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Imagínese no tener acceso a internet nunca más. Un perverso virus ataca la red y desaparece.

¿Una tragedia? No esté tan seguro. ¿Sabe qué le esá haciendo internet a nuestro
cerebro? Traducción del brillante artículo escrito por Nicholas Carr para The Atlantic Monthly (el
blog del autor puede visitarse aquí:http://www.roughtype.com/).

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¡Dave, no, por favor no, no hagas eso! ¡Para, Dave, por favor, no hagas eso!”, son las últimas
palabras suplicantes que el supercomputador hal le dirige al implacable astronauta Dave Bowman
en aquella famosa, extraña y conmovedora escena hacia el final de la película 2001: Odisea del
espacio, de Stanley Kubrick. Bowman (que acaba de escapar por un pelo de una muerte casi
segura en el espacio profundo por culpa del computador defectuoso) con toda la tranquilidad y
frialdad del mundo desconecta los circuitos de la memoria que controlan el cerebro artificial del
aparato. “Dave, se me va la mente…, se me va”, dice hal. “Siento que la mente se me va...”. Yo
también. Durante los últimos años he tenido la incómoda sensación de que alguien (o algo) ha
estado cacharreando con mi cerebro, rehaciendo la cartografía de mis circuitos neuronales,
reprogramando mi memoria. No es que ya no pueda pensar (por lo menos hasta donde me doy
cuenta), pero algo está cambiando. Ya no pienso como antes. Lo siento de manera muy acentuada
cuando leo. Sumirme en un libro o un artículo largo solía ser una cosa fácil.

La mera narrativa o los giros de los acontecimientos cautivaban mi mente y pasaba horas
paseando por largos pasajes de prosa. Sin embargo, eso ya no me ocurre. Resulta que ahora, por
el contrario, mi concentración se pierde tras leer apenas dos o tres páginas. Me pongo inquieto,
pierdo el hilo, comienzo a buscar otra cosa que hacer. Es como si tuviera que forzar mi mente
divagadora a volver sobre el texto. En dos palabras, la lectura profunda, que solía ser fácil, se ha
vuelto una lucha. Y creo saber qué es lo que está ocurriendo.

A estas alturas, llevo ya más de una década pasando mucho tiempo en línea, haciendo búsquedas
y navegando, incluso, algunas veces, agregando material a las enormes bases de datos de
internet. Como escritor, la red me ha caído del cielo. El trabajo de investigación, que antes me
tomaba días inmerso en las secciones de publicaciones periódicas de las bibliotecas, ahora se
puede hacer en cuestión de minutos. Un par de búsquedas en Google, un par de clics sobre los
enlaces, y ya dispongo del hecho revelador o de la cita exacta que necesitaba. Incluso cuando no
estoy trabajando, lo más probable es que esté explorando entre los matorrales de información de la
red, leyendo y contestando correos electrónicos, esacaneando titulares y blogs, mirando videos y
oyendo podcasts, o simplemente saltando de enlace en enlace. (A diferencia de las notas de pie de
página, a las que a veces se les compara, los hiperenlaces no se limitan a sugerir obras
pertinentes; nos catapultan sobre ellas.) Para mí, como para muchos otros, la red se está
convirtiendo en un medio universal, en el canal a través del cual me llega la mayor parte de la
información visual y auditiva que se asienta en mi mente.

Las ventajas de un acceso tan instantáneo a esa increíble y rica reserva de información son
muchísimas, y ya han sido debidamente descritas y aplaudidas. “Tener una memoria artificial
perfecta”, señaló Clive Thompson en la revista en línea Wired, “puede llegar a ser de gran utilidad
en el proceso del pensamiento”. Pero tal ayuda tiene su precio. Como subrayó en la década del 60
el teórico de los medios de comunicación Marshall McLuhan, los medios no son meros canales
pasivos por donde fluye información. Cierto, se encargan de suministrar los insumos del
pensamiento, pero también configuran el proceso de pensamiento. Y lo que la red parece estar
haciendo, por lo menos en mi caso, es socavar poco a poco mi capacidad de concentración y
contemplación.

Mi mente ahora espera asimilar información de la misma manera como la red la distribuye: en un
vertiginoso flujo de partículas. Alguna vez fui buzo y me sumergía en océanos de palabras. Hoy en
día sobrevuelo a ras sus aguas como en una moto acuática. Y no soy el único. Cuando comparto
mis problemas con la lectura entre amigos y conocidos, casi todos con inclinaciones literarias,
muchos confiesan que les pasa lo mismo.

Mientras más usan la red, más trabajo les cuesta permanecer concentrados cuando se trata de
textos largos. Algunos de los bloggers que leo con regularidad también han empezado a mencionar
el fenómeno. Scott Karp, quien escribe un blog sobre periodismo en línea confesó hace poco haber
abandonado del todo la lectura de libros. “En la universidad me gradué en literatura y solía ser un
lector voraz de libros”, escribe. “¿Qué ocurrió”?, se pregunta, y aventura una respuesta: “¿Qué tal
que hoy en día todas mis lecturas las haga en la red no tanto porque haya cambiado mi manera de
leer, es decir, por comodidad y conveniencia, sino porque cambió mi manera de pensar?”. Bruce
Friedman escribe con regularidad un blog sobre el uso de computadores en medicina y también ha
señalado cómo internet ha afectado sus hábitos mentales. “He perdido casi completamente la
capacidad de leer y asimilar un texto largo en la red o incluso impreso”, escribió hace unos meses.
Docente de patología de vieja data en la Escuela de Medicina de la Universidad de Michigan,
Friedman se extendió un poco más en una conversación telefónica que sostuvo conmigo.

Su manera de pensar, dijo, ha adquirido una cualidad entrecortada, como de staccato, que a su
vez es reflejo de la manera como escanea apartes cortos de texto de muchísimas fuentes en línea.
“Ya no sería capaz de leer Guerra y paz”, admitió. “Perdí la capacidad para hacerlo. Es más, tengo
dificultades a la hora de absorber un blog de más de tres o cuatro párrafos. Empiezo a leerlo en
diagonal”. Sin embargo, un par de anécdotas no prueban nada. Podemos seguir esperando los
experimentos neurológicos y psicológicos que nos den un panorama más claro y definitivo sobre
cómo el uso de la internet afecta la cognición. Con todo, un trabajo publicado sobre los hábitos
investigativos en línea, realizado por académicos de University College de Londres, sugiere que
bien podemos encontrarnos en medio de un mar de cambios en lo que concierne a la manera
como leemos y pensamos.

Como parte de un programa de investigación de cinco años, los académicos analizaron el


comportamiento en línea de los visitantes de dos muy conocidos portales investigativos: uno,
operado por la British Library, el otro, por un consorcio pedagógico del Reino Unido, portales que
ofrecen acceso a artículos de publicaciones periódicas, libros electrónicos y otras fuentes de
información textual. Encontraron que la gente que utilizaba los portales evidnciaba “una actividad
similar a la que ocurre cuando se lee por encima…”, saltando de una fuente a otra y rara vez
volviendo sobre una de las fuentes ya consultadas. Por lo general, los usuarios no leían más de
una o dos páginas de un artículo o un libro antes de brincar a otra página. Algunas veces
seleccionaban y descargaban un artículo largo, pero no se puede saber si volvieron sobre el texto y
en efecto lo leyeron. Los autores de la investigación informan: “Es evidente que los usuarios,
cuando leen en línea, no lo están haciendo en el sentido tradicional del término; es más, hay
indicios de que nuevas formas de ‘lectura’ están surgiendo en la misma medida que los usuarios
examinan horizontalmente, a golpes de vista, títulos, tablas de contenido y resúmenes, en busca
de resultados rápidos.

Casi pareciera que entran en línea para evitar leer en el sentido convencional de la palabra”.
Gracias a la omnipresencia del texto en internet, por no hablar de la popularidad de los mensajes
escritos en los teléfonos celulares, es probable que hoy estemos leyendo cuantitativamente más de
lo que leíamos en las décadas del 70 y 80 del siglo pasado, cuando la televisión era nuestro medio
predilecto. Pero, sea lo que sea, se trata de otra forma de leer, y detrás subyace otra forma de
pensar… Quizás incluso, una nueva manera de ser. “No sólo somos lo que leemos”, dice
Maryanne Wolf, psicóloga del desarrollo en la Universidad de Tufts y autora de Proust and the
Squid: The Story and Science of the Reading Brain [Proust y el calamar: Historia y ciencia del
cerebro lector]. A Wolf le preocupa que el tipo de lectura que promueve la red, un modo de leer que
da prioridad a la eficacia y la inmediatez sobre cualquier otra cosa, bien puede estar debilitando
nuestra capacidad para ese otro tipo de lectura en profundidad que surgió cuando una tecnología
remota, la imprenta, logró convertir largas y complejas obras escritas en prosa en objetos
comunes.

Cuando leemos en línea, dice, tendemos a convertirnos en “meros decodificadores de


información”. Nuestra capacidad para interpretar un texto, para ejecutar las conexiones mentales
que se constituyen cuando leemos en profundidad y sin distracciones, cuando leemos en línea,
repito, se desconecta en buena parte. Leer, dice Wolf, no es una habilidad innata en el ser
humano. No está grabada en nuestros genes como sí lo está la facultad del habla. Tenemos que
enseñarle a nuestra mente a traducir los caracteres simbólicos que ven nuestros ojos a un lenguaje
que podemos entender. Y los medios y otras tecnologías que usamos para aprender y practicar el
arte de leer juegan un papel importante en la configuración de los circuitos neuronales de nuestros
cerebros.

Varios experimentos han demostrado que quienes leen ideogramas, como los chinos, desarrollan
sistemas de circuitos mentales para leer muy distintos a los que se encuentran entre quienes,
como nosotros, tenemos un lenguaje escrito que recurre a un alfabeto. Y tales variantes se
extienden a lo largo y ancho de muchas regiones del cerebro, incluyendo aquellas que gobiernan
funciones cognitivas tan esenciales como la memoria y la interpretación de estímulos visuales y
auditivos. Cabe esperar, por tanto, que los circuitos que se tejen al usar la red serán distintos de
aquellos que se entretejen al leer libros y otros trabajos impresos. Cerebros como computadores El
cerebro humano es casi infinitamente maleable.

La gente solía pensar que nuestro tejido mental, esa compacta red de conexiones conformadas por
cerca de 100.000 millones de neuronas dentro de nuestro cráneo, estaba ya en buena medida
consolidada y fija para cuando alcanzáramos la edad adulta. Sin embargo, estudiosos del cerebro
han encontrado que ese no es el caso. James Olds, profesor de Neurociencia y director del
Instituto Krasnow para Ciencias avanzadas en George Mason University, dice que incluso la mente
adulta es “muy plástica”. “El cerebro —según Olds— tiene la capacidad de reprogramarse por sí
mismo al vuelo, y alterar por tanto su manera de funcionar”. Cuando recurrimos a lo que el
sociólogo Daniel Bell llama nuestras “tecnologías intelectuales”, es decir, aquellas herramientas
que amplían nuestras habilidades mentales antes que las físicas, de manera ineludible empezamos
a adoptar las cualidades de tales tecnologías.

El reloj mecánico, que entró a ser de uso común durante el siglo xiv, constituye un ejemplo
contundente. En su libro Technics and Civilization [Técnicas y civilización], el historiador y crítico
Lewis Mumford describe cómo el reloj “disoció o desvinculó el tiempo del acaecer humano y
contribuyó a generar la creencia en un mundo independiente de secuencias matemáticamente
mensurables”. Así, el “marco general abstracto de un tiempo divido” se convirtió en “el punto de
referencia tanto para la acción como para el pensamiento”. El tic-tac metódico del reloj contribuyó
al surgimiento de la mente y el hombre científico. Pero también nos despojó de algo. Como
observó el fallecido científico en informática del mit, Joseph Weizenbaum, en su libro de 1976,
Computer Power and Human Reason: From Judgment to Calculation [El poder del computador y la
razón humana: del juicio al cálculo], la concepción del mundo que surgió a partir del uso extendido
de instrumentos que miden el tiempo, “sigue siendo una versión empobrecida de la concepción
más antigua, ya que descansa sobre la negación de todas aquellas experiencias directas que eran
la base, la esencia misma de la vieja realidad”. Al optar por decidir a qué hora comer, trabajar,
dormir y levantarnos, dejamos de escuchar a nuestro cuerpo y empezamos a obedecer al reloj. El
proceso de adaptación a las nuevas tecnologías intelectuales se refleja en las cambiantes
metáforas a las que recurrimos para explicarnos a nosotros mismos. Con la llegada del reloj
mecánico, la gente empezó a pensar que sus cerebros funcionaban “como un reloj”. Hoy, en la
edad del software, hemos empezado a pensar en el cerebro como un aparato que funciona “como
un computador”. Pero los cambios, nos advierte la neurociencia, van mucho más allá de la mera
metáfora. Gracias precisamente a la plasticidad de nuestro cerebro, la adaptación también ocurre a
nivel biológico. Internet promete llegar a tener efectos de largo alcance sobre la cognición.

En un ensayo publicado en 1936, el matemático británico Alan Turing comprobó que un


computador digital, que por entonces sólo existía como máquina teórica, podría programarse de
manera que cumpliera las funciones de cualquier artefacto capaz de procesar información. Y eso
es lo que estamos viendo hoy. Internet, un sistema informático muy poderoso, está subyugando la
mayoría de todas nuestras otras tecnologías intelectuales. Se está convirtiendo en nuestro mapa y
reloj, nuestra imprenta y máquina de escribir, nuestra calculadora y nuestro teléfono, nuestra radio
y televisión. Cuando la red absorbe un medio, dicho medio se recrea a imagen y semejanza de la
red. Inyecta el contenido del medio a través de hipervínculos, anuncios parpadeantes y otras
baratijas digitales, rodeando así el contenido con el contenido de todos los otros medios que ha
absorbido. Un nuevo correo electrónico, por ejemplo, puede anunciar su llegada mientras ojeamos
los últimos titulares en el portal de un diario. Y el resultado es que dispersa nuestra atención y
disipa nuestra concentración.

Y la influencia de la red no termina en los márgenes de la pantalla, tampoco. Al tiempo que


nuestras mentes se ponen en sintonía con la enloquecedora colcha de retazos que es internet, los
medios tradicionales se ven obligados a adaptarse a las nuevas expectativas de la audiencia. Los
programas de televisión agregan textos y anuncios móviles, y revistas y periódicos reducen la
longitud de sus artículos, introducen resúmenes encapsulados y atiborran sus páginas con trocitos
fragmentarios de información fáciles de ojear a la ligera. Cuando, en marzo de este año, The New
York Times optó por dedicar la segunda y tercera páginas de todas sus ediciones diarias a
resúmenes de artículos interiores, su director de diseño, Tom Bodkin, explicó que dichos “atajos” le
brindaban al lector agobiado por la prisa una “degustación” rápida de las noticias del día, evitándole
así el “menos eficaz” método de en efecto pasar unas cuantas páginas y leer los artículos enteros.
Los viejos medios no tienen más remedio que jugar siguiendo las reglas de los nuevos medios.
Nunca antes un sistema de comunicación ha desempeñado tantos papeles en nuestra vida —o
influido tanto en nuestra manera de pensar— como lo hace hoy por hoy internet.

Con todo, y a pesar de lo mucho que se ha escrito sobre la red, muy poco se ha ponderado el
asunto de cómo nos está reprogramando. La ética intelectual de la red es poco clara. (...)
¿Inteligencia artificial? Las oficinas centrales de Google, en Mountain View, California —el
Googleplex— es la catedral de internet, y la religión que practican tras sus muros, el taylorismo
(Taylor en su célebre tratado de 1911, The Principles of Scientific Management [Los principios de la
administración científica], quería identificar y adoptar, para cada tarea, el “mejor y único método” de
trabajo para maximizar la eficiencia y velocidad de cada operación manual de un obrero en la
fábrica”). Google, dice su presidente ejecutivo, Eric Schmidt, es “una compañía fundada en torno a
la ciencia de la medición”, y pretende llegar a “sistematizar todo” lo que hace. A partir de los
terabits (mil millones de bits) de información conductual que recoge a través de su buscador y otros
portales, realiza miles de experimentos diarios, según el Harvard Business Review, y utiliza los
resultados para pulir los algoritmos que cada vez controlan más la manera como la gente
encuentra información y extrae o le da sentido a la misma. Lo que Taylor hizo para el trabajo
manual, Google lo está haciendo para el trabajo de la mente.

La compañía ha declarado que su misión es “organizar toda la información del mundo y hacerla
universalmente accesible y útil”. Pretende desarrollar “el buscador perfecto”, el cual define como
una cosa capaz de “entender de manera exacta qué queremos decir y darnos de vuelta
exactamente lo que queremos”. Para Google, la información es una especie de materia prima, un
recurso utilitarista que puede explotarse y procesarse con eficacia industrial. A mayor número de
fragmentos de información a los que podamos acceder y a la mayor rapidez con la que podamos
extraer su esencia, más productivos seremos en tanto pensadores. ¿Y dónde termina todo esto?
Sergey Brin y Larry Page, los talentosos jóvenes que fundaron Google mientras terminaban sus
doctorados en ciencias informáticas en Stanford, hablan con frecuencia de su deseo de convertir
su buscador en una inteligencia artificial, una especie de máquina a lo hal, que pueda conectarse a
nuestro cerebro. “El buscador último, supremo, el no va más de los buscadores, sería algo como la
gente inteligente… o quizá más inteligente”, dijo Page en una alocución hace un par de años. “Para
nosotros, trabajar en la búsqueda es una manera de trabajar en la inteligencia artificial”. En una
entrevista en 2004 para Newsweek, Brin dijo: “Con seguridad que si tuviéramos toda la información
del mundo directamente conectada a nuestro cerebro o a un cerebro artificial más inteligente que el
nuestro, estaríamos mejor”. El año pasado, Page dijo en un congreso de científicos que Google
“está intentando construir una inteligencia artificial y hacerlo a gran escala”.

Tal ambición es natural, incluso admirable, para un par de matemáticos prodigio con mucho dinero
a su disposición y un pequeño ejército de informáticos como empleados. Google, un empeño
esencialmente científico, está sobre todo motivado por el deseo de utilizar la tecnología, en
palabras de Eric Schmidt, “para resolver problemas que nunca antes han sido resueltos” y la
inteligencia artificial es ciertamente el más difícil de los problemas que quedan por resolver en ese
campo. ¿Por qué demonios no querrían Brin y Page ser quienes lo descifren? Con todo, su
suposición más bien facilista de que “todos estaríamos mejor” si nuestro cerebro tuviera un
complemento, o incluso si fuera reemplazado del todo por una inteligencia artificial, resulta
inquietante. Sugiere (o propone), algo como creer que la inteligencia es el producto de un proceso
mecánico, una serie de pasos discretos que pueden ser aislados, medidos y optimizados. En el
mundo de Google, el mundo al que accedemos cuando entramos en línea, hay poco espacio para
la opacidad de la contemplación. Allí, la ambigüedad no constituye un umbral para el conocimiento
y la intuición sino que se convierte en un virus que debe ser remediado. El cerebro humano no es
más que un computador obsoleto que necesita un procesador más rápido y un disco duro más
grande. La idea de que nuestra mente debiera operar como una máquina-procesadora-de-datos-
de-alta-velocidad no solo está incorporada al funcionamiento de internet, sino que al mismo tiempo
se trata del modelo empresarial imperante de la red. A mayor velocidad con la que navegamos en
la red, a mayor número de enlaces sobre los que hacemos clic y el número de páginas que
visitamos, mayores las oportunidades que Google y otras compañías tienen para recoger
información sobre nosotros y nutrirnos con anuncios publicitarios. La mayoría de los propietarios de
internet comercial tienen suficientes intereses económicos en juego como para tomarse la molestia
de recoger las migas de datos que vamos dejando como un rastro al tiempo que saltamos de
enlace en enlace: mientras más migas, mejor.

Lo último que estas empresas quisieran es alentarnos a leer a gusto y a nuestras anchas o
invitarnos a lenta y concienzuda reflexión. Para bien de sus intereses económicos, les conviene
distraernos a como dé lugar. Quizá soy un exagerado: después de todo, así como se da la
tendencia a glorificar a ultranza el progreso tecnológico, también se da la contra-tendencia a
esperar lo peor de cada nueva herramienta o máquina. En el Fedro, de Platón, Sócrates lamenta el
desarrollo de la escritura. Temía que, a medida que la gente empezara a confiar y depender de la
palabra escrita como sustituto del conocimiento que solía tener en su cabeza, así mismo, en
palabras de uno de los personajes del diálogo, “dejarían de ejercitar la memoria y pronto se
tornarían olvidadizos”. Y debido a que, por lo tanto, estarían en capacidad de “recibir una buena
cantidad de información sin la debida instrucción”, los susodichos “se considerarían muy
entendidos siendo en el fondo ignorantes”. Es decir, “serían seres llenos de presunción de
sabiduría en vez de seres poseedores de sabiduría auténtica”. Sócrates no estaba equivocado: la
nueva tecnología sí tuvo a menudo los efectos que él temía. Pero fue un poco miope: no pudo
anticipar las muchas maneras en las que la escritura y la lectura contribuirían a la divulgación de
información, a propagar nuevas ideas y a extender el conocimiento humano (si bien no
necesariamente la sabiduría).

La llegada de la imprenta de Gutenberg en el siglo xv, desató otra ronda de pánico. Al humanista
italiano Hieronimo Squarciafico le preocupaba que el fácil acceso a los libros condujese a la pereza
intelectual e hiciese que los hombres “estudiasen menos” debilitando así sus facultades mentales.
Otros alegaban que los libros y pasquines impresos y baratos minarían la autoridad religiosa,
mancillarían el trabajo de estudiosos y escribas, y propagarían la sedición y el libertinaje. Una vez
más, como señala el profesor Clay Shirky de la Universidad de Nueva York, “la mayoría de los
argumentos en contra de la imprenta fueron acertados, incluso clarividentes”. Pero, una vez más,
también, los profetas del juicio final no fueron capaces de ver ni imaginar la miríada de bendiciones
que la palabra impresa iba a repartir y suministrar. De manera que sí, más vale mostrarse
escéptico con mi escepticismo. Quizá quienes hoy desestiman a los críticos de internet como
nostálgicos, terminen por tener la razón y así, a partir de nuestras hiperactivas mentes saturadas
de datos, tal vez surja una nueva edad dorada de descubrimiento intelectual y sabiduría universal.
Con todo, repito una vez más, la red no es el alfabeto y, aunque quizá reemplace a la imprenta,
igual produce algo completamente distinto. El tipo de lectura en profundidad que se promueve
mediante una secuencia de páginas impresas es valiosa no solo por el conocimiento que
adquirimos de las palabras del autor sino por las vibraciones y resonancias intelectuales que tales
palabras desencadenan dentro de nuestra mente. En los silenciosos espacios que la sostenida y
concentrada lectura de un libro (o cualquier otra forma de contemplación, para el caso) abre,
posibilita, allí hacemos nuestras personales asociaciones, sacamos nuestras propias conclusiones,
hacemos nuestras propias analogías, promovemos nuestras propias ideas. La lectura profunda,
como alega Maryanne Wolf, no se puede distinguir del pensmiento profundo. Si perdemos esos
espacios de silencio y sosiego o si los llenamos de “contenido”, estaremos sacrificando algo muy
importante no solo para nosotros mismos sino para nuestra cultura. En un ensayo reciente, el
dramaturgo Richard Foreman señala con elocuencia lo que está en juego: “Vengo de una tradición
de la cultura occidental en la que el ideal (mi ideal) era la compleja, compacta y catedralicia
estructura de una personalidad muy culta y bien articulada: un hombre o una mujer que cargaba
dentro de sí una versión única y personalmente elaborada de todo el patrimonio cultural de
Occidente. Pero ahora veo dentro de todos nosotros (yo incluido) la sustitución de dicha compleja
densidad interior por una nueva forma de ser uno mismo, que evoluciona bajo la presión de una
sobrecarga de información y de la tecnología de lo “instantáneamente asequible”.

A medida que nos vaciamos de nuestro “compacto repertorio interior de herencia cultural”,
concluye Foreman, corremos el riesgo de convertirnos en “‘gente plana y achatada como pancakes
gracias a nuestro esfuerzo por conectar más y más con aquella vasta red de información a la que
accedemos apenas tocando un botón”. Aquella escena de 2001 no me abandona, me ronda. Y lo
que la hace tan conmovedora y tan extraña es la emotiva reacción del computador ante el
desmantelamiento de su mente, su entendimiento: su desesperación a medida que circuito tras
circuito va cayendo en la oscuridad, su desconsolada súplica infantil al astronauta: “Lo estoy
sintiendo. Tengo miedo” y su final regresión a lo que no podemos menos que llamar un estado de
inocencia.

La profusa e intensa emanación de emociones de hal contrasta con la fría insensibilidad que
caracteriza a los personajes humanos de la película, quienes cumplen con sus asuntos casi se
diría que con robótica eficiencia. Sus pensamientos y actos parecen preparados de antemano,
como si siguieran los pasos de un algoritmo. En el universo de 2001, la gente se ha hecho tan
parecida a las máquinas, que el personaje más humano termina siendo una máquina. He ahí la
esencia de la oscura profecía de Kubrick: en tanto empezamos a depender de los computadores
para entender el mundo, es nuestra propia inteligencia la que se achata convirtiéndose en
inteligencia artificial.
Publicado por © La Redacción de Adentro y Afuera   

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