su taza de café a
las cinco de la tarde miraba reloj para cerciorarse de que aún servía la manecilla que indica los
segundos.
Antes, en días someros y lejanos, Abigail caminaba por las calles llevando de la mano un bastón y
en la otra mano un viejo sombrero. Parece que era abril. El acostumbraba visitar a Catalina, su
cuñada, con quién se sentaba largo rato a platicar mientras miraba las gallinas comer en el corral
que estaba frente a la casa. Parecía un ritual mesiánico en el cual todo se condensaba en los picos de
los animales, nada más tenía importancia, era como si la mente del hombre regresara a su estado
más primitivo. María había muerto en septiembre, eso parecía, había demasiadas lombrices en el
jardín y las hormigas se habían establecido ya entre las rosas cuando llegó Juvencio corriendo con
un espasmo en la piel que le retorcía los tendones para decir que María murió desangrada en cama,
que de la boca del estómago le había salido un amasijo de carne deforme que desprendía olores
putrefactos que ningún médico pudo curar. María, con un hueco en las tripas había dejado un hilo
de sangre flotando en la atmósfera como tratando de capturar todos los vapores del sentimentalismo
fingido de aquellos que llegaron para beber café y comer algunas galletas. Era incómodo, el hilo de
sangre abarcaba toda la habitación donde se encontraba el ataúd y recorría cada uno de los pétalos
de las flores que estaban en las esquinas de lugar; nada más como una estampa recalcada para
quedar impregnada en la piel de los que ya no saben de sí mismos.
Y fue entonces que hubo un cambio en las cosas, hasta llegar a un punto exasperante en que la
memoria de Abigail y la de Catalina se mezclaron con los sueños turbios de Argelia; todo se hizo
una especie de amasijo extraño donde nada cabía hacia los lugares intrincados en un momento
fugaz que desaparecía ante sus ojos en un relámpago inherente que los llevó hasta el futuro que fue
ayer.
El espacio se redujo al tamaño de un alfiler, el aire se hizo pesado de repente y en la pupila de los
ojos no hubo más que un destello alucinante que descompuso en minúsculos elementos las tazas de
café hasta no dejar nada sobre la mesa, donde las palabras se desvanecieron en todas y cada una de
las letras que las componían. Abigail cerró los ojos. No vio nada. Hubo entonces un sonido que
provenía desde debajo de la mesa, aunque el eco atravesaba algo más allá de las bolsas llenas con
granos infestados de gorgojos, allí se escuchaba el estruendo de un crick-crick destrozando madera,
haciendo huecos en la madera. Hubo un momento en que no se sabía nada, en que todo se hizo
lento y se detuvieron las pisadas, se callaron los latidos…

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