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Fondo blanco

Hay una copa completamente vacía, no medio vacía, sino


completamente. Debería comenzar por llenarla, al menos
hasta la mitad, para así poder decir que estoy viendo
el vaso medio lleno; o, en caso de estar viendo el
vaso medio vacío, tener el consuelo de darle la opción
a algún alma caritativa, de esas a las que les gusta dar consejos,
de apiadarse de mi malestar indicándome que no estoy viendo el
vaso medio lleno que el vaso medio vacío necesariamente
implica.
Debo buscar agua para llenar el vaso: ¿dónde habrá una canilla?,
¿dónde un manantial?, ¿dónde un oasis?
Solo necesito visualizar la metáfora, es decir, ver el vaso medio
vacío, o medio lleno.
Hay veces en las que un vaso medio lleno es suficiente para
mitigar la sed; entonces el vaso medio vacío desaparece, ya que
no es algo que falte, sino algo que sobra.
Solamente necesito la cantidad de agua suficiente para saciar mi
sed.
Aunque no tengo sed, o tal vez si, lo cierto es que no lo sé.
Aun no defino si necesito mojarme por fuera o por dentro; si
quiero el agua suficiente para lavar el vaso, o para llenarlo.
Solamente necesito la cantidad de agua suficiente para bañarme.
Pero no me siento sucio, al menos por fuera.
Solamente necesito la cantidad de agua suficiente para
nadar.
Pero no se nadar y corro el riesgo de ahogarme en un vaso de
agua.
Solamente necesito la cantidad de agua suficiente para regarme.
Pero no soy un árbol, por mucho que desee serlo.
Un poco de agua, cuya superficie corte a la mitad mi vaso, de la
misma manera en que el mar corta a la mitad el cielo en el
horizonte.

Augusto Olivella Graham.


Salir de noche

Resdshir se sintió muy afectado por el crimen de la florista.

Había soñado con ella muchas veces, la llevaba en brazos y la

ofrecía a un dios totémico. La florista apareció apuñalada.

Algunos destrozos eran la prueba de su inútil resistencia.

Impresionado, Redshir había buscado refugio en su tribu urbana.

Recorría en manada la noche. Buscaba la luz de los bares que no

cierran nunca. Dormía durante el día, defendido por la

convicción de que el sol ahuyenta los fantasmas.

Un viernes a la noche, nos invitó a reunirnos con sus amigos.

-Linda oportunidad para ser asaltados- dijo Kast, haciendo gala

una vez más de su fijación morbosa por el delito.

-Los amigos de Redshir son sólo jóvenes. Que la noche los atraiga

no es un delito.

-Hummm.....- dijo Kast.

Tomamos un colectivo. En el asiento trasero un grupo de chicos

hablaba a los gritos.

-Deberíamos haber tomado un taxi- murmuró Kast en mi oído.

Llegamos al centro a la medianoche.


-Que frío que hace. Espero que nos metamos enseguida en algún

café. Tendría que ir al baño.

-Aprovechá ahí, que está oscuro- Los recovecos se habían

convertido en mingitorios públicos. Kast me miró con estupor.

Vimos a Redshir sentado en el umbral de una casa abandonada.

Levanté la mano para saludarlo, pero no me vió. El observaba un

grupito de chicos y chicas que iban hacia él. Creí que le pedirían

un cigarrillo o una moneda.

-¿Ves lo que es salir de noche? Mirá esos que van a molestar a

Redshir. Ya veo que terminamos a las trompadas.

Me causó gracia la idea de Kast luchando contra una pandilla,

pero mucho mas cómica fue su expresión al ver que una de las

chicas, vestida con una minifalda, se paraba frente a Redshir,

que al seguir sentado pareció a punto de hundir su nariz en la

entrepierna que se le ofrecía.

-Cerrá la boca, Kast. Se te escapa un hilito de saliva. Limpiate.

Al vernos, Redshir se levantó.

-Llegaron todos juntos, ¿vamos?


Nos presentó y fuimos hacia un café. Me alegró comprobar que,

comparado con los amigos de Redshir, Kast tenía un aspecto

sospechoso.

Marcelo Juan Valenti


DAMAS

Para visitar un mundo inquietante, poco explorado, sólo


tienes que empujar la puerta que se abre a la Otra dimensión. Si
tienes buen manejo del eufemismo y haces de la metonimia un
recurso, sabrás leer inscripciones como DAMAS; o descifrar
jeroglíficos con capelinas, abanicos y hasta sencillos esquemas
del cuerpo humano envueltos en faldas.
Baño de Mujeres se parece a un universo incompleto,
espejado. Al igual que la Matrix, cuenta con varias entradas,
todas ellas dispuestas en lugares públicos, como bares,
aeropuertos y museos; a la vista de todos, pero discretamente
camufladas.
Allí el tiempo tiene otra medida. Lo que afuera se cuenta en
lustros, adentro equivale a un segundo y viceversa. Si bien
algunos críos llegan a visitarlo, son generalmente féminas
decididas las que se transportan por él.
Ellas entran, sueltan sus orines, acarician su sexo con papel
tisú, si está sangrante lo enjugan y le aplican apósitos. El
ambiente mantiene una humedad constante y por eso los
desplazamientos requieren de cualidades anfibias. Muchas veces
se mojan las manos, la cara.
Frente al espejo se colorean los labios, muestran los dientes,
se pasan la lengua sobre los incisivos para limpiarlos; después se
besan la boca, se muerden hasta lograr un color sublime.
Arrobadas por el clima se acarician la figura y se concentran en
el reflejo de los muslos, los pechos. Bajan y suben la cabeza
hasta que se les sonrojan las mejillas y el cabello se les vuelve
vaporoso. Además logran ahí dentro un efecto único que consiste
en mirarse a sí misma como sí fueran otras. La técnica es
sencilla, requiere solo de un poco de entrenamiento para pararse
de espaldas al espejo y contorsionar la cintura hasta lograr que
el cuello gire 180º. En esa posición se alcanzan a ver los glúteos
desde un punto de vista ajeno pero con el relevo de los propios
ojos.
Algunas entran de a dos, cuchichean, se ríen, intercambian
ungüentos, estuques, carmines. Las más pequeñas mirando
aprenden. Incluso, si hay intimidad, suelen acercárseles otras y
ofrecerles sus consejos de iniciadas. Por ejemplo, advertirlas
sobre la importancia de no tomar contacto con la tabla de los
inodoros o instruirlas sobre el modo más extravagante de volver
a acomodarse el pelo de la cabeza y del pubis, para no exportar
demasiadas huellas de esta visita al exterior.
Por momentos hay gritos. Algunas entran en trance y se
resisten a abandonar el lugar, se aferran a las puertas, las
paredes, hasta dejar sus marcas. Frases furiosas, insultos, deseos
ardientes. Otras están atrapadas. Seducidas por esta Otra
dimensión, se vuelven mendigas mutantes y viven de las
moneditas que les dejan a cambio de vituallas.
La mayoría vuelve a salir acertando a la puerta de entrada;
aunque se sabe de casos que habiendo ingresado por el lobby de
un hotel aparecen en un avión. Por suerte han sido casos
aislados, mujeres que eran esperadas por maridos distraídos o
amantes torpes que jamás se preguntaron sobre el cambio
repentino de la ropa y el color de piel de sus amadas.
En general, vuelven compuestas a sus habituales roles de
modositas madres o tiernas novias, y regresan al punto de
partida como si nada especial hubiera pasado tras esa puerta.

Pilar Ordóñez
PULSOS

Esa cosa brillaba en la arena vacía. Mientras me acercaba se


hacía mas nítida su circunferencia imperfecta con el centro
traslúcido.
La circundaba un borde de lunares negros a la misma distancia
uno del otro que sin duda alguien habría colocado. Mejillones
mínimos o piedras negras quizá. Pero no, no se trataba de ningún
adorno ni juego infantil, el borde oscuro era parte de la cosa.
La cosa respiraba con un ritmo difícil, no del todo previsible.
Sin entender muy bien de que se trataba, me sentía a gusto con
mi descubrimiento. No obstante, pensar que eso estaba vivo me
inquietaba.
No es que me viera parecida a la cosa esa, sin embargo, las dos
latíamos frente al mar a esa hora tempranísima en la playa
silenciosa, bajo el mismo sol que ya empezaba a calentar la
costa mojada.
Me detuve en esa pulsación que iba de adentro hacia fuera,
pensando si la cosa tendría un interior y un exterior o si sólo
trataba de tranquilizar mis limitaciones.
Descarté categorías, la de derecho- revés por infantil, eso no era
una media.
Sin embargo era un hecho que- para mis ojos-, y como si fuera
una dedicatoria, la cosa tenía un arriba abierto, de cara a la
mitad del mundo, y un abajo adherido a la playa y a la otra
mitad.
Entre una mitad y la otra se divisaba, tras la textura de vidrio
sucio, algo extraño y compacto en su centro. Una piedra enorme.
Intenté la reconstrucción de los hechos, la historia de la cosa. La
piedra sin duda la habría alcanzado en la cresta de una ola del
furioso mar nocturno, arrastrándola a la playa. Ahora, la piedra
inmóvil en su centro sólo era el vestigio del naufragio, el signo
de un mal encuentro.
Una y otra vez giré para verla mientras me alejaba. Una línea
de pisadas se trazaba y alargaba entre nosotras.
Cuando regresé por la tarde ya no brillaba, una capa fina de
arena la cubría por encima y su ritmo incierto la había
abandonado.
Los niños saltaban y gritaban alrededor de la cosa con palas en
las manos como en un ritual indio. Un llamado les avisaba la hora
de merendar.

Alejandra Jalof
DANY’S BAR
Osvaldo Tcherkaski

Una viuda que lo había amado sin rencor le dejó al morir un


fondo de comercio para abrir un bar. A Dani de Luca no había que
hablarle de sueños, los realizaba.
El día que terminó de pintar y arreglar el local, salió a la vereda
para contemplar el cartel de vinílico que había instalado debajo
de uno de los balcones de una fachada de dos pisos.
“No lo puedo creer, Dani, lo hiciste”, se dijo con un temblor en
la boca del estómago.
Solita, una morocha que no se daba con cualquiera, se daba solo
a Dani,
tenía los ojos empañados por la emoción, parada detrás suyo,
mirando el cartel verde-esmeralda sobre un fondo amarillo
brillante.
- Una cosa, Dani- le dijo, alzando la voz para sobreponerla al
ruido del tráfico de Alvarez Thomas - es el bar o yo.
- ¿Cómo me decís eso?-. Dani caminó hacia el interior y apoyó
los dos codos en la barra del mostrador que un carpintero amigo
le había hecho en madera de nogal.
Cuando alzó la cabeza, Solita había desaparecido. En el piso
embaldosado, a través de la doble puerta de entrada al local, el
resplandor del sol dejaba un contraluz rectangular.
No entendió. Es decir, lo único que entendió fue que no la
entendería nunca.
El bar anduvo bien. Dos mozos se turnaban para atender a una
clientela que de noche colmaba el local y Dani debió contratar a
un peón de cocina para ayudar a su mujer.
La tristeza y cierta aversión por los dilemas le aplacaron los
ánimos. Todo termina por disolverse, decía Dani. También había
aprendido a desalojar a tiempo a los que se emborrachaban en
busca de una pelea.
Un mediodía lluvioso de octubre, vio a Solita atravesando el
contraluz, empalidecido por el aire nublado, como si nunca se
hubiera ido. A través de un impermeable trasparente, hasta la
blusa de satén azul y la pollera de jean parecían las mismas que
vestía la última vez que la vio.
- Tenías razón Dani, me quedo-, le dijo, apoyando los brazos
en la barra.
Él desvió la vista hacia la cocina, donde se veía moverse a su
mujer a través de un ventanuco. Demoró en girar la cabeza hasta
reencontrar los ojos de la morocha. No sabía qué decir.
- ¿Quién te entiende a vos?- dijo por fin.
- Te lo estoy diciendo, Dani, te digo que está todo bien. Me
quedo.
KAFKA
Carmen Arriaga

Todos los años, la mariposa Monarca inicia una migración desde


el sur de Canadá y el norte de EE.UU. hasta una región de la
Sierra Madre, en Michoacán, para pasar el invierno y copular. En
tres meses, de setiembre a noviembre, miles de mariposas
recorren más de 4.000 km. en un viaje que debe ser un caos de
vientos cruzados, caídas en abismo, disputas feroces por
mantener la orientación, al contrario de las ondulaciones de
armonía y color que el ojo humano facilitaría a la imaginación si
fueran visibles desde tierra. Al llegar a destino, se ven
espantadas por el tumulto de miles de turistas que las aguardan
con sus cámaras de foto, video y lentes de aumento. Las
mariposas deben huir a más de 3000 metros de altura, donde los
baqueanos apostados por las empresas de turismo ecológico
conducen a los clientes que se animan a trepar por senderos
ocultos en los bosques de pinos y oyameles. Las mariposas se
amontonan sobre los troncos de los árboles y las que no alcanzan
a refugiarse se aterran hacia un fondo inacabado y oscuro,
formando alfombras de alas naranjas a merced de las pisadas de
sus perseguidores. Algunos lo hacen a caballo, que los lugareños
ofrecen en alquiler.
AUTOPSIAS

Si la letra supone la muerte de la cosa, escribir debe parecerse


a localizar algo de la propia muerte.
Un cactus en el desierto. Extraer agua de gotas será suficiente.
Sin ser alcohólica la pobre siempre estuvo acosada por fieras de
toda naturaleza.
Como diría Gombrowicz lo que ella admiraba, en ello se creía.
Más alejada cada vez de la juventud, la bondad y la inocencia.
Anticipar el deterioro, mientras florece la indiferencia a casi
todo. No recordar las cosas que sencillamente no interesan.
A solas con el espejo, Erzebet y las pócimas que acusan el frío
paso del tiempo.
Un anatomista apasionado por la cartografía de tejidos y los
fluidos que de allí brotan, renunciará a una empresa más
destinada a un paleontólogo y su gusto por lo seco.
El problema angustiante no es la página en blanco sino su marca
de agua, una gota, un nombre y el gusto por el olvido.
Sobre la marca, un sello propio una escritura que deslice sin
trabarse en un paraje desértico donde la sequedad chupa la tinta
y la letra se extingue.
Cómo salirse de una palabra hacia otra distinta, cómo
transportarse a la palabra de al lado. Cómo saltar ese abismo
infinito entre dos palabras. Un signo seguramente pero cuál. Un
puente quizás, suspendido de tres puntos. Uno punto sólo, más
enfático que indique seguir, tal vez. La graciosa pausa de las
comas que evoca un ritmo pausado de minué colonial ¿quién
puede creer en ello? Un cambio arbitrario de renglón ¿Se olvida
acaso la última palabra o es sólo una emboscada, la ilusión de
que no se habla más que de lo mismo?
Dicen que hay una lengua, !qué maravilla! Nadar allí, o ahogarse
da lo mismo.
Debo salir entonces
De mi palabra cárcel,
Del encierro de mi gota,
De mi nombre de olvido,
Será como un nacimiento o una muerte es igual.
La marca de un punto hecho texto.
Alejandra Jalof
AZOTADO

MARCELO JUAN VALENTI

-Ponete los guantes-dijo Mario- Untate con la crema y le pasás

despacio. Que forme una capa. Con eso se desinfecta, se

cicatriza, se refresca. Me voy a armar un par de destrozados que

trajeron. Dale.

Mario, tambaleante, se fue a otra sala.

El chico estaba en la camilla, boca abajo. Lo habían azotado. Se

mordía los labios para no gritar.

Empecé.

El tuvo un escalofrío cuando apoyé los dedos en las heridas más

al cuello. Los guantes eran muy finos y pude palpar la carne

levantada.

Era una larga tarea, si se la realizaba con conciencia. Cada

avance hacia el alivio le arrancaba un gemido. Su cuerpo

alternaba tensión y relajamiento.

Empecé a llorar. Un acto silencioso y quieto.

Mario se asomó, embadurnado en sangre.

-Cuidado con las lágrimas. Se puede infectar.


No sabía con que limpiarme: las manos enguantadas bañadas en

crema, no tenía mangas y los brazos estaban húmedos de

transpiración.

La mano de ella apareció con un pañuelo y me enjugó la cara.

Lo debe haber sacado de la televisión, pensé, está jugando a la

enfermera.

La había entrevisto apoyada contra la pared, deslucida y pálida,

al lado del protagonismo de la espalda de su compañero.

Su gesto no sólo me secó los ojos, los abrió.

Ella era muy joven. El raspón cerca de la comisura de la boca no

alcanzaba a afearla. Si a él lo habían lastimado así, a ella, ¿qué

le habrían hecho?

Cuando estaba por terminar, le dije:- Hay una máquina de café

en el pasillo. En la lata que está sobre el pasillo hay fichas.

Servite uno y traeme otro a mi.

El se había adormecido. Me gratifiqué con la idea de que era el

resultado de una aplicación eficiente del ungüento.

Mario volvió a asomarse. Se había cambiado la bata. Le señalé la

cara del muchacho.


-Si- contestó- Le di tranquilizantes como para un caballo. En

cuanto puedas, buscame. Tengo otro azotado para que te

encargues.

Ella volvió con el café, que era pésimo, pero levantaba el ánimo.

Tenía los ojos grandes.

-¿Vos estás bien?¿No necesitás nada?

Asintió y negó con la cabeza.

-Va a dormir toda la noche. Tratá de descansar vos también.

Hizo un gesto ambiguo que podía significar cualquier cosa.

Terminé mi café en el pasillo. Por la ventana parpadeaba el inicio

de la noche. Afuera estaba el dolor. Se lo podía intuir. Pero era

invisible.

La voz de Mario me arrebató de la contemplación.

-Hay otra espalda lastimada en la sala del fondo. Andando.


Relato Junto al Fuego

Crepitar es la palabra. A Martín le encanta. El ruido del


respirar del fuego. El silbar de los troncos pasando a un estado
más perfecto. Cree que le vino de mamá. El gusto al fuego,
digo. Claro, a mamá le gusta el frío. Porque le gusta el fuego. No
le gusta el verano. Mucho calor, imposible descansar. A Martín no
le gusta mamá en verano. Sólo cuando se tiran de carpa o cuando
sopla un viento entre los dos que llegó atrasado y trae olores
húmedos del sol que está cayendo y papá ya preparó el té.

No aguanto más.

Si no, no. Es lo único por lo que no tendría verano. Porque


a Martín le encanta el verano. Pero le gusta más el fuego. En
verano, las fogatas con gusto a alegría que se saltan y el calor
que te sube todo hasta la cara y las risas. En invierno es
diferente. Es un fuego mejor. Más intimo. Y más solo. Ahora es
invierno, y se fija más en el fuego. Ve las llamas de muchos
colores que suben y bajan jugando con los troncos, y le gustaría
estar ahí, abrazado por las llamas. Pero no tanto. No vaya a ser
que se queme, como la otra vez que trató de meterse entero en
la chimenea como el gato, que duerme sobre las cenizas
calentitas. El fuego es mejor que el gato. Bah, no sabe. Se
acaba de pelear con el gato.

Estoy harto de discutir siempre lo mismo.

Ahora se cayó un tronco con un ruido que asusta. Como la


voz de papá a veces. De papá tiene la mirada perdida en el
fuego. Y el caminar solo en el parque oliendo el otoño. Pero
todavía no lo sabe. Además, papá no entiende el fuego. No lo
divierte. A lo mejor las brasas de la parrilla en verano. Pero
ahora es invierno.

Basta. Se acabó. Basta.


Corriendo con ruido que asusta se va sin preguntarle qué le
pasa que está solo mirando al fuego. Después, un portazo que
aviva las llamas que suben hasta el agujero de arriba y casi
seguro que salieron por la chimenea. Y mamá que lo mira con su
mirada de verano que es mirada de perdida y cansada. No
importa. Porque con el fuego las lágrimas se secan.

Martín Merlo
Acción Fantasmal
Carmen Arriaga

Tenemos en pantalla a Anton Zeilinger, el inventor más reciente


de la mecánica cuántica. Dice que podemos matar sin matar a
nadie: ¿cómo es eso, profesor?

Estoy trabajando en pasar propiedades de ciertas partículas


de luz a otras. Es un fenómeno conocido como quantum
teleportation. Llamémoslo acción fantasmal: transfiero
propiedades, no materia, nada que ver con matar.

- Igual lo que está diciendo me parece terrible. ¿Quiere


decir que se puede hacer lo mismo con personas?

En teoría, sí. Los átomos en sí no tienen ningún valor, lo que


importa es el orden en que están organizados, esto hace que yo,
sea yo.

Es terrible, profesor. Discúlpeme: Usted puede agarrar a un tipo,


extraerle sus propiedades y transferirlas a otro ¿Qué pasa con el
primero, se murió?

Estoy hablando de fenómenos cuánticos, no tengo la menor idea


de lo que puede pasar si entro en el mundo de los humanos.

- Haga un esfuerzo, profesor.

No puedo, ¿quién sabe cuáles son las posibilidades y los límites


de la teleportación? A lo mejor dentro de mil años seremos
capaces de teleportar una taza de café. Pero atención, una
interferencia infinitesimal, puede implicar que llegue sin mango.
No quiero imaginar, lo que podría ocurrir con un ser humano.

- Acá tenemos a otro invitado que disiente un poco con Ud.,


profesor.
Presentamos al doctor Roy Ascott, que sostiene que la
verdadera revolución de la era digital es habernos liberado del
ser y de sus propiedades,¿Es así, doctor?

- Así es, dice Ascott . Las posibilidades de la computadora


nos han liberado de esa temida idea del ser unificado con
la que Freud y su banda se hicieron ricos. En el mundo
virtual todo es posible y no hace falta esperar un milenio
para llevar una taza .Porque hay una infinita serie de
tiempos. . Somos libres, estamos hechos de muchos seres; y
en lugar de torturarnos con que debemos ir a lo profundo
enterrado en el inconciente, podemos vivir nuestras
distintas personas en varios lugares y al mismo tiempo.

Es muy destructivo todo esto, Second- dijo First, y apagó el


receptor.

La superficie líquida se esfumó a un gris blancuzco.

Así es como están las cosas –dijo Second, –Y al mismo


tiempo todo sigue siendo mucho más simple. Apuntó con
mucho cuidado su viejo Colt, e hizo fuego.

Ahora yo soy First- murmuró sin ganas hacia el bulto que no


acababa de derrumbarse.
Tauromaquia

Salimos desesperanzados de la plaza vacía sin la respuesta a


cómo era eso de los toros, la sangre y la muerte. Sin ver al torero
combado hacia atrás, frente a la ovación de la multitud, sólo nos
quedaba seguir a la guía que repetía monótona señalando de
izquierda a derecha, donde seguíamos viendo nada.
Sofocados del sindrome turístico, arrastrábamos el polvo de una
Sevilla monótona como la aeromoza de la plaza de toros.
Caminar, ¿Cuánto mas? Un Taxi.
Ahora quizás, poder adormecerse hasta el hotel. Pero no, un
conductor jovial y enfático esperaba respuestas a las preguntas
de rutina .Cuánto hacía que estábamos en Sevilla, si lo habíamos
visto todo, etc. Que contestara otro, mientras pensaba que para
mí lo suficiente, quizás demasiado. ¿Qué más había que ver?,
¿Para qué viaja uno? Porque el calor- Joé qué caló! dicen - Y uno
se va a allá a soportar el calor de ellos.
El coche avanzaba con la misma lentitud que mis ideas. En mi
letargo, alcancé a escuchar que el taxista comenzaba un relato
así de brechtiano

-Hay hombres que pierden la cabeza por una mujer, hay hombres
que la pierden por el juego, o la plata; yo no perdí la cabeza por
nada de eso.
-¿Sabe por qué la perdí yo?- Nos preguntó en singular, con la
mirada fija en el retrovisor.
Cada uno ensayaba en silencio sus respuestas. Por mi parte y un
instante antes, aunque que se tratara de María Antonieta, me
importaba la cabeza de nadie, porque no sabía qué hacer con la
mía.
Este hombre nos interrogaba sobre él. ¿Puede haber algo más
inoportuno, acaso? Se trataba, sin duda de un desafío. Una vez
lanzada, la pregunta del hombre había logrado suspender el calor
que abrazaba dentro y fuera del coche. ¿No era el suspenso
acaso, ese tiempo interminable donde las caras de los niños
esperan ver salir una cosa probable de un lugar imposible?
Así estábamos, frente al hombre que había abierto un paréntesis,
y nos había colocado dentro. Entre el antes y el después de la
pregunta, ya no era suyo lo que debía responderse, sino de cada
uno porque sabíamos que ya no había ninguna posibilidad de un
“nosotros” allí. Habíamos quedado a solas en el calabozo de
aquella pregunta.

- Debo decir- enfatizo el hombre, como haciendo una declaración


frente a un juez- que yo, que jamás perdí la cabeza ni por plata
ni mujeres ni por juego, perdí mi cabeza por una esquina.
Hace 30 años que vivo en Sevilla y voy a ella una y otra vez.
He tratado de pintarla, porque yo pinto- agregó como al pasar
para que se entienda que no se trataba de su arte sino de su
causa-, y no puedo, se me escapa, no logro darle, no la he
podido agarrar en 30 años. He tirado mil bocetos, dibujos y
óleos.
La he pintado de día y de noche, con las sombras de la tarde en
verano, a primera hora de la mañana y nada.
La verán ustedes queda en camino-
Las caras ansiosas buscaban adivinar la esquina del hombre;
cada uno creía haberla encontrado aquí y allá.
Como la advertencia de un tiempo que caduca el hombre aviso
que era la próxima.
Llegamos al fin, a la esquina encontrada del hombre de la cabeza
perdida. Frente a nosotros, los decapitados sin causa, los niños
envejecidos, crédulos con prisa de encontrar lo que se seguirá
ignorando, apareció entonces con su presencia, sin falsas
modestias, y sin permiso, ocupó su lugar de indiferente soberbia.
La convidada de piedra imperturbable habló con su despecho
habitual.
- Aquí ha vestido este pobre hombre su vacío y me ha puesto de
nombre Dessirée. Luego no sé qué historia ocurrió con su cabeza
pero miente, pues sí que soy mujer y el ha jurado no perder la
cabeza por ninguna. Miente además, porque más que perderla
parece haberla encontrado. Fue aquel día gris en que rocé
suavemente su camisa y un olor de antes lo dejó pensando en su
infancia, cuando decidió no arrojarse del puente.
Al parecer, ese día que luego se hizo noche, nuestro hombre
caminó y caminó por toda Sevilla arrastrado como por un soplo.
Al llegar a nuestro destino, bajamos del auto en silencio.
Tampoco hubo comentarios al darnos cuenta que la plaza de
toros quedaba a pasos de allí. Nos quedamos parados mirando
como el auto se alejaba. Ya a lo lejos, alcanzamos a ver la mano
del hombre, que en alto, nos saludaba por la ventanilla.

Alejandra Jalof

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