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Abalorios
Carmen García nació en 1962 en Jalisco, México.
Tuvo una niñez feliz en un hogar lleno de amor. Aunque
solo cursó la educación básica, ha tenido una formación
autodidacta extensa, ya que es una ávida lectora.
Adora las historias fantásticas para niños y su poema
preferido es “La nube y la rosa”.
A los diecinueve años emigró, recién casada, a Es-
tados Unidos. A pesar de haber vivido tantos años en
Carmen García
este país, todavía siente nostalgia por la separación
de su patria, de su familia y de su hermoso campo que
tanto extraña.
Le fascinan las películas sobre el mar, pero le provoca terror mirar la in-
mensidad del agua. Le gustan las pinturas sobre paisajes y Joan Sebastian es
su ídolo por la poesía de sus canciones. Admira al periodista Jorge Ramos por
su incansable lucha en pro de los inmigrantes.
En sus ratos libres escribe poemas, reflexiones e historias pequeñas. Esta
novela es su primera obra publicada.
ISBN 978-1-59835-164-4
51899
Carmen García
First Edition
Printed in Canada
10 9 8 7 6 5 4 3 2 1
PQ7298.417.A7215D64 2010
863’.7--dc22
2010006616
Introducción 9
Capítulo I Nacen Demetrio y Rosario, su niñez 15
Capítulo II Demetrio y Rosario se enamoran y se casan 40
Capítulo III Los primeros hijos 48
Capítulo IV Pablo intenta envenenar a Demetrio 52
Capítulo V El misterio del nombre José María 56
Capítulo VI Nace Ramón. El rebaño crece. Lucha contra la sequía 60
Capítulo VII Muerte de Ramón 67
Capítulo VIII La mordida de la serpiente de cascabel 75
Capítulo IX La tormenta de granizo y más criaturas en el hogar 78
Capítulo X Las jovencitas, sus sueños y la incapacidad de Melinda 83
Capítulo XI La primera boda y el secuestro de Constancia 93
Capítulo XII Melinda trata de caminar y esconde el reloj 98
Capítulo XIII Demanda contra Demetrio y la herencia del tío Julio 102
Capítulo XIV El camión de Catarino y la boda de Julieta 108
Capítulo XV Muere el 4.o José María y Pablo sigue con su odio 115
Capítulo XVI Las tres balas 121
Capítulo XVII La tragedia de Ventura 129
Capítulo XVIII La enfermedad de Jesús y llegan más criaturas 132
Capítulo XIX El pozo profundo 141
Introducción
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Capítulo I
Nacen Demetrio y Rosario, su niñez
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Eduviges, viajó a los Estados Unidos, a trabajar en los files. Y así ahorró sus
dólares y compró su tierra para trabajarla y disfrutar la satisfacción de invertir
en lo propio, sin tener que bajar la mirada acatando órdenes de capataces
sin consideración que lo trataran como mula de carga. En esos viajes tuvo la
oportunidad de tomarse una fotografía con un elegante traje color negro y sus
bellos ojos azules y su piel blanca lo hacían lucir un hombre varonil y buen
mozo. Esa fotografía quedó guardada en una petaquilla de madera como un
recuerdo de sus aventuras de juventud.
Eusebio no se arrepentía del sacrificio que había hecho en tierras extran-
jeras porque, gracias a él, disfrutaba el orgullo de ser dueño de unas bellas tie-
rras generosas que daban fruto si las trabajaban con entusiasmo. En su mente
tenía el recuerdo de sus esfuerzos y trabajos en tierras extrañas y decía:
“No todo ser humano aguanta el trabajo en los Estados Unidos. Solo
los hombres que tienen muy bien puestos los pantalones logran progresar.
Porque no es fácil realizar labores de esclavo en condiciones inhumanas, tra-
bajando en los files, sin casa, viviendo a la intemperie y soportando furiosos
mosquitos y temperaturas implacable”.
Contaba que cuando lo apresaban, él se alegraba porque tenía comida y
un lecho para dormir. Y si pasaba buen tiempo encerrado, cuando salía de la
prisión, estaba gordito y chapeteado porque le daban de comer tres veces al
día. Muchas aventuras pasó cuando era joven. Ahora era dueño de su tierrita,
a la que amaba y trabajaba con esfuerzo, pero con felicidad, porque era suya.
Cada mañana salía Eusebio a trabajar al campo. Con la alegría en su
sonrisa, chiflando y cantando para saludar el nuevo día. Con el esplendoroso
sol se llenaba de energía para empezar sus labores. Con el entusiasmo que
contagiaba, la tierra lo esperaba ansiosa por producir.
Eduviges se quedaba en la casa prendiendo la lumbre en el fogón y mo-
liendo su nixtamal para hacer las tortillas. En el metate molía la masa y cocía
las tortillas en un comal grande con la leña ardiendo. Eran labores de todos
días. Muy temprano preparaba las tortillas; recién hechas, eran un alimento
esencial que no faltaba en ese hogar.
Siempre ambos estaban muy ocupados porque había mil cosas que hacer
y, si no se daban prisa, no les alcanzaba el día para dar fin a las tareas. Te-
nían que atender las vacas, ordeñarlas, darles de comer a las gallinas, limpiar
las jaulas de los pájaros —de los cuales tenían varios—, dar de comer a los
marranos que tenían engordando, bajar al venero para llevar agua, y hacer
la comida. Ya cuando terminaba las labores de la casa, Eduviges se dirigía al
venero para lavar la ropa. Lo hacía sobre una piedra y después la tendía sobre
las plantas para secarla. Tenía que tasar el agua porque el venero era peque-
ño y el líquido brotaba muy lentamente. Terminaba de lavar y empezaba el
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Las únicas que sí escuchaban misa con devoción eran las viejitas de edad
avanzada, porque a ellas ya no les importaba tanto lo que ocurría a su alrede-
dor: no se distraían mirando a los viejitos jorobados que apenas podían andar.
En ese lugar ninguna persona pasaba desapercibida porque la gente hablaba
de todos sin hacer menos a nadie. Y lo criticaban todo: el físico, el vestuario,
los gestos, si reía o si miraba triste. Porque en esos lugares la diversión más
entretenida era los chismes y el mitote. Sin embargo, eran a la vez buenos, con
temor de Dios, y respetaban los diez mandamientos.
El otro pueblito se llamaba Ojo Zarco. Era aún más humilde que San-
tiaguito. La capilla, más chiquita, y en el altar principal estaba el Inmaculado
Corazón de Jesús. En las misas que se celebraban, la gente podía criticar más
fácilmente al semejante, porque estaban más cerca el uno del otro. Como era
un pueblito muy humilde, la capilla no tenía pinturas de arte. Tenía unas
cuantas bancas para sentarse y un confesionario.
Igual que la capilla, el pueblito era pequeño. Tenía muy pocas casitas de
adobe, con tejas rojas carcomidas por el tiempo. La fiesta anual se celebraba el
primero de enero, cuando se recibía el año nuevo. El lugar era muy bendecido
porque tenía un enorme nacimiento de agua y sus habitantes nunca sufrieron
su falta. La fuente de trabajo era la misma: sembrar las tierras y cultivar maíz
y frijol. La ganadería era de lo que más ganancia dejaba.
Se oían rumores de que algunas mujeres que habitaban ese pueblo eran
brujas, por su apariencia. Algunas espantaban por pálidas. Varias eran solte-
ronas que se habían hecho viejas y amargadas porque en su juventud, cuando
todavía tenían encantos para enamorar a alguien, se habían hecho las impor-
tantes y no habían correspondido a nadie, creyendo ingenuamente que la
juventud duraría por siempre. Pero en un abrir y cerrar de ojos, la vida se iba
y, con ella, el tiempo, la belleza y la oportunidad de encontrar marido. Pero
cuando comprendieron que el tiempo no se recupera, ya habían quedado
solteronas.
No soportaban la felicidad de los otros. Hacían hasta lo imposible por
destruirla, contando e inventando calumnias en contra del prójimo. Ningún
remordimiento cargaban en sus conciencias. Cuando llegaba una persona ex-
traña, de otras tierras, no le despegaban la mirada. Se querían enterar de su
vida y su pasado, si era casado o soltero, a qué había llegado al pueblo y cuán-
do se iba a ir. Y le criticaban hasta la forma de caminar. Escondidas, asomadas
a las ventanas, daban rienda suelta a su curiosidad. Como eran lugares donde
no había mucho que hacer para algunas mujeres, se tomaban mucho interés
en enterarse de los sucesos del prójimo.
El tercer pueblito se llamaba El Josefino. El santo de la parroquia era San
José. Igual que los demás, era un pueblito pequeño y muy humilde, con unas
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cuantas casas. No había carretera para trasladarse a las ciudades grandes. Las
mujeres de ese pueblo tenían fama de chismosas y mitoteras. Pero no única-
mente ellas, porque a los hombres el mitote les fascinaba aún más. Algunos
señores de edad avanzada se reunían por las tardes y era una plática eterna.
En algunas ocasiones se amanecían en el chisme. Se enteraban de todos los
acontecimientos que les ocurrían a los vecinos; hasta de sus intimidades per-
sonales. Cuando le ocurría algo importante a alguna persona, hablaban de
ella todo el año.
Toda la gente creía en las brujerías, en el mal de ojo, en el empacho, en
las apariciones y en los sueños extraños. La mayoría se curaba con la ayuda
de hierbas medicinales. El que conocía de hierbas encontraba cura hasta para
el gas estomacal, causante de aires que tenían que salir por donde fuera. Y los
curanderos curaban también los males de hechicería en los que mucha gente
creía. Acudían a esos hombres para que los curaran de embrujamiento, de
espíritu salido del cuerpo, de mal de ojo, mala suerte y, en algunas ocasiones,
para enamorar al ser amado o para quitar del camino al rival.
Como en esos tiempos no había muchos médicos de la ciencia, a los cu-
randeros les iba muy bien en sus ganancias. Según ellos, curaban a la gente de
varias enfermedades. Y la gente, por ignorancia, creía ciegamente en ellos.
El más importante, el más poblado, era Arandas Jalisco. Era un pueblito
lindo y alegre. Las mujeres eran fanáticas del barrido de sus casas, patios y
calles, que siempre lucían muy limpias. Y los patios de sus casas se distinguían
por la alegría que les aportaban las numerosas macetas llenas de plantas cu-
biertas de flores.
La primera labor del día para las mujeres era barrer la calle polvorienta
de tierra colorada. Al levantarse, regaban el huerto y recibían el perfume de las
delicadas flores que les alegraban el principio del día. Era una tradición de las
familias tener siempre flores tiernas, perfumadas y coloridas que les desperta-
ran la alegría en el corazón.
Las callecitas del pueblo eran sumamente angostas, pero en ese tiempo
no se necesitaba más amplitud porque en ellas cabían sin problemas los arrie-
ros con sus burros, o el jinete en su caballo, o la gente a pie que caminaba
libre, sin preocuparse por ser atropellada por un carro. Porque en ese tiempo
el ambiente estaba libre del ruido y del mal olor de la gasolina y el motor. Y
así iba creciendo el pueblito con sus callecitas angostas. Nunca pensaron que
tal vez, con el correr del tiempo, por esas angostas calles tendrían que pasar
chóferes manejando camiones y tráileres gigantes, sufriendo y sudando frío
por su estrechez.
En la región la gente era muy católica y tenía temor de Dios. Las iglesias
estaban construidas con piedra de cantera color rosa. Una de ellas resaltaba a
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lo lejos porque tenía unas torres inmensas. Esa hermosa iglesia era el orgullo
de ese lindo pueblo porque a todos los que contemplaban sus torres, se les
regocijaba el alma. Afuera del atrio se llenaba de palomas que con su belleza
alegraban el lugar. Pero al que le correspondía hacer la limpieza del atrio no le
parecían tan hermosas esas bellas aves, porque lo dejaban lleno de excremento
cada día. Y eran parvadas inmensas cuyos aleteos sacudían el polvo cuando
levantaban vuelo. Las campanas de la iglesia se escuchaban a lo lejos y las
tocaban para llamar a las misas que se celebraban.
Toda la gente de las rancherías iba a ese pueblo para vender su ganado,
leña, queso y sus cosechas. Era más civilizado que los demás y, como era más
grande, el chisme y el mitote no eran la prioridad. Todos sus habitantes eran
blancos de ojos azules o verdes; aunque también había gente morena de ojos
negros o cafés. Tenían unas costumbres muy lindas porque a todo el mundo
saludaban aunque no se conocieran. Era un buen lugar para hacer las compras
de la semana. Tenía un mercado pequeño donde los días domingos se vendía
comida, fruta y verduras para el consumo de la semana, a muy buen precio.
Los mercaderes vendían unas enormes cazuelas y ollas de barro; con ellas co-
cinaba sus alimentos toda la gente. También unos enormes cántaros de barro
que usaban para guardar el agua para beber. Allí se conservaba fresca y delicio-
sa y la tomaban con unos jarros pequeños de barro. Toda la gente compraba
los utensilios de barro porque eran más baratos. Había utensilios de peltre,
pero eran más caros y la mayoría de la gente humilde no podía comprarlos.
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animales. Con él le hacía los pantalones, las camisas y hasta los calzoncillos,
pues era muy durable. Si utilizaba tela regular, no le duraban porque con cual-
quier rasguño de algún arbusto espinoso se rompían. Y no estaban los tiempos
para gastar tanta tela, que nunca se comparaba con el cuero curtido que era
a prueba de uso agresivo y muy conveniente, pues no necesitaba lavarse tan
seguido como la papelina.
Desde muy pequeño empezó a cumplir con responsabilidad la tarea de
cuidar un rebaño de chivas. Y Nicasio lo alertaba de los peligros de las ser-
pientes, coyotes, lobos, tecolotes, arañas, pantanos, enjambres de colmenas,
y un sinfín de peligros ocultos en esos terrenos misteriosos. Las pasteaba por
toda la barranca y laderas, y se internaba entre las arboledas arremedando al
cenzontle. En ocasiones encontraba panales en lo alto de los árboles y miraba
a las ardillas que, al advertir su presencia, se escondían ágilmente en sus refu-
gios de los troncos de los árboles.
Con la inocencia en su corazón, se lucía con sus pantalones de cuero,
sin poner atención a las miradas curiosas que lo veían y después lo criticaban;
pues él era el único de la región que usaba ropa de ese material. A los que lo
miraban se les quedaba la imagen grabada para siempre, pues llamaba mucho
la atención por su piel tan morena, sus ojos inmensamente azules y esa son-
risa tan gentil que iluminaba los campos con su alegría. Y su atuendo era tan
único que era imposible que pasara desapercibido.
Sus padres le enseñaron desde muy pequeño a cumplir con sus obliga-
ciones. Temprano de madrugada tenía que moler el nixtamal en el molino.
Después bajaba al venero a buscar agua. La hiedra ya lo conocía y no le provo-
caba ningún daño porque él la trataba y cuidaba como a los pétalos sensibles y
perfumados de las rosas de castilla. Subía la cuesta de la barranca velozmente
y siempre ágil, fuerte, sano y risueño. Su padre le había enseñado a cuidar las
colmenas, porque tenían cajones de colmenares que las abejas poco a poco,
y con una paciencia admirable, llenaban de miel. Demetrio se sentía feliz de
mirar esas pencas que brillaban con la exquisita miel.
Pero él estaba en edad de aprender a leer y escribir, y en ese lugar no
había escuelas. Se entristecían Eusebio y Eduviges cuando pensaban en el
futuro que les esperaba a sus niños en ese lugar, tan lejos de la oportunidad de
aprender. Eusebio era un hombre inteligente y educaba a sus niños lo mejor
que podía, formándoles una mente con responsabilidad, con amor al prójimo
y principios basados en su buen ejemplo. Con su sabiduría se guiaban por el
calendario. Tenían un libro donde leían sobre los efectos de la luna; porque
con sus cambios, ellos sabían de los cambios del temporal y con eso sabían
cuándo llovería, los partos de la vaca o la chiva, o los partos de las mujeres. Se
cuidaban de los eclipses solares porque afectaban a las mujeres embarazadas
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y a los árboles y animales. En ese tiempo no tenían reloj; mucha gente ni los
conocía. Sabían qué hora era por la sombra del sol, que no fallaba ni se atra-
saba ni se adelantaba. El canto del gallo era la alarma y muy temprano en la
madrugada les anunciaba que se aproximaba la hora de levantarse. La familia
ya estaba lista para empezar sus labores del día cuando lo escuchaba cantar.
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cristalinos como el agua pura del manantial y alegres como el sonoro trinar de los
cenzontles en el mes de marzo.
La familia de Leonora iba creciendo y buscaba la manera de conseguir el
pan para no morir de hambre. Y los hijos cargaban sobre sus frágiles espaldas
el yugo de la responsabilidad de ayudar a su madre. A los tres varones no les
quedó más remedio que buscar el sustento no importaba cómo. Desde muy
chicos aprendieron a jugar y hacer trampas para ganar en los juegos, porque
no les quedó otra alternativa para salir adelante. Y con el correr del tiempo se
convirtieron en unos profesionales del engaño.
Jugaban a la baraja, las carreras de caballos, la rayuela, los volados, el
dominó, las adivinanzas; en fin, tratándose de apuestas, se involucraban en
todos los juegos, por dinero o por una medida de maíz o frijol, o un puerco, o
una chiva. No importaba lo que ganaran en los juegos de azar: para ellos todo
era bueno. Con esas ganancias ayudaban a su madre a salir adelante en la vida
e iban anidando un rencor hacia su padre que, muy quitado de la pena, dor-
mía la siesta todo el día, con unos ronquidos que se escuchaban hasta el corral
de las gallinas. Las aves, cuando oían semejante estruendo, salían corriendo
azoradas, con un mitote. Después de haber dormido por varias horas durante
el día, asaltaba la olla de la leche, sin recordar que había criaturas necesitadas
de ese preciado alimento.
Leonora empezó a aborrecer a su marido perezoso. Porque no solo la
martirizaba con hambre y necesidades: para colmo de tanta desventura, en
varias ocasiones su marido la amenazaba con un cuchillo puntiagudo y se
divertía mirando el rostro de su mujer casi a punto de enloquecer de pavor al
sentir las heridas que le ocasionaba con el arma blanca. Leonora sufrió al en-
frentarse a los abusos de su marido, a las necesidades, al hambre, las epidemias
y la miseria. El corazón se le agrietaba al ver que a él no le importaba que su
familia sufriera el hambre. Cada día lo odiaba más porque no le perdonaba la
irresponsabilidad de formar familia y dejar que sobreviviera como pudiera.
Y como si eso fuera poco, tenían que enfrentar una revolución que sem-
braba la incertidumbre y el miedo en mucha gente. En aquella época gober-
naba el país un presidente llamado Plutarco Elías Calles. No creía en Dios y
tenía sed de poder. Y para colmo estaba en contra de la religión católica. No
le causaban ninguna gracia los sacerdotes vestidos con enaguas, y sin ningún
remordimiento, con el corazón como una roca que no siente el sol ni el vien-
to ni la brisa del invierno, dio la orden a su batallón de acabar con la fe y la
religión de la gente del pueblo. Y arremetió contra sacerdotes, diáconos, semi-
naristas, catequistas, coros eclesiásticos y creyentes. Porque veía que la Iglesia
obtenía mucho dinero del pueblo y tenía miedo de que el clero se hiciera más
poderoso que el Gobierno.
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vestido casi roto por tanto uso. Era muy bonita con su carita blanca, su son-
risa como la de las flores mirando al sol y su pelo negro y rizado, peinado en
trenzas. Tenía un ángel especial. Quien la veía la quería al instante. En noches
de luna, la claridad bañaba de inocencia el rostro risueño de Rosario y con su
tierna alegría contagiaba a las estrellas de curiosidad.
Los hombres de la tropa se endulzaban la mirada al verla y El Catorce le
daba de comer carne casi cruda de las vaquillas que mataban. Rosario los mi-
raba sin comprender por qué andaban armados con catorce escopetas y rifles.
A ellos no se les veía el semblante por la larga barba descuidada y sucia, pues
no era fácil vivir en el monte escondiéndose de las tropas del Gobierno que los
buscaban para batirlos a balazos solo por defender sus creencias.
La gente humilde y creyente, ciega de fe en Dios, no podía permitir que
acabaran con la religión que ellos tanto respetaban y defendían. Para esa va-
liente gente no fue fácil la revolución, pues vivía en el monte, manteniéndose
con lo que hallaba: liebres, conejos, patos, codornices. Los cazaban y se los co-
mían con un hambre feroz. Cuando pasaban por las rancherías, la pobre gente
se quedaba sin comer. Como tantas veces le sucedía a la familia de Leonora,
porque cuando pasaban las tropas de los cristeros por ese humilde ranchito,
no tenían compasión de las pobres criaturas que reflejaban, en sus caritas
asustadas, la huella del hambre, del miedo y de la incertidumbre. Entonces,
cuando las veían venir, trataban de esconderse asustados, y estas, sin el más
mínimo remordimiento, se comían lo poco que tenían.
En muchas ocasiones entraban a la cocina de Leonora y hasta debajo de
las piedras buscaban comida. Pues esos hombres sentían que las tripas se los
devoraban por dentro. Cuando escuchaba que se acercaban, ella escondía des-
esperada las tortillas en las almohadas para no quedarse sin comer. Los hom-
bres llegaban a los ranchitos, temblorosos de tanta hambre, pues en ocasiones
pasaban días enteros sin comer. Mataban las vacas, marranos, gallinas y todo
lo que se podía comer y lo devoraban con una espantosa hambre atrasada.
Después de hartarse de la carne de las vaquillas flacas, secaban la que sobraba
para que les durara un tiempo.
Y lo más triste de todo era cuando llegaban las tropas del Gobierno a
desalojar las rancherías. Con las armas en las manos, obligaban a la gente a
abandonar sus casas. La familia de Leonora y sus criaturas, por fuerza del
Gobierno, abandonaban su humilde casita y se refugiaban lo más lejos que
podían caminar. Llegaban a un pueblito llamado Frías, en el estado de Gua-
najuato y allí se refugiaban por mucho tiempo hasta que pasara el peligro de
la revolución.
Rosario, con inocencia de niña, no comprendía tanto sufrimiento, tan-
ta hambre, tanto dolor, tantos hombres muertos, tanta sangre regada en los
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Cristera tenían que comer y matar sin tentarse el corazón. El Gobierno oca-
sionó mucho daño con esa revolución civil. Pero luego de un tiempo, levantó
la bandera blanca de la paz. Porque los líderes se avergonzaron de sus ideas
mezquinas y pararon de común acuerdo esa persecución a los creyentes. Ha-
bían comprendido que cada persona tiene el derecho de tener fe y adorar al
espíritu que reina y vive en cada creencia.
Los creyentes en Dios ganaron la lucha porque el Gobierno no pudo
matar la fe de cada corazón humilde que la destilaba como un manantial
sereno y tranquilo. Pero quedó la sangre regada durante los combates en los
caminos, iglesias, monasterios, conventos, sacristías, seminarios, escuelas ca-
tólicas y criptas religiosas. Muchos sacerdotes dejaron de ver la luz, predicar la
palabra de Dios y dar sermón al creyente cuando sin ninguna consideración
los mataban como a criminales.
Sucedía que al Gobierno de aquella época no le causaba ninguna gracia
la religión, por temor de que se hiciera más poderosa que él y no comprendía
que es el camino más sano para llevar una vida en paz y hallar un escape a la
depresión. Porque cuando todo anda mal, todo el mundo se acuerda de Dios
y le echa la culpa de todo lo malo, sin comprender que el mismo hombre es el
que comete los errores que lo llevan al dolor. La intención de la religión y los
sacerdotes era llevar el mensaje que dejó el Creador al mundo, para que el ser
humano no viva su vida con el corazón vacío de fe y esperanza; para que logre
abrirse paso en el camino de la vida, lleno de tropiezos y amarguras.
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comida, que ellos muy generosamente les daban. Pero Demetrio no renegaba.
Obedecía a su madre porque esa fecha del año era la más importante y sagrada
para esa familia y las personas se reunían para celebrar y comer.
En aquella ocasión, Leonora llevó a sus hijos a la celebración. Y Demetrio
sintió algo extraño en su corazón cuando conoció a Rosario; algo que lo hizo
estremecer de alegría. Y a ella le ocurrió exactamente lo mismo, porque desde
niños sintieron una atracción mutua, incomprensible. Sus miradas inocentes
se mancornaron en un abrazo eterno, infinito, poderoso, y hasta la tierra se
estremeció de dulzura al sentir que el amor nacía entre esos niños inocentes.
Porque desde que sus ojos se vieron, sus mentes no se pudieron separar de sus
corazones. Ellos se miraban disimuladamente, sintiendo una emoción desen-
frenada que les estremecía la piel, y no podían ocultar la alegría del amor.
Todos empezaron a rezar el rosario de quince misterios, seguido por leta-
nía, de hinojos en pleno campo; después pidieron por todas sus necesidades.
La gente miraba hacia la cocina con un hambre atrasada y Demetrio se ho-
rrorizaba tan solo de pensar que todo ese gentío que rezaba repitiendo el Ave
María una y otra vez, estaba esperando que terminara el Rosario para empezar
a comer como bestias sin control. Al terminar el rosario, empezaban a comer
todos los invitados sin disimulo. Los canastos llenos de tortillas quedaban
vacíos; las cazuelas llenas de mole, tan limpias que ni lavada necesitaban; el
queso oreado que tanto trabajo le costaba a Demetrio, devorado en minutos
por ese enjambre de gente. Y para rematar, seguían con el postre. Asaltaban
las barricas llenas de miel. Demetrio los miraba con angustia al ver que la
miel desaparecía en el paladar de esas hambreadas gentes que aprovechaban
al máximo esa fecha.
Eduviges, encantada de la vida, condescendía a sus vecinos sin compren-
der el trabajo forzoso de su hijo que, al final del día, acababa rendido. Y al día
siguiente seguía con la tarea de limpiar el excremento que dejaban los invita-
dos alrededor de la casa. Pues comían sin medida, como si fuera el último día
de sus vidas en que tendrían oportunidad de hartarse; y después andaban con
emergencias y hacían sus necesidades muy cerca del ranchito.
Demetrio obedecía en silencio por respeto a su madre. Solo le quedaba
un recuerdo grato cuando miraba a Rosario, porque sentía una emoción des-
conocida. Y aunque no le gustara la tradición de su madre, contaba los días
del año para volver a ver a esa criatura que tenía el poder de hacerlo estreme-
cer de emoción.
En aquella región todo el mundo buscaba el pan de una u otra manera,
como los arrieros que pasaban muy seguido por esos lugares con los burros
cargados de caña dulce para vender su mercancía. Tenían que caminar enor-
mes distancias, ofreciendo la dulzura de la caña de casa en casa. Los que
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tenían con qué comprar, se endulzaban la vida con esas cañas jugosas. Con los
mismos dientes las pelaban y daban rienda suelta a la mandíbula, mascando y
disfrutando a sus anchas el placer de saborear el jugo. En ocasiones, la madre
de Demetrio compraba cañas y él se endulzaba el día mascando el bagazo ju-
goso. Los arrieros, agradecidos por su buena fortuna, caminaban felices todo
el día, dejando enormes distancias atrás; y contaban sus ganancias, porque en
ocasiones vendían todo lo que llevaban.
Y detrás de los amaneceres caminaba Demetrio. Siempre con la ilusión
de volver a ver a Rosario, seguía trabajando de sol a sol para ayudar a su ma-
dre. Antes de almorzar debía terminar con varias tareas, porque si no, no se
sentía merecedor de la comida. Su madre le tenía preparadas unas tortillas
recién hechas, con salsa preparada en el molcajete, queso fresco y frijoles fri-
tos. Como postre disfrutaban las mieles de los colmenares acompañadas de
las tortillas grandes de maíz amarillo. Demetrio no disimulaba el apetito que
tenía y disfrutaba ese alimento tan natural.
Eduviges y Eusebio eran muy caritativos con todo mundo. Les gusta-
ba compartir lo que tenían y casi siempre tenían visita. Demetrio siempre
estaba muy ocupado. Trabajaba sin descanso arreglando los colmenares,
sacando la miel, haciendo el queso, ordeñando las vacas, sembrando hor-
talizas. Y Eduviges regalaba miel y queso, y daba de comer a cuanta visita
llegaba. Tenían un sinfín de amistades que nunca se iban con las manos
vacías cuando los visitaban. Se retiraban felices, con el estómago a reventar
de tan lleno. Pero Demetrio ya no hallaba qué hacer con tanta gente que
nada más iba a comer y a llevarse la miel y el queso que con tanto trabajo
él preparaba. Y para colmo, no se ofrecían ni siquiera a levantar el plato
donde comían.
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iba superando con una valentía asombrosa. Y a muy temprana edad aprendió
una lección cruel y amarga de la vida porque se enfrentó a la muerte.
Pero ella presentía que tenía una tarea que cumplir. Y Dios la necesita-
ba viva para cumplir su destino. Después de superar la terrible enfermedad,
cuando se miró al espejo, vio en su rostro la cicatriz que quedó como un triste
recuerdo en su cara. Y aunque pasó el tiempo, no se borró nunca de su dulce
rostro.
Igual que sus hermanos, no tuvo la oportunidad de aprender a leer o es-
cribir, porque no podían asistir a un salón de clases. Pero unas tías, hermanas
de su madre, le enseñaron lo que significaban las palabras en la escritura, y
gracias a ellas logró leer despacio.
Leonora se pasaba la vida atendiendo los partos de las mujeres de la re-
gión que gracias a su sabiduría lograban salir adelante en ese tiempo tan cruel.
Cuando enfrentaba las epidemias que hacían matadero de gente y animales,
ella veía un futuro incierto para sus hijos. Porque no tenía el apoyo de su
esposo para luchar contra la pobreza que los rodeaba y las enfermedades ter-
minales que acababan con la vida de mucha gente por falta de conocimientos
médicos, inexistentes en aquella época; y menos en ese lugar tan alejado de la
civilización. Pero a pesar de la revolución, que dejó trauma y miedo, y de las
enfermedades tan espantosas, iban saliendo adelante.
La familia crecía igual que las ilusiones de Rosario, porque su pensa-
miento lo ocupaba Demetrio. Desde que lo conoció ya no pudo quitarlo de
su memoria y, al recordarlo, se estremecía con la mirada de sus lindos ojos
azules que la hacían vibrar de emoción. Era como si su ser se llenara de energía
y de una alegría incomprensible. Sin comprender, cada vez que lo veía sentía
que respiraba en el ambiente el aroma de un jardín repleto de flores aromáti-
cas que la envolvían en un suspiro de ternura, en una felicidad soñada llena
de dulzura.
La vida seguía, el tiempo corría como un río tranquilo y ambos crecieron
hasta convertirse en adultos. Demetrio empezaba a tener ilusiones. Ya tenía
dieciocho años y quiso tomarse una fotografía para tener un recuerdo de su
juventud cuando envejeciera. Muy entusiasmado, le comentó esto a su mamá.
Ella lo apoyó en su ilusión y con esmero le arregló una camisa blanca de man-
ta que ella misma la había hecho, un pantalón de pechera, y Demetrio se fue
a que le tomaran la fotografía en un estudio de Arandas, Jalisco. Salió como él
era: con su rostro sereno, su mirada tranquila, su apuesta figura que reflejaba
un muchacho noble, educado, respetuoso, amable, gentil, con un corazón
que no le cabía en el pecho de tanta bondad.
Todas las personas que lo conocían lo querían, porque él era amigo de
todos. De los niños y los ancianos, de los pajaritos, de su rebaño de chivas,
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que en su niñez habían sido sus mejores compañeras. Ese muchacho de son-
risa tímida y mirada fuerte, a todo el mundo trataba con respeto y cariño.
Demetrio les hacía sentir que él era su amigo de verdad. Si podía, los ayudaba
en sus necesidades o problemas. Y si no podía ayudar, por lo menos lo inten-
taba. Nunca fue malcriado con sus padres. Los quería y respetaba como algo
sagrado.
La fotografía era de un papel muy fino y duradero. La figura de Demetrio
impregnada en él parecía tener vida, porque su mirada hablaba. Él la mostra-
ba muy emocionado a sus amistades. Nunca se imaginó que iba a durar tantos
años e iba a significar tanto sentimentalmente para tantos corazones…
El andar por la vida no iba a ser largo para Eusebio, porque inespera-
damente se enfermó de un padecimiento en la espalda y murió muy joven,
dejando todas las responsabilidades sobre los hombros de sus hijos, pero so-
bre todo de Demetrio y Nicasio. Eduviges sintió la soledad y el desamparo
al no tenerlo más junto al hogar, y una infinita tristeza apareció en su mirar
para no abandonarla nunca más. Porque en el destello de sus ojos apareció la
sensación de soledad, de desamparo, de miedo a la vida. Sin la presencia de
su esposo se sintió perdida en un camino desconocido, sin fuerzas para seguir
de pie. Porque ella sintió que le habían doblegado la fuerza de voluntad y que
desfallecía y caía en una incertidumbre donde no encontraba la paz.
Afortunadamente, Nicasio y Demetrio tomaron las riendas del hogar y
de las obligaciones, y enfrentaron con valentía la desventura de la ausencia de
su padre. Siguieron trabajando las tierras, criando ganado y chivas, y haciendo
frente a los obstáculos del destino, pues a cada paso encontraban troncos pe-
sados que tenían que mover para poder pasar y seguir buscando el horizonte
con más luz. Sin embargo, ellos seguían con los corazones partidos porque
desde muy chiquitos habían conocido la brusquedad de la vida.
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Carmen García nació en 1962 en Jalisco, México.
Tuvo una niñez feliz en un hogar lleno de amor. Aunque
solo cursó la educación básica, ha tenido una formación
autodidacta extensa, ya que es una ávida lectora.
Adora las historias fantásticas para niños y su poema
preferido es “La nube y la rosa”.
A los diecinueve años emigró, recién casada, a Es-
tados Unidos. A pesar de haber vivido tantos años en
Carmen García
este país, todavía siente nostalgia por la separación
de su patria, de su familia y de su hermoso campo que
tanto extraña.
Le fascinan las películas sobre el mar, pero le provoca terror mirar la in-
mensidad del agua. Le gustan las pinturas sobre paisajes y Joan Sebastian es
su ídolo por la poesía de sus canciones. Admira al periodista Jorge Ramos por
su incansable lucha en pro de los inmigrantes.
En sus ratos libres escribe poemas, reflexiones e historias pequeñas. Esta
novela es su primera obra publicada.
ISBN 978-1-59835-164-4
51899