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Alguna vez alguien tendrá que definir a la humanidad como la especie que
construye ciudades. Con frenético ardor, sudoroso y apresurado, como si en ello les
fuera la vida, los seres humanos pueden conservar, durante siglos, su ansia
artificial donde los árboles son un lujo, donde los prados son decoraciones y el
agua un fluido escaso que corre por tuberías. Las ciudades son la otra naturaleza
de las personas, más humana porque es obra suya; distinta de la otra, la que era el
mundo antes de que dos familias vivieran juntas e inventaran las urbes.
veces su interés se pierde en el vasto oleaje de las masas que entran y salen frente a
plantas ni los depredadores, han de dar muerte para vivir y han de vivir para
descarnada norma de vida, siempre se puede elegir a uno o varios que den
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dimensión humana a la convivencia y en última instancia, el hombre siempre se
tiene a sí mismo para hacerse compañía mientras anda por los bulevares.
naturaleza del orbe, para reducirla a términos de la urbe. Wilde decía que no hubo
niebla en Londres hasta que Whistler la inventó; es posible, después de todo, los
personajes del 1984 de Orwell, miran a través de las ventanas para ver falsos
ciudad y hasta lo agreste de los suburbios guarda cierto parecido con el edén de
donde nuestros primeros padres fueron expulsados, hay quienes no miran hacia
ocupación, Jean se hace hombre sin dejar de ser lo que siempre fue, un niño de
ciudad jugando las reglas más hondas de lo urbano, para 1947, después de más de
las reglas de la ciudad, ¿acaso puede haber mejor compendio de la vida urbana que
una prisión?
dolor y la soledad se subliman, ahí perseveran sólo los más fuertes, los más
dotados y los que poseen el mejor ingenio para el fin fundamental de todo
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todos sabemos pero pocos queremos decir y aún menos quieren leer. Sucede lo
aprendido el sutil arte de jugar con las reglas para seguir siendo libre, el mundo de
las letras reconoce la calidad de su literatura, pero sobre todo su infinita capacidad
de adaptación y se le concede el Grand Prix National des Lettres, tan sólo tres años
antes de su muerte.
Sería injusto decir que Genet conoció la literatura en prisión; Genet retrata
el gran marco del Paris oscuro, del oculto bajo los oropeles de la moda y de las
expectativas de las oleadas cada vez mayores de turistas. Si hay un autor parisino
ese es Genet, aunque sea el lado cruel y negro de Proust, aunque sus personajes
maldad sino porque esas son las reglas de su mundo y su ciudad. En Nuestra
Señora de las Flores, Genet retrata ese universo e interpreta las reglas de una
sublime; un espacio donde la paz nada tiene que ver con la gloria y apenas quiere
Mis épocas de dicha nunca fueron de una felicidad luminosa, ni mi paz fue
jamás lo que los literatos y teólogos llaman “paz celestial”; está bien, porque
sentiría un horror inmenso al sentirme designado por Dios con la punta del
dedo, distinguido por él; sé muy bien que si estuviera enfermo y me salvara
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buscar en las letrinas, la que voy a buscar en su recuerdo, es una paz suave,
tranquilizadora.
monstruoso, de lo dolorido, buscando una paz que la ciudad niega a los que viven
en su marginalidad, los que generan sus propias normas y se apegan a ellas con
honor y con fidelidad absoluta. Me atrevo a decir una palabra de esa dimensión,
biografía. Siempre se escribe sobre uno mismo, el espíritu de la letra sale de la vida,
pero no siempre se tiene el oficio para deslindar el mundo de lo íntimo del mundo
Porque Nuestra Señora de las Flores es una novela, eso no puede perderse
de vista, no quiso su autor hacer una biografía, pero para decir, para hablar del
mundo urbano que lo hizo y casi pudo destruirlo, Genet no puede sino partir de su
propia experiencia.
también:
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Genet sabe que la belleza es tan odiosa como voraz, que Dios pasa en la vida en
forma de rufián. En realidad esas son las normas de la ciudad subterránea, la que