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Alberto Lettieri (2003)

LA GUERRA DE LAS REPRESENTACIONES: LA REVOLUCIÓN DE SEPTIEMBRE DE 1852 Y EL


IMAGINARIO PORTEÑO

La década de 1850 parece haber sido uno de esos momentos de captación de la historia global y de profundo cambio en la percepción
de la temporalidad. Aún cuando sea posible poner en cuestión la verdadera magnitud de la revolución de septiembre de 1852, su
riqueza no radicó necesariamente en la contienda en sí, sino en los cambios y transformaciones que se derivaron de ese hecho. En este
sentido la revolución constituyó el punto de partida para el desarrollo de una serie de operaciones por parte de la dirigencia porteña,
que apuntaron a consolidar y reforzar la victoria obtenida en el terreno de las armas mediante la construcción de diversos símbolos y
representaciones. Esta voluntad de la dirigencia porteña de operar en el ámbito del imaginario social ya había sido entrevista por
Ramón Carcano y Ricardo Levene, quienes utilizaron una conceptualización muy diferente. La dirigencia porteña debió elaborar un
discurso con fuertes implicaciones ideológicas, que privilegiaba la defensa de la autonomía provincial, el régimen republicano y el
federalismo. Sin embargo, pese a que las intuiciones de estos autores permitían suponer la urgencia de la dirigencia por construir un
sólido consenso social, la lectura canónica ha pasado por alto el estudio de los mecanismos diseñados para legitimar ese poder de
autoridad, que parecen haber desempeñado un papel esencial en la arquitectura del naciente régimen. Uno de esos mecanismos fue la
construcción e instalación social de un nuevo discurso de la legitimidad, cuyos orígenes se remontaban a las ya míticas jornadas de
junio. Ese discurso significaba un reconocimiento tanto de la opinión pública como ámbito de legitimación del poder político, cuanto
del liderazgo de una elite autodesignada que pretendía fundar su mando en su capacidad para anticiparse a las inclinaciones de esa
opinión o para interpretarlas de modo tácito. La revolución permitiría poner en circulación una nueva percepción de la temporalidad,
así como una serie de discursos y representaciones que apuntaron a definir el imaginario social en clave provincialista, republicana y
progresista, al tiempo que estigmatizaban la imagen del adversario, presentándolo como expresión de la “barbarie rural”, con objeto de
denegarle cualquier tipo de legitimidad.

Discursos y representaciones de la revolución de septiembre

La revolución de septiembre no fue producto de una reacción generalizada de la población de Buenos Aires, ni una expresión
contundente de la opinión pública. La conciencia de la extrema debilidad de su situación exigió que la dirigencia política cerrase filas
detrás de la revolución. Sin embargo, resultaba evidente que la naciente coalición en defensa de la república no resultaba suficiente
para consolidar la situación de la provincia. Era indispensable rodear al movimiento de un sólido respaldo social que permitiese
oponer un frente interno consolidado ante la previsible reacción guerrera de Urquiza. De este modo, desde el momento mismo de la
consagración del levantamiento, la dirigencia provincial puso en circulación una serie de discursos y representaciones colectivas con
el objeto de producir un amplio consenso social, o la ilusión de su existencia. Así, en contradicción con las narraciones posteriores, el
relato mítico de la gesta revolucionaria realizado por el periodista José Luis Bustamante presentaba una lectura heroica de los
sucesos.
La revolución de septiembre marcaba la conclusión del tutelaje de Urquiza sobre Buenos Aires. Como resultado dejaba una alianza
política poco consolidada, que reconocía un predominio circunstancial de la facción liberal liderada por Valentín Alsina, con el apoyo
de una compacta opinión pública que no tardó en adoptar el agresivo discurso republicano y provincial de sus líderes.

Septiembre y mayo

Los trabajos de R. Williams y E. Hobsbawm han demostrado que las tradiciones son construcciones intencionalmente selectivas que
a menudo se aplican a la legitimación de un grupo dirigente o de un proyecto social. La invención de tradiciones permite establecer
algún tipo de relación simbólica entre el pasado y el presente, con objeto de legitimar a un grupo, un conjunto de valores e ideas, etc.,
presentándolos como una continuidad de alguna gesta prestigiosa del pasado. Estas operaciones no fueron descuidadas por la nueva
dirgencia republicana de Buenos Aires. Otro de los mecanismos aplicados para legitimarse consistió en tratar de inventar una
tradición, esforzándose por establecer una continuidad simbólica entre la revolución de septiembre y la mítica revolución de mayo de
1810. Llama la atención la determinación de presentar a la revolución no sólo como continuadora de la gesta de mayo, sino también
como el producto de la acción colectiva del pueblo o de la opinión pública. Sarmiento, hacia hincapié en la excepcional situación que
atravesaba la provincia, ya que no había divisiones internas de ningún tipo, sino una apuesta común para sacudirse la humillación
impuesta por Urquiza. Bustamante iba mucho más allá, al punto de equiparar la revolución de septiembre con la propia revolución de
mayo. Sin embargo, guardaba un conveniente silencio respecto de la matriz estrictamente provincial que denotaba ese patriotismo.

Banquete y fiesta popular

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En vistas de su propia debilidad política, el control de los ámbitos imaginario y simbólico adquiría una importancia estratégica. Por
ese motivo, la puesta en escena había constituido una preocupación central, ya que el discurso revolucionario se había difundido por
medio de la lectura pública de proclamas y por al tarea de los redactores de la prensa porteña. Sin embargo, ninguno de los actos
públicos llevados a cabo por la nueva dirigencia podía equipararse con la magnificente y elaborada liturgia de las fiestas federales, que
hasta hace poco tiempo atrás se habían desplegado en el espacio público provincial. Era necesario, pues, obtener un impacto mayor: si
bien los revolucionarios de septiembre pretendían contar con un respaldo positivo de la opinión pública, necesitaban imponer la
imagen de una alianza consolidada entre liberales y federales, sometiéndola a una exposición pública masiva. Esta urgencia de ofrecer
a la vista de la población una prueba contundente de la solidez y el respaldo de que gozaba la coalición gobernante fue abordada con
premura. Los actos y declaraciones se sucedieron, mientras se aguardaba con impaciencia la reacción de Urquiza.
La velada del Coliseo, organizada por la Comisión de Hacienda para celebrar la revolución de septiembre, contó con un público
selecto, compuesto sobre todo por notables, y permitió enviar a la opinión pública, como también a una sociedad ritualizada, señales
inconfundibles de la consagración de la alianza entre liberales y federales y del respaldo que ésta recibía de las clases propietarias. Sin
embargo, las operaciones orientadas a la manipulación del imaginario social no terminaron allí. Un mes después, el 28 de octubre, la
dirigencia duplicaba la apuesta organizando una multitudinaria fiesta militar y popular para festejar la revolución.
Según Roberto da Matta, los rituales desplegados durante los desfiles militares permiten consolidar o renovar la vigencia de una
identidad nacional -o provincial- por medio de la dramatización de valores globales y abarcadores de una sociedad: en esta
oportunidad, tales valores no eran otros que la revolución de septiembre, la provincia y la república. El desfile es organizado por las
autoridades y permite instalar un sentido jerárquico en el interior de una sociedad. Dado que el pueblo asiste en calidad de mero
espectador, separado de los protagonistas, lo que permite subrayar las diferencias de status. Desde la perspectiva de la manipulación
del imaginario colectivo, la compra de lealtades significó una herramienta efectivísima para allanar el logro de un consenso amplio
para los revolucionarios.

La defensa de la “ciudad sitiada”

Según Bronislaw Baczco, en cada grave conflicto social las acciones de las fuerzas presentes se ajustan a “condiciones simbólicas de
posibilidad” que permiten expresar las imágenes magnificadas de los objetivos a alcanzar o de los frutos de la victoria buscada. Estas
representaciones colectivas permiten articular ideas, imágenes, ritos y modos de acción que tienen una historia, y de ella extraen su
savia para resignificarla por medio de extraños sincretismos con nuevas imágenes, valores o emblemas.
Pocos días antes de la celebración de la victoria –el 28 de octubre de 1852- fuerzas militares encabezadas por Hilario Lagos pusieron
cerco a la ciudad de Buenos Aires. En esa oportunidad, la dirigencia porteña decidió afrontar el sitio combinando estrategias militares
ya probadas – el despliegue de ingeniería militar y el soborno de las tropas invasoras- con la no menos efectiva acción sobre el
imaginario colectivo. Las operaciones tendientes a manipular el imaginario social utilizaron con generosidad aquellas representaciones
y discursos construidos durante el período previo. Esas imágenes y discursos fueron incorporadas a un sistema simbólico articulado
alrededor de una representación que había comenzado a construirse durante la hegemonía urquicista sobre la provincia y que ya
ocupaba un papel rector: la “ciudad sitiada”. El sistema simbólico desplegado en torno de la representación de la “ciudad sitiada”
incluyó la construcción de un antagonista externo sintetizado en la figura de Urquiza, dotado de características invariablemente
negativas, y la elaboración de la representación del guardia nacional, ciudadano armado en defensa del terruño, que permitió instalar
en la sociedad una serie de comportamientos, emblemas, virtudes y aspiraciones compartidas, en virtud de los cuales los porteños
pudieron asumir y reconocer fácilmente una identidad común. Si bien la elaboración de estas representaciones fue simultánea, es
posible distinguir dos momentos dentro de ese proceso. En el primero, que se desarrolló entre la victoria de la revolución de
septiembre y el inicio del sitio de Lagos, las intervenciones parecen haber hecho mayor hincapié en la estrategia de construcción de
una sólida cohesión social recurriendo a la diferenciación respecto de la amenaza exterior que suponía Urquiza. En el segundo, que se
extendió entre el inicio del sitio y la recuperación de la autonomía porteña, a mediados de1853, el énfasis parece haberse puesto en la
elaboración de la representación del ciudadano armado de la guardia nacional.

La construcción de un antagonista

El inicio de la invasión de Lagos tuvo como contrapartida la construcción de la representación de Buenos Aires como una “ciudad
sitiada”. Cuando el gobierno provisional dispuso la reorganización de la guardia nacional pocos días después de haber tomado el
poder, su flamante comandante, el coronel Bartolomé Mitre, incluyó en sui proclama para convocar a los porteños a las filas una
imagen profundamente emparentada con ella. LA efectividad de la proclama residía en que su discurso se adaptaba perfectamente a
las condiciones simbólicas de posibilidad vigentes por entonces. En una sola operación discursiva Mitre conseguía cohesionar y
provocar la reacción de los porteños, convocándolos a armarse en defensa de su “ciudad sitiada”, al tiempo que definía un antagonista,
cuyo nombre sintetizaba todos los males que sufría por entonces Buenos Aires: Justo José de Urquiza. El denuesto de su figura

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constituyó uno de los recursos centrales de la estrategia inicial de los revolucionarios para reclamar un amplio consenso social.
Asimismo, son de destacar las frecuentes asociaciones entre Urquiza y el Restaurador de las Leyes que proliferaron en el discurso
público porteño a partir de las jornadas de junio y que sindicaban al entrerriano como “segundo tomo de Rosas”. Sin embargo, la
demonización de Urquiza fue mucho más allá. En efecto, no faltaron quienes incluso llamaron a desconocer todo merito de Urquiza
en la caída de Rosas.

La representación del “ciudadano armado”

La aplicación de la representación de la “ciudad sitiada” y la condición de antagonista externo asignada a Urquiza no perdieron
vigencia hasta bastante después de la recuperación de la hegemonía porteña en la batalla de Pavón. Sin embargo, a partir del inicio del
sitio de Lagos resulta posible resulta posible advertir un cambio en la estrategia implementada por la dirigencia porteña. Para tratar de
consolidar su liderazgo, se observa un evidente esfuerzo de política y publicistas para tratar de consolidar la unidad interior; se
apuntaba de modo primordial a la aglutinación de la población porteña detrás de su nueva dirigencia recurriendo a la definición de los
elementos de una identidad compartida. Las dirigencias y los movimientos sociales y políticos necesitan emblemas para representarse,
visualizar su identidad, y proyectarse hacia el pasado y hacia el futuro. En el caso porteño, la representación escogida para llevar
adelante esa operación sería la del “ciudadano armado” o guardia nacional. Estrictamente, la construcción de la representación de los
guardias nacionales que los elevaba a la condición de gestores de las expectativas colectivas, no se inició durante la defensa de la
ciudad sino un poco antes, tras la victoria de la revolución de septiembre. Sin embargo, sería durante el sitio de Lagos cuando la
representación del guardia nacional alcanzaría su elaboración y su desarrollo más completo, desempeñando un papel esencial como
apoyatura moral y material en la disputa con Urquiza. La exitosa convocatoria de la Guardia Nacional descansó sobre la apelación a
un conjunto de imágenes, valores y virtudes que debían caracterizar al “ciudadano armado”: el patriotismo, la abnegación, la virilidad,
la condición de paladín de las libertades, el sentido misional de su tarea, el valor y la camadería, eran algunos de sus elementos
principales. Esta construcción se acompañó de la creación de una mística guerrera, que anteponía el compromiso de los porteños con
su ciudad a cualquier facción o división de intereses que pudiese existir.
La arenga y el folletín desempeñaron un papel esencial en la construcción de la poderosa representación del “ciudadano armado”,
también lo hizo la prensa desarrollando una prédica continua en la que se subrayaban los aspectos heroicos y caballerescos de los
guardias nacionales. La Guardia Nacional estimulaba un tratamiento entre pares que favoreció el desarrollo de relaciones de camadería
entre sus miembros, que más adelante se tradujeron en sólidas y perdurables lealtades políticas, lo que no implica afirmar la existencia
de comportamientos estrictamente democráticos en el interior de los cuerpos. La representación virtuosa del guardia nacional,
construida en el contexto de “la defensa” de Buenos Aires, constituyó un locus común dentro del discurso público provincial, al que
los actores políticos recurrieron reiteradamente, incluso muchos años después del sitio de Lagos.

Conclusión

Entre las jornadas de junio de 1852 y la victoria sobre los sitiadores de la ciudad de Buenos Aires a mediados de 1853, la nueva
dirigencia política porteña puso en funcionamiento una serie de dispositivos con el objeto de crear un amplio liderazgo social y
consolidar su poder de autoridad tras la victoria de la revolución de septiembre. Para ello la creación y la instalación social de una
serie de representaciones colectivas, en estrecha correlación con las condiciones simbólicas de posibilidad existentes, desempeñaron
un papel esencial en los orígenes de la república de la opinión y potenciaron de manera decisiva el poder inicial de las elites. Los
mecanismos de legitimación del poder de autoridad en los orígenes de la nueva república porteña se correspondieron con la
inestabilidad e imprevisión de un “tiempo acelerado” de la historia, como el que se vivió en Buenos Aires entre la batalla de Caseros y
la derrota de los sitiadores de la ciudad. Estos modos de legitimación continuaron manteniendo su vigencia durante toda la década, aún
cuando se combinaron con una lógica representativa, a punto tal que las razones de su decadencia deberían buscarse en su
imposibilidad de ser adaptados a nivel nacional antes que en las derrotas militares impuestas por la confederación urquicista en la
década de 1850.

[Alberto Lettieri, “La guerra de las representaciones: La revolución de septiembre de 1852 y el imaginario porteño”, en Hilda
Sabato-Alberto Lettieri (compiladores) La vida política en la Argentina del siglo XIX. Armas, votos y voces; FCE; Buenos Aires,
2003, pp. 97-114.]

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