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Otra antropología i

Gilberto López y Rivasii


El Tlacuache – La Jornada Morelos- Rebelión (28 de febrero de 2010)

Introducción

Agradezco a los colegas y autoridades del


Departamento de Antropología de la
Universidad Autónoma del Estado de
Morelos por invitarme a impartir esta
conferencia de inicio de cursos, lo cual es un
honor y una responsabilidad.

Siempre es grato dirigirse a las y los


jóvenes que ingresan o cursan la carrera de
antropología desde la experiencia de
practicarla ya algunas décadas, no con el
ánimo paternalista de mostrar el camino
hacia un desempeño idealizado ni mucho
menos estatista del trabajo de los
antropólogos en los campos de la teoría, la
docencia y la investigación, sino más bien, con la intención de reflexionar sobre otra
antropología.

Estoy seguro de que la antropología no es una carrera universitaria que llevará a


sus profesionistas a competir con Carlos Slim en la lista de los más ricos de Forbes,
pero en cambio, es posible vivir o sobrevivir en un intenso contacto con las realidades
sociales diversas y contrastantes de nuestro país y del mundo – en la mayoría de los
casos-- fuera de las rutinas y en ocasiones hasta de los horarios burocráticos.

La nuestra es una disciplina que ofrece un amplio margen para la educación


autodidacta, ya que se fundamenta en buena parte en la capacidad y voluntad de quienes
se embarcan en ella, de inquirir sobre la realidad circundante a través de la lectura
permanente, la curiosidad intelectual y el compromiso social con los sujetos de estudio,
más allá de las naturales exigencias que se establecen en el aula.

Antropología y culturología

La antropología social, sobre todo, es en buena parte, la ciencia de la otredad y


la diferencia; el análisis de la diversidad social, étnica, de género, grupos de edad; el
examen de las relaciones conflictivas o armoniosas entre los heterogéneos componentes
que conforman las sociedades humanas, las cuales, no obstante esa pluralidad,
constituyen una sola especie que evoluciona a partir de su determinación o esencia
social y la producción de cultura, mismas que superan su condición biológica.

El distinguido pero olvidado antropólogo estadounidense Leslie White (1900 –


1975), una singular y solitaria figura que tiene el valor de hacer un viaje a la Unión
Soviética en 1929, en el contexto del adverso medio anticomunista que predominaba en
1
Estados Unidos, distingue al ser humano
por su capacidad para crear cultura y
define este concepto como “el continuo
temporal y extra somático (esto es, no
biológico) de objetos y eventos que
dependen de la capacidad humana de
simbolizar”iii.

Leslie White

En el desarrollo evolutivo de los


primates, el ser humano aparece cuando se
desarrolla la habilidad de dar un
significado abstracto a un objeto o suceso.
El lenguaje articulado es la más
característica y la más importante de las
formas de simbolizar, única en esta
especie. De esta manera, el ser humano
es definido básicamente en términos de
su expresión simbólica y, por consiguiente, por su capacidad concomitante para
producir cultura.

White argumenta que la cultura, como instrumento extra somático, no puede ser
explicada a través del factor biológico, siendo éste irrelevante para los problemas de
interpretación de la diversidad y de la evolución de la cultura. Propone que la ciencia
que estudia el fenómeno cultural sea llamada propiamente culturología y no
antropología, y que las interpretaciones sobre esta realidad sean culturológicas y no
sicológicas o biológicas. Pagando tributo a sus inclinaciones marxistas, explicablemente
veladas, White afirma:

“De nuestra discusión sobre la interrelación de los sectores tecnológicos, sociales y


filosóficos, podemos decir que la tecnología de una cultura determina de manera
general, la forma y el contenido de los sistemas sociales y filosóficos; es la base sobre
la cual el sistema cultural como tal descansa. Toda la vida humana y,
consecuentemente, la cultura, depende de los medios materiales, físicos y químicos del
hombre como una especie animal.”iv

Hoy sabemos que la base económica influye y actúa sobre los procesos sociales
pero que esa influencia o determinación no es mecánica ni directa sino mediada por la
acción de sujetos socio-políticos y su capacidad para actuar y modificar sus propios
entornos.

El estigma colonial

Por otra parte, y para información de los estudiantes de nuevo ingreso es


necesario confesar que nuestra disciplina nació con el pecado original provocado por la
intensa relación de los antropólogos con la expansión colonial principalmente de las
metrópolis europeas y Estados Unidos, y con los procesos nacionalitarios que tienen
lugar con el capitalismo, que son igualmente violentos y etnocidas. En el libro de mi
2
autoría, Antropología, etnomarxismo y compromiso social de los antropólogos (Ocean
Sur, 2010), se cita la lapidaria frase de la antropóloga Kathleen Gough: «La

antropología moderna, como disciplina universitaria, es una hija del imperialismo


capitalista occidental».v En 1972 se publicaría un libro clásico sobre el tema escrito por
Gerard Leclercq: Antropologie et colonialismevi, en el cual se escudriña en torno a las
relaciones peligrosas de los antropólogos con los afanes colonialistas de sus respectivos
países metropolitanos.
Se podrá afirmar que esas relaciones son cosa del pasado y que actualmente la
antropología esta liberada de la pesada carga del hombre blanco y, además, se
argumentará con cierta razón: ¿Qué responsabilidad tenemos los antropólogos
mexicanos con ese tipo de complicidades?: como se muestra en uno de los ensayos de
mi libro, hoy en día las brigadas de combate de las fuerzas de ocupación de Estados
Unidos en Irak y Afganistán cuentan con el auxilio de equipos de antropólogos y
científicos sociales de otras disciplinas que hacen su trabajo de interpretación de las
culturas para fines de contrainsurgencia por el módico salario de mil dólares diarios, sin
el menor rubor o remordimiento. La intelectual orgánica de este esfuerzo mercenario, la
doctora Montgomery McFate, incluso se queja amargamente de que mientras sus
honorables detractores de la academia estadounidense se encuentran encerrados en su
torre de marfil, y más interesados en elaborar resoluciones en su contra, ella encuentra
soluciones para que su país salga triunfante en esas guerras, que evidentemente tienen
un claro carácter neocolonial.

Antropólogos trabajando en el ejército de ocupación de Estados Unidos


Recordemos que en 1946, Ruth Benedict (1887 – 1948), dilecta discípula de
Franz Boas (1858 – 1942), guro de la antropología estadounidense, publicó una obra
titulada El crisantemos y la espada. Patrones de la cultura japonesa,vii producto de una
investigación realizada durante la segunda guerra mundial, a petición de la Oficina de
Información de Guerra, y más precisamente de su sección de Estudios de la moral
extranjera, encaminada a la comprensión de la cultura de poblaciones “enemigas” para
un mejor control y sometimiento “culturalmente” dirigidos.

Después de realizar investigaciones preliminares sobre Rumanía, los Países


Bajos, Alemania y Finlandia, Benedict lleva a cabo su trabajo sobre Japón, con la
intención, según Margaret Mead (1901 – 1978), biógrafa de Benedict y una de las más
traducidas antropólogas estadounidenses: “de contribuir al conocimiento de las
3
potencialidades culturales que
Japón podría ofrecer como parte
de un mundo pacifico y
cooperador.”viii
Con todo, Benedict se
exponía en su obra objetivos
menos idealistas que los señalados
por Mead. A partir de su
perspectiva mentalista, propia de la
escuela de Boas, Benedict sostiene
que cada cultura privilegia lo que
llama una “configuración
cultural” o “patrones
culturales”, esto es, la idea o
ideas que permean a la cultura
en su esencia. Sobre esta base,
Benedict establece que el principal
problema para Estados Unidos en
la guerra contra Japón estaba en la
propia naturaleza del enemigo;
“debíamos ante todo, --afirma la
antropóloga-- entender su
comportamiento para enfrentarnos a él”. “Los japoneses –según Benedict—expresan
una ambivalencia esencial que se simboliza en la espada y el crisantemo”, ya que “son
a la vez, y en sumo grado, agresivos y apacibles, militaristas y estetas, insolentes y
corteses, rígidos y adaptables, leales y traicioneros, valientes y tímidos”. De aquí que
en su investigación plantee interrogantes de orden práctico relacionados con el
desarrollo de la guerra, como: “¿Qué harán los japoneses? ¿Se debe bombardear el
palacio del emperador”?; o de naturaleza “humanitaria”, como: “¿Será el exterminio
de los japoneses la única alternativa?”ix. Hiroshima y Nagasaki fue la respuesta del
presidente Truman a la pregunta de la discípula preferida de Boas.x

Colonialismo interno

México también tiene su “estigma colonial”, o lo que Pablo González Casanova


definió con la categoría de “colonialismo interno”, que ya el sociólogo C. Wright Mills
había utilizado en 1963xi. Este colonialismo se expresa en la relación de dominación y
discriminación que establecen los grupos de poder dominantes para con los pueblos
indígenas.

En este sentido, desde los años treinta, del siglo pasado, numerosos antropólogos
en México trabajaron en la creación y el fortalecimiento de los mecanismos
constitutivos de una política de Estado, el indigenismo, para enfrentar la diversidad
étnico-lingüístico-cultural de nuestra nación; esto es, la otredad. De hecho, Manuel
Gamio (1983 -1960), uno de los fundadores de la antropología mexicana, mantenía una
perspectiva del indigenismo basada precisamente en la acción del Estado, al cual
calificaba como el “arbitro juicioso de la sociedad” y, en consecuencia, consideraba al
antropólogo como un agente estatalxii. A Gamio, le siguieron Alfonso Caso (1896 –
1970), Alfonso Villa Rojas (1897 – 1998), Gonzalo Aguirre Beltrán (1908 – 1996),
entre otros, en el desarrollo de lo que Caso consideraba como “una aculturación
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planificada y voluntaria” de los indígenas, “con la ayuda de un antropólogo social que
se encargue de dirigirla”xiii-

Como reacción a esta corriente hegemónica de la antropología mexicana, desde


la década de los sesenta y como expresión de una ruptura generacional, hemos sostenido
que el indigenismo, ya sea en sus vertientes integracionistas que pretendían asimilar a
las distintas etnias a la nacionalidad dominante; o en sus variedades más sofisticadas de
“participación”, o “transferencia de funciones y recursos” a los pueblos indígenas desde
los aparatos de Estado; o en su reconversión nativista con indígenas “por profesión” o
“caciques ilustrados” como directores de burocracias indigenistas, o comisiones
presidenciales, siempre será una política contrapuesta a los intereses de los pueblos y las
comunidades indígenas.

Precisamente, una de las conquistas del movimiento indígena encabezado por el


Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y el Congreso Nacional Indígena
(CNI) ha sido identificar en el debate nacional la naturaleza paternalista, autoritaria y
enajenante del indigenismo del Estado mexicano.

Antagónico a los autogobiernos de pueblos y comunidades, el indigenismo se


desarrolla a partir de contradictorias y complementarias perspectivas desde los aparatos
estatales y mediado por grupos dominantes nacionales y regionales que –de acuerdo a
necesidades y coyunturas económicas y políticas-- afirman un integracionismo
asimilacionista de las entidades étnicas diferenciadas a la nacionalidad mayoritaria
“mexicana”, o establecen un diferencialismo segregacionista que las mantiene en sus
“regiones de refugio”, según término de Aguirre Beltrán, siendo ambas políticas, en
esencia, negadoras de las culturas indígenas y condicionantes del clientelismo y el
corporativismo impuestos durante el régimen priísta y continuados por el panismo.

Manuel Gamio

La constatación de esta tesis en el


movimiento indígena y el incumplimiento
de los Acuerdos de San Andrés de los tres
poderes de la Unión provocan una ruptura
con el Estado mexicano que da cauce a
procesos autonómicos de profundidad
histórica, como los municipios rebeldes y
las Juntas de Buen Gobierno zapatistas y
experiencias muy diversas en Oaxaca,
Guerrero, Michoacán, Jalisco, Chihuahua,
entre otras entidades.

Los complejos étnicos

No ha sido el indigenismo el único


tema de debate en la antropología
mexicana. También se ha discutido sobre la
naturaleza de los complejos étnicos,
sosteniendo que éstos constituyen entidades sometidas al proceso histórico y cuyas
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bases socioculturales, condiciones de reproducción y formas de vinculación política,
continuamente se modifican; de aquí la posibilidad de los pueblos indios de
transformarse sin renunciar a su identidad contrastante. Es más, en la mayoría de los
casos, las etnias no son producto de una continuidad milenaria, si no de las múltiples
adaptaciones y refuncionalizaciones a la cambiante realidad colonial y nacional.

En esta dirección, el etnomarxismo sostiene que por ser entidades históricas, los
sistemas étnicos son al mismo tiempo fenómenos siempre contemporáneos; aún el
pasado hay que verlo en función del presente y el futuro. Las etnias existen firmemente
relacionadas con la estructura socioeconómica y política en que se insertan. De aquí que
las entidades étnicas no sean “armónicas” o “equilibradas”, o esencias que transitan por
los procesos históricos incólumes, sino que se encuentran incididas por su integración
en la matriz clasista, no son independientes de la misma. Por ello, la necesidad
metodológica de ver a las etnias en sus contextos históricos y en sus contradicciones.

Fue en esta dirección que se da la confrontación con las corrientes etnicistas o


etnopopulistas, según un término introducido por Javier Guerrero, y, en particular con
Guillermo Bonfil (1935 – 1991) y su “México profundo”, ya que para el etnomarxismo,
los indígenas no enfrentan un mundo genérico “occidental” o “imaginario” sino a clases
sociales específicas y sus representantes en el aparato de Estado. A partir de la matriz
clasista, el problema indígena constituye un fenómeno sociopolítico que no puede
reducirse a lo cultural. Por su carácter sociopolítico, las etnias subordinadas se vinculan
con otros sectores explotados de la sociedad, aunque sus reivindicaciones políticas
conserven su especificidad.

Así, la cuestión étnica deviene en parte constitutiva de la cuestión nacional y, en


consecuencia, las etnias o pueblos indígenas resisten a un proyecto nacional
hegemónico que puede ser confrontado con un proyecto nacional contra hegemónico
alternativo. La solución de la problemática étnica requiere de la acción de los indígenas
como sujetos históricos. El EZLN, con su proyecto de autonomías que se consolida con
las Juntas de Buen Gobierno, cierra el ciclo de la dependencia y el paternalismo y, con
ello, cancela toda relación de clientelismo y corporativismo que practicó el Estado
mexicano, con la debida asesoría antropológica.

Es la rebelión zapatista la que empieza a desestructurar estas ideologías y perspectivas


teóricas, que sitúan a los pueblos indios fuera del acontecer histórico, como rémoras del
pasado que niegan su potencial político en procesos democratizadores y de
transformación social, todavía ancladas en prácticas sociales discriminatorias y con
formas discursivas estigmatizantes.

Rodolfo Stavenhagen establece un paralelo entre las perspectivas neoliberales y las del
marxismo ortodoxo sobre la cuestión indígena en América Latina, que a pesar de
originarse en distintas tradiciones intelectuales y en diferentes análisis e interpretaciones
de la dinámica social y económica, en ambos casos, los pueblos indios son observados
como obstáculos para el desarrollo y destinados a desaparecer por la vía de la
aculturación o la modernización, y añadiríamos, también por el obrerismo intrínseco en
la tesis de la revolución vanguardizada por el proletariado.

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Los reduccionismos

Aquí, cabe destacar sintéticamente las críticas a los considerados

reduccionismos en la investigación y la práctica de la antropología: el monográfico, el


burocrático-administrativo, el economicista, entre otros. Metodológicamente, el error
del reduccionismo monográfico es su concepción estático-funcionalista que observa la
realidad social como un agregado de elementos cuya suma constituye el todo social. Se
trata de estudios meramente descriptivos de una comunidad o grupo determinado,
observándolos como una sociedad en sí misma y describiendo cada una de las partes a
través de monografías en las que se privilegia el dato etnográfico. Se parte de la premisa
teórica de no tener premisas teóricas, esto es, el empirismo meticuloso que registra toda
información sin conexión alguna entre sí. En la ENAH de los sesentas se hizo célebre
esta concepción con la frase de que “al campo había que salir con la mente en blanco”.
De este empirismo que rechaza la engorrosa necesidad de explicar eventos y
procesos sociales se deriva el reduccionismo burocrático-administrativo que sustenta los
trabajos de “antropología aplicada”, en los que la preocupación central es alcanzar la
meta de lo que Manuel Gamio consideraba como antropología, esto es, “la ciencia del
buen gobierno” que debiera facilitar un “desarrollo evolutivo normal”, sin preguntarse
sobre la naturaleza del trabajo a realizar, su impacto en los sujetos sociales y el entorno
ecológico y, sobre todo, las características del Estado que lo propicia: por ejemplo,
antropólogos han trabajado en desalojos de comunidades indígenas para la construcción
de presas, o en proyectos de castellanización, así como en toda la gama de los
programas indigenistas, asesorías a empresas, etcétera.

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También se ubica el reduccionismo etnicista o culturalista ya mencionado:
explicación o énfasis en factores étnicos sin ninguna relación con la matriz clasista; o
como una realidad síquica, subjetiva o imaginaria que se volatiza en el ámbito
simbólico; este también puede llamarse reduccionismo esencialista.

El economicismo o clasismo es la contraparte del etnicismo: invoca al marxismo


como su marco de referencia, pero a partir de un énfasis desmedido a fenómenos como
la proletarización y la tendencia a los procesos de integración capitalista. Se subestima
la capacidad de los sujetos o actores para resistir con relativo éxito los procesos
considerados como inmanentes y determinantes. Los riegos metodológicos de este
reduccionismo en el análisis de la cuestión étnico-nacional, por ejemplo, es observar a
clases despojadas de sus atributos étnicos, de género, edad, grupos nacionales. También,
en la conceptualización de la nación como un fenómeno de «formación de un mercado»
o un mero «producto de la burguesía».

A manera de conclusión

Ciertamente que la humanidad vive tiempos difíciles que es imposible ignorar.


En este contexto de inseguridad e incertidumbre de lo que el futuro depara para la
jóvenes generaciones y en el que “la fortuna de 358
individuos más ricos del planeta es superior a los
ingresos anuales sumados del 45 % de los habitantes más
pobres de la Tierra”xivxv, la antropología no puede
renunciar a una concepción totalizadora del mundo
social que incluye una opción consciente del carácter de
su vinculación con sus tradicionales y nuevos sujetos de
estudio. Es posible que los antropólogos, desde su
elección temática de investigación y guardando el rigor
científico y la congruencia metodológica, acompañen de
manera responsable los procesos de resistencia a la
transnacionalización capitalista neoliberal que pone en
riesgo la sobrevivencia misma de la especie humana.

Notas Bibliográficas

8
i
Conferencia de inauguración de cursos del Departamento de Antropología de la Universidad Autónoma del Estado de
Morelos, 25 de febrero de 2010.
ii
Doctor en Antropología, investigador del centro regional Morelos del INAH.
iii
Ver: Leslie A, White. The Science of Culture. A Study of Man and Civilization. Toronto: Farrar, Straus and Giroux,
1971.
iv
White desarrolla una obra vasta en libros y artículos de los cuales destacan La Ciencia de la Cultura, ya citada y
Evolución de la Cultura, hasta la fecha inexplicablemente sin publicar en México, a pesar de las propuestas hechas a
varias editoriales para llevar a cabo esta tarea.
v
Kathleen Gough: «World revolution and the science of man», The Dissenting Academy, ob. cit., p. 139.
vi
Gerard Leclercq: Antropologie et colonialisme, Librairie Artheme Fayard, París, 1972.
vii
Editorial: Alianza Editorial, S.A., 2003
viii
Ver: Margaret Mead. Ruth Benedict. Columbia University Press, También: An Anthropologist at Work, Writings of
Ruth Benedict. editado por Margaret Mead, Houghton Mifflin Co., Boston 1955,
ix
Ruth Benedict. Ob. cit., p. 15.
x
Ver: Gilberto López y Rivas. Antropología, minorías étnicas y cuestión nacional. México: Aguirre y Beltrán-
Cuicuilco-ENAH, 1988.
xi
Pablo González Casanova: «Sociedad plural, colonialismo interno y desarrollo», América Latina. Revista del
Centro Latinoamericano de Investigaciones en Ciencias Sociales, (México). Año VI, no. 3, julio-septiembre, 1963.
Del mismo autor: La Democracia en México, Editorial ERA, México, 1965; y Sociología de la explotación, Siglo
XXI, México, 1987. González Casanova es quien señala que el primero en usar esta expresión fue C. Wright Mills.
xii
Ver: Gilberto López y Rivas. “Relaciones peligrosas: los antropólogos y el Estado”, en Convenio. Centro de
Investigación y Documentación de Ciencias Sociales para América Latina y el Caribe, Zurich, s/f. , pp. 45-49
xiii
Alfonso Caso. Indigenismo. México: INI, 1958, p. 36.
xiv

xv
Nestor Kohan. Marxismo en la historia del socialismo. Ocean Sur, 2008, p.1.

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