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VAMPIROS DEL SIGLO XXI

La luz de los focos le cegó durante un par de segundos. El inspector se sentó en una silla

junto a la mesa de interrogatorios, y le miró exhaustivamente durante un rato.

Finalmente, se dirigió a él:

- Samuel, ¿por qué lo hiciste?

Sam alzó el rostro. La cabeza le dolía a rabiar. Aquel día tenía una especie de resaca que

no le dejaba pensar con claridad. Ya habían pasado tres días desde su ingreso en los

calabozos. Tres días en un constante duermevela:

- Quiero ver a mi abogado.

- ¿A tu abogado? - aquella idea pareció hacerle gracia – Samuel, tu abogado está a

punto de dejar el caso. Dice que no ha visto un crimen peor llevado a cabo en su

vida. Dejaste más pistas que un elefante en una cacharrería, no ocultaste el

cadáver, y ni siquiera te deshiciste del arma homicida. Tenemos pruebas

suficientes como para encerrarte de por vida. Tu culpabilidad está más que

demostrada. Sólo falta anunciarla en el veredicto final – Sam apartó la mirada.

El inspector chasqueó la lengua, mosqueado.

Sam empezaba a estar más que harto de todo aquel asunto. No deseaba hablar con

nadie, y menos con aquel hombre, siempre peguntando esto o aquello. El inspector puso

sobre la mesa unas fotografías. Pese al rostro inexpresivo y la mirada muerta, la

muchacha seguía siendo igual de hermosa:

- Janey Cooper. - dijo - 22 años. La mataste. ¿Por qué?


Sam levantó la mirada, que posó en el vacío. Su interlocutor comenzaba a perder los

nervios. Le sostuvo del mentón con firmeza y giró bruscamente su rostro hacia él:

- ¡Mírame cuándo te hablo!

La mirada de Sam se posó en los ojos del inspector, cuyo rostro era una máscara de

dureza. No estaba dispuesto a consentir más evasivas. Sam soltó un ligero suspiro de

resignación y comenzó a hablar:

- ¿Alguna vez lo ha sentido, inspector? - empezó - Ese irrefrenable deseo. Una sed

que no se sacia por mucho que se beba. Un hambre que no se calma por mucho

que se coma. Es una sensación que te abruma por completo – hizo una pausa -

La quería, ¿sabe?

- ¿¡Que la querías!? – la indignación era palpable en su voz. El inspector le lanzó

una mirada cargada de odio. Sam bajó la vista y vió como apretaba los puños

con fiereza.

- Sí. Janey. La quería. – se paró un rato a pensar, y luego, prosiguió. – Yo no

quise en ningún momento hacerla daño. Era una joven encantadora. Me trataba

bien.

- ¿Entonces por qué la mataste?

- Yo no la mate. Simplemente, murió.

- ¿¡Qué tú no la mataste!? - el tono de voz cada vez ascendía más. Resultaba

doloroso mantener una conversación con aquel hombre, tan airado. - Los

forenses han determinado que la chica murió desangrada. Más de una docena de

cortes repartidos entre los brazos, las piernas y el cuello. Una profunda puñalada

en el vientre – se paró - Al menos tuviste la decencia de no desfigurarla la cara –

murmuró entre dientes. La voz de aquel hombre parecía más que asqueada.
- Claro que no. Era un rostro muy bello. Sería un crimen mancillarlo – afirmó con

toda sinceridad.

- ¿¡Q-Q-Que sería un crimen!? - tosió indignado el isnpector. Se levantó airado y

golpeó con ambas manos la mesa de interrogatorios - ¡Pedazo de cabrón! ¿¡Has

matado a esa pobre muchacha, y no contento con eso dices que evitaste cometer

un crimen al no destrozarla la cara!?

Sam le miró extrañado. ¿Por qué lo trataba de aquella manera? Claro que era una pena

que alguien como Janey ya no estuviera entre los vivos. Era una muchacha encantadora.

Siempre guardaba una sonrisa para él. ¿Por qué tenía él que pagar el pato por un... por

un...?:

− Fue un lamentable accidente – dijo. El hombre se sentó y soltó una amarga

carcajada.

− Oh, sí. Eso tengo entendido. Cortar a alguien repetidamente con un cuchillo, y

luego rematar la faena apuñalándole en el vientre es sólo eso, ¡un amargo

accidente!

− Veo que lo entiende – sonrió Sam, aliviado. El hombre le asestó un puñetazo en

la mandíbula. Sam tuvó que hacer un esfuerzo terrible para no caerse hacia atrás

junto a la silla. Se reincorporó con dificultad y miró a su atacante, mitad

sorprendido mitad enfurecido. Se llevo la mano a la boca y notó algo líquido. Se

miró los dedos. Estaban manchados de una sustancia roja. Los lamió con

delicadeza. Notó un grato sabor a óxido que le era reciente. No. No sabía ni la

mitad de bien que aquella vez.

− No te lo volveré a repetir – dijo el inspector – Una más, y te prometo que me

aseguraré de que te encierren en el peor sitio posible. Sin visitas. Sin llamadas.
¡Nada! - gritó - ¡Cuéntame lo que pasó! - Sam lo miró. Se retiró los dedos de la

boca y se dispuso a terminar lo que había empezado.

- Era una chica muy amable. Y muy guapa. Vecina mía, aunque supongo que ya

lo sabrá – el inspector asintió, y pareció ir recobrando la compostura poco a

poco – Nos llevábamos bastante bien. Hace unos días, me invitó a su casa a

tomar un café.

- De acuerdo. Prosigue.

- Como decía, me invitó a tomar un café – sonrió nostálgico - Hace un café

estupendo. No sé si es por la marca, o por el cuidado con que lo prepara, pero

está delicioso. Es una pena pensar que ya no voy a poder probarlo – el inspector

frunció el entrecejo.

- Ve al grano – le cortó.

- Como usted quiera – meditó un instante – Aquel día estaba algo decaída. Creo

que había discutido con su novio. Siempre discuten. Cada vez que iba a su casa,

me contaba una nueva anécdota – se paró un momento para recordar – Aquel

día, la discusión tuvo que ser una de las peores, porque se paso la tarde hablando

conmigo largo y tendido. Yo no tuve ningún problema en quedarme a

escucharla, me encanta ver como se mueven sus labios. Son una delicia.

- Sam, por el amor de Dios. Termina ya con esto – Sam lo miró, algo enfadado.

- ¿Está usted casado, inspector? - le preguntó con malicia.

- ¿A qué viene eso ahora?

- ¿Lo está?

- No. Me separé de mi mujer hará ya dos años.

- Lo imaginaba. No sabe apreciar la belleza femenina.

- Sam, ¿quieres limitarte a contar lo que realmente nos atañe?


- Sí. Me temo que no va a dejar de interrumpirme si no lo hago – dijo – Como iba

diciendo, aquel día era distinto. No sólo pasé la tarde con ella, sino que me

invitó a cenar. No se me da mal cocinar, dado que vivo solo en mi apartamento,

así que decidí echarle una mano – se aclaró la garganta – Parece que el cocinar

la levantó el ánimo. Se puso a hablar sobre el trabajo. Tenía una librería, ¿sabe?,

y a veces organizaba lecturas para niños pequeños, ¡y les leía cuentos que ella

misma había escrito! Hace algunos años me dijo que su mayor sueño era

convertirse en una gran escritora. Desgraciadamente, las editoriales no eran

capaces de apreciar su gran talento, así que organizaba aquellas lecturas para

fomentar la lectura entre los más pequeños, y ya de paso darse a conocer como

escritora – el inspector sonrió apenado durante un momento. Luego volvió a

poner su habitual cara de completa seriedad – Ya le he dicho que era un encanto

– el rostro de Sam se ensombreció – Luego..., ella..., estaba tan ensimismada

contándome sus planes de futuro, que se hizo un corte en el dedo índice mientras

cocinaba. Después...

- ¿Sam? - Sam se había parado. Le costaba recordar con claridad lo que venía

después - ¿Qué paso después, Sam?

- Sentí algo, - empezó – extraño. En cierto modo yo sabía que estaba enamorado

de ella. Pero en aquel momento no era amor. Tampoco atracción sexual. Era

algo más. Un gran deseo. El verla sangrar me había producido una cierta...,

necesidad. Antes de que se llevara alarmada el dedo a la boca, yo ya estaba

frente a ella. Sostuve su manos entre las mías, y me metí su dedo en la boca.

Aquel sabor a óxido y sal me llenó por completo. Era una sensación increíble.

Me deleite en saborear aquel raro manjar. Y ella..., ella..., se estremecía de

placer. No sé cómo ni porqué, pero al rato siguiente nos estábamos besando. Su


boca era tan dulce. Y su lengua tan húmeda. También tenían un gran sabor – se

paró – Pero, al recordar su dedo. Al recordar aquel maravilloso líquido rojo. Oh,

si usted supiera. ¡Qué sabor! Su boca era una delicia, pero yo no me conformaba

sólo con eso. Quería volver a probar aquel fluido carmesí. Retiré mis labios de

los suyos, y volví la vista hacia su mano – Sam le dirigió al inspector una mirada

cargada de nerviosismo - Cuan grande fue mi desilusión al ver que ya no

quedaba nada de aquello. Se me había negado el fruto de mi anhelo. Entonces

fue cuando lo comprendí. Aquella delicia roja había surgido de un corte – le

dirigió al inspector una sonrisa demente - ¡Podía obtener más! Entonces cogí el

cuchillo y...

- … la mataste – terminó el inspector.

- No – Sam empezaba a recordarlo todo. Cada vez con más claridad. - Le hice un

ligero corte en el brazo. Ella dio un gritito alarmada, pero yo la calmé con un

beso. Estábamos tendidos en el suelo. Se abrazó a mí, y yo probé la sangre que

manaba del corte de su brazo. Sabía mejor si cabe que la de sus dedos – Sam

sonrió, recordando aquel grato sabor. Se relamió los labios – Cuando me

cansaba de una zona, probaba con otra. Su cuello era la parte más tierna de todo,

y la zona de la que manaba aquel fluido rojo en su forma más sabrosa. Para

entonces, ella ya llevaba algún tiempo gritando. No alcanzaba a entender que

quería decirme, estaba demasiado distraído en su cuerpo, en su sangre. Los

gritos eran cada vez más altos y alarmantes. Tuve que hacerla callar. La dí un

beso, y le hundí el cuchillo en su vientre plano. La sangre brotó a través de su

boca, mientras yo la besaba – sonrió con excitación – Aquello fue lo mejor de

todo – se paró – Luego probé la sangre de la herida de su vientre. Mientras ella

se estremecía de excitación de forma repetida. Tras unos minutos saboreando su


vientre, dejé de sentir movimiento. Levanté la vista y la ví. Desnuda. Con sus

preciosos ojitos completamente abiertos. Pálida. E-Estaba muerta – empezó a

sollozar - S-Se había muerto, y-y y-yo no me había dado cuenta de ello – Sam se

llevó las manos a la cara y rompió a llorar.

***

<<“Mientras ella se estremecía de excitación”>>, había dicho. <<Hijo de puta – pensó el

inspector Douglas - No se estremecía de placer. Eran convulsiones. Luchaba por

mantenerse con vida.>>

El inspector de la Policía de los Ángeles, Douglas Duncan, ya había leído los informes

de los forenses. Pero no había querido creerlos. No sólo habían encontrado cortes de

arma blanca en el cuerpo de aquella joven, también había multitud de chupetones, justo

en las zonas de los cortes, y alrededor de estos. Había excluido esa parte al sospechoso

durante el interrogatorio, para oír la versión real de su propia boca. La verdad resultaba

aún más turbadora. Aquel animal se había alimentado de la sangre de aquella muchacha

hasta dejarla literalmente seca, como si del jodido conde Drácula se tratase, y el muy

cabrón aún se relamía al recordarlo. Aquello le revolvía por completo el estómago. Ya

había tenido suficiente por hoy. Se levantó de la silla, dispuesto a salir de aquel

puñetero lugar; de alejarse de aquel maldito psicópata:

- Llevaos a ese cabrón a una celda bien oscura – dijo a los dos guardias de la

puerta, al salir de la sala de interrogatorios – Ya he terminado con él.

- Sí, señor – respondieron al unísono ambos agentes.

Douglas estaba completamente agotado, tanto física como mentalmente. Lo

primero que haría nada más llegar a casa sería darse una ducha caliente. Que el

agua caliente le hiciera olvidar aquel maldito caso:

- ¡Hola, Papá! - una gritito infantil lo sacó de su ensimismamiento. Se giró hacia


el pasillo y vió a una niñita pelirroja corriendo llena de júbilo hacia él. Maldita

sea. Aquel desgraciado chupasangre le había hecho olvidarse de aquello. Era

jueves. Y los jueves y viernes, tenía la custodia de Caroline, su hija de ocho

años.

- ¡Caroline! - dijo sorprendido - ¿Qué haces aquí? No puedes estar aquí.

- Lo siento. Es culpa mía – le llego la voz de su ex-mujer, Margarette, que iba

rezagada unos metros por detrás de la niña - Preguntamos en recepción por ti, y

nada más saber dónde estabas, salió disparada en tu busca – dijo entre sonrisas –

No tengo ni idea de cómo demonios sabía donde estaba la sala de interrogatorios.

- Porque yo le mostré donde estaba. Algunos días la traigo aquí.

- ¿Llevas a la niña al trabajo? - le recriminó - ¿Estás loco?

- ¿Que quieres que haga, mujer? No confió en las niñeras. Y nunca estoy

completamente libre de trabajo – Margarette dió un suspiro de resignación.

- No. Supongo que no.

- ¡Andando! - Douglas oyó a los agentes. Se llevaban a Samuel Watson

esposado, hacia los calabozos. Mañana sería el juicio definitivo.

- ¿Y ese hombre? - preguntó su ex-mujer.

- Mi último caso. Mejor no quieras saberlo – fue su respuesta. Samuel pasó a su

derecha, escoltado por los dos guardias. El muchacho caminaba cabizbajo, ni

siquiera le dirigió una mirada. Su rostro estaba surcado por lágrimas. Estaría

como una puta cabra, pero al menos se mostraba afligido por la muerte de la

muchacha. Un punto a su favor en el juicio. Aunque de lo que le iba a servir...

Douglas olvidó el asunto y cogió a su hija en brazos. La niña lo abrazó

encantada, llena de júbilo, con gran fuerza. Quizá demasiada. Douglas soltó un

quejido de dolor.
- ¿Papi? - dijo la niña, extrañada.

- No te preocupes, cielo. No es nada – vaya un momento más malo. Hacía poco

más de una semana, Douglas había tenido un caso con rehenes. Aunque

consiguieron detener al secuestrador y salvar a los rehenes, Douglas recibió un

disparo en el hombro. La herida parecía habérsele abierto.

- ¿Douglas? - inquirió su ex-mujer – Cielo, estás sangrando - Era verdad. La

herida le escocía y la camisa se le estaba empezando a manchar de sangre.

Dejó a su hija en el suelo, y se llevó la mano al hombro, para taponar la

herida.

- No es nada. Tan sólo fue un arañazo. No pasa nada por un poco de san...

- ¿¡Pero qué demonios!? ¡¡¡Argh!!!- gritó uno de los guardias. Douglas se volvió.

Un repentino caos había estallado en la comisaría. Los dos agentes que habían estado

custodiando a Samuel, yacían ahora tendidos en el suelo, doloridos y magullados,

incapaces de levantarse. Sam lo miraba fijamente, con los ojos muy abiertos, y una

sonrisa macabra en la boca. ¡Se había liberado de las esposas! Dio un paso hacia él, con

los ojos encendidos por la locura:

- Margarette, llevaté a la niña de aquí – consiguió balbucear Douglas.

- ¿Pero qué está pa...?

- ¡Haz lo que te digo! - su ex-mujer obedeció sin volver a decir palabra.

Douglas observó aliviado como ella y su hija se alejaban de la zona. Aquel monstruo

no podría tocarlas. Sam estaba cada vez más cerca suya. Caminaba con la cabeza

inclinada a un lado y la sonrisa más pronunciada si cabe:

- Vaya, inspector – dijo Sam, o al menos el sonido provenía de Sam, porque

aquella voz no se parecía en nada a la voz tranquila del muchacho. Era cruel,

burlona y llena de promesas incumplidas – Esa herida tiene mal aspecto. ¿Me
deja echarle un vistazo? - preguntó burlón.

Cuando Sam estaba a apenas unos metros del inspector, la voz del muchacho resonó en

la cabeza de Douglas:

<<¿Alguna vez lo ha sentido, inspector? - había dicho - ¿Ese irrefrenable deseo? Una

sed que no se sacia por mucho que se beba. Un hambre que no se calma por mucho que

se coma. Es una sensación que te abruma por completo. La quería, ¿sabe?>>, el inspector

Douglas Duncan apartó la mano con la que se había estado taponando la herida abierta,

y contempló la sangre que le goteaba entre los dedos. <<Claro que la quería. - pensó -

Aquel cabrón estaba loco por ella.>>

Un relato de Andrés Jesús Jiménez Atahonero. Todos los derechos reservados.

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