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Una familia grande, con muchos problemas y con muchos recursos, contrató a un
administrador para que cuidara de su patrimonio y de su seguridad. Con el tiempo
el administrador organizó el patrimonio y aunque disponía de él con demasiada
libertad y “manga ancha” para quienes él quería, esto no importaba mucho porque
las cosas iban más o menos bien y además parecía un verdadero benefactor; pero
nada más lo parecía, porque el beneficio no llegaba a todos los miembros de la
familia, a su gana solo algunos eran sus favorecidos y los otros, la mayoría, era
engañada y utilizada, quedando siempre desamparada. La permanencia por tanto
tiempo del mismo administrador fue creando costumbre y llegó el momento en que
él se creía y actuaba como si fuera el dueño. Y la familia por la costumbre hasta
cierto punto lo toleraba, pero poco a poco el mal administrador iba haciéndolo todo
arbitraria y autoritariamente. La familia se dio cuenta de que siempre había sido
robada y engañada, y no solo eso, sino que; la seguridad que le habían encargado
salvaguardar, él mismo estaba coludido con los delincuentes y él mismo y sus
secuaces habían violado sus hijas y asesinado a muchos de sus hijos, otros no
habían soportado la situación y se habían ido de la casa y refugiado con los
vecinos aunque no los trataran bien. Esta situación ya era intolerable y aunque
era extremadamente difícil; la familia decidió cambiarlo y lo pudo hacer.
Contrató a otro administrador con gran satisfacción y emoción, porque sentía que
se había quitado un gran peso de encima y porque no fue nada fácil hacerlo.
Además creía que se había librado de quien tanto mal le había hecho; porque el
nuevo le prometió llamarlo a cuentas, a ese quien se había erigido en dueño y
que había dispuesto del patrimonio y mancillado a la familia. No tardó mucho en
darse cuenta de que el nuevo era tan ladrón y vil como el anterior, con el terrible
agravante de que sintiéndose incapaz, llamó al administrador pasado para que
siguiera encargándose con él, de lo que “ya muy bien sabia hacer”