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Al olvido

Organizar, organizar, recoger, recoger. Barrer, juntar todo en una pila y organizar,
organizar. Así pasaba la mañana R., aquel tiempo que moría cuando le dominaba el
hambre. Después, iba y caminaba tres calles siguiendo el paso peatonal de la plaza, y al
término, dos calles más, pero esta vez en dirección al edificio grande. R. sabía que si veía el
portal de cristal que servía de entrada al edificio grande había pasado de largo su destino.
No era bueno pasar de largo, porque el hambre tortura mucho al estómago cuando uno se
ha acostumbrado a comer a cierto tiempo, pero R. sabía que incluso si pasaba de largo, el
hambre le forzaría a caminar más rápido, y entonces no habría importado el perder el
rumbo un poco. Sí había llegado sin equivocarse, R. se encontraba con el dueño de la
panadería, que le daría dos piezas de pan, una envuelta en un pedazo de plástico - para
comerse inmediatamente - y otra en una bolsa de papel marrón, para consumirse después.

Si se había equivocado, R. encontraría a la hija del dueño de la panadería y frente a ella, al


lado de la caja registradora, estarían las mismas dos piezas de pan que le eran dadas de
costumbre. La única diferencia serán unos minutos más de padecer hambre, y el dar las
gracias por los alimentos o no. Después de todo, no sería muy inteligente dar las gracias a
alguien que siempre le pone a uno cara de pocos amigos. <<¡Es un idiota! Me asusta, me
hace temblar.>> habría dicho en una ocasión a su padre la hija del panadero al ver a esa
no-persona, a esa masa, a ese saco de huesos aproximarse al frente de la tienda. El insulto,
paradójicamente, había dejado a R. pensando acerca de las palabras proferidas
violentamente hacia él. No podía comprender que era de él lo que le causaba miedo a esa
mujer, porque una vez le habían dicho que ser un "idiota" consistía en no ser capaz de nada.

<<Eres un idiota, porque no puedes hacer lo que los demás hacen. Yo causo admiración
porque tengo una razón de ser, un propósito. En cambio, tú no eres nada.>> Palabras del
capataz, habían sido proferidas con menor violencia y miedo que las de la hija del
panadero, pero con mayor desdén. No había entonces razón para tener miedo <<Porque yo
no puedo hacer nada y para tener miedo hay que tener miedo a algo>> pensaba R. para sus
adentros. Pero la hija del panadero no estaba tan alejada de la verdad. Era raro que a R. le
asaltaran pensamientos de relativa profundidad como aquél. En verdad, era como si R.
hubiera nacido para ser lo que era - un barrendero y recolector de basura. R. y los pedazos
de papel que recogía, ordenados por colores y formas en una pila eran ambos materia
descartada.

Todos los días eran barrer, barrer, pero sobre todo organizar. R. vivía en túnel. Después de
haber agrupado unos cuantos papeles, ahora la tarea era acomodarlos. Había tantas formas
de hacerlo como uno pudiera imaginarse: papeles que no estaban doblados en absoluto, que
parecían recién salidos de algún periódico de un elegante señor que deseaba traer su
presencia por aquél ínfimo rincón de la ciudad (para hacer un cobro, para vender algo, para
despedir un empleado, para hacer alguna combinación de aquellas tres cosas). Papeles que
estaban un poco doblados, pero no enmarañados. Esos dos tipos siempre iban en una pila -
la pila más bonita, se asemejaba a una torre, uno casi podía decir que se parecía al edificio
grande que estaba en los alrededores de la panadería.

Otros papeles eran más bien redondos, aquellos que no eran producto de la indiferencia o
del abandono de sus dueños, sino de un activo y consciente esfuerzo de disminución al que
habían sido sujetos. Esos iban en un círculo, que iba ganando altura a la vez que R. ganaba
cansancio. Cuando había muchos de esos, había que mover todo a otro lugar, para proteger
los montones de papeles del viento. La primera vez que esto pasó, el capataz de los
barrenderos se impacientó seriamente, e increpó a R.

<<¡Qué haces imbécil? ¿Por qué llevas la basura hasta allá? ¡Ponla en la bolsa toda de una
vez, y sigue recogiendo más, que no te tenemos trabajando para hacer espantapájaros de
papel!>> La invectiva no tuvo mucho efecto. Aquello se siguió sucediendo día tras día, y
R. era el más lento de los barrenderos. La situación se volvía intolerable, y el capataz de R.
decidió llevar el problema hasta la oficina de limpieza municipal. Allí vituperó, fué, vino,
dijo y nadó en papeles (éstos impecables, sin arrugar y con tinta en ellos) por un buen rato,
hasta que le dejaron pasar con un supervisor. <<Es inaudito. Toda mi cuadrilla se vuelve
más lenta por su culpa. ¡No sé siquiera porqué es parte del programa pero le quiero fuera de
mi vista cuanto antes!>> sentenció el capataz. Sin embargo, en la oficina de limpieza
municipal había <<...reglas, procedimientos, disposiciones. No removeré a ningún
barrendero sólo porque usted lo pide. Debe usted entender, esta mano de obra no es barata,
es baratísima. "Los hombres de dos céntimos" les llamamos. A usted, nosotros le pagamos
un sueldo. A ellos, dormir en esos camastros viejos y un desayuno parco les basta. No le
prometo nada ahora, pero iré a ver lo que sucede con él pronto.>>

El capataz de R. se retiró inflado como un odre; su queja había sido escuchada y pronto no
tendría que lidiar más con un imbécil cuyas manías solo ralentizaban su ascenso a jefe de
cuadrilla. Pasaron más de cuatro días, y el inspector municipal no se había presentado. Al
fin, al cabo del séptimo día y antes de que R. sufriera de sendos escobazos en la cabeza
debido a su exasperante estupidez, llegó el inspector. Era el inicio de la jornada.
Comenzaron a llegar los barrenderos, y uno a uno fueron tomando de atrás de un camión un
chaleco anaranjado, una escoba y los menos también tomaron uno de los viejos sombreros
de paja que se les traía como para otorgarles un pequeño privilegio. El ambiente era terrible
- soplaba un viento que acarreaba polvo por doquier ensuciando el traje del inspector y la
camisa llena de sudor del capataz.

Los barrenderos se desplazaron por la plaza; unos fueron inmediatamente a las cercanías de
los botes de basura, donde el trabajo es fácil, y sobre todo, menos penoso si se hace en
equipo. Otros fueron al centro de la plaza, a la caza de toda clase de desperdicios
distribuidos en patrones que debían su existencia al azar. Al fin, llegó R. <<¿¡Lo ve!? Le
dije, es el último en todo. ¡No lo quiero bajo mi mando!>> balbuceó el capataz mientras
miraba con ardoroso odio a R. <<Soy un inspector, no me pagan por hacer juicios a la
ligera, así que espere un poco. Además, he venido desde lejos hasta aquí, así que al menos
le voy a observar un poco>> replicó con aire de importancia el inspector, bajo el artero sol
y la mirada disminuida del capataz, que veía desvanecerse un poco su pequeña victoria que
si es que llegaría, al menos no llegaría de manera inmediata.

Las pesadas palabras del capataz eran, a lo menos, una exageración. Ni era R. el último en
llegar siempre, ni estaban los barrenderos "a su mando", esto porque en realidad no había
que mandarles. El barrer ahí era una tarea para lelos e idiotas auténticamente. Era un
espacio abierto, sin esquinas ni recovecos, sin muchos árboles como otras plazas, y en el
tiempo del día en que había que limpiar no había mucha gente tampoco. De cualquier
manera, los paseantes se alejaban de los barrenderos, no por desprecio pero tampoco por
respeto a su trabajo. El barrer ahí no requería ingenio ni siquiera del más primitivo, y
mucho menos de concienzudas órdenes o directrices. En realidad, la tarea más compleja del
capataz consistía en manejar el camión hasta la plaza, abrir el candado de las puertas de
atrás, y recoger y acomodar las herramientas de los barrenderos cuando éstos hubieran
terminado su labor. Al término de todo aquello, le entregaría a cada barrendero un cupón
con la fecha del día estampada en él. La posesión de uno de esos cupones le daría entrada a
un dormitorio municipal para indomiciliados a aquél que hubiera hecho ya durante el día su
"labor social".

Es fácil ver que no se requería de mucho ingenio para lograr completar la faena de cada día.
La plaza debía de quedar limpia, y para ese fin trabajaba esta colección de pobres, algunos
alcohólicos que habían conseguido dominar su hábito más o menos bien y algunos
imbéciles como R., todos ellos arrastrándose entre el viento y el polvo, esta vez bajo el
escrutinio del inspector. Como un reloj, R. comenzó a hacer aquello que había traído al
inspector tan lejos de su oficina, y de los papeles no arrugados que tenían tinta en ellos. R.
barría, y la pila de papeles no doblados crecía al lado de la montaña de papeles
semirredondos. <<¡Lo ve, eso es de lo que le hablaba!>> gritó el capataz, dirigiéndose al
inspector. Algunos barrenderos voltearon en la dirección de los dos hombres al oír el grito,
preguntándose qué hacía ahí un señor con ese aire tan digno, en aparente diálogo con el
capataz. <<Sea más discreto. Le van a oír>> atajó el inspector. Los dos hombres
observaron a R. entregarse a su manía por minutos. Arrugado, arrugado. Bonito, azul,
negro, negro, este con una mancha, este no. Este acá, este acá y este allá y cuidado con el
viento que ya se van todos otra vez por donde sea.

El capataz volvió su mirada al inspector y éste pareció tener la suya bien fija; si bien en los
papeles y no en R. Le observó por un rato más, y le devolvió la mirada al capataz. <<¿Ya
se dio cuenta de lo que está haciendo?>> El capataz se mostró sorprendido ante lo obvio de
la respuesta a la pregunta que le había sido hecha. <<Claro, si es que no se ha dado cuenta
usted también. Está atrasándose.>> <<No.>>, le interrumpió el inspector. <<Está separando
los papeles. ¿Qué hace usted cuando termina de barrer y juntar esas dos pilas?>> El jefe se
mostró irritado. <<Le digo que la barra dentro de la bolsa de los compañeros que van más
adelantados que él.>> <<Entonces, usted simplemente mezcla lo que él recolecta con la
demás basura, ¿es así? >> <<Sí>> respondió el capataz. <<No debería.>> sentenció el
inspector.

El capataz de R. se sumió en la más profunda confusión. No solo se había desvanecido por


completo su victoria, sino que ahora estaba siendo empujado en terreno desconocido - le
estaban empujando fuera del terreno de sus certezas. <<Dele una bolsa, sepárela y venda
ese papel para que sea utilizado de nuevo. Todos sus demás barrenderos no distinguen entre
una manzana a medio comer y una piedra, parece. No es que tengan que hacerlo, basura es
basura. Pero su dolor de cabeza está tomándose el tiempo de ir separando lo valioso de
entre todo lo desagradable que le rodea en la plaza, e incluso lo hace a buen ritmo. Si usted
vendiera el papel que él recolecta, ganaría algo de dinero extra que los pepenadores del
vertedero siempre terminan llevándose. >>

Ahora tenía el capataz la cara roja de vergüenza. <<Sí, es un tonto; apila el papel de
maneras ideáticas. Pero no voy a removerle de su cuadrilla. Es un barrendero estúpido pero
no completamente inútil. Bien, ahora me retiraré. >> La rabia invadió al capataz, que
maldecía su estupidez casi con la misma fuerza con que había maldecido la de R. en tantas
ocasiones. Mientras veía como el inspector se retiraba de la plaza a pie, probablemente en
busca de su coche que estaría aparcado en las cercanías de allí, el capataz miró su camión,
sucio y destartalado. Se imaginó el automóvil del inspector como algo inmaculado, una
máquina digna del hombre que la poseía, y al ver su propio camión tuvo el sentimiento de
que su posesión le correspondía, sentimiento desagradable por completo. << ¡Rápido!>>
gritó el inspector. <<¡Acaban en diez minutos, o no habrá cupones para nadie!>>. Al
acabar los barrenderos, les gritó un poco más para apaciguar su ira, aventó al aire el libro de
cupones (aún sin repartir en la fila que usualmente se formaba para ese propósito) y se fué
echando humo arriba de su camión, mientras maldecía el haberse sentido casi tan estúpido
como R.

La plaza es el mundo, y los papeles son papeles. Pero nadie se había dado cuenta de ello.

I.
Dos, tres, cinco, veinte veces se habría tropezado R. con algún obstáculo inamovible en la
oscuridad. Algunas veces el choque sería doloroso, indicando el golpe contra alguna cama,
otras más el choque sería ruidoso e indoloro, señalando los zapatos de algún indomiciliado
como él. En dicho caso, había que agacharse para reposicionar el maloliente calzado al lado
del lecho de su dueño, para que no hubiera sospechas infundadas de robos durante la
mañana, disputa que seguramente se prolongaría hasta la exasperación y la violencia, ya
que las palabras no son arte de las personas que vivían ahí, el trabajo, la acción y el
movimiento sí lo son.
"Golpear a alguien siempre soluciona algo" se habría escuchado por los pasillos del
dormitorio como panacea personal de algún desafortunado ante los problemas de su vida.
Seguir esa máxima le había llevado a su desgracia, y seguramente no le sacaría de ella.
Simplemente le arrastraría a alguna pelea. Ya había presenciado R. esas peleas, sin
necesariamente causarlas él.

Los dormitorios eran cuadrados, rectangulares, hexagonales, eran un laberinto insondable


por la noche si se llegaba después de que se apagaran las luces. Habría allí gente de varios
lugares, gente que R. vería en la mañana y volvería a ver más tarde, también gente que
desaparecería durante un buen rato y volvería mucho después, o con algo de suerte, no
volvería jamás. El edificio era una construcción que tenía el aspecto de una fábrica que
llevaba mucho tiempo sin funcionar, o de alguna bodega que estaba llena de polvo, pero
también de hombres, probablemente más inútiles que cualquier herramienta olvidada que
uno pudiera encontrarse en una vieja bodega. Aquello no era como un albergue, ya que
había que ganarse la estancia. Era más bien como una parada de autobús o una sala de
espera, uno de esos lugares en donde las personas simplemente deben de quedarse para
poder seguir su camino algún rato después, donde uno no va a deshacerse del tiempo, sino
donde más bien el tiempo eventualmente se deshace de uno.

El portero dejaba entrar a todos los poseedores de un cupón correctamente fechado, y les
dejaría salir a todos nomás dar las ocho de la mañana, al final de su turno. Había aquellos
que se retirarían a prolongar el sueño a cualquier lugar que pudieran encontrar y en donde
no se les molestase. R. ya bien despierto vagaba hacia la salida con exasperante parsimonia.
Dando tumbos, se paseaba ante la mirada de todos, entre aquellos que se vestían para irse y
aquellos que realizaban rituales no menos insignificantes como pasarse las manos por el
cabello o exorcizar los bolsillos de sus chaquetas en busca de pan o un ánfora de alcohol
arduamente conseguido. Desfilando entre todos, llegaba R. al final del dormitorio y tocaba
tres veces la puerta del pequeño cuarto del velador, que coincidía con la salida al exterior.
La puerta se abría, y R. murmuraba <<Mañana, mañana.>>

<<Sí, ya es de mañana.>> respondería el portero. <<Mañana, mañana>> repetía R., y el


portero murmuraría alguna respuesta para quitárselo de encima. Al verse R. miniaturizado a
causa de sus pasos, tragado por las calles amarillas y grisáceas pudo el portero verse libre
de escupir un <<Idiota, idiota>> seguido de una risa desdeñosa, mientras veía a R.
bambolearse hacia ninguna parte. A las personas razonables probablemente les molestaría
caminar hacia ninguna parte, o al menos caminar sabiendo que el viaje solo terminaría al
dejar uno de moverse, pero al caminar R. sin destino fijo parecía que caminaba hacia todas
partes al mismo tiempo, hacia la plaza, hacia el mundo, hacia los papeles, hacia el
dormitorio, hacia sí mismo. Su intelecto, muerto o tal vez jamás nacido parecía surgir o
renacer entre sus pasos. Los edificios empezaban a trastornarse, como si cada ráfaga de aire
que arrastraba el polvo de entre las calles se empezara a llevar los edificios consigo,
semejante a escribir algo y pasar la mano sobre la tinta aún fresca.

<<Adelante, adelante, adelante, adelante>> se repetía R. para sus adentros. Eventualmente


lograría acabar en la plaza principal o en algún lugar cerca del edificio grande, de donde
llegar a la plaza sería una tarea fácil de realizar incluso para el menos de los habitantes de la
ciudad, viniese de donde viniese. R. caminaría minutos largos dentro de su túnel particular,
moviéndose adentro de un camino único y verdadero, sin vueltas ni desviaciones,
convirtiendo a la ciudad en un embudo que desembocaría en el lugar a donde R. necesitaba
ir, y a donde parecía que siempre terminaba llegando, gracias a (o a pesar de) su hermosa
estupidez. Doblar la ciudad y sus calles parecía una cosa sencilla de lograr, R. tomaba las
calles y las doblaba hasta hacerlas desembocar en la plaza principal, pero doblar el tiempo
no es algo que él podía lograr tan a menudo.

Ya llegaba R. temprano a barrer, y no encontraba a nadie que le indicase que comenzara, ya


llegaba R. a una calle cercana cuando alguien le decía sin hablar que había que apresurarse.
Las personas eran más bien como letreros que decían "tarde" ó "temprano", y las menos
veces "hacia allá" ó "hacia acá". Si bien esta vez no hubo personas que le indicaran nada a
R., o si las hubo no importaron mucho que digamos, llegó R. relativamente a tiempo,
divisando el camión cargado de escobas y bolsas, aparcado a un lado de la plaza principal.
Se le atravesó el capataz a R. en su camino a recoger una escoba para señalarle dónde
estaba el camión al que ya se dirigía, creyendo éste a R. corto de vista además de retrasado.

Una escoba llena de astillas que había estado en la parte inferior del camión y que se
entrelazaba amorosamente en el pantalón de R. comenzó a besar el suelo con una cadencia
matemática, arrastrándose en medio del sonido que emitían de sus hermanas. La usual pila
de papeles arrugados y rectangulares comenzó a formarse, a merced de un benevolente
mutismo del viento. De pronto, R. tuvo que parar. Sumido en un asombro ajeno a su
carácter catatónico, contempló un objeto de papel que tenía una forma y tamaño peculiares.
¿Habría que arrugarlo, y arrojarlo con los demás papeles? Ciertamente no podía ir en la
torre de papeles rectangulares, porque era demasiado pequeño. Tampoco había alguna señal
clara en el sentido de tener que someter al papel a la muerte de su presente forma y
configuración. El papel, entre más tiempo pasaba arrojaba en cambio señales de su carácter
único y especial. Ora R. se agachaba ligeramente para tomarlo entre sus manos, este
brillaba en algunas secciones, como para defenderse de ser poseído, ora R. se alejaba de él
y el papel se hacía más atractivo.

R. dio algunos pasos a su derecha. Esto pareció haber desactivado la defensa luminiscente
del rectángulo de papel inconforme con la idea de mezclarse con los demás, de esta pieza
de papel que se rehusaba a ser poseída y que a su vez, trataba de poseer con su brillo y con
su forma. El pedazo causaba en R. desconsuelo, ya que no encontraba manera de acercarse
a él. No bien dio R. más pasos para tratar de acercarse y ya daba el pedazo de papel tumbos
por aquí y por allá, R. su perseguidor le seguía a una distancia saludable y segura, miedoso
de amenazar la pieza frágil y brillante demasiado y causar con ello su escape definitivo.
Al fin, el papel se depositó en uno de los escalones de la plaza a unos metros de la calle,
donde la altura protectora del escalón le protegía de ser arrastrado por el viento de nueva
cuenta. Fué en ese momento cuando R. pudo reconocer un rostro impreso en el pedazo de
papel, y se quedó mirándolo. El capataz no notó aquello, pero sí notó el claro abandono de
la pila de papeles rectangulares y la escoba de R.

Pegó entonces un grito en dirección a R. después de haberle avistado con la mirada perdida
hacia un escalón de la plaza, y después de la tercera vez que tuvo que hacerlo ya que no
consiguió obtener ninguna reacción con los dos gritos anteriores se dirigió a R. con paso
firme. Le jaloneó de las ropas estando R. de espaldas. <<¿Así que no vas a trabajar hoy,
eh?>> Sorprendentemente, R. trató de enarbolar una respuesta, si bien no relativa al
cuestionamiento del capataz, que le tenía ahora sujeto por el brazo izquierdo. <<No, no. Yo
necesito, yo pensé, necesito... ¡¡Necesito!!>>. La obscura respuesta fué contrarrestada por
una sentencia tan clara y filosa como un cuchillo: <<¡¿Qué es lo que estás haciendo hoy
entonces?!>>.

La mente de R., vacía de las usuales repeticiones de palabras que eran una especie de tren
de carga imposible de descarrilar se revolvía, mezclando palabras repetidas con palabras
extrañas, luchando por no descarrilar el tren de carga y esforzándose por cargarlo con
dirección y sentido, y restarle velocidad - todo para tratar de comunicar la belleza y
confusión que le había causado semejante pedazo de papel. En medio de la parálisis que
tenía preso a R., agáchose el capataz a tomar del escalón el objeto de su atención. <<¿Así
que esto estás viendo?>> R. le miró un poco, pero clavó después su mirada en el pedazo de
papel, sujeto en las manos de esa creatura vociferante. <<Yo me quedo con esto. Es mío.
Cada vez que veas uno de estos, lo tomas, me lo das y sigues con tu trabajo. ¡Sin
excusas!>>.

R. dio señal de algo más parecido a la sumisión que al entendimiento, y al cabo de algunos
minutos resumió su tarea, dedicándose a su pila de papeles con menos entusiasmo que
antes, sintiendo la falta de ese hermoso pedazo de papel, que aunque no hubiera pertenecido
a ninguna pila preexistente no estaría de más ahí, formando su propia pila por sí mismo.
Todo aconteció normalmente hasta la repartición de cupones. R. se formó después de
depositar su escoba en la parte trasera del camión, terminando incluso antes que dos
barrenderos que por ello estaban detrás de él en la fila. No bien llegó el capataz cuando
sintió cómo R. le clavaba la mirada en la bolsa del pantalón en donde depositó la pieza de
papel confiscada. Lo que no esperaba lo que pasaría a continuación: R. se desplomó como
una pesada loza de piedra sobre él, dejando caer todo su peso, azotándolos a ambos con
gran fuerza contra el suelo. Mientras R. le tapaba la boca con la mano al capataz, le rasgaba
el bolsillo del pantalón en busca de la preciosa pieza. R. sucumbió entre un aullido a la
mordida que le fue propinada por aquél hombre enfurecido que le gritó <<¡Bruto! ¡Bruto,
suéltame ahora!>>

R. no tenía a su favor nada más que su propio peso, semejante al de alguien que acaba de
desmayarse y que por ello no tiene control de su cuerpo. Ello cambió rápidamente al sentir
el dolor de un golpe de escoba al azotarle dos veces con una uno de los barrenderos que
servilmente había intercedido por el sorprendido capataz. El dolor quemó la espalda de R.
como el sol de una mala tarde que quema la piel, como si se concentrase ese sentimiento en
una sola parte del cuerpo, por ende aumentando su intensidad. Un puñetazo cuasi reflejo
alcanzó el estómago del barrendero que decidió interceder por el capataz y que inútilmente
quiso disuadir a R. de la pelea cual policía que trata de dispar un motín a golpes.

Con la espalda quemándole, R. se dirigió ahora en la dirección del barrendero que le había
golpeado, y le aporreó en la cara después de arrebatarle su propia arma, que yacía en el
suelo después del efecto del puñetazo en el estómago. R. volteó a su alrededor y
confundido, solamente pudo herir a uno de los tres hombres que se abalanzaron para
contenerle. Alguien le dio un escobazo directo en la rodilla, con tanta fuerza que consiguió
romper de esta manera la escoba, que si bien vieja y decrépita, terminó su vida infligiendo
dolor tremendo y abrasador a R. sacándole de combate en ese mismo instante. Dos hombres
se quedaron alrededor suyo mirándole tranquilizarse poco a poco, mientras todo volvió
lentamente a la normalidad.

El capataz dejó a su cuadrilla la tarea de repartir los cupones por segunda vez, con un claro
mensaje acerca de quién no debía de recibir uno. Esa pelea fue la razón perfecta para iniciar
el papeleo que el inspector le había negado vehementemente - por fin podría deshacerse de
ese barrendero inútil, pesado, lento y maniático. Además dicho barrendero le había
proporcionado una última satisfacción que el capataz palpó en su bolsillo. Esa hermosa
pieza de papel, con la que podían comprarse tantas cosas, era suya.

II.
Después del alboroto que no duró mucho entre esos hombres que habían dejado de ser
barrenderos por algunos minutos, cada uno se dirigió a su dirección con sus llamamientos
respectivos. No es que no hubieran visto una trifulca jamás, incluso algunos de ellos se
encargaban de iniciarlas o terminarlas en distintos lugares y por distintas razones, algunos
otros encontraron alguna vez oponentes más sencillos de vencer que R. en sus mujeres e
hijos, que nunca les hicieron quedar en ridículo; siempre les habían podido vencer, sin
necesidad de romper una escoba en sus rodillas. Aún así, algunos de esos hombres parecían
saber que ello no importaba, porque en este caso el perdedor no tenía ni idea ni concepto
del honor, ni de la vergüenza. Es así como, sin añadir artificios mentales a sus adoloridas
rodilla y espalda, R. se levantó poco a poco del escalón no por su propia voluntad, sino
simplemente por hambre.

Ahora tres calles y sí, por el paso peatonal, y sí, en dirección al edificio grande, y sí, sin ver
el portal de cristal de dicho edificio. Ahora, el encuentro con el dueño de la panadería. Hoy,
algo diferente. La acostumbrada bolsa había sido retirada, o jamás había sido puesta en su
sitio. R. se quedó al pie de la entrada, como esperando. No había nadie detrás del
mostrador, y tampoco detrás del escritorio de madera que sostenía la caja registradora.
Dejando que el dolor le hiciera presa, R. dejó escapar un gritito ahogado, como pidiendo
ayuda, al tiempo que una señora entraba al establecimiento. La señora, obviando cualquier
atención a aquel vagabundo parado en la entrada de la panadería, entró sin pausar y se
anunció con un estridente saludo. <<¡Hola!>> dijo con un tono que captó más la atención
del panadero en la trastienda que el callado sufrimiento de R.

El panadero emergió de atrás del mostrador, presto tanto como a atender a la señora, como
a la tardía presencia de R. El panadero contempló esta extraña combinación de dos
personas que llegaban a su tienda - sintió como si la panadería fuera un escenario, como si
él fuera un espectador de una obra de teatro en donde uno de los actores no encajase ahí,
como R. fuera ese actor y llevara puesta la vestimenta equivocada, como si estuviera
recitando un diálogo ajeno al desarrollo natural de la obra. Uno podría pensar en esta
situación de mil maneras distintas, o de la manera anterior, llegando de igual manera a la
conclusión de que la extrañeza de uno ante dicha escena radicaba no en alguna diferencia
fundamental entre el vagabundo y la clienta, sino en el mutismo de R., ya que el silencio en
una conversación o en una situación rutinaria puede interpretarse de varias maneras. Puede
ser producto de una penetrante observación, como expresión del desdén hacia los demás, o
como consecuencia natural de una mente demasiado simple.

El panadero, no ajeno al contexto y las circunstancias de aquel personaje tan desencajado,


trató de deshacerse de estas cavilaciones de la manera más rápida posible, para no nublar su
mente y poder atender a la señora que ya había hecho su pedido rápidamente. Después de
encargarse de eso podría dar de comer a R., y ocuparse de sus obligaciones, imposibles de
evadir porque vienen con el buen carácter moral y la compasión por los demás. Solícito al
pedido de su cliente, trató de actuar de manera rápida pero cortés, para no engendrar ningún
sentimiento negativo en la señora. Al entregar el pedido de la señora, pensó en dispensarla
con un saludo corto pero amable, y se dispuso a tomar el pago por las piezas de pan
solicitadas.

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