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CUANDO DAN LAS DOCE

La luz del Sol entraba en mi habitación, fragmentada en haces luminosos debido a los

recovecos de la persiana. Me levanté de la cama, aunque no recordaba haberme tendido

en ella. Un llanto procedente de la habitación contigua, en compañía del abrazo del Sol,

me habían sacado de mi largo descanso, perturbado por una multitud de sueños

caóticos. Había soñado con mi infancia, y con los años más recientes de mi

adolescencia. Al pensar sobre ello, me di cuenta de la gran multitud de errores que había

cometido en la vida. Sonreí, melancólico, recordando todas aquellas estupideces.

Salí al pasillo, y me asome a la habitación de al lado. Mi madre lloraba, sosteniendo un

marco fotográfico entre sus manos maltratadas por la edad. El reflejo de la luz del Sol

me impedía ver la foto. Seguramente le habría entrado uno de sus ataques de nostalgia.

Siempre le pasaba aquello cada vez que contemplaba algún recuerdo, probablemente

echando en falta su añorada juventud. Esta vez, en cambio, parecía llorar por otro

motivo. Podría estar equivocado. La dejé a solas. Un hombro sobre el que llorar sólo

ayuda a que las lágrimas broten mejor, pero no las ahoga. Decidí salir a disfrutar de un

buen día soleado. Abandoné mi casa sin recordar haber abierto ninguna puerta.

Me dirigí al Parque de los Lamentos. Resultaba increíble que aquel pedazo de paraíso,

en medio de tanta contaminación acústica y olor a motor quemado, recibiera un nombre

tan triste. El ayuntamiento se lo había concedido en honor a las víctimas del atentado

del año pasado. Un monumento conmemorativo, rodeado de flores de diversos aromas y


colores, llevaba grabado los nombres de los fallecidos. Me pregunté si yo recibiría tales

honores una vez muerto… Probablemente no.

Decidí sentarme en un banco, rodeado por árboles en flor, orientado hacia el

monumento y hacia una fuente contigua a este, donde el agua cristalina fluía

limpiamente. Me limite a ver pasar a la gente, en su trayecto diario para comprar el pan,

el periódico, o dirigirse a coger el transporte público para ir al trabajo.

Ante mí pasaron un amplio desfile de pintorescos personajes:

Un ejecutivo peripuesto que llevaba un maletín corría hacia la estación de tren sin dejar

de mirar el reloj de su muñeca.

Una mujer que había salido del supermercado avanzaba a través del parque, cargando

más peso en cada mano que el que cualquier forzudo se atrevería a levantar.

Un hombre de edad avanzada y mirada aún más envejecida caminaba hacia la parada de

autobús, encorvado, apoyado en un bastón y cojeando de una pierna. Un par de jóvenes

casi lo atropella con su deportivo tras haberse saltado un semáforo en rojo, increpando

al anciano viandante, pese a que la falta no era suya.

Cerca de mí, una niña lloraba ante su madre, señalando con el índice un globo perdido.

Yo los contemplaba a todos, pero nadie se digno a mirarme. Nadie se paró a disfrutar de

la belleza de aquel lugar. Nadie nos dejó flores.

Comenzaba a atardecer y en mi estómago seguía sin presentarse ningún atisbo de

hambre. Miré a mi reloj. La aguja se había detenido en las doce, temerosa de seguir

avanzando. Tampoco me importó demasiado el no saber la hora exacta. No tenía

ninguna prisa. Aquel día, nadie parecía echarme en falta. Así que me quede en aquel

parque, disfrutando de aquel momento de paz. Llevaba algún tiempo pensando que

había venido a aquel sitio a esperar a alguien, pero no parecía recordar a quién.
Anocheció más pronto de lo que había esperado, y la aguja de mi reloj de pulsera seguía

detenida en las doce, sin querer avanzar. Cansado de esperar a quién quiera que

estuviera esperando, decidí abandonar el parque. Me levanté del banco y presente mis

respetos a los muertos frente al monumento. Al volverme, observé que una mujer estaba

ocupando el lugar del banco que yo había dejado vacío. Vestía una larga túnica, toda

negra y hecha jirones. Su cabello era largo y liso, de un negro abismal. Me acerque a

ella. Por alguna razón, parecía conocerla de toda la vida. La llamé, por un nombre que

me pareció impronunciable. Ella me miró. Su rostro me dejó petrificado. Su tez era más

blanca que el hueso, y resultaba extrañamente cautivadora, enmarcada en aquella

oscuridad de ropajes. Era terriblemente bella. Me miro con unos ojos azules, fríos como

el hielo, vacíos de toda emoción.

Caminé hacia ella hechizado, atraído por el brillo de sus pupilas heladas. La mujer

acercó su rostro al mío, y me susurro al oído en una lengua extraña, que pese a todo

parecía comprender. Su voz resultaba espeluznante: suave como el silbido de una

serpiente, cortante como el chasquido de un látigo, y hermosa como un coro angelical

en pleno canto. Sus palabras en cambio, fueron crueles.

A mi mente acudieron los recuerdos, como fogonazos de luz:

El concierto había terminado, y me dirigía solo a mi casa bajo el amparo de la noche.

Me gustaba la noche: las calles solitarias, el silencio, la falta de compañía. Sin embargo,

aquel día no estaba del todo solo.

Oí unos pasos detrás de mi espalda, y varias voces masculinas. Parecían reírse de un

chiste al que sólo ellos encontraban la gracia. Seguí caminando y giré una esquina. Ellos

me imitaron. Mire hacia atrás discretamente. Eran cinco, unos de ellos me señaló y los
otros empezaron a carcajearse de nuevo. Al parecer, el alcohol y el júbilo habían

nublado el escaso juicio que pudieran tener, y al verme solo en la calle, habían decidido

divertirse un rato.

Empezaron a llamarme a voces. Intenté no hacerles caso y apreté el paso. Ellos hicieron

lo mismo. Ya no albergaba duda alguna, me estaban siguiendo. Lo primero que se me

pasó por la cabeza fue correr. Mis piernas reaccionaron antes que mi cerebro sopesara

todas las posibilidades, y salí disparado como alma que lleva el diablo. Escuché una

maldición a mis espaldas, y el grupo se lanzó en mi persecución. Oía las voces cada vez

más cercanas.

Aumente el ritmo, mientras en mi fuero interno no paraba de maldecirme por mi

cobardía. No era un buen atleta, y no tarde en sentir una punzada de dolor en el costado.

Pese a todo, el miedo y la adrenalina me permitieron seguir adelante. Gire una esquina

buscando una nueva salida, y me encontré de frente con una pared de ladrillos

anaranjados.

Bueno, al menos no podrían reprocharme aquello. Fuera lo que fuera lo que quisieran

hacerme, se lo había puesto en bandeja. Furioso por mi mala suerte, me dí la vuelta,

desesperado. Allí estaban los cinco, bloqueando la salida de aquel maldito callejón. Oí

un click, y contemple el brillo del acero. El chico del medio se aproximó hacía mí, con

el brazo extendido, sosteniendo una navaja. En un acto reflejo, me llevé la mano al

bolsillo… y saqué mis llaves. Las carcajadas que escuche entonces sólo sirvieron para

aumentar mi angustia. Miro al rostro de mi verdugo. Pensándolo bien, no inspiraba

tanto temor. Era un chaval como otro cualquiera. Quizá hubiera podido con él de estar

solo y desarmado. Pero el tenía una jodida navaja y yo… unas llaves. Empecé a reírme,

histérico. Sin duda, el miedo me había hecho perder el juicio. Una punzada de dolor en

el costado me permitió recobrar la cordura.


Estaba de rodillas, y sentía las manos húmedas. Las alcé para verlas. Estaban teñidas de

rojo. Sentí como mi pierna se mojaba. La sangre manaba de mi herida como de un

surtidor. Alcé la cabeza y un fuerte golpe me hizo caer hacia atrás, y sentí el frío beso

del suelo. Me costaba respirar. Tenía los pulmones encharcados.

Poco a poco, el dolor comenzó a desaparecer, y fue sustituido por el frío y el sueño.

Miré mi reloj. La aguja se había parado, marcando las doce. Mis ojos se cerraron, presa

del cansancio. Desperté en mi casa, con la luz matinal en el rostro y un llanto lleno de

tristeza como bienvenida…

Mi mente volvió al presente. La mujer de negro seguía mirándome. Guardaba luto por

alguien, y yo sabía por quién. Eran las doce, y “Cenicienta” tenía que marcharse.

Abandoné toda esperanza, y abracé las negras sedas de la Muerte…

Un relato de Andrés Jesús Jiménez Atahonero. Todos los derechos reservados.

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