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SEMILLEROS

RELATO DE DANIEL G. S. Todos los derechos reservados 2009

Licencia Atribución-No Comercial-Sin Derivadas 2.0 Chile de Creative Commons


Colonización

Cuando llegamos al planeta, pensamos que sería fácil rehacer la vida que habíamos

dejado en la Tierra devastada. Pero éramos pocos y faltaban al menos quince años para que

arribara la segunda oleada de colonos. No sabíamos a qué atenernos y fuimos arriesgados.

En realidad, fuimos estúpidos.

El planeta era la copia fiel de la Tierra en sus mejores años. Había bosques y

animales que saltaban por sus ramas, aves, insectos y todo lo que recordábamos, sólo que

distinto.

Yo tenía veinte años cuando descendió el primer grupo de exploradores a hacer los

análisis de compatibilidad. Desde la nave seguí con expectación los movimientos de los

afortunados que habían bajado, atento a cualquier noticia. Vimos una pradera amplia junto a

un río de aguas cristalinas y un cerro cubierto por árboles verdes que se mecían suavemente

con la brisa matutina. Vimos a los exploradores sin sus máscaras, bebiendo del río y

corriendo por la pradera, poseídos por la ansiedad de quienes han viajado diez años en una

lata de jurel. Enloquecimos de júbilo, celebramos e iniciamos los preparativos para

descender lo antes posible.

Nos deshicimos de nuestro pasado, olvidamos el dolor y el terror de la muerte,

destruimos nuestros nombres y nos volvimos un poco anarquistas. Pero bastaron unos

pocos días para que recordáramos que por motivos igualmente egoístas nuestro planeta

había quedado reducido a escombros radiactivos.

Nos bautizamos con nombres nuevos. Algunos se nombraron como animales

olvidados de La Tierra, como objetos o mitos. Otros inventaron palabras que sonaban bellas

y las repartieron para quien las quisiera. Yo me bauticé Getzal, oí esa palabra o alguna muy

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parecida cuando era muy pequeño y me quedó grabada en la memoria. Mamá se llamó

Orión y papá, Santiago.

El planeta se llamó Hogar, porque nos sentíamos como en casa. Levantamos un

refugio provisorio junto al río para los doscientos colonos, cazamos animales salvajes y nos

dimos un festín. Tomamos agua del río, comimos los frutos dulces de los árboles y fuimos

las personas más felices del Universo.

En cosa de tres meses levantamos un pueblo completo. Estábamos todos instalados

en nuestras casas, nos dedicábamos a cultivar en los patios y a cazar en los bosques, cuando

aparecieron los primeros problemas.

Alguien se quejó de polillas el estómago. Nos reímos y dejamos pasar el tiempo.

Pero un mes después el pueblo entero estaba enfermo. Los cosquilleos no nos dejaban

dormir. Nos daba miedo comer. Intentamos todos los remedios que conocíamos para

eliminar parásitos, sin éxito. Los médicos también estaban afectados. Todos nos sentíamos

oprimidos por la impotencia, algo nos carcomía desde adentro y no sabíamos cómo

detenerlo.

Pasaron los meses y no morimos. La causa de los malestares era un pequeño

parásito con tentáculos largos y orificios como bocas en su cuerpo. Estaba adherido a la

pared del estómago y se alimentaba de lo que comíamos. Muchos se dieron con una roca en

la cabeza al recordar que habían visto algo parecido en los estómagos de los animales que

faenaban en el matadero junto al río.

No servía eliminarlos, porque pronto aparecería otro y el parásito inquilino se

encarga de mantener el resto del estómago libre de otros parásitos. Hemos vívido con ellos

desde entonces. Los niños los adquieren apenas consumen su primer alimento sólido.

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Los pulpos viven un año, a veces más y cuando mueren, aparecen varios al mismo

tiempo. Sólo entonces se complica el cuadro, porque los tentáculos salen incluso por la

boca y ni se puede comer, pero en dos o tres días el más fuerte elimina al resto y la vida

sigue igual que antes.

El Señor Ratón

El planeta permanecía eternamente en primavera. Los días duraban veinticinco

horas, amanecía a las siete y oscurecía a las diecinueve. Mamá cocinaba lo que cazaba papá

y yo cultivaba en el patio. Después de comer nos dedicábamos a recorrer los alrededores

del pueblo y a anotar todo lo que descubríamos, porque al terminar el mes cada familia

elaboraba un informe y lo presentaba al resto de las familias en el refugio.

La reunión se convertía en una fiesta. Nadie creía lo que decía el resto. Muchos no

se creían ni a sí mismos. Mamá reía como loca y papá se iba temprano, enfermo por

semejante falta de seriedad. Yo me quedaba a escucharlo todo, anotaba las historias que se

repetían y volvía a casa a dormir.

Una mañana nos despertó la risa de Mamá. Fui a la cocina y la encontré sentada

mirando por la ventana. Me dijo que esperara callado. De pronto algo saltó adentro. Era

peludo, como un gato, aunque más parecía una rata flaca . Tenía cuatro patas y dos manos

con las que sostenía un plato vacío.

Me puse a la defensiva, buscando algo con qué matar al bicho, pero mamá sonreía y

el animal también, con dientes afilados y ojos brillantes. La criatura dejó el plato en el piso,

hizo algunos gestos complicados con sus manos y se puso a cantar. Su voz era preciosa y

cantaba moviendo la cabeza y las manos, concentrado y feliz.

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Cuando terminó de cantar se dio media vuelta y saltó por la ventana. Según Mamá

era la segunda vez que venía. El día anterior lo vio parado la ventana y le arrojó un plato a

la cabeza. El animal se fue y regresó al día siguiente con el plato entre las manos. Pidió de

comer haciendo gestos. Por eso Mamá rió tan fuerte. Le dio verduras y carne en el plato y

el animal se fue a comer a otra parte.

Esa tarde almorzamos y Mamá guardó los restos, para el “Señor Ratón”. Reímos

mucho y yo salí a preguntar si alguien había visto a un animal similar entrando a sus cazas

para pedir comida.

De las cinco casas que visité, en tres vieron animales peludos como ratas que pedían

comida. Nadie les daba, chillaban enojados y se iban dejando un pedo desagradable en el

aire.

Al día siguiente el Señor Ratón volvió. Sonrió a Papá y a mí, Mamá le dio un plato

con las sobras y éste saltó por la ventana. Cinco minutos después entró por donde mismo

con el plato vacío y cantó. Lo mismo ocurrió dos semanas seguidas, hasta que un día no

apareció.

Nos preocupamos. El Señor Ratón está enfermo. El señor Ratón está muerto. Pero al

día siguiente volvió, sonriente como siempre, acompañado de cinco pequeños animalitos de

ojos grandes. Imaginamos que debían ser sus hijos y Mamá se preocupó porque no tenía

suficientes bocados para todos. Pero el Señor Ratón no aceptó la comida que se le ofrecía,

hizo algunas piruetas y sus crías cantaron al unísono. ¡Era hermoso! Y mientras cantaban,

Señor Ratón bailaba sobre sus cuatro patas, moviendo la cabeza y las manos, orgulloso.

Cuando acabaron de cantar, sonrieron, dieron media vuelta, se marcharon saltando

como conejos. Mamá nos miró con un brillo de comprensión en los ojos. "Señora Ratón"

dijo y se fue a ordenar la mesa para el desayuno.


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Cuando finalizó el mes, Mamá hizo su exposición en el refugio. Mientras hablaba,

mucha gente se levantaba y decía "tiene razón, yo también lo vi" o, "ellos son los dueños

del planeta". Papá se fue temprano, como siempre, pero con el pecho inflado de orgullo.

Mamá recibió aplausos y yo me quedé hasta el final para oír el resto de los informes. Todos

decían lo mismo.

La Señora Ratón u otra que se le parecía mucho, volvió tres meses después. Durante

las semanas que duraron sus visitas, unas cuantas casas del pueblo se llenaron con gente

que quería oírlas cantar. Tuvieron sus crías y ese día se armó una fiesta.

Pero no tardó en aparecer la duda. Estos ratones pedían la comida para sus crías y se

comportaban de modo inteligente, tenían gestos y actitudes que se asemejaban a las

nuestras. Pero ese comportamiento no podía ser reciente. Cuando no estábamos nosotros, ¿a

quién le pedían la comida?

La Peste

Pasaron cinco años desde nuestra llegada y en ese tiempo se habían establecido

alrededor de setenta familias. Los márgenes del pueblo se ampliaron y todas las tierras en

veinte kilómetros a la redonda habían sido exploradas sin encontrar nada extraño, excepto

un animal con forma de araña que atacaba cualquier cosa que se moviera y que

estrangulaba su presa hasta dejarla sin aire. Tres personas murieron durante los primeros

avistamientos, y nadie tuvo problemas en salir de sus casas para matar al bastardo. Cuando

llegué con mi rifle ya lo habían reducido a una masa de carne y plomo.

Por esa época me enamoré. Ella tenía veintitrés años y se llamaba Liara. Era

hermosa. Bailaba cada atardecer en los campos cubiertos por burbujas y pájaros.

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Paseábamos por la orilla del río en las mañanas, recogiendo esponjas y pescando gusanillos

para el desayuno.

Nos conocíamos de antes, cuando corríamos por los pasillos de la nave antes de

llegar a Hogar. A menudo proyectábamos nuestras vidas hacia el futuro, planeábamos viajes

y la colonización del resto del planeta. Revisábamos mis anotaciones de las reuniones en el

refugio y especulábamos sobre cada extraño fenómeno, creando mitos que después

difundíamos en el pueblo.

Nos íbamos a casar. Estaba todo listo. Pero vino la Peste.

Comenzó como un resfrío. Un día después, todo el pueblo cayó enfermo con fiebre

y hemorragias. Los parásitos estomacales morían y el cabello se caía de todo el cuerpo.

Nadie sabía cómo se transmitía ni de dónde había salido. Nadie esperaba enfermarse jamás.

Los virus presentes en otros animales y que no eran compatibles con nosotros,

habían mutado a lo largo de los años adaptándose a nuestro metabolismo y bastó con que

una persona enfermara para que el pueblo quedara desprotegido. Los médicos no sabían

qué hacer. Ellos mismos enfermaban y quedaban postrados en sus casas. Dos días después

del primer caso la mitad del pueblo había sido diezmada. Mamá y papá no sobrevivieron.

Tampoco Liara.

Los médicos sobrevivientes no pudieron hacer nada. Tenían las mejores máquinas

para encontrar una cura y cuando lo hicieron ya era demasiado tarde. Los que sobrevivimos

creamos defensas contra el virus. Luego vinieron otras enfermedades, pero ninguna fue tan

terrible como la primera.

Tomamos precauciones. Separamos las casas para lograr cuarentenas más efectivas,

redujimos la producción de desechos y establecimos reglas sanitarias básicas en lo que

respectaba al tratamiento de los alimentos. Debimos hacerlo desde el principio.


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Los pulpos regresaron a hacer sus cosquillas y esa fue la señal de que volvíamos a la

normalidad. Algunos decidimos alejarnos lo más posible del resto de la gente. Lo único que

lográbamos era amargarlos con nuestras caras largas y miradas perdidas.

Yo crucé el río, subí a las montañas y construí una cabaña junto a un riachuelo. Allí

me quedé, como ermitaño, a descansar mis penas y cultivar algunas flores.

Pequeños Hombrecillos Verdes

Bajaba una vez al mes para asistir a las reuniones en el refugio, a enterarme de todo

en un par de horas. El evento ya no me divertía como antes, pero de algún modo me

mantenía conectado con la realidad. Y como siempre anotaba los relatos que coincidían y

volvía a mi hogar para meditar sobre ellos.

De todas las historias, una se repetía con insistencia: pequeños hombrecillos verdes

aparecían dando saltos entre las malezas, realizaban algún rito o brujería y desaparecían sin

dejar rastro. Pensé que podía ser otra burla inventada por algún ocioso, o que se trataba de

alucinaciones provocadas por algún hongo en los cereales o qué sé yo. En realidad, no me

importaba tanto. Tal vez en el futuro escribiera un libro a partir de todos los disparates que

he oído en esas reuniones.

Una mañana salí de casa a revisar mis flores cuando vi uno. Sentí escalofríos. El

hombrecillo tenía la cabeza redonda, el estómago abultado, las extremidades delgadas, dos

ojos saltones y la boca como una pequeña línea bajo los ojos. Era de color verde, no más

grande que mi mano y sonreía paseándose entre las flores, tocándolas, mirándolas de cerca

y sintiendo su aroma.

De pronto me miró. Me congelé junto a la puerta y él comenzó a bailar, girando

sobre un pie y dando pequeños saltos con destreza. Me acerqué lo más que pude sin
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asustarlo, esperé sentado en el pasto y allí me quedé, contemplándolo totalmente absorto

por su belleza. No había nada sobrenatural en él, de eso estaba seguro.

Se me acercó dando pequeños pasos, le sonreí, estiró sus brazos y bailó con más

energía aún. Parecía feliz y me alegraban sus piruetas. De pronto se detuvo y su pecho

subía y bajaba sin cesar. Me acerqué más, lo levanté con delicadeza y lo llevé dentro de la

casa, donde le serví un vaso con agua para que bebiera, pero en vez de beberla se sumergió

en ella y allí se quedó varias horas con una expresión de placer en su pequeño rostro.

Lo observé con detenimiento. Su piel era como la superficie de una hoja, su boca

servía sólo para respirar y lo que parecía un ombligo era su verdadera boca. Nos miramos y

él comenzó a hacer gestos con sus manos. Era tan divertido que no pude parar de reír y eso

parecía animarlo a seguir con las payasadas.

Estuvimos así conversando varias horas. Deduje que era un vegetal animado,

aunque no podía estar seguro de que lo fuera. Tal vez era un animal de esos que se

camuflan entre las plantas. Y era inteligente a su modo, como lo era la Señora Ratón, como

un niño, un duende inofensivo, alegre e inocente.

Cuando el sol se ocultaba, lo dejé ir. Se despidió con una reverencia alegre y

desapareció dando saltos entre los arbustos que crecían junto al riachuelo.

Al día siguiente volvió acompañado por cinco más como él. Bailaron todos juntos e

hicieron una coreografía de saltos y piruetas. Reí con sus caídas y bufonadas. De pronto

todos se quedaron quietos, exagerando su cansancio, con miradas traviesas y

representaciones dramáticas. Los dejé entrar a la cabaña y los puse a todos en una olla con

agua fresca. Allí chapotearon toda la tarde hasta la caída del sol.

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Como no sabía de qué se alimentaban, les dí a probar trozos de frutas. Los

sopesaron y se los introdujeron por el ombligo. Aplaudieron, sonrieron y pidieron más. Los

atiborré con fruta y hojas de lechuga, hasta que se marcharon.

Al día siguiente regresaron acompañados por diez más. Armamos un despelote en la

casa, comieron frutas y chapotearon en las ollas, bailaron y aplaudieron. Apenas se fueron

pensé que pronto la casa se haría pequeña para todos los que estaban por venir y que no

tenía suficientes ollas para que chapotearan y se divirtieran.

Comencé de inmediato a trabajar en un lugar especial para ellos. Construí un cuarto

pequeño con tres pisos de veinte centímetros cada uno. Puse escaleras, barandas para que

no se cayeran, una pileta con agua y macetas con tierra para plantar flores.

Al día siguiente volvieron. Eran treinta. Entraron al cuarto, observaron asombrados,

se bañaron, comieron y descansaron. Cuando caía la noche no se marcharon. En cambio, se

enterraron en las macetas y allí durmieron con las cabezas afuera, roncando suavemente.

Durante tres meses no volví al pueblo. Cada día había más hombrecillos y tuve que

ampliar el cuarto. Ellos dormían en sus macetas y yo les daba frutas para que comieran.

Entonces, una tarde vino un médico del pueblo, Tuzo. Muchos de los pobladores se

habían preocupado al no verme en las reuniones del refugio. Dí una disculpa torpe y le pedí

que se marchara.

Él se fue mirando de reojo el cuarto ampliado en la parte trasera de la casa.

Esa misma tarde fui donde los verdecitos y los conté, para asegurarme que no me

habían robado ninguno. Les puse cintas con un número en los brazos y anoté cien de ellos.

Desde que no llegó ninguno más, la puerta de entrada quedó cerrada, así que no podían

aumentar en número. Pero al día siguiente habían dos sin su cinta. Pensé que se las habían

quitado, así que los conté a todos uno por uno y descubrí que estos eran nuevos.
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Una semana después habían tres más. No pude localizar por dónde entraban y

deduje que se multiplicaban de algún modo. Los observé detenidamente esa semana y

descubrí a uno que se enterraba más temprano. Lo observé toda la noche y al día siguiente

se desenterró como todos y siguió la misma rutina de bailes y chapoteos. Revisé su maceta

con detenimiento y encontré una semilla negra, o un huevo. Lo planté en otro lugar y me

quedé todo ese día y el siguiente esperando que algo ocurriera.

Estaba claro que debajo de la tierra algo crecía, porque la maceta parecía estar cada

vez más llena. Entretanto en el cuarto de los verdecitos se había armado un gran alboroto.

Un grupo de hombrecillos parecía discutir en torno a la maceta maltratada. Los animé a que

me siguieran y, les mostré la otra maceta. De inmediato comenzaron a bailar y a festejar.

Para ellos no había disgusto que durara más de un minuto.

El hombrecillo emergió de la tierra esa tarde. Me miró con curiosidad y yo lo

conduje con sus hermanos. Nuevamente se armó una fiesta. Les repartí frutas y verduras

frescas, llené las piletas con agua cristalina del río y me preparé para ir al pueblo.

Todos en la reunión parecían alegres de verme. El médico les había hablado de mi

extraño comportamiento y supusieron que tramaba algo y que no quería compartir la

información. A fin de cuentas, era un pueblo chico y hasta con la caída de un árbol se

armaba alboroto. Pero al menos la vida privada seguía siendo privada.

Subí al podio y me quedé allí mirando las caras expectantes. Abrí mi chaqueta y de

un bolsillo interior saqué a un hombrecillo. El pobre estaba asfixiándose, así que lo sumergí

en un vaso con agua y le dí fruta. Entretanto todo el pueblo me rodeó para ver de cerca a

esa extraña criatura. Los niños querían tomarla, pero no los dejé. Pensé que había hecho

una estupidez al llevarlo hasta allí. Ya no estarían seguros, alguien podría cazarlos o

convertirlos en mascotas.
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Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
Dije que eran peligrosos si se los molestaba. Confiaban en mí y por eso no me

hacían nada. Vi rostros aterrados que se alejaban del circulo. Mucha gente los había visto

antes y pensaron en atraparlos para hacerse famosos. Se esparció la tonta idea de que eran

una civilización avanzada que vivía bajo tierra.

Me preguntaron cómo se llamaban y como no se me ocurría nada pomposo ni

aterrador, dije Semilleros. Comen fruta, atrapan un animal y ponen mil semillas en su

cuerpo. Cuando nacen el animal muere atormentado por terribles dolores.

Al final de la noche sólo los médicos permanecían cerca de nosotros. Tuzo que

permanecía más cerca que el resto, sabía que mentía. Lo noté por su mirada y de algún

modo también comprendí que guardaría el secreto.

El hombrecillo sonrió y bailó alegre de ver otros rostros sonrientes. Conseguí una

maceta con tierra y dejé que se enterrara para pasar la noche.

Pasaron más meses y nadie se atrevió jamás a acercarse a mi casa, excepto Tuzo. Yo

tenía treinta y dos años cuando comenzaron a crecerles raíces. Habla doscientos veinte

semilleros en toda la casa y desde hacía semanas que no nacía ninguno.

Se despertaban más tarde y se enterraban más temprano. Tenían hilitos frágiles que

les salían de todo el cuerpo y ya no podían bailar. Estaban tristes. Yo bailaba para ellos pero

no tenía sentido. Un día se enterraron en sus macetas y no volvieron a salir. De la tierra

emergieron tallos con hojas y flores azules.

Los regaba cada mañana y los ponía al sol. Con el médico formulamos algunas

teorías, como que eran semillas de una planta más grande y compleja, o que estaban en un

proceso de metamorfosis, o que habían comenzado su hibernación.

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Con el tiempo descubrimos que las últimas dos teorías eran ciertas. Los Semilleros

no volvieron a salir de las macetas, convertidos en una pequeña raíz en la que no se

distinguía ningún indicio de lo que habían sido.

Las Señoras Ratón no volvieron a aparecer. Los años eran cada vez más helados y a

la llegada de la segunda oleada de colonos, el pueblo era un campo yermo cubierto de hielo.

Segunda Colonización

Los días eran insoportables. Amanecía más tarde y oscurecía más temprano. Los

nuevos colonos pensaron en mudarse a un lugar más cálido. Aún no les habíamos

informado sobre los pulpos, los ratones cantores, las arañas estranguladoras ni los

Semilleros.

En realidad, no queríamos alarmarlos. Recibieron las vacunas que hablamos

fabricado para las distintas enfermedades que nos habían diezmado y permanecieron en el

refugio mientras se construían sus nuevas casas en los alrededores del cerro.

Decidimos quedarnos y afrontar este invierno como fuera necesario. Teníamos

animales domesticados en los criaderos temperados e invernaderos repletos de frutales y

verduras. Podríamos sobrevivir sin problemas incluso en un ambiente de cero absoluto.

Equipamos las casas para soportar el frío y mientras se terminaban los nuevos

hogares, aquellos que vivimos solos tuvimos que compartir nuestro hogar con una familia

de colonos. Yo acepté deseoso, algo aburrido y triste sin mis duendes vedes.

Mis invitados fueron una pareja joven que había contraído matrimonio apenas

llegaron al planeta, Claudio y Helena. El primer día quisieron que les hablara del lugar.

Hice lo que pude por no inventar nada ni parecer exagerado. Les narré nuestra llegada, la

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felicidad de encontrarnos como en casa, la aparición de la Señora Ratón y de la plaga.

Exageré un poco sobre lo último. Ellos lloraron y se acostaron sin cenar.

Yo me levantaba temprano a regar mis plantas en el cuarto extraño con repisas y

piletas llenas de agua. Ellos me miraban con curiosidad, sin preguntar nada. imaginé que

les habían ido con algún chisme antes de venir así que esa tarde les conté la historia oficial

sobre los Semilleros.

Desde entonces me miraron con otros ojos, más respetuosos. Yo había domado una

potencial amenaza para todos y ahora podía deshacerme de ellos cuando quisiera. Vi el

peligro de esa idea e inventé una historia sobre sus "hermanos mayores" y no agregué nada

más, alegando que había prometido no hablar de ello. Era un secreto.

Un día almorzábamos cuando la joven comenzó a sentir cosquillas en el estómago.

Les hablé de los parásitos y se pusieron a llorar, atormentados por otras historias que hablan

sido inventadas durante el viaje acerca animales microscópicos que te comen desde

adentro. Les dije que yo llevaba quince años conviviendo con uno en el estómago y que eso

me habla ayudado a sobrevivir a otras enfermedades parasitarias producto de beber agua sin

hervir. Ambos palidecieron y pude notar su temor y resignación.

Reconozco que disfrutaba con su ignorancia. En una semana se habían convertido

en dos sombras aterradas. No querían quedarse solos ni un momento y yo comenzaba a

sentir remordimientos por mi crueldad.

El día que partieron a su nueva casa no los dejé ir sin que antes escucharan un

sermón. Después de todo, yo llevaba quince años viviendo en ese planeta y tenía la

experiencia que ellos necesitaban.

Les hablé de lo básico. No vayan solos a un lugar que no haya sido explorado o que

esté marcado como peligroso, ya que todavía quedan arañas estranguladoras por ahí. Si se
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sienten mal, no duden de ir de inmediato donde un médico. No coman nada que no

conozcan y siempre lleven puestas sus botas largas cuando salgan a pasear por las praderas

y el campo, porque los Semilleros atacan las pantorrillas. No corten ningún vegetal que se

mueva cuando no hay viento y sean felices a la fuerza, porque no encontrarán un lugar

mejor en al menos treinta años luz a la redonda.

Eso pareció tranquilizarlos un poco. Cuando se reunieron con el resto de sus amigos

colonos difundieron todo lo que habían aprendido de mí y pronto me convertí en una

especie de gurú. Eso me irritaba de una manera indescriptible. Nadie que mintiera tanto

podía ser un héroe, por hombres así nuestro mundo había quedado convertido en una roca

sin vida.

Los colonos antiguos continuaron pensando que yo ocultaba algo demasiado

importante y enviaron a una delegación de líderes, reconocidos en el pueblo por su labia e

intelectualidad, para que me convencieran de hablar.

Ese día mentí tanto que me dolió la cabeza. Intenté quedar como un mentiroso

patológico para enmendar mis otras mentiras. Pero ocurrió lo contrario. Les hablé de unos

hombres verdes de dos metros de altura que me habían visitado dos años antes. Del respeto

que debíamos tener por los vegetales, ya que muchos de ellos eran de verdad inteligentes.

Hablé del duro invierno que vendría y de la invasión de unas criaturas feroces que viven en

lo alto de las montañas, donde siempre hace frío.

Un mes después el pueblo entero estaba rodeado por un muro de adobe de tres

metros de altura y de una zanja repleta con escombros. Fue una tremenda obra de ingeniería

y trabajo en equipo. Había dos puertas de troncos de árboles que se habían caído por sí

solos. Nadie entraba o salía después del anochecer.

Decidí no hablar nunca más. Tal vez algún día se acabara toda esta paranoia.
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Los Pueblos del Norte

Un año después el frío se volvió extremo. Ya era tarde para movilizar a la población

a un lugar más cálido y nadie quería temperar sus casas usando la chimenea, y los sistemas

de calefacción central ayudaban apenas para impedir que los hogares llegaran al punto de

congelación. Las cañerías estaban congeladas y los pozos eran bloques de hielo. Las

tormentas de nieve se hicieron más comunes y hubo que reforzar las techumbres.

Yo estaba completamente aislado. Vivía abrigado con pieles y en las noches

encendía la chimenea cuando nadie se daba cuenta. Tenía algunos libros para entretenerme,

libros viejos traídos de la Tierra y algunas producciones locales que hablaban de la

nostalgia de un mundo perdido y la aventura de descubrir uno totalmente nuevo.

Una tarde llegó a mi puerta un hombre vestido con harapos y una capucha que

ocultaba su rostro. Lo hice entrar antes de que se congelara afuera y le serví un tazón con

zumo de frutas caliente. Cuál habrá sido mi sorpresa cuando lo recibió con una mano verde

y se bebió el zumo por el ombligo.

Me quedé allí observándolo largo rato, completamente aterrado por mis propias

historias. Mientras él no se moviera yo no iba a hacer nada. De pronto se puso en pie de un

salto y atravesó la puerta que daba al cuarto de los semilleros. Lo seguí preocupado,

manteniendo una distancia prudente y me dí cuenta de que reía y lloraba al mismo tiempo

mientras acariciaba los pequeños árboles en sus macetas. De pronto se me abalanzó encima

y no tuve tiempo de escapar.

Me apretó tan fuerte que creí que moriría asfixiado. En realidad me estaba

abrazando, dándome las gracias por algo que había hecho. Descubrió su rostro y vi que era

un semillero, sólo que en versión gigante, con los rasgos más duros y la piel más áspera.

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Fue hasta la sala de un salto, sacó un carbón de la chimenea y dibujó algo en el piso

mientras canturreaba en su idioma.

Hizo a un pequeño semillero junto a una planta, a un semillero mediano junto a otra

planta y un semillero grande junto a un arbusto con frutos. Unió los dibujos con una línea,

desde el semillero más pequeño al más grande, me miró con esperanza y trazó una gruesa

línea que iba desde el arbusto con frutos hasta los pequeños semilleros.

Sólo entonces comprendí. Ellos formaban parte de una cadena. Los pequeños se

convertían en los medianos y ellos, a su vez, en los grandes. Él era uno de los grandes. En

algún momento se enterraría, de su cuerpo crecería un arbusto y de sus frutos nacerían los

pequeños hombrecillos verdes.

De pronto saltó por encima mío y comenzó a bailar. Llegué a creer que era un rasgo

común de su raza. Me miró, borró los dibujos con una mano y dibujó otras cosas, su

historia o la de su pueblo.

Antes habían sido numerosos, vivían en ciudades rústicas y cultivaban su propia

comida. Tras varios inviernos consecutivos una nueva raza había prosperado en las

montañas, obligándolos a escapar hacia zonas más cálidas. Su gente fue masacrada y los

sobrevivientes se asentaron no muy lejos de aquí, río abajo.

El invierno se les había venido encima. Perdieron a sus retoños, que partieron a otro

lugar sin dejar rastro. Los más ancianos entraron en estado de hibernación y él debió cortar

sus propias raíces para cuidarlos, porque era su deber. Pero los montañeses talaron los

arbustos y él no pudo defenderlos. Los semilleros eran pacíficos, indefensos cuando están

bajo tierra. Y el otro pueblo era agresivo, posesivo y egoísta. Me recordó a los humanos en

su época más salvaje.

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Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
Entonces tuve una epifanía. Muchas de las mentiras que yo había dicho eran verdad,

y entendía claramente todo lo que me comunicaba este semillero adulto. ¿Por qué? No lo

había notado hasta ese momento. ¿Era yo acaso alguna especie de psíquico que podía

predecir el futuro? Pues no. Los semilleros se comunicaban con algo más que simples

gestos y dibujos con carbón.

Eran telépatas.

Estuvimos todo ese día comunicándonos. Me agradecía haber cuidado a sus

pequeños, pero al rato se angustiaba porque sabía que el otro pueblo llegaría hasta mi casa

algún día y destruirían todo.

Le dí frutas para que se alimentara, agua para que bebiera y lo dejé enterrarse en el

cuarto de los semilleros. Silbaba mientras dormía con una gran sonrisa en el rostro, que no

se le borró en mucho tiempo.

Al día siguiente fuimos juntos al pueblo. Él llevaba troncos para arreglar uno de mis

enredos. Nos detuvimos frente al portón que da al río y esperamos pacientemente a que se

decidieran a abrirnos.

Cuando entramos nadie se nos acercó excepto Tuzo, que conocía nuestro secreto. El

semillero alto lo saludó con una reverencia, como le enseñé antes de salir de la cabaña. La

gente de a poco se asomó a las ventanas y salió a los antejardines. En unos minutos

estábamos rodeados.

Entregamos los troncos al médico y éste comprendió de qué se trataba. Anunció que

no había problemas de cortar árboles para calefaccionar las casas, pero que no por eso

podíamos arrasar con los bosques. Hubo gritos de júbilo entre algunos ancianos cuyas

articulaciones no soportaban tanto frío.

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“Semilleros”
Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
El semillero alto bailó frente a los ojos atónitos de los pobladores. Hice que se

calmara, para no empeorar las cosas. Pedí la atención de todos con un grito y convoqué una

reunión inmediata en el refugio.

Una vez en el podio dí la voz de alarma. Algunos colonos recién llegados me

miraban con adoración en sus ojos. Sonreí para los que no me conocían y conté la historia

tal como la había entendido, saltándome lo de los semilleros indefensos. Me fui sin

responder ninguna pregunta y, acompañado por mi amigo verde, nos reunimos en privado

con el médico cómplice.

Pedí su ayuda. Necesitaba que cuidara algunos de los semilleros que descansaban en

las macetas hasta que acabara el invierno, porque en mi casa no estaban seguros. Si al

menos lograba sobrevivir uno, no se extinguirían.

Salimos del pueblo con dificultad, algunos de los pobladores que habían salido a

recolectar leña desaparecieron en el sector norte del río, cerca de mi casa. El semillero alto

entendió lo qué ocurría y me hizo algunas señas que reconocí. Grité a todo el mundo que no

volvieran a abrir las puertas porque los montañeses estaba cerca.

Nos fuimos corriendo hasta mi cabaña. Seguía intacta, pero el semillero alto olía

algo. Transportamos todas las macetas al interior de la casa, trabamos las puertas y

tapiamos las ventanas. Si nos prendían fuego, estábamos perdidos.

Esa noche no dormimos. Yo tenía un rifle y algunas balas. Estaba preparado para

cualquier cosa.

Al día siguiente mi amigo verde me anunció que el peligro había pasado, por el

momento. Los invasores no nos habían notado y siguieron de largo hacia el pueblo, de

donde salían columnas de humo de las numerosas chimeneas.

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“Semilleros”
Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
El Semillero me ayudó a cubrir los muros de la cabaña con barro y agua que pronto

se congeló. Cavamos un túnel por debajo del piso entrar o salir, camuflamos el lugar con

matorrales y ramas y allí nos quedamos durante la siguiente semana. Teníamos que proteger

a los retoños de cualquier modo.

Oíamos disparos provenientes del pueblo, todos los días, hasta que no oímos nada

más. Pensé lo peor.

El día después escuchamos los gritos de Tuzo que se acercaba corriendo. Habían

ahuyentado a los invasores y un grupo de hombres armados los estaba persiguiendo hasta

su guarida. Salimos de la cabaña aliviados.

De acuerdo a las descripciones del médico, los Montañeses eran visiblemente más

fuertes que los Semilleros, pero en comparación con ellos eran primates estúpidos y se

asustaban fácilmente.

Agradecimos las buenas noticias, mi amigo verde bailó al rededor nuestro y Tuzo se

llevó cinco macetas. Le explique los detalles sobre sus cuidados y, una vez conforme, se

marchó.

Aún así no nos fiamos del todo y permanecimos atrincherados, hasta estar seguros

que la amenaza había desaparecido. Entretanto el Semillero había aprendido algunas

palabras de mi idioma y se esmeraba en aprender más, pero yo le pedía que no aprendiera

nada. No quería envenenar su cultura con la mía.

Pronto recibimos noticias del pueblo. Habían capturado una docena de montañeses

y los mantenían sedados para que no se hiciera daño. Los médicos habían decidido utilizar

drogas y disfraces para asustarlos terriblemente. Les hicieron creer que éramos gigantes y

poderosos, capaces de romper una roca con dos dedos. Éramos dioses venidos del cielo.

Éramos su perdición si volvían a bajar al valle.


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Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
Los soltaron del otro lado del río, les dieron algunos golpes eléctricos e hicieron

estallar algunos fuegos artificiales. Los pobres animales se fueron tropezando. Desde

entonces no los volvimos a ver.

Quizá con una correcta guía a través de algunos siglos, podrían convertirse en

criaturas más sociables. En el pueblo se formó de inmediato un comité para ello, y llamaron

a su proyecto “Neanderthal 2”.

Preferí no pronunciarme al respecto. Allá ellos.

El Fin del Invierno

Ya había cumplido los cincuenta años cuando volvió a aumentar la temperatura y a

deshielarse el valle. Mi amigo verde estaba viejo y desgastado. Yo también, pero no iba a

dejar que la edad me desligara de mis obligaciones. Tuvimos que cambiar a los semilleros a

macetas más grandes, porque crecían. Yo me casé con una joven de treinta años, Vita, y

tuvimos tres hijos en cinco años. El tío verde los entretenía con sus bailes y canturreos,

cuando no estaba muy cansado.

El médico me devolvió los retoños que cuidaba en su casa, porque estaban prontos a

nacer. La pareja que había vivido en mi casa se mudó cerca mío con sus hijos. Luego

vinieron otras familias y armamos un pequeño pueblo de este lado del río, que bautizamos

"La Granja". Construimos un muro al rededor nuestro, por si acaso.

Por entonces ya se había derrumbado el mito de los semilleros antropófagos y todos

conocían al tío verde. Nadie temía a las plantas que pronto serían hombrecillos bailarines y

alegres.

El tío verde me confidenció que en esa etapa de sus vidas son muy voraces y

molestos. Preferí guardar el secreto.


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“Semilleros”
Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
Ese día mi amigo ya no pudo moverse de su asiento. Con ayuda de Vita y mis hijos

lo llevé hasta un hoyo en el patio y lo enterré para que siguiera su ciclo vital. Fue como un

funeral, ya que no lo veríamos nunca más, pero tenía la certeza que luego de volverse raíz

seguiría con nosotros por un largo tiempo.

Semanas después creció un arbusto espinoso que movía sus ramas al ritmo de un

canturreo subterráneo. El día que apareció el primer fruto organicé una fiesta.

Bailamos toda la noche en honor al tío verde. Dormimos a la intemperie, porque el

calor era agobiante. Y cuando despertamos a la mañana siguiente, quedamos atónitos

mirando a los semilleros medianos que bailaban al rededor de las macetas en la plaza del

pueblo.

Uno de ellos, que estaba sentado en su maceta, sonreía y balanceaba sus pies

mientras cantaba con voz aguda y melodiosa. Aún tenían algunas raíces saliendo de sus

hombros y espalda, y en su cabeza una fina cabellera de hojas.

Ésa fue la señal de que la primavera había comenzado.

[fin del relato]

Puede contactar al autor en su correo electrónico guajars@gmail.com

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Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez

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