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La mujer y los dos amantes

(de cómo una mujer se enamoró y creó la muerte y la eternidad con una máquina de
escribir)

“Y luego,” le pregunté con un poco de temor, “¿y luego, pretendes hablar de amor?” El se

quedó allí parado, con sus manos escondidas en los bolsillos, la cara agazapada como un gato,

sumiso, y no contestó. No me dijo nada, el muy imbécil. “Aquí el que no entiende nada eres

tú,” le dije ya con más valor, “y no creas que no he visto la doble negativa. La he puesto así

porque la he querido poner.” (El tiene muy buen ojo para los errores de lógica. Le fascina

interpretar literalmente las dobles negativas y burlar las intenciones del que escribe). “Ahora

mismo te lo confieso: me he enamorado de ti. Ya está. Lo he dicho. Ya tú lo sabías, claro,

viviendo en mi cabeza, como vives—no digas nada, espera a que termine—pero no es lo mismo

saberlo que escucharlo, que verlo impreso en un papel de pulpa de madera y con tinta procesada

en algún país del sudeste asiático. Y con salarios de miseria, seguro.” (A él le molestan mucho

mis desvaríos, y ahora me he hecho consciente de ellos, pero por lo mismo los continúo. Me

dice, el lector perderá la idea, el concepto, peor aún, el interés. Le he dicho, qué carajo me

importa a mí que el lector o la lectora se aburra, yo no soy payaso de nadie. Y ahí me pesca con

la doble negativa y me acusa además de escritora de porquería, que yo no le reprocho ni le

niego. Es verdad, lo soy. Pues aún así, soy escritora, que no personaje de escritora de

porquería, como él.) “Todavía estás ahí parado con tu cara oculta…” Me está poniendo nerviosa

su actitud de sumisión. “Di algo, tonto, ¿qué estás pensando?” Eso fue un error, esa pregunta.

Lo sospecho.

Qué voy a estar pensando, perra de mierda, qué otra cosa voy a estar pensando sino que te

odio, porque me harás pensar lo que te dé la gana y sin embargo yo te odio, te detesto y sí sé lo

que es el amor, ¿sabes? Y no es esto, querida. El amor es mucho más inhóspito y mucho más

perfecto. Y no se transmite en los papeles o las palabras o los cuerpos o las caricias. Ni
siquiera se siente, ¿sabes, estúpida?, se es. Se vive, se es amante, amador, amado. Estar

enamorado es una maldita ilusión incoherente de los mortales.

Ahí está. Lo ha dicho todo, el muy sinvergüenza. Todo lo que llevaba carcomiéndole el

alma— ¿eso crees? ¿Tan pequeña crees que es el alma que no tengo? Te equivocas querida,

no lo es, no cabe todo lo que me carcome el alma en tus jodidos papeles y tus palabras baratas

de porquería, escritora. No he dicho cosa alguna, ¿sabes? Y sin embargo, cuando le he dicho

que lo amaba, se ha quedado callado. ¿Qué ya no me hablas directamente? ¿Te has dado

cuenta que eso es de locos, querida? Pues sí, me he quedado callado, pero no sumiso, ¿sabes?,

porque... porque te tengo miedo, ¿me entiendes? Te debo la vida, maldita mierda, te debo la

vida y todo lo que soy y todo lo que tengo, ¿y ahora qué? Ahora dices que estás enamorada de

mí. ¿Qué se supone que haga? Yo no te amo, ¿sabes?, no te quiero para nada y eso es un

hecho. Tú sabes a quién amo y eso es lo que más me aterroriza. Tú sabes su nombre, su destino

está en tus manos, en tus dedos, en tus caprichos de porquería. Te tengo miedo.

Pero no entiende, el muy necio no entiende que todo se ha acabado, que yo no puedo seguir

así, enamorada de este ingrato. ¿Qué se ha creído? ¿Qué coños se ha creído? ¿Qué vas a

hacer, escritora? Mira que tienes que pensar bien las cosas, no puedes lanzarnos al vacío así,

sin haber pensado, sin haber pensado en —el muy necio, silenciando mi voz. Imbécil.

¡Hablarme a mí del amor, que lo he creado con mis propias manos! Lo he creado, lo he

parido como una mamífera obediente (a él no le gusta el lenguaje inclusivo, el muy sexista, así

que le doy cursillos de lo que yo llamo “la nueva gramática sexual-existencial”). Y lo he criado,

lo he visto crecer, lo he hecho crecer, hasta culminar en la muerte, o la vida, hasta marchitarse o

hasta eternizarse como las estrellas. (Las estrellas no son eternas, pero eso a mí no me

concierne.) Parece increíble, pero así es: él cree entender más de amor que yo, que yo, que lo he

hecho amar desde profundidades de su ser que él ni siquiera conocía. Pero el que ha querido he
sido yo, maldita, el que se ha sentido completado, absoluto, inmaterial, irrelevantemente

esencial, he sido yo. Tú eres una cínica. “No importa lo que pienses, tonto,” a veces hay que

hablarle así a los hombres, como a niños chicos, “porque ya yo lo he pensado todo. Y mis

pensamientos sí toman forma, crecen y se realizan en obras, en realidades, no los tuyos. Esto se

ha acabado. Se terminó.” Déjame verlo por última vez, querida, por favor, permíteme verlo una

vez más, permite que nos veamos y que nos amemos y que tengamos un minuto más. Ahora lo

acepta, ¿eh? Se ha dado cuenta que hablo en serio. ¿Pero qué piensa el muy dramático, que le

voy a matar a su Horacio del alma en un accidente de tránsito? ¿Y entonces qué? ¿Lo enamoro

de mí, y ya? ¿Es que acaso no lo he escrito más inteligente que eso? ¿Qué voy a hacer yo con

un libro inconcluso así, escribirlo eternamente? ¿Obligarlo a amarme, sabiendo sería yo misma,

y no él? ¿Que su amor no me pertenece ni me pertenecerá jamás? No. “Te amo demasiado para

continuar viviendo esto, ¿es que no lo entiendes? Todo se acaba aquí. . .”

Capítulo XIX

Horacio lo llamó por teléfono y él no se atrevió contestarle. “Estoy

en la casa. Llama cuando llegues, por favor. Tu Horacio.” La máquina

telefónica distorsionaba las voces caprichosamente, y esta vez parecía un

mensaje leído, una antigua revelación que se ha recitado por milésima

vez sin obtener respuesta.

Sus ojos miraban el teléfono y el reloj y la soga. El teléfono. La luz

palpitante del mensaje en código. El reloj. Marcaba las 12:10. La soga.

Jugaba con ella. Sus manos se hincaban con los hilos de nylon que se

desprendían a lo largo de la trenza amarilla. Una trenza vikinga, de

muerte y de vasta franqueza. (Los dioses nórdicos mueren. En un día


terrible mueren todos, y la desolación se apodera de las piedras y de la

nieve. Es hermoso.) El teléfono. El reloj. La soga.

Se puso de pie y sonrió. Una sonrisa tenue, como una llave, y se mojó

los labios. Tomó el teléfono en sus manos. “¿Horacio? Voy para allá.”

Los diarios no tardaron en cansarse de la noticia de la profesora de literatura, muerta en su

apartamento, ahorcada y con el manuscrito de una obra inconclusa disperso y desordenado bajo

sus pies. No fue así sin embargo para los estudiantes del colegio. Crecieron las leyendas de la

profesora y sus dos amantes gay y se engalanaron con la imaginación perversa de los jóvenes.

(De los jóvenes culpables, que de inocentes, no tienen nada, ¿sabes querido?, nada…)

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