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México: ideario de la nación

de la nación
México: ideario
México: ideario
de la nación
(antología)
Raúl Berea Núñez - edición.

Fernando Robles Otero - producción.

Ciudad de México, 2010


Sentimientos de la nación

de José María Morelos y Pavón


1º Que la América es libre independiente de España y de toda
otra Nación, Gobierno o Monarquía, y que así se sancione,
dando al Mundo las razones.
2º Que la Religión Católica sea la única, sin tolerancia de
otra.
3º Que todos sus Ministros se sustenten de todos y solos los
Diezmos y Primicias, y el Pueblo no tenga que pagar más ob-
venciones que las de su devoción y ofrenda.
4º Que el Dogma sea sostenido por la Jerarquía de la Iglesia, que
son el Papa, los Obispos y los Curas, porque se debe arran-
car toda planta que Dios no plantó: omnis plantatis quam non
plantabit Pater meus Celestis cradicabitur. Mat. Cap. XV.
5º Que la Soberanía dimana inmediatamente del Pueblo, el que
sólo quiere depositarla en el Supremo Congreso Nacional
Americano, compuesto de representantes de las Provincias
en igualdad de números.
6º Que los Poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial estén dividi-
dos en los cuerpos compatibles para ejercerlos.

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7º Que funcionarán cuatro años los Vocales turnándose, salien-
do los más antiguos, para que ocupen el lugar los nuevos
electos.
8º La dotación de los Vocales será una congrua suficiente y no
superflua, y no pasará por ahora de 8.000 pesos.
9º Que los empleos sólo los Americanos los obtengan.
10º Que no se admitan extranjeros, si no son Artesanos capaces
de instruir, y libres de toda sospecha.
11º Que los Estados mudan costumbres, y por consiguiente la Pa-
tria no será del todo libre y nuestra, mientras no se reforme el
Gobierno, abatiendo el tiránico, sustituyendo el liberal, e igual-
mente echando fuera de nuestro suelo al enemigo español, que
tanto se ha declarado contra (nuestra Patria / esta nación).
12º Que como la buena Ley es superior a todo hombre, las que
dicte nuestro Congreso deben ser tales, que obliguen a cons-
tancia y patriotismo, moderen la opulencia y la indigencia; y
de tal suerte se aumente el jornal del pobre, que mejore sus
costumbres, alejando la ignorancia, la rapiña y el hurto.

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13º Que las leyes generales comprendan a todos, sin excepción
de cuerpos privilegiados; y que éstos sólo lo sean en cuanto
al uso de su ministerio.
14º Que para dictar una Ley se haga Junta de Sabios, en el nú-
mero posible, para que proceda con más acierto y exonere de
algunos cargos que pudieran resultarles.
15º Que la Esclavitud se proscriba para siempre, y lo mismo la
distinción de Castas, quedando todos iguales, y sólo distin-
guirá a un Americano de otro el vicio y la virtud.
16º Que nuestros Puertos se franqueen a las Naciones extranje-
ras amigas, pero que éstas no se internen al Reino, por más
amigas que sean, y sólo habrá Puertos señalados para el efec-
to, prohibiendo el desembarque en todos los demás, seña-
lando el diez por ciento.
17º Que a cada uno se le guarden sus propiedades, y respete en
su Casa como en un asilo sagrado, señalando penas a los
infractores.
18º Que en la nueva legislación no se admita la tortura.

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19º Que en la misma se establezca por Ley Constitucional la ce-
lebración del día doce de Diciembre en todos los Pueblos,
dedicado a la Patrona de nuestra Libertad, María Santísima
de Guadalupe, encargando a todos los Pueblos la devoción
mensual.
20º Que las tropas extranjeras, o de otro Reino, no pisen nues-
tro suelo, y si fuere en ayuda, no estarán donde la Suprema
Junta.
21º Que no se hagan expediciones fuera de los límites del Rei-
no, especialmente ultramarinas, pero que no son de esta cla-
se propagar la fe a nuestros hermanos de tierra dentro.
22º Que se quite la infinidad de tributos, pechos e imposiciones
que nos agobian, y se señale a cada individuo un cinco por
ciento de semillas y demás efectos u otra carga igual de lige-
ra, que no oprima tanto, como la alcabala, el Estanco, el Tri-
buto y otros; pues con esta ligera contribución, y la buena ad-
ministración de los bienes confiscados al enemigo, podrá lle-
varse el peso de la Guerra, y honorarios de empleados.

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23º Que igualmente se solemnice el día 16 de septiembre, to-
dos los años, como el día Aniversario en que se levantó la
Voz de la Independencia, y nuestra Santa Libertad comen-
zó, pues en ese día fue en el que se desplegaron los labios de
la Nación para reclamar sus derechos con Espada en mano
para ser oída: recordando siempre el mérito del grande Hé-
roe el señor Don Miguel Hidalgo y su compañero Don Igna-
cio Allende.

[Dado en Chilpancingo, 14 septiembre 1813]

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Plan de Iguala

de Agustín de Iturbide y Vicente Guerrero


Americanos, bajo cuyo nombre comprendo no sólo los nacidos
en América, sino a los europeos, africanos y asiáticos que en ella
residen: tened la bondad de oírme. Las naciones que se llaman
grandes en la extensión del globo, fueron dominadas por otras, y
hasta que sus luces no les permitieron fijar su propia opinión, no
se emanciparon. Las europeas que llegaron a la mayor ilustración
y policía, fueron esclavas de la romana; y este imperio, el mayor
que reconoce la Historia, asemejó al padre de familia, que en su
ancianidad mira separarse de su casa a los hijos y los nietos por
estar ya en edad de formar otras y fijarse por sí, conservándole
todo el respeto, veneración y amor como a su primitivo origen.
Trescientos años hace la América Septentrional de estar
bajo la tutela de la nación más católica y piadosa, heroica y mag-
nánima. La España la educó y engrandeció, formando esas ciu-
dades opulentas, esos pueblos hermosos, esas provincias y reinos
dilatados que en la historia del universo van a ocupar lugar muy
distinguido. Aumentadas las poblaciones y las luces, conocidos
todos los ramos de la natural opulencia del suelo, su riqueza me-

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tálica, las ventajas de su situación topográfica, los daños que ori-
gina la distancia del centro de su unidad, y que ya la rama es igual
al tronco; la opinión pública y la general de todos los pueblos es
la de la independencia absoluta de la España y de toda otra na-
ción. Así piensa el europeo, así los americanos de todo origen.
Esta misma voz que resonó en el pueblo de los Dolores, el
año de 1810, y que tantas desgracias originó al bello país de las
delicias, por el desorden, el abandono y otra multitud de vicios,
fijó también la opinión pública de que la unión general entre eu-
ropeos y americanos, indios e indígenas, es la única base sólida
en que puede descansar nuestra común felicidad. ¿Y quién pon-
drá duda en que después de la experiencia horrorosa de tantos
desastres, no haya uno siquiera que deje de prestarse a la unión
para conseguir tanto bien? Españolas europeos: vuestra patria es
la América, porque en ella vivís; en ella tenéis a vuestras amadas
mujeres, a vuestros tiernos hijos, vuestras haciendas, comercio y
bienes. Americanos: ¿quién de vosotros puede decir que no des-
ciende de español? Ved la cadena dulcísimo que nos une: añadid

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los otros lazos de la amistad, la dependencia de intereses, la edu-
cación e idioma y la conformidad de sentimientos, y veréis son
tan estrechos y tan poderosos, que la felicidad común del reino es
necesario la hagan todos reunidos en una sola opinión y en una
sola voz.
Es llegando el momento en que manifestéis la uniformi-
dad de sentimientos, y que nuestra unión sea la mano podero-
sa que emancipe a la América sin necesidad de auxilios extraños.
Al frente de un ejército valiente y resuelto he proclamado la in-
dependencia de la América Septentrional. Es ya libre, es ya se-
ñora de sí misma, ya no reconoce ni depende de la España, ni de
otra nación alguna. Saludadla todos como independiente, y sean
nuestros corazones bizarros los que sostengan esta dulce voz,
unidos con las tropas que han resuelto morir antes que separarse
de tan heroica empresa.
No le anima otro deseo al ejército que el conservar pura la
santa religión que profesamos y hacer la felicidad general. Oíd,
escuchad las bases sólidas en que funda su resolución:

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1. La religión católica, apostólica, romana, sin tolerancia de otra
alguna.
2. La absoluta independencia de este reino.
3. Gobierno monárquico templado por una Constitución al
país.
4. Fernando VII, y en sus casos los de su dinastía o de otra rei-
nante serán los emperadores, para hallarnos con un monarca
ya hecho y precaver los atentados funestos de la ambición.
5. Habrá una junta, ínterin se reúnen Cortes que hagan efectivo
este plan.
6. Ésta se nombrará gubernativa y se compondrá de los vocales
ya propuestos al señor Virrey.
7. Gobernará en virtud del juramento que tiene prestado al Rey,
ínterin ésta se presenta en México y lo presta, y entonces se
suspenderán todas las ulteriores órdenes.
8. Si Fernando VII no se resolviere a venir a México, la junta o la
regencia mandará a nombre de la nación, mientras se resuel-
ve la testa que deba coronarse.

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9. Será sostenido este gobierno por el ejército de las Tres
Garantías.
10. Las Cortes resolverán si ha de continuar esta junta o susti-
tuirse por una regencia mientras llega el emperador.
11. Trabajarán, luego que se reúnan, la Constitución del imperio
mexicano.
12. Todos los habitantes de él, sin otra distinción que su méri-
to y virtudes, son ciudadanos idóneos para optar cualquier
empleo.
13. Sus personas y propiedades serán respetadas y protegidas.
14. El clero secular y regular conservado en todos sus fueros y
propiedades.
15. Todos los ramos del Estado y empleados públicos subsistirán
como en el día, y sólo serán removidos los que se opongan
a este plan, y sustituidos por los que más se distingan en su
adhesión, virtud y mérito.
16. Se formará un ejército protector que se denominará de las
Tres Garantías, y que se sacrificará, del primero al último de

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sus individuos, antes que sufrir la más ligera infracción de
ellas.
17. Este ejército observará a la letra la Ordenanza, y de sus jefes y
oficialidad continúan en el pie en que están, con la expectati-
va no obstante a los empleos vacantes y a los que se estimen
de necesidad o conveniencia.
18. Las tropas de que se componga se considerarán como de línea,
y lo mismo las que abracen luego este plan; las que lo difieran
y los paisanos que quieran alistarse se mirarán como milicia
nacional y el arreglo y forma de todas lo dictarán las Cortes.
19. Los empleos se darán en virtud de informes de los respecti-
vos jefes, y a nombre de la nación provisionalmente.
20. Ínterin se reúnen las Cortes, se procederá en los delitos con
total arreglo a la Constitución española.
21. En el de conspiración contra la independencia, se procederá
a prisión, sin pasar a otra cosa hasta que las Cortes dicten la
pena correspondiente al mayor de los delitos, después del de
Lesa Majestad divina.

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22. Se vigilará sobre los que intenten sembrar la división y se
repu­tarán como conspiradores contra la independencia.
23. Como las Cortes que se han de formar son constituyentes
deben ser elegidos los diputados bajo este concepto. La junta
determinará las reglas y el tiempo necesario para el efecto.
24. Viva America Seteptrional, viva la santa virgen de Guadalupe.

Americanos: He aquí lo que ha jurado el ejército de las Tres


Garantías, cuya voz lleva el que tiene el honor de dirigírosla. He
aquí el objeto para cuya cooperación os incita. No os pide otra
cosa que la que vosotros mismos debéis pedir y apetecer: unión,
fraternidad, orden, quietud interior, vigilancia y horror a cualquier
movimiento turbulento. Estos guerreros no quieren otra cosa que
la felicidad común. Uníos con su valor, para llevar adelante una
empresa que por todos aspectos (si no es por la pequeña parte
que en ella he tenido) debo llamar heroica. No teniendo enemi-
gos que batir, confiemos en el Dios de los ejércitos, que lo es tam-
bién de la Paz, que cuantos componemos este cuerpo de fuerzas

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combinadas de europeos y americanos, de disidentes y realistas,
seremos unos meros protectores, unos simples espectadores de la
obra grande que hoy he trazado, y que retocarán y perfeccionarán
los padres de la patria. Asombrad a las naciones de la culta Euro-
pa; vean que la América Septentrional se emancipó sin derramar
una sola gota de sangre. En el transporte de vuestro júbilo decid:
¡Viva la religión santa que profesaos! ¡Viva la América Septen-
trional, independiente de todas las naciones del globo! ¡Viva la
unión que hizo nuestra felicidad!

[Iguala, 24 de febrero de 1821]

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Manifiesto al volver a la
capital de la República

de Benito Pablo Juárez García


Mexicanos:
El Gobierno nacional vuelve hoy a establecer su residencia en la
ciudad de México, de la que salió hace cuatro años. Llevó enton-
ces la resolución de no abandonar jamás el cumplimiento de sus
deberes tanto más sagrados, cuanto mayor era el conflicto de la
nación. Fue con la segura confianza de que el pueblo mexicano
lucharía sin cesar contra la inicua invasión extranjera, en defen-
sa de sus derechos y de su libertad. Salió el Gobierno para seguir
sosteniendo la bandera de la Patria por todo el tiempo que fuera
necesario, hasta obtener el triunfo de la causa santa de la inde-
pendencia y de las instituciones de la República.
Lo han alcanzado los buenos hijos de México, combatiendo
solos, sin auxilio de nadie, sin recursos, sin los elementos necesa-
rios para la guerra. Han derramado sus sangre con sublime pa-
triotismo, arrostrando todos los sacrificios antes que consentir en
la pérdida de la República y de la libertad.
En nombre de la Patria agradecida, tributo el más alto reco-
nocimiento a los buenos mexicanos que la han defendido y a sus

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dignos caudillos. El triunfo de la Patria, que ha sido el objeto de
sus nobles aspiraciones, será siempre su mayor título de gloria y
el mejor premio de sus heroicos esfuerzos.
Lleno de confianza en ellos procuró el Gobierno cumplir
sus deberes, sin concebir jamás un solo pensamiento de que le
fuera lícito menoscabar ninguno de los derechos de la Nación.
Ha cumplido el Gobierno el primero de sus deberes, no contra-
yendo ningún compromiso en el exterior ni en el interior que pu-
diera perjudicar en nada la independencia y la soberanía de la
República, la integridad de su territorio o el respeto debido a la
Constitución y a las leyes. Sus enemigos pretendieron establecer
otro Gobierno y otras leyes, sin haber podido consumar su inten-
to criminal. Después de cuatro años, vuelve el Gobierno a la ciu-
dad de México, con la bandera de la Constitución y con las mis-
mas leyes, sin haber dejado de existir un solo instante dentro del
territorio nacional.
No ha querido, ni ha debido antes el Gobierno y menos
debería en la hora del triunfo completo de la República, dejar-

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se inspirar por ningún sentimiento de pasión contra los que lo
han combatido. Su deber ha sido, y es, pesar las exigencias de la
justicia con todas las consideraciones de la benignidad. La tem-
planza de sus conducta en todos los lugares donde ha residido,
ha demostrado su deseo de moderar, en lo posible, el rigor de la
justicia, conciliando la indulgencia con el estrecho deber de que
se apliquen las leyes, en lo que sea indispensable para afianzar la
paz y el porvenir de la Nación.
Mexicanos: Encaminemos ahora todos nuestros esfuerzos a
obtener y a consolidar los beneficios de la paz. Bajo sus auspicios,
será eficaz la protección de las leyes y de las autoridades para los
derechos de todos los habitantes de la República.
Que el pueblo y el Gobierno respeten los derechos de to-
dos. Entre los individuos, como entre las naciones, el respeto al
derecho ajeno es la paz.
Confiemos en que todos los mexicanos, aleccionados por la
prolongada y dolorosa experiencia de las calamidades de la gue-
rra, cooperaremos en lo adelante al bienestar y a la prosperidad

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de la Nación, que sólo pueden conseguirse con un inviolable res-
peto a las leyes con la obediencia a las autoridades elegidas por
el pueblo.
En nuestras libres instituciones, el pueblo mexicano es árbi-
tro de su suerte. Con el único fin de sostener la causa del pueblo
durante la guerra, mientras no podía elegir a sus mandatarios, he
debido, conforme al espíritu de la Constitución, conservar el po-
der que me había conferido. Terminada ya la lucha, mi deber es
convocar desde luego el pueblo, para que, sin ninguna presión de
la fuerza y sin ninguna influencia ilegitima, elija con absoluta li-
bertad a quien quiera confiar sus destinos.
Mexicanos: Hemos alcanzado el mayor bien que podíamos
desear viendo consumada por segunda vez la independencia de
nuestra Patria. Cooperemos todos para poder legarla a nuestros
hijos en camino de prosperidad, amando y sosteniendo siempre
nuestra independencia y nuestra libertad.

[15 de julio de 1867]

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Oración cívica

de Gabino Barreda
Dans les douloureuses collisions nous prépare nécessairement
l’anarchie actuelle, les philosophes qui les auront prévues, seront déjà
préparés à y faire convenablement ressortir les grandes leçons sociales
qu’elles doivent offrir à tous.
Auguste Comte, Cours de Philosophie Positive. (VI, 622)
Conciudadanos: En presencia de la crisis revolucionaria que sa-
cude al país entero desde la memorable proclamación del 16 de
septiembre de 1810; a la vista de la inmensa conflagración pro-
ducida por una chispa, al parecer insignificante, lanzada por un
anciano sexagenario en el oscuro pueblo de Dolores; al conside-
rar que después de haberse conseguido el que parecía fin único
de ese fuego de renovación que cundió por todas partes, quiero
decir, la separación de México de la metrópoli española, el incen-
dio ha consumido todavía dos generaciones enteras y aún hu-
mea después de cincuenta y siete años, un deber sagrado y apre-
miante surge para todo aquel que no vea en la historia un con-
junto de hechos incoherentes y estrambóticos, propios sólo para
preocupar a los novelistas y a los curiosos; una necesidad se hace
sentir por todas partes, para todos aquellos que no quieren, que
no pueden dejar la historia entregada al capricho de influencias
providenciales, ni al azar de fortuitos accidentes, sino que traba-
jan por ver en ella una ciencia, más difícil sin duda, pero sujeta,
como las demás, a leyes que la dominan y que hacen posible la

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previsión de los hechos por venir, y la explicación de los que ya
han pasado. Este deber y esta necesidad, es la de hallar el hilo
que pueda servirnos de guía y permitirnos recorrer, sin peligro de
extraviarnos, este intricado dédalo de luchas y de resistencias, de
avances y de retrogradaciones, que se han sucedido sin tregua en
este terrible pero fecundo periodo de nuestra vida nacional: es la
de presentar esta serie de hechos, al parecer extraños y excepcio-
nales, como un conjunto compacto y homogéneo, como el desa-
rrollo necesario y fatal de un programa latente, si puedo expre-
sarme así, que nadie había formulado con precisión pero que el
buen sentido popular había sabido adivinar con su perspicacia y
natural empirismo; es la de hacer ver que durante todo el tiempo
en que parecía que navegábamos sin brújula y sin norte, el par-
tido progresista, al través de mil escollos y de inmensas y obs-
tinadas resistencias, ha caminado siempre en buen rumbo, has-
ta lograr después de la más dolorosa y la más fecunda de nues-
tras luchas, el grandioso resultado que hoy palpamos, admirados
y sorprendidos casi de nuestra propia obra: es, en fin, la de sacar,

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conforme al consejo de Comte, las grandes lecciones sociales que
deben ofrecer a todos esas dolorosas colisiones que la anarquía,
que reina actualmente en los espíritus y en las ideas, provoca por
todas partes, y que no puede cesar hasta que una doctrina verda-
deramente universal reúna todas las inteligencias en una síntesis
común.
El orador a quien se ha impuesto el honroso deber de di-
rigiros la palabra en esta solemne ocasión, siente, como el que
más, el vehemente deseo de examinar, con ese espíritu y bajo ese
aspecto, el terrible periodo que acabamos de recorrer, y que polí-
ticos mezquinos o de mala fe pretenden arrojarnos al rostro como
un cieno infamante para mancillar así nuestro espíritu y nuestro
corazón, nuestra inteligencia y nuestra moralidad, presentándolo
maliciosamente como una triste excepción en la evolución pro-
gresiva de la humanidad; pero que, examinado a la luz de la ra-
zón y de la filosofía, vendrá a presentarse como un inmenso dra-
ma, cuyo desenlace será la sublime apoteosis de los gigantes de
1810, y de la continuada falange de héroes que se han sucedido,

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desde Hidalgo y Morelos, hasta Guerrero e Iturbide; desde Zara-
goza y Ocampo, hasta Salazar y Arteaga, y desde éstos hasta los
vencedores de la hiena de Tacubaya y del aventurero de Miramar.
En la rápida mirada retrospectiva que el deseo de cumplir
con ese sagrado deber nos obliga a echar sobre los acontecimien-
tos del pasado, habrá que tocar no sólo aquellos que directamen-
te atañen a los sucesos políticos, sino también, aunque muy so-
meramente, otros hechos que a primera vista pudieran parecer
extraños a este sitio y a esta festividad. Pero en el dominio de la
inteligencia y en el campo de la verdadera filosofía, nada es hete-
rogéneo y todo es solidario. Y tan imposible es hoy que la políti-
ca marche sin apoyarse en la ciencia como que la ciencia deje de
comprender en su dominio a la política.
Después de tres siglos de pacífica dominación, y de un siste-
ma perfectamente combinado para prolongar sin término una si-
tuación que por todas partes se procuraba mantener estacionaria,
haciendo que la educación, las creencias religiosas, la política y la
administración convergiesen hacia un mismo fin bien determina-

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do y bien claro, la prolongación indefinida de una dominación y
de una explotación continua; cuando todo se tenía dispuesto de
manera que no pudiese penetrar de afuera, ni aun germinar es-
pontáneamente dentro de ninguna idea nueva, si antes no había
pasado por el tamiz formado por la estrecha malla del clero secu-
lar y regular, tendida diestramente por toda la superficie del país
y enteramente consagrado al servicio de la metrópoli, de donde
en su mayor parte había salido y a la que lo ligaba íntimamen-
te el cebo de cuantiosos intereses y de inmunidades y privilegios
de suma importancia, que lo elevaban muy alto sobre el resto de
la población, principalmente criolla; cuando ese clero armado a la
vez con los rayos del cielo y las penas de la Tierra, jefe supremo
de la educación universal, parecía tener cogidas todas las avenidas
para no dejar penetrar al enemigo, y en su mano todos los medios
de exterminarlo si acaso llegaba a asomar; después de tres siglos,
repito, de una situación semejante, imposible parece que súbita-
mente, y a la voz de un párroco oscuro y sin fortuna, ese pueblo,
antes sumiso y aletargado, se hubiese levantado como movido por

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un resorte, y sin organización y sin armas, sin vestidos y sin recur-
sos, se hubiese puesto frente a frente de un ejército valiente y dis-
ciplinado, arrancándole la victoria sin más táctica que la de pre-
sentar su pecho desnudo al plomo y al acero de sus terribles ad-
versarios, que antes lo dominaban con la mirada.
Si tan importante acontecimiento no hubiese sido prepara-
do de antemano por un concurso de influencias lentas y sordas,
pero reales y poderosas, él sería inexplicable de todo punto, y no
sería ya un hecho histórico sino un romance fabuloso; no hubie-
ra sido una heroicidad sino un milagro el haberlo llevado a cabo,
y como tal estaría fuera de nuestro punto de vista, que confor-
me a los preceptos de la verdadera ciencia filosófica, cuya mira
es siempre la previsión, tiene que hacer a un lado toda influen-
cia sobrenatural, porque no estando sujeta a leyes invariables no
puede ser objeto ni fundamento de explicación ni previsión ra-
cional alguna.
¿Cuáles fueron, pues, esas influencias insensibles cuya ac-
ción acumulada por el transcurso del tiempo pudo en un mo-

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mento oportuno luchar primero, y más tarde salir vencedora de
resistencias que parecían incontrastables? Todas ellas pueden re-
ducirse a una sola —pero formidable y decisiva— la emancipa-
ción mental, caracterizada por la gradual decadencia de las doc-
trinas antiguas, y su progresiva sustitución por las modernas; de-
cadencia y sustitución que, marchando sin cesar y de continuo,
acaban por producir una completa transformación antes que ha-
yan podido siquiera notarse sus avances.
Emancipación científica, emancipación religiosa, emancipa-
ción política: he aquí el triple venero de ese poderoso torrente que
ha ido creciendo de día en día, y aumentando su fuerza a medida
que iba tropezando con las resistencias que se le oponían; resis-
tencias que alguna vez lograron atajarlo por cierto tiempo, pero
que siempre acabaron por ser arrolladas por todas partes, sin lo-
grar otra cosa que prolongar el malestar y aumentar los estragos
inherentes a una destrucción tan indispensable como inevitable.
En efecto, ¿cómo impedir que la luz que emanaba de las
ciencias inferiores penetrase a su vez en las ciencias superiores?

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¿Cómo lograr que los mismos para quienes los más sorprenden-
tes fenómenos astronómicos quedaban explicados como una ley
de la naturaleza, es decir con la enunciación de un hecho gene-
ral, que él mismo no es otra cosa que una propiedad inseparable
de la materia, pudiese no tratar de introducir este mismo espí-
ritu de explicaciones positivas en las demás ciencias, y por con-
siguiente en la política? ¿Cómo los encargados de la educación
pueden, todavía hoy, llegar a creer que los que han visto enca-
denar el rayo, que fue por tantos siglos el arma predilecta de los
dioses, haciéndolo bajar humilde e impotente al encuentro de
una punta metálica elevada en la atmósfera, no hayan de buscar
con avidez otros triunfos semejantes en los demás ramos del sa-
ber humano? ¿Cómo pudieron no ver que a medida que las ex-
plicaciones sobrenaturales iban siendo sustituidas por leyes natu-
rales, y la intervención humana creciendo en proporción en todas
las ciencias, la ciencia de la política iría también emancipándose,
cada vez más y más, de la teología? Si el clero hubiera podido ver
en aquel tiempo, con la claridad que hoy percibimos nosotros, la

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funesta brecha que esas investigaciones científicas al parecer tan
indiferentes e inofensivas iban abriendo en el complicado edificio
que a tanta costa había logrado levantar, y que con tanto empeño
procuraba conservar; si él hubiera llegado a comprender la íntima
y necesaria relación que liga entre sí todos los progresos de la in-
teligencia humana, y que haciéndolos todos solidarios no permite
que por una parte se avance y por otra se retroceda, o siquiera se
permanezca estacionario, sino que comunicando el impulso a to-
das partes, hace que todas marchen a la vez, aunque con desigual
velocidad según el grado de complicación de los conocimientos
correspondientes; si él hubiera reflexionado que, estando comu-
nicados entre sí todos los diversos departamentos del grandio-
so palacio del alma, la luz que se introdujese en cualquiera de
ellos debía necesariamente irradiar a los demás y hacer poco a
poco percibir, cada vez menos confusamente, verdades inespera-
das que una impenetrable oscuridad podía sólo mantener ocul-
tas, pero que una vez vislumbradas por algunos, irían cautivando
las miradas de la multitud, a medida que nuevas luces, suscita-

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das por las primeras, fueran apareciendo por diversos puntos, se
habría apresurado sin duda a matar esas luces dondequiera que
pudieran presentarse y por inconexas que pudiesen parecer con
la doctrina que se deseaba salvar. Pero este plan que, concebido
sistemáticamente por las antiguas teocracias hubiera hecho justi-
ficable la ilusión de un resultado, si no permanente al menos in-
mensamente prolongado, no era ni racional ni disculpable en los
tiempos ni en las circunstancias en que España se apoderó del
Continente de Colón. En esa época, los principales gérmenes de
la renovación moderna estaban en plena efervescencia en el an-
tiguo mundo y era preciso que los conquistadores, impregnados
ya de ellas, los inoculasen, aun a su pesar, en la nueva población
que de la mezcla de ambas razas iba a resultar. Por otra parte, era
imposible que, en continua relación con la metrópoli, México y
toda la América española no percibiese, aunque confusamente, el
fuego de emancipación que ardía por todas partes, y de que en lo
político España misma había dado el noble ejemplo lanzando de
su seno a los moros que, siete siglos antes y en mejores circuns-

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tancias, habían intentado hacer en la península lo que ella, a su
vez, se propuso en América.
La triple evolución científica, política y religiosa que debía
dar por resultado la terrible crisis por que atravesamos, puede
decirse, no ya que era inminente, sino que estaba efectuada en
aquella época y el clero católico que, nacido él mismo de la discu-
sión, se había propuesto después sofocarla, había visto a sus ex-
pensas lo irrealizable de sus pretensiones, pues por una dichosa
fatalidad, el irresistible atractivo de lo cierto y de lo útil, de lo bue-
no y de lo bello, sedujo a su pesar a los mismos a quienes su pro-
pio interés aconsejaba desecharlo y, semejantes al Cervero de la
fábula, se dejaron adormecer por el encanto de las nuevas ideas
y dejaron penetrar en el recinto vedado al enemigo que debieran
ahuyentar.
Ahora bien, una vez dado el primer paso, lo demás debía
efectuarse por sí solo y todas las resistencias que se quisieran
acumular, podrían alguna vez retardar y enmascarar el resulta-
do final; pero éste fue fatal e inevitable. La ciencia, progresando y

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creciendo como un débil niño, debía primero ensayar y acrecen-
tar sus fuerzas en los caminos llanos y sin obstáculos, hasta que
poco a poco y a medida que ellas iban aumentando, fuese suce-
sivamente entrando en combate con las preocupaciones y con la
superstición, de las que al fin debía salir triunfante y victoriosa
después de una lucha terrible, pero decisiva.
Por su parte, la superstición, que tal vez sentía su debilidad,
evitaba encontrarse con su adversario, y cediendo palmo a palmo
el terreno que no podía defender aparentaba no comprender, o
de hecho no comprendía que esa retirada continua era también
una continua derrota. Sólo de tiempo en tiempo y cuando la co-
lisión era evidente, se paraba a combatir con la furia del despe-
cho y la tenacidad de la desesperación. Yo no referiré todas esas
luchas que son ajenas de este lugar y de esta ocasión; yo no me
pararé siquiera a mencionar aquí las principales fases de ese gran
conflicto, que son también las fases de la historia de la humani-
dad, porque esto me llevaría muy lejos. Yo no diré tampoco cómo
la ciencia ha logrado, en fin, abrazar a la política y sujetarla a le-

42
yes, ni cómo la moral y la religión han llegado a ser de su domi-
nio. El campo es vasto y la materia fecunda y tentadora; mas la
ocasión no es favorable y apenas se presta a mencionar el hecho.
Pero no puedo menos de recordar, en pocas palabras, la fa-
mosa condenación de Galileo hecha por la Iglesia católica que,
fundada en un pasaje revelado, declaró herética e inadmisible la
doctrina del movimiento de la tierra. Aquí el texto era claro y ter-
minante, el libro de donde se sacaba no podía ser más reveren-
ciado; por otra parte, la doctrina que se les oponía no estaba real-
mente apoyada en ninguna prueba irrecusable, sino que era has-
ta entonces una simple hipótesis científica, con la cual la expli-
cación de los fenómenos celestes adquiría una notable sencillez;
Galileo no había hecho otra cosa que prohijarla y allanar algunas
dificultades de mecánica, que se habían opuesto hasta entonces a
su generalización; pero lo repito, ninguna prueba positiva podía
darse hasta entonces de la realidad del doble movimiento que se
atribuía a la tierra; la primera prueba matemática de este impor-
tante hecho no debía venir sino un siglo después, con el fenóme-

43
no de la aberración descubierta por Bradley. Y sin embargo, era
ya tal el espíritu antiteológico que reinaba en tiempo de Galileo,
que bastó que la hipótesis condenada explicase satisfactoriamen-
te los hechos a que se refería y que no chocase, como en los prin-
cipios se había creído, con las leyes de la física o de la mecánica,
para que ella hubiese sido bien pronto universalmente admitida,
a despecho del Concilio, del Texto y de la Inquisición. Más aún: el
Texto mismo tuvo por fin que plegarse a sufrir una torsión, has-
ta ponerse él de acuerdo con la ciencia, o por lo menos, hacer ce-
sar la evidente contradicción de que primero se había hecho jus-
to mérito.
Es inútil insistir aquí sobre la importancia de este espléndi-
do triunfo del espíritu de demostración sobre el espíritu de au-
toridad; baste saber que desde entonces los papeles se trocaron,
y el que antes imperaba sin contradicción y decidía sin réplica,
marcha hoy detrás de su rival, recogiendo con una avidez que in-
dica su pobreza, la menor coincidencia que aparece entre ambas
doctrinas, sin esperar siquiera a que estén demostradas, para ser-

44
virse de ella como un pedestal sobre el cual se complace en apo-
yar su bamboleante edificio. Pero lo que sí hace a mi propósito y
debo, por lo mismo, hacer notar en este punto, es que tal era el
estado de la emancipación científica en Europa cuando la corpo-
ración que se encargó aquí de la Instrucción pública por orden
del gobierno de España, acometió la titánica empresa de parar
el curso de este torrente que sus predecesores no habían podido
contener, porque de este loco empeño debía resultar más tarde el
cataclismo que, con más cordura, hubiera podido evitarse.
No sólo en sus relaciones con la ciencia, propiamente dicha,
fue como los conquistadores trajeron una doctrina en decadencia
incapaz de fundar, de otro modo que no fuera por la fuerza y la
opresión, un gobierno estable y respetado; también entre los que
habían pertenecido al propio campo había estallado la división.
EL famoso cisma que bien pronto dividió la Europa en dos par-
tes irreconciliables, y que haciendo cesar la unidad y la venera-
ción hacia los superiores espirituales, echó por tierra la obra que,
fundada por San Pablo, se había elaborado lentamente en la edad

45
media; este cisma, cuya bandera fue la del derecho del libre exa-
men, nació precisamente en el tiempo en que los conquistado-
res marchaban a apoderarse de su presa. Y si bien la España ha-
bía, en apariencia, quedado libre del contagio, lo cierto es que el
verdadero veneno se había inoculado de tiempo atrás en todos
los cerebros y de hecho, todos los llamados católicos, eran ya, y
cada día se hicieron más y más protestantes, porque todos, a su
vez, apelaban a su razón particular, como árbitro supremo en las
cuestiones más trascendentales y se erigían en jueces competen-
tes, en las mismas materias que antes no se hubieran atrevido a
tocar. Ahora bien, nada es más contrario al verdadero espíritu ca-
tólico, que esa supremacía de la razón sobre la autoridad, y nada
por lo mismo puede indicar mejor su decadencia, que esa lucha
en que se le obligaba a entrar, en la cual tenía que sostener con
la razón o con la fuerza, lo que sólo hubiera debido apoyar con la
fe. Los famosos tratados de los regalistas en que España abunda,
no eran de hecho otra cosa que una enérgica y continua protesta
contra la autoridad del Papa. Y el modo brutal con que Carlos V, a

46
pesar de su fanatismo, trató en su propio solio al Pontífice Roma-
no, que había querido oponerse a su voluntad, prueba lo que en
aquella época había decaído una autoridad que antes disponía a
su arbitrio de las coronas.
Así, del lado de la religión, que parecía ser una de las pie-
dras angulares del edificio de la Conquista, el principal elemento
disolvente vino con sus fundadores, y él no podía menos de cre-
cer aquí, como fue creciendo en todas partes y dar, por fin, en tie-
rra, con una construcción cuyos fundamentos estaban ya corroí-
dos y minados de antemano.
Del lado de la política, la cosa no marchaba de otro modo.
Ya he dicho que la España misma había dado el ejemplo de
la emancipación, lanzando a los moros, que durante siete siglos
habían dominado y ella no debía esperar mejor suerte en la em-
presa análoga que acometía. Sin embargo, el espíritu de domina-
ción que se apoderó de ella después de los brillantes sucesos de
América, hizo que su poder se extendiese también en gran parte
de la Europa y de esta dominación y de la necesidad de libertad,

47
que una intolerable opresión, a su vez religiosa, política y militar,
debía producir en los puntos de Europa sujetos a la corona de Es-
paña, debía nacer el formidable enemigo que, después de hacerle
perder los Países Bajos, le arrancaría más tarde sus joyas del Nue-
vo Mundo y que acabará por derribar todos los tronos que hoy no
existen ya sino de nombre.
El dogma político de la soberanía popular, no se formuló, en
efecto, de una manera explícita y precisa, sino durante la guerra
de independencia que la Holanda sostuvo, con tanto heroísmo
como cordura, contra la tiranía española.
Este dogma importante que después ha venido a ser el pri-
mer artículo del credo político de todos los países civilizados, se
invocó en favor de un pueblo virtuoso y oprimido y, cosa digna
de notarse, fue apoyado por la Inglaterra y la Francia y por todas
las monarquías, tal vez en odio a la España, o por esa fatalidad
que pesa sobre las instituciones que han caducado, fatalidad que
las conduce a afilar ellas mismas el puñal que debe herirlas de
muerte, consumando así una especie de suicidio lento, pero in-

48
evitable, contra el cual, después y cuando ya no es tiempo, quie-
ren en vano protestar.
El buen uso que la Holanda supo hacer de este principio, al
cual puede decirse que fue en gran parte deudora de su indepen-
dencia y de su libertad, a la vez política y religiosa, y la aquiescen-
cia tácita o expresa de todos los gobiernos, hizo pasar muy pronto
al dominio universal este dogma radicalmente incompatible con
el principio del derecho divino en que hasta entonces se habían
fundado los gobiernos.
Así es que, cuando durante la revolución inglesa surgió la
otra base de las repúblicas modernas —la igualdad de los dere-
chos— no pudo encontrar seria contradicción, a pesar de haber
abortado en esta vez su aplicación práctica, sin duda por haber
sido prematura; pero este nuevo dogma era una consecuencia
tan natural y un complemento tan indispensable del anterior, que
no obstante su insuceso, los colonos que de Inglaterra partieron
para América, lo llevaron grabado, así como su precursor en el
fondo de sus corazones y ambos dogmas sirvieron de simiente y

49
de preparación para el desarrollo de ese coloso que hoy se llama
Estados Unidos, y que en la terrible crisis por que acaba de pa-
sar, crisis suscitada por la necesidad de deshacerse de elementos
heterogéneos y deletéreos ha demostrado un vigor asombroso y
una virilidad, que los que maquinaban contra ella han visto con
espanto y que sus más ardientes admiradores estaban lejos de
imaginar.
Pero si la soberanía popular es contraria al derecho divino
de la autoridad regia y al derecho de conquista, la igualdad social
es, además, incompatible con los privilegios del clero y del ejérci-
to. De suerte que con esos dos axiomas, se encontraba, en lo po-
lítico, minado desde sus principios el edificio social que España
venía a construir.
Ya lo veis, señores, todos los veneros de ese poderoso rau-
dal de la insurrección estaban abiertos; todos los elementos de
esa combustión general estaban hacinados; la compresión conti-
nua y cada día mayor que se ejercía sobre éstos, y el aislamiento
en que se quiso siempre tener a México para impedir la corriente

50
de aquéllos, no podían producir y no produjeron otro resultado
que el de hacer más terrible la explosión de los unos, en el instan-
te en que la combustión comenzase por un punto cualquiera y el
de aumentar los estragos del otro, luego que los diques con que
quería contenerse su curso llegasen a ceder.
Una conducta más prudente, que hubiese permitido un en-
sanche gradual y una gradual disminución de los vínculos de de-
pendencia entre México y la metrópoli, de tal modo que se hu-
biese dejado entrever una época en que esos lazos llegasen a
romperse, como la naturaleza misma parecía exigirlo, interpo-
niendo el inmenso Océano entre ambos continentes, habría sin
duda evitado la necesidad de los medios violentos que la polí-
tica contraria hizo necesarios. Sería, sin embargo, injusto echar
en cara a España una conducta que cualquiera otra nación en su
caso habría seguido, y que la falta de una doctrina social positi-
va y completa hacía tal vez necesaria en aquella época. Pero sea
de ello lo que fuere, el hecho es que en la época de la insurección,
los elementos de esa combustión estaban ya reunidos y estaban

51
además, en plena efervescencia determinada por la noticia de la
independencia de los Estados Unidos y de la explosión francesa:
sólo se necesitaba ya una chispa para ocasionar el incendio.
Esta chispa fue lanzada por fin la memorable noche del 15
al 16 de septiembre de l810, por un hombre de genio y de cora-
zón: de genio para escoger el momento en que debía dar princi-
pio a la grandiosa obra que meditaba; de corazón, para decidirse
a sacrificar su vida y su reputación, en favor de una causa que su
inspiración le hacía ver triunfante y gloriosa en un lejano por-
venir. El conocimiento pleno que tenía de la fuerza física de los
opresores, no le podía dejar ver otra cosa en el presente que la
derrota en el campo de batalla y la difamación en el de la opi-
nión. El no podía racionalmente contar con el glorioso episodio
del Monte de las Cruces; y la sangrienta escena de Chihuahua
era de pronto su único porvenir. A él se lanzó resuelto y decidido,
porque en la cima de esa escala de mártires, de la cual él iba a for-
mar la primera grada, veía la redención de su querida patria, veía
su libertad y su engrandecimiento; porque en la cima de esa es-

52
cala de sufrimientos y de combates, de cadalsos y de persecucio-
nes, veía aparecer radiante y venturosa una era de paz y de liber-
tad, de orden y de progreso, en medio de la cual los mexicanos,
rehabilitados a sus propios ojos y a los del mundo entero, bende-
cirían su nombre y el de los demás héroes que supieran imitarlo,
ora sucumbiesen como él en la demanda, ora tuviesen la inefable
dicha de ver coronado con el triunfo el conjunto de sus fatigas.
Once años de continua lucha y de sufrimientos sin cuento,
durante los cuales las cabezas de los insurgentes rodaban por to-
das partes, y en que para siempre se inmortalizaran los nombres
de Morelos, de Allende, de Aldama, de Mina, de Abasolo y tan-
tos otros, dieron por resultado que en 1821, el virtuoso e infati-
gable Guerrero y el valiente y después mal aconsejado Iturbide,
rompieran por fin la cadena que durante tres siglos había hecho
de México la esclava de la España. El pabellón tricolor flameó por
primera vez en el palacio de los Virreyes y la nación entera aplau-
dió esta transformación, que parecía augurar una paz definiti-
va. Pero por otra parte, los errores cometidos por los hombres en

53
quienes recayó la dirección de los negocios públicos y, por otra,
los elementos poderosos de anarquía y de división que como res-
to del antiguo régimen quedaban en el seno mismo de la nueva
nación, se opusieron y debían fatalmente oponerse a que tan de-
seado bien llegase todavía. ¡No se regenera un país, ni se cam-
bian radicalmente sus instituciones y sus hábitos en el corto es-
pacio de dos lustros! ¡No se acierta del primer golpe con las ver-
daderas necesidades de una nación que, en medio de la insurrec-
ción no había podido aprender sino a pelear, y que antes de ella
sólo sabía resignarse! ¡No se apagan ni enfrían, luego que tocan
la tierra, las ardientes lavas del volcán que acaba de estallar!
En el regocijo del triunfo, se creyó fácil la erección de un im-
perio, se creyó que las instituciones que parecían tener más ana-
logía con las que acababan de ser derrocadas, serían las que po-
dían convenirnos mejor. El caudillo que, halagado por el brillo del
trono se dejó seducir desconociendo en esto la verdadera situa-
ción que la ruptura de todos los lazos anteriores había creado, co-
metió un inmenso error que pagó con la vida, y hundió a la na-

54
ción en la guerra civil. Esta pudo tal vez evitarse; pero una vez
iniciada, no debía esperarse que concluyese por una transacción;
los elementos que se agitaban y se combatían eran demasiado
contradictorios para que una combinación fuese posible; era ne-
cesario que uno de los dos cediese radicalmente de sus preten-
siones; era preciso que uno de los dos, reconociendo su impoten-
cia, se resignase a ceder el campo a su contrario, y a seguir, aun-
que con trabajo y sólo pasivamente, una corriente que no podía
contrarrestar.
Por una fatalidad, tan lamentable como inevitable, el par-
tido a quien el conjunto de las leyes reales de la civilización lla-
maba a predominar, era entonces el más débil; pero, con la fe ar-
diente del porvenir, con esa fe que inspiran todas las creencias
que constituyen un progreso real en la evolución humana, él se
sentía fuerte para emprender y sostener la lucha y ésta debía con-
tinuar encarnizada y a muerte.
Un partido, animado tal vez de buena fe, pero esencialmen-
te inconsecuente, pretendió extinguir esta lucha y de hecho no lo-

55
gró otra cosa que prolongarla; pues, por falta de una doctrina que
le sea propia, ese partido toma por sistema de conducta la incon-
secuencia, y tan pronto acepta los principios retrógrados como los
progresistas, para oponer constantemente unos a otros y nulificar
entrambos. Proponiéndose, a su modo, conciliar el orden con el
progreso, los hace en realidad aparecer incompatibles, porque ja-
más ha podido comprender el orden, sino con el tipo retrógrado,
ni concebir el progreso, sino emanado de la anarquía, teniendo
que pasar mientras gobierna, alternativamente y sin intermedio,
de unos partidos a otros. Ese partido, repito, haciendo respectiva-
mente a cada uno de los contendientes concesiones contradicto-
rias e inconciliables, halagaba las ilusiones de cada uno sin satis-
facer sus deseos y prolongaba así el término de la contienda que
quería evitar.
Por una parte el clero y el ejército, como restos del pasa-
do régimen, y por otra, las inteligencias emancipadas e impa-
cientes por acelerar el porvenir, entraron en una lucha terrible
que ha durado 47 años; lucha sembrada de sangrientas y lúgu-

56
bres escenas que sería largo y doloroso referir; lucha durante la
cual el partido progresista, unas veces triunfante y otras también
vencido, iba cada vez creando mayor fuerza, aun después de los
reveses, pero en la que su contrario, a medida que sentía desva-
necerse la suya, apelaba a medios más reprobados, desde la felo-
nía de Picaluga hasta la Sainte Barthelemy de Tacubaya, y desde
allí hasta la traición en masa consumada en 1863, y premeditada
muchos años antes.
Conciudadanos: la palabra traición ha salido involuntaria-
mente de mis labios. Yo habría querido en este día de patrióticas
reminiscencias y de cordial ovación, no traer a vuestra memoria
otros recuerdos que los muy gratos de los héroes que se sacrifica-
ron por darnos patria y libertad; yo habría querido no evocar en
vuestro corazón otros sentimientos que los de la gratitud, ni otras
pasiones que las del patriotismo y de la abnegación de que supie-
ron darnos ejemplo los grandes hombres que hoy venimos a ce-
lebrar; y he visto en estos momentos pintada en vuestros rostros
la indignación y he visto salir de vuestros ojos el rayo, que, que-

57
mando la frente de esos mexicanos degradados, dejará sobre ella
impreso el sello de la infamia y de la execración…
Pero al salir de la espantosa crisis suscitada por su crimi-
nal error; al tocar afanosos y casi sin aliento la playa de ese pié-
lago embravecido que ha estado a punto de sepultarnos bajo
sus olas, no hemos podido menos que volver el rostro atrás
para mirar, como Dante, el peligro de que nos hemos librado y
tomar lecciones en ese triste pasado, que no puede menos que
horrorizarnos…
Las clases privilegiadas que en 1857 se habían visto priva-
das de sus fueros y preeminencias, que en 1861 vieron por fin san-
cionada con espléndido triunfo esta conquista del siglo y ratifica-
da irrevocablemente la medida de alta política, que arrancaba de
manos de la más poderosa de dichas clases el arma que le había
siempre servido para sembrar la desunión y prolongar la anarquía,
derribando, por medio de la corrupción de la tropa a los gobier-
nos que trataban de sustraerse a su degradante tutela: estas clases
privilegiadas, repito, llegaron por fin a persuadirse de su comple-

58
ta impotencia, pues, por una parte, el antiguo ejército, habiéndo-
se visto vencido y derrotado por soldados noveles y generales im-
provisados, perdió necesariamente el prestigio y con él la influen-
cia que un hábito de muchos años le había sólo conservado; y por
otra, el clero comprendió su desprestigio y decadencia, al ver que
había hecho uso sin éxito alguno, de todas sus armas espiritua-
les —únicas que le quedaban— para defender a todo trance unos
bienes que él aparenta creer que posee por derecho divino, y so-
bre los cuales le niega por lo mismo, todo derecho a la sociedad y
al gobierno, que es su representante. ¡Como si algo pudiese existir
dentro de la sociedad que no emanase de ella misma! ¡Como si la
propiedad y demás bases de aquélla, por lo mismo que están des-
tinadas a su conservación y no a su ruina, no debiesen estar su-
jetas a reglas que les hagan conservar siempre el carácter de pro-
tectoras, y no de enemigas de la sociedad! ¡Como si alguna vez el
medio debiera preferirse al fin para el cual se instituye!
Acabo de decir que las armas espirituales eran las que le
quedaban al clero y debo añadir también que a estas armas, el

59
vencedor no sólo no había tocado, sino que las había aumenta-
do en realidad, con la severa lógica que presidió a la formación de
las leyes llamadas de Reforma. Porque al separar enteramente la
Iglesia del Estado; al emancipar el poder espiritual de la presión
degradante del poder temporal, México dio el paso más avanza-
do que nación alguna ha sabido dar en el camino de la verdadera
civilización y del progreso moral, y ennobleció, cuanto es posible
en la época actual, a ese mismo clero que sólo después de su trai-
ción y cuando Maximiliano quiso envilecerlo, a ejemplo del cle-
ro francés, comprendió la importancia moral de la separación que
las Leyes de Reforma habían establecido. Y protestó, tarde como
siempre, contra la tutela a que se le sujetó. Y suspiró por aquello
mismo que había combatido…
Cuando el clero y el ejército y algunos hombres que los se-
cundaban cegados por el fanatismo o por la sed de mando, se
vieron privados de todas sus ilusiones, como el árbol que al soplo
del otoño deja caer una a una las hojas que lo vestían, se acogie-
ron con más ahínco al único medio que parecía quedarles, para

60
prolongar aún por algún tiempo su dominación o al menos, ver a
sus vencedores sepultados también en las ruinas de la nación.
Hay en Europa, para mengua y baldón de Francia, un sobe-
rano cuyas únicas dotes son la astucia y la falsía, y cuyo carácter
se distingue por la constancia en proseguir los perversos desig-
nios que una vez ha formado.
Este hombre meditaba, de tiempo atrás, el exterminio de las
instituciones republicanas en América, después de haberlas mi-
nado primero y derrocado por fin en Francia, por medio de un
atentado inaudito, el 2 de diciembre de 1851.
A este hombre recurrieron, de este soberano advenedizo se
hicieron cómplices los mexicanos extraviados que, en el vértigo
del despecho, no vieron tal vez el tamaño de su crimen, en ma-
nos de ese verdugo de la República francesa entregaron una na-
cionalidad, una independencia y unas instituciones que habían
costado ríos de sangre y medio siglo de sacrificios y de combates.
Y, el que se había introducido en Francia deslizándose como
una serpiente para ahogar a su víctima; el que, cubierto con una

61
popularidad prestada, había logrado alucinar al pueblo y seducir
al ejército, para arrancarle al uno su libertad y convertir al otro, el
2 de diciembre, en asesino de sus hermanos indefensos, aceptó
gustoso esa misión de retroceso y de vandalismo, y guiado por la
traición y azuzado por fraudulentos agiotistas y por su digno in-
térprete Saligny, se lanzó sobre su presa y con la innoble voraci-
dad del buitre, se propuso hartarse de una víctima que se imagi-
nó muerta.
Desde los primeros pasos, la actitud imponente que tomó
toda la nación, aprestándose a rechazar tan inicua agresión, hizo
ver a España y a Inglaterra el tamaño de la iniquidad que se ha-
bían prestado a secundar, y Francia quedó sola en su tenebrosa
empresa.
Su primer acto como beligerante fue una villanía.
Negándose a cumplir los tratados de la Soledad y hacién-
dose dueña, por medio de la felonía, de unas posiciones fortifica-
das que no se atrevió a atacar, se identificó más con la causa que
venía a defender y dejó ver con toda claridad cuál sería el espíri-

62
tu que debía animarla en esta inmunda guerra, que comenzaba
por conculcar un compromiso sagrado y acabaría por abandonar
y vender cobardemente a sus propios cómplices.
Cuando el cuerpo expedicionario se creyó bastante fuerte,
y cuando habiendo salvado, a precio de su honor, los primeros
obstáculos, se proporcionó los recursos y bagajes que le faltaban,
emprendió su marcha sobre la capital seguro del triunfo, lleno de
pueril vanidad, llevando en los pechos de sus soldados como ga-
rantes infalibles de la victoria, esculpidos en preciosos metales,
los nombres de Roma y Crimea, de Magenta y Solferino. Mien-
tras que en las llanuras de Puebla los esperaba un puñado de pa-
triotas armados de improviso, bisoños en la guerra, pero resueltos
a sacrificarlo todo por su independencia, y trayendo en sus pe-
chos una condecoración que vale más que todas y que los reyes
no pueden otorgar a su antojo: el amor de la patria y de la liber-
tad, grabado en su corazón.
El jefe que mandaba a este puñado de héroes, no era un ge-
neral envejecido en los campos de batalla; no llevaba sobre sus

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sienes el laurel de cien combates; era sólo un joven lleno de fe
y de patriotismo; era un republicano de los tiempos heroicos de
Grecia que, sin contar el número ni la fuerza de los enemigos,
se propuso, como Temístocles, salvar a su patria y salvar con ella
unas instituciones que un audaz extranjero quería destruir y que
contenían en sí todo el porvenir de la humanidad.
Conciudadanos: vosotros recordáis en este momento, que el
sol del 5 de mayo que había alumbrado el cadáver de Napoleón I,
alumbró también la humillación de Napoleón III. Vosotros tenéis
presente que, en ese glorioso día, el nombre de Zaragoza, de ese
Temístocles mexicano, se ligó para siempre con la idea de inde-
pendencia, de civilización, de libertad y de progreso, no sólo de su
patria, sino de la humanidad. Vosotros sabéis que haciendo mor-
der el polvo en ese día a los genízaros de Napoleón III, a esos per-
sas de los bordes del Sena que más audaces o más ciegos que sus
precursores del Eufrates, pretendieron matar la autonomía de un
continente entero y restablecer en la tierra clásica de la libertad,
en el mundo de Colón, el principio teocrático de las castas y de la

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sucesión en el mando por medio de la herencia; que venciendo,
repito, esa cruzada de retroceso, los soldados de la República en
Puebla, salvaron como los de Grecia en Salamina, el porvenir del
mundo al salvar el principio republicano, que es la enseña moder-
na de la humanidad. Vosotros sabéis que la batalla del 5 de mayo
fue el glorioso preludio de una lucha sangrienta y formidable que
duró todavía un lustro, pero cuyo resultado final quedó marcado
ya desde aquella época. ¡Los que habían alcanzado la primera vic-
toria debían también obtener la última! ¡Y los que habían penetra-
do sin honor por las cumbres de Acultzingo, debían salir cubiertos
de infamia por el puerto de Veracruz!
No es este el momento ni la ocasión de trazar la historia
de la época de represalias y de asesinatos que sucedió al triun-
fo del 5 de mayo de 1862. Una voz más robusta y caracterizada
que la mía, una pluma mucho más experta y elocuente, os ha he-
cho estremecer desde esta misma tribuna, refiriéndoos los crueles
episodios y las sangrientas y devastadoras escenas de ese terrible
periodo en que México luchó solo y sin recursos, contra un ejérci-

65
to formidable que de nada carecía y contra la traición que le ayu-
daba en todas partes.
En este conflicto entre el retroceso europeo y la civilización
americana; en esta lucha del principio monárquico contra el prin-
cipio republicano, en este último esfuerzo del fanatismo contra la
emancipación, los republicanos de México se encontraban solos
contra el orbe entero. Los que no tomaron abiertamente cartas
en su contra, simpatizaron con el invasor y secundaron sus torpes
miras, reconociendo y acatando el simulacro de imperio que qui-
so constituir; los que no imitaron a Bélgica y a Austria mandan-
do sus soldados mercenarios, prestaron, por lo menos, su apoyo
moral para sostener al príncipe malhadado que tuvo la debilidad,
por no decir la villanía, de prestarse a hacer su papel en esta farsa,
que merecería el nombre de ridícula mojiganga si no hubiera sido
una espantosa tragedia.
La gran República misma se vio obligada en virtud de la
guerra intestina que la devoraba, a mantenerse neutral y aun a
prestar alguna vez, con mengua de su dignidad, servicios a esa

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misma invasión, que pretendía entrar por México a los Estados
Unidos.
¿Qué extraño es, pues, que como resultado y como síntoma
de ese conjunto de circunstancias adversas, los reveses se multi-
plicasen para los verdaderos mexicanos, en todo el ámbito de la
República? ¿Qué extraño puede ser que por algún tiempo la cau-
sa de la libertad pareciese perdida y que mexicanos, tal vez de
recto corazón, pero débiles e ilusos, se dejasen sobrecoger por el
desaliento y creyesen que ya no quedaba otro recurso sino ple-
garse al hado que parecía contrario? ¿Qué mucho que el bene-
mérito e inmaculado Juárez, que se había abrazado al pabellón
nacional levantándolo siempre en alto para que, como la colum-
na de fuego de los israelitas, sirviese de guía y de prenda segura
de buen éxito a los dignos mexicanos que sostenían aquella lu-
cha, tan desigual como heroica y tenaz, qué mucho, repito, que
Juárez y sus dignos compañeros se viesen obligados a recorrer
centenares de leguas, sin hallar un punto en que la bandera de la
independencia pudiese descansar segura, ni flotar con libertad?

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¿Qué mucho que nuestros más valientes adalides, se viesen por
un momento obligados a buscar en la aspereza de nuestros mon-
tes, en la inmensidad de nuestros desiertos y en las mortíferas in-
fluencias climatéricas de la tierra caliente, los fieles aliados que no
podían encontrar en otra parte?
Pero la tierra prometida debía aparecer alguna vez; la auro-
ra comenzó a brillar después de aquel denso nublado. Díaz por
el Oriente y Corona por el Occidente, Escobedo y Régules por el
Norte, y por el Sur Riva Palacio, Treviño, Jiménez y otros mil ob-
tuvieron por todas partes victorias señaladas sobre la conquista y
sobre la traición reunidas o separadas.
La horrible ley de 5 de octubre, imaginada por el general fran-
cés y sancionada cobardemente por el nefando imperio; esa ley en
que se pagaba con la vida hasta el delito de respirar el aire que ha-
bían respirado los defensores de la independencia, lejos de ame-
drentarlos, no hizo sino enardecer su valor y aumentar su actividad.
Los millares de patriotas que caían víctimas de esa máquina
infernal puesta en manos de las cortes marciales y disparada sin

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interrupción; los sangrientos cadáveres del inmaculado Arteaga y
del heroico Salazar, se presentaban sin cesar a sus ojos, pero vi-
vificados y resplandecientes de gloria, para animarlos al combate
anunciándoles el próximo triunfo y conducirlos así a la victoria…
Una voz se levantó entonces en favor de México, voz pode-
rosa y largo tiempo esperada; pero que se había tenido la digni-
dad de no querer mendigar.
Al tremendo estallido de millares de balas tiradas a la vez
sobre centenares de prisioneros desarmados en Puruándiro y en
otros puntos; a los plañideros ayes de tantas familias dejadas en
la orfandad y en la miseria, el águila del Norte despertó en fin
de su letargo. Los Estados Unidos pidieron cuenta a Francia de
este atentado contra las leyes de la civilización y de la humani-
dad, intimándole, en nombre de su propia dignidad, que hiciese
cesar tan espantosa carnicería, el dictador de Francia, con el cinis-
mo propio de los Bonaparte, dejó toda la responsabilidad de es-
tos hechos a Maximiliano; pero las contestaciones entre Francia
y los Estados Unidos se cruzaban sin cesar; las de éstos cada día

69
más apremiantes; las de aquélla cada vez más y más flojas y pla-
gadas de contradicciones e inconsecuencias .
Por una parte el temor de una guerra insostenible con la co-
losal República, a cuyo lado se encontraría todo el continente; por
otra, la posición cada día más falsa y precaria del ejército expedi-
cionario en México, que no podía ya ni defender el terreno que
pisaba; y la completa impopularidad de la expedición en Fran-
cia, decidieron por fin a su autor a arrancar esa página que, en
días más felices, cuando llegó a creer que en México había muer-
to el amor a la patria y a la libertad, osó llamar la más bella de su
reinado.
El abandono del imperio, que a tanta costa y por medio
de tantas infamias y calumnias se había querido fundar, se deci-
dió por fin. La grandiosa obra de reconstitución de razas y de in-
fluencias europeas en América, que con tan vivos colores se había
pintado al Senado francés, se abandonó también; y la orden para
la retirada del ejército y con ella la humillación de Napoleón y el
desprestigio de la Francia, se firmó por fin.

70
Este fue el servicio que México debió a la República vecina.
Servicio grande sin duda, pero que en nada rebaja el mérito de
nuestra heroica defensa; y antes bien, lo pone más de manifies-
to, porque sin esta indomable resistencia prolongada por cerca de
seis años; sin la constancia de Juárez y de los demás jefes que, di-
seminados en el país, sostuvieron sin interrupción el combate, le-
vantando en todas partes la enseña de la República, la tan demo-
rada resolución de interponer en esta cuestión sus respetos y su
influjo, o no habría tenido lugar, o habría llegado demasiado tar-
de, no sólo para México, sino también para los Estados Unidos, a
quienes se quería asestar el tiro desde las fortalezas del imperio.
La calumnia y la maledicencia se han apoderado de este he-
cho, en el que si los Estados Unidos prestaron un servicio a México,
también éste se lo hizo a ellos, prolongando la lucha y conservan-
do un gobierno con quien pudiesen mantener relaciones que les
permitieran, luego que hubiesen dominado su guerra civil, tomar
la iniciativa en una negociación cuyo resultado debía ser: acabar
con la influencia europea en América y aumentar la suya propia.

71
La calumnia, digo, se ha apoderado de ese hecho queriendo
presentarlo como deshonroso para nosotros. Se ha supuesto que
fuimos a mendigar la intervención armada de los Estados Unidos
y que el gobierno nacional, personificado en Juárez, no buscaba
otra cosa sino que el país cambiase de señor.
Esta infame calumnia, como las demás de que sin ce-
sar ha sido el blanco México, ha sido desmentida con hechos
irrefragables.
La nación habría tenido, sin duda, el incuestionable de-
recho de llamar en su auxilio, para desembarazarse de una in-
fluencia extraña y opresora, las armas de otra potencia amiga,
sin comprometer con esto ni su autonomía ni su dignidad, pero
la conciencia de su propia fuerza y esa clara visión del porve-
nir que animó siempre al Primer Magistrado de la República, y
que sostuvo su valor y su constancia en aquellos aciagos días de
prueba y de persecución, hizo que se desechara siempre ese me-
dio de salvación que, lo repito, nada tenía de deshonroso ni de
inusitado.

72
Holanda, llamando a los ingleses para emanciparse de la ti-
ranía española; los Estados Unidos admitiendo los servicios de
Francia para obtener su independencia; España, lanzando de su
seno con ayuda de los ingleses, a esa Francia que, entonces como
ahora, había logrado penetrar en el territorio ajeno por la puer-
ta de la felonía y de la traición; a esa Francia que, entonces como
ahora, pretendió hacer una colonia de una nación independien-
te, y fundar un simulacro de trono que le sirviese de escabel para
sentar su planta y de apoyo para extender su influencia y su do-
minación; a esa Francia que, entonces como ahora, era víctima y
cómplice, a la vez, de la tiranía de un Bonaparte; de un Bonapar-
te, señores, cuyo nombre sólo es un programa completo de usur-
pación y de retroceso, de guerras y de conquistas, de tronos im-
provisados y hundidos en la nada, de bambolla y de charlatanis-
mo y, por último y como resultado final, de baldón y oprobio para
su nación. España, repito, los Estados Unidos y Holanda no man-
cillaron su nombre ni comprometieron su autonomía, ni siquiera
empañaron el brillo de sus heroicos esfuerzos por haber utilizado

73
el socorro armado de naciones amigas y que estaban interesadas
en sus respectivos triunfos.
Pero la gloria de México ha sido todavía más esplendente.
¡Ni un solo sable del ejército americano se ha desnudado en favor
de la República, ni un solo cañón de la Casa Blanca se ha dispa-
rado sobre el Alcázar de Chapultepec! ¡Y sin embargo, el triunfo
ha sido espléndido y completo! ¡Tres meses habían pasado ape-
nas desde que los invasores abandonaron nuestro suelo, y nada
existía ya de ese imperio, que había de extinguir la democracia en
América!
Todo se ensayó para sostenerlo y arraigarlo; a todas las
puertas se llamó para encontrarle adictos; todo lo que la intriga,
la hipocresía y la fuerza pueden sugerir, todo se puso en práctica
para aclimatar una institución que el instinto popular repugna.
Al penetrar en el interior del país el ejército invasor y más
tarde al venir el Archiduque a tomar posesión de su trono, no
pudieron menos de reconocer que el partido que los había lla-
mado y que fundaba en ellos sus esperanzas, era en realidad el

74
menos numeroso, el menos ilustrado y el menos influyente de
los que se disputaban en México la supremacía. Un clero igno-
rante y que se imagina vivir en plena Edad Media; que no com-
prende ni sus intereses ni los de la nación; que maldiciendo el
presente y el porvenir sin comprender que son una consecuen-
cia forzosa del pasado, no tiene otro programa que la imposible
retrogradación de ocho siglos, para volver a los tiempos de Hil-
debrando: un clero a quien la nación nada debe sino el no ha-
ber podido constituirse; que en 1847 no tuvo siquiera el fanatis-
mo suficiente para imitar el heroico ejemplo que 40 años antes le
había dado el clero español, y que vio impasible la humillación
de su patria, la profanación de sus templos y la irrisión de sus
imágenes por un ejército extranjero y protestante; un clero que
facilitó y contribuyó a estos mismos atentados suscitando en la
capital de la República el más inmoral de los pronunciamientos,
en los momentos mismos en que el enemigo desembarcaba en
Veracruz, era el primero y principal elemento de ese partido que
solicitó la intervención.

75
Los restos de un ejército desmoralizado y corrompido, acos-
tumbrado a medrar en las revueltas políticas y a considerar el te-
soro nacional como patrimonio propio, y que en la invasión ame-
ricana probó que si sabía ensañarse con los mexicanos indefensos,
sabía mejor volver la espalda ante el extranjero armado, era el se-
gundo elemento de los aliados de la Francia y del imperio.
Con éstos y con algunos fanáticos ilusos o perversos, ayuda-
dos de ciertos capitalistas que por egoísmo o por el deseo de lu-
crar con los fondos de las arcas públicas se unieron a ellos, debía
contar el Archiduque para fundar su soñada dinastía.
Pero él y sus tutores los franceses, al mirar de cerca a los cóm-
plices de su crimen; al ver por sus propios ojos todo el tamaño de
su abyección y de su infamia, no pudieron menos que avergonzar-
se de esa compañía y renegaron de ellos y les escupieron el rostro.
Toda la política, todo el ahínco de Maximiliano y de Napo-
león, fue desde luego captarse la voluntad y procurarse el apoyo, o
al menos la aquiescencia, del único partido nacional, del gran Par-
tido Liberal.

76
Pero tanto cuanto el partido de la tiranía se había manifestado
ruin y degradado, tanto se mostró grande y digno el resto de la na-
ción: por todas partes se multiplicaban los halagos y se sucedían sin
interrupción las invitaciones y las promesas, con objeto de corrom-
per a los patriotas que habían dado pruebas de valer alguna cosa,
o que habían ocupado puestos públicos de la República; no hubo
género de seducción que no se emplease, no hubo medio a que no
se recurriese para lograr que los buenos liberales aceptasen los em-
pleos con que se les brindaba en todas partes. La vanidad, el orgu-
llo, el interés y hasta el terror, todo se ensayó, de todo se echó mano
para lograr un resultado al que con razón se daba tanto precio.
Todo fue inútil, sin embargo. Por todas partes se sucedían las
tentadoras proposiciones y por todas también se multiplicaban las
honrosas repulsas de mexicanos dignos que preferían la oscuridad,
la miseria o el ostracismo, al brillo y la opulencia comprados al pre-
cio de su conciencia y de su patriotismo.
Unos cuantos indignos mexicanos, que antes habían me-
drado a la sombra del partido progresista, pero en cuyos crimi-

77
nales pechos había tal vez latido siempre el corazón de Judas, se
dejaron arrastrar por la vanidad o la codicia, y se prestaron a tirar
del dogal que debía acabar con el aliento de la patria.
Fuera de estas tristes excepciones, más dignas de despre-
ciarse que de sentirse, el gran partido nacional se mantuvo in-
flexible, y se abstuvo de toda participación que pudiera sancionar
de algún modo los actos de la intervención y del gobierno intru-
so; causándoles con esta muda pero enérgica protesta una derro-
ta constante que no pocas veces costó más y hubo menester, de
parte de los combatientes pacíficos, más energía de carácter y un
valor no menos grande y si más sostenido que el que se ha me-
nester para presentarse en los campos de batalla.
He aquí, señores, por qué, cuando el ejército francés huyó
despavorido y abandonó su temeraria empresa, Maximiliano, que
sabía por experiencia que no podía contar con el partido liberal,
cualesquiera que fuesen las promesas con que quisiese atraérse-
le, y que no pudo tampoco resolverse a abandonar un trono que
a pesar de sus espinas halagaba su vanidad y su ambición, se vio

78
forzado a echarse en brazos de aquellos mismos a quienes poco
antes había juzgado indignos de estar a su lado.
Señores: aquí tocamos con la mano los acontecimientos a
que me refiero; aquí oímos aún tronar el cañón que se dispara a
la vez en Querétaro y en Puebla, en México y en Veracruz; aquí
asistimos a ese último combate, en que nuestra patria obtendrá
por fin el complemento indispensable de su independencia, la
emancipación de la tutela de todo gobierno extraño.
En efecto, no fue sólo la reacción y sus gastados generales;
no fue el clero y sus desprestigiados jefes, lo que decidió al Ar-
chiduque a intentar este último esfuerzo; lo que sin duda pesó
más en su ánimo, fue ese enjambre de extranjeros armados que
Francia, Bélgica y Austria habían enviado para defensa de su can-
didato; fue esa falange de ministros diplomáticos y sus respec-
tivos gabinetes, que prontos a calumniar a México cuando para
ello medía su interés, han tenido voto decisivo en nuestras cues-
tiones y han sido hasta aquí el padrastro de todos los gobiernos,
fundados en unos tratados leoninos arrancados a nuestra inexpe-

79
riencia y a nuestra vanidad y al deseo de conservar una paz que
sólo para ellos existía.
Al haber triunfado del príncipe aventurero y de estos ele-
mentos con que contaba todavía para su apoyo; al haber aplicado
con justicia y severidad, pero sin encono ni pasión, el condigno
castigo al principal cómplice de tantos crímenes, al que no vaciló
en echar sobre sus hombros todo el peso de seis años de matan-
zas y de incendios, de devastaciones y de ruina, México ha corta-
do la última cabeza a la hidra venenosa que por tantos años ha-
bía emponzoñado su existencia y ha asegurado su futuro reposo.
Negando a Maximiliano el indulto que solicitó, ha podido
creerse por algunos, principalmente de fuera del país, que el go-
bierno y la nación entera, que unánimemente aprobó su con-
ducta, obraban con mayor severidad de la que su estricto deber
exigía; ha podido sostenerse por algunos escritores más brillan-
tes que profundos, que México pudo y debió perdonar al Archi-
duque, sin que por esto se comprometiese su tranquilidad, ni
se diese mayor aliento al partido vencido. Sin duda, señores, el

80
triunfo ha sido más grandioso y espléndido de lo que era preci-
so para que toda idea de un nuevo trono erigido en México sea
desde luego desechada como una empresa de orates; sin duda,
los Gutiérrez Estrada y los Almonte acabaron para siempre su
infame papel y no serían ya escuchados aun cuando se propu-
siesen empezar de nuevo; sin duda, el clero y los restos del an-
tiguo ejército están suficientemente desarmados para que la paz
pública no tenga mucho que temer de estos irreconciliables pero
impotentes enemigos; sin duda, el corazón de los mexicanos es
bastante grande para que en él pueda caber, sin rebasarlo, el per-
dón generoso otorgado a un hijo de cien reyes, por más que éste
se haya manifestado indigno de esa noble prosapia y se haya
prestado a ser, si no el principal autor, por lo menos el princi-
pal instrumento de execrables atentados. Pero cuando se trata de
autonomía de la nación, de su porvenir y de su independencia,
cuando ha llegado el momento de sentar la clave de esa delica-
da construcción que se elabora hace ya 57 años, toda idea que
no conduzca al fin deseado debe abandonarse, todo movimiento

81
del corazón que nos desvíe del sendero y nos haga perder nues-
tro punto de mira, debe sofocarse.
¡Maximiliano humillado y perdonado por Juárez!
¡Un emperador viviendo por galardón de una República!…
Es sin duda, un magnífico golpe de teatro en un melodrama; es
un soberbio desenlace para una novela. Pero ni ese melodrama ni
esa novela hubieran cimentado la paz de la República, ni afirma-
do la respetabilidad y completado la emancipación de la nación.
Maximiliano desterrado en Europa, hubiera sido con su vo-
luntad o sin ella, la bandera de todos los descontentos, la espe-
ranza continua de los vencidos, el amago constante de la tranqui-
lidad pública y el pábulo que mantuviese viva la llama secreta de
la rebelión, pronta a la menor oportunidad, a encender de nue-
vo la guerra civil, como la encendió Santa Anna después de haber
caído prisionero en Jico y recibido un generoso perdón…
Maximiliano perdonado no hubiera creído jamás que de-
bía su vida a la generosidad de México, sino al miedo a Francisco
José o a la presión de los Estados Unidos.

82
Maximiliano perdonado, después del insolente memorán-
dum de Widembrok y de la inoportuna intromisión de Sevard,
hubiera sido un perpetuo padrón de infamia para México y una
prueba, que se habría creído irrecusable, de que vivía siempre
bajo la tutela de las otras naciones.
Maximiliano perdonado en los momentos en que, por ese
memorándum y por esa intromisión de los Estados Unidos, esta-
ba justamente sobreexcitado el sentimiento de la dignidad nacio-
nal, hubiera indudablemente provocado una escisión entre nues-
tros jefes y un grito de universal reprobación. Y ni México se ha-
bría rendido ni el país se habría pacificado.
Que aquellos filántropos de gabinete, que han osado dar su
fallo en contra de esa inevitable ejecución, echen una mirada sobre
el país un mes después de llevarla a cabo y que nos digan con el co-
razón en los labios, si creen que con esa generosidad tan decanta-
da se había obtenido una pacificación tan general y tan completa.
¡Ahora bien! ¿Sería posible vacilar un momento, entre el
perdón de un delincuente y la pacificación de un pueblo?

83
Dejemos a Francia y a Europa entera; dejemos, digo, a los
gobiernos de Europa que vociferen y declamen contra un acon-
tecimiento que pone sus tronos a merced de la democracia y que
da el último golpe al derecho divino de las castas, a ese resto de
las instituciones teocráticas; dejemos que, en la rabia de su impo-
tencia y en la impotencia de su rabia, se desaten en improperios y
calumnias contra una nación que, si ha sabido ser superior en la
guerra que le obligaron a sostener, lo sabrá también ser en la paz
que ha sabido conquistar.
Conciudadanos: hemos recorrido a grandes pasos toda la
órbita de la emancipación de México; hemos traído a la memo-
ria todas las luchas y dolorosas crisis por que ha tenido que pa-
sar, desde la que lo separó de España, hasta la que lo emancipó
de la tutela extranjera que lo tenía avasallado. Hemos visto que
ni una sola de esas luchas, que ni una sola de esas crisis, ha deja-
do de eliminar alguno de los elementos deletéreos que envene-
naban la constitución social. Que del conjunto de esas crisis, do-
lorosas pero necesarias, ha resultado también, como por un pro-

84
grama que se desarrolla, el conjunto de nuestra plena emanci-
pación y que es una aserción tan malévola como irracional, la de
aquellos políticos de mala ley, que demasiado miopes o demasia-
do perversos, no quieren ver en esas guerras de progreso y de in-
cesante evolución, otra cosa que aberraciones criminales o deli-
rios inexplicables.
Hemos visto que dos generaciones enteras se han sacrifica-
do a esta obra de renovación y a la preparación indispensable de
los materiales de reconstrucción .
Mas hoy esta labor está concluida, todos los elementos de la
reconstrucción social están reunidos; todos los obstáculos se en-
cuentran allanados; todas las fuerzas morales, intelectuales o po-
líticas que deben concurrir con su cooperación, han surgido ya.
La base misma de este grandioso edificio está sentada. Te-
nemos esas leyes de Reforma que nos han puesto en el camino
de la civilización, más adelante que ningún otro pueblo. Tenemos
una Constitución que ha sido el faro luminoso al que, en medio
de este tempestuoso mar de la invasión, se han vuelto todas las

85
miradas y ha servido a la vez de consuelo y de guía a todos los
patriotas que luchaban aislados y sin otro centro hacia el cual pu-
diesen gravitar sus esfuerzos; una Constitución que, abriendo la
puerta a las innovaciones que la experiencia llegue a demostrar
necesarias, hace inútil e imprudente, por no decir criminal, toda
tentativa de reforma constitucional por la vía revolucionaria.
Hoy la paz y el orden, conservados por algún tiempo, harán
por sí solos todo lo que resta.
Conciudadanos: que en lo de adelante sea nuestra divisa li-
bertad, orden y progreso; la libertad como medio; el orden como
base y el progreso como fin; triple lema simbolizado en el triple
colorido de nuestro hermoso pabellón nacional, de ese pabellón
que en 1821 fue en manos de Guerrero e Iturbide el emblema
santo de nuestra independencia; y que, empuñado por Zaragoza
el 5 de mayo de 1862, aseguró el porvenir de América y del mun-
do, salvando las instituciones republicanas.
Que en lo sucesivo una plena libertad de conciencia, una
absoluta libertad de exposición y de discusión, dando espacio a

86
todas las ideas y campo a todas las inspiraciones, deje esparcir la
luz por todas partes y haga innecesaria e imposible toda conmo-
ción que no sea puramente espiritual, toda revolución que no sea
meramente intelectual. Que el orden material, conservado a todo
trance por los gobernantes y respetado por los gobernados, sea el
garante cierto y el modo seguro de caminar siempre por el sen-
dero florido del progreso y de la civilización.

[Pronunciado en Guanajuato el 16 de septiembre del año de 1867]

87
Decreto que incorpora
las Leyes de Reforma a la
Constitución de 1857

de Sebastián Lerdo de Tejada


Sebastián Lerdo de Tejada, presidente constitucional de los Esta-
dos Unidos Mexicanos, a sus habitantes, sabed:

Que el Congreso de la Unión, ha decretado lo siguiente:


El Congreso de los Estados Unidos Mexicanos, en ejercicio
de la facultad que le concede el artículo 127 de la Constitución
política promulgada el 5 de febrero de 1857 y previa la aproba-
ción de la mayoría de las legislaturas de la República, declara:

Son adiciones y reformas a la misma Constitución:


Art. 1. El Estado y la Iglesia son independientes entre sí. El
congreso no puede dictar leyes, estableciendo o prohibiendo re-
ligión alguna.
2. El matrimonio es un contrato civil. Éste y los demás ac-
tos del estado civil de las personas, son de la exclusiva competen-
cia de los funcionarios y autoridades del orden civil, en los térmi-
nos prevenidos por las leyes, y tendrán la fuerza y validez que las
mismas les atribuyan.

90
3. Ninguna institución religiosa puede adquirir bienes raíces
ni capitales impuestos sobre éstos, con la sola excepción estable-
cida en el artículo 27 de la Constitución.
4. La simple promesa de decir verdad y de cumplir las obli-
gaciones que se contraen, sustituirá al juramento religioso con
sus efectos y penas.
5. Nadie puede ser obligado a prestar trabajos personales
sin la justa retribución y sin su pleno consentimiento.
El Estado no puede permitir que se lleve a efecto ningún
contrato, pacto o convenio que tenga por objeto el menoscabo, la
pérdida o el irrevocable sacrificio de la libertad del hombre, ya sea
por causa de trabajo, de educación o de voto religioso
La ley en consecuencia no reconoce órdenes monásticas, ni
puede permitir su establecimiento, cualquiera que sea la denomi-
nación u objeto con que pretendan erigir.
Tampoco puede admitir convenio en que el hombre pacte
su proscripción o destierro.
[Septiembre 25, 1873]

91
Plan de Tuxtepec

de José de la Cruz Porfirio Díaz Mori


Los que suscriben considerando que la República Mexicana está
regida por un gobierno que ha hecho del abuso un sistema po-
lítico, despreciando las instituciones y haciendo imposible el re-
medio de tantos males por la vía pacífica; que el sufragio público
se ha convertido en una farsa, que el Presidente y sus amigos por
todos los medios reprobados hacen llegar a los puestos públicos
a los que llaman sus candidatos oficiales, rechazando a todo ciu-
dadano independiente; que de este modo se hace la burla más
cruel a la democracia que secunda en la independencia de los po-
deres; que el Presidente y sus favoritos destituyen a arbitrio a los
gobernadores entregando los Estados a sus amigos, como suce-
dió en Coahuila, Oaxaca, Querétaro y Yucatán; que sin considera-
ción a los fueros de humanidad, se retiró a los Estados fronteri-
zos la mezquina subvención que les servía para defenderse de los
indios bárbaros; que el tesoro público se disipa en gastos de pla-
cer sin que el Gobierno haya llegado a presentar la cuenta de los
fondos que maneja, a la Representación Nacional; que la admi-
nistración de justicia se encuentra en la mayor prostitución, pues

94
se constituye a los jueces de Distrito en agentes del Centro para
oprimir a los Estados.
Que el poder municipal ha desaparecido completamente,
pues los ayuntamientos son ya simples dependientes del Go-
bierno para hacer elecciones; que los protegidos del Presidente
perciben tres y hasta cuatro sueldos por los empleos que sirven
con el agravio de la moral pública; que el depositario del Poder
Ejecutivo se ha rodeado de presidiarios y asesinos que provo-
can, hieren y matan a los ciudadanos ameritados; que la instruc-
ción pública se encuentra abandonada; que los fondos de ésta
paran en manos de los favoritos del Presidente; que la creación
del Senado obra de Lerdo de Tejada y sus favoritos para centra-
lizar la acción Legislativa, importa el reto a todas las leyes; que
la fatal Ley del Timbre, obra también de la misma funesta Ad-
ministración no ha servido sino para extorsionar a los pueblos;
que el país ha sido entregado a la Compañía Inglesa con la con-
cesión del Ferrocarril de Veracruz, y el escandaloso convenio de
las tarifas; que los excesivos fletes que se cobran han estancado

95
el comercio nacional y la agricultura; que con el monopolio de
esta línea se ha impedido que se establezcan otras, produciendo
el desequilibrio del comercio en el interior, el aniquilamiento de
todos los demás puertos de la República y la más espantosa mi-
seria en todas partes; que el Gobierno ha otorgado a la misma
compañía con pretextodel Ferrocarril de León, el privilegio para
establecer loterías infringiendo la Constitución; que el Presiden-
te y sus favoritos han pactado el reconocimiento de la enorme
deuda inglesa mediante dos millones de pesos que se reparten
por sus agencias; que ese reconocimiento además de inmoral
es injusto porque a México nada se le indemniza por prejuicios
causados en la Intervención; que a parte de esa infamia se tie-
ne acordada de vender tal deuda a los Estados Unidos, lo cual
equivale a vender el país a la nación vecina; que no merecemos
el nombre de ciudadanos mexicanos, ni siquiera el de hombres,
los quesigamos consintiendo en que estén al frente de la Admi-
nistración los que así roban nuestro porvenir ynos venden al ex-
tranjero; que el mismo Lerdo de Tejada destruyó toda esperanza

96
de buscar el remedio a tantos males en la paz creando las facul-
tades extraordinarias y suspensión de garantías, para hacer de
las elecciones una farsa criminal.
En nombre de la sociedad ultrajada y del pueblo mexicano
envilecido, levantamos el estandarte de la guerra contra nuestros
comunes opresores, proclamando el siguiente:

Plan
Art. 1°. Son las leyes supremas de la República la Constitu-
ción de 1857, el acto de reforma promulgada en 25 de septiembre
de 1873, y la ley de 14 de diciembre de 1874.
Art. 2°. Tendrá el mismo carácter de ley suprema y la no re-
elección de Presidente de la República y Gobernadores de los
Estados.
Art. 3°. Se desconoce a don Sebastián Lerdo de Tejada, como
Presidente de la República, y a todos los funcionarios y empleados
puestos por él, así como a los nombrados en las elecciones de ju-
lio del año pasado.

97
Art. 4°. Serán reconocidos todos los gobiernos de los Esta-
dos que se adhieran al presente plan.
En donde esto no suceda se reconocerá interinamente como
Gobernador al que nombre el Jefe de las Armas
Art. 5°. Se harán elecciones para supremos poderes de la
Unión a los dos meses de ocupada la Capital de la República y sin
necesidad de nueva convocatoria.
Las elecciones se harán con arreglo a las leyes de 12 de fe-
brero de 1857 y 23 de octubre de 1872, siendo las primarias el
primer domingo de ocupada la Capital, y las segundas el tercer
domingo.
Art. 6°. El Poder Ejecutivo se depositará mientras se hacen
las elecciones, en el ciudadano que obtenga la mayoría de votos
de los gobernadores de los Estados, y no tendrá más atribución
que la meramente administrativa.
Art. 7°. Reunido el 8° Congreso Constitucional, sus prime-
ros trabajos serán: la reforma constitucional de que habla el ar-
tículo 2°; la que garantiza la independencia de los municipios, y

98
la ley que de organización política al Distrito Federal y Territorio
de Baja California.
Art. 8°. Son responsables personal y pecunariamente, tan-
to por los gastos de la guerra como por los prejuicios causados
a particulares, todos los que directa o indirectamente cooperen
al sostenimiento de don Sebastián Lerdo de Tejada, haciéndose
efectivas las penas desde el momento en que los culpables o sus
intereses se hallen en poder de cualquiera fuerza perteneciente
al Ejército Regenerador.
Art. 9°. Los generales, jefes y oficiales que con oportunidad
secunden el presente plan, serán reconocidos en sus empleos,
grados y condecoraciones.
Art. 10°. Se reconocerá como General en Jefe del Ejército
Regenerador al ciudadano Porfirio Díaz.
Art. 11°. Oportunamente se dará a conocer al General de la
Línea de Oriente, a que pertenecemos; cuyo jefe gozará de las fa-
cultades extraordinarias en Hacienda y Guerra.

99
Art. 12°. Por ningún motivo se podrá entrar en tratados con
el enemigo, bajo pena de vida al que lo hiciere.

[Dado en la Villa de Ojitlán, del Distrito de Tuxtepec, a 1° de enero


de 1876. El Jefe: H. Sarmiento, Teniente Coronel L. Zafra, Teniente
Coronel Lino Ferrer, Comandante A. Onofre, Capitán P. Carrera,
Capitán de Caballería A. C. Sangines, Capitán M. García, Tenien-
te Francisco Granados, Teniente J. E. Castillo, Subteniente A. Flo-
res, Sargento Primero Julián Rivera, Capitán Petronilo Rodríguez,
Subteniente Juan Castillo, Teniente E. García, Teniente Manuel
Rubio, J. M. Sánchez, F. Mora, A. Morales, Santiago Castro, Sa-
bino Contreras, Ignacio Olivares, Agustín Arenas, Juan González.
Por los regidores, Juan González, Avelino Callejo, Isidoro Montes,
Capitán Francisco Álvarez, Teniente Coronel Joaquín V. y Cano]

100
Manifiesto contra
Porfirio Díaz

de Santana Pérez y Filomeno Durán


Manifiesto contra Porfirio Díaz,
exhortando al pueblo a seguir la revolución
Soldados mexicanos:

Hoy nos dirigimos a vosotros en la confianza de que vamos a ha-


blar con nuestros hermanos.
Somos hijos de una misma madre, una es nuestra bandera,
uno nuestro territorio, hablamos el mismo idioma y buscamos el
mismo fin: el engrandecimiento de nuestra patria y nuestra mu-
tua felicidad.
¿Por qué, pues, nos encontramos con las armas en la mano
destrozándonos mutuamente? Porque los tiranos del pueblo son
demasiado astutos para engañarnos.
El Ejército en los países democráticos se compone de hom-
bres libres, de ciudadanos que aman a su patria para que la de-
fiendan de cuantos peligros la amenacen.
Pero vosotros no empuñáis las armas por propia voluntad;
vivíais tranquilos en vuestro pueblo al lado de vuestra madre y de

102
vuestros hermanos; teníais una esposa que os cuidaba y unos hi-
jos que os llenaban de cariño.
De la noche a la mañana un capataz os llevó a la cárcel y des-
pués al cuartel, fuisteis pasados por cajas, y en nombre de vuestra
Patria que os privó de vuestra libertad.
Vuestra madre y hermanos quedaron abandonados, vuestra
esposa e hijos no tienen protección. Desde entonces vivís en una
cuadra hacinados como rastrojo y vigilados como ganado.
¿Es ésta la condición de los hombres libres que se sujetan a
la disciplina militar? ¡No y mil veces no!
¿La patria exige esos sacrificios de vosotros? El que os pri-
va de la libertad, el que os impide que viváis tranquilos al lado de
vuestras familias no es la Patria; sino Porfirio Díaz, ese mal mexi-
cano que ha hipotecado a México en los mercados extranjeros;
ese hijo maldito que asesina a sus hermanos o los envilece.
Vosotros, pues, empuñáis las armas para defender a un
tirano despreciable; pero no para salvar a la Patria de ningún
peligro.

103
Nos encontramos frente a frente porque tratáis de defender
una injusticia.
Vosotros sóis la fuerza sostenida por un tirano que extorsio-
na a la Patria para pagaros un mezquino sueldo; nosotros somos
la fuerza del derecho; pensamos lo que hacemos, nadie nos paga
por empuñar las armas.
Los imbéciles y los lacayos nos apellidan bandidos; pero
nuestra conciencia nos da el hombre de patriotas, queremos vi-
vir o morir libres; pero no ser esclavos.
Hemos leído un libro que escribieron con su sangre nues-
tros padres.
Allí se nos enseña a elegir a nuestros mandatarios por me-
dio del sufragio libre; allí se nos enseña a pensar como ciudada-
nos y se nos eleva a la categoría de hombres libres.
Ese libro se llama Constitución Política de 1857.
Si el tirano que os paga para que nos matéis, gobernara con
esa ley, nosotros estaríamos tranquilos cultivando la tierra y cui-
dando nuestras familias; pero vemos las injusticias que se come-

104
ten cada día, palpamos el peligro en que se encuentra la Patria y
no hemos vacilado un momento en abandonar todo y lanzarnos
al campo de batalla para defender los derechos de nuestro pue-
blo ultrajado.

Soldados Mexicanos:
Si queréis evitar el derramamiento de sangre poneos de par-
te de la Revolución. No es justo que nuestras madres queden des-
amparadas, nuestras esposas viudas y nuestros hijos huérfanos
porque un tirano esté gozando y repartiendo los despojos de la
Nación.
Nosotros los revolucionarios defendemos un principio y
buscamos la salvación de la Patria; vosotros defendéis a un hom-
bre que os esclaviza y buscáis su propio engrandecimiento.
¡Abajo los tiranos!
¡Viva la Revolución y Viva Tomochi!
Ahora pasamos a manifestar a la Nación entera los últimos
acontecimientos del 14 de abril de 1893 hasta la fecha:

105
Después de haber sido vencidos, ya sea por falta de recur-
sos o mayor fuerza, hemos tenido que abandonar los puntos que
ocupábamos, haciendo la salida y fuego en retirada, como a dos
leguas del lugar y punto de sitio, lugar tuvieron los jefes y sol-
dados de la ley para haber terminado a los sublevados, pasados
aquellos acontecimientos debía de perseguírsenos y lograda la
aprehensión consignarnos a una autoridad competente para que
fuésemos juzgados con arreglo a la ley.
Hemos visto que en el Periódico Oficial se da parte de haber
muerto el número de cuarenta de los sublevados, lo que es incier-
to y a la vez un engaño: en la batalla de Santo Tomás no murie-
ron más de 23.
Ahora resulta que según la lista que tenemos a la vista el nú-
mero de 31 hombres fusilados, asegurando que entre todos éstos
cinco o seis eran culpables y todos los demás han sido inocentes.
Si el tirano ha creído infundirnos temor convirtiéndose él
y sus fuerzas en asesinos, es el contrario, cada día nos encontra-
mos más ofendidos y no vacilamos en empuñar las armas y pro-

106
testamos exhalar el último aliento en defensa de nuestra Patria y
hermanos.
Oh, destino fatal, él te ha cegado y engendrado en tu pecho
la malicia.
Eres Nerón, Borgia, Caín, el hijo natural de la codicia y te
has hecho, Porfirio, desgraciado, enemigo fatal de la justicia.
¡Muera Porfirio Díaz!
¡Viva la Constitución de 1857!

[Noviembre de 1893]

107
Discurso sobre inamovilidad
judicial

de Justo Sierra
No, señores diputados, ninguna ligereza pudo haber en el señor
Prieto [Guillermo]; ningún acto suyo podrá tomarse jamás como
un acto de traición a la ley fundamental.
El haber firmado la iniciativa en que se consultaba la inde-
pendencia del Poder Judicial, suprema garantía de los derechos
individuales, no será nunca, no será jamás un acto de traición a la
Constitución de 1857.
Puede retirarse tranquilo el señor Prieto a su hogar, y puede
retirarse mañana a la tumba; cualesquiera que hayan sido sus ac-
tos, dos generaciones de mexicanos sabemos cuánto le debemos,
e inclinados ante él con devoción filial, le veremos descender de
aquí y llegar allá, seguros de que en dondequiera encontrará la
inmortalidad y la gloria.
Después de esta declaración que mi corazón me dictaba,
entro, señores diputados, en materia.
Soy yo, señores diputados, quien hace algunos meses dijo
que el pueblo mexicano tenía hambre y sed de justicia; todo aquel
que tenga el honor de disponer de una pluma, de una tribuna o

110
de una cátedra, tiene la obligación de consultar la salud de la so-
ciedad en que vive; y yo, cumpliendo con este deber, en esta so-
ciedad, que tiene en su base una masa pasiva, que tiene en su
cima un grupo de ambiciosos y de inquietos, en el bueno y en el
mal sentido de la palabra, he creído que podría resumirse su mal
íntimo en estas palabras tomadas del predicador de la montaña:
“hambre y sed de justicia”.
Ellas no son sino el eco del grito que se escapa de las entra-
ñas del mundo moderno ante la intensidad profunda del males-
tar social.
El espectáculo que presenta el fin de este siglo es indecible-
mente trágico; bajo una apariencia espléndida, se encuentra tan
profunda pena, que pudiera decirse qué la civilización humana
ha hecho bancarrota, que la maravillosa máquina preparada con
tantos años de labor y de lágrimas y de sacrificio, si ha podido
producir el progreso, no ha podido producir la felicidad.
Sí, señores, las palabras que yo he pronunciado pueden re-
sumir el anhelo de Tolstoi en el fondo de la raza eslava, pidien-

111
do para los suyos pan, libertad y fe; por eso esas palabras pueden
condensar la obra de George en los Estados Unidos, queriendo
suprimir a un tiempo la miseria y la riqueza con la nacionaliza-
ción de la propiedad territorial; esas palabras explican la obra del
gran anciano Gladstone, abriendo una brecha a las instituciones
seculares de Inglaterra para dar paso a la manumitida Irlanda; y
esas palabras sintetizan la obra del santo anciano que se llama
León XIII, que levanta su trémula y blanca figura entre el porvenir
y el pasado, como queriendo hacer comulgar con una sola forma
de justicia lo pasado y lo porvenir.
Pertenezco, señores, a un grupo que no sabe, que no pue-
de, que no debe eludir responsabilidades. No quiero que, dando a
mis términos la generalidad que he indicado, pudiera decirse que
las esquivo, no.
Para reformar la Constitución, se nos ha dicho, es preciso
resolver antes los grandes problemas sociales, económicos y po-
líticos que están en pie. Mas los problemas políticos pueden re-
ducirse al problema económico en último término, el problema

112
económico queda implicado en el problema social, y el problema
social está perfectamente formulado por el órgano que con más
inteligencia y más ira ha sido nuestro adversario, con estas verí-
dicas palabras: “Hay cuatro quintas partes de mexicanos que son
parias en su propio suelo”.
Pues si hay cuatro quintas partes de mexicanos que son pa-
rias, señores, esto quiere decir que hay cuatro quintas partes de
mexicanos que no tienen derechos: quiere decir que una gran
masa de la población mexicana no ha encontrado justicia todavía,
quiere decir que el llamado a ejercer la justicia, que el juez, que
el protector supremo de los derechos individuales, no ha tenido
modo, no ha podido ejercer su santa misión.
Entonces el problema social, lo mismo que el económico y
lo mismo que el político se reducen a un problema sólo, a una
cuestión de justicia, a ese problema al que nosotros venimos a in-
tentar aquí darle solución.
Pero entonces —nos pregunta una voz autorizada— ¿que-
réis decir que es mala la administración de justicia? Nosotros

113
decimos que las condiciones en que se administra la justicia en
nuestro país son pésimas.
Precisamente cuando los jueces son buenos, precisamente
cuando los jueces son probos, precisamente cuando no puede te-
ner acceso en ellos ninguna pasión baja e inferior —y yo creo, y
creo sinceramente que la mayoría de los jueces en este país se
encuentran en esas condiciones—, precisamente si entonces, si a
pesar de eso el mal social tiene las proporciones que nos ha de-
nunciado el adversario a que aludí antes, debe inferirse que el
mal es orgánico; para corregirlo hay que acudir a un remedio en
el organismo mismo, y el organismo es la Constitución; lo que
quiere decir que la Constitución debe reformarse.
Esta convicción, señores diputados, fué el origen de la inicia-
tiva que llevamos al seno de una agrupación reunida, hace algún
tiempo, con el objeto de formular algunos de los votos del partido
liberal; y los motivos que acabo de indicar, expuestos allí sincera-
mente, proporcionaron benévola acogida a la reforma sobre ina-
movilidad, que figura en el manifiesto de la Convención Nacional.

114
¿Y cuál era el modo de llevar a término esta reforma? Mu-
cho se ha hablado en contra de la inamovilidad. Nosotros ha-
bíamos recurrido a los que más sabían; nosotros habíamos, en
ellos, encontrado una opinión unánime, habíamos leído a todos
los grandes comentadores de la Constitución americana, y todos,
y todos ellos, los más notables, Hamilton, Story, Marshall, todos
nos recomendaban terminantemente como remedio único para
obtener la independencia del Poder Judicial, el que ningún juez
pudiera ser separado de su puesto, sino por acción de la justicia y
nunca de otra manera.
Fijaos bien, señores: aquí lo que debatimos, aquí lo que dis-
cutimos —y es necesario, lo repito, que los señores diputados lo
tengan bien presente— no es precisamente la inamovilidad del
Poder Judicial; este es el medio, el fin es la independencia del Po-
der Judicial; lo que aquí discutimos es si el Poder Judicial debe ser
plenamente independiente en nuestro país, o no.
Si tenéis alguna otra receta, si tenéis alguna otra fórmu-
la que no sea la inamovilidad para obtener la independencia del

115
Poder Judicial, ¿que esperáis? ¿por qué no la presentáis? No-
sotros la adoptaríamos de buen grado; pero hasta ahora no se
ha hablado de otra cosa: es el único recurso, el único medio: la
inamovilidad.
Sin la independencia de la justicia, señores diputados, no
hay justicia, y sin la justicia no existe la base, no digo de las insti-
tuciones libres, ni aun de la sociedad misma; y cuando en un país,
aunque se halle constituido por la forma republicana, no existe
la justicia independiente, el gran jurisconsulto Story lo ha dicho:
entonces no hay propiamente instituciones, la República se llama
despotismo.
Me diréis que nuestra situación no es esa. Señores: las ga-
rantías de la independencia del Poder Judicial consisten en nues-
tro país en una relación entre la honradez del juez y la honradez
del jefe del Poder Público; ambas cosas son innegables; la prime-
ra está en nuestra conciencia, la segunda está en la conciencia de
todos y la confirmará la historia; pero nosotros, señores diputa-
dos, que tenemos que legislar para lo porvenir, no podemos con-

116
sentir en dejar depositadas las garantías en las personas: es preci-
so ponerlas más alto, es preciso fijarlas para siempre en la ley.
¿Y queremos, señores, una prueba flagrante, gigantesca, irre-
futable de que es enteramente lo mismo inamovilidad e indepen-
dencia del Poder Judicial? Nuestros adversarios nos la han pro-
porcionado. El orador ilustre que acaba de dejar la tribuna, en una
de sus breves conclusiones la ha indicado someramente.
El senador Raygosa, ante cuyo gran talento estoy acostum-
brado a inclinarme desde las bancas del colegio, ha desarrollado
esta objeción y la ha expuesto en uno de los periódicos de la ca-
pital; ella es muy grave, es formidable… en favor de la inamovi-
lidad. ¿Cómo, se dice, es posible decretar la inamovilidad de los
jueces y de los magistrados, dejando en sus manos esa arma que
se llama la ley de amparo?
¿Qué es lo que se quiere significar con esto? El arma exis-
te, el arma está en las manos de los magistrados, esa arma no es
una arma, es un escudo, es el inquebrantable escudo del derecho
individual.

117
Al defender el derecho individual, al protegerlo ¿qué es lo
que se protege, señores? La base y el objeto de las instituciones
sociales, la base y el objeto de las instituciones libres. Vosotros,
que os jactáis de constitucionalistas inflexibles, seréis los prime-
ros que os consideréis obligados a proclamar aquí esta verdad:
en la ley de amparo existe el resorte primero, la clave suprema de
todo nuestro sistema constitucional.
Entonces, si ahora tiene ese escudo el Poder Judicial, si
ahora dispone de ese recurso supremo ¿qué es lo que le agre-
garía la inamovilidad? ¿por qué lo que no se teme ahora se te-
mería entonces? ¡Ah, señores diputados!, somos hombres libres,
tenemos todo el valor de nuestras opiniones, venimos aquí a in-
clinarnos respetuosamente ante la conciencia de los demás, y
a exigir el respeto de nuestra conciencia; y por eso me permi-
to preguntar ¿se intenta decir con eso, por ventura, que el día
que haya inamovilidad en el Poder Judicial no será dependiente
y podrá entonces hacer respetar la Constitución y los derechos
individuales?

118
No, señores, no retrocedamos ante esas consecuencias, si
logramos efectivamente que el Poder Judicial sea independiente
y que ocupe el lugar majestuoso que le corresponde. Ese día, se-
ñores diputados, nuestra democracia estaría hecha, nuestra de-
mocracia tendría una garantía; ese día podríamos ver tranquilos
el porvenir; no constituiríamos, como decía el orador que acaba
de bajar de la tribuna, una dictadura togada, constituiríamos la
única dictadura normal que la Constitución quiere, la dictadura
de la ley y de la justicia.
Los que tengan miedo a esa dictadura no son dignos de
pertenecer a un pueblo libre; no son dignos de sostener que
han jurado guardar y hacer guardar la Constitución; ésos, se-
ñores, no pueden permanecer tranquilos en la representación
nacional.
Es preciso convenir que, tras de esa objeción cuya trascen-
dencia, cuyo alcance evidentemente no han medido sus autores,
está esta otra oposición: no hay que dejar en entera independen-
cia el Poder Judicial Federal.

119
Pero se agrega:“No toquéis nuestros ideales”. Señor, la ban-
dera de la Constitución es la bandera de la patria; en largos años
de sufrimientos y de martirios, el pueblo mexicano ha conquista-
do el derecho de identificar en un color solo de sangre y de glo-
ria, los tres colores nacionales, para hacer de la República, de la
Constitución y de la Reforma, una bandera sola.
Ella contiene nuestros ideales, ellos son nuestra religión cí-
vica, esa religión es el depósito sagrado que hemos recibido de
nuestros padres, y ella constituirá el legado que transmitiremos a
nuestros hijos.
¿Quién es el que ha podido decir que los constituyentes hi-
cieron otra cosa que lo que pudieron, que lo que supieron, que lo
que debieron? No, por cierto, el que ocupa esta tribuna.
En medio de la azarosa lucha, de las terribles crisis en que
nuestra Constitución fué promulgada, hicieron muy bien en co-
locar muy alto nuestros ideales, en levantarlos de modo que pu-
diera percibirlos como la luz de un faro el pueblo entero, en ro-
dearlos de una especie de irradiación, de apoteosis, para que en-

120
frente de la bandera de guerra que en nombre de la religión se le-
vantaba contra ella, se levantara también de una guerra santa, la
bandera de la libertad y del derecho.
Pero nuestros padres, señores, bien claro dijeron en el mani-
fiesto que precede a la Constitución de 57, no quisieron ni pudie-
ron querer jamás que estuviéramos arrodillados ante esos ideales,
sino en marcha hacia ellos.
¿Cuáles eran los medios de alcanzarlos? Los artículos de la
Constitución, los textos constitucionales. Los ideales eran la de-
mocracia y la libertad, es decir, la soberanía del pueblo y el dere-
cho constitucional; los medios de obtener la realización de am-
bos ideales eran los textos que están sometidos a la discusión,
que podían ser modificados con tal que nos acercaran a aquellos
fines supremos.
La prueba de que así fue, es que habiendo procedido los
constituyentes de un principio abstracto, de un dogma puro, in-
mediatamente que se pusieron en contacto con la realidad en los
artículos de la Constitución, supieron marcar las condiciones de

121
vida para cada uno de esos principios políticos; quisieron amol-
darlos en lo que les fue posible, en lo que creyeron conveniente,
dado su criterio, a nuestro modo de ser.
¡La vida! Derecho supremo; pero en ciertos casos era permiti-
da la expropiación. ¡La libertad! Derecho altísimo; pero la Constitu-
ción misma dice en qué casos puede ser permitida y en cuáles pue-
de ser limitada, no sólo como ella dice, cuando se atacan los dere-
chos de tercero, sino cuando se atacan los derechos de la sociedad.
Así es que los constituyentes mismos han puesto en nues-
tras manos los recursos para acercarnos a lo que ellos llamaban
el objeto y fin de las instituciones sociales; así es como nosotros
no podemos menos de rechazar, con toda la energía de nuestra
conciencia, el epíteto de infidentes que se nos ha arrojado como
una especie de anatema, cuando traemos una modificación que
no contraría, sino para los ofuscados o los ciegos, ninguno de los
altos principios constitucionales.
Sí, señores: nuestro empeño consiste en demostrar que no
es incompatible la Constitución con la justicia independiente.

122
Los que habéis intentado demostrar que la inamovilidad del Po-
der Judicial no tiene cabida en los artículos constitucionales, lle-
gáis a la conclusión contraria: es imposible, es inútil querer intro-
ducir en la Constitución la justicia plenamente independiente.
¿Cómo es posible que con la justicia inamovible, es decir,
con la justicia independiente, podamos llegar a realizar los altos
ideales democráticos?
Muchas contestaciones podían darse; pero para mí, profe-
sor, maestro de escuela casi, hay una contestación, entre otras,
que ha arrastrado mi voluntad y mi conciencia. Se trata de educar
a nuestra democracia.
Y ¿cómo se logrará esto? ¿Se educa a una democracia en
la escuela? Bien sabéis que no, porque tenéis una gran masa de
personas que, a pesar de haber ido a la escuela, hace alarde de
despreciar las instituciones democráticas y jamás se acerca a las
urnas electorales: no, no se educa la democracia con la escuela
sola, la democracia se educa como se educa todo órgano: por el
ejercicio.

123
Para este ejercicio se necesita la protección de la justicia, y
para que la justicia pueda proteger el ejercicio de la democracia es
preciso que esté perfectamente independiente del poder, llámase
el poder autoridad pública, o llámase el pueblo, o llámase el Pre-
sidente de la República.
Sí, es preciso que sea enteramente libre; sólo de esta mane-
ra podrá proteger los derechos de la democracia; sólo de esta ma-
nera puede llenar la justicia esa altísima función educativa que es
evidentemente la llamada a tener mayor trascendencia en nues-
tra historia política.
Hombres que proclamáis la doctrina de que la experiencia
es la base de toda convicción, de que la experiencia es lo único
que puede proporcionarnos la verdad, el átomo de verdad a que
puede aspirar el hombre, ¿por qué no habéis llamado [a] la expe-
riencia en vuestro auxilio? ¿por qué habéis sido infieles a los mé-
todos de vuestra escuela? ¿por qué habéis hablado en nombre de
una teoría y no habláis en nombre de la historia, puesto que en la
historia es en donde está condensada la experiencia? Así se nos

124
habla y nosotros venimos a firmar en nombre de la escuela y ha-
blar, señor, en nombre de la experiencia.
Por cierto que la historia de la inamovilidad del Poder Judi-
cial tiene páginas grandiosas. Os ruego que oigáis con benévola
atención alguno de esos episodios.
Cuando Felipe II carbonizaba las alas del pensamiento en las
hogueras de la inquisición; cuando apelaba a todos los recursos
para implantar en su país el más absoluto de los despotismos, el
que se fundaba a un mismo tiempo en los derechos políticos y en
los derechos divinos que le daba la religión, quiso llevar la mano
hacia un hombre que le había sido personalmente infiel y sobre el
cual parecía tener derecho indudable; entonces se interpuso ante
el monarca absoluto, representante de Dios, y su venganza, un
hombre, un juez inamovible, el justicia mayor de Aragón.
El rey entonces destruyó al justicia y destruyó la institución;
y en las gradas ensangrentadas del cadalso, en donde rodó la ca-
beza de Juan de Lanuza, rodaron al mismo tiempo la inamovili-
dad judicial y la libertad del pueblo español.

125
Otros déspotas en otro país, en Inglaterra, habían arrodilla-
do a sus pies la alta corte, la habían hecho amovible, como diría-
mos ahora; los magistrados y los jueces estaban sometidos a la
revocación del rey, y cuando estuvieron los jueces arrodillados y
los déspotas creyeron que podrían suprimir la institución, hubo
un largo eclipse en la forma parlamentaria, el rey se creyó auto-
rizado para decretar impuestos: decreta uno, y hubo un hombre,
un ciudadano inglés, en un rincón del país, el inmortal Hamp-
den, que levantó la voz y dijo: “Yo no pago este impuesto. Este
impuesto no ha sido decretado por el parlamento, es un impues-
to ilegal. Jueces de Inglaterra, resolved este caso”.
Los jueces de Inglaterra resolvieron en contra del dere-
cho, y entonces, señor, el pueblo inglés contestó a la sentencia
de los magistrados vendidos con una revolución larga y terri-
ble, que arrojó al cadalso al infeliz rey Carlos Estuardo y que no
terminó hasta que la dinastía protestante se implantó definiti-
vamente en Inglaterra; hasta que el parlamento decretó el fa-
moso bill de los derechos; hasta que en la reforma quedó com-

126
prendida, como un triunfo de la nación, la inamovilidad del Po-
der Judicial.
La revolución francesa… No voy, señores, a hacer ninguna
especie de alusión a los jacobinos. Los jacobinos de la historia fue-
ron los hombres enérgicos que, en virtud de principios absolutos,
quisieron destruir todo lo pasado y que, o murieron, o se sometie-
ron a Napoleón primero y vistieron en el Senado la librea imperial.
No hay entre nosotros, señores, no hay en las filas del parti-
do liberal quien en nuestro tiempo pueda apechugar con la apli-
cación de principios absolutos, ni quien sea capaz de vestir la li-
brea de ningún tirano.
La revolución francesa, decía yo, destruyó la inamovilidad
del Poder Judicial y la destruyó por odio a las instituciones de lo
pasado, y el Poder Judicial quedó sometido a la nación en teoría;
en realidad quedó sometido a los partidos.
De entonces data una serie de tribunales que confundían
la justicia con la venganza, con las ignorancias y con las pasiones
del pueblo. Gracias a ellos, la revolución francesa vistió esta túni-

127
ca de Neso, que se llama el terror, que impidió por cerca de un si-
glo el advenimiento de la República y que sólo ha podido arran-
carse la Francia en las hogueras terribles de la invasión, en el in-
cendio de París, para presentarse purificada ante el mundo con la
justicia inamovible de sus leyes.
Y mientras esto sucedía, la Corte de Justicia americana, ina-
movible, serena, dueña de su conciencia, superior a las pasiones,
llevaba a cabo una obra tranquila, de infinita trascendencia, de
importancia inconmensurable; organizaba la Constitución, la re-
ducía a interpretaciones que hacían pasar los preceptos del dere-
cho constitucional a la vida cotidiana y los introducían en la at-
mósfera misma que respiraba aquella sociedad: y es así como ha
podido obtener esta altísima institución, este homenaje del gran
jefe de partido tory inglés, Salisbury: “Sólo hay una cosa que más
que su riqueza, más que su engrandecimiento, envidia el mundo
a la nación americana: su Corte Suprema de Justicia.”
Pero no nos basta la experiencia de las otras naciones,
¿por qué no venimos a nuestro país? ¿por qué no recurrimos a

128
la experiencia que podemos haber recogido en nuestra propia
historia?
La hemos recogido. Hela aquí: la Constitución Federal de
24 decretó la inamovilidad del Poder Judicial. ¿Hay quien tenga
una tacha que poner a los jueces que formaron entonces la Su-
prema Corte de Justicia de la Nación y que intentaron, en medio
de nuestros trastornos, procurar realizar nuestros derechos?
No, no ha habido una sola voz que se haya levantado en son
de protesta contra ella. ¿Y cuándo la inamovilidad del Poder Judi-
cial concluyó? Cuando el centralismo, cuando la primera Consti-
tución conservadora, precisamente instituyendo lo que llamó “el
poder conservador”, colocó a este poder sobre la Corte de Justicia
y puso en manos de la autoridad pública los fueros y los derechos
de la justicia inamovible.
Es precisamente de la entronización del poder central de
donde data el primer golpe certero que ha recibido, señores di-
putados, la inamovilidad del Poder Judicial. Después, la inamo-
vilidad fué consignada en las Bases Orgánicas, en la otra Consti-

129
tución centralista; pero era una inamovilidad irrisoria que estaba
sujeta a las órdenes del dictador Santa Anna, y este dictador des-
terraba y removía a los magistrados.
Cuando en su última dictadura dos hombres honrados re-
husaron recibir la Cruz de Guadalupe, el dictador los destituyó
en virtud de sus facultades soberanas y dio con esto el golpe de
muerte a la inamovilidad de la Corte de Justicia.
Pero ¿por qué la Constitución de 57 se hizo eco de esta tra-
dición centralista? Es fácil decirlo; no está precisamente el motivo
en las razones débiles que en el constituyente se expusieron en
contra de la inamovilidad, como la de haber procedido mal algún
tribunal en dos o tres procesos; porque ¿hay. algún tribunal que
no haya sido tachado de esto mismo?
No fué esa la causa, no; fué otro principio, y basta la simple
lectura del texto constitucional para adivinarlo. Los constituyen-
tes quisieron radicar la vicepresidencia de la República en el seno
de la Corte Judicial, y desde el momento en que la vicepresiden-
cia de la República, que el presidente posible formaba parte de

130
ese altísimo tribunal, era imposible que fuera inamovible, era ne-
cesario que entrara en la ley común de la rotación constante de la
elección popular.
Y ¿cuál es el hecho hoy, señores? El hecho es que desde que
hemos entrado en una era de paz, que desde el instante que pue-
den vislumbrarse horas tranquilas y normales para nuestra orga-
nización política, de hecho el Poder Judicial va siendo inamovible.
Voluntad del pueblo, influencia del poder, cualquiera que sea
el factor, el resultado es éste: los poderes judiciales se renuevan
en su personal muy poco a poco, muy lentamente, algunas veces
no se renuevan; y es que se reconoce la bondad de la institución y
que, con la experiencia y con la competencia unidas a la responsa-
bilidad, pueda obtenerse evidentemente jueces que no estén so-
metidos más que a la justicia de los países en que se encuentran.
Entonces, señor, ¿por qué no llevamos el hecho al derecho?
Tened presente que es la conciencia del juez independiente en
donde, como en un Tabor, se transfiguran los hombres en ciuda-
danos libres y los pueblos en democracias soberanas.

131
¿Cuáles serán, señor, cuáles podrán ser los medios de reali-
zar esta institución, de realizar esta reforma constitucional? Nos
hará la Cámara la justicia de creer que no podíamos haber come-
tido con ella la enorme falta de respeto de haber traído una ini-
ciativa que consultaba un sistema de nombramiento para los ma-
gistrados, sin haber revisado antes otros sistemas.
Tuvimos en cuenta el primero de todos, el sistema de elec-
ción popular, aunque fuera por ese instinto de simetría que es
propio de nuestro espíritu latino y que nos hacía ver como una
especie de defecto el que dos de los poderes públicos tuvieran un
origen distinto del otro poder.
Pero hay una condición sine qua non, indispensable, que hu-
bimos de tener en cuenta; y nos dijimos:“pero la elección popular,
¿es garantía de competencia? ¿podemos incidir en el error —¿me
sería permitida esta palabra?— de nuestros constituyentes?
Porque ellos tampoco se creyeron infalibles nunca; ellos
mismos confesaron que podían haber cometido graves errores.
¿Vamos nosotros a creer que cometemos un pecado cada vez que

132
nos encontremos en la Constitución con una infidencia para con
la lógica y la verdad?
No; pues fué un error decir que los jueces serán peritos en
derecho a juicio de los electores. ¿Podemos decir esto, podemos
decir que creemos efectivamente que los electores son capaces de
decidir quiénes eran peritos en derecho?
Pero, señor, este es asunto de sentido común, esto es impo-
sible. Esto, en la ley fundamental, fué consecuencia del principio
que fué forzoso aceptar en la Constitución; pero desde que no
existe la vicepresidencia de la República en la Corte Superior, se
nos dejaba libre, digámoslo así, este mismo cuerpo para poder ser
transformado según los intereses del país.
Y como la competencia es una condición especial para el
juez, para el magistrado, ¿qué es lo que ha pasado? ¿qué es lo
que sucederá? Que a pesar de decir la ley terminante competen-
cia a juicio de los electores, los electores jamás podrán ser com-
petentes para encontrar esa pericia, y siempre habrá un oráculo
que les dicte los nombres de los competentes, y este oráculo, se-

133
ñores, significa nada menos que el falseamiento de las institucio-
nes y la adulteración del sufragio popular.
Con la elección de los magistrados, según la tenemos, ha-
cemos indefinidamente posible este falseamiento; aun cuando la
democracia mexicana esté enteramente constituida, jamás, si no
es en el caso de una crisis política, el día en que la pasión de un
partido quiera llevar a un magistrado a los altos escaños, enton-
ces podría decirse que el sufragio era efectivo, que el sufragio era
real; mas fuera de ese caso el pueblo no tomará nunca interés en
la elección del magistrado, porque con su natural buen sentido se
creerá incompetente para decir quiénes son los peritos, y dejará
que otros hagan la elección de su lugar.
Entonces, señores, recurrimos, como ha dicho perfectamen-
te el órgano de las comisiones, recurrimos a las instituciones ame-
ricanas; ¿a dónde habíamos de recurrir?
Aquí empieza, señores, la historia de un crimen, aquí em-
pezamos a cometer el gran delito, cuyos dos elementos son estos:
imitación, falseamiento.

134
Imitación, ¿por qué imitar a los americanos? Este reproche,
señores, hacédselo a los constituyentes de 57. La Constitución de
57 en sus líneas fundamentales es enteramente lo mismo que la
Constitución americana; y cuando nosotros nos encontramos con
una democracia naciente, con una democracia en vía de forma-
ción, ¿qué mucho que recurramos a las instituciones de estabili-
dad que en los Estados Unidos han garantido suficientemente la
consolidación de esa democracia?
Esta clase de objeciones no es la primera vez que las oye
un Congreso mexicano; hace algunos años que resonaron en esta
tribuna; hace algunos años fueron expedidas aquí, con gran aco-
pio de razones por los insignes oradores que combatieron la ins-
titución del Senado; sólo uno de ellos, el respetable actual presi-
dente de esta Cámara, opuso ante la institución senatorial esta
objeción, que era una objeción de buen sentido: “Aún no hemos
hecho la experiencia de nuestra Constitución; experimentémos-
la”. Todos los demás dijeron: “Nos presentáis una reforma que
envuelve un retroceso, nos presentáis una reforma que no es más

135
que la imitación servil de la Constitución americana; allí sí podrá
tener aplicación la ley, aquí no”.
¿Por qué la ley no ha de tener los mismos efectos aquí y
allí, cuando forma parte de un mismo cuerpo de instituciones? Si
esas instituciones son idénticas, es necesario buscar en ellas las
formas que se apropian a las necesidades del país.
Por eso, señores, ese elemento de nuestro gran crimen no
podía hacer fuerza en nuestro ánimo y retraernos; por eso lo ha-
cemos a un lado, por eso propusimos la imitación de la Constitu-
ción americana en cuanto a la designación, y dijimos que designe
el Presidente de la República de acuerdo con el Senado.
¡Ah!, pero entonces —aquí entra el segundo elemento—
falseáis los principios de la Constitución; entonces nuestra Corte
de Justicia no emanará del pueblo.
No, señor, no hay nada en nuestro régimen constitucional
que pueda no emanar del pueblo; ¿qué, la Cámara popular, por-
que es nombrada por un grupo de electores, que es la mínima
parte del pueblo, por eso no emana del pueblo?

136
Que, cuando el Congreso erigido, según la Constitución, en
Colegio Electoral, en caso de empate hace el nombramiento no
sólo de los magistrados de la Suprema Corte de Justicia, sino del
Presidente de la República, ¿estos poderes no emanan del pueblo?
¿Y por qué cuando a dos altos poderes, cuando a un poder
que emana del pueblo entero, como es el Presidente de la Repú-
blica y al que representa el Poder Federal, como es el Senado, que
queremos ponerlos de acuerdo para la designación de jueces que
deben reunir determinadas condiciones de competencia, por qué
decir entonces que en este caso no emanarán del pueblo?
Pues señor, no nos entendemos. Si emanar es provenir me-
diata o inmediatamente, tan vienen del pueblo los señores diputa-
dos, como vendrían los magistrados de la Corte de Justicia en caso
de ser designados por el Presidente de la República y el Senado.
Pero hay otro elemento de la cuestión que es preciso tener
presente, y que es esencialmente jurídico. Nosotros, los repre-
sentantes del pueblo, el Presidente de la República, los miem-
bros del Senado, tenemos un mandato; los encargados, los que

137
reciben la investidura de ejercer la justicia, no reciben un man-
dato, reciben, como digo, una investidura. ¿Y por qué no reciben
un mandato?
Porque está en la esencia del mandato dar cuenta de él, y
los magistrados no tienen que dar cuenta a nadie de sus fallos
como jueces. Por eso no es posible equiparar el mandato con la
investidura.
Demasiado, señores, he cansado la atención de la Cámara, y
voy a decir dos palabras para concluir.
Nosotros, los de la escuela de los suficientistas, como nos
ha llamado con impertinente gracia uno de nuestros compañeros
de esta Cámara, no estamos, sin embargo, seguros de haber acer-
tado, ni de haber llegado a la verdad; nosotros os pedimos, pues-
to que todos tenemos la convicción de que es preciso remediar
un mal, os pedimos sencillamente medios, no palabras, nosotros
proponemos uno; ¿cuál es el que proponéis vosotros?
Lo repito, habéis confesado el mal, habéis confesado la en-
fermedad; hay una porción inmensa de mexicanos sin derechos;

138
vamos a procurar que estos hombres obtengan esos derechos,
que haya jueces para ellos; ¿cómo llegaremos a este resultado?
Vuestra agrupación, señores, vuestra capilla no nos da cabi-
da, es demasiado estrecha; cabéis allí y reináis vosotros; nosotros
no podemos entrar; es la capilla del constitucionalismo absolu-
to y puro; nosotros somos los excomulgados, como los entredi-
chos de la Edad Media habéis apagado para nosotros las velas
del altar.
Nuestra iglesia es más grande, allí no necesitamos velas,
nos basta la luz: esa luz es la ciencia. Allí, decís, está el orgullo; no,
señores; esa ciencia la conocéis mejor que nosotros. Nosotros no
la hemos inventado; los libros están a vuestro alcance, sus méto-
dos os son familiares; no queréis aplicarlos; nosotros hemos teni-
do la audacia de proponeros una aplicación.
Pues bien, esta aplicación es la que discutimos aquí. Decid
vosotros, en nombre de vuestra misteriosa fe, lo que podéis pro-
poner en contra de esta desdichada ciencia positiva, es decir, hu-
mana, que nos ha traído a este debate.

139
Un gran tribuno, que debe ser malo porque era positivista,
León Gambetta, dijo que la política era el arte de las transaccio-
nes; y nosotros que no venimos aquí a cuestiones académicas, ni
a procurar el triunfo de teorías, sino a discutir leyes, nos hemos
tenido que someter a una transacción, y hemos resuelto apoyar el
dictamen; y ya que no tuvimos la satisfacción de ver nuestra ini-
ciativa adoptada por entero, nos hemos contentado con esa es-
pecie de rumor de aprobación que las comisiones unidas primera
de justicia y primera de puntos constitucionales, han colocado al
frente de sus conclusiones.
Pero esas conclusiones contienen el principio de inamovi-
lidad; ese principio de inamovilidad, señores diputados, será un
dique que desvíe la corriente de falsedad que mina, que disuelve
los cimientos de nuestras instituciones, y que las hace aparecer
como esos magníficos edificios construidos por los arquitectos
del siglo pasado, que estamos viendo hundirse a nuestra vista.
La Constitución es nuestra arca santa; si ella contiene en ta-
blas de piedra los textos legales, saquemos esas tablas del arca,

140
demos vida a esos textos, porque, como dijo la Escritura: “La letra
mata, el espíritu vivifica.”Infundámosle el espíritu de los métodos
modernos, dejémosles asimilarse a la vida misma y al organismo
entero de nuestro país.
Esa arca hace tiempo que anda por los campos de los filis-
teos; es preciso que venga a otras manos, y de allí pase a la gene-
ración nueva, cuyos pasos viriles y presurosos sentimos a nuestra
espalda.
Con esa aprobación, señores diputados, habréis hecho una
grande obra de trascendental importancia: habréis prestado un
gran servicio a la patria, habréis devuelto a su espíritu la confian-
za en el derecho, y habréis arrancado de su corazón el miedo al
porvenir.

[Pronunciado en la Cámara de Diputados, el 12 de diciembre de


1893]

141
Plan de San Luis

de Francisco I. Madero González


Los pueblos, en su esfuerzo constante porque triunfen los ideales
de la libertad y justicia, se ven precisados en determinados mo-
mentos históricos a realizar los mayores sacrificios.
Nuestra querida patria ha llegado a uno de esos momentos:
una tiranía que los mexicanos no estábamos acostumbrados a su-
frir, desde que conquistamos nuestra independencia, nos oprime
de tal manera, que ha llegado a hacerse intolerable. En cambio
de esta tiranía se nos ofrece la paz, pero es una paz vergonzo-
sa para el pueblo mexicano porque no tiene por base el derecho,
sino la fuerza; porque no tiene por objeto el engrandecimiento y
prosperidad de la patria, sino enriquecer un pequeño grupo que,
abusando de su influencia, ha convertido los puestos públicos en
fuente de beneficios exclusivamente personales, explotando sin
escrúpulo las concesiones y contratos lucrativos.
Tanto el Poder Legislativo como el Judicial están completa-
mente supeditados al Ejecutivo; la división de los poderes, la so-
beranía de los Estados, la libertad de los ayuntamientos y los de-
rechos del ciudadano, sólo existen escritos en nuestra Carta Mag-

144
na; pero de hecho, en México casi puede decirse que reina con-
tantemente la ley marcial; la justicia, en vez de impartir su pro-
tección al débil, sólo sirve para legalizar los despojos que comete
el fuerte; los jueces, en vez de ser los representantes de la justi-
cia, son agentes del Ejecutivo, cuyos intereses sirven fielmente;
las Cámaras de la Unión, no tienen otra voluntad que la del dic-
tador; los gobernadores de los Estados son designados por él, y
ellos, a su vez, designan e imponen de igual manera las autorida-
des municipales.
De esto resulta que todo el engranaje administrativo, judi-
cial y legislativo, obedecen a una sola voluntad, al capricho del
General Porfirio Díaz, quien en su larga administración, ha de-
mostrado que el principal móvil que lo guía es mantenerse en el
poder y a toda costa.
Hace muchos años se siente en toda la República profundo
malestar, debido a tal régimen de gobierno, pero el general Díaz,
con gran astucia y perseverancia, había logrado aniquilar todos
los elementos independientes, de manera que no era posible or-

145
ganizar ninguna clase de movimiento para quitarle el poder de
que tan mal uso hacía. El mal se agravaba constantemente, y el
decidido empeño del general Díaz de imponer a la nación un su-
cesor, y siendo éste el señor Ramón Corral, llevó ese mal a su col-
mo y determinó que muchos mexicanos, aunque carentes de re-
conocida personalidad política, puesto que había sido imposible
labrársela durante 36 años de dictadura, nos lanzáramos a la lu-
cha, intentando reconquistar la soberanía del pueblo y sus dere-
chos, en el terreno netamente democrático.
Entre otros partidos qye tendían al mismo fin, se organizó el
Partido Nacional Antirreeleccionista proclamando los principios
de sufragio efectivo y no reelección, como únicos capaces de sal-
var a la República del inminente peligro con que la amenazaba la
prolongación de una dictadura cada día más onerosa, más despó-
tica y más inmoral.
El pueblo mexicano secundó eficazmente a ese partido y
respondiendo al llamado que se le hizo, mandó a sus reprsentan-
tes a una Convención, en la que también estuvo representado el

146
Partido Nacional Democrático, que asimismo interpretaba los an-
helos populares. Dicha Convención designó sus candidatos para
la presidencia y vicepresidencia de la República, recayendo esos
nombramientos en el señor doctor Francisco Vázquez Gómez y
en mí para los cargos respectivos de vicepresidente y presidente
de la República.
Aunque nuestra situación era sumamente desventajosa por-
que nuestros adversarios contaban con todo el elemento oficial,
en el que se apoyaban sin escrúpulos, creímos de nuestro deber,
para servir la causa del pueblo, aceptar tan honrosa designación.
Imitando las sabias costumbres de los países republicanos, recorrí
parte de la República haciendo un llamamiento a mis compatrio-
tas. Mis giras fueron verdaderas marchas triunfales, pues por don-
dequiera el pueblo, electrizado por las palabras mágicas de Su-
fragio efectivo y no reelección, daba pruebas evidentes de su in-
quebrantable resolución de obtener el triunfo de tan salvadores
principios. Al fin, llegó un momento en que el general Díaz se dió
cuenta de la verdadera situación de la República, y comprendió

147
que no podía luchar ventajosamente conmigo en el campo de la
democracia, y me mandó reducir a prisión antes de las elecciones,
las que se llevaron a cabo excluyendo al pueblo de los comicios
por medio de la violencia, llenando las prisiones de ciudadanos
independientes y cometiendo los fraudes más desvergonzados.
En México, como República democrática, el poder político
no puede tener otro origen ni otra base que la voluntad nacional,
y ésta no puede ser supeditada a fórmulas llevadas a cabo de un
modo fraudulento.
Por este motivo el pueblo mexicano ha protestado contra
la ilegalidad de las últimas elecciones; y queriendo emplear su-
cesivamente todos los recursos que ofrecen las leyes de la Repú-
blica, en la debida forma, pidió la nulidad de las elecciones ante
la Cámara de Diputados, a pesar de que no reconocía a dicho
cuerpo un origen legítimo y de que sabía de antemano que no
siendo sus miembros representantes del pueblo, sólo acatarían
la voluntad del general Díaz, a quien exclusivamente deben su
investidura.

148
En tal estado de cosas, el pueblo que es el único sobera-
no, también protestó de un modo enérgico contra las eleccio-
nes en imponentes manifestaciones llevadas a cabo en diversos
puntos de la República, y si éstas no se generalizaron en todo el
territorio nacional, fue debido a la terrible presión ejercida por el
gobierno que siempre ahoga en sangre cualquier manifestación
democrática, como pasó en Puebla, Veracruz, Tlaxcala, México y
otras partes.
Pero esta situación violenta e ilegal no puede subsistir más.
Yo he comprendido muy bien que si el pueblo me ha de-
signado como un candidato para la presidencia, no es porque yo
haya tenido la oportunidad de descubrir en mí las dotes del esta-
dista o del gobernante, sino la virilidad del patriota resuelto a sa-
crificarse si es preciso, con tal de conquistar la libertad y ayudar al
pueblo a librarse de la odiosa tiranía que lo oprime.
Desde que me lancé a la lucha democrática sabía muy bien
que el general Díaz no acataría la voluntad de la nación, y el no-
ble pueblo mexicano, al seguirme a los comicios, sabía también

149
perfectamente el ultraje que le esperaba; pero a pesar de ello, el
pueblo dió para la causa de la libertad un numeroso contingente
de mártires cuando éstos eran necesarios, y con admirable estoi-
cismo concurrió a las casillas a recibir toda clase de vejaciones.
Pero tal conducta era indispensable para demostrar al mun-
do entero que el pueblo mexicano está apto para la democracia,
que está sediento de libertad, y que sus actuales gobernantes no
responden a sus aspiraciones.
Además, la actitud del pueblo antes y durante las eleccio-
nes, así como después de ellas, demuestra claramente que recha-
za con energía al gobierno del general Díaz y que si se hubieran
respetado esos derechos electorales, hubiese sido yo electo para
la presidencia de la República.
En tal virtud y haciéndome eco de la voluntad nacional, de-
claro ilegales las pasadas elecciones y quedando por tal motivo la
República sin gobernantes legítimos, asumo provisionalmente la
presidencia de la República, mientras el pueblo designa conforme
a la ley sus gobernantes. Para lograr este objeto es preciso arrojar

150
del poder a los audaces usurpadores que por todo título de legali-
dad ostentan un fraude escandaloso e inmoral.
Con toda honradez declaro que consideraría una debilidad de
mi parte y una traición al pueblo que en mi ha depositado su con-
fianza, no ponerme al frente de mis conciudadanos, quienes ansio-
samente me llaman, de todas partes del país, para obligar al general
Díaz, por medio de las armas, a que respete la voluntad nacional.
El gobierno actual, aunque tiene por origen la violencia y el
fraude, desde el momento en que ha sido tolerado por el pueblo,
puede tener para las naciones extranjeras ciertos títulos de lega-
lidad hasta el 30 del mes entrante en que expiran sus poderes;
pero como es necesario que el nuevo gobierno dimanado del úl-
timo fraude no pueda rcibirse ya del poder, o por lo menos se en-
cuentre con la mayor parte de la nación protestando con las ar-
mas en la mano, contra esa usurpación, he designado el domin-
go 20 del entrante noviembre, para que de las seis de la tarde en
adelante, en todas las poblaciones de la República se levanten en
armas bajo el siguiente

151
Plan
1° Se declaran nulas las elecciones para presidente y vice-
presidente de la República, Magistrados a la Suprema Corte de
la nación y diputados y senadores, celebradas en junio y julio del
corriente año.
2° Se desconoce al actual gobierno del general Díaz, así
como a todas las autoridades cuyo poder debe dimanar del voto
popular, porque además de no haber sido electas por el pueblo,
han perdido los pocos títulos que podían tener de legalidad, co-
metiendo y apoyando con los elementos que el pueblo puso a su
disposición para la defensa de sus intereses, el fraude electoral
más escandaloso que registra la historia de México.
3° Para evitar, hasta donde sea posible, los trastornos inhe-
rentes a todo movimiento revolucionario, se declaran vigentes, a
reserva de reformar oportunamente por los medios constitucio-
nales, aquellas que requieran reformas, todas las leyes promul-
gadas por la actual administración y sus reglamentos respecti-

152
vos, a excepción de aquellas que manifiestamente se hallen en
pugna con los principios proclamados en este Plan.
Igualmente se exceptúan las leyes, fallos de tribunales y de-
cretos que hayan sancionado las cuentas y manejos de fondos de
todos los funcionarios de la administración porfirista en todos los
ramos; pues tan pronto como la revolución triunfe, se iniciará la
formación de comisiones de investigación para dictaminar acerca
de las responsabilidades en que hayan podido incurrir los funcio-
narios de la federación, de los Estados y de los municipios.
En todo caso serán respetados los compromisos contraídos
por la administración porfirista con gobiernos y corporaciones
extranjeras antes del 20 del entrante.
Abusando de la Ley de Terrenos Baldíos, numerosos pro-
pietarios en su mayoría indígenas, han sido despojados de sus
terrenos, por acuerdo de la Secretaría de Fomento, o por fallos
de los tribunales de la República. Siendo en toda justicia restituir
a sus antiguos poseedores los terrenos de que se les despojó de
un modo tan arbitrario, se declaran sujetas a revisión tales dis-

153
posiciones y fallos y se les exigirá a los que los adquirieron de un
modo tan inmoral, o a sus herederos, que los restituyan a sus pri-
mitivos propietarios, a quienes pagarán también una indemniza-
ción por los perjuicios sufridos. Sólo en el caso de que esos terre-
nos hayan pasado a tercera persona antes de la promulgación de
este Plan, los antiguos propietarios recibirán indemnización de
aquellos en cuyo beneficio se verificó el despojo.
4° Además de la Constitución y leyes, se declara Ley Supre-
ma de la República el principio de no reelección del presidente y
vicepresidente de la República, de los gobernadores de los Esta-
dos y de los presidentes municipales, mientras se hagan las refor-
mas constitucionales respectivas.
5° Asumo el caracter de presidente provisional de los Esta-
dos Unidos Mexicanos con las facultades necesarias para hacer la
guerra al gobierno usurpador del general Díaz.
Tan pronto como la capital de la República y más de la mi-
tad de los Estados de la federación, estén en poder de las fuerzas
del pueblo, el presidente provisional convocará a elecciones ge-

154
nerales extraordinarias para un mes después y entregará el poder
al presidente que resulte electo, tan luego como sea conocido el
resultado de la elección.
6° El presidente provisional, antes de entregar el poder, dará
cuenta al Congreso de la Unión, del uso que haya hecho de las
facultades que le confiere el presente Plan.
7° El día 20 de noviembre, desde las seis de la tarde en ade-
lante, todos los ciudadanos de la República tomarán las armas
para arrojar del poder a las autoridades que actualmente gobier-
nan. Los pueblos que estén retirados de las vías de comunicación,
lo harán desde la víspera.
8° Cuando las autoridades presenten resistencia armada, se
les obligará por la fuerza de las armas a respetar la voluntad popu-
lar, pero en este caso las leyes de la guerra serán rigurosamente ob-
servadas, llamándose especialmente la atención sobre las prohibi-
ciones relativas a no usar balas explosivas ni fusilar a los prisione-
ros. También se llama la atención respecto al deber de todo mexi-
cano de respetar a los extranjeros en sus personas e intereses.

155
9° Las autoridades que opongan resistencia a la realización
de este Plan serán reducidas a prisión para que se les juzgue por
los tribunales de la República cuando la revolución haya termina-
do. Tan pronto como cada ciudad o pueblo recobre su libertad, se
reconocerá como autoridad legítima provisional, al principal Jefe
de las armas con facultad de delegar sus funciones en algún otro
ciudadano caracterizado, quien será confirmado en su cargo o re-
movido por el gobierno provisional.
Una de las principales medidas del gobierno provisional
será poner en libertad a todos los presos políticos.
10° El nombramiento de Gobernador provisional de cada
Estado que haya sido ocupado por las fuerzas de la revolución,
será hecho por el presidente provisional. Este Gobernador ten-
drá la estricta obligación de convocar elecciones para Goberna-
dor constirucional del Estado, tan pronto como sea posible, a jui-
cio del presidente provisional. Se exceptúan los Estados que de
dos años a esta parte han sostenido campañas democráticas para
cambiar de gobierno, pues en éstos se considerará como gober-

156
nador provisional al que fue candidato del pueblo, siempre que
se adhiera activamente a este Plan.
En caso de que el presidente provisional no haya hecho el
nombramiento de Gobernador, que este nombramiento no haya
llegado a su destino o bien que el agraciado no aceptara por cual-
quier circunstancia, entonces el gobernador será designado por
votación de todos los jefes de las armas que operen en el terri-
torios del Estado respectivo, a reserva de que su nombramiento
sea ratificado por el presidente provisional tan pronto como sea
posible.
11° Las nuevas autoridades dispondrán de todos los fondos
que se encuentren en todas las oficinas públicas, para los gastos
ordinarios de la administración; para los gastos de la guerra con-
tratarán empréstitos, voluntarios o forzosos. Estos últimos sólo
con ciudadanos o instituciones nacionales. De estos empréstitos
se llevará una cuenta escrupulosa y se otorgarán recibos en debi-
da forma a los interesados, a fin de que al triunfar la revolución se
les restituya lo prestado.

157
Transitorios
A. Los jefes de las fuerzas revolucionarias tomarán el grado
que corresponda al número de fuerzas a su mando. En caso de
operar fuerzas voluntarias y militares unidas, tendrá el mando
de ellas el jefe de mayor graduación, pero en caso de que ambos
jefes tengan el mismo grado, el mando será del jefe militar.
Los jefes civiles disfrutarán de dicho grado mientras dure la
guerra, y una vez terminada, esos nombramientos, a solicitud de
los interesados, se revisarán por la Secretaría de Guerra, que los
ratificará en su grado o los rechazará, según sus méritos.
B. Todos los jefes, tanto civiles como militares, harán guar-
dar a sus tropas la más estricta disciplina, pues ellos serán res-
ponsables ante el gobierno provisional, de los desmanes que co-
metan las fuerzas a su mando, salvo que justifiquen no haberles
sido posible contener a sus soldados y haber impuesto a los cul-
pables el castigo merecido.
Las penas más severas serán aplicadas a los soldados que
saqueen una población o que maten a prisioneros indefensos.

158
C. Si las fuerzas o autoridades que sostienen al general
Díaz fusilan a los prisioneros de guerra, no por eso y como re-
presalias se hará lo mismo con los de ellos que caigan en nuestro
poder; pero en cambio serán fusilados dentro de las veinticua-
tro horas y después de un juicio sumario, las autoridades civiles
o militares al servicio del general Díaz, que una vez estallada la
revolución hayan ordenado, dispuesto en cualquier forma, trans-
mitido la orden o fusilado a alguno de nuestros soldados.
De esa pena no se eximirán ni los más altos funcionarios,
la única excepción será el general Díaz y sus Ministros, a quie-
nes en caso de ordenar dichos fusilamientos o permitirlos, se
les aplicará la misma pena, pero después de haberlos juzgado
por los tribunales de la República, cuando ya haya terminado la
revolución.
En el caso de que el general Díaz disponga que sean respe-
tadas las leyes de la guerra, y que se trate con humanidad a los
prisioneros que caigan en sus manos, tendrá la vida salva; pero
de todos modos deberá responder ante los tribunales de cómo

159
ha manejado los caudales de la nación, de cómo ha cumplido
con la ley.
D. Como es requisito indispensable en las leyes de la gue-
rra que las topas beligerantes lleven algún uniforme o distintivo
y como será dificil uniformar a las numerosas fuerzas del pueblo
que van a tomar parte en la contienda, se adoptará como distin-
tivo de todas las fuerzas libertadoras, ya sean voluntarias o mili-
tares, un listón tricolor, en el tocado o en el brazo.
Conciudadanos: si os convoco para que toméis las armas y
derroquéis al gobierno del general Díaz, no es solamente por el
atentado que cometió durante las últimas elecciones, sino para
salvar a la patria del porvenir sombrío que le espera continuan-
do bajo su dictadura y bajo el gobierno de la nefanda oligarquía
científica, que sin escrúpulo y a gran prisa están absorbiendo y
dilapidando los recursos nacionales, y si permitimos que conti-
núe en el poder, en un plazo muy breve habrán completado su
obra; habrán llevado al pueblo a la ignominia y lo habrán envi-
lecido; le habrán chupado todas sus riquezas y dejado en la más

160
absoluta miseria; habrán causado la bancarrota de nuestra pa-
tria, que débil, empobrecida y maniatada, se encontrará inerme
para defender sus fronteras, su honor y sus instituciones.
Por lo que a mí respecta, tengo la conciencia tranquila y na-
die podrá acusarme de promover la revolución por miras perso-
nales, pues está en la conciencia nacional que hice todo lo posible
para llegar a un arreglo pacífico y font color=”red”>estuve dis-
puesto hasta a renunciar de mi candidatura siempre que el gene-
ral Díaz hubiese permitido a la nación designar aunque fuese al
vicepresidente de la República; pero, dominado por incompren-
sible orgullo y por unaudita soberbia, desoyó la voz de la patria y
prefirió precipitarla en una revolución antes que ceder un ápice,
antes de devolver al pueblo un átomo de sus derechos, antes de
cumplir aunque fuese en las postrimerías de su vida, parte de las
promesas que hizo en La Noria y Tuxtepec.
Él mismo justificó la presente revolución cuando dijo: Que
ningún ciudadano se imponga y perpetúe en el ejercicio del po-
der y esta será la última revolución.

161
Si en el ánimo del general Díaz hubiesen pesado más los
intereses de la patria que los sórdidos intereses de él y sus con-
sejeros, hubiera evitado esta revolución, haciendo algunas conce-
siones al pueblo; pero ya que no lo hizo… ¡tanto mejor!, el cam-
bio será más rápido y más radical, pues el pueblo mexicano, en
vez de lamentarse como un cobarde, aceptará como un valiente
el reto, y ya que el general Díaz pretende apoyarse en la fuerza
bruta para imponerle un yugo ignominioso, el pueblo recurrirá a
esa misma fuerza para sacudir ese yugo, para arrojar a ese hom-
bre funesto del poder y para reconquistar su libertad.
Sufragio efectivo, no reelección

[San Luis Potosí, octubre 5 de 1910]

162
Carta abierta
a don Francisco I. Madero

de Luis Vicente Cabrera Lobato


Muy distinguido y estimado amigo:

Las circunstancias especiales en que usted se ha encontrado desde


hace cerca de seis meses, y mi intención de conservarme siempre
dentro de la ley, me habían hecho cortar toda comunicación con
usted, Mas ahora que por actos expresos y deliberados del gobier-
no del general Díaz ha pasado usted oficialmente de la categoría
de delincuente a la de caudillo político, aprovecho la ocasión para
dirigirle las presentes líneas en público, con el objeto de contribuir
en la medida de mis fuerzas al restablecimiento de la paz.
No puedo ni quiero discutir si hizo usted bien o mal en le-
vantarse en armas para sostener los principios de no-reelección y
de efectividad del sufragio; eso es de la incumbencia de la histo-
ria, y cualquier juicio que yo anticipara, correría el riesgo de pa-
recer apología de un hecho reprobado por la ley. Básteme decir
que la Revolución es un hecho, que el movimiento iniciado por
usted en Chihuahua se ha convertido en un gran sacudimiento
nacional; que el país se halla casi por completo envuelto en una

164
conflagración más poderosa y más vasta de lo que usted mismo
pudo suponer o esperar; y que al comprender que esta Revolu-
ción amenazaba tornarse irrefrenable, todos los mexicanos nos
hemos puesto a trabajar para apagarla.
Todos hemos sentido las consecuencias de la Revolución;
pero nos hemos resignado a sufrirlas en la esperanza de que tra-
jera consigo algunos bienes en medio de tantos males. Usted, se-
ñor Madero, tiene contraída una inmensa responsabilidad ante
la Historia, no tanto por haber desencadenado las fuerzas socia-
les, cuanto porque al hacerlo, ha asumido usted implícitamente la
obligación de restablecer la paz y el compromiso de que se reali-
cen las aspiraciones que motivaron la guerra, para que el sacrifi-
cio de la Patria no resulte estéril.
Desde hace algún tiempo venía mirándose que el único
medio de que disponía el gobierno del general Díaz para resta-
blecer la paz era el de una transacción con los elementos revo-
lucionarios. Pero precisamente al saber que por fin se concerta-
ba un armisticio y que se iniciaban pláticas para discutir las bases

165
de la paz, aun los más serenos dejaron escapar un movimiento
de ansiedad y la expectación pública alcanzó su máxima tensión,
porque se comenzó a comprender que lo que usted va a defender
en las conferencias de paz no son precisamente las pretensiones
de la Revolución, sino principalmente la suerte de nuestras liber-
tades políticas.
Las revoluciones son siempre operaciones dolorosísimas
para el cuerpo social; pero el cirujano tiene ante todo el deber
de no cerrar la herida antes de haber limpiado la gangrena. La
operación, necesaria o no, ha comenzado; usted abrió la herida y
usted está obligado a cerrarla; pero guay de usted, si acobardado
ante la vista de la sangre o conmovido por los gemidos de dolor
de nuestra Patria cerrara precipitadamente la herida sin haberla
desinfectado y sin haber arrancado el mal que se propuso usted
extirpar, el sacrificio habría sido inútil y la historia maldecirá el
nombre de usted, no tanto por haber abierto la herida, sino por-
que la Patria seguiría sufriendo los mismos males que ya daba
por curados y continuaría además expuesta a recaídas cada vez

166
más peligrosas, y amenazada de nuevas operaciones cada vez
más agotantes y cada vez más dolorosas.
En otros términos, y para hablar sin metáforas: usted que ha
provocado la Revolución, tiene el deber de apagarla; pero guay
de usted si asustado por la sangre derramada, o ablandado por
los ruegos de parientes y de amigos, o envuelto por la astuta dul-
zura del Príncipe de la Paz, o amenazado por el yanqui, deja in-
fructuosos los sacrificios hechos. El país seguiría sufriendo de los
mismos males, quedaría expuesto a crisis cada vez más agudas, y
una vez en el camino de las revoluciones que usted le ha enseña-
do, querría levantarse en armas para la conquista de cada una de
las libertades que dejara pendientes de alcanzar.
La Revolución debe concluir; es necesario que concluya
pronto, y usted debe ayudar a apagarla; pero a apagarla definiti-
vamente y de modo que no deje rescoldos.
En todo el país hay muchos millares de hombres que, como
yo, son fervientes y sinceros partidarios de la paz, supuesto que a
pesar de estar convencidos de la esterilidad de los esfuerzos he-

167
chos dentro de la ley para la conquista de las libertades, y no obs-
tante las vejaciones y persecuciones políticas que han sufrido,
han permanecido sin embargo firmes en su deliberado propósito
de no levantarse en armas. Estos son los que constituyen esa opi-
nión pública pacífica, pero omnipotente, a la cual debe la Revo-
lución su fuerza y ante la cual ha tenido que doblegarse la inque-
brantable voluntad del general Díaz.
Mis palabras no son más que la traducción del sentir y del
modo de pensar de esa opinión pública pacífica, que no por no
haberse levantado en armas deja de tener derecho a hacer oír su
voz ante los que están discutiendo el porvenir de la Nación.
En nombre de esa opinión pública dirijo a usted la presente
para exhortarlo a que reflexione detenida y honradamente sobre
lo que está a punto de hacer.
El objeto de las negociaciones de paz, emprendidas entre
usted y el gobierno del general Díaz, es, como su mismo nombre
lo indica, el restablecimiento de la tranquilidad del país; pero esa
tranquilidad no debe ser transitoria, sino definitiva.

168
Ahora bien, los propósitos de pacificación pueden frustrar-
se de dos maneras: o por falta de acuerdo para llegar a una tran-
sacción o por ineficacia de los remedios que se aceptan como
buenos.
La ruptura del armisticio y la reanudación de las hosti-
lidades será un mal sensible; pero tal vez sea más grave no lo-
grar la paz más que a medias en algunos lugares o sólo por poco
tiempo.
Para lograr la paz de un modo definitivo se necesita dar sa-
tisfacción a las necesidades nacionales, no sólo a las expresadas
por la Revolución, sino también a las no definidas por ella; pero
que la opinión pública señala, y que constituyen las causas de
desacuerdo entre el general Díaz y el pueblo.
Se cree generalmente que la Revolución está obligada a
conformarse con un mínimo de concesiones, y así debe ser en
efecto; pero tratándose no ya de contentar las pretensiones de la
rebelión misma, sino de dar satisfacción a las necesidades nacio-
nales, cuanto más exigentes se muestren los representantes de la

169
Revolución, y cuanto más liberal se muestre el gobierno del gene-
ral Díaz, tanto más firme y duradera será la paz obtenida; mien-
tras que, por el contrario, cuanto más condescendientes se mues-
tren los comisionados revolucionarios, o cuanto más mezquino y
avaro de libertades y reformas se muestre el general Díaz, tanto
más probable será que no se restablezca enteramente la paz, o
que si se restablece, sea sólo transitoriamente y dejando en pie la
causa de perturbaciones futuras.
Las condiciones de una transacción entre el general Díaz
y usted, para ser eficaces, deben abarcar, pues, tres puntos
principales:
1° Las exigencias de la Revolución misma.
2° Las necesidades del país.
3° Las garantías que ofrezca el Gobierno de cumplir con sus
compromisos.
Las exigencias de la Revolución, a saber: amnistías, indem-
nizaciones, condiciones de sumisión, forma de disolución y de
desarme, etc., etc., deben atenderse con moderación pero tenien-

170
do en cuenta las condiciones especiales de cada región levantada.
Sólo así podrá usted estar seguro de apagar la Revolución con ra-
pidez y en todos los lugares del país, en el momento en que lle-
gue a firmarse un convenio de paz.
Para esto necesitaría usted contar con el consentimiento ex-
preso de cada subjefe local, delegado, o lo que sea, o haber tenido
en cuenta el estado de la Revolución en cada comarca del país, y
haber atendido a llenar las condiciones en las cuales los subleva-
dos estarían dispuestos. a someterse.
No dudo que usted, señor Madero, tendrá motivos funda-
dos para suponer que puede controlar fácilmente los movimien-
tos de cada región de los levantados, ya sean Chihuahua o Sina-
loa, Puebla o Yucatán; pero si por desgracia al llegar el caso de or-
denar la deposición general de las armas, usted se viera desobe-
decido en Guerrero o en Puebla, por ejemplo; considere usted el
ridículo que caería sobre el Gobierno, el desprestigio que caería
sobre usted y el desaliento que caería sobre toda la Nación ante
semejante contingencia!

171
Por otra parte, las exigencias de la revolución en Chihuahua
o Coahuila son sin duda distintas de las de Guerrero o Yucatán, por
ejemplo, y por lo tanto, no es lógico suponer que los rebeldes del
Sur se encuentran fácilmente dispuestos a someterse con sólo ha-
llarse satisfechos los de Chihuahua o Coahuila. Ni parecería huma-
no tampoco que si algunos grupos se resistieran a deponer las ar-
mas por no haber sido tenidas en cuenta las condiciones especiales
en que se encuentran, los dejara usted abandonados a la represión
del Gobierno y expuestos a un exterminio sangriento y doloroso.
Después de haber atendido a las exigencias de la Revolución
misma, la parte más difícil de la tarea de usted será, sin duda, dis-
cernir cuáles son las necesidades del país en lo económico y en lo
político y cuál la mejor forma de darles satisfacción para suprimir
las causas de malestar social que han dado origen a la Revolución.
El catalogar esas necesidades y sus remedios, ya equivale a
formular todo un vasto programa de Gobierno.
La responsabilidad de usted, en este punto, es tan seria, que
si no acierta a percibir con claridad las reformas políticas y econó-

172
micas que exige el país correrá usted el riesgo de dejar vivos los
gérmenes de futuras perturbaciones de la paz, o de no lograr res-
tablecer por completo la tranquilidad en el país.
En otra ocasión he mencionado las reformas que en mi con-
cepto es más urgente implantar y algunos escritores, como Molina
Enríquez, han hecho un catálogo completo de las necesidades del
país, que usted puede consultar, teniendo cuidado principalmente
de discernir que las necesidades políticas y democráticas no son en
el fondo más que manifestaciones de las necesidades económicas.
Desde el punto de vista económico la necesidad más ur-
gente del país, según he tenido ocasión de decirlo, es el resta-
blecimiento del equilibrio entre los múltiples pequeños intereses
(agrícolas, industriales o mercantiles) que se encuentran singu-
larmente privilegiados.
En lo político, puede decirse que la principal de las necesi-
dades es la efectividad de los principios legales que garantizan la
vida del hombre y sus libertades civiles y políticas, para lo cual se
necesita, ante todo, una sana administración de justicia.

173
Mas como esto requiere un cambio político para dominar y
las mutaciones de sistema no se consiguen sino con un cambio
de hombres, es muy fácil confundirse y creer que los problemas
principales consisten en la elevación de tales o cuales personali-
dades a determinados cargos públicos. Hay, pues, que procurar
conocer bien las necesidades para poder darles satisfacción, y no
confundirlas con las puras cuestiones de personalidades, que no
son más que uno de los medios de garantizar la satisfacción de
esas necesidades.
Una vez formulado el catálogo de las necesidades de la Re-
volución y de las del país, y alcanzando el acuerdo sobre las me-
didas que deben emplearse para darles satisfacción, queda por
resolver un punto que es el de más difícil solución, a saber: la ga-
rantía que el Gobierno puede ofrecer de que llevará a cabo los
cambios o reformas que haya prometido, ya espontáneamente, ya
por vía de compromiso con usted.
La primera forma que ocurre, como más fácil, es dictar cier-
tas medidas legislativas encaminadas a hacer difícil el abuso de

174
las autoridades ejecutivas; reformar las leyes electorales para ob-
tener la efectividad del sufragio y establecer por dondequiera el
principio de no-reelección para los poderes ejecutivos.
La segunda forma de garantizar la nueva orientación polí-
tica, y que parece más práctica, consiste en introducir en los go-
biernos locales y federales, y aun en el mismo Gabinete del ge-
neral Díaz, hombres salidos de la Revolución, para que vigilen el
cumplimiento de los compromisos del Gobierno.
Hay que convencerse sin embargo de que ni uno ni otro
medio constituyen una garantía suficientemente sólida, si el ge-
neral Díaz ha de seguir al frente del Gobierno.
En efecto, el general Díaz ha mostrado muchas veces una
gran habilidad para dominar las situaciones más difíciles sin opo-
nerse abiertamente a las corrientes de la opinión pública, sino al
contrario, aparentando someterse a ella.
Por más que el Congreso reforme la Constitución y expida
leyes y más leyes con el firme propósito de maniatar al Ejecutivo,
como tan puerilmente lo está haciendo; por más que se procla-

175
men nuevos sistemas y que los Gobiernos de los Estados y el Ga-
binete mismo se llenen de antirreeleccionistas, eso no será obstá-
culo para que el general Díaz vuelva paciente e indefectiblemen-
te a sus antiguos sistemas, aun sin darse cuenta él mismo de que
reacciona. Ya encontrará él las formas suaves y estudiadamente
legales de eludir las nuevas leyes, o de cumplirlas sólo en la for-
ma; ya encontrará él la manera de destituir o nulificar, o conven-
cer a los hombres nuevos, y a la vuelta de seis meses, cuando esta
Revolución de usted esté perfectamente sofocada, sus jefes más
prominentes estarán destituidos, desprestigiados, o corrompidos
o cansados, y las leyes derogadas o relegadas al olvido.
No. Hay que desengañarse; sólo existe una forma de garan-
tizar eficazmente la regeneración política del Gobierno, y ésta es
el cambio de hombres, es decir, la retirada del general Díaz y el
nombramiento de un Vicepresidente renovador y honradamente
decidido a llevar a cabo las concesiones hechas a la Revolución.
La retirada del general Díaz constituye el único medio ex-
pedito de comenzar una serie de cambios gubernamentales y

176
una reforma de los sistemas de Gobierno, y, por lo tanto, si us-
ted desea hacer obra duradera, debe insistir en ella como la úni-
ca garantía realmente efectiva del cumplimiento de las promesas
del Gobierno.
La idea de la retirada del general Díaz a la vida privada ha
ganado mucho terreno desde hace dos meses a esta parte en
todo el país, al grado de que puede decirse que casi no hay ya
quien dude de que ese sería el remedio más radical para aliviar
nuestra situación política.
Después de que usted ha puesto al general Díaz el ejem-
plo del desinterés personal declarando que está dispuesto a re-
nunciar a sus pretensiones a la Presidencia de la República, no le
queda al Gobierno otra razón que dar para oponerse a la separa-
ción del general Díaz, que los escrúpulos oficiales de que tal me-
dida sería poco decorosa para la dignidad del Gobierno actual.
En mi opinión, el restablecimiento de la paz y el porvenir
del país están por encima no solamente del amor propio de los
hombres, sino aun del decoro de los gobiernos, pues creo honra-

177
damente que la patria, que en caso de necesidad no vacila en sa-
crificar las vidas de sus hijos, tampoco debe vacilar en caso de ne-
cesidad en sacrificar el decoro o el amor propio de un grupo po-
lítico que pudiera poner en peligro su tranquilidad, su soberanía
o su existencia.
En el presente caso, la retirada del general Díaz de la Pre-
sidencia de la República, constituye un acto personalísimo suyo
que en nada afecta al decoro de la institución oficial que se lla-
ma el Gobierno; pero esto no lo quieren ver todos, porque es di-
fícil distinguir hasta dónde llega el amor propio de los hombres y
dónde comienza el decoro de las instituciones.
Si no se han considerado indecorosas para el Gobierno del
general Díaz las brutales remociones de Gobernadores, verdade-
ros golpes de Estado locales, ¿por qué habría de considerarse in-
decorosa una renuncia hecha en las formas constitucionales?
Si no se han considerado indecorosas para el Gobierno las
destituciones de seis Secretarios de Estado, sin motivo suficien-
te y por sólo dar satisfacción a la opinión pública, ¿por qué ha-

178
bría de llamarse indecorosa la renuncia del Jefe de Estado, cuan-
do con ella puede restablecer la paz y aun salvar de paso su nom-
bre ante la historia?
Por último, el cambio de bandería se considera como tipo de
los actos indignos en política cuando lo efectúa un mandatario, y
sin embargo, Limantour ha abandonado al grupo científico sin
resentir gran cosa en su prestigio, y el Gobierno en masa tanto el
Ejecutivo como las Cámaras, no han creído hacer una indignidad
declarándose antirreeleccionistas después de haberse apoyado en
la reelección para conservarse en el poder. ¿Por qué, pues, tantos
escrúpulos para una renuncia que estaría perfectamente justifica-
da por la incompatibilidad entre e! sistema republicano impuesto
por la Revolución y el sistema tuxtepecano dictatorial, único que
ha sabido practicar el general Díaz?
No hay, pues, razón para que usted deje de insistir en la re-
tirada del general Díaz, que no sólo es necesaria y patriótica, sino
que precisamente es e! acto más decoroso que se impone des-
pués de transigir con la Revolución.

179
La garantía de cumplimiento de los compromisos del Go-
bierno, en mi concepto más eficaz, sería aquella que produjera
sus efectos de un modo automático y sin necesidad de estar ejer-
ciendo una constante vigilancia sobre el Gobierno. Esta garantía,
como antes digo, sólo se consigue transformando por completo
el Gobierno dictatorial del general Díaz en un Gobierno demo-
crático formado de elementos nuevos.
El ingreso al Gabinete o a otros puestos públicos de algu-
nos elementos revolucionarios, solamente significa una especie
de vigilancia; pero no implica necesariamente un controlamien-
to sobre los actos del Gobierno, y requeriría un esfuerzo cons-
tante y una lucha entre los componentes mismos del poder.
Para obtener un verdadero controlamiento automático de
los actos del Gobierno, se necesitaría que los antirreeleccionis-
tas, o en general, el partido renovador, contara con represen-
tantes en las Cámaras locales y Federales. La renovación de las
Cámaras Legislativas en todo el país y su sustitución por otras
constituidas con elementos independientes y de origen verdade-

180
ramente popular, sería una garantía efectiva de reforma en el sis-
tema de Gobierno dictatorial.
En otra ocasión he dicho que me parecía muy difícil la di-
solución de las Cámaras; pero, sin embargo, dado el origen de
las credenciales y la sumisión que parecen mostrar todavía has-
ta ahora todos los diputados del Congreso de la Unión al gene-
ral Díaz, tal vez no fuera imposible hallar un medio de obtener
una disolución del actual Congreso sin provocar gran escándalo,
o quizás, dada la excitación política a que hemos llegado, no fuera
demasiado ruda la conmoción que produjera una disolución ge-
neral del actual Congreso y, la convocación a nuevas elecciones,
en vista de las circunstancias críticas por las que atraviesa el país.
Este remedio me parece, sin embargo, utópico, e induda-
blemente es menos decoroso para el Gobierno que la renuncia
del general Díaz, pues significaría el sacrificio de un poder en
masa, mientras que la separación de aquél sólo afectaría al Jefe
del Poder Ejecutivo, dejando a salvo la institución del Gobierno
mismo.

181
Otro de los medios que parecen haberse sugerido como ga-
rantía del cumplimiento de las obligaciones del Gobierno, con-
siste en la conservación de las armas en manos de los rebeldes, y
me parece el más peligroso de los errores que puedan cometer el
general Díaz y usted al tratar de restablecer la paz.
Los partidos políticos pueden y deben controlar los ac-
tos del Gobierno; pero siempre dentro del orden y por medios
pacíficos. Las armas en manos de un partido político no pue-
den producir una situación normal, y el dejarlas en poder de
un partido revolucionario, equivale a establecer como sistema
de Gobierno la fuerza y la revolución endémica como régimen
constitucional.
El único medio sensato de asegurar un cambio de sistema
político y de garantizar el cumplimiento de las promesas del Go-
bierno, es, en mi concepto, el de facilitar el controlamiento de los
actos del Gobierno por medio de uno o varios partidos políticos
independientes reconocidos oficialmente y de un modo expreso
por el gobierno del general Díaz, y cuya ingerencia en los actos

182
oficiales o cuyas relaciones con el poder estuvieran perfectamen-
te definidas en la transacción o en una ley.
Este medio, que es el seguido por el Partido Independien-
te de Guadalajara, y que ha sido ampliamente estudiado por
Molina Enríquez, me ha parecido de tal importancia y de tal
eficiencia, que acaso puedo decir que el objeto principal de la
presente carta es llamar a usted la atención sobre la convenien-
cia de que se discuta y se proponga como una de las principales
formas de garantía que puede tener el país de que el Gobierno
cumplirá con sus compromisos.
Es casi seguro que todo lo que pueda yo haber dicho
en esta carta, haya sido motivo de largas reflexiones por par-
te de usted y de los demás miembros de la Revolución; pero
como tengo el deber de contribuir como mexicano al resta-
blecimiento de la paz, no creería yo haber cumplido con ese
deber sin estar seguro de haber llamado la atención de us-
ted, respecto de los puntos cuya resolución le incumbe, del
mismo modo que he procurado, en recientes artículos políti-

183
cos, llamar la atención del general Díaz sobre los que a él le
corresponden.
Antes de concluir esta carta deseo decir a usted con toda
franqueza cuál es mi opinión acerca del éxito de la revolución
actual.
El fracaso de las negociaciones de paz no será un obstáculo
para la terminación de la guerra, porque por el solo hecho de ha-
berse celebrado el armisticio, la suerte de la Revolución ha que-
dado encadenada. El triunfo de usted o del general Díaz es de tal
importancia moral, que por sí solo lo coloca en la condición de
general Díaz, según que el armisticio se prolongue por más o me-
nos tiempo. Si el armisticio se rompe antes de una semana, la caí-
da del general Díaz será inevitable, porque el reconocimiento ofi-
cial que de la Revolución ha hecho el general Díaz es de tal im-
portancia moral, que por sí solo lo coloca en la condición de ven-
cido. Las naciones extranjeras, y principalmente los Estados Uni-
dos, no tendrán en realidad escrúpulo ni razón alguna de peso
para no reconocer el carácter de beligerantes a los mismos revo-

184
lucionarios, a quienes el Gobierno ha dado ese carácter por el he-
cho de consentir en una suspensión de hostilidades contra ellos.
Si el armisticio se prolonga, en cambio, durante más de
quince días sin que se extienda al resto de la República, facilitará
al Gobierno del general Díaz la manera de fortalecerse para po-
der luchar contra la Revolución, la cual para entonces habrá sufri-
do el natural relajamiento de sus energías, que se mantenían por
la tensión de las luchas ya entabladas, y al romperse nuevamen-
te las hostilidades, el Gobierno actual vencerá fácilmente sobre
grupos ya desorganizados. Por otra parte, el general Reyes está a
punto de venir, y no hay duda alguna de que por disciplina, por
sumisión al general Díaz y hasta por rivalidad política hacia us-
ted, pondrá todo su empeño en sofocar la revolución, y lo logra-
rá, aunque sea a costa de su prestigio y de su personalidad. He
concluido.
Pesa sobre usted la más grande de las responsabilidades po-
líticas que hombre alguno haya tenido desde hace más de trein-
ta años en México, no tanto por haber encendido esta revolución,

185
sino porque si no sabe usted dar satisfacción a las legítimas ne-
cesidades de la nación, dejará sembrada la semilla de futuras re-
voluciones que después pondrá a cada paso en peligro nuestra
soberanía.
Tiene usted con sus partidarios armados el compromiso sa-
grado de salvarlos y de retirarlos honradamente de la lucha.
Tiene usted con los elementos renovadores que no se han
rebelado, el compromiso moral de obtener por vía de transacción
los principios por los cuales acudió usted a las armas.
Tiene usted también el deber de asegurar la conquista de
esos principios por medio de garantías adecuadas.
Tiene usted con la Nación el deber de dar satisfacción a las
necesidades que han originado la actual crisis política.
Y tiene usted, por último, con la patria, la obligación sagra-
da de restablecer en todo el país y de un modo definitivo, esa paz
de que usted dispuso.
Si así lo hiciereis, la Nación os lo premiará, olvidando la
sangre derramada; pero si por falta de entereza o de habilidad

186
política o por simple desconocimiento de la verdadera fuerza que
la Revolución ha puesto en vuestras manos, no podéis lograrlo, la
Nación os lo demandará ante el Tribunal de la Historia.

[Firmado licenciado Blas Urrea. México, 27 de abril de 1911]

187
Manifiesto del 23 de
septiembre de 1911

de Ricardo Flores Magón


Mexicano:
La junta Organizadora del Partido Liberal Mexicano ve con sim-
patía vuestros esfuerzos para poner en práctica los altos ideales
de emancipación política, económica y social, cuyo imperio sobre
la tierra pondrá fin a esa ya bastante larga contienda del hombre
contra el hombre., que tiene su origen en la desigualdad de fortu-
nas que nace del principio de la propiedad privada.
Abolir ese principio significa el aniquilamiento de todas las
instituciones políticas, económicas, sociales, religiosas y morales
que componen el ambiente dentro del cual se asfixian la libre ini-
ciativa y la libre asociación de los seres humanos que se ven obli-
gados, para no perecer, a entablar entre sí una encarnizada com-
petencia, de la que salen triunfantes, no los más buenos, ni los
más abnegados, ni los mejor dotados en lo físico, en lo moral o
en lo intelectual, sino los más astutos, los más egoístas, los menos
escrupulosos, los más duros de corazón, los que colocan su bien-
estar personal sobre cualquier consideración de humana solidari-
dad y de humana justicia.

190
Sin el principio de la propiedad privada no tiene razón de
ser el gobierno, necesario tan sólo para tener a raya a los deshere-
dados en sus querellas o en sus rebeldías contra los detentadores
de la riqueza social; ni tendrá razón de ser la Iglesia, cuyo exclusi-
vo objeto es estrangular en el ser humano la innata rebeldía con-
tra la opresión y la exploración por la prédica de la paciencia, de
la resignación y de la humildad, acallando los gritos de los instin-
tos más poderosos y fecundos con la práctica de penitencias in-
morales, crueles y nocivas a la salud de las personas, y, para que
los pobres no aspiren a los goces de la tierra y constituyan un pe-
ligro para los privilegios de los ricos, prometen a los humildes, a
los más resignados, a los más pacientes, un cielo que se mece en
el infinito, más allá de las estrellas que se alcanzan a ver…
Capital, autoridad, clero: he ahí la trinidad sombría que hace
de esta bella tierra un paraíso para los que han logrado acaparar
en sus garras por la astucia, la violencia y el crimen, el producto
del sudor, de la sangre, de las lágrimas y del sacrificio de miles de
generaciones de trabajadores y un infierno para los que con sus

191
brazos y su inteligencia trabajan la tierra, mueven la maquina-
ria, edifican las casas, transportan los productos, quedando de esa
manera dividida la humanidad en dos clases sociales de intere-
ses diametralmente opuestos: la clase capitalista y la clase traba-
jadora; la clase que posee la tierra, la maquinaria de producción y
los medios de transportación de las riquezas, y de la clase que no
cuenta más que con sus brazos y su inteligencia para proporcio-
narse el sustento.
Entre estas dos clases sociales no puede existir vínculo al-
guno de amistad ni de fraternidad, porque la clase poseedora está
siempre dispuesta a perpetuar el sistema económico, político y
social que garantiza el tranquilo disfrute de sus rapiñas, mientras
la clase trabajadora hace esfuerzos por destruir ese sistema inicuo
para instaurar un medio en el cual la tierra, las casas, la maqui-
naria de producción y los medios de transportación sean de uso
común.
Mexicanos: El Partido Liberal Mexicano reconoce que todo
ser humano, por el solo hecho de venir a la vida, tiene derecho a

192
gozar de todas y cada una de las ventajas que la civilización mo-
derna ofrece, porque esas ventajas son el producto del esfuerzo y
del sacrificio de la clase trabajadora de todos los tiempos.
El Partido Liberal Mexicano reconoce, como necesario, el
trabajo para la subsistencia, y, por lo tanto, todos, con excepción
de los ancianos, de los impedidos e inútiles y de los niños, tienen
que dedicarse a producir algo útil para poder dar satisfacción a sus
necesidades.
El Partido Liberal Mexicano reconoce que el llamado dere-
cho de propiedad individual es un derecho inicuo, porque sujeta
al mayor número de seres humanos a trabajar y a sufrir para la
satisfacción y el ocio de un pequeño número de capitalistas.
El Partido Liberal Mexicano reconoce que la autoridad y el
clero son el sostén de la iniquidad capital, y, por lo tanto, la junta
Organizadora del Partido Liberal Mexicano ha declarado solem-
nemente guerra a la autoridad, guerra al capital, guerra al clero.
Contra el capital, la autoridad y el clero el Partido Liberal
Mexicano tiene enarbolada la bandera roja en los campos de la ac-

193
ción en México, donde nuestros hermanos se baten como leones,
disputando la victoria a las huestes de la burguesía o sean: ma-
deristas, reyistas, vazquistas, científicos, y tantas otras cuyo úni-
co propósito es encumbrar a un hombre a la primera magistratura
del país, para hacer negocio a su sombra sin consideración alguna
a la masa entera de la población de México, y reconociendo, todas
ellas, como sagrado, el derecho de propiedad individual.
En estos momentos de confusión, tan propicios para el ata-
que contra la opresión y la explotación, en estos momentos en
que la autoridad, quebrantada, desequilibrada, vacilante, acome-
tida por todos sus flancos por las fuerzas de todas las pasiones
desatadas, por la tempestad de todos los apetitos avivados por la
esperanza de un próximo hartazgo; en estos momentos de zozo-
bra, de angustia, de terror para todos los privilegios, masas com-
pactas de desheredados invaden las tierras, queman los títulos de
propiedad, ponen las manos creadoras sobre la fecunda tierra y
amenazas con el puño a todo lo que ayer era respetable: autori-
dad y clero; abren el surco, esparcen la semilla y esperan, emo-

194
cionados, los primeros frutos de un trabajo libre. Éstos son, mexi-
canos, los primeros resultados prácticos de la propaganda y de la
acción de los soldados del proletariado, de los generosos sostene-
dores de nuestros principios igualitarios, de nuestros hermanos
que desafían toda imposición y toda explotación con este grito de
muerte para todos los de arriba y de vida y de esperanza para to-
dos los de abajo: ¡Viva Tierra y Libertad!
La tormenta se recrudece día a día: maderistas, vazquistas,
reyistas, científicos, delabarristas os llaman a gritos, mexicanos,
a que voléis a defender sus desteñidas banderas, protectoras de
los privilegios de la clase capitalista. No escuchéis las dulces can-
ciones de esas sirenas, que quieren aprovecharse de vuestro sa-
crificio para establecer un gobierno, esto es, un nuevo perro que
proteja los intereses de los ricos. ¡Arriba todos; pero para llevar a
cabo la expropiación de los bienes que detentan los ricos!
La expropiación tiene que ser llevada a cabo a sangre y fue-
go durante este grandioso movimiento, como lo han hecho y lo
están haciendo nuestros hermanos los habitantes de Morelos, sur

195
de Puebla, Michoacán, Guerrero, Veracruz, norte de Tamaulipas,
Durango, Sonora, Sinaloa, Jalisco, Chihuahua, Oaxaca, Yucatán,
Quintana Roo y regiones de otros estados, según ha tenido que
confesar la misma prensa burguesa de México, en que los pro-
letarios han tomado posesión de la tierra sin esperar a que un
Gobierno paternal se dignase hacerlos felices, conscientes de que
no hay que esperar nada bueno de los Gobiernos y de que “La
emancipación de los trabaja dores debe ser obra de los trabaja-
dores mismos”.
Estos primeros actos de expropiación han sido coronados
por el más risueño de los éxitos, pero no hay que limitarse a to-
mar tan sólo posesión de la tierra y de los implementos de agri-
cultura: hay que tomar resueltamente posesión de todas las in-
dustrias por los trabaja dores de las mismas, consiguiéndose de
esa manera que las tierras, las minas, las fábricas, los talleres, las
fundiciones, los carros, los ferrocarriles, los barcos, los almacenes
de todo género y las casas queden en poder de todos y cada uno
de los habitantes de México, sin distinción de sexo.

196
Los habitantes de cada región en que tal acto de suprema
justicia se lleve a cabo no tienen otra cosa que hacer que poner-
se de acuerdo para que todos los efectos que se hallen en las
tiendas, almacenes, graneros, etc., sean conducidos a un lugar
de fácil acceso para todos, donde hombres y mujeres de buena
voluntad practicarán un minucioso inventario de todo lo que se
haya recogido, para calcular la duración de esas existencias, te-
niendo en cuenta las necesidades y el número de los habitan-
tes que tienen que hacer uso de ellas, desde el momento de la
expropiación hasta que en el campo se levanten las primeras
cosechas y en las demás industrias se produzcan los prime ros
efectos.
Hecho el inventario, los trabajadores de las diferentes in-
dustrias se entenderán entre sí fraternalmente para regular la
producción; de manera que, durante este movimiento, nadie ca-
rezca de nada, y sólo se morirán de hambre aquellos que no quie-
ran trabajar, con excepción de los ancianos, los impedidos y los
niños, que tendrán derecho a gozar de todo.

197
Todo lo que se produzca será enviado al almacén general en
la comunidad del que todos tendrán derecho a tomar todo lo que
necesiten según sus necesidades, sin otro requisito que mostrar
una contraseña que demuestre que está trabajando en tal o cual
industria.
Como la aspiración del ser humano es tener el mayor nú-
mero de satisfacciones con el menor esfuerzo posible, el medio
más adecuado para obtener ese resultado es el trabajo en común
de la tierra y de las demás industrias. Si se divide la tierra y cada
familia toma un pedazo, además del grave peligro que se corre de
caer nuevamente en el sistema capitalista, pues no faltarán hom-
bres astutos o que tengan hábitos de ahorro que logren tener más
que otros y puedan a la larga poder explotar a sus semejantes;
además de este grave peligro está el hecho de que si una fami-
lia trabaja un pedazo de tierra, tendrá que trabajar tanto o más
que como se hace hoy bajo el sistema de la pro piedad individual
para obtener el mismo resultado mezquino que se obtiene ac-
tualmente, mientras que si se une la tierra y la trabajan en común

198
los campesinos, trabajarán menos y producirán más. Por supues-
to que no ha de faltar tierra para que cada persona pueda tener
su casa y un buen solar para dedicarlos a los usos que sean de su
agrado. Lo mismo que se dice del trabajo en común de la tierra,
puede decirse del trabajo en común de la fábrica, del taller, etc.;
pero cada quién, según su temperamento, según sus gustos, se-
gún sus inclinaciones podrá escoger el género de trabajo que me-
jor le acomode, con tal de que produzca lo suficiente para cubrir
sus necesidades y no sea una carga para la comunidad.
Obrándose de la manera apuntada, esto es, siguiendo in-
mediata mente a la expropiación la organización de la produc-
ción, libre ya de amos y basada en las necesidades de los habi-
tantes de cada región, nadie carecerá de nada a pesar del mo-
vimiento armado, hasta que, terminado este movimiento con
la desaparición del último burgués y de la última autoridad o
agente de ella, hecha pedazos la ley sostenedora de privilegios y
puesto todo en manos de los que trabajan, nos estrechemos to-
dos en fraternal abrazo y celebremos con gritos de júbilo la ins-

199
tauración de un sistema que garantizará a todo ser humano el
pan y la libertad.
Mexicanos: Por esto es por lo que lucha el Partido Liberal
Mexicano. Por esto es por lo que derrama su sangre generosa una
pléyade de héroes, que se baten bajo la bandera roja al grito pres-
tigioso de ¡Tierra y Libertad!
Los liberales no han dejado caer las armas a pesar de los
tratados de paz del traidor Madero con el tirano Díaz, y a pe-
sar también, de las incitaciones de la burguesía, que ha tratado
de llenar de oro sus bolsillos, y esto ha sido así, porque los libe-
rales somos hombres con vencidos de que la libertad política no
aprovecha a los pobres, sino a los cazadores de empleos; y nues-
tro objeto no es alcanzar empleos ni distinciones, sino arrebatarlo
todo de las manos de la burguesía, para que todo quede en poder
de los trabajadores.
La actividad de las diferentes banderías políticas que en es-
tos momentos se disputan la supremacía, para hacerla que triun-
fe, exacta mente lo mismo que hizo el tirano Porfirio Díaz, porque

200
ningún hombre, por bien intencionado que sea, puede hacer algo
en favor de la clase pobre cuando se encuentra en el poder; esa
actividad ha producido el caos que debemos aprovechar los des-
heredados, tomando ventajas de las circunstancias especiales en
que se encuentra el país, para poner en práctica, sin pérdida de
tiempo, sobre la marcha, los ideales sublimes del Partido Liberal
Mexicano, sin esperar a que se haga la paz para efectuar la expro-
piación, pues para entonces ya se habrán agotado las existencias
de efectos en las tiendas, graneros, almacenes y otros depósitos,
y como al mismo tiempo, por el estado de guerra en que se habrá
encontrado el país, la producción se habrá suspendido, el ham-
bre sería la consecuencia de la lucha, mientras que efectuando la
expropiación y la organización del trabajo libre durante el movi-
miento, ni se carecerá de lo necesario en medio del movimiento
ni después.
Mexicanos: si queréis ser de una vez libres no luchéis por
otra causa que no sea la del Partido Liberal Mexicano. Todos os
ofrecen libertad política para después del triunfo: los liberales os

201
invitamos a tomar la tierra, la maquinaria, los medios de trans-
portación y las casas desde luego, sin esperar a que nadie os dé
todo ello, sin aguardar a que una ley decrete tal cosa, porque las
leyes no son hechas por los pobres sino por señores de levita, que
se cuidan bien de hacer leyes en contra de su casta.
Es el deber de nosotros los pobres trabajar y luchar por
romper las cadenas que nos hacen esclavos. Dejar la solución de
nuestros problemas a las clases educadas y ricas es ponernos vo-
luntariamente entre sus garras. Nosotros los plebeyos; nosotros
los andrajosos; nosotros los hambrientos; los que no tenemos un
terrón donde reclinar la cabeza; los que vivimos atormentados
por la incertidumbre del pan de mañana para nuestras compa-
ñeras y nuestros hijos; los que, llegados a viejos, somos despe-
didos ignominiosamente porque ya no podemos trabajar, toca a
nosotros hacer esfuerzos poderosos, sacrificios mil para destruir
hasta sus cimientos el edificio de la vieja sociedad, que ha sido
hasta aquí una madre cariñosa para los ricos y los malvados, y
una madrastra huraña para los que trabajan y son buenos.

202
Todos los males que aquejan al ser humano provienen del
sistema actual, que obliga a la mayoría de la humanidad a tra-
bajar y a sacrificarse para que una minoría privilegiada satisfaga
todas sus necesidades y aun todos sus caprichos, viviendo en la
ociosidad y en el vicio. Y menos malo si todos los pobres tuvieran
asegurado el trabajo; como la producción no está arreglada para
satisfacer las necesidades de los trabajadores sino para dejar uti-
lidades a los burgueses, éstos se dan maña para no producir más
que lo que calculan que pueden expender, y de ahí los paros pe-
riódicos de las industrias o la restricción del número de trabaja-
dores, que proviene, también del hecho del perfeccionamiento de
la maquinaria, que suple con ventaja los brazos del proletariado.
Para acabar con todo eso es preciso que los trabajadores
tengan en sus manos la tierra y la maquinaria de producción, y
sean ellos los que regulen la producción de las riquezas atendien-
do a las necesidades de ellos mismos.
El robo, la prostitución, el asesinato, el incendiarismo, la es-
tafa, productos son del sistema que coloca al hombre y a la mu-

203
jer en condiciones en que para no morir de hambre se ven obli-
gados a tomar de donde hay o a prostituirse, pues en la mayoría
de los casos, aun que se tengan deseos grandísimos de trabajar,
no se consigue trabajo, o es éste tan mal pagado, que no alcanza
el salario ni para cubrir las más imperiosas necesidades del indi-
viduo y de la familia, aparte de que la duración del trabajo bajo el
presente sistema capitalista y las condiciones en que se efectúa,
acaban en poco tiempo con la salud del trabajador, y aun con su
vida, en las catástrofes industriales, que no tienen otro origen que
el desprecio con que la clase capitalista ve a los que se sacrifican
por ella.
Irritado el pobre por la injusticia de que es objeto; colérico
ante el lujo insultante que ostentan los que nada hacen; apalea-
do en las calles por el polizonte por el delito de ser pobre; obli-
gado a alquilar sus brazos en trabajos que no son de su agrado;
mal retribuido, despreciado por todos los que saben más qué él
o por los que por dinero se creen superiores a los que nada tie-
nen; ante la expectativa de una vejez tristísima y de una muerte

204
de animal despedido de la cuadra por inservible; inquieta ante la
posibilidad de quedar sin trabajo de un día para otro; obligado a
ver como enemigo aun a los mismos de su clase, porque no sabe
quién de ellos será el que vaya a alquilarse por menos de lo que
él gana, es natural que en estas circunstancias se desarrollen en
el ser humano instintos antisociales y sean el crimen, la prostitu-
ción, la deslealtad, los naturales frutos del viejo y odioso sistema,
que queremos destruir hasta en sus más pro fundas raíces para
crear uno nuevo de amor, de igualdad, de justicia, de fraternidad,
de libertad.
¡Arriba todos como un solo hombre! En las manos de todos
están la tranquilidad, el bienestar, la libertad, la satisfacción de to-
dos los apetitos sanos; pero no nos dejemos guiar por directores;
que cada quien sea el amo de sí mismo; que todo se arregle por
el consentimiento mutuo de las individualidades libres. ¡Muera la
esclavitud! ¡Muera el hambre! ¡Viva Tierra y Libertad!
Mexicanos: con la mano puesta en el corazón y con nues-
tra con ciencia tranquila, os hacemos un formal y solemne llama-

205
miento a que adoptéis, todos, hombres y mujeres los altos idea-
les del Partido Liberal Mexicano. Mientras haya pobres y ricos,
gobernantes y gobernados, no habrá paz, ni es de desearse que
la haya porque esa paz estaría fundada en la desigualdad políti-
ca, económica y social, de millones de seres humanos que sufren
hambre, ultrajes, prisión y muerte, mientras una pequeña minoría
goza toda suerte de placeres y de libertades por no hacer nada.
¡A la lucha!; a expropiar con la idea del beneficio para to-
dos y no para unos cuantos, que esta guerra no es una guerra de
bandidos, sino de hombres y mujeres que desean que todos sean
hermanos y gocen, como tales, de los bienes que nos brinda la
naturaleza y el brazo y la inteligencia del hombre han creado, con
la única condición de dedicarse cada quien a un trabajo verdade-
ramente útil.
La libertad y el bienestar están al alcance de nuestras ma-
nos. El mismo esfuerzo y el mismo sacrificio que cuesta elevar a
un gobernante, esto es, un tirano, cuesta la expropiación de los
bienes que detentan los ricos. A escoger, pues: o un nuevo go-

206
bernante, esto es, un nuevo yugo, o la expropiación salvadora y
la abolición de toda imposición religiosa, política o de cualquier
otro orden.
¡Tierra y Libertad!

[Dado en la ciudad de los Angeles, estado California, Estados


Unidos de America, a los 23 días del mes de septiembre de 1911.
Ricardo Flores Magón, Librado Rivera, Anselmo L. Figueroa,
Enrique Flores Magón]

207
Plan de Ayala

de Emiliano Zapata Salazar


Plan libertador de los hijos del estado de
Morelos, afiliados al Ejército Insurgente que
defiende el cumplimiento del Plan de San Luis,
con las reformas que ha creído conveniente
aumentar en beneficio de la Patria Mexicana
Los que subscribimos, constituidos en Junta Revolucionaria para
sostener y llevar a cabo las promesas que hizo la Revolución de
20 de noviembre de 1910, próximo pasado, declaramos solemne-
mente ante la faz del mundo civilizado que nos juzga y ante la
Nación a que pertenecemos y amamos, los propósitos que hemos
formulado para acabar con la tiranía que nos oprime y redimir a
la Patria de las dictaduras que se nos imponen las cuales quedan
determinadas en el siguiente Plan:
1º. Teniendo en consideración que el pueblo mexicano, acau-
dillado por don Francisco I. Madero, fue a derramar su sangre para
reconquistar libertades y reivindicar derechos conculcados, y no
para que un hombre se adueñara del poder, violando los sagra-
dos principios que juró defender bajo el lema de“Sufragio Efectivo

210
y No Reelección”, ultrajando así la fe, la causa, la justicia y las li-
bertades del pueblo; teniendo en consideración que ese hombre a
que nos referimos es don Francisco I. Madero, el mismo que inició
la precitada revolución, el que impuso por norma gubernativa su
voluntad e influencia al Gobierno Provisional del ex Presidente de
la República licenciado Francisco L. de la Barra, causando con este
hecho reiterados derramamientos de sangre y multiplicadas des-
gracias a la Patria de una manera solapada y ridícula, no teniendo
otras miras, que satisfacer sus ambiciones personales, sus desme-
didos instintos de tirano y su profundo desacato al cumplimiento
de las leyes preexistentes emanadas del inmortal Código de 57 es-
crito con la sangre de los revolucionarios de Ayutla.
Teniendo en cuenta: que el llamado Jefe de la Revolución Li-
bertadora de México, don Francisco I. Madero, por falta de ente-
reza y debilidad suma, no llevó a feliz término la Revolución que
gloriosamente inició con el apoyo de Dios y del pueblo, puesto
que dejó en pie la mayoría de los poderes gubernativos y elemen-
tos corrompidos de opresión del Gobierno dictatorial de Porfirio

211
Díaz, que no son, ni pueden ser en manera alguna la representa-
ción de la Soberanía Nacional, y que, por ser acérrimos adversa-
rios nuestros y de los principios que hasta hoy defendemos, están
provocando el malestar del país y abriendo nuevas heridas al seno
de la Patria para darle a beber su propia sangre; teniendo también
en cuenta que el supradicho señor don Francisco I. Madero, actual
Presidente de la República, trata de eludirse del cumplimiento de
las promesas que hizo a la Nación en el Plan de San Luis Poto-
sí, siendo las precitadas promesas postergadas a los convenios de
Ciudad Juárez; ya nulificando, persiguiendo, encarcelando o ma-
tando a los elementos revolucionarios que le ayudaron a que ocu-
para el alto puesto de Presidente de la República, por medio de las
falsas promesas y numerosas intrigas a la Nación.
Teniendo en consideración que el tantas veces repetido
Francisco I. Madero, ha tratado de ocultar con la fuerza bruta
de las bayonetas y de ahogar en sangre a los pueblos que le pi-
den, solicitan o exigen el cumplimiento de sus promesas en la
Revolución, llamándoles bandidos y rebeldes, condenandolos a

212
una guerra de exterminio, sin conceder ni otorgar ninguna de
las garantías que prescriben la razón, la justicia y la ley; tenien-
do en consideración que el Presidente de la República Francisco
I. Madero, ha hecho del Sufragio Efectivo una sangrienta burla al
pueblo, ya imponiendo contra la voluntad del mismo pueblo, en
la Vicepresidencia de la República, al licenciado José María Pino
Suárez, o ya a los gobernadores de los Estados, designados por
él, como el llamado general Ambrosio Figueroa, verdugo y tira-
no del pueblo de Morelos; ya entrando en contubernio escan-
daloso con el partido científico, hacendados-feudales y caciques
opresores, enemigos de la Revolución proclamada por él, a fin
de forjar nuevas cadenas y seguir el molde de una nueva dicta-
dura más oprobiosa y más terrible que la de Porfirio Díaz; pues
ha sido claro y patente que ha ultrajado la soberanía de los Esta-
dos, conculcando las leyes sin ningún respeto a vida ni intereses,
como ha sucedido en el Estado de Morelos y otros conducién-
donos a la más horrorosa anarquía que registra la historia con-
temporánea. Por estas consideraciones declaramos al susodicho

213
Francisco I. Madero, inepto para realizar las promesas de la revo-
lución de que fue autor, por haber traicionado los principios con
los cuales burló la voluntad del pueblo y pudo escalar el poder;
incapaz para gobernar y por no tener ningún respeto a la ley y a
la justicia de los pueblos, y traidor a la Patria por estar a sangre
y fuego humillando a los mexicanos que desean libertades, a fin
de complacer a los científicos, hacendados y caciques que nos
esclavizan y desde hoy comenzamos a continuar la Revolución
principiada por él, hasta conseguir el derrocamiento de los po-
deres dictatoriales que existen.
2º. Se desconoce como Jefe de la Revolución al señor Fran-
cisco I. Madero y como Presidente de la República por las razo-
nes que antes se expresan, procurándose el derrocamiento de
este funcionario.
3º. Se reconoce como Jefe de la Revolución Libertadora al C.
general Pascual Orozco, segundo del caudillo don Francisco I. Ma-
dero, y en caso de que no acepte este delicado puesto, se reconoce-
rá como jefe de la Revolución al C. general don Emiliano Zapata.

214
4º. La Junta Revolucionaria del Estado de Morelos manifies-
ta a la Nación, bajo formal protesta, que hace suyo el plan de San
Luis Potosí, con las adiciones que a continuación se expresan en
beneficio de los pueblos oprimidos, y se hará defensora de los
principios que defienden hasta vencer o morir.
5º. La Junta Revolucionaria del Estado de Morelos no ad-
mitirá transacciones ni componendas hasta no conseguir el de-
rrocamiento de los elementos dictatoriales de Porfirio Díaz y de
Francisco I. Madero, pues la Nación está cansada de hombres fal-
sos y traidores que hacen promesas como libertadores, y al llegar
al poder, se olvidan de ellas y se constituyen en tiranos.
6º. Como parte adicional del plan que invocamos, hacemos
constar: que los terrenos, montes y aguas que hayan usurpado los
hacendados, científicos o caciques a la sombra de la justicia venal,
entrarán en posesión de esos bienes inmuebles desde luego, los
pueblos o ciudadanos que tengan sus títulos, correspondientes a
esas propiedades, de las cuales han sido despojados por mala fe
de nuestros opresores, manteniendo a todo trance, con las armas

215
en las manos, la mencionada posesión, y los usurpadores que se
consideren con derechos a ellos, lo deducirán ante los tribunales
especiales que se establezcan al triunfo de la Revolución.
7º. En virtud de que la inmensa mayoría de los pueblos y
ciudadanos mexicanos no són mas dueños que del terreno que
pisan sin poder mejorar en nada su condición social ni poder de-
dicarse a la industria o a la agricultura, por estar monopolizadas
en unas cuantas manos, las tierras, montes y aguas; por esta cau-
sa, se expropiarán previa indemnización, de la tercera parte de
esos monopolios, a los poderosos propietarios de ellos a fin de
que los pueblos y ciudadanos de México obtengan ejidos, colo-
nias, fundos legales para pueblos o campos de sembradura o de
labor y se mejore en todo y para todo la falta de prosperidad y
bienestar de los mexicanos.
8º. Los hacendados, científicos o caciques que se opongan
directa o indirectamente al presente Plan, se nacionalizarán sus
bienes y las dos terceras partes que a ellos correspondan, se des-
tinarán para indemnizaciones de guerra, pensiones de viudas y

216
huérfanos de las víctimas que sucumban en las luchas del pre-
sente Plan.
9º. Para ejecutar los procedimientos respecto a los bienes
antes mencionados, se aplicarán las leyes de desamortización y
nacionalización, según convenga; pues de norma y ejemplo pue-
den servir las puestas en vigor por el inmortal Juárez a los bienes
eclesiásticos, que escarmentaron a los déspotas y conservadores
que en todo tiempo han querido imponernos el yugo ignominio-
so de la opresión y el retroceso.
10º. Los jefes militares insurgentes de la República que se
levantaron con las armas en las manos a la voz de don Francis-
co I. Madero, para defender el Plan de San Luis Potosí y que se
opongan con fuerza al presente Plan, se juzgarán traidores a la
causa que defendieron y a la Patria, puesto que en la actualidad
muchos de ellos por complacer a los tiranos, por un puñado de
monedas o por cohechos o soborno, están derramando la sangre
de sus hermanos que reclaman el cumplimiento de las promesas
que hizo a la Nación don Francisco I. Madero.

217
11º. Los gastos de guerra serán tomados conforme al artícu-
lo XI del Plan de San Luís Potosí, y todos los procedimientos em-
pleados en la Revolución que emprendemos, serán conforme a
las instrucciones mismas que determine el mencionado Plan.
12º. Una vez triunfante la Revolución que llevamos a la vía
de la realidad, una junta de los principales jefes revolucionarios
de los diferentes Estados, nombrará o designará un Presidente
interino de la República, que convocará a elecciones para la orga-
nización de los poderes federales.
13º. Los principales jefes revolucionarios de cada Estado, en
junta, designarán al gobernador del Estado, y este elevado fun-
cionario, convocará a elecciones para la debida organización de
los poderes públicos, con el objeto de evitar consignas forzosas
que labren la desdicha de los pueblos, como la conocida consigna
de Ambrosio Figueroa en el Estado de Morelos y otros, que nos
condenan al precipicio de conflictos sangrientos sostenidos por el
dictador Madero y el círculo de científicos hacendados que lo han
sugestionado.

218
14º. Si el presidente Madero y demás elementos dictatoria-
les del actual y antiguo régimen, desean evitar las inmensas des-
gracias que afligen a la patria, y poseen verdadero sentimiento
de amor hacia ella, que hagan inmediata renuncia de los puestos
que ocupan y con eso, en algo restañarán las graves heridas que
han abierto al seno de la Patria, pues que de no hacerlo así, sobre
sus cabezas caerán la sangre y anatema de nuestros hermanos.
15º. Mexicanos: considerad que la astucia y la mala fe de un
hombre está derramando sangre de una manera escandalosa, por
ser incapaz para gobernar; considerad que su sistema de Gobier-
no está agarrotando a la patria y hollando con la fuerza bruta de
las ballonetas nuestras instituciones; así como nuestras armas las
levantamos para elevarlo al Poder, las volvemos contra él por fal-
tar a sus compromisos con el pueblo mexicano y haber traiciona-
do la Revolución iniciada por él; no somos personalistas, ¡somos
partidarios de los principios y no de los hombres!
Pueblo mexicano, apoyad con las armas en las manos este
Plan, y hareis la prosperidad y bienestar de la Patria.

219
Libertad, Justicia y Ley.

[Ayala, estado de Morelos, noviembre 25 de 1911. General en jefe,


Emiliano Zapata, rúbrica. Generales: Eufemio Zapata, Francisco
Mendoza, Jesús Navarro, Otilio E. Montaño, José Trinidad Ruiz,
Próculo Capistrán, rúbricas. Coroneles: Pioquinto Galis, Felipe
Vaquero, Cesáreo Burgos, Quintín González, Pedro Salazar,
Simón Rojas, Emigdio Marlolejo, José Campos, Felipe Tijera,
Rafael Sánchez, José Pérez, Santiago Aguilar, Margarito Martínez,
Feliciano Domínguez, Manuel Vergara, Cruz Salazar, Lauro
Sánchez, Amador Salazar, Lorenzo Vázquez, Catarino Perdomo,
Jesús Sánchez, Domingo Romero, Zacarías Torres, Bonifacio
García, Daniel Andrade, Ponciano Domínguez, Jesús Capistrán,
rúbricas. Capitanes: Daniel Mantilla, José M. Carrillo, Francisco
Alarcón, Severiano Gutiérrez, rúbricas, y siguen más firmas]

220
Plan de Guadalupe

de Venustiano Carranza Garza

221
Manifiesto a la Nación
Considerando que los Poderes Legislativo y Judicial han recono-
cido y amparado en contra de las leyes y preceptos constitucio-
nales al general Victoriano Huerta y sus ilegales y antipatrióticos
procedimientos, y considerando, por último, que algunos Gobier-
nos de los Estados de la Unión han reconocido al Gobierno ilegí-
timo impuesto por la parte del Ejército que consumó la traición,
mandado por el mismo general Huerta, a pesar de haber violado
la soberanía de esos Estados, cuyos Gobernadores debieron ser
los primeros en desconocerlo, los suscritos, Jefes y Oficiales con
mando de las fuerzas constitucionales, hemos acordado y sosten-
dremos con las armas el siguiente:

Plan
1º. Se desconoce al general Victoriano Huerta como Presi-
dente de la República.
2º. Se desconoce también a los Poderes Legislativo y Judicial
de la Federación.

222
3º. Se desconoce a los Gobiernos de los Estados que aún re-
conozcan a los Poderes Federales que forman la actual Adminis-
tración, treinta días después de la publicación de este Plan.
4º. Para la organización del ejército encargado de hacer cum-
plir nuestros propósitos, nombramos como Primer Jefe del Ejérci-
to que se denominará“Constitucionalista”, al ciudadano Venustia-
no Carranza, Gobernador del Estado de Coahuila.
5º. Al ocupar el Ejército Constitucionalista la Ciudad de
México, se encargará interinamente del Poder Ejecutivo al ciuda-
dano Venustiano Carranza, Primer Jefe del Ejército, o quien lo hu-
biere sustituido en el mando.
6º. El Presidente Interino de la República convocará a elec-
ciones generales tan luego como se haya consolidado la paz, en-
tregando el Poder al ciudadano que hubiere sido electo.
7º. El ciudadano que funja como Primer Jefe del Ejército
Constitucionalista en los Estados cuyos Gobiernos hubieren re-
conocido al de Huerta, asumirá el cargo de Gobernador Provisio-
nal y convocará a elecciones locales, después de que hayan toma-

223
do posesión de su cargo los ciudadanos que hubieren sido electos
para desempeñar los altos Poderes de la Federación, como lo pre-
viene la base anterior, al ciudadano que hubiese sido electo.

[Hacienda de Guadalupe, Coahuila. 26 de marzo de 1913]

224
Adiciones al Plan de Guadalupe
Venustiano Carranza, Primer jefe del Ejército Constitucionalista y
encargado del Poder Ejecutivo de la República Mexicana,
Considerando: Que al verificarse, el 19 de febrero de 1913,
la aprehensión del Presidente y Vicepresidente de la República
por el ex general Victoriano Huerta, y usurpar éste el Poder Pú-
blico de la Nación el día 20 del mismo mes, privando luego de la
vida a los funcionarios legítimos, se interrumpió el orden consti-
tucional y quedó la República sin Gobierno legal.
Que el que suscribe, en su carácter de Gobernador Consti-
tucional de Coahuila, tenía protestado de una manera solemne
cumplir y hacer cumplir la Constitución General, y que en cum-
plimiento de este deber y de tal protesta estaba en la forzosa obli-
gación de tomar las armas para combatir la usurpación perpetra-
da por Huerta, y restablecer el orden constitucional en la Repú-
blica Mexicana.
Que este deber le fue, además, impuesto, de una manera
precisa y terminante, por decreto de la Legislatura de Coahuila

225
en el que se le ordenó categóricamente desconocer al Gobierno
usurpador de huerta y combatirlo por la fuerza de las armas, has-
ta su completo derrocamiento.
Que, en virtud de lo ocurrido, el que suscribe llamó a las
armas a los mexicanos patriotas, y con los primeros que lo si-
guieron formó el Plan de Guadalupe de 26 de marzo de 1913,
que ha venido sirviendo de bandera y de estatuto a la Revolución
Constitucionalista.
Que a los grupos militares que se formaron para comba-
tir la usurpación huertista, las Divisiones del Noroeste, Noreste,
Oriente, Centro y Sur operaron bajo la dirección de la primera
jefatura, habiendo existido entre ésta y aquéllas perfecta armo-
nía y completa coordinación en los medios de acción para reali-
zar el fin propuesto; no habiendo sucedido lo mismo con la Di-
visión del Norte que, bajo la dirección del general Francisco Villa,
dejó ver desde un principio tendencias particulares y se sustrajo
al cabo, por completo, a la obediencia del Cuartel General de la
Revolución Constitucionalista, obrando por su sola iniciativa al

226
grado de que la Primera Jefatura ignora todavía hoy, en gran par-
te, los medios de que se ha valido el expresado general para pro-
porcionarse fondos y sostener la campaña, el monto de esos fon-
dos y el uso de que ellos haya hecho.
Que una vez que la Revolución triunfante llegó a la Capi-
tal de la República, trataba de organizar debidamente el gobierno
provisional y se disponía, además, a atender las demandas de la
opinión pública, dando satisfacción a las imperiosas exigencias de
reforma social que el pueblo ha menester cuando tropezó con las
dificultades que la reacción había venido preparando en el seno
de la División del Norte, con propósitos de frustrar los triunfos
alcanzados por los esfuerzos del Ejército Constitucionalista.
Que esta primera jefatura, deseosa de organizar el gobierno
provisional de acuerdo con las ideas y tendencias de los hombres
con las armas en la mano hicieron la Revolución constitucionalis-
ta, y que, por lo mismo, estaban íntimamente penetrados por los
ideales que venía persiguiendo y convocó en la ciudad de Méxi-
co una asamblea de generales, gobernadores y jefes con mando

227
de tropas, para que estos acordaran un programa de gobierno, in-
dicaran en síntesis general las reformas indispensables al logro
de la redención social y política de la nación, y fijaran la forma y
época para restablecer el orden constitucional.
Que este propósito tuvo que aplazarse pronto, porque los
generales, gobernadores y jefes que concurrieron a la convención
militar en la ciudad de México estimaron conveniente que estu-
vieran representados en ella todos los elementos armados que
tomaron parte en la lucha contra la usurpación huertista, algunos
de los cuales se habían abstenido de concurrir, a pretexto de falta
de garantías y a causa de la revelación que en contra de esta pri-
mera jefatura había iniciado el general Francisco Villa, y quisieron
para ello, trasladarse a la ciudad de Aguascalientes, que juzgaron
el lugar mas indicado y con las condiciones de neutralidad apete-
cidas para que la convención militar continuase sus trabajos.
Que los miembros de la convención tomaron este acuer-
do después de haber confirmado al que suscribe en las funcio-
nes que venía desempeñando como primer jefe de la Revolución

228
constitucionalista y encargado del poder ejecutivo de la repúbli-
ca del que hizo entonces formal entrega, para demostrar que no
le animaban sentimientos bastardos de ambición personal, sino
que, en vista de las dificultades existentes, su verdadero anhelo
era que la acción revolucionaria no se dividiese, para no malograr
los triunfos de la Revolución triunfante.
Que esta primera jefatura no puso ningún obstáculo a la
translación de la convención militar a la ciudad de Aguascalien-
tes, aunque estaba íntimamente persuadida de que, lejos de ob-
tenerse la conciliación que se deseaba, se había de hacer más
profunda la separación entre el jefe de la división del norte y el
ejército constitucionalista, porque no quiso que se pensara que
tenía el propósito deliberado de excluir a la división del norte de
la discusión sobre los asuntos mas trascendentales, porque no
quiso parecer tampoco rehusando ese último esfuerzo concilia-
torio y porque consideró que era preciso, para el bien de la Re-
volución, que los verdaderos propósitos del general Villa se re-
velasen de una manera palmaria ante la conciencia nacional, sa-

229
cando de su error a los que de buena fe creían en la sinceridad
y en el patriotismo del general Villa y del grupo de hombres que
lo rodean.
Que apenas iniciados en Aguascalientes los trabajos de la
convención, quedaron al descubierto las maquinaciones de los
agentes villistas, que desempeñaron en aquélla el papel princi-
pal, y se hizo sentir el sistema de amenazas y de presión que, sin
recato, se puso en práctica, contra los que por su espíritu de in-
dependencia y sentimientos de honor, resistían las imposiciones
que el jefe de la división del norte hacía para encaminar a su an-
tojo los trabajos de la convención.
Que por otra parte, muchos de los jefes que concurrieron
a la convención de Aguascalientes no llegaron a penetrarse de
la importancia y misión verdadera que tenía dicha convención y,
poco o nada experimentados en materias políticas, fueron sor-
prendidos en su buena fe por la malicia de los agentes villistas,
y arrastrados a secundar inadvertidamente las maniobras de la
división del norte sin llegar a ocuparse de la causa del pueblo,

230
esbozando siquiera el pensamiento general de la revolución y el
programa de gobierno preconstitucional, que tanto se deseaba.
Que, con el propósito de no entrar en una lucha de carác-
ter personalista de no derramar más sangre, esta primera jefatura
puso de su parte todo cuanto le era posible para una conciliación
ofreciendo retirarse del poder siempre que establecieran un go-
bierno capaz de llevar a cabo las reformas políticas y sociales que
exige el país. Pero no habiendo logrado contentar los apetitos de
poder de la división del norte, no obstante las sucesivas conce-
siones hechas por la primera jefatura, y en vista de la actitud bien
definida de un gran número de jefes constitucionalistas que, des-
conociendo los acuerdos tomados por la convención de Aguasca-
lientes, ratificaron su adhesión al plan de Guadalupe, esta prime-
ra jefatura se ha visto en el caso de aceptar la lucha que ha inicia-
do la reacción que encabeza por ahora el general Francisco Villa.
Que la calidad de los elementos en que se apoya el gene-
ral Villa, que son los mismos que impidieron al presidente Made-
ro orientar su política en un sentido radical, fueron, por lo tanto,

231
los responsables políticos de su caída y, por otra parte, las decla-
raciones terminantes hechas por el mismo jefe de la división del
norte, en diversas ocasiones, de desear que se restablezca el or-
den constitucional antes de que se efectúen las reformas sociales
y políticas que exige el país, dejan entender claramente que la in-
subordinación del general Villa tiene un carácter netamente re-
accionario y opuesto a los movimientos del constitucionalista, y
tiene el propósito de frustrar el triunfo completo de la revolución,
impidiendo el establecimiento de un gobierno preconstitucional
que se ocupara de expedir y poner en vigor las reformas por las
cuales ha venido luchando el país desde hace cuatro años.
Que, en tal virtud, es un deber hacia la revolución y hacia
la Patria proseguir la revolución comenzada en 1913, continuan-
do la lucha contra los nuevos enemigos de la libertad del pueblo
mexicano.
Que teniendo que sustituir, por lo tanto, la interrupción del
orden constitucional durante este nuevo periodo de lucha, debe,
en consecuencia, continuar en vigor el plan de Guadalupe, que

232
le ha servido de norma y bandera, hasta que, cumplido debida-
mente y vencido el enemigo, pueda restablecerse el imperio de la
Constitución.
Que no habiendo sido posible realizar los propósitos para
que fue convocada la convención militar de octubre, y siendo el
objeto principal de la nueva lucha, por parte de las tropas reac-
cionarias del general Villa, impedir la realización de las formas
revolucionarias que requiere el pueblo mexicano, el primer jefe
de la revolución constitucionalista tiene la obligación de procu-
rar que, cuanto antes, se pongan en vigor todas las leyes en que
deben cristalizar las reformas políticas y económicas que el país
necesita expidiendo dichas leyes durante la nueva lucha que va a
desarrollarse.
Que, por lo tanto, y teniendo que continuar vigente el plan
de Guadalupe en su parte esencial, se hace necesario que el pue-
blo mexicano y el ejército constitucionalista conozcan con toda
precisión los fines militares que se persiguen en la nueva lucha,
que son el aniquilamiento de la reacción que renace encabezada

233
por el general Villa y la implantación de los principios políticos y
sociales que animan a esta primera jefatura y que son los ideales
por los que ha venido luchando desde hace más de cuatro años el
pueblo mexicano.
Que, por lo tanto, y de acuerdo con el sentir más generali-
zado de los jefes del ejército constitucionalista, de los gobernado-
res de los estados y de los demás colaboradores de la revolución
e interpretando las necesidades del pueblo mexicano, he tenido a
bien decretar lo siguiente:

Art. 1° Subsiste el plan de Guadalupe de 26 de marzo de


1913 hasta el triunfo completo de la revolución y, por consiguien-
te, el C. Venustiano Carranza continuará en su carácter de primer
jefe de la revolución constitucionalista y como encargado del Po-
der Ejecutivo de la nación, hasta que vencido el enemigo quede
restablecida la paz.
Art. 2° El primer jefe de la revolución y encargado del Po-
der Ejecutivo expedirá y pondrá en vigor, durante la lucha, todas

234
las leyes, disposiciones y medidas encaminadas a dar satisfacción
a las necesidades económicas, sociales y políticas del país, efec-
tuando las reformas que la opinión exige como indispensables
para restablecer el régimen que garantice la igualdad de los mexi-
canos entre sí; leyes agrarias que favorezcan la formación de las
tierras de que fueron injustamente privados; leyes fiscales enca-
minadas a obtener un sistema equitativo de impuestos a la pro-
piedad de raíz; legislación para mejorar la condición del peón ru-
ral, del obrero, del minero y, en general, de las clases proletarias;
establecimiento de la libertad municipal como institución consti-
tucional; bases para un nuevo sistema de organización del Poder
Judicial independiente, tanto en la federación como en los esta-
dos; revisión de las leyes relativas al matrimonio y al estado civil
de las personas; disposiciones que garanticen el estricto cumpli-
miento de las leyes de reforma; revisión de los códigos Civil, Pe-
nal y de Comercio; reformas del procedimiento judicial, con el
propósito de hacer expedita y efectiva la administración de jus-
ticia; revisión de las leyes relativas a la explotación de minas, pe-

235
tróleo, aguas, bosques y demás recursos naturales del país, y evi-
tar que se formen otros en lo futuro; reformas políticas que ga-
ranticen la verdadera aplicación de la constitución de la repúbli-
ca, y en general, todas las demás leyes que se estimen necesarias
para asegurar a todos los habitantes del país la efectividad y el
pleno goce de sus derechos, y la igualdad ante la ley.
Art. 3° Para poder continuar la lucha y para poder llevar a
cabo la obra de reformas a que se refiere el artículo anterior el jefe
de la revolución, queda expresamente autorizado para convocar
y organizar el ejército constitucionalista y dirigir las operaciones
de la campaña; para nombrar a los gobernadores y comandan-
tes militares de los estados y removerlos libremente; para hacer
las expropiaciones por causa de utilidad pública que sean nece-
sarias para el reparto de tierras, fundación de pueblos y demás
servicios públicos; para contratar empréstitos y expedir obligacio-
nes del tesoro nacional, con indicación de los bienes con que han
de garantizarse; para nombrar y remover libremente los emplea-
dos federales de la administración civil y de los estados y fijar las

236
atribuciones de cada uno de ellos; para hacer directamente o por
medio de los jefes que autorice, las requisiciones de tierras, edi-
ficios, armas, caballos, vehículos, provisiones y demás elementos
de guerra; y para establecer condecoraciones y decretar recom-
pensas por servicios prestados a la revolución.
Art. 4° Al triunfo de la revolución, reinstalada la suprema
jefatura en la ciudad de México y después de efectuarse las elec-
ciones de ayuntamientos en la mayoría de los estados de la repú-
blica, el primer jefe de la revolución, como encargado del Poder
Ejecutivo, convocará a elecciones para el Congreso de la Unión,
fijando en la convocatoria la fecha y los términos en que dichas
elecciones habrán de celebrarse.
Art. 5° Instalado el Congreso de la Unión, el primer jefe de
la revolución dará cuenta ante él del uso que haya hecho de las
facultades de que por el presente se haya investido, y en especial
le someterá las reformas expedidas y puestas en vigor durante
la lucha, con el fin de que el Congreso las ratifique, enmiende o
complete, y para que eleve a preceptos constitucionales aquéllas

237
que deban tener dicho carácter, antes de que restablezca el orden
constitucional.
Art. 6° El Congreso de la Unión expedirá las convocatorias
correspondientes para la elección del Presidente de la república
y, una vez efectuada ésta, el primer jefe de la nación entregará al
electo el Poder Ejecutivo.
Art. 7° En caso de falta absoluta del actual jefe de la revo-
lución y mientras los generales y gobernadores proceden a elegir
al que deba sustituirlo, desempeñará transitoriamente la primera
jefatura el jefe del cuerpo del ejército, del lugar donde se encuen-
tre el gobierno revolucionario al ocurrir la falta del primer jefe.
Constitución y Reformas

[Veracruz,12 de diciembre de 1914]

238
Decreto que reforma algunos artículos del Plan
de Guadalupe
Venustiano Carranza, Primer Jefe del Ejército constitucionalista y
Encargado del Poder Ejecutivo de la República, en uso de las fa-
cultades de que me hallo investido, y,
Considerando: Que en los artículos 4°, 5° y 6° de las Adicio-
nes al Plan de Guadalupe, decretados en la H. Veracruz, con fecha
12 de diciembre de 1914, se estableció de un modo claro y preciso
que al triunfo de la Revolución, reinstalada la Suprema Jefatura
en la ciudad de México y hechas las elecciones de Ayuntamientos
en la mayoría de los Estados de la República, el Primer Jefe del
Ejército Constitucionalista y Encargado del Poder Ejecutivo con-
vocaría a elecciones para el Congreso de la Unión, fijando las fe-
chas y los términos en que dichas elecciones habrían de celebrar-
se; que, instalado el Congreso de la Unión, el Primer Jefe daría
cuenta del uso que hubiere hecho de las facultades de que el mis-
mo decreto lo invistió, y le sometería especialmente las medidas
expedidas y puestas en vigor durante la lucha, a fin de que las ra-

239
tifique, enmiende o complete; y para que eleve a preceptos cons-
titucionales, las que deban tener dicho carácter; y, por último, que
el mismo Congreso de la Unión expediría la convocatoria corres-
pondiente para la elección de Presidente de la República, y que,
una vez efectuada ésta, el Primer Jefe de la Nación entregaría al
electo el Poder Ejecutivo.
Que esta Primera Jefatura ha tenido siempre el deliberado
y decidido propósito de cumplir con toda honradez y eficacia el
programa revolucionario delineado en los artículos mencionados
y en los demás del decreto de 12 de diciembre, y al efecto ha ex-
pedido diversas disposiciones directamente encaminadas a pre-
parar el establecimiento de aquellas instituciones que hagan po-
sible y fácil el gobierno del pueblo por el pueblo; y que aseguren
la situación económica de las clases proletarias, que habían sido
las más perjudicadas con el sistema de acaparamiento y mono-
polio adoptado por gobiernos anteriores, así como también ha
dispuesto que se proyecten todas las leyes que se ofrecieron en el
artículo segundo del decreto citado, especialmente las relativas a

240
las reformas políticas que deben asegurar la verdadera aplicación
de la Constitución de la República, y la efectividad y pleno goce
de los derechos de todos los habitantes del país; pero, al estudiar
con toda atención estas reformas, se ha encontrado que si hay
algunas que no afectan a la organización y funcionamiento de
los poderes públicos, en cambio hay otras que sí tienen que to-
car forzosamente éste y aquella, así como también que, de no ha-
cerse estas últimas reformas, se correría seguramente el riesgo de
que la Constitución de 1857, a pesar de la bondad indiscutible de
los principios en que descansa y del alto ideal que aspira a reali-
zar el Gobierno de la Nación, continuara siendo inadecuada para
la satisfacción de las necesidades públicas, y muy propicia para
volver a entronizar otra tiranía igual o parecida a las que con de-
masiada frecuencia ha tenido al país, con la completa absorción
de todos los poderes por parte del Ejecutivo; o que los otros, con
especialidad el Legislativo, se conviertan en una rémora constan-
te para la marcha regular y ordenada de la administración; sien-
do por todo esto de todo punto indispensable hacer dichas refor-

241
mas, las que traerán, como consecuencia forzosa, la independen-
cia real y verdadera de los tres departamentos del poder público,
su coordinación positiva y eficiente para hacer sólido y provecho-
so el uso de dicho poder, dándole prestigio y respetabilidad en el
exterior, y fuerza y moralidad en el interior.
Que las reformas que no tocan a la organización y funcio-
namiento de los poderes públicos, y las leyes secundarias, pue-
den ser expedidas y puestas en práctica desde luego sin incon-
veniente alguno, como fueron promulgadas y ejecutadas inme-
diatamente las Leyes de Reforma, las que no vinieron a ser apro-
badas e incorporadas en la Constitución, sino después de varios
años de estar en plena observancia; pues tratándose de medidas
que, en concepto de la generalidad de los mexicanos, son nece-
sarias y urgentes porque están reclamadas imperiosamente por
necesidades cuya satisfacción no admite demora, no habrá per-
sona ni grupo social que toma dichas medidas como motivo o
pretexto serio para atacar al Gobierno Constitucionalista o, por
lo menos, para ponerle obstáculos que le impidan volver fácil-

242
mente al orden constitucional, pero ¿sucedería lo mismo con las
otras reformas constitucionales, con las que se tiene por fuer-
za que alterar o modificar en mucho o en poco la organización
del Gobierno de la República? Que los enemigos del Gobierno
Constitucionalista no han omitido medio para impedir el triunfo
de aquella, ni para evitar que éste se consolide llevando a puro y
debido efecto el programa por el que ha venido luchando; pues
de cuantas maneras les ha sido posible lo han combatido, po-
niendo a su marcha todo género de obstáculos, hasta el grado de
buscar la mengua de la dignidad de la República y aun de poner
en peligro la misma soberanía nacional, provocando conflictos
con la vecina República del Norte y buscando su intervención en
los asuntos domésticos de éste país, bajo el pretexto de que no
tienen garantías de las vidas y propiedades de los extranjeros y
aun pretexto de simples sentimientos humanitarios; porque con
toda hipocresía aparentan lamentar el derramamiento de san-
gre que forzosamente trae la guerra, cuando ellos no han teni-
do el menor escrúpulo en derramarla de la manera más asom-

243
brosa, y de cometer toda clase de excesos contra nacionales y
extranjeros.
Que en vista de esto, es seguro que los enemigos de la Re-
volución, que son los enemigos de la Nación, no quedarían con-
formes con que el Gobierno que se establezca se rigiera por las
reformas que ha expedido o expidiere esta Primera Jefatura, pues
de seguro lo combatirían como resultante de cánones que no han
tenido la soberana y expresa sanción de la voluntad nacional. Que
para salvar ese escollo, quitando así a los enemigos del orden todo
pretexto para seguir alterando la paz pública y constipando con-
tra la autonomía de la Nación y evitar a la vez el aplazamiento de
las reformas políticas indispensables para obtener la concordia de
todas las voluntades y la coordinación de todos los intereses, por
una organización más adaptada a la actual situación del país, y,
por lo mismo, más conforme al origen, antecedentes y estado in-
telectual, moral y económico de nuestro pueblo, a efecto de con-
seguir una paz estable implantando de una manera más sólida el
reinado de la ley, es decir, el respeto de los derechos fundamenta-

244
les para la vida de los pueblos, y el estímulo a todas las actividades
sociales, se hace indispensable buscar un medio que, satisfaciendo
a las dos necesidades que se acaban de indicar no mantenga in-
definidamente la situación extraordinaria en que se encuentra el
país a consecuencia de los cuartelazos que produjeron la caída del
Gobierno legítimo, los asesinatos de los supremos mandatarios,
la usurpación huertista y los trastornos que causo la defección del
ejército del Norte y que todavía están fomentando los restos dis-
persos del huertismo y del villismo. Que planteado así el proble-
ma, desde luego se ve que el único medio de alcanzar los fines in-
dicados es un Congreso Constituyente por cuyo conducto la Na-
ción entera exprese de manera indubitable su soberana voluntad,
pues de este modo, a la vez que se discutirán y resolverán en la
forma y vía más adecuadas todas las cuestiones que hace tiempo
están reclamando solución que satisfaga ampliamente las necesi-
dades públicas, se obtendrá que el régimen legal se implante so-
bre bases sólidas en tiempo relativamente breve, y en términos de
tal manera legítimos que nadie se atreverá a impugnarlos.

245
Que contra lo expuesto no obsta que en la Constitución de
1857 se establezcan los trámites que deben seguirse para su re-
forma; porque aparte de que las reglas que con tal objeto contie-
ne se refieren única y exclusivamente a la facultad que se otorga
para ese efecto al Congreso Constitucional, facultad que éste no
puede ejercer de manera distinta que la que fija el precepto que
se la confiere; ella no importa, ni puede importar ni por su texto,
ni por su espíritu una limitación al ejercicio de la soberanía por el
pueblo mismo, siendo que dicha soberanía reside en éste de una
manera esencial y originaria, y por lo mismo, ilimitada, según lo
reconoce el artículo 39° de la misma Constitución de 1857.
Que en corroboración de lo expuesto, puede invocarse el
antecedente de la Constitución que se acaba de citar, la que fue
expedida por el Congreso Constituyente, convocado al triunfo
de la Revolución de Ayutla, revolución que tuvo por objeto aca-
bar con la tiranía y usurpación de Santa Anna, implantada con la
interrupción de la observancia de la Constitución de 1824; pues-
ta en vigor con el acta de reformas de 18 de mayo de 1847; y

246
como nadie ha puesto en duda la legalidad del Congreso Cons-
tituyente que expidió la Constitución de 1857, ni mucho menos
puesto en duda la legitimidad de ésta, no obstante que para ex-
pedirla no se siguieron las reglas que la Constitución de 1824 fi-
jaba para su reforma, no se explicaría ahora que por igual causa
se objetara la legalidad de un nuevo Congreso Constituyente y la
legitimidad de su obra. Que, supuesto el sistema adoptado has-
ta hoy por los enemigos de la Revolución de seguro recurrirán a
la mentira, siguiendo su conducta de intriga y, a falta de pretexto
plausible, atribuirán el Gobierno propósitos que jamás ha teni-
do, miras ocultas tras de actos legítimos en la forma, para hacer
desconfiada la opinión pública, a la que tratarán de conmover
indicando el peligro de tocar la Constitución de 1857, consagra-
da con el cariño del pueblo en la lucha y sufrimientos de muchos
años, como el símbolo de su soberanía y el baluarte de sus liber-
tades; y aunque no tienen ellos derecho de hablar de respeto a
la Constitución cuando la han vulnerado de cuantos medios les
ha sido dable, y sus mandatos solo han servido para cubrir con

247
el manto de la legalidad los despojos más inicuos, las usurpacio-
nes más reprobables y la tiranía más irritante, no está por demás
prevenir el ataque, por medio de la declaración franca y since-
ra de que con las reformas que se proyectan no se trata de fun-
dar un gobierno absoluto; que se respetará la forma de gobier-
no establecida, reconociendo de la manera más categórica que la
soberanía de la Nación reside en el pueblo y que es éste el que
deba ejercerla para su propia beneficio; que el gobierno, tanto
nacional como de los Estados, seguirá dividido para su ejercicio
en tres poderes, los que serán verdaderamente independientes;
y, en una palabra, que se respetará escrupulosamente el espíri-
tu liberal de dicha Constitución, a la que sólo se quiere purgar de
los defectos que tiene ya por la contradicción y oscuridad de al-
gunos de sus preceptos, ya por los huecos que hay en ella o por
las reformas que con el deliberado propósito de desnaturalizar
su espíritu original y democrático se le hicieron durante las dic-
taduras pasadas.
Por todo lo expuesto, he tenido a bien declarar lo siguiente:

248
Artículo 1° Se modifican los artículos 4°, 5° y 6° del Decre-
to de 12 de diciembre de 1914, expedido en la H. Veracruz, en los
términos siguientes:
Artículo 4° Habiendo triunfado la causa constitucionalista,
y estando hechas las elecciones de Ayuntamientos en toda la Re-
pública, el Primer Jefe del Ejército Constitucionalista, Encargado
del Poder Ejecutivo de la Nación, convocará a elecciones para un
Congreso Constituyente, fijando en la convocatoria la fecha y los
términos en que habrán de celebrarse, y el lugar en que el Con-
greso deberá reunirse. Para formar el Congreso Constituyente, el
Distrito Federal y cada Estado o Territorio nombrarán un diputa-
do propietario y un suplente por cada sesenta mil habitantes o
fracción que pase de veinte mil, teniendo en cuenta el censo ge-
neral de la República en 1910. La población del Estado o Territo-
rio que fuere menor de la cifra que se ha fijado en esta disposi-
ción elegirá, sin embargo, un diputado propietario y un suplente.
Para ser electo Diputado al Congreso Constituyente, se necesi-
tan los mismos requisitos exigidos por la Constitución de 1857

249
para ser Diputado al Congreso de la Unión; pero no podrán ser
electos, además de los individuos que tuvieren los impedimentos
que establece la expresada Constitución, los que hubieren ayuda-
do con las armas o servido empleos públicos en los gobiernos o
facciones hostiles a la causa constitucionalista.
Artículo 5° Instalado el Congreso Constituyente, el Primer
Jefe del Ejército Constitucionalista, Encargado del Poder Ejecu-
tivo de la Unión, le presentará el proyecto de la Constitución re-
formada para que se discuta, apruebe o modifique, en la inteli-
gencia de que en dicho proyecto se comprenderán las reformas
dictadas y las que se expidieren hasta que se reúna el Congreso
Constituyente.
Artículo 6° El Congreso Constituyente no podrá ocuparse
de otro asunto que el indicado en el artículo anterior; deberá des-
empeñar su cometido en un período de tiempo que no excederá
de dos meses, y al concluirlo expedirá la Constitución para que el
Jefe del Poder Ejecutivo convoque, conforme a ella, a elecciones
de poderes generales en toda la República. Terminados sus traba-

250
jos, el Congreso Constituyente se disolverá. Verificadas las elec-
ciones de los Poderes Federales e instalado el Congreso General,
el Primer Jefe del Ejército Constitucionalista, Encargado del Po-
der Ejecutivo de la Unión, le presentará un informe sobre el esta-
do de la administración pública, y hecha la declaración de la per-
sona electa para Presidente le entregará el Poder Ejecutivo de la
Nación.
Artículo 2° Este decreto se publicará por bando solemne en
toda la República.
Constitución y Reformas

[Palacio Nacional de México, 14 de septiembre de 1916]

251
Contenido

Sentimientos de la nación 7
Plan de Iguala 13
Manifiesto al volver a la capital de la República 23
Oración cívica 29
Decreto que incorpora las Leyes de Reforma
a la Constitución de 1857 89
Plan de Tuxtepec 93
Manifiesto contra Porfirio Díaz 101
Discurso sobre inamovilidad judicial 109
Plan de San Luis 143
Carta abierta a don Francisco I. Madero 163
Manifiesto del 23 de septiembre de 1911 189
Plan de Ayala 209
Plan de Guadalupe 221
México: ideario de la nación (antología)
se terminó de editar en la Ciudad de México en junio de 2010.

En su composición se usaron tipos de la familia Palatino.

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