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Pollito: una anécdota familiar

J. Enrique Cáceres-Arrieta

El Día del Niño de 2007, mientras los niños celebraban su Día en


escuelas y colegios, mi hijo Jonatán (de 12 años hoy) se ganaba un pollito
en una tómbola escolar.
No era la primera vez que mis hijos regresaban con pollos de la escuela,
pues hacía unos años me habían preguntado si podían llevar unos pollitos a
su apartamento. No puse objeción y su madre tampoco lo hizo. De manera
que tres pollos fueron acogidos en la familia, y después de crecidos fueron
llevados a la casa de una amiga.
El pollito ganado por Jonatán era un caso diferente. Ese día del premio,
los mellizos (Jonatán es mellizo con David) estaban rebosantes de contento
por el pollito, y lo metieron en una bolsa para transportarlo. Con todo,
David lamentó no haber ganado un pollo. Al subir al auto, dije a mis hijos
que soltaran al pollito en el piso para que piara y se alimentara.
Pasaron días y semanas, y Pollito (así lo llamaba su dueño) creció; y
junto con un conejo, unos pececillos y una perrita contribuía a la alegría del
hogar.
Una noche, la mamá de mis hijos me llamó y con triste voz manifestó que
Jonatán y David lloraban desconsoladamente porque Pollito había sido
golpeado por la puerta de la cocina y estaba moribundo. Mientras me
mudaba de ropa para ver qué pasaba, un zarpazo de sentimientos y
emociones encontrados me llevó a una escena en la cual lloraba mis
periquitos que un hambriento gato había devorado. De ellos solo quedaron
pocas plumas como recordatorio. Créeme que eso fue devastador para mí.
De modo que sabía perfectamente bien lo que sentían los mellizos,
especialmente Jonatán, dueño del pollo. (Quizá para alguien sea una
tontada contar y escribir sobre un pollo, y hasta pensará que el problema se
habría solucionado comprando otro. Uno de los terribles errores que los
padres cometemos con los hijos es no validar correctamente sus
sentimientos y emociones y abandonarles física y afectivamente, criándose
nuestros hijos como niños huérfanos de padres vivos)
Al llegar al apartamento de mis hijos, encontré a Jonatán llorando a
lágrima viva y a Pablo (14), mi hijo mayor, contemplando y abanicando al
desdichado pollo. Lo primero que hice fue abrazar a Jonatán y preguntarle
qué pasaba. Sabía lo que sucedía, mas quería oírlo de él. Entre llantos y
sollozos me contó lo que su madre ya había narrado a través del teléfono.
Miré al pollo; se veía muy mal. Estaba más muerto que vivo. Mi mente
naturalista me dijo que no sobreviviría e intenté preparar a mis hijos para lo
peor. Me equivoqué. Mientras trataba de consolar a Jonatán, David salió
del cuarto llorando. De pronto Pablo exclamó que el pollo estaba vivo. La
mamá de mis hijos dijo que David se había arrodillado a orar por el pollo.
“¡Ridículo!”, gritan la creencia naturalista y el creyente racionalista.
Contra los diagnósticos, el pollo sobrevivió; los mellizos lo atribuyeron a
un milagro. Decían que Dios había escuchado sus plegarias. Cierto o no, el
pollo se recuperó gracias al cuidado de los niños y a las sugerencias que
una veterinaria nos diera a Jonatán y a mí.
Los días pasaron... y el 20 de agosto me llamó de nuevo la mamá de mis
hijos, comunicándome que Jonatán por accidente había atropellado a
Pollito con un carrito que montan los niños más pequeños.
En efecto, Pollito estaba muerto y Jonatán lloraba a cántaros. Traté que
el chico no se sintiera culpable, y en medio de todo sintiera mi consuelo,
amor y empatía. En ningún momento le insinué reprimir el llanto, sino que
convalidé sus emociones y le animé a expresar su dolor. Tampoco le
insinué comprar otro pollo por no querer herir sus sentimientos.
La tarde del 20, los mellizos y yo fuimos a enterrar a Pollito; Pablo no
había regresado del colegio. Camino al entierro, Jonatán advirtió: “de ahora
en adelante no tendré más mascotas tan frágiles”; se refería a la
vulnerabilidad de los animales pequeños.
Después de cavar para enterrar a Pollito, le pedí a su dueño que lo
colocara en la excavación. Me partió el alma lo manifestado por Jonatán al
exteriorizar el profundo cariño que tenía al pollo. También me preguntó:
“Papá, ¿los pollos van al cielo?”. Le respondí no saber; que la Biblia no
dice nada al respeto. (A solas con mis pensamientos y meditando en la
pregunta de mi hijo, recordé que la Biblia revela que en la Nueva Jerusalén
habrá animales, pero las bestias salvajes no harán daño ni al niño de pecho,
y morará el lobo con el cordero, y el leopardo con el cabrito se acostará; el
becerro y el león y la bestia doméstica andarán juntos, y un niño los
pastoreará) Mas sabía que los humanos tenemos la opción de ir o no a tan
hermoso y placentero lugar. Además, aseveré a mis hijos que esto era una
lección para que viéramos la brevedad, unicidad y fragilidad de la vida.
Pero que los cristianos tenemos fe y esperanza de que nos reencontraremos
con nuestros seres queridos, donde habita Jesús. (Si la creencia y
convicción del cielo es perversa como creen algunos incrédulos, más tóxico
y brutal es asegurar a los niños que “la vida se acaba al morir” basado no
en reales evidencias científicas sino en especulaciones filosóficas)
Al ver la tristeza y el amor de mi hijo por su muerto y sepultado pollo, las
lágrimas brotaron y quedamos llorando los dos por Pollito, el pollo que el
Día del Niño vino a formar parte de la familia y del corazón de tres niños.
A la fecha, mi hijo Jonatán sigue visitando el lugar donde enterramos a su
mascota Pollito. Ello me enternece por ver que un niño pequeño tiene
sentimientos tan nobles como recordar y seguir queriendo a un animalito
para muchos tan insignificante como un pollo.
(Nota: Esta anécdota la escribí el 22 de agosto de 2007 en memoria de
Pollito, la mascota de mi hijo Jonatán Eliseo; y aparece en la tercera
edición de nuestra obra El origen del sufrimiento: cómo trascender el dolor
para vivir en plenitud y no fracasar en el intento)

El autor es periodista

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