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“El segundo encuentro” de Clàudia Alejo

Por fin, llegó el día del segundo encuentro. Él partió desde muy lejos
para ver a su chica, esa chica que le volvía loco. Ella vivía en
Barcelona, en el barrio de Sant Andreu Comptal. Ese fin de semana lo
pasarían juntos, después de más de un mes sin verse por la distancia
que los mantenía muy lejos el uno del otro.

Ya estaba sentado en su sillón del tren yendo para su gran destino,


Barcelona. Así que le envió un mensaje a su amada: “Sentado en mi
asiento, destino tus brazos. Besos”. De renpente, ella se exaltó
tremendamente con el mensaje recibido. Ya sólo le quedaban cinco
horas para verse. Habían quedado que en Sants, en la estación, al
lado de las taquillas del tren.

Él empezó a leer su libro para intentar no pensar en exceso en ella,


porque si pensaba en ella, su imaginación y sus deseos le provocaban
una sensación única en el cuerpo que sólo quería experimentar en su
presencia. Ella intentaba concentrarse en su trabajo, pero le era
imposible, únicamente podía pensar en su príncipe viniendo en el
tren, sentado en su sillón intentando estirar sus piernas y
concentrándose en su lectura o en el portátil.

De repente, ya habían pasado cuatro horas. Así que decidió partir de


su casa. Fue camino la parada de Fabra i Puig. Paseando por la
Rambla Onze de Setembre, iba como un flan. El cosquilleo que sentía
en el estómago iba in crescendo. Si mantenía su mano rígida, le
temblaban incluso los dedos. Llegó a la estación de metro. Bajó al
andén. Miró a su alrededor, no conoció a nadie. Necesitaba hablar con
alguien para intentar distraerse. Entonces, se fijó en el reloj para
saber cuánto tiempo quedaba para que llegara el metro. En el reloj
ponía 1.25 minutos. Iban disminuyendo los segundos y de repente
ese minuto se convirtió en cero minutos con unos segundos.
Finalmente, llegó el metro. Entró en el vagón que paró en frente de
ella. No había casi nadie. Una persona en su derecha y otra al final del
todo del vagón. Se sentó con cuidado. Sacó de su bolso una revista,
aunque antes se fijó en el trayecto que tenía que hacer, porque debía
hacer trasbordo en La Sagrera, coger la línea azul y llegar a Sants.
Llegó a la parada, se bajó y fue a buscar el metro de la otra línea.
Justo cuando llegó al andén, llegaba el metro. Así que se subió a él.
Las cosquillas del estómago iban en aumento. Estaba ya de los
nervios. Ella no se solía comer las uñas, pero ese día sus uñas fueron
devoradas una a una sin darse cuenta.

Por otra banda, él intentaba mantenerse quieto en su asiento leyendo


pero su mente le jugaba continuamente malas pasadas. Su
inconsciente estaba ya en Barcelona, en esa estación de Sants,
abrazándose a su amada. Se imaginaba su pelo rizado cobrizo, su
escote, su sonrisa, su mirada, pero sobre todo intentaba pensar en su
perfume, ese perfume que tanto le enamoró la primera vez.
Quedaban tan solo quince minutos para llegar al destino. Estaba muy
nervioso. Necesitaba contactar con ella, pero no quería parecer
nervioso. Así que cogió su móvil, cerró su libro y empezó a mirar las
fotos de su amada. Esas fotos que él le había hecho con ese vestido
escotado de color lila. El color preferido de su amada. Recordó
entonces cuando fueron a cenar en su primera cita. Fue
maravillosamente magnífica.

En un momento, fue cuando en el tren anunciaron: “señores, estamos


entrando en la estación de tren, por favor, manténganse en sus
asientos hasta llegar al destino.” Se sentía hipernervioso. Se puso a
guardar el libro, el móvil, las revistas y el periódico. Cogió su maleta,
que tenía en sus pies, se levantó de su asiento y se dirigió a hacia la
puerta de su vagón. Bajó del mismo. Y se dirigió al punto de
encuentro. Fue, entonces, cuando sonó su teléfono.

- Hola, mi alma bella—le dijo ella--. Ya estoy aquí, en las taquillas.


- Mi tesoro – dijo él—yo estoy subiendo hacia las taquillas. Estoy
ya dejando atrás el andén.

Y allí la vio, con una falda tejana muy corta, enseñando sus piernas,
sus rodillas increíblemente finas y delgadas. Llevaba una camiseta,
con gran escote totalmente transparente con un top debajo que
permitía ver el canalillo. Fue, entonces, cuando sintió unas enormes
ganas de abrazarla, besarla y sobre todo acariciarla. Ella, estaba ahí,
de pie y de repente se le iluminó la tez. Sus ojos brillaron como hacía
mucho que no lo hacían. Le vio y se quedó quieta, no sabía cómo
reaccionar. Se quedó totalmente parada y de la misma emoción una
lágrima resbalaba por su tez. Estaba llorando. Ella le quería como
nunca había sentido por nadie. Fue entonces cuando se dio cuenta de
cómo después de casi cinco meses carteándose a diario y con una
cita de una sola tarde, fue para ella suficiente para saber que era él,
el hombre de su vida. Él se fue acercando poco a poco, viendo cómo
su amada se emocionaba nada más verlo. La abrazó sintiendo cada
poro de la piel de su amada, la besó tiernamente y le susurró al oído
algo. Un secreto. Siguieron las miradas cómplices. Él la cogió por la
cintura y le dijo:

- Venga, mi tesoro. Vamos a casa. Necesito amarte hasta


agotarme.
- Sí—dijo ella—vamos porque yo también necesito que me ames
hasta agotarte

Y así fue. Se fueron hacia el metro. La línea azul. Bajaron al andén y


cogieron el metro, después en La Sagrera hicieron el trasbordo para
la línea uno, la roja. Bajaron en Fabra i Puig. Los dos hicieron todo el
trayecto, entre besos, arrumacos tiernos y abrazos. Nada más bajar
en la estación se fueron Fabra i Puig hacia abajo hasta llegar a Onze
de Setembre. Entraron en el portal, subieron a su piso abriron la
puerta de su casa. Así que dejaron la maleta y él le dijo:
- Por fin tesoro, por fin juntos. Te he echado mucho de menos
- Y yo – le contestó ella--. Más de lo que te puedas llegar a
imaginar. No sabes las veces que he soñado con este
encuentro. Millones de veces.

Se fundieron en un beso, en un histórico beso, dulce, tierno y con


aroma a chocolate.

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