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La luz del Sol entraba en mi habitación, fragmentada en haces luminosos debido a los
en ella. Un llanto procedente de la habitación contigua, en compañía del abrazo del Sol,
caóticos. Había soñado con mi infancia, y con los años más recientes de mi
adolescencia. Al pensar sobre ello, me di cuenta de la gran multitud de errores que había
marco fotográfico entre sus manos maltratadas por la edad. El reflejo de la luz del Sol
me impedía ver la foto. Seguramente le habría entrado uno de sus ataques de nostalgia.
Siempre le pasaba aquello cada vez que contemplaba algún recuerdo, probablemente
echando en falta su añorada juventud. Esta vez, en cambio, parecía llorar por otro
motivo. Podría estar equivocado. La dejé a solas. Un hombro sobre el que llorar sólo
ayuda a que las lágrimas broten mejor, pero no las ahoga. Decidí salir a disfrutar de un
buen día soleado. Abandoné mi casa sin recordar haber abierto ninguna puerta.
Me dirigí al Parque de los Lamentos. Resultaba increíble que aquel pedazo de paraíso,
tan triste. El ayuntamiento se lo había concedido en honor a las víctimas del atentado
monumento y hacia una fuente contigua a este, donde el agua cristalina fluía
limpiamente. Me limite a ver pasar a la gente, en su trayecto diario para comprar el pan,
Un ejecutivo peripuesto que llevaba un maletín corría hacia la estación de tren sin dejar
Una mujer que había salido del supermercado avanzaba a través del parque, cargando
más peso en cada mano que el que cualquier forzudo se atrevería a levantar.
Un hombre de edad avanzada y mirada aún más envejecida caminaba hacia la parada de
casi lo atropella con su deportivo tras haberse saltado un semáforo en rojo, increpando
Cerca de mí, una niña lloraba ante su madre, señalando con el índice un globo perdido.
Yo los contemplaba a todos, pero nadie se digno a mirarme. Nadie se paró a disfrutar de
hambre. Miré a mi reloj. La aguja se había detenido en las doce, temerosa de seguir
ninguna prisa. Aquel día, nadie parecía echarme en falta. Así que me quede en aquel
parque, disfrutando de aquel momento de paz. Llevaba algún tiempo pensando que
había venido a aquel sitio a esperar a alguien, pero no parecía recordar a quién.
Anocheció más pronto de lo que había esperado, y la aguja de mi reloj de pulsera seguía
detenida en las doce, sin querer avanzar. Cansado de esperar a quién quiera que
estuviera esperando, decidí abandonar el parque. Me levanté del banco y presente mis
respetos a los muertos frente al monumento. Al volverme, observé que una mujer estaba
ocupando el lugar del banco que yo había dejado vacío. Vestía una larga túnica, toda
negra y hecha jirones. Su cabello era largo y liso, de un negro abismal. Me acerque a
ella. Por alguna razón, parecía conocerla de toda la vida. La llamé, por un nombre que
me pareció impronunciable. Ella me miró. Su rostro me dejó petrificado. Su tez era más
oscuridad de ropajes. Era terriblemente bella. Me miro con unos ojos azules, fríos como
Caminé hacia ella hechizado, atraído por el brillo de sus pupilas heladas. La mujer
acercó su rostro al mío, y me susurro al oído en una lengua extraña, que pese a todo
Me gustaba la noche: las calles solitarias, el silencio, la falta de compañía. Sin embargo,
chiste al que sólo ellos encontraban la gracia. Seguí caminando y giré una esquina. Ellos
me imitaron. Mire hacia atrás discretamente. Eran cinco, unos de ellos me señaló y los
otros empezaron a carcajearse de nuevo. Al parecer, el alcohol y el júbilo habían
nublado el escaso juicio que pudieran tener, y al verme solo en la calle, habían decidido
divertirse un rato.
Empezaron a llamarme a voces. Intenté no hacerles caso y apreté el paso. Ellos hicieron
pasó por la cabeza fue correr. Mis piernas reaccionaron antes que mi cerebro sopesara
todas las posibilidades, y salí disparado como alma que lleva el diablo. Escuché una
maldición a mis espaldas, y el grupo se lanzó en mi persecución. Oía las voces cada vez
más cercanas.
cobardía. No era un buen atleta, y no tarde en sentir una punzada de dolor en el costado.
Pese a todo, el miedo y la adrenalina me permitieron seguir adelante. Gire una esquina
buscando una nueva salida, y me encontré de frente con una pared de ladrillos
anaranjados.
Bueno, al menos no podrían reprocharme aquello. Fuera lo que fuera lo que quisieran
desesperado. Allí estaban los cinco, bloqueando la salida de aquel maldito callejón. Oí
un click, y contemple el brillo del acero. El chico del medio se aproximó hacía mí, con
bolsillo… y saqué mis llaves. Las carcajadas que escuche entonces sólo sirvieron para
tanto temor. Era un chaval como otro cualquiera. Quizá hubiera podido con él de estar
solo y desarmado. Pero el tenía una jodida navaja y yo… unas llaves. Empecé a reírme,
histérico. Sin duda, el miedo me había hecho perder el juicio. Una punzada de dolor en
surtidor. Alcé la cabeza y un fuerte golpe me hizo caer hacia atrás, y sentí el frío beso
Poco a poco, el dolor comenzó a desaparecer, y fue sustituido por el frío y el sueño.
Miré mi reloj. La aguja se había parado, marcando las doce. Mis ojos se cerraron, presa
del cansancio. Desperté en mi casa, con la luz matinal en el rostro y un llanto lleno de
Mi mente volvió al presente. La mujer de negro seguía mirándome. Guardaba luto por
alguien, y yo sabía por quién. Eran las doce, y “Cenicienta” tenía que marcharse.