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«¿Para qué el ser humano en tiempos de penuria?

» –Arturo Borra

Desde Hölderlin la pregunta retorna con fuerza: “¿Para qué poetas en tiempos de penuria?”. La
«falta de dios», apagado su resplandor, se derrama en la noche del mundo. ¿Qué tienen entonces
que decir los poetas a través de la poesía? En un suelo sin fundamento, en el abismo al que se
precipita nuestro tiempo indigente, nada hay de extraño acerca del regreso de esa pregunta:
incluso lo más sublime –que solemos ligar a lo poético- hunde sus patas en la infamia diaria, en
la prosa de lo cotidiano. En la célebre glosa de Heidegger, el filósofo pregunta:

“¿Hacia dónde podría volverse el dios a la hora de su retorno si previamente los hombres no le
han preparado una morada? ¿Cómo podría nunca un lugar ser adecuado al dios si previamente no
ha empezado a brillar un esplendor de divinidad en todo lo que existe?”1.

La lectura de Heidegger elabora una respuesta tras las pistas de Hölderlin y Rilke. Aunque esa
respuesta exigiría una reconstrucción exhaustiva, incluyendo sus exégesis tan sugerentes como
discutibles, conduciría a unas complejidades de lectura imposibles de abordar en este contexto.
Aún así, conviene recordarla en su forma general: la penuria de nuestros tiempos es modificable
sólo y en tanto cambie de raíz nuestro mundo (marcado por la técnica), cuando ese abismo sea
alterado, cuando el sujeto humano, como ser mortal, se cambie a sí mismo y su voluntad
separadora que impone al mundo objetivizado una representación calculadora. Los poetas son
los que, señalando el cambio, indican otro camino posible. En esta perspectiva de lectura,
entonces, la justificación de los poetas reside en su capacidad de efectuar un señalamiento en
dirección del cambio. Seguir esa dirección supondría avanzar en nuestra «desprotección»
esencial que, siguiendo a Pascal, conduce a una «lógica del corazón», a su íntima apertura y la
libertad interna que hace presente.
Sin embargo, varias décadas después, tenemos razones para poner bajo sospecha esa confianza
en los poetas como aquellos que alumbran la posibilidad de otro tiempo. No se trata sólo de que
la retórica heideggeriana –sus reflexiones sobre la esencia de la poesía, su vínculo con los
dioses y la tierra, el cielo y los mortales o su remisión de lo poético a una permanencia en
última instancia transhistórica, entre otras cuestiones- nos resulte distante. Lo central es que no
es seguro que el poeta pueda construir esos resplandores que iluminan la noche que ha caído
sobre lo humano. Ni siquiera es claro cómo el sujeto poético podría salirse de esa oscuridad en
la que están sumidos los demás y por qué el poeta necesariamente alcanzaría el abismo sobre la
base del riesgo del lenguaje. Tampoco es seguro que toda escritura poética se constituya de
forma invariante en esos propósitos o en esa cercanía con una presunta esencia poética
(acomodarse al «destino histórico» que es, simultáneamente, «desocultamiento del ser»).
Demasiado conservadurismo estético y político circunda como para hacer de ese riesgo una
regularidad en las producciones poéticas contemporáneas.
Cualesquiera que sean los matices con respecto a esa respuesta precedente, nuestra confianza
con respecto a alguna «misión» superior (predeterminada) es cuanto menos vacilante y, en
última instancia, nula. Distantes a cualquier horizonte profético, el sentido mismo de lo poético
está en disputa y el «cambio» que ciertas poéticas persiguen dista de estar ligado al sentido del
cambio heideggeriano, referido a una interiorización rememorante que conecta a lo íntimo e
invisible2. Tras los repetidos ensayos de respuesta, persiste el presupuesto de que la poesía no
está justificada de antemano, si no es capaz de decir algo acerca de la experiencia de nuestra
indigencia vital e incluso si no puede contribuir a concretizar unas demandas de justicia que
sobrevuelan nuestro mundo histórico. Y en efecto: ¿cómo podría considerarse la poesía
sustraída del desierto de lo real? Eso no convierte la poesía en un simple medio transparente
para unos fines trascendentales, pero matiza la exigencia de autonomía artística que demasiadas
veces se parece a una fórmula para el ensimismamiento formal.
Pero la pregunta de Hölderlin quizás esté supeditada a otra más general, que constituye su
condición de posibilidad: ¿para qué el ser humano en tiempos de penuria? Esa pregunta puede
resultar desconcertante y termina relativizando (poniendo en relación) la pregunta previa
circunscripta a la poesía. Lo sugiere Sartre cuando señala: “(…) el mundo puede prescindir
perfectamente de la literatura. Pero puede prescindir del hombre todavía mejor”3. Centrarse en
la poesía como forma pura y excluyente cuando peligra la existencia humana sería un ejercicio
de constatación de nuestra ceguera.
De forma más radical, este desplazamiento también lo produce Adorno cuando en Dialéctica
negativa reformula su interrogación acerca de si es posible no ya la poesía sino la vida después
de Auschwitz4. Tras el horror nazi, sobreponerse no puede darse como algo evidente, a menos
que hagamos de la ceguera un oficio. La pregunta sobre el ser humano enfatiza la necesidad de
una justificación acerca de su existencia. Luego del giro filosófico moderno hacia un
humanismo tan aceptable como abstracto la pregunta misma adquiere un cariz inquietante y
extraño. Al fin y al cabo, ¿por qué deberíamos justificar la existencia humana?
Cualquier filosofía de la sospecha sabría que la formulación misma del interrogante presupone
ya la existencia de un cuestionamiento de aquello por lo que se pregunta y la anticipación de
una catástrofe posible. Para decirlo de otra manera: la pregunta acerca del ser humano como
proyecto ya supone tácitamente la presencia más o menos solapada de aquello que amenaza su
existencia. No nos preguntamos sobre el sentido y razón de ser de algo sino cuando merodea el
riesgo de su desaparición o la percepción de un peligro más o menos inminente. La pregunta,
entonces, tiene como condición de elaboración una época en la que la pesadilla fascista sigue
ocurriendo mientras estamos despiertos, incluso después de varias décadas en que se celebra su
presunta defunción. No es que haya nada nuevo en la interrogación de lo humano: no sólo la
filosofía y las ciencias humanas sino también las religiones y el arte han procurado aproximarse
a ese universo. Y, sin embargo, preguntarse para qué lo humano bien podría constituir un
suplemento a ese interrogarse. Admite de entrada que el ser humano debe justificar su existencia
en vistas a un porvenir, esto es, darse un sentido para afrontar un tiempo ausente que, sin
embargo, construimos en la trama de nuestras prácticas actuales. Y puesto que toda auténtica
pregunta admite una diversidad de respuestas, conlleva también que ese sentido y esas
justificaciones se dicen en plural. Pensando en su finalidad (o propósito), sin embargo, el ser
humano está admitiendo su fin posible: el de su muerte o su desaparición. ¿Por qué este tiempo
de penuria lleva a preguntarse sobre lo humano y sus constituciones históricas diversas, en
contraposición a una mítica «naturaleza humana», por definición intransformable, incluso
cuando pudiera manipularse técnicamente?
Si nos atuviéramos a la pregunta más acotada sobre la poesía, deberíamos recordar que todo
discurso poético, al ser una específica construcción de sentido, se inscribe en un horizonte
ideológico determinado. Eso equivale a decir que es en la dimensión del sentido –inseparable de
las formas concretas que lo configuran y sus efectos performativos- donde se juega su
justificación o su valor. La cuestión fundamental no es otra que elucidar en qué consiste (y
cómo se urde) esa inscripción significativa. No es que otra vez haya que pasar obligadamente
por el (nada eterno) debate del compromiso; al fin de cuentas, desde Sartre parece no haber más
que matizaciones a una premisa fundamental: siempre estamos comprometidos con algo5. El
problema no es la disyuntiva entre presencia y ausencia de compromiso, sino el tipo de
compromiso que elaboramos en la poesía y la reflexividad que somos capaces de conferirle a
través de nuestros actos de escritura.
Ahora bien, si nos desplazamos al segundo interrogante (a esa desconcertante pregunta sobre el
sentido del ser humano en tiempos de penuria) lo que cambia no es la formación de
compromiso, sino lo que se (nos) juega en ese compromiso con el presente. Y puesto que no
somos ni profetas ni futurólogos, más vale aclarar que no se trata de trazar algunos fotogramas
del desastre que aguarda en alguna parte del porvenir, sino de centrarse en lo que está
ocurriendo en la actualidad y, en particular, en aquello que estamos haciendo para detener una
maquinaria siniestra que produce una devastación tan extendida como consentida.
Detrás de esas búsquedas ningún mesianismo parece anunciarse en el nuevo milenio (salvo
aquel que predican los profetas del mercado). Algunas promesas colectivas persisten, a pesar de
su falta de garantías y la incredulidad que suscita incluso ante aquellos desposeídos que no
podrían más que mejorar sus vidas en las nuevas condiciones sociales planteadas por esos
horizontes utópicos. También el grado de democratización de una sociedad debería evaluarse
por su capacidad para imaginar alternativas políticas. El déficits actual sobre ese punto recuerda
la magnitud de las labores pendientes. Ante tanta perplejidad, no cabe más que reafirmar la
urgencia de una política de articulación crítica: aquella que apuesta por enlazar luchas sociales
diversas para que la vida misma siga siendo posible. Porque si hay un riesgo inocultable en el
presente ya no es sólo el hambre o la explotación, la desigualdad y el dolor generalizados; es la
posibilidad misma de una vida que no sea mera supervivencia.
Lo más grave en estas condiciones reside tanto en la amenaza de destrucción de una
significativa parte de la superficie del planeta -incluyendo la especie humana- como en las
prácticas colectivas que lo afrontan: la negación brutal de lo que ocurre, la indiferencia política
y moral ante una realidad histórica radicalmente injusta y, para mayor desasosiego, la creciente
hegemonía de una ideología actuante de cuño fascista que plantea como deseable la
inferiorización/eliminación de cualquier figura de lo extraño, incluso lo que pudiera haber de
extraño en uno mismo. Si hay un goce en la devastación, no se trata de simple ceguera; puede
incluso que la ceguera consista en una negación estructural a no prever los efectos mediatos de
prácticas depredadoras. Pero la pregunta misma adquiere toda su carga dramática en estas
constataciones y no es válido alegar un desconocimiento al respecto. No todo es crueldad en
este juego de apropiación gozosa, pero el ensañamiento con las víctimas que se multiplican nos
fuerza a interrogar sobre otras posibilidades de ser lo humano, más allá de la inmensa industria
de fabricación de sujetos deshechables (como advierte Zygmunt Bauman).
El peligro mayor que nos sobrevuela no es la adversidad que atraviesa una buena parte de la
poesía que no se conforta con su propia virtud estética o con el alineamiento a unas poéticas
oficiales ya perimidas. Al fin y al cabo, la poesía desde hace siglos se mueve en la penuria y
ello, más que clausurar su sentido, renueva más bien su necesidad. Lo que nos amenaza en
primer orden y que tiende a hacer ilegible incluso la pregunta misma por la poesía, es la
expansión de un complejo de prácticas, significaciones y valores que pretende instalarse como
absoluto, legitimidad única y vinculante, incluso si ello supone arrasar conquistas históricas
conseguidas en luchas políticas de larga duración. Desde luego, esa expansión sólo puede ser en
tanto encarna en sujetos individuales y colectivos concretos que de forma cínica apelan a los
medios más heterogéneos, desde la difamación hasta el crimen, desde la explotación hasta la
tortura y la guerra, sin olvidar la retórica del engaño, la corrupción institucionalizada, el
clientelismo político y una economía imperial que hace del capital la única patria posible. Y si
este complejo es irresumible, no por ello debemos privarnos de conocerlo. Llamarlo
«capitalismo tardío» apenas es un pretexto para ponerse a reflexionar.
En tiempos de penuria, el sentido mismo de lo humano se juega en los compromisos -más o
menos reflexivos- que asumimos. Y si hubiera que responder a ese interrogante inicial sobre lo
humano como proyecto, la respuesta es menos estética que política: alumbrar una praxis
histórica efectiva en la que el sujeto pueda subvertir un sistema que lo destruye, para dar lugar a
otras posibilidades históricas. Eso no niega el apuntalamiento que la poesía puede efectuar con
respecto a esa praxis, pero la descentra y la resitúa en un campo de lucha más vasto y
polifacético.
No hay tiempos de penuria sin testigos que los sufran. Elaborar esos testimonios críticos y
arriesgar otro tiempo –que un cierto panfletarismo hace estrictamente imposible- quizás sean las
tareas más urgentes de la poesía que nos interesa. No toda producción poética lo hará, ni
tenemos a nuestro favor más que un deseo que no puede ampararse en ningún mandato
ontológico o alguna seguridad metafísica. Pero no somos sólo testigos que sueñan. Participamos
de múltiples maneras en la construcción de nuestro presente y preguntarnos por aquello para lo
que queremos ser es tomar partido contra una formación hegemónica marcada por la
destrucción masiva de los entornos vitales.
Ante el fascismo creciente -que enlaza racismo, xenofobia y nacionalismo- y las amenazas
totalitarias que se ciernen a escala global, habrá que seguir recordando que lo que se juega cada
vez más no es la poesía (mucho menos, una irrelevante posición en el campo poético) sino la
posibilidad de construcción de un mundo social en el que la penuria de nuestros tiempos no sea
la última residencia de lo humano.

Arturo Borra
1
Heidegger, Martín, «¿Y para qué poetas?», en Caminos de bosque, trad. Helena Cortés y Arturo Leyte, Alianza, Madrid,
1996, p. 241.
2
Más adelante, dice Heidegger: “La interiorización rememorante invierte la separación y permite entrar en el más amplio
círculo de lo abierto. ¿Quién de entre los mortales es capaz de semejante rememoración inversora?” (op. cit., p. 277).
Aunque no es difícil arriesgar una respuesta, esa capacidad supone entrar al lenguaje como casa del ser. Si quien arriesga el
lenguaje arriesga el recinto del ser, entonces, es el poeta por excelencia quien puede llevar a cabo la tarea de arriesgar la
inversión, en dirección al espacio del corazón.
3
Sartre, Jean Paul, ¿Qué es la literatura?, Losada, Buenos Aires, 1967, p. 242.
4
Adorno, Theodor, Dialéctica negativa, Taurus, Madrid, 1992.
5
Aunque de forma llamativa Sartre excluyó a la poesía de la posibilidad de una escritura comprometida, esa exclusión es
radicalmente problemática y no parece tener más explicación profunda que en su polémica con el surrealismo.

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