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“Cuando suenen las sirenas de emergencia”, dijo el zahorí, “me quitarán las varas”.
Porque en las varas del zahorí están inscriptas las palabras de Laura Giordani. “Porque
mis varas serán vendas y brújulas y los heridos querrán que no arda el tajo y los
perdidos, dibujar otro mapa”.
Laura escucha la respiración de la tierra bajo la que tiembla un mundo. Ejecuta una
delicadísima tarea de arqueología, exhumando lo que debe tatuarse en la memoria. Lo
hace con la serenidad que destilan las imágenes pintadas por Fra Angelico y la
determinación infatigable de quien no puede sino hundir sus manos en la noche más
negra, para arrancarle los destellos que nos permitan seguir de pie. En los poemas de
Laura no hay impostura, prótesis ni ornamento; no tienen flecos ni sobras, no hay
exceso. Han sido cincelados amorosamente, con toda la ternura y la fiereza de la que el
amor es capaz. Los poemas de Laura no son artefactos. Son la resistencia convertida en
acto poético puro por una mujer que salta sin soga, sin arnés y sin red.
Laura va hacia abajo. Mira en la dirección de los olvidados y los desguarnecidos. Sus
palabras pesquisan el dolor enterrado, para rescatarlo y cobijarlo en su alfabeto hecho
nido. Es un doble dolor: el de haber sido arrojado a la existencia, sin haberlo pedido, y
el infligido por la indiferencia y la conversión del prójimo en inerme objeto de crueldad.
Adentro está todo lo que ha sido tapado por “una nieve sucia”. Por el desastre en el que
hemos convertido nuestra salida de la infancia. La infancia está, para Laura, atrás y
también adelante. Es la infancia primera que nos fue concedida y la infancia prometida
que nos aguarda, si somos capaces de asumir y saldar nuestras deudas y dejar de
ordenar, impasibles, las sucesivas muertes de los otros en el anaquel impávido de
nuestras sienes. De detener el automóvil para acunar al perro moribundo en la cuneta, en
lugar de “esquivarlo y acelerar para llegar pronto a casa”.
inercia de los péndulos” y “los prados que incendien los talones”. Laura denuncia, con
palabras certeras como flechas, el abuso al que han sido sometidas las palabras.
En la dulzura implacable de su descenso se desata la invocación del trueno. Son las dos
caras, fundidas, de su medalla.
Por eso, cuando uno lee a Laura, le cree. La incredulidad se suspende no por arte de
magia de ocasión, sino por la natural perseverancia de sus convicciones, esas
convicciones que Laura no necesita explicar porque instintivamente sabe dónde laten y
dónde residen los lugares capitales de ese latido.
Las imágenes que la poesía de Laura proyecta en nuestro córtex no han sido retocadas
digitalmente. Vale insistir en esta crudeza de lo escrito, en tiempos invadidos por un
magma de palabras estériles que se complacen en girar en torno de sus propios
ombligos. Laura se empequeñece y se invisibiliza para ceder el paso a lo que debemos
ver. Y en ese gesto inusual alcanza, sin pretenderlo ni buscarlo, su espléndida estatura.
Hemos sido exiliados de nosotros mismos. No solo de un país, sino de nuestra patria
íntima de origen. De algún modo, fuimos expulsados de nuestra condición de niños,
para adentrarnos en una adultez avara, que acumula negándose a soltar. Para soltar hay
que restañar la herida y andar ligeros de equipaje.
Las varas poemáticas de Laura tienen no solo una textura pulida y despojada, sino una
temperatura. Tibia como los cuerpos de los cachorros. Así como de esa textura surgen
espontáneamente las “iluminaciones profanas” cuya belleza asediaba a Walter
Benjamin, esa temperatura nos arropa y cobija. Mientras tanto, cada palabra es el hilo
que sutura el tajo y nos desplaza a un territorio donde lo superficial es abolido, para
quedarnos solo con el recuerdo de lo indispensable. Que brilla y brilla bajo la cruz del
sur, a la que Laura regresa invariablemente.
Para luego volver (trayendo con ella “el clamor/ de las cigarras/reverberando en el
cráneo/como voces de niños/en una ciudad abandonada”) y continuar curando,
confiando en el poder talismánico de la palabra.
En 1960, el artista alemán Joseph Beuys tomó una modesta bañera de bebé esmaltada en
blanco y montada sobre cuatro patas. Colocó en sus bordes esparadrapos y gasas y, en
su interior, restos de yeso restaurador y de grasa como símbolo de alimento. En su
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“Les daré mis varas”, reflexionó el zahorí. “Para que no se equivoquen, nuevamente”.