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TEXTO 1:

"Es, pues, evidente, que la ciudad-estado es una cosa natural y que el

hombre es por naturaleza un animal político o social. Y la razón por la que el

hombre es un animal político en mayor grado que cualquier abeja o cualquier

animal gregario es evidente. La naturaleza, en efecto, según decimos, no

hace nada sin un fin determinado; y el hombre es el único entre los animales

que posee el don del lenguaje. La simple voz, es verdad, puede indicar pena y

placer y, por tanto, la poseen también los demás animales -ya que su

naturaleza se ha desarrollado hasta el punto de tener sensaciones de lo que

es penoso o agradable y de poder significar esto los unos a los otros-; pero

el lenguaje tiene el fin de indicar lo provechoso y lo nocivo y, por

consiguiente, también lo justo y lo injusto, ya que es particular propiedad

del hombre, que lo distingue de los demás animales, el ser el único que tiene

la percepción del bien y del mal, de lo justo y lo injusto y de las demás

cualidades morales, y es la comunidad y participación en estas cosas lo que

hace una familia y una ciudad-estado."

Aristóteles, Política

Actividad 2. Explica las razones por las que Aristóteles defiende en


este texto que el hombre es un “animal político”.
TEXTO 2:

Así, pues, ¡oh Señor!, tú que das inteligencia a la fe, concédeme, cuanto

conozcas que me sea conveniente, entender que existes, como lo creemos, y

que eres lo que creemos. Ciertamente creemos que tú eres algo mayor que lo

cual nada puede ser pensado. Se trata, de saber si existe una naturaleza

que sea tal, porque el insensato ha dicho en su corazón: no hay Dios. Pero

cuando me oye decir que hay algo por encima de lo cual no se puede pensar

nada mayor, este mismo insensato entiende lo que digo; lo que entiende está

en su entendimiento, incluso aunque no crea que aquello existe. Porque una

cosa es que la cosa exista en el entendimiento, y otra que entienda que la

cosa existe. Porque cuando el pintor piensa de antemano el cuadro que va a

hacer, lo tiene ciertamente en su entendimiento, pero no entiende todavía

que exista lo que todavía no ha realizado. Cuando, por el contrario, lo tiene

pintado, no solamente lo tiene en el entendimiento sino que entiende

también que existe lo que ha hecho. El insensato tiene que conceder que

tiene en el entendimiento algo por encima de lo cual no se puede pensar nada

mayor, porque cuando oye esto, lo entiende, y todo lo que se entiende existe

en el entendimiento; y ciertamente aquello mayor que lo cual nada puede ser

pensado, no puede existir en el solo entendimiento. Pues si existe, aunque

sea sólo en el entendimiento, puede pensarse que exista también en la

realidad, lo que es mayor. Por consiguiente, si aquello mayor que lo cual nada

puede pensarse existiese sólo en el entendimiento, se podría pensar algo

mayor que aquello que es tal que no puede pensarse nada mayor. Luego

existe sin duda, en el entendimiento y en la realidad, algo mayor que lo cual

nada puede ser pensado.

Anselmo de Canterbury, Proslogion


TEXTO 3:

Hoy he tomado una decisión. He decidido coger por los cuernos a un toro

que desde hace muchos años corretea por el campo de mis preocupaciones.

Me refiero al papel que el inconsciente tiene en nuestra vida. No se trata de

un tema freudiano, sino de algo mucho más antiguo y más amplio. Lo que

sentimos y pensamos procede de una miseriosa maquinaria –nuestro

cerebro- que no sabemos cómo funciona. ¿Por qué se me ocurren unas cosas

y no otras? ¿Por qué tengo deseos que no quiero tener, sentimientos que me

inquietan, pensamientos que me torturan? ¿Por qué quiero ser elocuente,

pero no se me ocurre nada?

Rimbaud escribió un verso misterioso: Je est un autre. “Yo es otro”. La

incoherencia sintáctica revela una incoherencia íntima. Yo soy alguien que

está dentro de mí, que es fuente de ocurrencias que son mías, sin duda, pero

de las que no soy responsable. San Bernardo, el último Padre de la Iglesia,

un formidable escritor, criticable filósofo, y feroz hombre de iglesia,

escribió en el siglo XII: “Cada día y cada noche leemos y cantamos las

palabras de los profetas y de los evangelios. ¿De dónde saltan tantos

pensamientos vanos, nocivos, obscenos, que nos torturan por la impureza, el

orgullo, la ambición y cualesquiera otras pasiones, hasta el punto de que

apenas podemos respirar en la serenidad de sublimes consideraciones?” Al

buen abad le preocupaba no saber qué hacer con esas imágenes que invadían

su conciencia mientras rezaba.

Les propongo dos experimentos elementales:

Experimento 1.- Cierren los ojos e intenten no pensar en nada. Comprobarán

que a los pocos segundos, algún pensamiento, recuerdo, palabra, habrá


saltado a su conciencia. ¿De dónde vienen? ¿Quién las ha producido?

Experimento 2.- Respondan rápidamente a esta pregunta: ¿Han estado en

Australia? Con toda seguridad la habrán contestado sin ningún problema. Y

habrán tardado en hacerlo unos 200 milisegundos. ¿Pueden decirme qué han

hecho? Su cerebro lo ha hecho, sin que los psicólogos o los neurólogos o

usted mismo conozcan su modo de proceder. Para que un ordenador hiciera

algo parecido, tendríamos que darle una relación de todos los lugares donde

usted ha estado, le introduciríamos después la palabra Australia, una orden

de comparación, y al final el ordenador nos diría si usted ha estado o no en

Australia. ¿Hacemos nosotros algo parecido en esos 200 milisegundos? No lo

sabemos.

Platón decía que el fin de la educación es hacer que deseemos lo deseable,

es decir, lo bueno. Pero mis deseos vienen de esa zona desconocida de mí

mismo. La conclusión es inevitable: educar es, ante todo, construir el

inconsciente. Dicho en términos fisiológicos: ayudar a que una persona

construya su cerebro para que tenga ocurrencias óptimas.

¿Sienten ustedes el mismo desasosiego que yo? Les dije al principio que he

decidido no postergar el enfrentamiento con este problema. Me propongo

que sean ustedes testigos de cómo lo hago, a sabiendas de que no sé si

triunfaré o si haré el más espantoso de los ridículos. Como lector, me

hubiera gustado asistir “en directo” a una investigación científica. Me anima

la esperanza de que les suceda lo mismo. Así pues, continuará…

José Antonio Marina


TEXTO 4:

Tradicionalmente el problema de la vida ultraterrena se ha planteado de un

modo erróneo. Se cubre el asunto de un halo de misterio diciendo que nada

puede saberse pues “nadie ha vuelto de la muerte para contárnoslo”. Del

misterio como punto de partida se infiere que existen las mismas razones

para creer que hay vida como para negarla, quedando el pronóstico en un 50

a 50, en, si tenemos que apostar a lo Pascal, una equilibrada igualdad de

probabilidades. Al final suele concluirse que, a falta de razones para

decidirse, la vida después de la muerte es una cuestión de “elección

personal”, de “fe basada en las creencias y experiencias personales”. Una

cuestión fáctica se acaba por confundir con una cuestión religiosa.

Este planteamiento es profundamente falaz:

1. Aceptando el punto de partida misterioso, la ignorancia total acerca del

asunto, no es legítimo sacar ningún tipo de percentiles para realizar

apuesta alguna. Eso sería caer en una falacia ad ignorantiam: pretender

deducir algo del desconocimiento. Si no sabemos nada, hay tantas razones

para poner el asunto 50 a 50 como ponerlo a 70 contra 30 o 90 contra 10, o

para poner cuarenta opciones y no sólo dos . Lo único legítimo que puede

decirse del tema es que no sabemos nada, no teniendo sentido el enfoque de

Pascal. Si, aceptando eso, aún así queremos afirmar algo basándonos en un

“salto de fe” deberíamos pensar que estos saltos son contrarios por

definición a uno de los principios epistemológicos más básicos de la ciencia:

fundamentar toda creencia en razones, por lo que no nos parecen aceptables

para defender ninguna tesis.


2. Sin embargo, el error base consiste en partir del misterio cuando

realmente no lo hay (es lo que se llama generar un pseudoproblema en toda

regla). No tenemos ni la más mínima razón para pensar que nuestra

conciencia vaya a tener algún tipo de continuidad más allá de la muerte. Del

mismo modo que no suponemos esa continuidad en ningún otro tipo de ente,

no hay razón alguna para suponérsela al ser humano. Cuando se rompe el

tostador nos parecería absurdo preguntarnos a dónde va el tostador

después de su muerte. ¡Bárbaro! – podría decirse – ¡Comparar al ser humano

con un tostador! El hombre es un ser diferente a todo cuanto ha existido,

por eso tiene sentido preguntarse sobre la continuidad de su conciencia.

Error, el ser humano tiene unas características diferentes a otros seres (al

igual que los otros seres son diferentes entre sí) pero de ninguna de ellas

puede deducirse la continuidad después de la muerte. Por ejemplo,

supongamos la analogía entre un carro tirado por caballos y un automóvil que

funciona con un motor de explosión. Son dos seres con cualidades

diferentes. El automóvil es autónomo en el sentido en el que no necesita

tracción animal para desplazarse. El automóvil es un ser único dentro de los

sistemas de automoción… ¿de aquí se deduce que el automóvil tenga algún

tipo de continuidad una vez que pierde su funcionalidad? Siguiendo la

analogía, de las características propias del ser humano (autoconciencia,

lenguaje simbólico, memoria narrativa, etc.) no se infiere tal continuidad

post mortem. ¿Qué tienen que ver mi capacidad de resolver ecuaciones, de

escribir poemas de amor o de preguntarme por la existencia de Dios con

continuar viviendo después de morir? ¿Hay algo en alguna de ellas de lo que

pueda deducirse tal continuidad?

3. Además, sí que tenemos pruebas en contra (la apuesta no sería de 50 a

50 aún en el caso en que la perspectiva de la apuesta fuera legítima) ya que,


desde hace varios siglos, las neurociencias (y el sentido común) han probado

las relaciones entre las cualidades que nos hacen especiales como seres

humanos y que, supuestamente continuarían en acción sin nuestro cuerpo, y

el funcionamiento del cerebro. Sabemos que si dañamos ciertas zonas del

cerebro, esas cualidades se dañan igualmente. Entonces, si la asociación

parece muy evidente, estamos en condiciones de afirmar que cuando el

cerebro deja de funcionar, las cualidades especiales se pierden. La prueba

es clara: cuando el cerebro de un individuo muere observamos que la

actividad químico-eléctrica correlacionada con sus cualidades intelectuales

no existe, ergo su actividad intelectual ha dejado de existir. ¿No parece

esto suficiente refutación? ¿No tiene esto la validez de un experimento?

4. ¿Hay alguna razón entonces para creer en ello? Si la habría si, al menos,

nos sirviera como hipótesis para solucionar algún problema de modo que, a lo

sumo, tuviera sentido como postulado teórico. El caso es que no soluciona

nada. ¿A qué damos respuesta más que al terror psicológico ante la muerte?

¿Alguna teoría acerca del mundo requiere la necesidad de la vida

ultraterrena para explicar algo? Estamos ante una clara hipótesis

innecesaria.
TEXTO 5:

Sabemos a ciencia cierta que cuando mueren gran cantidad de neuronas,

como en la enfermedad de Alzheimer, tienen lugar déficits de memoria,

mermas en la cognición y cambios en la personalidad, así como mermas en la

conciencia de lo que otra gente piensa y siente, y en la conciencia del tiempo

y el lugar. Yo lo considero una especie de desvanecimiento progresivo de

muchos aspectos del yo y sus capacidades, por lo que no podemos evitar

pensar que la persona que antaño conocíamos y amábamos ya no está ahí.

Todas las pruebas disponibles demuestran que el cerebro es necesario para

las funciones asociadas a la conciencia. No sé cómo la conciencia podría

sobrevivir a la muerte del cerebro, si necesita neuronas para sostenerse.

En el ámbito personal, debo decir que la compresión de que la muerte es el

fin me hace sentir más sosegada ante ella de lo que me sentiría si intentara

alimentar una esperanza ilusoria en algún tipo de cielo. Cuando era niña, un

amigo mío que era indio americano me hizo notar una vez que sentía pena por

los cristianos, porque éstos viven bajo la ilusión de un cielo mientras que él,

por el contrario, podía prepararse para la muerte, transmitir las historias

vitales de las personas, ayudarlas a morir mejor y aceptar el final como lo

que es. Me pareció entonces que esto tenía mucho sentido, y me lo sigue

pareciendo ahora.

Patricia Churchland

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