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Colección Novela 110

Abalorios

En El dolor de veinte alegrías la autora narra la historia de una familia de


veinte hermanos cuyos padres fueron un ejemplo de amor y sacrificio, pero
sobre todo, de dignidad mezclada con pobreza y solidaridad; con silencio y
respeto; con nobleza y arrojo. La valentía fue una característica común para
esa pareja que no solo entregó veinte vidas al mundo, sino que fue capaz de
criarlas y educarlas de una manera casi perfecta, con todas las circunstan-

El dolor de veinte alegrías


cias en su contra, pero con una voluntad de hierro que los hizo arribar a los
objetivos que se habían propuesto, a pesar de que la instrucción de ambos era
casi nula.
Carmen García, con una admirable destreza narrativa autobiográfica, nos
presenta esta historia conmovedora, ejemplo para las familias modernas que
tropiezan con tantas dificultades para criar a sus hijos.


Carmen García nació en 1962 en Jalisco, México.
Tuvo una niñez feliz en un hogar lleno de amor. Aunque


solo cursó la educación básica, ha tenido una formación
autodidacta extensa, ya que es una ávida lectora.
Adora las historias fantásticas para niños y su poema


preferido es “La nube y la rosa”.
A los diecinueve años emigró, recién casada, a Es-
tados Unidos. A pesar de haber vivido tantos años en

Carmen García
este país, todavía siente nostalgia por la separación
de su patria, de su familia y de su hermoso campo que
tanto extraña.
Le fascinan las películas sobre el mar, pero le provoca terror mirar la in-
mensidad del agua. Le gustan las pinturas sobre paisajes y Joan Sebastian es
su ídolo por la poesía de sus canciones. Admira al periodista Jorge Ramos por
su incansable lucha en pro de los inmigrantes.
En sus ratos libres escribe poemas, reflexiones e historias pequeñas. Esta
novela es su primera obra publicada.

ISBN 978-1-59835-164-4
51899

$18,99 9 781598 351644

20alegrias_CoverFinal.indd 1 3/8/10 12:30:56 PM


El dolor
de veinte alegrías

Carmen García

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Copyright ©2010 Carmen García
All rights reserved.
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First Edition
Printed in Canada
10 9 8 7 6 5 4 3 2 1

Library of Congress Cataloging-in-Publication Data

García, Carmen, 1962-


El dolor de veinte alegrías / Carmen García. -- 1st ed.
p. cm.
ISBN 978-1-59835-164-4 (alk. paper)
I. Title.

PQ7298.417.A7215D64 2010
863’.7--dc22

2010006616

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Dedicatoria

A mis hijos Andrés, Leticia, Isabel, Oscar y Selena,


con profundo orgullo y amor
Para que nunca olviden sus raíces,
su cultura y la vida del campo
Aunque vivan en otro país, en otro siglo,
donde aquellas costumbres se olvidan
por el estilo de vida tan diferente de aquellos tiempos
Y por el apoyo incondicional
que me brindaron en este proyecto

A mis hermanos y hermanas,


principalmente a Rosa quien me ayudó
a recordar muchas anécdotas

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Índice

Introducción 9
Capítulo I Nacen Demetrio y Rosario, su niñez 15
Capítulo II Demetrio y Rosario se enamoran y se casan 40
Capítulo III Los primeros hijos 48
Capítulo IV Pablo intenta envenenar a Demetrio 52
Capítulo V El misterio del nombre José María 56
Capítulo VI Nace Ramón. El rebaño crece. Lucha contra la sequía 60
Capítulo VII Muerte de Ramón 67
Capítulo VIII La mordida de la serpiente de cascabel 75
Capítulo IX La tormenta de granizo y más criaturas en el hogar 78
Capítulo X Las jovencitas, sus sueños y la incapacidad de Melinda 83
Capítulo XI La primera boda y el secuestro de Constancia 93
Capítulo XII Melinda trata de caminar y esconde el reloj 98
Capítulo XIII Demanda contra Demetrio y la herencia del tío Julio 102
Capítulo XIV El camión de Catarino y la boda de Julieta 108
Capítulo XV Muere el 4.o José María y Pablo sigue con su odio 115
Capítulo XVI Las tres balas 121
Capítulo XVII La tragedia de Ventura 129
Capítulo XVIII La enfermedad de Jesús y llegan más criaturas 132
Capítulo XIX El pozo profundo 141

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Capítulo XX El trauma del cambio del campo a la ciudad 147
Capítulo XXI Un año sin lluvia 152
Capítulo XXII La tristeza de Melinda y los consejos del médico 158
Capítulo XXIII La boda de Emiliano y el viaje a los Estados Unidos 165
Capítulo XXIV La venta del rebaño de chivas 173
Capítulo XXV La operación de Saturnino 177
Capítulo XXVI Emiliano y Braulio regresan de los Estados Unidos 182
Capítulo XXVII Muere Felipe, la conciencia de Leonora 190
Capítulo XXVIII Julieta visita el rancho después de trece años 196
Capítulo XXIX La deshonra de la familia 211
Capítulo XXX Muerte de Eduviges 219
Capítulo XXXI La melancolía del macho pardo 225
Capítulo XXXII Los quince de Sinforosa y las nupcias de Cirila 231
Capítulo XXXIII Muerte de José y las nupcias de Rosalba 247
Capítulo XXXIV Muerte de Melinda 256
Capítulo XXXV Resumen de la vida de los hijos 272
Capítulo XXXVI Las nupcias del último miembro del hogar 282
Capítulo XXXVII Incendio del dormitorio y abandono del ranchito 291
Capítulo XXXVIII La incapacidad de Pablo 298
Capítulo XXXIX Bodas de oro 300
Capítulo XL Muerte de Demetrio 307
Capítulo XLI Muerte de Leonora 318
Capítulo XLII La vida de los hijos 320
Capítulo XLIII Las tragedias de los hermanos de Rosario 338
Capítulo XLIV La vejez de Rosario y sus recuerdos 343
Capítulo XLV Muerte de Rosario y fin de la historia 353

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S El dolor de veinte alegrías S

Introducción

Esta historia fue escrita por Carmen García. Nació en México, en el


estado de Jalisco, en un ranchito de la provincia. Se crió en un hogar con
muchos hermanos, animales, flores y libertad. Tuvo la oportunidad de estu-
diar, con dificultad, únicamente seis años. A la edad de diecinueve se unió en
matrimonio con un joven vecino del lugar. Recién casados, emprendieron la
aventura de cruzar a los Estados Unidos. Y con mucha ilusión de salir adelan-
te, empezaron su vida. En el transcurso de los años criaron cinco hijos: tres
niñas y dos niños. Pero ella siempre vivió con la nostalgia de estar tan lejos de
su tierra y familia.
Un día le nació la idea de escribir la historia de sus padres y hermanos, y
la de ella misma. Recordando pláticas que escuchaba de sus padres y abuelos,
empezó a escribir esta historia que fue dictada por el corazón. En su sentir,
revivió la experiencia asombrosa de sus padres que concibieron veinte hijos;
pero a la vez experimentó sus tristezas y alegrías. Escribir esta historia fue
como hacer volver a la vida acontecimientos del pasado arrastrados por el
tiempo.

Esta narración está basada en la vida real. Los nombres verdaderos de


las personas que aparecen en ella fueron cambiados para proteger su identi-
dad. Es un ejemplo de dos seres humanos que, con su voluntad y buena fe,
se enfrentaron a la laboriosa tarea de concebir veinte hijos: once mujercitas y
nueve hombres; aunque solo lograron criar quince, porque cinco niños mu-
rieron cuando eran pequeños y uno de ellos no alcanzó a mirar la luz del día
porque su vida se apagó en el vientre de su madre. Este niño dejó con su
partida una herencia de dolor en su nombre, porque tres criaturas más que
recibieron el mismo nombre, murieron asustadas.

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S Carmen García S

La intención de la escritora es compartir la experiencia que vivieron esos


dos seres admirables llamados Demetrio y Rosario, a quienes no les importa-
ron las lágrimas que tuvieron que derramar para lograr cumplir esa tarea tan
delicada, tan llena de sacrificio, fortaleza, voluntad y alegría. Y a pesar de to-
dos los tropiezos, lograron salir a flote de los apuros que pasaron por cumplir
la labor que el destino o la naturaleza —que no mide sus poderes extraordina-
rios— les encomendó. Criaron la inmensa familia en un lugar donde no ha-
bía mucha agua para subsistir, porque tenían que luchar para mirar el huerto
florear, viviendo un suplicio cuando esperaban con ansias la lluvia temporal.
La narración incluye relatos breves de la vida de cada uno de los veinte
hijos y de las personas involucradas en sus vidas.
El primer capítulo relata cómo y cuándo nacieron Demetrio y Rosario,
cómo enfrentaron la pobreza, la revolución, las epidemias, el esfuerzo por
lograr sus sueños, la vida de la infancia, cuándo se conocieron y se enamora-
ron.
El capítulo dos relata cómo sufrieron Demetrio y Rosario para realizar
sus ilusiones, cuándo se unieron en matrimonio y construyeron la casa de
adobe con tiernas ilusiones y una alegría sin límite. Transcurre en un hogar
muy humilde, pero enriquecido con amor.
El capítulo tres relata la llegada de los primeros hijos, la alegría que sin-
tieron al recibirlos y los trabajos para salir adelante. Los sacrificios para arrimar
lo básico al hogar y cómo enfrentaban la sequía del mes de mayo, tratando
por todos los medios de no dejar morir de sed las flores del huerto.
El capítulo cuatro relata cuando Pablo, el hermano de Demetrio, trató
de envenenarlo por creerse las calumnias de Matilde, mientras Demetrio ya
no hallaba cómo enfrentar tantas infamias en su contra por parte de su cuña-
da que deseaba verlo muerto.
El capítulo cinco relata un misterio sobre el nombre José María. Tres
criaturas murieron por llevar ese nombre. En esta narración Rosario y De-
metrio conocen el dolor de la muerte de sus criaturas, que se marchaban del
hogar con un suspiro de adiós.
El capítulo seis relata el nacimiento de un niño hermoso idéntico a De-
metrio, cuya estancia en la vida fue tan breve como la nube pasajera que se
perdió en el horizonte y dejó la mirada de su padre marchita como la flor
muerta de sed.
El capítulo siete relata la muerte de ese niño hermoso que dejó el campo
marchito sin su presencia. Esto, por causa del agua traicionera, cuando jugaba
alegre con su caballito de madera.
El capítulo ocho relata la aparición de un espíritu que salva la vida de
uno de los hijos de Demetrio que había sido mordido por una serpiente de

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cascabel. En esa ocasión, toda la familia percibió el perfume de la muerte


que rodeaba el lecho de Cupertino mientras este gritaba al sentir la serpiente
deslizarse en su sangre.
El capítulo nueve relata cuando en una ocasión se quedaron sin cosecha
por culpa de la naturaleza, pues una agresiva tormenta de granizo destruyó
toda ilusión de ver el granero lleno de maíz.
El capítulo diez relata cuando las jovencitas soñaban despiertas enfrente
del espejo con ilusión, dejando salir de sus miradas la alegría acumulada en
sus corazones.
El capítulo once relata el matrimonio de la primera hija y cuando les
arrebataron por la fuerza a otra más. Esto dejó a Demetrio y Rosario humi-
llados en su honor, pues les robaron de la manera más cobarde a Constancia,
destruyendo su ilusión de salir vestida de blanco del hogar.
El capítulo doce relata el sufrimiento que tuvo que enfrentar una de las
hijas por causa de una enfermedad que la privó de su libertad y de la felicidad
de ser una persona normal, pues quedó paralizada por la poliomielitis que
destruyó la alegría de su mirar.
El capítulo trece relata la demanda legal contra Demetrio por pastear sus
chivas en terreno ajeno. Este se presentó en los tribunales y se defendió con
su humildad. Lo dejaron en libertad con el privilegio de seguir pasteando el
rebaño en los terrenos ajenos como si fueran suyos.
El capítulo catorce describe el camión de Catarino, apodado “la jaula”,
que era el único transporte de esas rancherías alejadas de los pequeños pue-
blos. Ese camión prestó servicio a mucha gente que se trasladaba en él largas
distancias. Y relata el matrimonio de una de las hijas de Demetrio y Rosario,
llamada Julieta, que luego de casarse se ausentó de su lugar de origen por trece
años.
El capítulo quince relata la muerte del último niño que se llamó José
María. Un terrible misterio acorraló a la familia en el dolor por la pérdida de
cuatro criaturas que se fueron asustadas, despreciando un nombre que tanto
le gustaba a su madre. Además de este dolor, tuvieron que hacer frente, con la
angustia en el rostro, al odio aguerrido de Pablo y su mitotera esposa.
El capítulo dieciséis relata la tragedia que sufrió el hermano de Rosario
por relacionarse con una mujer casada. Rodrigo mató con tres balas a tres
hombres, dejando la sangre de sus primos hermanos regada en el jardín de un
pueblo. Por causa de una mujer infiel, hubo llanto y odio entre madres, hijos
y hermanos.
El capítulo diecisiete relata la muerte de un hijo de Pablo en la fiesta del
año, cuando unos cobardes lo mataron a mansalva sin darle tiempo a despe-
dirse de las estrellas. Culparon a Cupertino, hijo de Demetrio, del asesinato

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de su primo hermano; y esa tragedia dejó un recuerdo manchado de dolor en


su sombrero, que se encontraba colgado de un clavo en el granero para revivir
el dolor de quien lo viera.
El capítulo dieciocho trata sobre un hijo de Nicasio llamado Jesús, ago-
biado por una enfermedad que le marchitó la vida. Lo dejó sumido en el más
terrible sufrimiento, sin poder soñar con aliviarse algún día. Y al hogar de
Demetrio arribaban más hijos.
El capítulo diecinueve relata cuando Matilde obligó a una de las hijas de
Pablo a meterse en un pozo de treinta metros de profundidad para sacar un
borrego que se había caído. Allí experimentó la sensación de encontrarse en
una tumba.
El capítulo veinte relata cuando a las hijas más pequeñas de Demetrio
las mandaron a la ciudad de México para que asistieran a la escuela. Allí se
sintieron tan extrañas como en un mundo desconocido y sufrieron mucho
por el cambio de ambiente.
El capítulo veintiuno relata que misteriosamente no llovió en la tempo-
rada de precipitaciones en toda la región. Únicamente en el ranchito de De-
metrio la lluvia empapó la tierra seca de esperanza. Y solo él cosechó alimento
y alegría.
El capítulo veintidós relata la tristeza de Melinda por sentirse tan enfer-
ma, y la visita al consultorio médico. Allí el doctor le sembró en el corazón
semillas de alegría, pues quedó impresionado al mirar sus bellos ojos de color
verde esmeralda.
El capítulo veintitrés relata el matrimonio de Emiliano y la aventura de
cruzar a los Estados Unidos acompañado por Braulio. Allí conocieron cos-
tumbres distintas de mujeres liberadas que pusieron en riesgo la salud de
Braulio por no saber protegerse.
El capítulo veinticuatro relata el sufrimiento de Demetrio cuando, por
no poder atender y cuidar su rebaño de chivas, las tuvo que vender, dejando
los corrales con un manto de soledad y tristeza y quedándose la familia sin esa
fuente de ingresos.
El capítulo veinticinco relata cuando a Saturnino se le salieron las tripas
por cargar las canastas llenas de maíz; y el trauma vivido al visitar por primera
vez un hospital.
El capítulo veintiséis relata el regreso de Emiliano y Braulio de los Esta-
dos Unidos después de tres años. Habían sentido mucha nostalgia por estar
tan lejos de su bello rancho y por la libertad perdida en una ilusión.
El capítulo veintisiete relata la muerte del padre de Rosario y los
remordimientos de conciencia de Leonora por haber hecho sufrir tanto a una
de sus nueras.

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El capítulo veintiocho relata la visita de una hija de Demetrio al rancho


después de trece años de ausencia. Allí se sintió muy feliz al mirarse en el es-
pejo que la había hecho sentir tan realizada como madre.
El capítulo veintinueve relata cuando una hija de Demetrio deshonró a
la familia por convertirse en madre soltera. Demetrio se sintió tan defraudado
y tan triste que no pudo por mucho tiempo dirigirle la palabra a Melinda. Y
ella sintió el reproche de sus azules ojos que la herían más que mil palabras.
El capítulo treinta relata el dolor de Demetrio por la muerte de su madre
Eduviges. Los amaneceres lo acompañaron en su llanto que brotaba de sus
azules ojos al sentir perdida a la silueta amada que le sonreía de niño.
El capítulo treinta y uno relata el dolor del macho pardo cuando se
deshicieron de él por viejo y enfermo. Se sintió mal querido, solo y olvidado,
después de haber consagrado su vida al servicio, con la mirada inclinada por
la humildad.
El capítulo treinta y dos relata la única celebración de quince años en la
familia, la de la hija más pequeña de Demetrio y Rosario. Y el matrimonio de
otra más que se marchó del país empezando una nueva vida lejos de ellos para
enfrentar un mundo, idioma y costumbres desconocidos. Y la agresividad de
un hombre con un agravio anidado en su pecho.
El capítulo treinta y tres relata la muerte de un nieto de Demetrio cuan-
do apenas estaba dejando de ser niño. Dejó a la familia suspirando de tristeza
por no poder ver más su sonrisa. Y el matrimonio de una hija más de Deme-
trio con un destello de ilusión en su mirada.
El capítulo treinta y cuatro relata la muerte de Melinda, que dejó con su
partida los campos marchitos sin su mirada verde esmeralda, a los cenzontles
muertos de pesar y al huerto sin alegría.
El capítulo treinta y cinco es un resumen breve de la vida de los hijos de
Demetrio y Rosario.
El capítulo treinta y seis relata las nupcias de Bárbara, la última hija que
se casó, y que dejó a Demetrio y a Rosario acompañados por los recuerdos
de los llantos y las risas de tantos hijos que se marcharon del hogar, y por la
soledad, cuando sus cabellos plateaban igual que la luna.
El capítulo treinta y siete relata el sufrimiento que sintieron Rosario y
Demetrio por un incendio que quemó la cama de madera tan querida por
Demetrio. Y cuando, obligados por la edad, abandonaron su casita de adobe
y se fueron a vivir a la ciudad.
El capítulo treinta y ocho relata la incapacidad de Pablo, hermano de
Demetrio, por comprender su error a un paso de la muerte, por creer tantas
mentiras de su esposa sin poder retroceder el tiempo y remediar tanto daño
causado a la vida de Demetrio y Rosario.

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S Carmen García S

El capítulo treinta y nueve relata la celebración de las bodas de oro de


Demetrio y Rosario, cuando toda la familia se unió con alegría.
El capítulo cuarenta relata la muerte de Demetrio y el misterio de su en-
tierro, pues su espíritu se rebelaba porque no quería que sus restos quedaran
en una pestilente ciudad, lejos de la libertad de su bello rancho.
El capítulo cuarenta y uno relata la muerte de la madre de Rosario, que
dejó en el recuerdo el agradecimiento por tanto servicio y sabiduría para cui-
dar y curar a los enfermos.
El capítulo cuarenta y dos es un segundo resumen de cómo vivían los
hijos de Demetrio y Rosario, enfrentando los pesares y alegrías de la vida.
El capítulo cuarenta y tres relata las tragedias de los hermanos de Rosa-
rio. A uno de ellos lo acorraló el vicio del juego en una trampa mortal y acabó
él mismo con su existencia. Y Rodrigo, el causante de las tres muertes, murió
de cáncer sin haber podido olvidar el ruido de las tres balas.
El capítulo cuarenta y cuatro relata la vida de Rosario en su vejez, cuan-
do vivía acompañada de recuerdos que la hacían llorar y reír.
El capítulo cuarenta y cinco relata la muerte de Rosario y es el fin de la
narración. Con su adiós dejó el huerto marchito, las flores sin aroma, el sol sin
luz y muchos corazones suspirando de tristeza por no verla más.

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S El dolor de veinte alegrías S

Capítulo I
Nacen Demetrio y Rosario, su niñez

Era aproximadamente el año 1920 en el estado de Jalisco, México. En


un pueblito pequeño, alegre, caluroso y polvoriento llamado San Miguel El
Alto, vivía una pareja de recién casados, Eusebio y Eduviges. Eusebio tenía
treinta y ocho años de edad y Eduviges, veinticuatro. Era una pareja madura
y responsable, trabajadora y sufrida, pero con ilusiones frescas. Quisieron pro-
bar suerte no muy lejos de allí y se mudaron para formar familia retirados de
los pueblos grandes. Compraron una barranca y unos barbechos que les pro-
metían mucho porvenir, pues era un buen lugar para criar ganado y para sem-
brar. Pero era un lugar muy remoto y alejado de los pueblos, escuelas, centros
de salud, iglesias, carreteras, tiendas y mercados. A ellos no les importó estar
retirados de servicios tan necesarios porque se enamoraron al instante de esas
hermosas tierras fértiles, con deseos de producir si las cultivaban con amor,
fe y paciencia. No eran tierras parejas; estaban un poco cuesta abajo, porque
las propiedades descendían desde una ladera en la cima de la tierra alta que se
encontraba cubierta de árboles. Cada propiedad estaba delimitada por cercos
de piedras que medían aproximadamente un metro y medio de altura y, de
largo, lo que medían las propiedades. Los propietarios de esa región trabaja-
ban arduamente para dividir sus propiedades. Esas hermosas tierras estaban
situadas en los altos de Jalisco. El ranchito se llamaba Las Mangas.
Eusebio estaba criando un hijo llamado Nicasio, producto de una aven-
tura amorosa de juventud. Eduviges lo criaba como hijo propio y le brindaba
amor de madre sin condiciones. Era un niño extremadamente moreno, como
el color de la canela tostada, y las facciones de su rostro eran rudas y serenas.

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S Carmen García S

Su tono de voz era pacífico y agradable e iba creciendo mientras absorbía el


buen ejemplo de sus padres. Vivían plenamente, disfrutando de lo que podían
tener, sin maldecir al destino y agradeciendo cada amanecer la dicha de mirar
el sol del día. Eran felices trabajando esas tierras generosas.
Todo su porvenir dependía de la lluvia, porque en esos lugares no había
forma de riego para los cultivos. Sin falta, para finales del mes de junio o
principios de julio, empezaban las lluvias de temporal. Y todos los campesinos
tenían listo su equipo. Sin pérdida de tiempo, al empezar la primera tormen-
ta, amanecían al día siguiente sembrando, poniendo la fe en la semilla que
caía en los surcos húmedos.
Desde lo alto de esa tierra se miraba el bajío. En tiempos de invierno
hacía mucho frío, por la altura. Cuando llegaba, martirizaba a los habitantes
del lugar. Las mujeres se protegían con rebozos y se cubrían la cabeza para
esquivar un poco los ventarrones helados y escandalosos que, silbando apre-
surados, azotaban sin clemencia los campos de las tierras altas.
Eusebio construyó su casa de adobe en la cima de la barranca. Estaba
tan protegida por los árboles y la vegetación, que la humilde casita pasaba
desapercibida. Estaba rodeada de macetas con plantas de diferentes flores que
siempre florecían alegrándola. Al gallinero lo tenían muy protegido, porque
había coyotes y zorrillos acechando a las gallinas. Estas, en cuanto se ocultaba
el sol, se metían y se quedaban bien dormidas paradas en una sola pata, con
un equilibrio admirable, porque no se movían en toda la noche.
Al lado de la casa tenían una caballeriza para guardar el maíz, la pastura
para las vacas y las pocas herramientas que tenían: los arados, los yugos, el
otate que usaban para la yunta. Había unos cuantos árboles de frutas. El
preferido era un árbol de peras que estaba injertado con manzano. Ellos dis-
frutaban la dulzura de esa fruta chapeteada que se antojaba comerla. En los
alrededores de la casa había árboles de duraznos y nopales de tuna roja que, al
comerla, dejaba la boca y los dientes colorados hasta el día siguiente.
Eusebio trabajaba sembrando maíz, frijol, trigo, papas y linaza. Apro-
vechaban la lluvia de temporal para sembrar, y de eso vivían humildemente,
criando y cuidando animalitos para después venderlos y obtener un poco de
dinero.
Al fondo de la barranca había un pequeño manantial que nunca se seca-
ba, con agua azulita, fresca y pura que se antojaba tomar. Ese manantial era
la última esperanza para el sediento en el mes de mayo, porque al escasear el
agua en los pozos, tajos y charcos, los habitantes del lugar acudían a él como
por el tesoro más preciado: esa maravillosa agua, regalo de las entrañas de
la tierra que la dejaba salir muy lentamente. Y el alma del sediento volvía al
cuerpo cuando la bebía.

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S El dolor de veinte alegrías S

Alrededor del manantial crecían muchas plantitas siempre verdes y fe-


lices de tener tan buen amigo que brotaba lentamente y regalaba esa pureza.
Los que la disfrutaban se sentían bendecidos por Dios por la fortuna de saciar
la sed con el agua fresca y clara de ese lugar privilegiado por la naturaleza.
Nunca dejaba de nacer ese líquido maravilloso, fuente de vida para el sedien-
to, para las plantas y animalitos que felices se arrimaban a tomarla, fresca y
deliciosa. Las águilas, desde lo alto de su vuelo, venteaban el venero y hasta el
fondo de la barranca bajaban a tomar el preciado líquido.
Había una planta siempre verde y frondosa que abrazaba con sus ramas
el manantial, llamada hiedra. Se mantenía erguida, fuerte y saludable como
un soldado que cuida su imperio. Al tocarla, contagiaba unas ronchas en la
piel que eran imposibles de curar. Los que iban por agua tenían que tomarla
con mucho cuidado para que no les picara la hiedra; y tenían que tratarla con
respeto y cariño porque, si la hacían enojar, los picaba aunque no la tocaran.
Esa planta se lucía dando belleza y frescura porque estaba en el lugar más
codiciado, al pie del venero. Por lo tanto, siempre se mantenía verde, tierna y
radiante de hermosura. Daba envidia a las demás plantas marchitas a las que
no les llegaba la humedad del agua. Altanera, sonreía sintiéndose superior a
cualquier arbusto seco que la mirara, doblegado por la sed. Y en el mes de
mayo ese lugar era muy visitado por personas y animales que acudían a él con
desesperación por saciar la sed que les nublaba la vista y la ilusión.
Eusebio y Eduviges vivían en la casa muy tranquilos en medio de la
naturaleza del campo, respirando el aire puro con olor a tierra húmeda, flores
y retoños de los árboles que cubrían esa barranca tranquila. El único ruido
que se escuchaba era el de los pájaros y el del viento que movía las ramas de
los árboles. Los pocos habitantes se sentían privilegiados por Dios, por tener
esa paz y poder disfrutar de esos amaneceres hermosos. Al aparecer el sol, las
plantas y las hojas brillaban con la luz y el rocío de la mañana. Por las tardes
disfrutaban la caída del sol que dejaba los campos tibios con su calor.
¡Qué sensación de felicidad se intuía en la mirada de Eduviges!, esa linda
mujer por cuyas venas corría la sangre india mestiza; de largo pelo negro que
siempre llevaba peinado con dos trenzas amarradas con listones rojos. Su son-
risa era transparente y alegre, sus hermosos ojos negros, de mirada profunda.
Al verlos, se sentía la fortaleza de su espíritu. Usaba vestido largo, sencillo, de
manga larga, de tela de papelina, y guaraches de correas. A pesar de su humil-
de vestuario, lucía linda, llena de juventud y fortaleza.
Eusebio era un hombre muy apuesto con una figura robusta y fuerte,
piel blanca y ojos azules. Era un hombre franco y cabal que decía lo que
sentía. No le gustaban la hipocresía ni las sonrisas falsas. Si algo no le gus-
taba, lo decía francamente, se enojara quien se enojara. Antes de casarse con

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S Carmen García S

Eduviges, viajó a los Estados Unidos, a trabajar en los files. Y así ahorró sus
dólares y compró su tierra para trabajarla y disfrutar la satisfacción de invertir
en lo propio, sin tener que bajar la mirada acatando órdenes de capataces
sin consideración que lo trataran como mula de carga. En esos viajes tuvo la
oportunidad de tomarse una fotografía con un elegante traje color negro y sus
bellos ojos azules y su piel blanca lo hacían lucir un hombre varonil y buen
mozo. Esa fotografía quedó guardada en una petaquilla de madera como un
recuerdo de sus aventuras de juventud.
Eusebio no se arrepentía del sacrificio que había hecho en tierras extran-
jeras porque, gracias a él, disfrutaba el orgullo de ser dueño de unas bellas tie-
rras generosas que daban fruto si las trabajaban con entusiasmo. En su mente
tenía el recuerdo de sus esfuerzos y trabajos en tierras extrañas y decía:
“No todo ser humano aguanta el trabajo en los Estados Unidos. Solo
los hombres que tienen muy bien puestos los pantalones logran progresar.
Porque no es fácil realizar labores de esclavo en condiciones inhumanas, tra-
bajando en los files, sin casa, viviendo a la intemperie y soportando furiosos
mosquitos y temperaturas implacable”.
Contaba que cuando lo apresaban, él se alegraba porque tenía comida y
un lecho para dormir. Y si pasaba buen tiempo encerrado, cuando salía de la
prisión, estaba gordito y chapeteado porque le daban de comer tres veces al
día. Muchas aventuras pasó cuando era joven. Ahora era dueño de su tierrita,
a la que amaba y trabajaba con esfuerzo, pero con felicidad, porque era suya.
Cada mañana salía Eusebio a trabajar al campo. Con la alegría en su
sonrisa, chiflando y cantando para saludar el nuevo día. Con el esplendoroso
sol se llenaba de energía para empezar sus labores. Con el entusiasmo que
contagiaba, la tierra lo esperaba ansiosa por producir.
Eduviges se quedaba en la casa prendiendo la lumbre en el fogón y mo-
liendo su nixtamal para hacer las tortillas. En el metate molía la masa y cocía
las tortillas en un comal grande con la leña ardiendo. Eran labores de todos
días. Muy temprano preparaba las tortillas; recién hechas, eran un alimento
esencial que no faltaba en ese hogar.
Siempre ambos estaban muy ocupados porque había mil cosas que hacer
y, si no se daban prisa, no les alcanzaba el día para dar fin a las tareas. Te-
nían que atender las vacas, ordeñarlas, darles de comer a las gallinas, limpiar
las jaulas de los pájaros —de los cuales tenían varios—, dar de comer a los
marranos que tenían engordando, bajar al venero para llevar agua, y hacer
la comida. Ya cuando terminaba las labores de la casa, Eduviges se dirigía al
venero para lavar la ropa. Lo hacía sobre una piedra y después la tendía sobre
las plantas para secarla. Tenía que tasar el agua porque el venero era peque-
ño y el líquido brotaba muy lentamente. Terminaba de lavar y empezaba el

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S El dolor de veinte alegrías S

camino cuesta arriba con su ropa cargada en la espalda. Llegaba a la cima de


la barranca muy fatigada y la piel morena de sus mejillas resaltaba aun más su
belleza natural.
Eusebio retornaba del campo y se reunían a cenar, acompañados por
Nicasio. Eran muy felices en su humilde casa de adobe. Tenían una cruz de
madera colgada en la pared de la habitación principal. Cuando llegaba el tres
de mayo, Eduviges y Eusebio festejaban en su casa en honor a la Santa Cruz.
Allí se reunían los vecinos más allegados para rezar y cantar, y comían hasta
llenarse con la comida que preparaba Eduviges para la ocasión. Esa tradición
se repetía cada año sin falta.
Los domingos salían al pueblito más cercano. En esa región había tres
pueblitos pequeños. El más cercano al ranchito se llamaba Santiaguito de
Velásquez. Tenía una capilla pequeña pero muy linda, con torres chaparritas
y el atrio pequeño. Al lado, un jardín con unas cuantas bancas y árboles. La
capilla tenía unas pinturas de los apóstoles de Jesús en el interior de los techos
de las torres. Al entrar al templo, la mirada se desviaba en dirección a este para
contemplar esas obras de arte. La vista de los fieles no se apartaba de ellas du-
rante toda la misa. Tan hermosas eran, que cautivaban el corazón. En el altar
principal se encontraba la imagen de la Virgen de Guadalupe con su rostro
dulce y compasivo. La gente, con todo el corazón, la veneraba con mucha fe.
Las calles alrededor del templo estaban empedradas. Las casas de adobe
se veían muy humildes. En medio del pueblito había una placita con unos
cuantos árboles. Había algunas tienditas pequeñas que tenían únicamente lo
básico: sal, azúcar, jabón, petróleo, carbonato y cerillos. La gente de las ran-
cherías no necesitaba más. Con eso se le facilitaba la vida, ya que en el campo
la tierra era generosa y cosechaba su alimento de cada día.
En ese pueblito no había carretera para llegar a las ciudades grandes. El
camino era una brecha polvorienta y dispareja por la que los arrieros camina-
ban para llegar al pequeño pueblo. La fiesta de ese lugar era en diciembre, en
honor a la Virgen de Guadalupe. La gente local era muy blanca, con los ojos
azules o verdes, y muy trabajadora. Creían ciegamente en la religión católica.
El día domingo se reunía, además, toda la gente de los ranchitos cercanos.
Escuchaban la misa con devoción, pero algunas mujeres chismosas aprove-
chaban la reunión para criticar a sus anchas. Se fijaban cómo iban vestidos,
en el peinado, y si habían usado el mismo vestido que el domingo anterior.
Los jóvenes en edad de noviazgo ni siquiera escuchaban el sermón del sacer-
dote por estar mirando las lindas muchachas que, con su velo en la cabeza,
disimulaban que los miraban. En realidad ellas no perdían una oportunidad
de mirarlos de reojo para después hablar de ellos toda la semana, comentando
quién era el más guapo.

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S Carmen García S

Las únicas que sí escuchaban misa con devoción eran las viejitas de edad
avanzada, porque a ellas ya no les importaba tanto lo que ocurría a su alrede-
dor: no se distraían mirando a los viejitos jorobados que apenas podían andar.
En ese lugar ninguna persona pasaba desapercibida porque la gente hablaba
de todos sin hacer menos a nadie. Y lo criticaban todo: el físico, el vestuario,
los gestos, si reía o si miraba triste. Porque en esos lugares la diversión más
entretenida era los chismes y el mitote. Sin embargo, eran a la vez buenos, con
temor de Dios, y respetaban los diez mandamientos.
El otro pueblito se llamaba Ojo Zarco. Era aún más humilde que San-
tiaguito. La capilla, más chiquita, y en el altar principal estaba el Inmaculado
Corazón de Jesús. En las misas que se celebraban, la gente podía criticar más
fácilmente al semejante, porque estaban más cerca el uno del otro. Como era
un pueblito muy humilde, la capilla no tenía pinturas de arte. Tenía unas
cuantas bancas para sentarse y un confesionario.
Igual que la capilla, el pueblito era pequeño. Tenía muy pocas casitas de
adobe, con tejas rojas carcomidas por el tiempo. La fiesta anual se celebraba el
primero de enero, cuando se recibía el año nuevo. El lugar era muy bendecido
porque tenía un enorme nacimiento de agua y sus habitantes nunca sufrieron
su falta. La fuente de trabajo era la misma: sembrar las tierras y cultivar maíz
y frijol. La ganadería era de lo que más ganancia dejaba.
Se oían rumores de que algunas mujeres que habitaban ese pueblo eran
brujas, por su apariencia. Algunas espantaban por pálidas. Varias eran solte-
ronas que se habían hecho viejas y amargadas porque en su juventud, cuando
todavía tenían encantos para enamorar a alguien, se habían hecho las impor-
tantes y no habían correspondido a nadie, creyendo ingenuamente que la
juventud duraría por siempre. Pero en un abrir y cerrar de ojos, la vida se iba
y, con ella, el tiempo, la belleza y la oportunidad de encontrar marido. Pero
cuando comprendieron que el tiempo no se recupera, ya habían quedado
solteronas.
No soportaban la felicidad de los otros. Hacían hasta lo imposible por
destruirla, contando e inventando calumnias en contra del prójimo. Ningún
remordimiento cargaban en sus conciencias. Cuando llegaba una persona ex-
traña, de otras tierras, no le despegaban la mirada. Se querían enterar de su
vida y su pasado, si era casado o soltero, a qué había llegado al pueblo y cuán-
do se iba a ir. Y le criticaban hasta la forma de caminar. Escondidas, asomadas
a las ventanas, daban rienda suelta a su curiosidad. Como eran lugares donde
no había mucho que hacer para algunas mujeres, se tomaban mucho interés
en enterarse de los sucesos del prójimo.
El tercer pueblito se llamaba El Josefino. El santo de la parroquia era San
José. Igual que los demás, era un pueblito pequeño y muy humilde, con unas

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cuantas casas. No había carretera para trasladarse a las ciudades grandes. Las
mujeres de ese pueblo tenían fama de chismosas y mitoteras. Pero no única-
mente ellas, porque a los hombres el mitote les fascinaba aún más. Algunos
señores de edad avanzada se reunían por las tardes y era una plática eterna.
En algunas ocasiones se amanecían en el chisme. Se enteraban de todos los
acontecimientos que les ocurrían a los vecinos; hasta de sus intimidades per-
sonales. Cuando le ocurría algo importante a alguna persona, hablaban de
ella todo el año.
Toda la gente creía en las brujerías, en el mal de ojo, en el empacho, en
las apariciones y en los sueños extraños. La mayoría se curaba con la ayuda
de hierbas medicinales. El que conocía de hierbas encontraba cura hasta para
el gas estomacal, causante de aires que tenían que salir por donde fuera. Y los
curanderos curaban también los males de hechicería en los que mucha gente
creía. Acudían a esos hombres para que los curaran de embrujamiento, de
espíritu salido del cuerpo, de mal de ojo, mala suerte y, en algunas ocasiones,
para enamorar al ser amado o para quitar del camino al rival.
Como en esos tiempos no había muchos médicos de la ciencia, a los cu-
randeros les iba muy bien en sus ganancias. Según ellos, curaban a la gente de
varias enfermedades. Y la gente, por ignorancia, creía ciegamente en ellos.
El más importante, el más poblado, era Arandas Jalisco. Era un pueblito
lindo y alegre. Las mujeres eran fanáticas del barrido de sus casas, patios y
calles, que siempre lucían muy limpias. Y los patios de sus casas se distinguían
por la alegría que les aportaban las numerosas macetas llenas de plantas cu-
biertas de flores.
La primera labor del día para las mujeres era barrer la calle polvorienta
de tierra colorada. Al levantarse, regaban el huerto y recibían el perfume de las
delicadas flores que les alegraban el principio del día. Era una tradición de las
familias tener siempre flores tiernas, perfumadas y coloridas que les desperta-
ran la alegría en el corazón.
Las callecitas del pueblo eran sumamente angostas, pero en ese tiempo
no se necesitaba más amplitud porque en ellas cabían sin problemas los arrie-
ros con sus burros, o el jinete en su caballo, o la gente a pie que caminaba
libre, sin preocuparse por ser atropellada por un carro. Porque en ese tiempo
el ambiente estaba libre del ruido y del mal olor de la gasolina y el motor. Y
así iba creciendo el pueblito con sus callecitas angostas. Nunca pensaron que
tal vez, con el correr del tiempo, por esas angostas calles tendrían que pasar
chóferes manejando camiones y tráileres gigantes, sufriendo y sudando frío
por su estrechez.
En la región la gente era muy católica y tenía temor de Dios. Las iglesias
estaban construidas con piedra de cantera color rosa. Una de ellas resaltaba a

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lo lejos porque tenía unas torres inmensas. Esa hermosa iglesia era el orgullo
de ese lindo pueblo porque a todos los que contemplaban sus torres, se les
regocijaba el alma. Afuera del atrio se llenaba de palomas que con su belleza
alegraban el lugar. Pero al que le correspondía hacer la limpieza del atrio no le
parecían tan hermosas esas bellas aves, porque lo dejaban lleno de excremento
cada día. Y eran parvadas inmensas cuyos aleteos sacudían el polvo cuando
levantaban vuelo. Las campanas de la iglesia se escuchaban a lo lejos y las
tocaban para llamar a las misas que se celebraban.
Toda la gente de las rancherías iba a ese pueblo para vender su ganado,
leña, queso y sus cosechas. Era más civilizado que los demás y, como era más
grande, el chisme y el mitote no eran la prioridad. Todos sus habitantes eran
blancos de ojos azules o verdes; aunque también había gente morena de ojos
negros o cafés. Tenían unas costumbres muy lindas porque a todo el mundo
saludaban aunque no se conocieran. Era un buen lugar para hacer las compras
de la semana. Tenía un mercado pequeño donde los días domingos se vendía
comida, fruta y verduras para el consumo de la semana, a muy buen precio.
Los mercaderes vendían unas enormes cazuelas y ollas de barro; con ellas co-
cinaba sus alimentos toda la gente. También unos enormes cántaros de barro
que usaban para guardar el agua para beber. Allí se conservaba fresca y delicio-
sa y la tomaban con unos jarros pequeños de barro. Toda la gente compraba
los utensilios de barro porque eran más baratos. Había utensilios de peltre,
pero eran más caros y la mayoría de la gente humilde no podía comprarlos.

El pueblo de Arandas era el preferido y a la gente no le importaba


caminar largas distancias para llegar. Estaba más retirado del ranchito de
Eduviges y Eusebio; a pie tardaban cuatro horas en llegar. Cortaban camino
atravesando enormes barrancas y cerros, porque si rodeaban por tierra pareja,
demoraban seis horas. Toda la gente de las rancherías lejanas iban a comprar
sus cosas básicas allí: el petróleo para alumbrar la casa por las noches y para
prender el fogón diariamente; el azúcar, la sal, mantas para hacer su ropa, hilo
para remendar, estambre para tejer.
Eran tiempos difíciles; no había mucho dinero y ganarlo no era fácil.
Pero Eduviges y Eusebio eran felices con lo poco que tenían. Por las noches
se alumbraban con las lámparas de petróleo que echaban un humo que de-
jaba negro el techo de carrizo, y las narices tiznadas. El aullar de los coyotes
se escuchaba cuando ellos ya tenían bien aseguradas las gallinas, las vacas y
los puercos, y los becerros apartados de las vacas para poder ordeñarlas al día
siguiente.
Eduviges y Eusebio rezaban el rosario antes de acostarse y enfrente de

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S El dolor de veinte alegrías S

la cruz de madera rezaban una oración a la Santa Cruz. Esas costumbres se


repetían cada día sin falta, porque era parte de la vida diaria. Eduviges decía:
“Todos los días comemos, nuestro cuerpo necesita el descanso y el vestido; y
la oración no debe faltar en cada hogar para agradecer por la vida, la alegría,
el alimento y la salud que por gracia divina disfrutamos diariamente”.
¡Qué noches tan hermosas! Se llenaba de estrellas el cielo y lo envolvía
un encantado hechizo. La gigantesca luna aparecía bañando el paisaje de quie-
tud. El campo, los árboles de la barranca y la pequeña casa se podían ver con
tanta claridad como durante el día. Las noches eran tan tranquilas que solo
se escuchaba el canto del grillo arrullando a las flores dormidas y a las aves
que detenían su trino en un silencio feliz. En ocasiones se escuchaba el canto
del tecolote, que, con sus enormes ojos, descifraba lo que había en la oscuri-
dad, debajo de esos gigantescos árboles donde no alcanzaba la luz de la luna.
Algunas veces los coyotes se arrimaban mucho a la casita y, cuando aullaban
aturdiendo el silencio de la tranquila noche, despertaban a las gallinas de su
sueño profundo. Ellas empezaban con un mitote en el gallinero e interrum-
pían la paz de esas apacibles noches.
Amanecía, y en la alborada un enorme lucero regalaba una luz fuerte que
apantallaba a las demás estrellas que se veían opacas al lado de él. Al salir el
sol se acababa la magia de la noche y empezaba un nuevo día. Las aves empe-
zaban a trabajar buscando el sustento para sobrevivir, igual que los conejos,
las liebres y las ardillas que con sus fuertes dientes hacían hoyos en los árboles
o asaltaban los sembradíos. Por más espantapájaros que ponía Eusebio en el
barbecho, no podía evitar que los animales robaran maíz. Y así todos los ani-
malitos del campo trabajaban para sobrevivir, igual que Eusebio y Eduviges.
Pasaban los meses en ese lugar tan lindo y callado, rodeados por la naturaleza
hermosa y respirando el aire fresco.
La mirada de Eduviges era diferente y una dulzura extrañamente cau-
tivadora dejaba ver en su resplandor la gracia infinita de ser madre en poco
tiempo. En su delantal disimulaba una pancita que cada día le iba creciendo.
Con la sonrisa llena de ilusión, confeccionaba ropa de niño: chambritas, za-
patitos, cobijas, y susurraba una canción de cuna. Cada mes que pasaba, su
panza crecía más y ya ni con el delantal podía disimularla.
Casi en el noveno mes, Eduviges se veía muy cansada. Una noche, cuan-
do las estrellas se vestían de gala alumbrando el infinito más que nunca de
alegría, un calor tibio de armonía se sentía en el ambiente, pues estaba a pun-
to de arribar al mundo una criatura que iba a alegrar ese pedacito de planeta
con su presencia. Un veintisiete de julio del año 1921 empezaron los dolores
de parto, intensos, dominantes, crueles, que hacían que el sensible cuerpo
de Eduviges se doblara. Eusebio comprendió, al verla, que era tiempo del

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alumbramiento y, sin perder tiempo, se fue en busca de la partera que la ayu-


daría a traer a este mundo a la criatura que estaba por nacer.
Ella preparó sábanas limpias, agua caliente, y mucha fe de que todo mar-
charía bien en esa barranca, muy lejos del pueblo y de un médico. Empezó el
trabajo de parto y esa tranquila y callada noche fue interrumpida por los gri-
tos de dolor de Eduviges. Su cuerpo se aprevenía para dar a luz a una criatura
en esa casita humilde de adobe, cuyas paredes fueron testigos del nacimiento
de un ser humano único. Porque en el corazón de ese ser tan pequeño habita-
ban el amor y la bondad, la alegría y el dolor.
Los pajaritos entonaron cantos de júbilo al sentir su presencia; el sol
sonrió; el viento se volvió loco de contento; y las flores se aprevenían para
conocerlo. Los árboles corpulentos se sentían halagados porque en esa ba-
rranca donde habían crecido había nacido ese niño. Y Nicasio estaba feliz por
la llegada de su medio hermano, porque ya iba a tener con quien jugar o con
quien pelear.
¿Qué hubiera pasado en ese lugar tan lejano de la civilización si el parto
se hubiera complicado? Suponiendo que la criatura hubiese venido de nalgui-
tas, o amarrado por el cordón umbilical, en una emergencia de esa magnitud
no hubiera habido esperanza de vida para la madre o la criatura. Pero afortu-
nadamente todo iba bien. Eduviges era muy fuerte de mente y cuerpo y con
valentía aguantó los dolores.
Nació la criatura que era un varón vigoroso y fuerte como un roble, con
una gracia tal que al verlo era imposible no quererlo. Lloraba con semejante
fuerza que se escuchaba a lo lejos. Pero no era un llanto normal como el de
cualquier recién nacido. Era un llanto sin consuelo, como si al llegar a este
mundo desconocido presintiera su destino. Porque lloraba con amargura, con
desesperación, con dolor, con rabia, pero a la vez era un llanto alegre lleno de
ternura.
Eduviges y Eusebio lo escuchaban y se desesperaban, pues con nada lo
podían consolar. La criatura lloraba y lloraba a pecho abierto, con un vigor y
fortaleza admirables. Eduviges, desconsolada, le preguntaba a su esposo:
—¿Por qué llora tanto esta criatura?
Él le contestaba:
—Le esperan penas duras en su camino y él presiente el martirio.
Pero ellos ignoraban el llanto debido a la alegría que les provocaba ver el
hermoso niño que había llegado a sus vidas.
La partera lo limpió, lo envolvió en una manta y lo dio en brazos a
Eduviges que con una ternura desconocida lo acogió. Al sentir el calor de
su piel, se sintió la mujer más bendecida de este mundo y con la inmensa
alegría de mirarlo se le olvidó el dolor. El niño buscaba desesperado, guiado

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S El dolor de veinte alegrías S

por su instinto, el pecho de su madre, pues tenía mucha hambre. Eduviges


empezó a amamantarlo y el niño se pegaba a su pecho con una fuerza que la
hacía llorar. Nicasio se arrimaba curioso a contemplar al niño y le agarraba
sus pequeñas manos saludándolo. Sentía nacer en su corazón el amor por su
medio hermano.
En esa época existían ciertas costumbres cuando parían las mujeres: se
cuidaban de no salir al aire o no mojarse por dos semanas, y se cubrían la ca-
beza y la espalda. Porque si les daba el frío en la espalda, se les retiraba la leche
materna. La partera se quedaba cuidando a la criatura y a Eduviges le prepa-
raba comida nutritiva: caldo de pollo recién matado y atole de masa, para que
abundara la leche materna y para que empezara a recuperar fuerzas.

Ya habían pasado dos semanas. Eduviges y el niño se veían muy sa-


nos. Con la leche de Eduviges, el niño se iba poniendo más fuerte cada día
y lo hinchadito se le iba quitando. Era morenito y se veían en su carita unas
facciones muy lindas. Cuando abrió sus ojos, eran del color del mar, intensa-
mente azules. Era muy lindo porque tenía la piel morena y sus ojos de color
del cielo.
—¡Qué hermosura! —decía Eduviges, que no se cansaba de mirarlo.
A los pocos días de nacido lo llevaron a bautizar en la iglesia de Santia-
guito, y al mismo tiempo lo inscribieron en el registro civil y lo nombraron
Demetrio.
Iba pasando el tiempo y el niño iba creciendo, respirando de la libertad
del viento, conociendo el esplendoroso sol, escuchando los cantos de las aves,
mirando la vegetación de esa barranca perfumada de paz. Su pequeño corazón
atrapaba toda la belleza y el encanto del campo y la naturaleza.
Cumplió un año y andaba gateando por todos los rincones de la casita.
Era bien comilón y, a pesar de que ya era grandecito, no se quería despegar de
Eduviges, y seguía disfrutando la leche materna.
Conforme pasaban los años, Demetrio se convirtió en un niño muy ri-
sueño. Al sonreír, en sus mejillas aparecían dos agraciados hoyos que daban a
su semblante un atractivo y una simpatía que endulzaban la mirada de quien
lo veía. Pero era sumamente tímido y se quería esconder hasta del mismo sol.
A escasos cuatro años de edad ya hablaba correctamente y empezaba a ayudar
a su madre con los quehaceres. Acompañado por Nicasio, recorría los cami-
nos de la barranca cubierta de árboles. Cuando llegaba alguien a visitarlos, él
se escondía apenado. Tenía una mirada fuerte y audaz, pero a la vez dulce. En
ella se intuía cuándo estaba enojado, pues sus reflejos no podían ocultar sus
emociones. Transmitía sus sentimientos con su mirada.

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S Carmen García S

N o muy lejos de allí, había un ranchito vecino llamado La Cantera,


que se encontraba en tierra pareja sobre la parte alta de Jalisco. Era un día
frío y nublado, cuando la lluvia caía tristemente sobre los árboles que, en-
tumidos y desnudos, soportaban el invierno, cuando el viento helado no se
compadecía de los habitantes del lugar ni de los pajarillos que miraban el
panorama con melancolía, pues no había sol, no había flores, ni perfumes
en los prados. En aquella casita húmeda y fría, el dos de enero del año 1924,
una señora llamada Leonora, de dieciocho años de edad, daba a luz una
linda niña muy blanca, de tez fina. Tenía una carita pequeña con facciones
perfectas. A pesar de estar recién nacida, era una criatura hermosa, parecida
a una flor que se abría a la vida, embelleciendo al sol. Con su lento llanto
despertó a las flores escondidas por el frío. Porque al sentir la presencia de
esa criatura, las flores se apresuraron a dar alegría aunque no hubiera sol y
reinara el frío del invierno. Al poco tiempo la bautizaron y la nombraron
Rosario.
La familia era sumamente pobre porque sufría la pereza progresiva del
esposo de Leonora llamado Felipe, de veintidós años de edad. Porque por sus
venas corría la sangre muy lentamente y tenía una calma suprema. En el sem-
blante de Leonora recién parida se veían el sufrimiento y el coraje contra su
esposo. Resignada, acogía en sus brazos a la pequeña criatura tratando de
darle consuelo porque, al igual que Demetrio, nació llorando con un llanto
incomprensible de pavor, de incertidumbre, de valentía, de coraje, y de amor.
Porque en ese pequeño corazón que apenas empezaba a latir se escondía un
nicho de ternura. Y las estrellas parpadeaban de alegría y regocijo al ser testi-
gos del nacimiento de una criatura que en su ser llevaba un temple de acero,
una paciencia infinita, un sacrificio de mártir. Al nacer ya tenía marcado su
destino, que ella presintió apenas vio la luz.

El tiempo transcurría y ambos iban creciendo. En una época cuando


no era fácil sobrevivir, por la revolución, las epidemias y el hambre, la gente
trataba por todos los medios de no morir, de luchar por ese rayo de luz que
es la vida.
Con el transcurso del tiempo, Eduviges engendró dos hijos más: una
niña llamada María y un hijo llamado Pablo. Con el nacimiento de ese niño,
nació también uno de los motivos del llanto de Demetrio. Porque esa criatura
indefensa, al crecer, fue su mayor pesadilla.
Mientras tanto, el tiempo caminaba tranquilo y ese hermoso niño, tan
único y risueño, crecía sencillo en su forma de vestir. Porque Eduviges le
confeccionaba la ropa con un material no muy usual: el cuero curtido de los

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animales. Con él le hacía los pantalones, las camisas y hasta los calzoncillos,
pues era muy durable. Si utilizaba tela regular, no le duraban porque con cual-
quier rasguño de algún arbusto espinoso se rompían. Y no estaban los tiempos
para gastar tanta tela, que nunca se comparaba con el cuero curtido que era
a prueba de uso agresivo y muy conveniente, pues no necesitaba lavarse tan
seguido como la papelina.
Desde muy pequeño empezó a cumplir con responsabilidad la tarea de
cuidar un rebaño de chivas. Y Nicasio lo alertaba de los peligros de las ser-
pientes, coyotes, lobos, tecolotes, arañas, pantanos, enjambres de colmenas,
y un sinfín de peligros ocultos en esos terrenos misteriosos. Las pasteaba por
toda la barranca y laderas, y se internaba entre las arboledas arremedando al
cenzontle. En ocasiones encontraba panales en lo alto de los árboles y miraba
a las ardillas que, al advertir su presencia, se escondían ágilmente en sus refu-
gios de los troncos de los árboles.
Con la inocencia en su corazón, se lucía con sus pantalones de cuero,
sin poner atención a las miradas curiosas que lo veían y después lo criticaban;
pues él era el único de la región que usaba ropa de ese material. A los que lo
miraban se les quedaba la imagen grabada para siempre, pues llamaba mucho
la atención por su piel tan morena, sus ojos inmensamente azules y esa son-
risa tan gentil que iluminaba los campos con su alegría. Y su atuendo era tan
único que era imposible que pasara desapercibido.
Sus padres le enseñaron desde muy pequeño a cumplir con sus obliga-
ciones. Temprano de madrugada tenía que moler el nixtamal en el molino.
Después bajaba al venero a buscar agua. La hiedra ya lo conocía y no le provo-
caba ningún daño porque él la trataba y cuidaba como a los pétalos sensibles y
perfumados de las rosas de castilla. Subía la cuesta de la barranca velozmente
y siempre ágil, fuerte, sano y risueño. Su padre le había enseñado a cuidar las
colmenas, porque tenían cajones de colmenares que las abejas poco a poco,
y con una paciencia admirable, llenaban de miel. Demetrio se sentía feliz de
mirar esas pencas que brillaban con la exquisita miel.
Pero él estaba en edad de aprender a leer y escribir, y en ese lugar no
había escuelas. Se entristecían Eusebio y Eduviges cuando pensaban en el
futuro que les esperaba a sus niños en ese lugar, tan lejos de la oportunidad de
aprender. Eusebio era un hombre inteligente y educaba a sus niños lo mejor
que podía, formándoles una mente con responsabilidad, con amor al prójimo
y principios basados en su buen ejemplo. Con su sabiduría se guiaban por el
calendario. Tenían un libro donde leían sobre los efectos de la luna; porque
con sus cambios, ellos sabían de los cambios del temporal y con eso sabían
cuándo llovería, los partos de la vaca o la chiva, o los partos de las mujeres. Se
cuidaban de los eclipses solares porque afectaban a las mujeres embarazadas

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S Carmen García S

y a los árboles y animales. En ese tiempo no tenían reloj; mucha gente ni los
conocía. Sabían qué hora era por la sombra del sol, que no fallaba ni se atra-
saba ni se adelantaba. El canto del gallo era la alarma y muy temprano en la
madrugada les anunciaba que se aproximaba la hora de levantarse. La familia
ya estaba lista para empezar sus labores del día cuando lo escuchaba cantar.

U n día llegó Eusebio muy contento porque le habían platicado que


una maestra de Miranda, sufrida, con tono de voz alto, silueta esbelta y sonri-
sa prudente, iba a dar clases cerca de donde vivían. No lo pensaron dos veces
y, muy ilusionados, hablaron con ella para mandar a Demetrio a estudiar. No
le fue fácil al pequeño aprender, porque tenía que caminar largas distancias
para llegar a donde la maestra daba las lecciones, en otra barranca vecina.
Tenía que atravesar el cerro espeso de vegetación. Pero gracias a su ilusión por
aprender, no le importaba el cansancio que le provocaba bajar y subir la cuesta
de esas barrancas peligrosas. A cada paso encontraba serpientes o zorrillos que
no dejaban un olor muy grato, y lo perseguían para acompañarlo. Los zorri-
llos lo miraban burlones a la cara cuando se aproximaban a él. Demetrio que-
ría aguantar la respiración para no sentir el fuerte olor. Trataba de burlarlos y
dejarlos atrás; sus ágiles pies se escabullían por los matorrales. Los pajaritos le
daban ánimo y alegría, lo acompañaban día tras día y él vencía los obstáculos
y llegaba sin falta a sus clases.
Era muy inteligente. Aprendía muy rápido todo lo que la maestra le
enseñaba. Ella se quedaba sorprendida por su inteligencia y su interés. Así, a
la gentil maestra le nacieron un especial cariño y una motivación por transmi-
tirle toda su sabiduría. Porque ella comprendía que era muy poco el tiempo
que iba a estar en ese lugar. Demetrio tuvo la oportunidad de estudiar úni-
camente dos años, y en ese escaso tiempo su mente absorbió las enseñanzas
de la maestra. Ella sabía que ese niño tan especial no iba a poder seguir estu-
diando, debido a que vivía en un lugar tan remoto, tan lejano. Y la mente de
Demetrio aprovechó todo lo que pudo las clases. Su memoria guardaba cada
detalle de la lección.
En esos dos años de clases aprendió lo que en la escuela le hubiera lle-
vado diez. La maestra lo instruyó en Aritmética y Geometría, Historia y Ci-
vismo, Lectura y Ciencias Naturales. Le enseñó modales y cómo expresarse
para conversar. Le enseñó la naturaleza del cuerpo y del espíritu. Lo entrenó
para dominar su mente y sus emociones. Esa sabia mujer lo preparó para ser
fuerte en pensamiento, alma y voluntad, sin temor a lo desconocido y seguro
de sí mismo. Logró incluso hacer cuentas de memoria. Por muy difíciles que
fueran las multiplicaciones, restas o divisiones, él las resolvía sin necesidad de

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S El dolor de veinte alegrías S

lápiz y papel. Cuando miraba a una persona, inmediatamente la estudiaba por


dentro y tenía la capacidad de descubrir lo que en su alma escondía. Conocía
las sonrisas y sabía si eran sinceras o falsas. Y al acercarse a cualquier persona,
él sentía si era buena o mala.
Pero desgraciadamente la maestra se retiró de ese lugar, pues no tenía
alma de mártir. No era fácil para ella vivir como en una selva, retirada de la
civilización. Se marchó buscando un mejor porvenir. Pero antes de partir, le
regaló a Demetrio un libro de poesías que, muy emocionado, él guardó como
un tesoro. Cuando tenía tiempo, lo leía y soñaba despierto. Guardó ese her-
moso obsequio con mucho cariño, recordando con dulzura a la gentil maestra
que le había abierto los ojos al saber.
Por otra parte, aprendiendo de su padre, logró conocer la naturaleza y
amar el campo, la siembra, la semilla y la cosecha, los animalitos que cuidaban
y atendían como si fueran de la familia. Iba creciendo y amando su entorno,
absorbiendo el buen ejemplo de sus padres quienes, desde pequeño, lo tra-
taron con mano dura. Le enseñaron que la vida no es una vereda sembrada
de azucenas perfumando el existir; porque tenía que sufrir para merecer. Así
fue creciendo con buenos principios morales, con temor de Dios, con respeto
hacia sus semejantes. Era muy respetuoso, simpático, con sus ojos azules y su
piel morena, sus manos rudas por el arduo trabajo del campo y esa sonrisa
tímida con la cual bajaba la mirada.
Pablo, su hermano, era muy diferente y pensaba distinto. No se enten-
dían mucho porque, en lugar de ver a Demetrio como un hermano, lo veía
como un rival. Desde niño empezó a envidiarlo. Tenía un problema: lo afec-
taba la luna y durante el mes tenía varios cambios de personalidad. Era impo-
sible entender su carácter. En ocasiones amanecía alegre y feliz, y de repente
se enojaba o se deprimía sin ningún motivo o razón. Pero por los cambios de
la luna el que sufría era Demetrio. Y sin solución, tenía que soportar su mal
genio y su rivalidad inmotivados.

M ientras tanto, en casa de Leonora, su hija Rosario iba creciendo y


conociendo la crueldad de la vida. Porque en muchas ocasiones se dormía con
el estómago pegado al espinazo. Al poco tiempo nació otra hermana llamada
Matilde que por desgracia heredó los malos instintos de Felipe, su padre. Esa
niña traía la mala entraña desde el vientre de su madre, y al crecer iba a cubrir
de espinas el camino a su hermana.
Con el paso del tiempo nacieron tres varones más, con unos corazo-
nes inmensos de alegría, de ternura, dotados de una inteligencia maravillo-
sa. Los nombraron Rodrigo, Rogelio y Raúl. Todos eran de sentimientos

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S Carmen García S

cristalinos como el agua pura del manantial y alegres como el sonoro trinar de los
cenzontles en el mes de marzo.
La familia de Leonora iba creciendo y buscaba la manera de conseguir el
pan para no morir de hambre. Y los hijos cargaban sobre sus frágiles espaldas
el yugo de la responsabilidad de ayudar a su madre. A los tres varones no les
quedó más remedio que buscar el sustento no importaba cómo. Desde muy
chicos aprendieron a jugar y hacer trampas para ganar en los juegos, porque
no les quedó otra alternativa para salir adelante. Y con el correr del tiempo se
convirtieron en unos profesionales del engaño.
Jugaban a la baraja, las carreras de caballos, la rayuela, los volados, el
dominó, las adivinanzas; en fin, tratándose de apuestas, se involucraban en
todos los juegos, por dinero o por una medida de maíz o frijol, o un puerco, o
una chiva. No importaba lo que ganaran en los juegos de azar: para ellos todo
era bueno. Con esas ganancias ayudaban a su madre a salir adelante en la vida
e iban anidando un rencor hacia su padre que, muy quitado de la pena, dor-
mía la siesta todo el día, con unos ronquidos que se escuchaban hasta el corral
de las gallinas. Las aves, cuando oían semejante estruendo, salían corriendo
azoradas, con un mitote. Después de haber dormido por varias horas durante
el día, asaltaba la olla de la leche, sin recordar que había criaturas necesitadas
de ese preciado alimento.
Leonora empezó a aborrecer a su marido perezoso. Porque no solo la
martirizaba con hambre y necesidades: para colmo de tanta desventura, en
varias ocasiones su marido la amenazaba con un cuchillo puntiagudo y se
divertía mirando el rostro de su mujer casi a punto de enloquecer de pavor al
sentir las heridas que le ocasionaba con el arma blanca. Leonora sufrió al en-
frentarse a los abusos de su marido, a las necesidades, al hambre, las epidemias
y la miseria. El corazón se le agrietaba al ver que a él no le importaba que su
familia sufriera el hambre. Cada día lo odiaba más porque no le perdonaba la
irresponsabilidad de formar familia y dejar que sobreviviera como pudiera.
Y como si eso fuera poco, tenían que enfrentar una revolución que sem-
braba la incertidumbre y el miedo en mucha gente. En aquella época gober-
naba el país un presidente llamado Plutarco Elías Calles. No creía en Dios y
tenía sed de poder. Y para colmo estaba en contra de la religión católica. No
le causaban ninguna gracia los sacerdotes vestidos con enaguas, y sin ningún
remordimiento, con el corazón como una roca que no siente el sol ni el vien-
to ni la brisa del invierno, dio la orden a su batallón de acabar con la fe y la
religión de la gente del pueblo. Y arremetió contra sacerdotes, diáconos, semi-
naristas, catequistas, coros eclesiásticos y creyentes. Porque veía que la Iglesia
obtenía mucho dinero del pueblo y tenía miedo de que el clero se hiciera más
poderoso que el Gobierno.

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S El dolor de veinte alegrías S

Entonces, sacando ventaja de su posición gubernamental, empezó una


revolución civil en contra de la Iglesia y sus seguidores. Y fue una revolu-
ción violenta durante la cual la gente del mismo país se mataba, unos contra
otros. Y no era por petróleo, como en otras guerras, ni por terrorismo, ni por
narcotráfico, ni por armas nucleares… Simplemente por creer o no en Dios,
murieron miles de personas inocentes. La llamaron la Revolución Cristera.
Pero la gente, por defender su religión y sus creencias, les hizo el trabajo
pesado a las tropas del Gobierno. Se enfrentaron con valentía, sin importarles
perder la vida en ello. Y aunque eran humildes, analfabetos y mal vestidos,
lucharon por un ideal que ellos creían justo. Pero tenían que ser bien precavi-
dos de no rezar ni persignarse enfrente de la tropa del Gobierno porque, si los
veían o escuchaban haciéndolo, les llovían las balas peor que en una tormenta
agresiva.
Los sacerdotes vivían temblando de miedo, rezando en sótanos ocultos,
en mazmorras oscuras que pasaban desapercibidas, pues no sabían a qué horas
se despedirían de este mundo. Porque los incrédulos querían acabar con la
Palabra de Dios y no les importaba la angustia de tanto inocente que se des-
pedía del mundo solo por tener fe. Sin embargo, no le fue fácil a Elías Calles
enfrentarse a los creyentes, pues no se imaginaba la audacia para luchar que
había en cada individuo cristero.
No era fácil vivir en esos tiempos de guerra, porque cuando las tropas
llegaban a las rancherías, dejaban sin comer hasta al adulto más anciano y al
niño más pequeño. Rosario y sus hermanos buscaban sobrevivir. Ya no les
importaba acostarse sin cenar. Lo que anhelaban era salvar la vida. Y tenían
estrictamente prohibido por Leonora rezar en voz alta y por mucho tiempo
dejaron de visitar los templos. Eran días de miedo, cuando nadie dormía tran-
quilo; porque si se dormían, no sabían si despertarían al siguiente día.
Entre las tropas cristeras había un hombre apodado El Catorce. Era
analfabeto, mal hablado, inculto y enamoradizo. No podía mirar a una mujer
porque se enamoraba al instante de ella; no importaba si era bonita o fea. Y
con la fama que se había hecho, las mujeres le tenían pavor. Ese hombre esta-
ba en boca de mucha gente, impresionada por los catorce rifles que tenía, por
sus catorce mujeres, por los catorce hombres armados de su tropa y por sus
catorce vidas. Había sobrevivido a terribles enfrentamientos durante los cua-
les las balas zumbaban peor que un enjambre de colmenas. Y por la puntería
asombrosa que tenía, no malgastaba un solo tiro en los combates. En aquellos
parajes de Jalisco se trasladaba de un lugar a otro haciéndole la vida pesada al
Gobierno. En ocasiones, las tropas de El Catorce acampaban muy cerca del
ranchito de la familia de Leonora.
A sus escasos cinco años, Rosario corría descalza entre la tropa, con un

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vestido casi roto por tanto uso. Era muy bonita con su carita blanca, su son-
risa como la de las flores mirando al sol y su pelo negro y rizado, peinado en
trenzas. Tenía un ángel especial. Quien la veía la quería al instante. En noches
de luna, la claridad bañaba de inocencia el rostro risueño de Rosario y con su
tierna alegría contagiaba a las estrellas de curiosidad.
Los hombres de la tropa se endulzaban la mirada al verla y El Catorce le
daba de comer carne casi cruda de las vaquillas que mataban. Rosario los mi-
raba sin comprender por qué andaban armados con catorce escopetas y rifles.
A ellos no se les veía el semblante por la larga barba descuidada y sucia, pues
no era fácil vivir en el monte escondiéndose de las tropas del Gobierno que los
buscaban para batirlos a balazos solo por defender sus creencias.
La gente humilde y creyente, ciega de fe en Dios, no podía permitir que
acabaran con la religión que ellos tanto respetaban y defendían. Para esa va-
liente gente no fue fácil la revolución, pues vivía en el monte, manteniéndose
con lo que hallaba: liebres, conejos, patos, codornices. Los cazaban y se los co-
mían con un hambre feroz. Cuando pasaban por las rancherías, la pobre gente
se quedaba sin comer. Como tantas veces le sucedía a la familia de Leonora,
porque cuando pasaban las tropas de los cristeros por ese humilde ranchito,
no tenían compasión de las pobres criaturas que reflejaban, en sus caritas
asustadas, la huella del hambre, del miedo y de la incertidumbre. Entonces,
cuando las veían venir, trataban de esconderse asustados, y estas, sin el más
mínimo remordimiento, se comían lo poco que tenían.
En muchas ocasiones entraban a la cocina de Leonora y hasta debajo de
las piedras buscaban comida. Pues esos hombres sentían que las tripas se los
devoraban por dentro. Cuando escuchaba que se acercaban, ella escondía des-
esperada las tortillas en las almohadas para no quedarse sin comer. Los hom-
bres llegaban a los ranchitos, temblorosos de tanta hambre, pues en ocasiones
pasaban días enteros sin comer. Mataban las vacas, marranos, gallinas y todo
lo que se podía comer y lo devoraban con una espantosa hambre atrasada.
Después de hartarse de la carne de las vaquillas flacas, secaban la que sobraba
para que les durara un tiempo.
Y lo más triste de todo era cuando llegaban las tropas del Gobierno a
desalojar las rancherías. Con las armas en las manos, obligaban a la gente a
abandonar sus casas. La familia de Leonora y sus criaturas, por fuerza del
Gobierno, abandonaban su humilde casita y se refugiaban lo más lejos que
podían caminar. Llegaban a un pueblito llamado Frías, en el estado de Gua-
najuato y allí se refugiaban por mucho tiempo hasta que pasara el peligro de
la revolución.
Rosario, con inocencia de niña, no comprendía tanto sufrimiento, tan-
ta hambre, tanto dolor, tantos hombres muertos, tanta sangre regada en los

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caminos, las haciendas y los pueblos. Con el candor, su mirada se empañaba


al mirar correr la sangre. Y su corazón se sacudía de dolor al escuchar el ruido
de los rifles. En su mente se quedaban grabadas la agonía y la mirada de an-
gustia de las personas que perdían la vida. Aferrada a las faldas de su madre,
buscaba la protección y el amparo ante tanto dolor. Y Leonora desarrollaba
una fortaleza de protección y abrigaba a sus hijos con la intención de prote-
gerlos. Luchaba a brazo partido para conseguir el sustento, con el semblante
curtido de penas. Con una voluntad más dura que las montañas, se abría paso
ante el hambre, la muerte y las epidemias.

Pero no solo ellos sufrían las amarguras de la revolución, porque Deme-


trio también experimentó angustias y desolación. En una ocasión, la tropa del
Gobierno lo encontró cuando pasteaba el rebaño de chivas. Afortunadamen-
te, alcanzó a quitarse un escapulario que traía en el cuello y lo ocultó entre la
hierba. Sin embargo, la tropa no tuvo ninguna compasión, a pesar de que solo
era un niño; ni de él ni del rebaño de chivas que lo acompañaba. Lo obliga-
ron, con gritos y abusos de poder, a abandonar la región donde habitaba.
Él caminó y caminó, alejándose cada vez más de su casa, con el pánico en
el rostro, vestido con su pantalón de cuero curtido y con sus gastados guara-
ches de correas de cuero de vaca. La tropa se moría de la risa, pero Demetrio
no dejaba a sus chivas perderse y las arriaba delante de él a donde iba.
Las tropas del Gobierno lo obligaron sin compasión a retirarse dema-
siado de la barranca donde habitaba. La preocupación de Demetrio era no
perder el rebaño, por lo que no se separaba de él ni un instante. Por las no-
ches, dormía con las chivas y tomaba su leche, gracias a lo cual no murió de
hambre. Pasaban los días y él, perdido, muy lejos de la barranca y de su casa.
Eduviges, en agonía por la preocupación, lo encomendó a la Santa Cruz.
Afortunadamente, luego de algunos días, todo se tranquilizó y Demetrio re-
tornó al hogar. Llegó a su casa muy asustado y bien flaco por las calamidades
sufridas. Y a su madre le volvió el alma al cuerpo cuando lo vio aparecer.

Demetrio y Rosario, como tantas otras personas, vivieron la amarga


experiencia de ver cómo se mataban unos a otros, sin tener el más mínimo
respeto por la vida humana. El Gobierno se comportaba como buitre que-
riendo hacer desaparecer al clero; y a los cristeros como fieras, defendiéndolo.
Muchos rancheros se unían a la causa y mandaban a sus familias a los pueblos
cercanos por temor a que las mataran.
Como es lógico, en tiempos de guerra todos sufrían, desde el más pe-
queño hasta el más viejo. Los que andaban involucrados en la Revolución

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S Carmen García S

Cristera tenían que comer y matar sin tentarse el corazón. El Gobierno oca-
sionó mucho daño con esa revolución civil. Pero luego de un tiempo, levantó
la bandera blanca de la paz. Porque los líderes se avergonzaron de sus ideas
mezquinas y pararon de común acuerdo esa persecución a los creyentes. Ha-
bían comprendido que cada persona tiene el derecho de tener fe y adorar al
espíritu que reina y vive en cada creencia.
Los creyentes en Dios ganaron la lucha porque el Gobierno no pudo
matar la fe de cada corazón humilde que la destilaba como un manantial
sereno y tranquilo. Pero quedó la sangre regada durante los combates en los
caminos, iglesias, monasterios, conventos, sacristías, seminarios, escuelas ca-
tólicas y criptas religiosas. Muchos sacerdotes dejaron de ver la luz, predicar la
palabra de Dios y dar sermón al creyente cuando sin ninguna consideración
los mataban como a criminales.
Sucedía que al Gobierno de aquella época no le causaba ninguna gracia
la religión, por temor de que se hiciera más poderosa que él y no comprendía
que es el camino más sano para llevar una vida en paz y hallar un escape a la
depresión. Porque cuando todo anda mal, todo el mundo se acuerda de Dios
y le echa la culpa de todo lo malo, sin comprender que el mismo hombre es el
que comete los errores que lo llevan al dolor. La intención de la religión y los
sacerdotes era llevar el mensaje que dejó el Creador al mundo, para que el ser
humano no viva su vida con el corazón vacío de fe y esperanza; para que logre
abrirse paso en el camino de la vida, lleno de tropiezos y amarguras.

Aparte de la revolución que tanto hizo sufrir a mucha gente, tenían


que enfrentarse a las epidemias. Porque en aquel tiempo no había vacunas y
mucha gente moría por causa de las viruelas, el sarampión, la fiebre tifoidea,
la poliomielitis, las paperas, la hepatitis, la tos ferina, la roña, el empacho, la
pérdida de memoria, el insomnio, la tristeza y un sinfín de enfermedades más.
Sin el arma de las vacunas, la gente era vulnerable a cualquier enfermedad.
Cuando se enfermaba un individuo, las pestes se extendían y se contagiaban
muchas personas. Algunos con mucha suerte sobrevivían y otros, no tan afor-
tunados, morían. Era 1929, una época muy difícil para sobrevivir, porque el
que no se moría por causa de la revolución, se moría por las epidemias, o de
hambre, o de miedo.
La vida continuaba para Demetrio y Rosario, y el tiempo poco a poco
cambiaba los perfiles de sus rostros y las siluetas de sus cuerpos. Se acercaba la
fecha especial del tres de mayo. Demetrio ya sabía lo que le esperaba, porque
tenía que trabajar el doble para atender a la gente que iba supuestamente
a venerar a la Santa Cruz. Pero en realidad, a lo que iba era a hartarse de

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S El dolor de veinte alegrías S

comida, que ellos muy generosamente les daban. Pero Demetrio no renegaba.
Obedecía a su madre porque esa fecha del año era la más importante y sagrada
para esa familia y las personas se reunían para celebrar y comer.
En aquella ocasión, Leonora llevó a sus hijos a la celebración. Y Demetrio
sintió algo extraño en su corazón cuando conoció a Rosario; algo que lo hizo
estremecer de alegría. Y a ella le ocurrió exactamente lo mismo, porque desde
niños sintieron una atracción mutua, incomprensible. Sus miradas inocentes
se mancornaron en un abrazo eterno, infinito, poderoso, y hasta la tierra se
estremeció de dulzura al sentir que el amor nacía entre esos niños inocentes.
Porque desde que sus ojos se vieron, sus mentes no se pudieron separar de sus
corazones. Ellos se miraban disimuladamente, sintiendo una emoción desen-
frenada que les estremecía la piel, y no podían ocultar la alegría del amor.
Todos empezaron a rezar el rosario de quince misterios, seguido por leta-
nía, de hinojos en pleno campo; después pidieron por todas sus necesidades.
La gente miraba hacia la cocina con un hambre atrasada y Demetrio se ho-
rrorizaba tan solo de pensar que todo ese gentío que rezaba repitiendo el Ave
María una y otra vez, estaba esperando que terminara el Rosario para empezar
a comer como bestias sin control. Al terminar el rosario, empezaban a comer
todos los invitados sin disimulo. Los canastos llenos de tortillas quedaban
vacíos; las cazuelas llenas de mole, tan limpias que ni lavada necesitaban; el
queso oreado que tanto trabajo le costaba a Demetrio, devorado en minutos
por ese enjambre de gente. Y para rematar, seguían con el postre. Asaltaban
las barricas llenas de miel. Demetrio los miraba con angustia al ver que la
miel desaparecía en el paladar de esas hambreadas gentes que aprovechaban
al máximo esa fecha.
Eduviges, encantada de la vida, condescendía a sus vecinos sin compren-
der el trabajo forzoso de su hijo que, al final del día, acababa rendido. Y al día
siguiente seguía con la tarea de limpiar el excremento que dejaban los invita-
dos alrededor de la casa. Pues comían sin medida, como si fuera el último día
de sus vidas en que tendrían oportunidad de hartarse; y después andaban con
emergencias y hacían sus necesidades muy cerca del ranchito.
Demetrio obedecía en silencio por respeto a su madre. Solo le quedaba
un recuerdo grato cuando miraba a Rosario, porque sentía una emoción des-
conocida. Y aunque no le gustara la tradición de su madre, contaba los días
del año para volver a ver a esa criatura que tenía el poder de hacerlo estreme-
cer de emoción.
En aquella región todo el mundo buscaba el pan de una u otra manera,
como los arrieros que pasaban muy seguido por esos lugares con los burros
cargados de caña dulce para vender su mercancía. Tenían que caminar enor-
mes distancias, ofreciendo la dulzura de la caña de casa en casa. Los que

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S Carmen García S

tenían con qué comprar, se endulzaban la vida con esas cañas jugosas. Con los
mismos dientes las pelaban y daban rienda suelta a la mandíbula, mascando y
disfrutando a sus anchas el placer de saborear el jugo. En ocasiones, la madre
de Demetrio compraba cañas y él se endulzaba el día mascando el bagazo ju-
goso. Los arrieros, agradecidos por su buena fortuna, caminaban felices todo
el día, dejando enormes distancias atrás; y contaban sus ganancias, porque en
ocasiones vendían todo lo que llevaban.
Y detrás de los amaneceres caminaba Demetrio. Siempre con la ilusión
de volver a ver a Rosario, seguía trabajando de sol a sol para ayudar a su ma-
dre. Antes de almorzar debía terminar con varias tareas, porque si no, no se
sentía merecedor de la comida. Su madre le tenía preparadas unas tortillas
recién hechas, con salsa preparada en el molcajete, queso fresco y frijoles fri-
tos. Como postre disfrutaban las mieles de los colmenares acompañadas de
las tortillas grandes de maíz amarillo. Demetrio no disimulaba el apetito que
tenía y disfrutaba ese alimento tan natural.
Eduviges y Eusebio eran muy caritativos con todo mundo. Les gusta-
ba compartir lo que tenían y casi siempre tenían visita. Demetrio siempre
estaba muy ocupado. Trabajaba sin descanso arreglando los colmenares,
sacando la miel, haciendo el queso, ordeñando las vacas, sembrando hor-
talizas. Y Eduviges regalaba miel y queso, y daba de comer a cuanta visita
llegaba. Tenían un sinfín de amistades que nunca se iban con las manos
vacías cuando los visitaban. Se retiraban felices, con el estómago a reventar
de tan lleno. Pero Demetrio ya no hallaba qué hacer con tanta gente que
nada más iba a comer y a llevarse la miel y el queso que con tanto trabajo
él preparaba. Y para colmo, no se ofrecían ni siquiera a levantar el plato
donde comían.

E l tiempo no se detenía. Demetrio ya tenía dieciséis años y empezaba


a vérsele el bigote. Lucía muy guapo con sus facciones finas y perfectas, su
mirada azul, su sonrisa sincera. Cuando sonreía, mostraba su dentadura im-
pecable y su mirada brillaba de alegría. En ocasiones los visitaban muchachas
que coqueteaban con él. Y él se mostraba tan tímido que no hallaba dónde
esconderse. Ya conocía los peligros de las tentaciones y las consecuencias que
ellas traen. Por lo tanto, a las muchachas que le coqueteaban solo les regalaba
una sonrisa tímida.
El tiempo transcurría haciendo cambios a su figura, pues ya entraba a la
edad de la pubertad. Siempre estaba muy ocupado obedeciendo a su madre
sin rezongar, trabajando y ayudando con todo el respeto y el amor de un hijo
noble. Para ese entonces, él había crecido como para no querer usar la ropa

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S El dolor de veinte alegrías S

de cuero curtido, porque se apenaba de que la gente lo viera vestido como un


caníbal. Un día le dijo a su madre:
—Ya no me gusta esta ropa, porque la gente me mira y se ríe de mí. Y a
mí me da mucha pena ser motivo de risas burlonas. Comprenda, madre, que
el cuero curtido no es muy apropiado para hacer calzones y pantalones. Ya
los he usado por muchos años sin renegar por respeto a usted. Pero míreme:
ya me está saliendo el bigote, señal de que estoy dejando de ser niño. Por lo
tanto, deseo vestirme normal, como todos los muchachos de mi edad.
Eduviges sonrió, pues comprendía que su hijo tenía razón; y en la pri-
mera salida al pueblo le dio dinero para que comprara sus pantalones como
los que usaba todo el mundo.
En esa época se usaban los pantalones de pechera de mezclilla, que no
eran tan diferentes a los de cuero, porque la tela era rígida y durable. Vestirse
con ropa nueva le dio a la figura de Demetrio un cambio muy notable. Él se
vestía muy humilde: guaraches de correas, camisa de manta, pantalones de
pechera y un sombrero de palma. Entonces echó al olvido los pantalones de
cuero curtido que no quiso volver a ver nunca más. A su edad tenía la tenta-
ción de tener dinero para gastar en el pueblo.
Siempre pensaba en Rosario, una linda niña de trece años. Desde el día
que la conoció, no podía dejar de pensar en ella. Porque al ver a esa ingenua
muchacha fue como si en su corazón hubiera nacido una planta con flores
aromáticas que destilaba ternura y aromas de amor, y cada día florecía y se
extendía hasta el último rincón de su corazón. Y ese corazón era tan inmenso
que la planta se lució desbordando flores por doquier. Demetrio no podía
controlar tanta alegría, esperanzas, sueños, ilusiones y sufrimientos dulces.

En una ocasión, Rosario se enfermó de las viruelas que, sin compasión,


invadieron el desnutrido cuerpo de la linda jovencita. Su piel blanca se vistió
con las ronchas de la temible enfermedad que lentamente le tragaba la piel.
Tirada sin fuerzas en un catre, su corazón se vestía de fortaleza. No se atrevía
a mirarse al espejo porque no quería que su voluntad de seguir viviendo fla-
queara. Se encontraba terriblemente débil. Trataba de aferrarse a la vida con
un presentimiento de alegría oculto que la mantenía viva.
Pasaban las semanas y ella iba venciendo la terrible enfermedad. Sin in-
tención, contagiaba a quien se acercara a ella. Sentía unos inmensos deseos
de rascarse la piel por la comezón que invadía todo su cuerpo pero Leonora
le amarraba las manos para que no se hiciera daño. Su destino no era morir
en ese tiempo, aunque estaba rodeada de enemigos mortales: el hambre, las
enfermedades, las epidemias, las fiebres, la incertidumbre y el miedo. Todo lo

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S Carmen García S

iba superando con una valentía asombrosa. Y a muy temprana edad aprendió
una lección cruel y amarga de la vida porque se enfrentó a la muerte.
Pero ella presentía que tenía una tarea que cumplir. Y Dios la necesita-
ba viva para cumplir su destino. Después de superar la terrible enfermedad,
cuando se miró al espejo, vio en su rostro la cicatriz que quedó como un triste
recuerdo en su cara. Y aunque pasó el tiempo, no se borró nunca de su dulce
rostro.
Igual que sus hermanos, no tuvo la oportunidad de aprender a leer o es-
cribir, porque no podían asistir a un salón de clases. Pero unas tías, hermanas
de su madre, le enseñaron lo que significaban las palabras en la escritura, y
gracias a ellas logró leer despacio.
Leonora se pasaba la vida atendiendo los partos de las mujeres de la re-
gión que gracias a su sabiduría lograban salir adelante en ese tiempo tan cruel.
Cuando enfrentaba las epidemias que hacían matadero de gente y animales,
ella veía un futuro incierto para sus hijos. Porque no tenía el apoyo de su
esposo para luchar contra la pobreza que los rodeaba y las enfermedades ter-
minales que acababan con la vida de mucha gente por falta de conocimientos
médicos, inexistentes en aquella época; y menos en ese lugar tan alejado de la
civilización. Pero a pesar de la revolución, que dejó trauma y miedo, y de las
enfermedades tan espantosas, iban saliendo adelante.
La familia crecía igual que las ilusiones de Rosario, porque su pensa-
miento lo ocupaba Demetrio. Desde que lo conoció ya no pudo quitarlo de
su memoria y, al recordarlo, se estremecía con la mirada de sus lindos ojos
azules que la hacían vibrar de emoción. Era como si su ser se llenara de energía
y de una alegría incomprensible. Sin comprender, cada vez que lo veía sentía
que respiraba en el ambiente el aroma de un jardín repleto de flores aromáti-
cas que la envolvían en un suspiro de ternura, en una felicidad soñada llena
de dulzura.
La vida seguía, el tiempo corría como un río tranquilo y ambos crecieron
hasta convertirse en adultos. Demetrio empezaba a tener ilusiones. Ya tenía
dieciocho años y quiso tomarse una fotografía para tener un recuerdo de su
juventud cuando envejeciera. Muy entusiasmado, le comentó esto a su mamá.
Ella lo apoyó en su ilusión y con esmero le arregló una camisa blanca de man-
ta que ella misma la había hecho, un pantalón de pechera, y Demetrio se fue
a que le tomaran la fotografía en un estudio de Arandas, Jalisco. Salió como él
era: con su rostro sereno, su mirada tranquila, su apuesta figura que reflejaba
un muchacho noble, educado, respetuoso, amable, gentil, con un corazón
que no le cabía en el pecho de tanta bondad.
Todas las personas que lo conocían lo querían, porque él era amigo de
todos. De los niños y los ancianos, de los pajaritos, de su rebaño de chivas,

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S El dolor de veinte alegrías S

que en su niñez habían sido sus mejores compañeras. Ese muchacho de son-
risa tímida y mirada fuerte, a todo el mundo trataba con respeto y cariño.
Demetrio les hacía sentir que él era su amigo de verdad. Si podía, los ayudaba
en sus necesidades o problemas. Y si no podía ayudar, por lo menos lo inten-
taba. Nunca fue malcriado con sus padres. Los quería y respetaba como algo
sagrado.
La fotografía era de un papel muy fino y duradero. La figura de Demetrio
impregnada en él parecía tener vida, porque su mirada hablaba. Él la mostra-
ba muy emocionado a sus amistades. Nunca se imaginó que iba a durar tantos
años e iba a significar tanto sentimentalmente para tantos corazones…

El andar por la vida no iba a ser largo para Eusebio, porque inespera-
damente se enfermó de un padecimiento en la espalda y murió muy joven,
dejando todas las responsabilidades sobre los hombros de sus hijos, pero so-
bre todo de Demetrio y Nicasio. Eduviges sintió la soledad y el desamparo
al no tenerlo más junto al hogar, y una infinita tristeza apareció en su mirar
para no abandonarla nunca más. Porque en el destello de sus ojos apareció la
sensación de soledad, de desamparo, de miedo a la vida. Sin la presencia de
su esposo se sintió perdida en un camino desconocido, sin fuerzas para seguir
de pie. Porque ella sintió que le habían doblegado la fuerza de voluntad y que
desfallecía y caía en una incertidumbre donde no encontraba la paz.
Afortunadamente, Nicasio y Demetrio tomaron las riendas del hogar y
de las obligaciones, y enfrentaron con valentía la desventura de la ausencia de
su padre. Siguieron trabajando las tierras, criando ganado y chivas, y haciendo
frente a los obstáculos del destino, pues a cada paso encontraban troncos pe-
sados que tenían que mover para poder pasar y seguir buscando el horizonte
con más luz. Sin embargo, ellos seguían con los corazones partidos porque
desde muy chiquitos habían conocido la brusquedad de la vida.

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El dolor de veinte alegri as-Fin39 39 3/9/10 12:59:47 PM


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El dolor de veinte alegrías
By Carmen García

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Colección Novela 110
Abalorios

En El dolor de veinte alegrías la autora narra la historia de una familia de


veinte hermanos cuyos padres fueron un ejemplo de amor y sacrificio, pero
sobre todo, de dignidad mezclada con pobreza y solidaridad; con silencio y
respeto; con nobleza y arrojo. La valentía fue una característica común para
esa pareja que no solo entregó veinte vidas al mundo, sino que fue capaz de
criarlas y educarlas de una manera casi perfecta, con todas las circunstan-

El dolor de veinte alegrías


cias en su contra, pero con una voluntad de hierro que los hizo arribar a los
objetivos que se habían propuesto, a pesar de que la instrucción de ambos era
casi nula.
Carmen García, con una admirable destreza narrativa autobiográfica, nos
presenta esta historia conmovedora, ejemplo para las familias modernas que
tropiezan con tantas dificultades para criar a sus hijos.


Carmen García nació en 1962 en Jalisco, México.
Tuvo una niñez feliz en un hogar lleno de amor. Aunque


solo cursó la educación básica, ha tenido una formación
autodidacta extensa, ya que es una ávida lectora.
Adora las historias fantásticas para niños y su poema


preferido es “La nube y la rosa”.
A los diecinueve años emigró, recién casada, a Es-
tados Unidos. A pesar de haber vivido tantos años en

Carmen García
este país, todavía siente nostalgia por la separación
de su patria, de su familia y de su hermoso campo que
tanto extraña.
Le fascinan las películas sobre el mar, pero le provoca terror mirar la in-
mensidad del agua. Le gustan las pinturas sobre paisajes y Joan Sebastian es
su ídolo por la poesía de sus canciones. Admira al periodista Jorge Ramos por
su incansable lucha en pro de los inmigrantes.
En sus ratos libres escribe poemas, reflexiones e historias pequeñas. Esta
novela es su primera obra publicada.

ISBN 978-1-59835-164-4
51899

$18,99 9 781598 351644

20alegrias_CoverFinal.indd 1 3/8/10 12:30:56 PM

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