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MALIBÚ

PAT BOOTH

RESUMEN

Pat Parker ya ha conseguido lo que para muchos sería un objetivo final: tiene éxito, sus
fotografías se publican en las mejores revistas del país y está considerada como una de las
principales fotógrafas del momento. Pero le falta algo, necesita algo más. Para hallarlo, decide
trasladarse a Malibú, donde se verá envuelta en una terrible historia de pasión, amor y traición
que cambiará su vida

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PROLOGO
Los faros del Porsche escudriñaban la serpenteante carretera y el viento cálido gemía por el
cañón de Malibú. Otros sonidos llenaban la noche callada y el ronroneo del motor no llegaba a
sofocarlos: el aullido de un coyote; el palpitante staccato de un helicóptero perteneciente al cuartel
de bomberos, que patrullaba las montañas de Santa Mónica; el lejano rugido del oleaje. El
conductor usaba guantes de suave cuero rojo; el volante giró y vibró al aumentar el coche su
velocidad entre las colinas, dejando atrás la autopista de la Costa del Pacífico, una cinta de neón
formada por el tráfico a lo largo de la playa iluminada por la luna.
Una mano tanteó la Blaupunkt y la voz cremosa de Gladys Knight cantó algo sobre un hombre
que abandonaba Los Angeles por un lugar más sencillo en el tiempo, partiendo en el tren de
medianoche para no regresar jamás. Entonces quien conducía rió: una carcajada cruel, que
distaba mucho del humor. La canción era un presagio. Pues esa noche, habría despedida; esa
noche habría corazones rotos; esa noche habría miedo, odio y una terrible destrucción en el
condado de Los Angeles.
Levantó la vista para observar el águila que volaba cruzando la luna, destacándose la silueta
de las alas contra el fondo de plata. Luego los ojos perversos volvieron a la carretera. Un suspiro
trémulo se mezcló con la música. Era un sonido de adrenalina, lleno de entusiasmo y tensión; un
pie pisó el acelerador y el coche, su conductor y su carga asesina se lanzaron hacia la meta.
En la autovía de Mulholland el Porsche aminoró la marcha. Al lado de la carretera se había
practicado una plataforma de grava para apreciar el panorama. El lustroso coche entró en ella
entre el crujir de los neumáticos y los faros recorrieron la garganta que se extendía a sus pies.
La mano enguantada paró el motor; sólo la pesada respiración rompía el sonido del silencio. A
continuación, las manos buscaron la lata vacía de gasolina. Voló desde el coche, chocando
estrepitosamente contra las piedras antes de posarse en la grieta donde la descubrirían al día
siguiente. Los rayos de luna cayeron sobre ella y, una vez más, la garganta del conductor emitió
una risa sofocada y enfermiza. Era sólo una lata de combustible, pero también una condena a
muerte. Y era el camino hacia el poder, miles de millones y una horrible venganza.
Ahora el conductor se movía de prisa. Las manos asieron la manguera para riego depositada
contra el cuero rojo del asiento trasero. La portezuela se abrió y volvió a cerrarse. La manguera
fue introducida en el tanque de gasolina del Porsche y pronto su otro extremo serpenteaba por el
precipicio. El olor penetrante del combustible de alto octanaje se mezcló con el perfume a salvia y
eucalipto del aire nocturno; el sonido del goteo era tan inocente como genocida, mientras el
líquido corría en arroyuelos por entre la maleza reseca del cañón. No había llovido. La tierra
estaba cuarteada. El chaparral se moría de sed en esa temporada, el peligroso final del verano de
Malibú, cuando los vientos del desierto rugen por los cañones hacia el mar.
El conductor volvió al automóvil y giró la llave de contacto. Sus ojos vigilaron el indicador de
combustible, mientras la gasolina absorbida por el sifón se deslizaba colina abajo. Cuando el
tanque estuvo casi vacío, el flujo fue interrumpido. El conductor recogió y guardó la manguera en
el maletero del coche. Caminó hasta el borde del cañón y buscó la casa en el valle. Allí estaba,
hundida entre las rocas, con calma de adobe, cubierto el estuco por jazmines trepadores. Allí
dormía la víctima, y el viento de Santa Ana soplaba en ráfagas, buscando las llamas que ansiaba
propagar.
Un simple encendedor Bic, protegido por las manos enguantadas contra la brisa caliente,
refulgió parpadeando bajo la fosforescente luz de la luna. Y se movió hacia abajo, hacia el suelo
ya mojado y oscuro de gasolina. La llama estalló en vida y el viento la sujetó y se apoderó de ella.
El conductor se apartó del calor. Luego la portezuela del Porsche se abrió, volvió a cerrarse y
el motor fue bruscamente acelerado. Los neumáticos chirriaron, escupiendo grava al cañon ya en
llamas. El coche desapareció en segundos, volando hacia la segura costa, dejando atrás el
holocausto desatado por quien lo conducía. La bola anaranjada rodó colina abajo y el cielo cobró
vida con las llamas de mermelada. El humo se enroscaba en torno del esférico lunar, y la maleza
se evaporaba, liberando cenizas ardientes que flotaban en la brisa enloquecida. El rugir de las
llamas y el calor sofocante fueron la única advertencia de tormenta ígnea que corría, a ciento diez
kilómetros por hora, la casa desprotegida y la persona que estaba en su interior.
Las llamaradas envolvieron la casa. Llegaron a las ventanas abiertas y se adentraron en los

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patios. Consumieron las enredaderas y se dieron un festín con las vigas que sobresalían del
estuco. Hicieron estallar el vidrio blindado de los grandes ventanales y volaron por la amplia
escalera de madera hacia el dormitorio. La víctima estaba ya despierta en los breves segundos
previos al sueño más largo: de espalda contra la pared, con los ojos dilatados por la visión del
infinito, las manos alzadas con horror para evitar lo inevitable. No hubo tiempo para rezar a Dios
por mamá, por misericordia contra el fuego. Sólo hubo una muerte por asesinato en Malibú, el
paraíso que tan súbitamente ardía en las llamas del infierno.

CAPITULO PRIMERO

Pat Parker avanzó trabajosamente entre los neoyorquinos vestidos a la última moda,
plenamente consciente de que, en el palpitante auditorio, era la única persona autorizada a llevar
una cámara. Agazapada junto al borde del escenario, sintió que el microvestido de punto negro,
diseño de Alafa, se le estaba deslizando hacia arriba por las largas piernas, justo hasta donde los
esculpidos muslos se convertían en prominentes nalgas; pero no le importó. Sólo le preocupaba
conseguir las fotografías. Todo iba muy deprisa, como siempre. El momento mágico no se haría
esperar. No había tiempo para acomodar la ropa, enfocar con lentitud o medir la luz que cambiaba
rápidamente. Allí, en la tenue frontera del fotorreportaje, volaba sostenida tan sólo por sus breves
bragas de pura seda, guiada apenas por su larga experiencia y su infinita práctica. La maltrecha
Nikon giraba entre sus dedos como ligada a ellos por carne, sangre y fibras nerviosas, y la
gloriosa imagen llenaba el visor en cuanto ella aflojaba el índice sobre el obturador.
En la función de la Academia de Música de Brooklyn, a beneficio del programa Salva la selva,
Madonna y Sandra Bernhard estaban actuando como si estuvieran revelando públicamente su
secreto, y la Olympus Pearlcorder que Pat Parker llevaba contra la cadera y la película Pan-X en
las entrañas de la negra Nikon estaban captándolo todo para la posteridad. Sentía palpitar el
corazón en el pecho y, bajo el vestido de lana, tenía los duros senos mojados de sudor y
entusiasmo. Como siempre en esos momentos, rezaba por que la imagen hallara su rumbo hasta
el celuloide y por que ningún fallo estropeara la foto.
Dentro de su cabeza, tras los ojos de aguamarina, tras la nariz perfecta de fosas dilatadas, tras
el limpio corte de su apetitosa boca, Pat Parker efectuaba sus cálculos con la frialdad de un
ordenador. Tenía treinta y seis exposiciones. Una recarga veloz le exigiría treinta segundos.
¿Cuánto faltaba para que las dos muchachas del escenario llegaran a un momento culminante?
¿Debía agotar la película de inmediato y arriesgarse a perder después una foto formidable
mientras cambiaba el carrete... o seguir tomando instantáneas aisladas, como un francotirador
entre la hierba, considerando un blanco cada uno de los disparos?
— ¡Siéntate, carajo! —siseó un espectador de las primeras filas, que había pagado quinientos
dólares por el asiento.
Ella no se volvió. Ni siquiera se le ocurrió obedecer. Nada podía interponerse entre ella y su
objetivo: la foto en su carrete. Nada se había interpuesto nunca. Nada se interpondría jamás.
Aguardó, con el lozano cuerpo colgado del borde del escenario, siguiendo con la vista las
interminables piernas de Sandra Bernhard hasta donde el trasero chocaba y se restregaba contra
el de Madonna.
—I got you... babe —cantaron ambas para la grabadora y el vibrante público. «Te atrapé...
nena.» Y muchos de quienes las escuchaban creyeron comprender exactamente lo que querían
decir.
Pat Parker contuvo el aliento. El escenario estaba estallando. El vapor ascendía. No se había
visto nada tan excitante desde lo de Mick Jagger y Tina Turner en Live Aid. El dúo sorpresa no
estaba anunciado y los más impacientes del elegante mundo neoyorquino de artistas, diseñadores
y modelos ya habían partido hacia Indochine, donde se serviría la cena. Pero Pat Parker había
oído los rumores. Como siempre. Se quedó hasta el final, que estaba convirtiéndose en el mejor
espectáculo que había visto jamás. Madonna y Sandra se habían mostrado provocativas en el
programa de Letterman; en una entrevista para Interview, la megaestrella había sugerido que
había ingresado en una nueva etapa de su desarrollo sexual.
En las bromas previas a la deslumbrante interpretación de la pieza de Sonny y Cher, ambas se

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habían presentado como un par de homo... (pausa grande, intensa)... géneas cantantes. Y mien-
tras Madonna, con una amplia sonrisa, sugería al público que no se creyera los rumores sobre la
relación entre ambas, Sandra coronaba el comentario con un sincero: «Creedlos».
Y ahora, ante el omnividente teleobjetivo Nikkor 105 mm, el acontecimiento audiovisual llegaba
a la cumbre.
Las dos muchachas cambiaron la letra de la canción:
— Aunque no tengamos un pene... cada una bien sabe lo que la otra tiene...
Al unísono, plantaron la mano derecha en la entrepierna de los vaqueros idénticos, floreados y
con las perneras cortadas, y adelantaron las caderas, con la cabeza echada hacia atrás en un
glorioso desafío a las convenciones. El dedo alerta de Pat Parker apretó el botón del motor.
El sofisticado público, integrado por gente del arte y la escena metropolitanos, entró en
erupción detrás de ella. La función a beneficio de la selva tropical en la modernizada Academia de
Música de Brooklyn, estaba a un millón de kilómetros de la tradicional función de caridad de la
Gran Manzana. La gente de alta sociedad se encontraba sana y salva en el gran baile de Tiffany
Feather en el Plaza. Allí había modelos de piernas largas como Imán, negra y ardorosa como la
noche de mayo; Elle MacPherson, que lucía el mejor cuerpo del mundo, muy por encima del diez;
y la hechicera Christie Brinkley, derritiendo las mentes con el brillo de su sonrisa. Esas personas,
las que daban a Nueva York su famosa energía, se preocupaban por el hecho de que en cada
segundo el mundo perdiera una superficie arbolada del tamaño de un campo de fútbol. La misma
Madonna les había explicado lo del fatídico dióxido de carbono, que sólo las plantas podían
eliminar; agregó que eso estaba creando alrededor del mundo un invernadero que algún día
calentaría el globo, fundiendo los casquetes, polares y quemando a sus nietos.
Pero en ese momento los Clemente, los Haring, Lichtenstein y Schnabel, los Oldenburg,
Marden y Ruschas, pensaban en otra cosa. Preferían vítores y hurras, agitando las manos por
encima de la cabeza, encantados por la audaz irreverencia y la valiente franqueza de aquella
muchacha, antes virginal, antes llena de plegarias, antes material.
Pat Parker se abrazó a la cámara, aplastándola contra el pecho, y echó un vistazo a su reloj.
Eran más de las once. Aquello había ocurrido más tarde de lo que ella esperaba. ¡Diablos! No
llegaría a la edición de la mañana. Eso significa que la novedad caería en la tierra de nadie de las
ediciones posteriores. Pero eso era pensar sólo en Nueva York, en el News y en el Post. A nivel
nacional, USA Today lo publicaría con bombo y platillo el jueves por la mañana. También estaba
la televisión. Entertainment Tonight solía mostrar fotografías para ilustrar una noticia. Y otros
programas sensacionalistas se quedarían fascinados. Como respaldo siempre encontraría revistas
como US y Details. Por el momento había que revelar la película para ver si la imagen estaba a
salvo. Ningún fotógrafo, por profesional y grande que fuera, podía dar por sentado algo así.
La muchedumbre fluía hacia una salida atestada de paparazzi, un colorido mar de camisetas
psicodélicas, indumentarias de trabajo a lo rap, pantalones abolsados y corbatitas de lazo con los
colores del arco iris, según la interpretación que los elegantes de moda hacían de la «vestimenta
informal para noche». Ahora las caras pasaban por la prueba de las cámaras Sony y los fálicos
micrófonos direccionales, murmurando frases hechas para el periodismo. Nadie aparecería más
de siete segundos. Las investigaciones de las cadenas de televisión demostraban que ése era el
tiempo de atención del televidente medio. Sin embargo, Pat Parker esquivó a los fotógrafos y bajó
apresuradamente la escalinata, buscando a Jed, su chófer, y el Range Rover aparcado en algún
sitio, entre el oleaginoso mar negro de las limusinas. Al verlo, gritó el nombre de Jed. Y fue
entonces cuando chocó con Kenny Scharf.
El artista de graffiti era alto y apuesto; llevaba el pelo corto y de punta, y parecía
endemoniadamente nervioso. Aquella función benéfica era producción suya. Había convencido a
Madonna para que actuara y detrás de ella habían caído los demás: Bob Weir de los legendarios
Grateful Dead, los B- 52 y, por supuesto, Sandra Benhard, la seductora de lengua afilada cuyo
dúo con Madonna había transformado una velada memorable en una noche legendaria. Scharf
había pronunciado en el escenario un discurso deshilvanado. Le temblaba la mano y era evidente
que todas aquellas tensiones empezaban a afectarle. Ahora tenía algo más por que preocuparse.
¿Quién demonios había dado a la Parker exclusivas fotográficas? El no, desde luego. Y Madonna
había insistido en que no quería cámaras. Por todo el auditorio había carteles advirtiéndolo.
Scharf miró la cara entusiasta de Pat. Sus ojos cayeron hacia la Nikon que llevaba en la mano.
—No me digas que... tomaste fotografías del dúo de Madonna... ¿O sí?
---Creo que sí, Kenny -repuso Pat, simplemente.

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Kenny parecía desesperado. Pat Parker no cedía terreno. Él era demasiado gentil para lanzar
unos manotazos a la cámara. En todo caso, estaba dispuesta a resistir. Y probablemente ganaría.
— No me hagas esto, Pat, por favor. No publiques esas fotos. Ya sabes, se lo prometí a
Madonna. Y ella lo hizo todo por la ecología y... y...
Pat Parker aspiró muy hondo. El enfoque de Kenny era el único que podía convencerla.
Durante toda su vida había sido más dura que un roble. Era preciso. Hubo que sobrevivir a la
infancia, a la adolescencia y a la crianza en la dura ciudad. Había tenido que llegar a lo que era
ahora, la fotógrafa en ascenso, la hermosa, tanto más atractiva que los cotizados sujetos de sus
retratos. A los machos se los comía como desayuno. Los sensibles tenían alguna oportunidad, por
lo menos.
---No sé, Kenny. Al fin y al cabo, no entré por asalto. Medina me autorizó a filmar. Hasta lo
puso por escrito.
El Kenny desesperado se convirtió en un Kenny destrozado.
— Pues no tenía derecho a hacerlo. Estábamos de acuerdo en que no habría fotografías. Era
parte del trato.
---Sí...
Pat Parker meneó la cabeza, arremolinando el pelo rubio en el aire cálido de la noche
neoyorquina. Conocía muy bien la ambivalencia del mundo del espectáculo, su relación de amor y
odio con la publicidad. Había que hacerlo para que el fuego de la fama no parpadeara hasta morir
en la lucha por el éxito. Pero uno se resentía ante la invasión de la intimidad, los incesantes
acosos, la difícil simbiosis con un periodismo al que se despreciaba, pero que era necesario para
mantener la realidad de los sueños. ¿Por qué había hecho Madonna aquel dúo? ¿Como
revelación secreta ante una sala llena de amigos, en el entendimiento de que eso no saldría de
entre aquellas paredes? ¡No, qué diablos! Ella era una profesional responsable, que cambiaba de
imagen con el cálculo y la perfecta sincronización del director de una orquesta sinfónica. ¿Era
aquello, acaso, la revelación de una nueva Madonna, una prueba subrepticia de una persona
flamante para ver cómo resultaría? Parecía muy posible. Sin embargo... sin embargo... Madonna
había cometido errores, siempre emocionales. Tal vez la película guardada en el vientre de la
Nikon había registrado uno de esos errores: un torrente de sincero afecto, totalmente espontáneo,
del que más tarde se arrepentiría.
Pat Parker suspiró.
— Ella quiere que todos lo sepan, Kenny. -El se pasó la mano por el pelo.
— Era un chiste, Pat. Una broma provocativa.
Las cejas de la Parker se enarcaron, y sus labios se relajaron en una abierta sonrisa.
-¡Oh, Kenny!
—Te lo pido como amigo, Pat. Si tú no lo sacas a relucir, todo quedará en la nada. Ya conoces
a los neoyorquinos. Viven tan cerrados en sí mismos que el mundo exterior apenas existe para
ellos. No reconocerían un escándalo aunque les supusiera una demanda.
Pat soltó una risa agridulce. Era cierto. Tal era el miedo a cometer el delito capital en la Gran
Manzana, ser el último en retirarse, que muchos del público se habían perdido el dúo culminante.
Los que se quedaron estaban ya pensando qué lugar les habrían asignado para la cena. ¿Arriba,
en Indochine, o amontonados en el sótano? ¿En la mesa A, con los Joel, los Wenner y los Klein, o
languideciendo en la Siberia exterior de la parte trasera, lejos de Brian McNally y su cálida
sonrisa? Tenían problemas con las limusinas; se preguntaban cómo salir de ese sitio llamado
Brooklyn y si serían capaces de resistir hasta el momento de hacer la aparición en RudolPs Mars,
ya a la madrugada o temprano por la mañana. De los periódicos de la ciudad, ninguno se habría
molestado en asignar a un periodista la cobertura del espectáculo. Para eso confiaban en los
columnistas sindicados. Toda aquella zarabanda no merecía tanto espacio como el baile del
Plaza. A lo sumo, los cronistas de chismes extraerían algunos nombres del informe para la prensa
y dirían que habían estado allí. Y de ese modo la clase media norteamericana se vería privada de
la jugosa novedad. De pronto Pat Parker se descubrió pensando que no había nada de malo en
que así fuera.
Encogió los anchos hombros. Al diablo con todo. ¿Qué importaba?

-De acuerdo, Kenny -aceptó al fin, con una sonrisa fatigada—. Tú ganas. Esto quedará
sepultado.
— Eres un tesoro —repuso él, con una inconfundible expresión de alivio en la cara.

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Le dio un rápido abrazo y desapareció en el graffiti humano de la muchedumbre en
movimiento.
Pat Parker aminoró la marcha a medida que la fuente de adrenalina cesaba su flujo. ¡Caramba!
Tenía una de las grandes e iba a dejarla escapar. ¿Qué significaba eso? Apenas el año anterior
tendrían que haberle arrancado la foto con perros de dientes como sables. Sin embargo, acababa
de renunciar a ella sólo porque un buen tipo se lo había pedido con amabilidad. ¿Acaso estaba
perdiendo facultades? ¿Quizá ablandándose? Se mordisqueó el labio con suavidad en medio de
aquella muchedumbre frenética. Pero ya conocía la respuesta. Estaba aburrida de su vida. En los
primeros tiempos, entre fechas límite y el trabajo duro en las calles peligrosas tenía algo que
probar, soportando el sarcasmo masculino y la opinión de que una mujer (una mujer hermosa) no
podía hacer las cosas mejor que un hombre. Por entonces ella ni tenía tiempo ni estaba dispuesta
a poner en tela de juicio el valor de lo que hacía, pues tenía que triunfar por encima de todo.
Ahora ya lo había conseguido. Aunque no fuera la fotógrafa más famosa de Nueva York, ya había
expuesto su obra en Staley-Wise, Crown quería publicarle un libro y todo el mundo envidiaba su
red de contactos entre las mentes brillantes y los hongos nocturnos. Conocía la ciudad y Nueva
York la conocía a ella. Había llegado a esa etapa de la experiencia técnica en que uno puede
olvidarse de la ciencia fotográfica para concentrarse sólo en el arte. Arte: de eso se trataba. Ése
era el sitio en donde quería estar. Había renunciado a su presa con tanta facilidad porque ya no le
bastaba con ganar. Lo que deseaba hacer ahora era crear belleza.
Jed se inclinó para abrirle la portezuela del Range Rover. En sus ojos refulgía la adoración.
— ¿Qué tal te ha ido?
Pat Parker trepó como un camionero a la cabina de un gran remolque. Muslos, bragas,
portaligas: todo quedó a la vista. Arrojó al asiento trasero la Nikon, con su película antes preciosa,
como si se la hubieran regalado en una comida de McDonald's. Dejó escapar un profundo suspiro
que aunaba pena y satisfacción, sacudiendo la cabeza a uno y otro lado para que el aire le
refrescara el recalentado cuero cabelludo. —Todo de maravilla..., y lo estropeé todo.
— ¿Tan bien estuvo Bob Weir? La gente estaba loca por Dead-heads.
— No, pedazo de tonto. Madonna casi se lo monta con Sandra en el escenario. Lo fotografié.
—Señaló la Nikon por encima del hombro con el pulgar, mientras Jed introducía el vehículo en la
sopa de limusinas.
— Estupendo, Pat. ¿Quieres que te lleve al laboratorio para hacer las copias ahora mismo?
¿Adonde irán? ¿Al Post?
Pat se encogió de hombros.
-Al armario de archivo. A la pared del baño. O acabarán debajo de tu almohada, supongo,
macho de sangre roja.
Volvió la sonrisa hacia su ayudante, iluminado por el resplandor de la calle. El pobre Jed era el
dulce desastre de costumbre: gafas metálicas, pelo como un cepillo de púas, ropas de campaña
desaliñadas. Pero le devolvió la sonrisa, feliz de que su amada patrona estuviera contenta con él.
—¿Quieres decir que no vamos a usarlas?
— Lo he prometido. Creo que me estoy volviendo loca.
— Pero ¿te presionaron?
El tono de Jed era incrédulo, dispuesto a volverse indignado. Nadie se atrevía con Pat Parker.
Nadie, mientras ese metro y medio con apariencia de papilla descoordinada jugara en su equipo.
— De la manera más amable que puedas imaginar. Estaba en juego la amistad de Kenny con
Madonna. Kenny le había prometido que no habría fotógrafos, pero alguien metió la pata y me
autorizó.
— ¡Caray! —exclamó Jed.
Y no podía añadir nada más. ¿Era ésa la Pat Parker capaz de pagar con sangre una foto
exclusiva, si ése era su precio?
Ella se desperezó como un soñoliento felino de lustrosa piel en una de las selvas por salvar.
— Oh, Jed, no sé. Creo que he llegado a una encrucijada en mi carrera. Siento que estoy muy
cerca de un cambio. Mira, ¿a quién le interesan los reportajes llegados a este punto? No todo en
la vida ha de ser el chisme ilustrado. Tal vez si hubiera tomado alguna fotografía de la selva en
peligro de extinción...

Eso tendría importancia, sí, pero que Madonna y Sandra se froten el culo... Al fin y al cabo... al
fin y al cabo, no se puede decir que eso sea crucial, ¿verdad?

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-Crucial quizá no, pero creo que es interesante.
—Sí, a los hombres les gustan esas cosas, ¿no? Quizá también a las mujeres.
Los ojos brillantes de Pat Parker se sumieron en el ensueño, aunque en realidad ya no estaba
pensando en el dúo de muchachas bisexuales. Pensaba en su futuro. ¿Acaso Nueva York había
acabado para ella? ¿La tenía ya abierta, sin nada que descubrir, sin nada más que demostrar? Y
si había recogido la carne de entre las garras de la ciudad más compleja del mundo, ¿qué diablos
restaba para el bis? De una cosa estaba segura: el desafío tendría que venir de otro lugar. Se
rascó distraídamente la entrepierna, ajena a los saltos que daba la nuez de Adán de su fiel
Viernes.
— ¿A Indochine? —logró preguntar él, con voz estrangulada. —Supongo que sí.
— Tienes una entrada. Y tienes que comer. Mesa veintinueve — señaló Jed.
Jed hacía las veces de secretario, y su información era importante. Ella necesitaba saber qué
puesto ocupaba en el peligroso bosque de la noche neoyorquina. ¿Era sólo la fotógrafa o una
invitada? En este último caso, los famosos se sentirían más a gusto en su presencia. Le resultaría
más fácil. Brian y Anne McNally, inventores de Odeon, Indochine y el Canal Bar, eran amigos de
Pat; pero también se veían obligados a caminar por la cuerda floja para proteger la intimidad de su
encumbrada clientela sin dejar de proporcionarles la publicidad que tan vital resultaba para sus
carreras.
Jed serpenteaba por las desiertas calles del centro como el nativo que era. No había muchos
capaces de hacer el trayecto entre Brooklyn e Indochine sin pedir indicaciones por el teléfono
celular.
— Te espero fuera. No hay prisa. ¿Quieres una treinta y cinco y un gran angular para el
material de interior? Supongo que la 400 ASA será bastante rápida sin necesidad de flash. Creo
recordar que allí dentro hay luz; arriba, por lo menos.
— Sí, gracias, Jed. Mañana es tu día libre. Vuelve el viernes. Eres fabuloso.
Pat se inclinó para darle un apresurado beso en la mejilla. Después cogió el par de Nikons que
él sacó de la guantera y abrió la portezuela en cuanto el vehículo se detuvo ante el restaurante.
Se abrió paso por entre la aglomeración de fotógrafos, y saludó con la mano a un par de
conocidos, pasando por alto el ceño de los muchos que la habían identificado. Casi todos le
demostraban antipatía. Los machistas de la Gran Manzana habían perfeccionado su arte:
envidiaban los contactos que ellos no habían sabido lograr por falta de encanto o de cerebro.
Justificaban sus fracasos profesionales y la fama de Pat Parker atribuyéndolo todo a su belleza.
«La fulana llegó abriéndose de piernas», se quejaban. ¿De qué otro modo podía llegar una mujer?
En los viejos tiempos, en el campo de batalla que mediaba entre un trabajo y la credencial del
sindicato, algún tipo ingenioso le había llenado el automóvil con cortadura de césped para
desquitarse por una foto publicada. Probablemente, encontrar tanto pasto en el centro de la
ciudad había sido la labor más creativa de aquel imbécil. Durante un tiempo los más perversos y
envidiosos de sus colegas la llamaron «el prado». Ya no lo hacían, porque hasta el más miope
podía ver que ahora la despampanante belleza era un despampanante éxito.
Pat esgrimió su entrada ante el policía de la puerta y pronto estuvo adentro. Su mirada práctica
se paseó por el restaurante largo y estrecho, midiendo el escenario y ordenándolo.
La mesa principal se extendía a lo largo de la pared. Allí estaban ya los grandes. Billy Joel y la
luminiscente Christie se había sentado con MickJones, de Foreigner; Pat sabía quejones iba a
producir el nuevo álbum de Joel. Jann Wenner, el editor de Rolling Stone, establecía una peligrosa
alianza con Glenn Cióse, de pelo muy corto, y la muy atractiva Lori Singer. La dulce Kelly Klein
lucía el anillo de la duquesa de Windsor, que valía un millón doscientos mil dólares; Calvin, el que
se lo había comprado, se mostraba pulcro y atildado con su inmaculado traje de corte antiguo, que
bien podía haber pertenecido al mismo duque. El arte estaba representado por el persistente Brice
Marden, que actualmente exponía en la bienal de Whitney. Modelos, músicos, editores,
diseñadores, estrellas de cine: era una interesante mezcla de meritócratas. Los aristócratas
estaban todos en la aburrida fiesta del Plaza y eran lo único que faltaba. Aparte de Lee Radziwill y
Tatum O'Neal, casi todas las caras famosas estaban en el restaurante.
La gente rebotaba contra Pat Parker como pelotas de ping-pong en un túnel de viento. No se
adherían. Para un profesional de las fiestas de la ciudad, media frase era un gran contacto social.
Tal vez fuera por la coca. Tal vez, por la presión propulsora de la caldera urbana. Parecía haber
muy poco tiempo y mucho que decir. ¿O era mucho tiempo y muy poco que decir? Fuera como
fuese, el fervor de los saludos al estilo de los animadores de la televisión infaliblemente perdía

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intensidad, pues los ojos hambrientos escrutaban el salón por encima de los acolchados hombros
de Pat en busca de nuevas presas sociales.
-¿Hombreras, querida? Ya sé que es difícil fortalecer el ánimo para abandonarlas, pero hay
que hacer el intento... Justamente estaba diciendo a... Oh, ¿cómo estás, tesoro? ¿Vas a alquilar
en Bridgehampton este...?
La esposa del arbitro se lanzó a la carga en otra dirección, arrojando un beso mudo a Pat para
cubrir la retirada, y se abalanzó sobre Di Cummin, una muchacha de aspecto fabuloso que lucía
un corpino multicolor de Rifat Ozbek. Las casas que diseñaba para los Hamptons, Sun Valley, la
Quinta Avenida y las Islas Vírgenes aparecían regularmente en Architectural Digesí.
-¡Pat Parker! ¿Trabajando? ¿Con ropa de Alai'a? Esto está prohibido.
Jacqueline Schnabel, extraordinaria ex esposa del pintor Julián (de cuadros) había dejado a su
marido por otro tipo de pintor (de casas). La efervescente dueña de la tienda Alai'a estaba
deslumbrante con su escotado vestido con manchas de leopardo, también obra de Ozbeck, gran
diseñador del milisegundo. A manera de respuesta, Pat se agachó para tomar una foto a su
amiga.
— ¡Ea, ahora ganaré dinero contigo! —rió—. Ven, Jacqueline, vamos a comer. Siéntate a mi
mesa, dondequiera que esté.
La número 29 era de las buenas; formaba una L con la mesa A. Pat se deslizó en la banqueta,
desde donde podría fotografiar el corredor de celebridades que picoteaban las albóndigas de
gambas y sorbían el Chablis helado. Qué curioso: en la Costa Este los famosos bebían; en la
Costa Oeste, no. Claro que aquí no se comía demasiado, mientras que al otro lado de Norteamé-
rica estaban siempre cargando combustible para sus interminables sesiones aeróbicas. Echó una
mirada alrededor de la mesa, abrazando débilmente a Jacqueline para demostrarle que la amaba.
Hum... Maricas, en su mayoría. En los viejos tiempos los homosexuales vestían como mujeres,
pero ahora no. Ahora eran los machos los que se emperifollaban. Los gays vestían trajes formales
estilo Wall Street. Por encima de sus británicos atuendos, las caras rosadas brillaban de limpieza;
no tenían un cabello fuera de lugar, no permitían que un solo sentimiento amable pasara por entre
sus dientes blanqueados, hurgados con hilo de seda con pulcritud de ikebana. A\ principio, la
elegante brigada acusó un altanero desdén por las dos estupendas muchachas que habían
invadido su mesa. Se ablandaron un poco cuando Kelly Klein las saludó con la mano, un poco
más cuando se acercó Brian McNally para hacerles unos cuantos chistes, y cayeron patas arriba
cuando Lauren Hutton les arrojó enormes besos. La comida indochina que había sido embargada
en el otro extremo de la mesa comenzaba a filtrarse hacia ellas. La conversación iba animándose.
La noche neoyorquina empezaba a desentumecerse.
Pat Parker gastó todo un rollo de Kodak con las caras sonrientes. Pidió una enorme lata de
Sapporo, la fantástica cerveza japonesa, y se preguntó por qué estaba bien que los famosos se
divirtieran en la Gran Manzana pero no en Los Angeles. Alguien habría debido escribir una
disertación al respecto. Dada la abundancia de doctores en filosofía norteamericanos, lo más
probable era que hubiera varias ya escritas. De pronto descubrió que estaba pasándoselo bien y
que las dudas existenciales sobre su carrera empezaban a evaporarse. Imán y Talisa Soto, la
chica Bond, vinieron a saludarla, arrastrando una sarta de líquidas bellezas vestidas de negro, con
las piernas imposiblemente largas adornadas por faldas increíblemente cortas. Lo mismo hizo la
elegante Anna Wintour, directora de la nueva y más actualizada Vogue, y dejó que su glacial
fachada se inclinara dos o tres centímetros para la fotógrafa que admiraba. Jean Pagliuso, la Pat
Parker de la fotografía de alta costura, recién bajada del altar del hotel Bel-Air, se detuvo ante la
mesa. La seguía Peter Beard, imagen de culto de los ecologistas kenianos, luciendo una divisa,
«Yo fui descubierto por Imán», indicativa de su sentido del humor. En escasos y significativos
momentos, el centro de gravedad social empezó a moverse imperceptiblemente hacia la mesa de
Pat Parker, a tal extremo que Ian Schrager, el socio de Steve Rubell, cuya vida estaba dedicada
por entero a reconocer cosas por el estilo sintió la necesidad de hacer un comentario. Y entonces,
inesperadamente, lo vio. Los dedos de alarma subieron y bajaron por su espalda con abandono
de Jerry Lee Lewis. Pat contuvo el aliento y volvió a mirar, sintiendo la opresión en el estómago. Al
otro lado de la habitación, parcialmente oculto tras una columna, un hombre la observaba. Su pa-
lidez no era legado del largo invierno de Manhattan: era la palidez demacrada del enfermo
terminal; su devastada apostura, su piel arrugada e inquieta, constituían una burla al recuerdo del
hombre que había sido. Pero estaba muerto. En marzo ella había asistido a su entierro,
derramando amargas lágrimas por el amigo perdido. ¿Qué hacía ese fantasma en el festín? Se

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levantó. Sus dedos trémulos buscaron el borde de la mesa para empujarla hacia atrás, para
escabullirse de aquel espacio apretado. Sus ojos no se apartaron de los del hombre que la
observaba. Una copa de vino se volcó en el mantel blanco, pero Pat Parker no se detuvo. Su
cuerpo se movía, pero todo su ser estaba preso, con la esencia congelada por el hielo del miedo.
A su alrededor, la chachara de la fiesta se disipó en una niebla de irrealidad, mientras los rostros
se convertían en caras de Magritte, símbolos surrealistas, estereotipos, no ya carne y sangre de
individuos. Sintió una mano en el brazo, pero la apartó. Tenía que llegar hasta él. Había sido
succionada desde el asiento por una fuerza sobrenatural que la aterrorizaba, y ya no era dueña de
sí misma. ¿Cómo era posible que hubiera escapado de la fría tumba? ¿Qué estaba haciendo en
Indochine, entre la burguesía que tanto le complacía odiar? ¿Por qué la observaba aferrado a los
brazos de su silla de ruedas, con la querida cabeza en alto, interrogándole el alma por entre aquel
mar de risa frivola, con expresión preocupada, inquisitiva... burlona? Pat se abrió paso entre las
oleadas de gente que iba de mesa en mesa, y la visión desapareció. Él estaba detrás de la
columna. Faltaba poco para llegar. Reunió todas sus fuerzas. Pasó detrás del pilar.
— ¡Robert! —exclamó.
Pero no era Robert. Era otra persona, por supuesto. Alguien que se le parecía muchísimo.
La bruma se apartó de sus ojos, al tiempo que el sentido común venía a desalojar las
emociones. El hombre era un doble de Robert, en silla de ruedas y obviamente muy enfermo. Se
detuvo ante él como una tonta, mirándolo (y él a ella), mientras intentaba poner en palabras su
experiencia.
-Disculpe -balbució-. Yo...
Abrió los brazos, mostrando las palmas para decir que aquello no podía ser dicho. Parecía que
habían estado mirándose una eternidad: el enfermo, de frente, y ella a él de la misma manera, a
medida que las diferencias se multiplicaban. Él no era Mapple-thorpe, en realidad; no se le
parecía. Ella había inventado el parecido. En medio de tanta frivolidad, el inconsciente le había
hablado, haciéndola regresar a la última vez que lo viera, hecho una ruina y tan próximo a la
muerte.
— Pat —había susurrado él, alargándole la frágil mano.
— Oh, Robert, ¿estás bien?
Hizo esa desesperanzada pregunta mientras se dejaba caer de rodillas junto a la silla de
ruedas, tomándole la mano, con los ojos llenos de lágrimas ante aquella belleza sufriente.
— He tenido días mejores —replicó él, con una sonrisa melancólica y acuosa.
Y luego le había preguntado si recordaba lo de la calle Bond.
¿Cómo olvidarlo jamás?
Hacía cinco años de eso, cuando ella andaba perdida en la gran ciudad. No tenía orientación,
habilidad ni dinero: sólo el poder de su personalidad, su belleza y el témpano de su talento.
Parecía apenas ayer: un bar del centro, un negro que la había hecho reír, la invitación que
aceptara a visitar a un fotógrafo que vivía cerca. Ella se acurrucó en el desvencijado ascensor; fue
como viajar en una prisión móvil, con la luz incierta volcándose por el enrejado de su jaula. Sabía,
con sus diecisiete años, que aquello era una imprudencia, pero desde niña había aprendido que la
prudencia constituía un lujo sólo apto para ricos y seguros. Su nuevo amigo, que decía ser
bailarín, llamó a la puerta. El tipo vestido de cuero que la abrió era muy pequeño, pero también
perfectamente constituido, y pareció alegrarse de verlos con cierta timidez. Pat se dejó caer en el
sofá de cuero negro y plantó los pies en la mesilla de vidrio, con la arrogancia de los muy jóvenes
y los muy hermosos. Paseó la mirada por el pequeño estudio, apreciando la cómoda de roble, los
crucifijos, el único lirio en el florero esbelto.
. -Por Dios, esto parece una iglesia -alegó, irreverente. , Y el tipo de los pantalones de cuero
rió, asintiendo.
—Siempre estoy haciendo altares. Es por mi pasado católico.
Así comenzó. Ella había admirado las fotografías de flores que adornaban todos los muros y
los marcos que él mismo había diseñado y fabricado. El la observaba con atención, con la
objetividad profesional del hombre que sólo desea a otros hombres. Pat no se escandalizó cuando
le mostró las bellas fotografías que insistía en clasificar como pornográficas, pese a su obvia
condición de arte supremo. Tampoco le molestó, aunque no quiso participar, que él fumara un
cigarrillo de marihuana y contara historias escalofriantes de cómo había llegado a tomar aquellas
fotografías. Argumentaba que para él había sido de vital importancia ser un participante y no sólo
un mirón en el loco mundo de sexo y dinero en el que vivía. Fue su primerísima lección sobre el

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valor de la integridad artística; pese a la naturaleza extraña del tema, la había aprendido. Para
dejar constancia de algo era necesario convertirse en ello, serlo. Había que comprometerse, tener
un punto de vista. De lo contrario se era sólo un turista más en la ciudad, para ordeñar el instante
de un dólar rápido y vivir de la experiencia ajena. Conversaron hasta muy entrada la noche y él le
tomó simpatía. A la mañana siguiente le ofreció trabajo como asistente suya; en un rapto de
inspiración, Pat aceptó. En ese momento y en ese lugar había comenzado su vida. Cuando lo vio
por última vez, ya derrotado por el SIDA, él necesitaba oxígeno para respirar; pero se había
esforzado por hablarle:
— Veo tus fotos por todas partes. Buen material, Patti. Muy bueno —susurró.
La llamaba Patti. Ella solía preguntarse si por eso le había tomado simpatía desde un
comienzo: Patti Smith había sido el viento que le empujara las alas en los años sesenta.
-Es una porquería, Robert. Lo sabes muy bien. Es una porquería sin importancia.
Ella misma se había sorprendido ante la vehemencia de su propia aseveración. Era como si lo
comprendiera por primera vez. Las nubes de la hipocresía se habían desvanecido sin dejarle otra
cosa que la ruda verdad de su insuficiencia artística.
— Es una transición —había replicado él, con suavidad. Había cierta calma en sus palabras,
henchidas de la sabiduría que se encuentra al final de la vida. Pat había experimentado la triste
sensación de que él hablaba de ambos, viajeros rumbo a una belleza mayor, de que se refería a
todas las cosas inconclusas, el júbilo y la angustia de todas las cosas inconclusas por venir. Sólo
era preciso conservar la fe. Había que luchar sin entregarse; entonces, de la debilidad surgiría la
fuerza, y de todas las mentiras nacería la verdad.
Pat tenía los ojos llenos de lágrimas. Aquel amigo moribundo de años atrás constituía un
reproche para ella, que se había alejado de su mundo para buscar el propio, tal como él la instaba
a hacer. Pat se había lanzado de cabeza al semimundo de la noche neoyorquina; aceptando el
consejo de Robert, se había sumergido en su frivolidad creativa, en el oscuro brillo de su sátira
social. Ese blando bajo vientre del gran Imperio Americano era tan real y vital como Astroturf. Y
ella lo había registrado fielmente, prestándole el ojo de su mente, extrayendo belleza de las
sombras, arrancando arte a la apetitosa densidad del aire perfumado de drogas y sudor. En
alguna época le había parecido el trabajo más importante del mundo. En su última entrevista con
Robert había comprendido que estaba malgastando la vida.
— ¿Qué debo hacer, Robert?
El se había reído, pero con una risa afectuosa, sin humor.
— Oh, Patti, si hubiera un modo de responder a eso... Ahora sonreía al recordar. Robert,
menos que nadie, nunca daba respuestas fáciles. Conocía bien el tormento y el éxtasis que él se
había negado a separar de su arte. El artista tenía que buscar su propio camino. Era una parte
vital de cuanto hacía, tal vez la más importante de todas.
— ¿Todavía puedes trabajar, Robert? —había preguntado Pat. —Mentalmente.
Sonreía a la muchacha que siempre había amado y admirado. Luego le pidió un favor.
— Haz algo por mí, Patti, ¿quieres? Hazlo por los viejos tiempos.
Pat Parker había sentido una lágrima corriéndole por la mejilla. Por los viejos tiempos, por
aquellos maravillosos viejos tiempos en que ella había aprendido la sensación de la película
deslizándose en la mano, el chasquido de la lente ajustada a la cámara, el toque sensual del
obturador bajo los dedos. Por aquel entonces se había bañado en el suave fulgor del tungsteno,
atrapando imágenes contra el duro filo del trozo de referencia, y había vagado deliciosamente en
la penumbra del cuarto oscuro, cocinando elementos químicos hasta el mágico momento en que
nacía la imagen. En aquellos tiempos vivían de noche y dormían brevemente durante el día, y el
hombre que el mundo recordaría más adelante como el más original quizá de sus artistas
fotógrafos le había enseñado todos los secretos que era posible revelar ¿Por los viejos tiempos?
Cualquier cosa. Se había inclinado un poco más para descubrir qué le pedía que hiciera.
-Ve a California -había susurrado él-. Ve a Malibú, Patti. Ve a ver a Alabama. Hazlo por mí.
La cara de Pat Parker se arrugó ante el recuerdo. El sollozo le estalló desde el corazón. Bajo
las fuertes luces de la gran ciudad, lloraba por su amigo muerto y por todo lo que había
representado para ella. Permaneció allí, descompuesta por el dolor, apenas consciente de que el
hombre que lo había evocado todo la miraba con asombro, con una expresión preocupada
quebrándole la piel apergaminada.
Pat retrocedió, apartándose del desconocido, mientras las lágrimas surgían del surtidor del
arrepentimiento, se abrió paso por entre los concurrentes a la fiesta, rumbo a la puerta. Mientras

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caminaba reconoció en ella el punto decisivo. En Indochine había descubierto su particular ruta a
Damasco. Su antigua vida llegaba al final. La nueva estaba a punto de comenzar. Iría a visitar a
Ben Alabama. Buscaría su futuro en Malibú.
CAPITULO II
Las notas del piano azul pendían en el calor nocturno de Nueva Orleáns, dulces en el viento
pegajoso. Frente al edificio, las vías de L&N aún resonaban con la memoria del tranvía; Stanley,
sucio de sudor, se rascó la crecida barba. Era un animal enjaulado, envuelto en el calor y el
aburrimiento; de pronto miró a través del cuarto a la mujer que odiaba, a la mujer que tan
súbitamente deseaba.
La ambivalencia brilló en él, como la luna sobre el río repleto de lodo. Quería herir. Quería
amar. Y quería vengarse por todos los insultos, los desaires y los mohines, vengarse por todas las
mentiras exageradas. En la danza del sexo sería tan potente como los brazos musculosos que
saltaban desde la camiseta; tan fuerte como las piernas flacas y famélicas que vivían en los
pantalones manchados de grasa; tan triunfal como las nalgas tensas y duras que castigarían a
aquella mujer vanidosa, de pie ante él.
La descolorida belleza sureña trató de no mirarlo, pero no podía esquivar sus ojos. No era
decente, pero tenía que vigilarlo porque percibía su deseo, que se fundía con el de ella. Oh, Dios,
hasta percibía el olor de su sexo. Chorreaba de él en gotas sensuales que le quemaban el
cerebro, en tanto la brisa de la noche estival le tironeaba de las ropas húmedas y el piano azul
mentía, diciendo que todo estaba bien. Ella quería acercársele, frotarse contra aquel cuerpo
bárbaro. Quería que aquella sucia boca le chillara las asperezas que no dejaría de encontrar. Su
bonito vestido amarillo manchado con el sudor de él: eso era lo que deseaba. Pero no podía
decírselo. El no debía saber esas cosas. No se le podía permitir jamás ese triunfo, no debía
sospechar que algo tan vulgar y tosco como él pudiera encender la luz de una dama. Por eso
volvió la espalda a los ojos en ascuas y se tocó la frente con el pañuelo empapado de colonia,
tratando de escapar del deseo en el consolador mundo de las mentirijillas.
En la primera fila del Juilliard Drama Theater, Emma Guinness compartía la disyuntiva de
Blanche DuBois. Estaba sentada en el borde de su butaca; una sonrisa de ridículo goce
revoloteaba en sus facciones picaras. ¡Oh, Dios, era fantástico! Aquel muchacho mohíno era un
sueño. Tenía el pelo negro y lacio, revuelto alrededor de la cara, y la piel sucia relumbraba bajo la
caliente iluminación del escenario. Era el rostro de un ángel caído: largo, aguileño, muy distante
del prototipo Brando. Y la nariz recta se ensanchaba deliciosamente a partir de la frente despeja-
da, hasta terminar en los labios más gruesos que Emma hubiera visto jamás. Parecía tan
peligroso... Física y emotivamente, aquel muchacho podía destrozar cuerpos, corazones, la paz
del ánimo. Junto a él no habría descanso; sólo amor y miedo, pasión y ruegos, sólo el feroz
entusiasmo de placeres y dolores no soñados. Giró a medias hacia la mujer de pelo refulgente
sentada a su derecha.
— ¿Quién es él, Dawn? —siseó.
Dawn Steel, en otros tiempos, diseñadora de papel higiénico y ahora la mujer más poderosa de
Hollywood, jefa de estudio de Columbia, no lo sabía. Pero estaba decidida a averiguarlo. Se
reclinó en su asiento e interrogó al asistente instalado tras ella.
—Al parecer, se llama Tony Valentino. No sólo es guapo sino que el nombre sugiere sentido
del humor — le comentó a Emma, riendo.
Emma Guinness se permitió esbozar una pequeña y tensa sonrisa. ¡Y pensar que había temido
morir de aburrimiento viendo aquella obra que Juilliard representaba para los agentes y los
directores de reparto. En cambio, alguien estaba haciéndolos entrar en ignición. Aquel
desconocido actor estudiante tenía el dedo en su reóstato sexual, ¡y por Dios, que lo estaba
moviendo en la dirección correcta! Giró hacia el otro lado. La muchacha sentada a su lado dio un
respingo y se puso firme.
—Sería estupendo para nuestra sección «Estrellas de Mañana», ¿verdad? —afirmó Emma.
No se trataba de una pregunta. Aunque Guinness no era su verdadero apellido, Emma trataba
de mostrarse tan autocrática como hubiera esperado de una británica heredera de alguna
destilería. Disentir con la directora de la revista New Celebrity, a punto de ser relanzada, no era
ciertamente oportuno. Samantha du Pont, jefa de Actualidades, se apresuró a admitir que Tony
Valentino sería perfecto para cualquier papel que Emma quisiera sugerir.
— ¿Quiere usted que hable con él después, durante la recepción? —preguntó la sumisa
Samantha.

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— No —repuso Emma Guinness, con voz que sonó bastante alta en el silencioso teatro—. Lo
haré yo.
Mientras hablaba se estremecía interiormente. ¡Qué cuerpo, buen Dios! En Inglaterra no se
hacían cosas como esa. Era alto, como de un metro ochenta, y parecía haberse pasado un siglo
practicando con expansores de torso o como quiera que los llamaran aquí. Pero no se trataba sólo
de los músculos y la cara: era el conjunto en su totalidad. Había en él cierta insolencia, una
vibración mohína, ese aire de «vete a la mierda» a lo James Dean, que debía de extenderse más
allá de su representación actual, en su vida privada. Eso significaba que Tony Valentino era un
hombre del tipo Tennessee Williams, lleno de contradicciones y fascinantes callejones sin salida;
la agresiva masculini-dad superficial, los colores primarios, la sexualidad desembozada,
enmascaraban deliciosas capas de sutil complejidad.
Emma quería poseerlo. Quería domesticarlo. Quería domarlo como a un potro salvaje y
peligroso, para exhibirlo después en algún corral seguro, pasearse con él y decir a todos, con aire
indiferente: «Oh, es mío».
Miró a su alrededor para ver si el público estaba viendo lo mismo que ella. Sí, así era. Y ésa
era la audiencia más difícil del mundo. Todos los años, el 4 de mayo, los estudiantes de arte
dramático de la prestigiosa escuela Juilliard presentaban una obra en el auditorio de doscientos
seis asientos, para lo mejor de Broadway y Hollywood. Los billetes se vendían a doscientos
dólares cada uno y se ofrecían estrictamente por invitación, a fin de que los cazadores de talentos
más importantes del medio tuvieran la oportunidad de apreciar antes que nadie la materia prima.
Ahora los agentes y los directores de reparto estaban hipnotizados por la presencia escénica del
genio novicio que interpretaba al Stanley de Un tranvía llamado deseo, el papel que impulsó la
carrera de Brando.
Por uno o dos segundos, Emma Guinness lamentó que aquel público conocedor confirmara tan
dramáticamente sus propias impresiones. Habría preferido descubrirlo sola. No la entusiasmaba
tener que abrirse paso por entre una multitud de agentes teatrales dedicados a agitar libretas de
cheques durante la recepción, para acceder al muchacho maravilla. Pero de inmediato se
tranquilizó. Eso era el teatro. Allí no había trabajo para los desconocidos. No había dinero para
ellos, por descontado. Aunque los empecinados jugadores estuvieran divirtiéndose en esos
momentos, no se arriesgarían por un aficionado cuando el noventa por ciento de los actores de
carrera estaban sin trabajo. Sonrió. En su mente no había dudas: podría adueñarse de él. Aquel
nuevo Valentino se le adheriría como un sarpullido estival en cuanto supiera quién era y qué podía
hacer por él si jugaban bien las cartas. ¡Mmm, qué pensamiento tan delicioso!
Tony estaba perdido en el mundo de su personaje, pero conservaba la suficiente objetividad
como para darse cuenta de que su actuación constituía un triunfo. Lo había logrado. Las cosas
estaban saliendo tal como él esperaba que salieran durante esa noche, la más importante de su
vida. El guiso de adrenalina era perfecto: hervía a fuego lento, aromatizado, borboteando hasta el
borde pero sin derramarse. En la suprarrealidad experimentaba las emociones de Stanley
Kowalski, pero allí arriba, formando una capa sobre ellas como debía ser, estaban las propias.
Sabía exactamente qué pensaba de la encumbrada Allison Vanderbilt-Blanche DuBois, tan bonita
y recatada con su vestido amarillo, pues en la vida real había dedicado algún tiempo a probarla de
primera mano. Había seducido a la hija del patricio millonario simplemente porque estaba seguro
de que iban a representar juntos aquella escena, sólo por eso. Quería que la química funcionara
bien. Quería que ella lo deseara para que se reflejara en el escenario, único lugar en el que ello
importaba. Era su versión del Método escénico. Mientras el resto de los veinte estudiantes que
componían su «promoción» se habían ido a la cama temprano, dando vueltas y vueltas en la
incomodidad de la húmeda noche neoyorquina, él había poseído a Allison Vanderbilt, una
Vanderbilt cuyo linaje era anterior al del Comodoro, tal como Stanley habría poseído a Blanche:
con crueldad, codiciosamente, pronunciando maldiciones obscenas y dejándole la marca de sus
dedos en la suave piel blanca de las posaderas.
Y ésa era la recompensa. Podía verla temblar mientras se bamboleaba hacia ella. Veía la
necesidad desnuda en sus ojos asustados. Sentía el cuerpo tenso como las cuerdas de un instru-
mento. Por un breve instante, su propio deseo amenazó con descarrilar su precisión, de modo que
tiró de las riendas y se permitió contemplar no a la bella y reservada Allison Vanderbilt sino a la
derrotada Allison-Blanche de la noche anterior, la que agitaba las largas piernas en la líquida
secuela de su ruda invasión. Ella había llorado en la calma posterior a la tormenta de cuerpos,
tratando de comunicarse con el Tony que, sin saberlo, se había convertido en el Stanley del

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drama. Pero él había cortado en seco su sarta de palabras, como habría hecho Stanley. No tenía
nada contra la inocente aristócrata que intentaba hablar de amor. No había nada personal. Pura
cuestión de negocios. Porque Tony Valentino se había puesto en marcha hacia el sitio en donde
debía estar. Las candilejas. La cima. La fama que sólo la categoría de estrella de cine podía darle.
Dawn Steel se inclinó hacia Emma Guinness.
—Buena química, ¿no? —comentó.
Emma Guinnes asintió con un gruñido porque, increíblemente, estaba celosa. Valentino había
hecho el amor con la muchacha que representaba a Blanche. De eso no cabía duda. Emma
estaba menos segura de que el sol saldría por la mañana. Sí, esos dos eran amantes, amantes de
verdad. Y esa noche, mientras Emma Guinness durmiera sola entre las sábanas de Pratesi en el
triplex de la Quinta Avenida, soñaría con el joven desconocido entre los brazos de la pálida
muchacha. Le costaba creer que eso estuviera ocurriéndole a ella. ¿Tendría algo que ver con el
viaje en avión? ¿O la desquiciaban el poder y el prestigio de su nueva posición en el Nuevo
Mundo? El sexo había sido siempre para ella algo de uso. Ahora surgía de la nada, sin motivo
aparente. Resultaba profunda y deliciosamente perturbador.
Tony alargó la mano hacia Allison, que se apoyó contra su pecho como si su vida entera
hubiera sido un largo viaje hacia ese destino. Ella sintió el calor del muchacho. Sintió el palpitar de
su corazón, que latía contra el de ella. En las fosas nasales penetraba su vivo olor acre, así como
el calor de su cuerpo hermoso y cruel estaba vivo en su memoria. Trató de pensar en lo que
supuestamente debía estar sintiendo, pero las emociones fingidas batallaban contra las reales.
Blanche se sentía atraída por aquel ser inferior como una chiquilla por la llama de la masculinidad.
Blanche no sabía de amor y entrega. Blanche estaba demasiado sumergida en ilusiones histéricas
que no tenía tiempo para emociones tan importantes. Ahora, supuestamente, debía desmayarse
al estilo sureño en los brazos del héroe machista. Pero Allison Vanderbilt no tenía ganas de
desmayarse, sino de llorar. Durante toda su vida la habían protegido. Para eso estaban papá y los
fondos en fideicomiso. Allí, en medio del drama rampante llamado amor, comenzaba a perder los
papeles. Las manos de Tony en sus hombros eran rudas e insensibles, tal como lo habían sido
con su cuerpo la noche anterior, terrible y maravillosa. Durante cuatro largos años había guardado
celosamente el secreto ante el indiferente Tony. A todas les pasaba lo mismo. Era el chiste
privado entre las estudiantes. Ninguna de las chicas había logrado derribar el muro de helada
cortesía que lo rodeaba. A prudente distancia de él, los sentimientos habían crecido hasta que
cada muchacha de la clase era fruta madura en el árbol de la lujuria. Pero Tony, implacable y
concentrado en su búsqueda de la excelencia artística, no reparaba en ninguna. Hasta que, tres
semanas antes de la función, se fijó en Allison Vanderbilt. En cuanto él hizo una seña, ella acudió
a la carrera. Y en la locura siguiente se enamoró de él. Sin embargo, la noche anterior, en la furia
de los cuerpos, no había parecido el fin de un feliz comienzo como el comienzo de un horrible fin.
Y ahora se aferraba a él como una lapa, sabiendo que ésa podía ser su última oportunidad de
abrazarlo. En los ojos le brillaba la adoración. El proyectaba su despreocupada indiferencia. Su
voz sonó ronca en la magia del brillante momento teatral.
— ¡Tú y yo teníamos esta cita el uno con el otro desde el principio! —susurró, mientras llorosa
Allison caía de rodillas ante él.
El telón se desplegó desde los bastidores y el público se desbordó en una gran ola de
aplausos.

Tony Valentino estaba junto al busto de Dvofák, en el salón de recepciones del Juilliard, y la
muchedumbre se arracimaba a su alrededor. El sabía bien lo que había ocurrido. Acababa de
triunfar. La obra había pasado a esa niebla que, para los actores, es una infalible señal de éxito.
El público había vibrado en sintonía con su actuación, como un cable suspendido en la altura ante
el fuerte viento. Además, allí estaban sus propias sensaciones: la falta de peso que le separaba
los pies del suelo, la sensación casi sexual por debajo de la cintura, el cosquilleo en la punta de
los dedos. Había estado divino y todo el mundo reconocía su divinidad. Desde ese precioso
momento en adelante, el mundo le daría las cosas que debía tener. Observó aquellas caras
sonrientes. ¿Cuál de aquellos paquetes de piel y huesos le haría el primer regalo? ¿Quién le
ofrecería trabajo? ¿Debía mantenerse «puro» aún un tiempo y seguir en el teatro, perfeccionando
su arte para la pantalla de plata que era su verdadera meta? ¿O debía zambullirse de inmediato y
firmar un contrato con algún agente de Hollywood? Uno identificaba enseguida a los de
Hollywood. Eran los bronceados por el sol. Se mantenían en los bordes del gentío, contentos con

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regodearse en el campo gravitatorio del hombre del momento, pero tomándose su tiempo. La
gente de Broadway carecía de tales escrúpulos. Empujaban con ganas y no rehusaban forcejear;
no dudaban en abrirse camino a fuerza de empellones. Tony captó el mensaje. En la Gran Man-
zana, su hogar de los cuatro últimos años, la vida no esperaba por uno. En la Gran Manzana la
vida parecía no hacer otra cosa.
De pronto cayó en la cuenta de que faltaba algo. Se volvió hacia Allison, de pie a su lado en la
apretada multitud.
— ¿Has visto a mi madre, Allison? No estaba en la sala cuando se levantó el telón.
Allison negó con la cabeza. Era extraño que María se hubiera perdido la función. María
Valentino, la madre de Tony, nunca faltaba a sus representaciones. Ella también había sido más o
menos actriz; su feroz independencia, su humor alegre y la conmovedora forma que tenía de
manejar al quisquilloso Tony atraían a los jóvenes actores. Allison lamentaba con frecuencia que
su propia madre, un aristocrático higo seco emocional que andaba por la vida como si fuera un
purgatorio creado para fastidiarla personalmente, no fuera un espíritu libre como María.

Los ojos de Tony buscaron entre la muchedumbre. En la medida de lo posible entre tanto
alboroto, estaba un poco preocupado. Ésa era su gran noche y su madre no habría querido
perdérsela. Tenía intenciones de asistir. Eso había dicho. Sin embargo, la puntualidad no era su
punto fuerte. Ni la previsibilidad, al fin y al cabo. A veces eso lo enfurecía, pero también era un
rasgo de ella que amaba. Se habían pasado la vida vagando por la deslizante superficie de
Norteamérica, aposentándose por breves períodos en apartamentos alquilados, con el ir y venir
de escuelas y empleos. La única continuidad había sido el movimiento perpetuo. Su madre, hippie
de la década de los sesenta, estaba tan convencida como Donne de que el cambio era la cuna de
la música, la alegría, la vida y la eternidad. Por eso el hogar había sido la ruta abierta y las
habitaciones miserables, con maltrechos libros de metafísica y desgarrados carteles de los
Beatles, una sopa de cucarachas y mugre siempre demasiado caliente o demasiado fría, a
millones de kilómetros de la seguridad que Tony ansiaba. Su padre no se había molestado en
esperar su nacimiento. «No valía para marido», aseguraba enérgicamente, acompañando sus
palabras con un gesto despreciativo de su mano y una sonrisa vivaz. Pero Tony no sonreía, y
apretaba los puños furioso al pensar en la traición de su padre. Era muy difícil de entender. Su
madre había sido muy hermosa. Así lo demostraban las fotografías. Más importante aún, tenía
encanto, esa cualidad indefinible que los test de inteligencia no miden, pero que resulta tan vital
como escasa en la guerra siempre latente que recibe el nombre de vida. ¿Cómo diablos podía
alguien abandonarla?
Tony se volvió hacia la estudiante de primer año que lo rondaba, la muchacha que lo había
ayudado a vestirse.
—Tina, ¿me harías el gran favor de ver si puedes encontrar a mi madre? Dile dónde estoy.
Muchísimas gracias.
La muchacha salió apresuradamente, encantada de hacer un favor al hombre que adoraba en
secreto, y la muchedumbre se acercó un poco más a Tony Valentino.
Al otro lado del salón, Emma Guinness lo observaba con ojos brillantes, esperando el
momento. Ya casi había llegado. El joven amante se estaba pavoneando como si los admiradores
del nanosegundo fueran a estarse allí eternamente. Qué deliciosa, maravillosamente previsible.
Había tenido su breve momento de gloria en el escenario y la primera bocanada de éxito se le
subía a la cabeza como el licor al cerebro adolescente. Buen Dios, ¿acaso la gente no se daba
cuenta de que la lucha era para siempre, que cuanto más se ascendía más importante era incre-
mentar el esfuerzo, mostrarse más humilde, ignorar la publicidad creciente? Sin duda, algún
doctor barato habría escrito un libro sobre todo eso. Lo habían hecho sobre todo lo demás. Emma
aspiró hondo. Desproporcionadamente baja, levantó el pecho y seccionó la multitud, arrastrando
tras de sí a su cortejo.
Dawn Steel se quedó atrás. No solía seguir a otros y, aunque le gustaba aquella inglesa de
lengua afilada, un sexto sentido le decía que algo inesperado estaba a punto de ocurrir. Una no
dirigía un estudio cinematográfico sin seis sentidos, por lo menos. Las tres empleadas de Neiv
Celebrity, en cambio, se aferraron a su peripatética jefa como una cinta adhesiva. Habían
descubierto ya que la corte de Guinness dejaba a la de los Borgias a la altura de un convento. Se
distribuían dagas y caballos regalados con una astucia maquiavélica que hacía difícil distinguir a
unos de otras. Era importante mantenerse cerca de la jefa. Por encima del hombro, Emma

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Guinness dijo:
— Yo hablaré.
La indicación era innecesaria. Siempre hablaba ella.
Tony Valentino vio que el gentío a su alrededor hacía una aceptable imitación del Mar Rojo al
pasar la mujer. Se acercaba con energía y toda su persona expresaba el poder a gritos, pero Tony
no podía apartar la mirada de su extraordinaria vestimenta. La mujer era, en el mundo de la moda,
una tragedia de enormes proporciones. Era una broma pesada, una afrenta a lo estético, un
horroroso acto de terrorismo contra el buen gusto. Fuera quien fuese, había logrado parecer una
mezcla de Pulgarcito con la Reina de Corazones. Su abundante busto desbordaba el tul; su
cintura forcejeaba contra un cinturón de satén amarillo cubierto de lazos; la falda de tutu rodeaba
sus piernas cortas y gruesas como el papel fruncido en torno del hueso del jamón. Tony sintió que
el aliento se le escapaba silbando de los pulmones. Si algo le llamaba la atención era la ropa, y en
toda su vida no había visto nunca algo tan horrible. Risas y lágrimas, lágrimas de risa, luchaban
por la posesión de sus ojos. No tenía idea de quién era aquella mujer. No podía saber que la ropa
había sido siempre el problema de Emma Guinness. No podía haber soñado la paradoja que
acababa de poner a la peor víctima de la moda en la dirección de una revista dedicada pura y
exclusivamente a la búsqueda de la elegancia. Pero sabía reconocer un desastre cuando lo tenía
enfrente.
-Hola, Tony. Soy Emma Guinness -se presentó, alargándole la mano con una sonrisa lasciva.
Tony estrechó aquella mano con cuidado, con mínimo entusiasmo. Su expresión revelaba que
le habría resultado más grato el contacto con un pez mojado.
Por un segundo la sonrisa de la mujer desapareció. El nombre de Guinness no había sumado
ningún punto en el marcador. ¡Caray, ése era el problema con los Don Nadie! No eran nadie. Y no
conocían a nadie. Habría que explicarlo todo palabra por palabra.
—Soy la directora de la revista New Celebrity — alegó, e hizo un ademán despectivo hacia los
tres que la flanqueaban—. Estas personas trabajan para mí.
El «por ahora» quedó flotando en el aire.
A Tony no se le ocurría nada adecuado que decir. El vestido colmaba su campo visual. ¿Era
intencional? ¿Era kitsch? En todo caso, ¿era kitsch «del bueno»? Observó la cara. No era fea, no
era siquiera feúcha, pero tampoco bonita. Tenía ojos de búho, redondos y pardos, nariz grande y
recta, mentón mucho más que pronunciado: rotundamente seguro. La boca, empero, era pequeña
y perversa; las orejas en punta le sobresalían de la cabeza, produciendo la inquietante impresión
de que era alguna parienta lejana del señor Spock, con los genes extraterrestres diluidos por unas
cuantas generaciones terráqueas. Lo más destacado eran los pechos, enormes y bastante
buenos. Así, presionados por aquel horrible vestido de fiesta al estilo de Relaciones peligrosas,
existía una clara posibilidad de que saltaran como conejos gemelos de la chistera de un mago.
-Habrás oído hablar de mi revista -ladró ella.
Tony abrió las manos, riendo. Su gesto ponía de manifiesto que no sabía por dónde empezar.
La desconocida era un exceso en cualquier sentido. ¿Qué se le dice a un rayo, un tornado y otros
desastres naturales de alta anergía?
La mujer sonreía otra vez. No le quitaba los ojos de encima. Primero, la cara. Después, el
pecho y el torso. Luego, increíblemente, el resto de su cuerpo. Lo miraba de pies a cabeza. Todo
aquello era surrealista.
—Sabes actuar —comentó Emma Guinness.
Su tono expresaba una superioridad protectora y, al mismo tiempo, una vaga incidencia. A
Tony le quedó la clara impresión de que ella hubiera querido agregar: «¿Qué más sabes hacer?».
— Gracias —respondió, sereno.
Por algún motivo percibía que su público estaba escuchando el diálogo. ¿Acaso conocían a
aquel adorno navideño? ¿Eran suscriptores de su aburrida revista? New Celebrity... New Cele-
brity... Un momento. ¿No era esa que Dick Latham estaba a punto de relanzar con gran
bombardeo periodístico? La revista New York había publicado un artículo sobre el tema. Ésa
debía de ser la británica importada para dirigirla. Bueno, conque se trataba de una revista
importante. Probablemente aquella mujer podía ayudarlo. Trató de calmar las vibraciones de «vete
a la mierda» que lo sacudían.
— Tal vez podamos hacer algo contigo.
La risa de Emma Guinness era la de una coqueta que balancea el cebo delante del fracasado.
Espió en lo que sería su ambicioso corazón a través de los límpidos estanques de sus ojos de

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Valentino. «¡Valentino! ¡Caray! ¿Cómo lo habrían bautizado? Fellatio, probablemente. Yo creía
que Fellatio era un futbolista italiano hasta que descubrí a Smirnoff, ja ja ja.» Emma estaba
divirtiéndose. A eso se reducía todo. Eso compensaba todos los insultos, todas las lamidas de
culo, todo el esfuerzo para ascender socialmente. Allí estaba ella, aprovechando el poder de su
posición para apropiarse la mercancía más hermosa en la que nunca pusiera los ojos. Además,
tenía público, y no un público cualquiera. Dawn Steel, su flamante mejor amiga, andaba por ahí
atrás. Y también las diversas empleadas de New Celebrity a las que permitía, como gesto
magnánimo, utilizar títulos sin sentido, como directora de Modas y directora de Arte. A cada lado
había personas que tenían grandes oficinas en CAÁ, ICM y Morris. Estaba causando sensación, y
no a cualquier pelagatos. Al día siguiente se moverían lenguas importantes. Y esa noche se
preparaba el pastel que la lengua de Valentino probaría en horas extra.
A Tony Valentino no le había gustado aquello. No estaba dispuesto a que la gente hiciera algo
«con» o «por» él. Él era quien lo hacía. Desde siempre y para siempre. Una vez más estaban
subestimándolo. Y una vez más, quien lo hacía tendría que ser reeducado. El proceso era
fatigoso, pero necesario. En ese momento tuvo la sensación de que, por una vez, podía resultar
placentero. Aquella presuntuosa aspirante a seductora con su catastrófico atuendo era un
accidente a la espera de suceder.
Se meció hacia atrás y una mano insolente encontró el hueso de una insolente cadera.
— ¿Qué tenía usted pensado? —ronroneó.
Todos se inclinaron hacia adelante para escuchar. ¿La cama del reparto? ¿Cuál era el
equivalente en el mundo editorial? No funcionaría igual, ¿verdad?
Emma Guinness sabía exactamente lo que tenía pensado. El problema era cómo expresarlo
delante de tanta gente. Lo que deseaba, básicamente, era llevarse «aquello» a su casa. Ni siquie-
ra le molestaba hacerlo con la grasienta pintura puesta, siempre que él se quitara la ropa sucia.
Luego quería jugar con el cuerpo del muchacho y, sobre todo, que él jugara con el suyo. Claro
que, antes de llegar a eso, tendría que soportar un juego de verborragia previo durante el cual,
básicamente, prometería hacer de él una estrella a cambio de los servicios prestados. La
transacción no era tan antigua ni tan desacostumbrada. La única novedad era el cambio de sexos.
— Un caballero nunca pregunta lo que piensa una dama —replicó.
Y volvió hacia él toda la fuerza de su plena sonrisa frontal, empinando los pechos y estirándose
toda para lograr un poquito más de estatura, que mucha falta le hacía. Dejó correr la lengua por
los labios escarlata en un gesto de inconfundible sugerencia. Durante todo ese tiempo estuvo
desnudándolo con los ojos, que se demoraban amorosamente en la piel cetrina, marcada por la
suciedad, en las deliciosas cuentas de sudor que aparecían en el labio superior, en la boca que
había sido creada pensando en el placer. A su lado, las cohortes de New Celebrity se removían
con evidente incomodidad. La jefa estaba excediéndose. Reconocían las posibilidades de
desastre e intercambiaban miradas, con la atrevida esperanza de que se produjera una tragedia
social.
-¿Quiere usted sacarme en su revista? -preguntó Tony.

Su tono aún era burlón, pero le había inyectado un dejo de interés, la velada insinuación de
que, pese a su orgullosa confianza en sí mismo, aparecer en su revista podía ser beneficioso para
su carrera.
Emma Guinness sonrió con indulgencia. ¡Vaya, qué satisfecho de sí estaba el jovencito! Claro
que aquello era Norteamérica, y él un actor, aunque desconocido. En Inglaterra ser actor era una
vulgaridad irredimible. Era lo que hacían los gays. Y los incompetentes. Aquí, en cambio, los
actores eran la aristocracia de una sociedad cuyos huesos, músculos y articulaciones estaban
construidos con acciones de celuloide, y ella no debía olvidar jamás esa diferencia.
—Sí, tenemos una sección llamada «Estrellas del Mañana». Me enorgullezco de que sus
profecías sean de las que se cumplen por sí solas.
Emma se preguntaba si no habría sido mejor decirlo con todas las letras para que aquel lerdo
patán comprendiera. «Si quieres fama, ven a mi cama»: eso habría penetrado perfectamente por
la maraña de neuronas, pero a los agentes, al personal y a la pobre Dawn no les habría sentado
muy bien.
— Conque usted me pone en su revista y me convierte en estrella -repuso él, como si hubiera
seguido su razonamiento con cierta dificultad.
Pero no necesitaba ayuda para llegar a la última línea. La estaba incitando a continuar. Sin

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saber por qué, no podía evitarlo. La curiosidad era demasiado fuerte.
Emma dejó escapar una risa que ella hubiera descrito como tintineante, esa que sonaba como
si alguien desgarrara papel de aluminio. Lo tenía atrapado. Seguro que él usaba slips, ¿no? Nada
de calzoncillos. Tal vez esos horribles slips al estilo francés que todos los machos grasientos
usaban en las playas del sur de Francia. Sí, decididamente: la ropa interior sería del tipo Club
Méditerranée. ¿De color...? ¡Rojo! ¡Oh Dios! ¡Negros no! La multitud empezó a retroceder. Ella se
acercó un poco más. Sí, ahora percibía su olor. Masculino, sin rodeos. El sudor del trabajo. Bien
lejos del acre olor a axila que nace del miedo y el nerviosismo. Emma tenía ganas de tocarle el
brazo. Tal vez fuera una buena jugada. Ver es creer, pero tocar es la verdad. Apoyó los dedos en
el brazo de Tony, apreciando la mercancía. El no se apartó. Era caliente, sucio y muy, pero muy
firme.
— ¿Y qué se me pediría a cambio?
Él dejó filtrarse el coqueteo en sus palabras como una mariposa perdida en un estómago
tenso. La lenta sonrisa se inició en la parte exterior de sus labios, le encendió los ojos, arrugó la
piel engrasada de su frente. ¿Era posible que aquel brazo estuviera haciendo fuerza contra los
dedos?
Emma Guinness se abrió como una flor a la luz del sol. Caramba, por un segundo se había
preocupado. Enfrentada directamente a aquella presencia se había preguntado por un instante si
no estaba intentando morder un bocado demasiado grande para su boca. El tipo tenía cierta aura,
cierta distancia, el dulce pero provocativo aroma de la personalidad. Sin embargo, ahora se
inclinaba a pensar que, en conjunto, bien podía tratarse de una pura y simple estupidez
astutamente disimulada. Bien. Estupendo. Cuanto más tontos eran, más se excitaban. De
cualquier modo, el contrato ya estaba redactado. Sólo faltaba la firma.
Suspiró, muy sugestiva, y encendió fuegos en sus ojos que ella imaginaba ardientes. Aferró la
piel de aquel antebrazo, con la esperanza de no convertirlo en un pellizco, y lo atrajo hacia ella,
inclinándose (o quizá tambaleándose) en su dirección.
— ¿Qué opinarías de una cena para dos a la luz de las velas?- Rió para demostrar que estaba
usando a sabiendas un tópico.
Rió para subrayar que ambos eran adultos, que los rodeos eran para simples mortales, no para
los dioses del deseo. Rió para revelar al mundo que ella sabía bromear y para cubrir con el leve
manto de la decencia aquella velada invitación al sexo.
Tony apenas podía creer lo que oía, pero comprendió que ella hablaba en serio. Le había
seguido el juego sólo para ver hasta dónde llegaba, pero sin esperar tanto. Ahora estaba irritado,
pero no fue el primero en reaccionar. La primera fue Allison, que estaba a su lado desde el
principio.
Cuando habló, su voz temblaba con gélido enojo:
—Tony será una estrella sin su revista y sin su cena para dos a la luz de las velas —replicó.
La censura estaba en las palabras, pero también en el acento, en el tono altanero, en el
lenguaje corporal de la muchacha de clase alta. Doscientos años de historia y dinero miraban
desde la empinada nariz de la Vanderbilt a la advenediza que se atrevía a hacer insinuaciones a
su hombre. Los ojos patricios se clavaron en el alma de Emma, atravesando sin esfuerzo sus
pretensiones sociales, reconociéndola como impostora. En las mejillas de alabrastro de Allison
Vanderbilt aparecieron sendos fulgores rojos.
Emma giró hacia su rival, los ojos entornados, la boca tensa.
—Mira, queridita, hazte una transfusión antes de entrometerte con los adultos. Parece como si
hubieras donado hasta las últimas gotas de tu sangre. Si se te viera en el escenario, yo diría que
hiciste el papel de cadáver.
Tony Valentino dio un paso adelante.
— ¡Cómo se atreve a hablar así de Allison! —estalló—. ¿Quién diablos se ha creído que es?
Se presenta aquí, como caída de un árbol de Navidad, a hacer las sugerencias más asquerosas y
antiprofesionales que he oído en mi vida. ¿Está acaso enferma? Si es así, por el amor de Dios,
vaya a que la curen.
Emma Guinness dio un breve y súbito paso atrás. La cabeza rodó sobre los hombros; su cara
perdió toda expresión. Por uno o dos segundos permaneció así, plana como una tortilla, prepa-
rándose para diversas representaciones de horror. Una mano voló hacia la boca abierta. El aliento
entró bruscamente en sus pulmones.
-¡Oh! -se oyó decir.

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-Uuuuuhhhh -concordó la multitud que escuchaba.
Las compuertas de adrenalina acababan de abrirse dentro de ella. Estaba hundiéndose. Caía.
Sus entrañas se removían en un ascensor acelerado. Las palabras aún impactaban contra el blan-
co, pero todavía no habían adquirido el significado que causaría el dolor. Era el momento de la
parálisis, pero ya comenzaba a ceder. ¡Antiprofesional! En Norteamérica, el peor de los insultos.
¡Árbol de Navidad! Era una grosera alusión a su vestido. El muchacho había encontrado su talón
de Aquiles. Había adivinado que ella, a pesar de ser una de las que marcaban el rumbo de la
moda, no sabía vestirse. Sugería que tomaba drogas, que necesitaba un psiquiatra. Los
pensamientos tropezaban entre sí, y todos sumados equivalían a una sola palabra: humillación.
La habían humillado públicamente, delante de una audiencia que no olvidaría. Al día siguiente,
aquella misma noche, no habría un empleado de New Celebrity que no estuviera enterado del
asunto. En Hollywood sería el chiste de la semana. En Nueva York, más vertiginosa, el chiste del
día. Era con mucho, el peor momento de una vida que los había tenido en abundancia. En tanto
Emma Guinness se esforzaba por no llorar, ya nacía en ella el odio.
Frente a ella se erguía el responsable. No había réplica para los insultos. Había un tiempo para
las palabras y un tiempo para la retirada. Sabía que tenía la cara en llamas. Sabía que la gruesa
capa de lágrimas de sus ojos estaba a la vista de todos. Sabía también que se le hundían los
hombros. Pero aun así era preciso retirarse. Con los ojos bajos, el corazón desbocado, la mente
ya obsesionada por la venganza, volvió la espalda a su torturador y se abrió paso por entre el
gentío hacia la salida. Mientras tanto iba murmurando su promesa, en voz baja, inaudible. Pero
para ella aquellas palabras eran las más importantes que se hubieran pronunciado jamás.
— Voy a destruirte, Tony Valentino, por lo que acabas de hacerme. Te destruiré... te destruiré...
te destruiré...
Apenas reparó en una muchacha que pasaba junto a ella en dirección opuesta. Tan absorta
estaba en la vehemencia de su promesa, en la solemnidad de aquella horrible amenaza, que no
vio a la joven también al borde de las lágrimas, también envuelta en el aura de la angustia y la
derrota, también consumida por un gran dolor.
La sonrisa triunfal de Tony murió al ver que el trayecto de Tina se cruzaba con la retirada de
Emma Guinness. Sabía reconocer el lenguaje corporal de las emociones, además de repre-
sentarlas. Tanto la espalda de la mujer que se marchaba como el frente de la que avanzaba
expresaban lo mismo: angustia.
-¿Qué pasa, Tina? -preguntó a través de los pocos metros que los separaban.
Pero Tony ya lo sabía. Tina había ido en busca de su madre.
Y su madre había muerto.
Tony Valentino podía representar todas las emociones posibles, pero nunca había podido
llorar. Ahora estaba aprendiendo. Las lágrimas le rodaban por las mejillas orgullosas; su pecho
daba brincos con los sonidos del dolor. Sentado, con la cabeza escondida entre las manos, se
mecía hacia adelante y hacía atrás, de lado a lado, como si fuera posible sacudirse la desgracia.
Las tablas del escenario se notaban duras bajo sus posaderas, aún más duras, pero el mundo
exterior había dejado de existir. Todo estaba adentro, donde residían los recuerdos, los recuerdos
de la única persona a la que había amado.
—No, Tony, por favor... —dijo Allison.
Alargó la mano para tocarle el hombro, para decirle que estaba con él, que lo sentía. Y era
cierto. El amor hace que amante y amado sean uno. Más que uno. A través de las lágrimas
contemplaba el dolor de Tony y rogaba que se le ocurriera algo, una frase para ayudarlo. Pero
sólo podía pensar en lo que había visto frente al teatro.
Al saber por Tina del accidente, Allison y Tony habían corrido a la acera. María Valentino
parecía muy frágil, con el vestido blanco manchado de sangre: la muñeca de trapo de lo que fuera
una persona, aplastada al cruzar apresuradamente la calle, irremediablemente tarde, como
siempre, para presenciar el triunfo de su hijo. Allison, bañada de espanto y solidaridad hacia el
muchacho que amaba, vio que él estrechaba en los brazos a la madre muerta, besándola,
lavándola con sus lágrimas, murmurando desesperadamente todo lo que había querido decirle y
que nunca le dijo. Al fin pudo apartarlo de esa tragedia y conducirlo de nuevo al teatro desierto. El
caminaba a su lado como aturdido. Ahora su potente voz parecía débil al hablar entre sollozos.
— Estábamos juntos —dijo—. Éramos dos contra el mundo, siempre. Ella me apoyaba.
Siempre. Cuando me portaba mal, cuando me portaba bien, cuando era cruel... siempre.
Tragaba el aire a grandes bocanadas y lo dejaba escapar en sollozos estremecidos. Todo su

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cuerpo, tan fuerte y poderoso, se había rendido a la emoción que el mundo tenía por debilidad.
—Lo sé... lo sé... —repuso Allison Vanderbilt, que no podía saberlo.
En su infancia, cuando ella hacía travesuras, la castigaban o la enviaban a esas habitaciones
donde rigen las niñeras. Sus padres sonreían con aire lejano, diciendo: «Creo que Allison está
fatigada... Tal vez si durmiera un rato...». Y al día siguiente se habrían ido: a Kentucky para las
carreras, a Virginia para pescar, a Palm Beach.
-Ella era salvaje, era libre... y quería lo que yo quería, no lo que ella deseaba para mí. Solía
decir que si yo asesinaba a alguien, ella me ocultaría. Y que si yo decidía ser un contable de mier-
da se sentiría orgullosa de mí, porque me quería... Me quería...
Otra vez lo estremeció la oleada de dolor. Tony había sido pobre. Nunca había tenido un
verdadero hogar. Su diploma de la secundaria de Tennessee hasta tenía errores ortográficos. El
padre los había abandonado. Sin embargo, nunca le faltó amor. Su madre constituía los cimientos
sobre los cuales él había construido el encumbrado edificio de su ambición. Y en las tempestades
de la vida ella resistía por su hijo. Siempre.
-Ella también quería ser actriz... Me hablaba de eso y de los estúpidos que trataban de
llevársela a la cama, y me contaba que ella se les reía en la cara, que nunca les dio en el gusto...
nunca. Era mejor que nadie. Era tan buena... la única que sabía hacerme reír, ¡mierda!
Tony descargó el puño contra las tablas polvorientas del escenario vacío. De algún modo, el
recuerdo de la risa agravaba el dolor. ¿Acaso la risa había desaparecido para siempre? ¿Tendría
que luchar por la grandeza contra un telón gris, en un escenario siempre descolorido, en los
auditorios oscuros en los que estaba condenado a buscar su sueño? Sin resistencia, se dejó
abrazar por Allison en la solidaridad de la tristeza. Ella también conocía a su madre. Era un
vínculo. Conocía una pequeña parte de aquello que él estaba diciendo.
—Creía tenerla segura. Nunca le dije cuánto la amaba, lo mucho que la necesitaba. Ella me
entregó toda su vida, a mí, el hijo bastardo de un hijo de puta que la abandonó, cuando bien
podría haberme arrojado a la basura y hacer algo con su propia vida...
— No, no —protestó Allison.
No podía aceptar eso ni permitir que Tony lo hiciera. María Valentino lo había creado y él era lo
más maravilloso que Allison había conocido en su privilegiada vida. Era su héroe. Esa arrogancia,
ese empuje, esa ambición, eran lo que ella aspiraba a tener, a pesar de haber nacido en el
desierto de voluntad de los ricos. Ella había pasado flotando por las mejores escuelas, por el
cerrado mundo anglofilo de la Norteamérica blanca, anglosajona y protestante, en una atmósfera
de dinero y despreocupación. Cuando descubrió su talento para la interpretación, la familia rió por
lo bajo y sonrió con aire condescendiente.

Cuando figuró entre el dos por ciento de aspirantes aceptados anualmente por la escuela de
arte dramático de Juilliard, los parientes se esmeraron en disimular lo impresionados que estaban.
Pero Tony deseaba. Tony era su propio deseo; su ambición era un rayo láser tan concentrado que
fundía cuanto se interponía en su camino, tal como había fundido el tierno corazón de Allison
Vanderbilt.
— Tú eres su monumento, Tony —sollozó, entre lágrimas—. Ella era maravillosa y sólo quería
que tú lo fueras también. Yo la amaba. Ojalá hubiera sido mi madre. Ojalá... ¡Ojalá!
Tony se deshizo en lágrimas contra el cuerpo que había utilizado tan cruelmente. Su triunfo
estaba vacío. Aunque los que movían el mundo lo hubieran presenciado, faltaba alguien. Su
madre no había sido testigo de su grandeza. Y eso dolía infernalmente en lugares que él no
conocía: en el corazón, en el alma, en la esencia de su ser.
— No lo puedo creer... No tiene sentido seguir...
Pero Allison no permitiría aquella autocompasión. A Tony, no. Jamás. Él era fuerte. Era brutal.
Era cruel. Y ella amaba esas características, porque estaban a la vista de todo el mundo:
«Tomadme como soy. Dejadme en paz. No os entrometáis conmigo, si no podéis soportar el calor
de mi fuego». Había en él una honestidad que restaba importancia a todo lo demás. ¿Qué podían
significar los meros sentimientos de simples mortales en el crisol al rojo vivo de una meta? En la
tierra gloriosa que él buscaba habría recompensas que eclipsaban las ansias mundanas de paz,
serenidad y consuelo, de seguridad, autorrespeto y una vida normal. Allison veía en la maldad
ladina de su propia familia algo muy distinto. Alrededor de ella, las palabras eran puras mentiras.
La frase «te amo» había sido tan usada que era la más barata de las monedas; no servía para
comprar satisfacción, pues sustituía a los actos de amor, lo único que habría podido darle

19
significado.
—Jamás digas eso, Tony. Continuarás, continuarás siempre. Porque eres tú, eres el «tú» que
hizo tu madre. Y ella hizo a la persona más bella del mundo.
Lo estrechó con fuerza. En esos momentos, los de la más profunda tristeza, él era el niñito que
en realidad nunca había sido. Trató de sondear el futuro por entre las negras nubes y no encontró
nada allí.

— No sé qué hacer —confesó.


Era una pregunta. Por primera vez en su vida necesitaba ayuda. Allison Vanderbilt aspiró
hondo. ¿Se atrevería a decir lo que había estado soñando? Estaban en mayo, el final del último
semestre, Juilliard había terminado definitivamente.
— Vayámonos juntos, Tony. Vayámonos lejos, hasta que te sientas mejor. Tal vez yo pueda
ayudarte. Es lo que más quiero...
Entonces él levantó la vista para mirarla, con la cara alterada, las lágrimas trazando grandes
ríos de mugre y grasa en sus mejillas. Era como si la viese por primera vez: su belleza, el azul de
sus ojos, el corte decidido de su mentón. No dijo nada. Su silencio incitó a Allison a proseguir.
—Podríamos ir a California —sugirió—. Mi familia tiene una casa en la playa que nadie usa.
Podríamos ir a Malibú.

CAPITULO III
El brillante sol de Malibú entraba a raudales por las cristaleras desde la playa. Con potencia
blanqueadora, jugaba sobre el mobiliario Sheraton, ya descolorido, absorbiendo el tono pardo de
la madera. Comía vorazmente el chintz Clarence House que cubría sofás y sillas, hambriento de
su color aún nítido. Llegaba a amenazar los tonos vibrantes de los Miró, los Kandinsky y un tardío
Egon Schiele que había tenido la desgracia de haber sido colgado demasiado cerca de la arena.
Sin embargo, el sol brillaba principalmente en la cara de Richard Latham, que inclinaba la cabeza
hacia él, regodeándose en sus rayos como si recargara una batería solar.
Cambió tranquilamente de posición en la silla dorada, manipulando su corbata, la única en el
salón. Aún no se había habituado a la informalidad de Malibú. Claro que en esta vida ya no tenía
que acostumbrarse a nada. Eso era para otros. Paseó la mirada por el vasto salón, diseñado por
John Stefanidis, y por sus huéspedes, una pequeña muchedumbre de celebridades. Había allí
unos cincuenta rostros conocidos; a casi todos se les hubiera pedido un autógrafo en cualquier
calle de la ciudad. Resultaba halagador que estuvieran allí. Pero pronto comprenderían que era a
ellos a quienes correspondía sentirse halagados.
Las sillas habían sido dispuestas en semicírculo alrededor de un pulpito, a fin de evitar los
problemas de precedencia que podían perturbar la endeble coexistencia de los egos sensibles
que poblaban el mundo del espectáculo. Martin Sheen, flamante alcalde honorario de Malibú,
estaba pronunciando su discurso; todos los demás deseaban que su predecesora, Ali MacGraw,
no hubiera decidido abandonar Cove Colony por Pacific Palisades. El discurso era una divagante
distorsión cronológica que correspondía a la década del sesenta, lleno de pseudoamor, idealismo
hippie y débiles asociaciones intelectuales. Por fortuna, casi había terminado.
— Por eso ahora declaro a Malibú zona de exclusión nuclear, santuario para los alienígenas y
los sin techo, reserva para todo tipo de vida, salvaje o doméstica.
Paseó una sonrisa agresiva por la habitación, demasiado consciente de que sus semillas
hippies caían en suelo rocoso, sin que ello le importara. El aplauso apagado y cortés cesó antes
de que él tuviera tiempo de retomar su asiento. Latham se levantó para caminar hacia el pulpito
desocupado, sin ninguna prisa, como para demostrar a todos que ese público «poderoso» no lo
intimidaba en absoluto.
— Gracias, Martin —dijo Richard Latham. Su sonrisa no era convincente, pero toda su actitud
contribuía a reforzar la idea de que nada perturbaba la armonía exterior de la reunión—. Estoy
seguro de que nadie en Malibú desea volar en pedazos en una explosión. Afortunadamente, no
conozco ningún proyecto sobre la instalación de una base de misiles en el recinto de Pepperdi-
ne... Todo lo demás sí, ciertamente, pero me aseguran que nada tiene relación con lo nuclear...
Hizo una pausa para aceptar la risa aliviada. El actor y activista reía a expensas del
multimillonario, pero de un modo que no podía ofender. La pulla sobre Pepperdine les había
gustado. Malibú luchaba con su universidad. El centro de enseñanza quería expandirse, mientras
que los malibuitas deseaban un simple statu quo. En las escaramuzas más recientes, el plan de

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crecimiento de Pepperdine había recibido la aprobación, pese a las vociferantes quejas de los
propietarios, que se oponían al florecimiento de los bosquecillos académicos en el desierto
intelectual de la playa. Él echó un vistazo al inmaculado salón. ¿Quedaría bien el Hockney en la
pared de la chimenea? ¿Sería feliz tan cerca de los pintores Bauhaus? Habría que intentarlo.
—Y sé que todos lamentamos la presión de los sin techo y también, tal vez un poco menos las
estrecheces de los alienígenas...
Vaciló una vez más. Estaba en terreno peligroso. En Malibú había republicanos como él, pero
no demasiados, y los activistas célebres que se arracimaban en su casa de Bread Beack habían
votado sólidamente por el Partido Demócrata. Se preocupaban por los sin techo, sí, pero no
deseaban que fueran a agolparse en la playa, provocando accidentes en la ya amenazadora
autopista o enfriando los excelentes precios que habían alcanzado los bienes raíces. Y los
alienígenas eran, por supuesto, los mexicanos. Más bien irritantes cuando se establecían al este
de Los Angeles, blandían estiletes en la playa y se descomponían en Corona y Tecate, mientras
que se bamboleaban al ritmo de salsa a todo volumen. Sin embargo, había jardines que cultivar,
cocinas para limpiar y largos coches que necesitaban lavarse. Hacía falta que alguien regara el
tejado cuando se iniciaban los incendios de malezas, al promediar el verano; que cuidara la casa y
cargara bolsas de arena durante las tormentas invernales, cuando el mar se volvía amenazante;
que preparara y sirviera las quesadillas en el restaurante Malibú Adobe, diseñado por Ali McGraw,
el restaurante elegante por excelencia.
— Pero creo que todos estamos de acuerdo en que éste es un problema nacional, que no debe
ser resuelto sólo por Malibú. No creo que ninguno de nosotros se alegre si el periodismo
promueve un éxodo masivo de gente sin techo y alienígenas hasta nuestro pequeño rincón del
bosque. A menos, claro está, que Martin, Charlie y Emilio Hallen puedan encontrar lugar para
todos allá arriba, en Point Dume...
Charlie Sheen festejó aquello con una fuerte carcajada. Amaba y respetaba a su padre, pero
no compartía del todo sus ideales. En cuanto a Emilio Estevez, que no era proclive a las carcaja-
das, se permitió una sonrisa enigmática. Ese gran trabajador de Hollywood se preguntaba, quizá,
de dónde había sacado tiempo para asistir a aquella reunión.
—Pero todos aplaudimos, evidentemente, la última afirmación de Martin. Aquí toda vida debe
ser sagrada, silvestre o doméstica, incluida la vida del coyote que se comió a nuestro perro.
Ahora Dick Latham rió; fue un espectáculo profundo y maravilloso. Su cara bronceada por el
sol se diluyó en un líquido de carismático encanto. Sus ojos azules chispeaban como el océano
que los presentes podían contemplar por encima de su hombro derecho. Los dientes blancos
como gaviotas, un sueño odontológico, brillaron al sol que refulgía sobre las dunas. Su pelo, al
que el Brylcreem daba una pátina de charol, mostraba las motas grises de sus cincuenta años, y
la caoba curtida de piel, firme y tensa, sólo tenía las arrugas de su exuberante sonrisa. Hasta el
sonido era excitante. Su risa era un abrazo. Era íntima y suave, pero masculina: la risa del
cómplice en una conspiración, del hombre que secretamente desea robarte el corazón. A las mu-
jeres les encantó; a los hombres les gustó de verdad. Y los sentimientos especiales que
expresaba volvieron amplificados, en la sopa de positiva hombría que constituía ahora el clima del
salón. Ni siquiera Martin Sheen, escarmentado por el suave reproche, pudo albergar animosidad
alguna.
Desde luego, Dick Latham era mucho más que su apostura exterior. No era sólo la chaqueta
deportiva de casimir azul, de corte inmaculado, con los pulidos botones del Marine Corps; ni los
pantalones grises de lana peinada, con rayas como espadas: ni el lustre de sus mocasines con
borlas de Bass Weejun. Era el hombre más rico y cachondo de América. Era el Rhett Butler de
pocos escrúpulos, dotado de cojones que le habían permitido convertir una fortuna heredada en
megadinero. Y era soltero. Ese factor también debía ser tomado en consideración en tanto los
presentes festejaban una pequeña broma con californiano entusiasmo, descubriendo los dientes
blanqueados y bien unidos en el júbilo adinerado de la Malibú veraniega.
Dick Latham pasó a modo «ahora-en-serio», cortando la risa como si hubiera cerrado un grifo.
— Bueno, lo que en verdad deseaba hacer, aparte de responder a los generosos sentimientos
dé Martin, sinceros sin duda, era agradeceros a todos vuestra presencia en mi casa. A muchos no
os conozco personalmente, pero vuestra fama y talento, por supuesto, así como vuestros cálidos
corazones, hacen que seáis propiedad pública hasta cierto punto. Por eso, en cierto sentido, os
conozco a todos.
Había que halagarlos. Ir al punto más alto. Más allá. Los famosos nunca se cansaban de eso.

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Para triunfar en la industria cinematográfica era preciso creer en uno mismo a través de años de
fracasos, cuando nadie creía. Si uno no tenía orgullo, no valía nada.
— Es la primera vez que se acusa a J. R. de tener un corazón cálido -rió Larry Hagman, desde
la parte trasera.
Hagman vivía en la Colonia desde siempre; no había en Malibú otro residente que brindara
más a la comunidad ni que riera con tantas ganas ante la ridicula pomposidad de algunos vecinos.
— Bueno, j'accuse —rió a su vez Latham—. Lo he visto a usted trabajando hasta dejar las
entrañas en una función a beneficio de una sala de urgencias. Y no creo que fuera porque lo
preocuparan los infartos de corazón.
El aplauso ahogó sus palabras. Malibú tenía una sala de urgencias abierta las veinticuatro
horas, siempre en peligro de que la cerraran. Los residentes Johnny Carson, Dyan Cannon, Olivia
Newton-John y Michael Landon habían ayudado a Hagman a reunir dinero para aquella obra de
Nighttime Medie.
Latham levantó la mano con una timidez infantil que, obviamente, tan sólo era un gesto
simpático. Ya los tenía. Los tenía a todos. Estaban de su lado.
—Soy nuevo en Malibú, pero ya la amo y comparto vuestra preocupación por su futuro. Hoy he
querido reuniros aquí para haceros saber que mis... recursos... por lo que puedan valer, y
cualquier habilidad que yo pueda poseer, están a vuestra disposición en la lucha para hacer
nombrar municipio a Malibú y para preservarla de aquellos que sólo desean ganar dinero aunque
destruyan uno de los sitios más bellos de la Tierra.
Aquello era el colmo de la moderación exagerada. Los activos de Latham, esos «recursos por
lo que puedan valer», habían sido estimados por Forbes en unos diez mil millones de dólares. Sus
abogados, cogidos del brazo, hubieran podido cubrir los límites de Malibú, desde Sunset
Boulevard al término municipal de Ventura. El imperio Latham, compuesto por periódicos, revistas,
libros, canales de televisión y emisoras de radio, comerciaba con una influencia que hasta los
presidentes envidiaban. Allí, ante los ojos de sus huéspedes, esa montaña de dinero se estaba
comprometiendo a luchar con ellos en la guerra que ahora estaban seguros de ganar. Era un
momento mágico, pero faltaba lo mejor.
—También quería deciros, como prueba de mi compromiso con Malibú, que aparte de esta
pequeña casa... —Hizo una pausa, mientras la experta concurrencia la tasaba en unos seis
millones y medio—. ...Estoy en negociaciones para comprar cuatrocientas hectáreas, divididas en
varias parcelas en las montañas de Santa Mónica, la mayor parte de las cuales pertenecerán
pronto a la ciudad de Malibú, lo prometo. No hace falta decir que estas tierras serán utilizadas con
espíritu de preservación, conservación y total respeto al medio. Debemos cuidar de la tierra con la
misma dedicación con que cuidamos el propio cuerpo.
Todos lo desnudaron con la mirada. ¿Cómo sería el cuerpo de ese plutócrata llegado del cielo
que iba a ayudarles a preservar sus preciosas vidas privadas de las masas? Por eso estaban
todos allí, a abruptos kilómetros de donde trabajaban, a salvo de los turistas curiosos que habían
arruinado Beverly Hills y Bel Air. En Malibú no había mapas que localizaran las viviendas de las
estrellas, ni autobuses cargados de mirones boquiabiertos, ni alborotos que perturbaran la dorada
intimidad. Los nueve millones de visitantes que llegaban todos los años invadían Zuma, Topanga
y Leo Carrillo; estaban demasiado ocupados en contraer cánceres de piel como para molestar a
las Shirley Mac Laine, las Benatar y las Van Halen, los Sting y los Rob Lowe, que habían hecho
de Malibú la capital estelar del Hemisferio Occidental.
Al grupo le gustó lo que vieron sus ojos de rayos X. Dick Latham cuidaba de las colinas con tan
amoroso esmero como el que dedicaba a sí mismo; ellos podían quedarse tranquilos. Tenía
hombros cuadrados y anchos que se estrechaban en un torso triangular hasta un vientre plano y
duro. Era alto y mantenía la postura de un atleta; la estupenda piel atezada de sus manos
expresivas se fundía alegremente con pulcras uñas, cuidadas con pericia. ¿Serían ciertos los
rumores? ¿Estaba enamorado de todas las mujeres del mundo sólo para quebrarles el corazón?
¿Habría un ápice de verdad en los relatos de sus crueles amores, la dureza de los rechazos
posteriores, los suicidios y los colapsos nerviosos de las muchachas que habían osado volar
demasiado cerca de la llama de Latham? Las deliciosas especulaciones circulaban por el salón.
En eso pensaban Goldie Hawn y Kurt Russell; también Robert Redford y todos los vecinos que el
multimillonario tenía en Broad Beach. Sean Penn, que rumiaba en el rincón su solitario talento de
James Dean, se molestó en pensar en eso. Steven Spielberg y Kate Capshaw, que habían
cruzado a pie las dunas desde la casa que habían alquilado, se preguntaban cómo sería amar a

22
Latham.
Pero Latham no había concluido. Con el garbo del animador nato, había guardado lo mejor
para el final.
— Una cosa más, antes de que os deje continuar con el champaña y el Calistoga. He hecho
otra pequeña inversión en la zona sur. Quería que fuerais los primeros en saberlo, pues confío en
trabajar con muchos de vosotros en algún futuro.

¿Trabajar con él? ¿Para él? Considerando que casi todos los presentes eran gente de cine...
No podía ser. Pero era.
— Hace dos días compré los estudios de Cosmos. Como sabéis, allí están pasando por malos
momentos. De algún modo, con vuestra ayuda, me siento capaz de volver a convertirlo en el
mejor estudio de Hollywood. Muchísimas gracias.
Abrió las manos y su gesto expresó que las formalidades habían terminado. Como si
obedeciera a una señal, camareros de chaqueta roja entraron con bandejas de champaña y agua
mineral, por las cristaleras que daban a la terraza, cuya piedra de terracota se fusionaba con la
arena blanca de la playa.
A su alrededor, los invitados se levantaron. Si los cielos se hubieran abierto para que él
ascendiera públicamente a la diestra de Dios, el Padre Todopoderoso, Dick Latham no habría
podido dar un final más impresionante a su discurso. Redentor de Malibú y además, por lo menos
potencialmente, médico de carrera. En el condado de Los Angeles abundaba todo, exceptuando
algo. Sobraba el sol, sushi, sexo y fantasías salaces. Había demasiada moneda, bienes
materiales y buenos mozos de genes tan activos como insectos. Toda la zona nadaba en una
plétora de vino, veleidades y Evas a todo lujo, con el viento veloz entre la perfecta cabellera rubia.
Lo que no sobraba era trabajo. Por cada proyecto que se realizaba había cientos de miles de
sueños insustanciales. Los acuerdos rara vez se cumplían. El semáforo casi nunca estaba verde;
la palabra favorita: «no». Y, sin trabajo, ¿dónde quedaban la fama, el éxito y el poder? Cosmos
llevaba diez años haciendo bombas para las Fuerzas Aéreas y no había señales de que eso fuera
a cambiar. Se rumoreaba que el estudio estaba al borde de la quiebra. Y si llegaba a eso se
habría perdido una fuente vital de trabajo. Ahora, al ser Latham el multimillonario propietario,
Cosmos se elevaría como el Fénix de entre las llamas del fracaso. La imaginación colectiva había
sido bien activada. En cuanto llegaran a casa llamarían a sus agentes. Cosmos estaba otra vez en
danza. De la noche a la mañana, Latham se había convertido en el número uno de los doscientos
«jugadores» de la ciudad. Pese a los supuestos peligros, dos o tres de las mujeres más valientes
decidieron allí mismo que se arriesgarían a jugar con él.
Un actor camarero de estupenda apostura ofreció a Dick Latham una bandeja de plata; él cogió
una copa de baccarat llena de Cristal '81. Generalmente no bebía, pero los presentes pedían a
gritos una celebración y no quería desilusionarlos. Cosa extraña: en el momento en que todos
querían entablar conversación con él, no se sentía inclinado a ello. La famosa desenvoltura de
Malibú lo exigía así. Esas personas eran auténticas estrellas. Los principiantes que no habrían
vacilado en hacer su presentación aún no habían llegado a Malibú: todavía transpiraban en las
colinas de Hollywood. Y las playeras aspirantes, las que rondaban la Malibú pública, las
muchachas más hermosas del mundo, no habían sido invitadas a aquella fiesta. Así que los
triunfadores conversaban entre ellos, esperando a modo de sofis-ticación que el multimillonario
propietario del estudio los abordara antes que a nadie.
Hubo, sí, una mujer magnífica que se acercó a Latham. Era difícil reconocerla como una de las
más grandes rockeras del mundo.
— Hola —saludó con tranquilidad—. Para Malibú es una suerte que usted esté aquí. Soy Pat
Giraldo.
Latham tomó la mano que le ofrecía como si fuera su corazón, reteniéndola por una fracción
mayor de lo necesario, con la delicadeaa de quien temiera romperla.
-No, no es cierto —replicó-. Usted es Pat Benatar.
—Sólo en el estudio y cuando estoy de gira. Aquí soy Giraldo y mamá.
—Siendo tan hermosa, no importa cómo se llame.
Latham rió para demostrar que era sólo un piropo californiano y que no había podido resistir la
tentación de soltarlo.
Pat Benatar se sintió atraída. El hombre parecía totalmente a gusto. No había tensiones cerca
de él. Parecía desprovisto de la menor sospecha de neurosis. Son muy pocos los que pueden

23
acercarse a los famosos sin nerviosismo alguno. Sin embargo, ella era una persona sensata y de
considerable moralidad, pese a la imagen provocativa que presentaba en el escenario, y no pudo
evitar la sensación de que en Richard Latham había partes vagamente reprobables. Sus ojos eran
demasiado íntimos; el contacto de su mano, demasiado ligero, demasiado peculiar en su
insistencia. Ella estaba bien casada, pero el hombre se le estaba insinuando. No había duda.
— Me han comentado que está usted construyendo en una parcela por encima de Zuma —
añadió Latham.

Los ojos del multimillonario decían que él sabía casi todo cuanto necesitaba saber, sobre ella y
todo lo demás. Con sus cincuenta años ya no estaba en edad de ser uno de sus fans, pero no
ignoraba que su álbum Rompecorazones había recaudado cinco millones, que estaba casada con
su guitarrista y que, para el escenario, era la dama de cuero.
— Sí, esperamos poder mudarnos para Navidad —repuso ella—. Construir en Malibú es una
pesadilla. Al parecer, hay que obtener permiso de diez organizaciones diferentes. Nos llevó un par
de años poner los planes en marcha. Aun así... —Hizo una pausa e inclinó la bonita cara a un
lado, con expresión intrigada-. Eso no será problema para usted en sus cuatrocientas hectáreas,
si no piensa construir allí. ¿Qué va a hacer? ¿Instalar una carpa y contemplar las puestas de sol?
Dick Latham se echó a reír. Los supertriunfadores eran astutos. Para trabajar en el escenario y
llevar millones a casa había que saber unas cuantas cosas sobre la naturaleza humana. ¿Ella lo
estaba buscando? No. Sólo disparaba por instinto. Eso estaba bien. Ella estaba bien, con sus
vaqueros desteñidos de andar por casa, desgarrados a la moda, sus negras botas vaqueras con
punta de acero y la larga sudadera rosada. Él apreció el excelente trasero, los ojos tranquilos y
conocedores, y decidió inmediatamente que le gustaba la doble personalidad de Benatar-Giraldo
además del duro cuerpo rockero que la contenía.
—Se me ocurrió que al menos podía permitirme una casa.
Su voz era burlonamente suplicante. Con una sonrisa tranquilizadora en los ojos, se acercó un
poquito más al espacio de la mujer y ella, involuntariamente, se descubrió inclinándose hacia atrás
para apartarse.
Latham alargó una mano y tomó la cadena de bronce que rodeaba el cuello de la estrella de
rock, entornando los ojos demasiado vanidosos para usar gafas.
—«Rompecorazones» —leyó—. ¿Rompes corazones, Pat Giraldo?
Su voz era cremosa como una balada lenta, pero también urgente, curiosa, como si pidiera una
respuesta no tan neutra.
-Sólo los corazones de los que fantasean, señor Latham. Si usted ha comprado un estudio de
cine, tendrá que aprender lo que son las ilusiones.

Había una reprimenda en la réplica, en el sutil énfasis de la palabra «señor». Pero también
había admiración por la estupenda ejecución del pase.
Por un segundo contempló el acero tras el sonriente encanto del millonario. Su
condescendencia había sido deliberada. Él no estaba habituado a eso. Pero de inmediato se cerró
la grieta en la armadura.
— Es una lástima que usted se dedique a otro tipo de arte y yo no pueda ofrecerle trabajo —
argüyó él.
«Es una lástima que no pueda poseerte, usarte, destrozarte», decían los ojos que la
observaban.
-Pero podría ofrecerle una buena semblanza en mi revista New Celebrity cuando aparezca su
próximo álbum —ofreció de pronto—. Creo que sería muy interesante presentarla como la mamá
rockera esquizofrénica, atrapada entre estrellas masculinas y la Asociación de Padres. Voy a
hablar con la directora. Usted diga a sus encargados de relaciones públicas que se pongan en
contacto con ella.
La que rió no fue Pat Giraldo, sino Pat Benatar. Lo había visto desearla, buscar un
acercamiento, el modo de dominarla. Eso era lo que una hacía en el escenario: había que
descubrir qué deseaban los demás y dárselo para que lo amaran. Pero ella no quería a Dick
Latham, no necesitaba de su revista ni tenía interés por todo lo que sus ojos le estaban
ofreciendo. Aquel hombre era demasiado presumido. Subestimaba a la gente. Habría que ponerlo
en su lugar.
—Dicen que Celebrity ha sido una desilusión, después de todo el dinero que se gastó en el

24
lanzamiento.
La flecha tembló en el centro de la mente de Dick Latham. Sus ojos se entornaron, su corazón
se aceleró, apretó los puños. De pronto el coqueteo se había vuelto agrio. Sólo algo interesaba a
Dick Latham más que las mujeres hermosas: sus negocios y sus triunfos comerciales. Eso era
obra de su padre. Cada día de su infancia le había repetido que era débil, estúpido e incapaz de
igualar al viejo y tosco meritócrata, millonario de los bienes raíces. A la sombra del roble había dos
alternativas: parecer o crecer hasta la luz del sol, con más vigor y decisión que el árbol padre,
hasta que la planta joven se convirtiera en un árbol más alto y más grande que su progenitor.
Latham había elegido la segunda opción. Como resultado era rico de verdad; la «fortuna» de su
padre, la que siempre le había restregado en las narices, era ahora apenas una parte de una
parte de una parte de sus rentas. Ésa era la realidad, pero lo que importaba en la vida era lo que
se sentía en el fuero interno. Los pobres y hambrientos nunca olvidan la pobreza y el hambre,
pese a todas las riquezas con que el mundo pueda cubrirlos. Por eso Latham no olvidaría jamás
aquellos primeros días en los que se había sentido fracasado por obra de la única persona ante
quien quería mostrarse como triunfador. Como consecuencia, cada revés comercial, por
intrascendente que fuera, lo hería profundamente. Para su corazón herido, cada pérdida era el
principio del fin, el día en que el triunfal ascenso de la montaña se convertiría, de la noche a la
mañana, en el descenso inseguro por el otro lado. Celebrity era su obra. Él la había concebido. La
había visto crecer. La había hecho nacer. Otros expresaban dudas: ¿acaso Norteamérica
necesitaba otra revista de actualidades? Sí, había dicho él, poniendo en juego su reputación. No,
dijeron los suscriptores, los anunciantes y todo aquel cuya opinión tuviera algún valor. Celebrity se
había derrumbado. Estaba moribunda. Necesitaba el beso de la vida. Él le había dado todo,
inyectando dinero para relaciones públicas, para reducción de precios y hasta para regalos, en su
desesperación. Pero el dinero no podía cambiar la enfermedad fatal de la revista y el mundo, con
su sabiduría, lo sabía. No la querían ni gratuitamente. Bueno, así que Benatar no conocía su
proyecto de relanzar una revista revitalizada con el liderazgo de Emma Guinness, la nueva y
brillante directora que acababa de contratar en Inglaterra. Pero eso no cambiaba las cosas. La
hermosa estrella de rock le había recordado lo que en ese momento era todavía una tragedia
personal. Eso lo enfureció.
-Las revistas llevan tiempo -susurró entre dientes, súbitamente apretados.
Era cierto, pero ¿a quién le importaba? En Malibú todo el mundo sabía reconocer el olor del
fracaso. Era capaz de vaciar un salón. De pronto Dick Latham volvió la espalda a la mujer y se
sumergió en la aliviada muchedumbre. La cantante se quedó preguntándose qué cuerda habría
tocado en lo profundo de la personalidad de aquel extraño multimillonario.
La Malibú que ahora rodeaba a Dick Latham era un grupo impresionante. En cuanto a
vestimenta, estaban a millones de kilómetros de Beverly Hills: agresivamente sencillos, ostentosos
en su informalidad. Las joyas eran mínimas. Adolfo y Galanos brillaban por su ausencia. No había
un traje de Armani a la vista. En cambio abundaban las ropas de tenis, los pantaloncitos de Ralph
Lauren, Levi's, Top-siders y mocasines de Cole-Haan, usados al estilo de Palm Beach, sin
calcetines. Las mujeres hacían gimnasia; las más jóvenes exhibían con gusto los resultados con
prendas superdeportivas de Lycra y Day-Glo, diseñadas por Agnés B, y Katharine Hamnett,
atuendos con los que el cuerpo se lucía, hechos con frecuencia de esa loneta desteñida que en
ninguna parte luce tanto como en la orilla del mar. Los más acicalados vestían ropas de
diseñadores audaces, a años luz de la seguridad que ofrecían Valentino, Bill Blass y Óscar de la
Renta. Había un par de camisas de Rifat Ozbek, tres muchachas estupendas vestidas por Gaultier
y una modelo de largas piernas con una falda de Isai'a de auténtico infarto; bastó esa falda para
devolver a Dick Latham el buen humor. Gravitó hacia ella, por entre los hombres a la Paul Young y
las mujeres sin perfume, reparando en la sobriedad, la fría conciencia del objetivo, el casi tangible
autodominio que caracterizaban al grupo. «Caramba —pensó—, si California es la primera y
Malibú abre la marcha, ve con cuidado, Norteamérica. Dentro de un par de años se acabarán los
juegos y la diversión.»
Una mano en su codo lo desvió de su meta de espléndida melena. Su dueño no era elegante.
En absoluto. Era pequeño, gordo y con barba. Parecía borracho, drogado o ambas cosas. Hundió
su mano sudorosa en la de Latham y le masajeó el codo con la otra, sonriendo glotonamente en la
cara del multimillonario.
-Soy Fairhaven -ladró-, el agente de CPA. Phil Struthers. Grace Harcourt. Fritz Silverberg.
-Desenrollaba su lista de representados, todos de segunda categoría, como si fueran un

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curriculum vitae envasado—. Vivo playa abajo. Somos vecinos. Y quiero felicitarle por lo de
Cosmos, por todos sus éxitos y su bellísima casa.
Soltó la mano a Latham para señalar el salón con un gesto del brazo, abarcando los muros
cubiertos de tela amarilla, las alfombras árabes, las tallas de Solia y las exageradas volutas de
espejo Grinling Gibbons que pronto sería reemplazado por el David Hockney.

— Es sólo una casa de playa —repuso Latham, sin darle importancia, con la esperanza de que
aquel cántaro de agua fría arrastrara ese ser desagradable y reptante que se aferraba a él.
Al otro lado del salón, la muchacha de la exigua mini los observaba.
— Casa de playa, casa de lujo, hombre. ¿Quién va a dirigir ese estudio en quiebra que
compró? Tengo algunos guiones que podrían gustarle. Podría dárselos primero a usted.
¿Desayunamos juntos mañana? Podría venir caminando por la playa.
Fairhaven atrapó una copa de champaña al vuelo, como si fuera un salvavidas en un mar
picado. Su nariz empezaba a gotear. El estómago de Latham empezaba a dar vueltas.
— Nos hemos reunido para discutir el asunto de la incorporación, no lo del estudio —repuso
con aspereza.
¡Por favor! La muchacha de la falda acababa de flexionar una pierna hacia adelante y Latham
habría jurado que había visto un destello de bragas blancas contra una pierna bronceada por el
sol.
Fairhaven no tenía el pellejo tan grueso como para que el reproche le pasara inadvertido.
—Mire, Latham —replicó, con una agria sonrisa a la que quiso dar aires de superioridad—,
escúcheme bien. Usted es el chico nuevo del barrio. Yo vivo aquí desde hace siglos. Me mudé a
la playa hace cinco años, así que conozco el paño. En Malibú usted es rico, tiene un estudio y vive
en una casa realmente fina y carísima. Pero cuando se trata de cosas como la incorporación, la
preservación y toda esa lata, esto es soplar contra el viento. Cuando la gente quiere hablar de
todas esas cosas habla con Alabama. —Echó una mirada ostentosa a su alrededor antes de
asestar el golpe de gracia—. Y a Alabama no se le ve por aquí, amigo.
Miró con picardía a Latham, para saber qué efecto producían sus palabras. A él nada le
importaba. Se sentía estupendamente bien. Tenía amortizada la mayor parte de la hipoteca de su
casa, sus negocios marchaban «no me puedo quejar» y el Maserati era casi tan divertido como la
muchacha que mantenía en la zona oeste de Hollywood.
Por segunda vez en diez minutos, Dick Latham se quedó petrificado. No era por la rudeza de
aquel don nadie. En su larga marcha hacia el caldero lleno de oro Latham se había desprendido
de especímenes peores. Era peor lo que había dicho de Alabama. Eso había dado en el blanco
porque era cierto. Ben Alabama, motorista, artista genial, archiecologista, el más respetado y
famoso fotógrafo de Estados Unidos. Nadie que se respetara usaba el «Ben», por supuesto.
Alabama era demasiado grande para nombre de pila. Era monumental, una institución, más
encumbrado que las montañas que habitaba, amaba y protegía. Alabama se había apoderado del
Sierra Club al morir su amigo Ansel Adams. Era presidente de la Sociedad de Preservación de las
Montañas de Santa Ménica. Cuando no estaba riñendo con los motoristas que amaba, en la Rock
House de Seminóle Hot Springs, estaba almorzando en la Casa Blanca, brindando por todos los
congresistas y senadores demócratas del Capitolio, o vendiendo sus paisajes por cien mil dólares
cada uno, o sus extraños retratos por un precio mayor. Alabama usaba pañuelo rojo atado a la
cabeza y cola de caballo. Willie Nelson se parecía a él, sólo que Alabama era más recio y, pese a
sus sesenta años, lucía músculos en sitios en los que no deberían de existir. Pero eso no tenía la
menor importancia ante el hecho crucial: Alabama no estaba allí. Había sido invitado, por supues-
to, pero no estaba. Y sin él, todo intento de Dick Latham por adueñarse del movimiento ecologista
de Malibú para su uso personal y privado era, ni más ni menos, un patético fracaso.
Fracaso. Una vez más la palabra hizo el recorrido panorámico en la mente de Latham. Una vez
más la música empezó a sonar entre las bocanadas de adrenalina. Por segunda vez giró en
redondo y se apartó del indeseable Aladino que había liberado al genio del fracaso para que lo
acosara. Primero, lo de Celebrity. Ahora, la ausencia de Alabama. Por el amor de Dios. Una fiesta
ecologista sin él era como Malibú sin su maldita playa. ¿Por qué no estaba allí? Latham sabía por
qué. Por lo ocurrido en París, veinticinco años atrás. Al parecer, Alabama no había olvidado. Y
parecía que el enemigo de antaño estaba destinado a convertirse en el enemigo del futuro.
De pronto Dick Latham se sintió harto de su fiesta. Cualquier columnista de chismes habría
jurado por la vida de su madre que Malibú no había visto mejor reunión en muchos años. George

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Christy, del Repórter, tenía la expresión de quien ha muerto y se encuentra en el cielo. Era una
fusión estelar, sin lugar a dudas. Sin embargo, Latham quería salir de allí. Ignorando los maduros

labios entreabiertos y la sonrisa sugerente de la modelo californiana, se encaminó directamente


hacia la arena. Se quitó a puntapiés los zapatos y los calcetines de seda; arrojó a la hierba de las
dunas su chaqueta de mil dólares como si fuera el corazón roto de una muchacha. Caminó por la
playa bajo el sol vertical de mediodía, pateando agresivamente el oleaje, sin molestarse en doblar
las perneras de sus pantalones, antes inmaculados. Pat Benatar le había dicho que Celebrity, su
orgullo, su goce futuro, era un globo desinflado. Y un repugnante don nadie salido de la nada
había puesto el dedo en la llaga. Su fiesta era soplar contra el viento. Alabama estaba en otro
lugar.
Alabama mantenía la espalda muy erguida y las manos altas en el manillar de la Heritage
Harley. En las curvas se inclinaba hasta que los tubos cromados de su moto quedaran a
milímetros del pavimento casi derretido. Su temible perilla real y el pañuelo rojo, que era su marca
distintiva, flameando al viento del cañón, acentuaban su papel de despreocupado timonel de la
carretera. Con la cola de caballo libre en la cabeza sin casco, giró para gritar por encima del
hombro a su pasajero:
—¡En este momento podríamos estar bebiendo champaña y mordisqueando canapés, King!
¡Gracias a mí, nos hemos salvado de un destino peor que la muerte!
El tipo sentado detrás de Alabama también era impresionante. Su concepto se podía resumir
con una sola palabra: músculo. En su cuerpo casi no había otra cosa: menos del seis por ciento
de grasa, pantalones caqui y una malla, ropas mínimas que se esforzaban desesperadamente por
contener lustrosos manojos de actina y miosina que parecían salir directamente de un dibujo
anatómico de Leonardo da Vinci. En la academia de medicina hubieran podido usarlo para dar
clases; no hubieran necesitado cadáveres. Cada haz de fibras se destacaba claramente de sus
compañeros. Y King podía dar los nombres de todos.
Se inclinó hacia los anchos hombros de Alabama.
— ¿Cómo es ese Latham, Alabam?
El asistente, amigo y brillante impresor de fotografías era el único que podía pronunciar el
apellido del artista con sólo tres aes.
-¡Es un gilipollas! ¡Pero un gilipollas rico! ¡Sí, rico y hábil!
Los dos amigos dejaron que se produjera el silencio, tácitamente de acuerdo en que la
conversación resultaba muy dificultosa por el ruido del motor y el viento caliente. Mientras
impulsaba la máquina, Alabama recordó la última vez que había visto a Dick Latham. Fue en
París, al promediar la década de 1960, mientras Alabama se hospedaba en el diminuto apar-
tamento que sus amigos Juliette y Man Ray tenían en Mont-parnasse. Acababa de agregar los
retratos a su profesión, en breves vacaciones de los lúgubres paisajes que le habían dado fama.
Dick Latham, heredero de una gran fortuna, era un modelo interesante: el tradicional playboy
norteamericano en París, que besaba a las muchachas y las dejaba llorando. La fotografía que
Alabama tomó de Latham captó todo eso: el altanero pseudorgullo del niñito perdido que trataba
de ser el colmo de la sofisticación, la arrogancia superficial, la hermosura casi femenina. Se
odiaron mutuamente a primera vista, desde luego, y la electrizante onda negativa produjo un gran
retrato, como suele ocurrir. A Latham la fotografía le resultó detestable y se negó a pagarla. En un
momento normal, eso habría supuesto sólo una intensa irritación, pero Alabama estaba
atravesando en París una difícil situación económica. En el retrato de Latham había invertido
buenos francos, un efectivo del que no podía prescindir. Normalmente, su quisquilloso amor
propio le habría impedido pedir dinero, pero ya debía unos cuantos cientos de dólares a su amigo
Man. Por lo tanto, se tragó el orgullo y se presentó ante Dick Latham para reclamarle el pago de la
película y los costes de revelado. El altanero playboy rechazó aquella petición perfectamente
razonable, y se le rió en la cara. Aun pasados tantos años, el recuerdo de la humillación era más
que suficiente para que a Alabama le burbujeara la bilis en el fondo de la garganta. Que su
preciosa obra fuera escarnecida ya resultaba enfurecedor. Peor aún verse obligado a mendigar y
ser groseramente rechazado. Semejante conducta no tenía perdón ni olvido. Por tres días,
Alabama tuvo que controlarse mucho al comer y al beber. El hambre en sí fue un inconveniente
menor, pero por aquel entonces la forzada abstinencia le resultó tan intolerable como lo habría
sido en la actualidad.
En cierto modo tuvo su venganza. Latham había estado relacionado con una de las modelos

27
favoritas de Alabama: Eva Ventura, mujer rápida, encantadora e increíblemente hermosa. En la
chispeante muchacha el playboy encontró la horma de su zapato. Se enamoró de ella, y esa
emoción tan extraña para él amenazó con poner de cabeza su estilo de vida de niño malcriado.
Eva se enteró del horroroso trato que Latham había dispensado a su amigo Alabama y,
aparentemente decidida a avergonzarlo, corrió a su apartamento sólo para sorprenderlo en fla-
grante delito con una antigua amiga. La temperamental Eva no vaciló. Habría podido perdonar
aquella infidelidad por sí sola, pero sumada a la falla de carácter puesta de relieve por esa
conducta hacia Alabama resultaba demasiado. Eva abandonó al playboy que, supuestamente,
habría debido ser quien la abandonara, y no volvió jamás. Latham la buscó por todas partes,
contratando detectives y publicando anuncios en los periódicos; hasta se atrevió a acosar al hostil
Alabama. Pero ella había desaparecido sin dejar huella. Por fin Latham renunció y retornó a
América, devastado y con el corazón hecho pedazos.
Desde entonces Alabama no había vuelto a verlo, pero sí oía hablar de él, como todo el
mundo. En los veinticinco años transcurridos había sufrido una metamorfosis que lo había con-
vertido en empecinado empresario; había heredado un botín en megadólares ganados en los
medios de comunicación. Ahora estaba en Malibú, al parecer tratando de comprar grandes zonas
de las bienamadas montañas de Alabama y de invadir su in cuestionado papel de primer amigo
del ambiente y plaga principal de todos los constructores. Hacía dos semanas que la casa de
Alabama estaba bajo sitio telefónico, pues Latham trataba de que él asistiera a su fiesta. ¡Bueno,
que se fuera al demonio! Lo de París no estaba olvidado. Alabama rió en su interior al pensar en
la única inversión fallida por ese Houdini de las finanzas. Se había negado a pagar a Alabama
cien dólares por su retrato. En la actualidad valía más de ciento cincuenta mil dólares.
— ¡Necesito seis latas de cerveza mexicana! —gritó Alabama.
-¡Tú siempre necesitas seis latas y acabas bebiéndote doce, tío! —aulló King contra el viento.
Alabama asintió—. ¡Y yo tengo que tomar Sprite para poder llevarte a casa!
-¡La mexicana no sienta bien a tus músculos, King! —rugió Alabama.
Se lo estaba pasando bien. Tenía sesenta años; por fin, la vida se estaba simplificando. Era
motos, cerveza y montañas: nada más. Llevaba diez años sin tomar una fotografía. Claro que
nadie sabía eso. Era un secreto cuidadosamente guardado. Había pasado treinta años
fotografiando la naturaleza que amaba; las obras vendidas eran sólo una pequeña fracción de las
que tenía acumuladas, pero sobraron para cimentar su reputación. Ahora, cuando necesitaba
dinero para financiar las guerras ambientales que libraba incesantemente, se limitaba a sacar de
la caja fuerte unos cuantos negativos tomados en los años cincuenta o sesenta y a hacer que
King los imprimiera. El sol que asomara por encima de la montaña de 1955 se parecía mucho al
de esa misma mañana; bastaba con anotar «1989» y garabatear la firma de Alabama para cobrar
una cifra mínima de cien mil dólares en cualquier momento. Cuando los críticos de revistas tan
prestigiosas como Artforum rastreaban las etapas de desarrollo en su obra, Alabama reía a
mandíbula batiente.
Aún recordaba el día en que se le ocurrió la idea. En alguna parte había leído que en el mundo
abundaban más las fotografías que los ladrillos. Aquella idea penetró en su mente como un
estilete. Él no estaba haciendo otra cosa que registrar la belleza, atraer hacia ella la atención de la
gente de un modo interesante y novedoso. Pero a su alrededor había hombres codiciosos e
inconscientes que estaban destruyendo la naturaleza, materia prima última de esa belleza, en
aras de las ganancias, el progreso o el derroche. Sin duda alguna, el verdadero artista, la persona
que en realidad amara la belleza como él la amaba, tenía la misión de preservarla en vez de
limitarse a registrar su desaparición. Desde aquel preciso momento no tomó más fotografías: se
convirtió en defensor de cada hoja, cada rama, cada animal o insecto que existiera en las
bienamadas montañas donde siempre había vivido.
Pero si ésa era la parte principal de su vida, ésta era otra. Ese fin de semana, el condado de
Los Angeles experimentaba una temperatura de treinta y ocho grados, en vez de los veintiséis
habituales que, según Neil Simón, coincidían con el número de personas interesantes que allí
vivían. Por eso él estaba haciendo lo que hacía todos los sábados: ir a la Rock House de
Seminóle Hot Springs para codearse con los motoristas, beber cerveza fría y comer pegajosos
chilis en los cañones bañados de sol.

Cuando la Harley viró en un recodo de la carretera se desplegó la deslumbrante escena.


Habría aproximadamente doscientas motocicletas aparcadas en fila india a un lado de la

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autopista, y otro centenar en el lado opuesto: dos largas y lozanas cintas de cromo y pintura,
relucientes y brillando al sol. A la derecha, retiradas de la carretera, se veían dos construcciones
de madera poco llamativas, a una de las cuales se llegaba por medio de escalones altos. Las unía
un patio amplio, en medio del cual se erguía un magnífico sicómoro. Alrededor de este árbol
central se arremolinaba un negro río de cuero. Los motoristas lo invadían todo, cubriendo como
moscas las mesas para merienda, entre discusiones, rugidos, gritos y juramentos. Cada uno,
hombre o mujer, tenía en la mano una lata de cerveza. Cosa extraña en semejante muchedumbre:
el suelo del patio estaba limpio. No lo oscurecían desechos humanos. No había colillas de
cigarrillo, latas de cerveza, servilletas con manchas de salsa ni cosas peores. Todos esos objetos
indeseables estaban amontonados en dos o tres grandes recipientes, estratégicamente ubicados
en la zona dispuesta para comer y beber.
Al aparecer Alabama la multitud lo aclamó:
— ¡Hola! ¡Hola, Alabama! —bramaron los motoristas en bullicioso unísono.
Él levantó una mano deforme para agradecer el saludo y, deteniéndose ante la puerta del
restaurante, aparcó junto al letrero que decía NO ESTACIONAR. Era su sitio. En algún lugar de
Detroit, el presidente de General Motors tenía uno. Bueno, pues Alabama también.
- Bien, amigo King, voy a beber Dos Equis. Y tú ¿qué comes? ¿Hamburguesa motorista como
siempre?
Irrumpió en el restaurante de Rock House, mientras King marchaba hacia la vecina Rock Store,
donde se vendía la cerveza helada.
Cuando entró, en los sucios cubículos se impuso un breve silencio, que estalló otra vez con un
solo bramido de bienvenida universal. Los parroquianos no se amontonaban a su alrededor: se
limitaban a hacerle saber que lo habían visto y que se alegraban de tenerlo allí; luego volvieron a
la jactancia, las pullas y las provocaciones que tanto gustaban a los motoristas. Alabama vio a
Mickey Rourke sentado a una mesa, rodeado de personas ignotas que, por ese momento, eran
sus pares. Gary Busey, Leif Garrett y Justine Bateman se inclinaron desde la planta alta para
saludarlo agitando las manos. Así era aquel local, más antiguo que la mayor parte de los
restaurantes instalados en un radio de cincuenta kilómetros desde el centro de Los Ángeles, la
ciudad que supuestamente carecía de centro. De vez en cuando se filmaban películas en la Rock
House; celebridades a quienes les encantaba andar en moto, como Jon Peters, aparecían por allí
y se comportaban como cualquier hijo de vecino, pero casi todos se quedaban fuera, disfrutando
de la compañía de gente como ellos.
Mientras Alabama pedía su comida, un hombre se acercó a él y plantó una Nikon en el
mostrador.
—Oye, Alabama, tú que sabes tanto de fotografía: ¿qué lente es la mejor para ésta?
—Tírala, hombre —gruñó Alabama con simpatía—, que te estropea la vista.
-No, si hablo en serio, viejo.
-Y yo también. Si tomas demasiadas fotografías, te olvidas de mirar. Los japoneses son
totalmente ciegos. Su mayor acercamiento a la naturaleza es un álbum de fotografía.
La grasienta hamburguesa de queso y bacón que llamaban «motorista» golpeó el mostrador.
Le siguió el cuenco de chili, con queso, cebollas y pimientos verdes incluidos. Alabama lo recogió
todo.
-Es que quiero hacer verdaderas obras de arte, Alabama — arguyó el parroquiano de Rock
House.
En realidad, lo que deseaba hacer era una verdadera fortuna, como la de Alabama.
— Obras de arte, cagarte —repuso Alabama, sonriendo—. El único artista de verdad es Dios,
tío. No he conocido a un humano que pudiera competir con él. Mira a tu alrededor. Relájate.
Siéntate y disfruta. Vende la Nikon y envíame el dinero. Yo lo usaré para que sigas teniendo un
resto de naturaleza que disfrutar.
Dio una fuerte palmada en el hombro al embrión de fotógrafo a fin de demostrarle que no había
malas intenciones, y salió al sol para atacar la cerveza.
King le hizo señas desde el sitio favorito de Alabama: una raída banqueta recubierta de plástico
marrón, en la parte trasera del jardín donde se reunían los motoristas. Mientras atravesaba el
gentío murmuró algunos saludos, pero no se detuvo. Tenía sed.
Se dejó caer en el asiento y cogió la cerveza que King le entregaba, apretando el cuello de la
Dos Equis entre el pulgar y el índice, allí donde estaba el gajo de lima.
— Bonito día, King — murmuró, eructando de satisfacción a la potencia del sol y la difusa

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manta de calor que se había desplegado sobre el cañón. Se rascó el lóbulo de la oreja y luego la
camiseta, allí donde se adhería a su vientre abultado. Cabía agradecer al Señor el no tener que
soportar toda la porquería industrial que en aquellos momentos se distribuía en la fiesta ofrecida
por Richard Latham para presentarse a Malibú.
— Por favor, Alabama, echa un vistazo a eso — indicó King, súbitamente.
Alabama bizqueó contra el sol.
En medio del patio, junto al sicómoro central, había un hombre corpulento; su aspecto no era
apto para estómagos delicados. Parecía una gran bestia humana, de trasero monumental, piernas
poderosas y músculos bulbosos y relucientes. Los tatuajes que le corrían por los brazos eran de
iconografía nazi: esvásticas rojas y negras, calaveras, huesos cruzados y otros objetos
esqueléticos. Tenía el torso desnudo y en la ancha espalda sudorosa, en letras grandes llevaba
tatuado el lema: TEMED A ESTE DEFENSOR DE LA SUPREMACÍA BLANCA. Llevaba una gorra
de visera y gafas negras. Del bolsillo trasero de los vaqueros de piel pendía un par de esposas; un
enorme cuchillo Cocodrilo Dundee se balanceaba colgado de su cinturón: lucía espuelas de plata
en las desgastadas botas negras. En la mano derecha tenía una lata de Budweiser; en la
izquierda, un descomunal vaso de poliestireno. A su lado se erguía una delgada rubia platinada,
que no llegaba a ser bonita, con un chaleco de loneta cubriéndole las duras tetas, sin sostén, y un
par de vaqueros cortados. Sin lugar a dudas pertenecía al blanco que deseaba ser temido.
También era obvio que aquella increíble mole quería hacerlo notar.
— ¡Sírveme, basura! —tronó.
Los motoristas intercambiaron miradas. Sobre la multitud, hasta entonces ruidosa, descendió
una especie de silencio. El hombre-montaña estaba funcionando como problema. Cualquiera
podía reconocer los síntomas. Iba en busca de reyerta. Y tenía aspecto de resultar ganador en
cualquier pelea. Uno o dos de los parroquianos habituales miraron a Alabama con aire de
incertidumbre.
La muchacha tomó la Budweiser en su mano derecha, el vaso en su izquierda, y volcó el
contenido de la una en el otro, en un gesto de absoluta e incondicional sumisión. «Por favor» y
«gracias» no eran términos que figuraran en el vocabulario del desconocido. Este tomó el vaso y
arrojó al aire el envase vacío. La lata describió un arco a la luz del sol y aterrizó con estruendo a
un par de metros de Alabama. A continuación, el grandote se llevó el vaso a la boca y dio cuenta
de la cerveza de un solo trago borboteante.
Alabama se levantó. Dio un paso adelante y se agachó para recoger la lata vacía. Sin decir
absolutamente nada, la dejó caer en un cubo cercano y volvió a su asiento. Ahora el silencio era
absoluto. Los parroquianos de Rock House estaban callados como tumbas. Sólo los desconocidos
y los masoquistas dejaban caer residuos alrededor de Alabama.
El desconocido pareció percibir la inquietud. Miró a su alrededor y siguió la dirección de todos
los ojos hasta encontrarse con los de Alabama. Sonrió con una sonrisa odiosa, burlona, pues
había adivinado lo que estaba ocurriendo. Aquel viejo pajarraco era el que había recogido su lata.
Sin duda era uno de esos ecologistas chiflados; además, era evidente que por allí se le respetaba,
a juzgar por el modo en que esos motoristas maricones lo miraban. Dejó escapar un bufido
resonante. ¡Qué viejo era el fulano, carajo! Debía de tener unos cincuenta y ocho años; hasta
sesenta, tal vez. Y todos aquellos motoristas mariquitas de California ¿de dónde habían salido? El
sol debía de haberles cocinado los cojones. Todos a las órdenes de Kid Geritol. Bueno, él les
daría una lección de humildad. Dejó caer el vaso vacío. Luego, cuidadosamente, sin apartar los
ojos de los de Alabama, lo aplastó con el talón, con una risa desafiante.
— Recógelo —instó Alabama.
Hablaba con suavidad, pero no hacía falta gritar. En ese silencio intenso, sus palabras cruzaron
como una lanza el espacio que lo separaba del blanco superior.
A manera de respuesta, el desconocido esbozó una sonrisa detestable. Bajó la mano para
sacar el cuchillo y lo hizo girar al sol, como si lo estuviera cocinando al asador.

—No puedo, viejo —graznó—. Estoy ahorrando energías para tallar mis iniciales en ese árbol.
Y caminó hacia el sicómoro.
Alabama se levantó una vez más. Dejó la Dos Equis en el asiento. Aspiró profundamente,
inflando su pecho de barril, y estiró los dos brazos hacia el firmamento azul pólvora, flexionando
las cuerdas de sus músculos. Por fin exhaló un suspiro fatigado y resignado que equivalía a un
«sea lo que Dios quiera». Se movió con lentitud, como una víbora quemada por el sol en una

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autopista caliente.
Por el rabillo del ojo, el desconocido lo observaba, sopesándolo. Era viejo, pero corpulento;
parecía sereno y en su modo de caminar había cierta confianza. El miedo no se le acercaba si-
quiera.
El desconocido acercó el puñal al árbol y arrancó un letrero sujeto a él que incitaba a oponerse
a la ley que hacía obligatorios los cascos.
— No toques mi árbol —advirtió Alabama.
Ya estaba muy cerca; el forastero vio el fulgor en los ojos del anciano y apreció el movimiento
de sus fibrosos músculos, pero una vez más soltó la carcajada. Porque él tenía su puñal, por su-
puesto.
— A mí ningún abuelo me da órdenes— se burló. Alabama habló con lentitud, como si se
dirigiera a una forma
de vida inferior. Su voz tenía el frío del Ártico en el calor de mediodía.
— Escucha, cerebro de boñiga: si tocas mi árbol te voy a tallar mi nombre en miniatura en esa
aguja que tienes entre las piernas.
El desconocido abrió la boca, mientras las palabras empezaban a dar vueltas por su cabeza.
Había captado apenas la mitad del insulto y un cuarto del significado de aquellas palabras, pero
sabía que era preciso destripar a aquel viejo. El puñal dio un brinco en su mano, al tiempo que la
mente luchaba con la respuesta adecuada. Veinte pasos detrás de Alabama, King se preguntó si
su amigo y jefe se habría metido en camisa de once varas, pero una larga experiencia le decía
que no hacía falta preocuparse. Los demás espectadores pensaban lo mismo. En medio del
silencio, la expectativa brillaba en todas las caras. El forastero no podía saber lo de Alabama con
los árboles. Ellos habían tardado un tiempo en descubrirlo.
— ¡Maldito cadáver con...! —empezó el desconocido.
Pero no llegó a terminar. La pierna de Alabama, calzada con botas vaqueras, había
despegado. El empeine, polvoriento y duro como un clavo, alcanzó la entrepierna del aspirante a
grabador en el punto de su máximo impulso. Cuando la irresistible fuerza de la bota chocó con el
objetivo inamovible del hueso pélvico del desconocido, los infortunados elementos cárnicos que
estaban entre ambos quedaron reducidos a pulpa. El hombrón cayó de rodillas, en tanto el cielo
bailaba allá arriba y el dolor prometía venir más tarde. Dejó caer el cuchillo.
-Oh, mierda -dijo, en la marea de aire que salía a torrentes de sus pulmones.
Alabama retiró la pierna y se agachó para recoger el cuchillo. Inclinándose hacia adelante,
apoyó la punta contra la distendida yugular del blanco superior al que era preciso temer.
— Dejaste caer tu vaso de poliestireno al suelo —siseó Alabama—. Y no es biodegradable.
— ¡Aaaahhhh! —aulló el forastero.
El dolor había llegado, apartando a codazos el vacío entumecido que apresaba su ingle. La
cabeza se le sacudía de un lado a otro, tenía los ojos empañados, y en los oídos, una palabra que
oía por primera vez.
Alabama prestó al alarido tanta atención corno aquel hombre hubiera prestado al suyo de
haber ganado aquella brevísima pelea, y susurró al oído del psicópata herido:
— El plástico está hecho de hidrocarburos compuestos, hombre. Y no hay nada que los
descomponga. Voy a demostrártelo. Cómetelo.
Le costó un poco acostumbrarse, pero lo consiguió. En más de un sentido, comerse los restos
de un vaso de plástico era lo más impresionante que había hecho en su miserable vida.
Alabama irguió la espalda y arrojó el puñal al cubo de la basura. Aunque volvió a su asiento, ya
no tenía ganas de beber. Que otro se encargara de recoger los pedazos. Hizo una seña a King y,
uno o dos minutos después, la Heritage salía disparada. El viejo pendenciero de las calles,
motorista, tragacerveza, ecologista y fotógrafo más famoso del mundo iba rumbo a casa.
CAPITULO IV
Pat Parker pasó rugiendo por Sunset Boulevard, en su abierto Jeep Islander. El pelo rubio
volaba tras ella al estilo de California, como debía ser. El sol de la tarde avanzada le quemaba la
cara. A su izquierda, a lo largo de la playa, la marea estaba alta y los adolescentes, con sus
mojados trajes de baño, aún seguían cabalgando sobre las olas. Aferrada con fuerza al volante,
practicaba aquel peligroso videojuego llamado autopista Pacific Coast, en el cual el premio era
llegar sano y salvo, y el castigo un viaje en el helicóptero de los bomberos hasta el hospital de
Santa Mónica. ¡Caray, qué largo era el viaje desde Nueva York! Hacía siete horas que había
salido de la Gran Manzana y ya le parecía una vida entera.

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Movió el sintonizador de la radio hasta hallar una emisora que estaba transmitiendo vieja
música de los Beach Boys. Se preguntó si se atrevería a desafiar la muerte aplicándose un filtro
solar a la nariz expuesta. De ningún modo. De las diversas opciones con riesgo de muerte, la del
melanoma le parecía intensamente atractiva. Entonces, sacudió la cabeza, exaltada por el sol, el
viento cálido y el nuevo humor que circulaba por ella. Eso era lo que necesitaba. Comenzar de
nuevo. Un desafío. Un cambio de orientación. Sentía ganas de cantar y rió contra la brisa, en
tanto repasaba mentalmente los acontecimientos que la habían llevado hasta allí.
Hacía tres meses que el moribundo Mapplethorpe le había sugerido enigmáticamente que
viajara a Malibú para visitar a Alabama. En un principio, no le había prestado atención. ¿Cómo
podía recibir el grandioso fotógrafo norteamericano a una cronista de la vida nocturna
neoyorquina? Alabama era una leyenda: paisajes, retratos y retrospectivas individuales en el
Whitney y el Metropolitan. Ella: elásticas coquetas y maricas en pose, en agujeros que se
regocijaban en la inventiva de aquellas fealdades. Él era medallas en el Jardín de las Rosas,
elogiosas críticas en el Times, elegantes galerías de la calle y coleccionistas megamillonarios.
Ella, quinientos dólares por venta, si tenía suerte, menciones en On the Avenue y Detail, Amaretto
di Pat, sugerencias de un esfuerzo cooperativo con la ubicua Tama. No podían ser más diferentes.
Sin embargo... sin embargo. ¿No era eso lo que ella necesitaba? Un cambio total. ¿O acaso Goya
se había dejado amarrar a las duquesas desnudas, renunciando a las nuevas fronteras de la
locura y los negros Satanes? ¿O Picasso se había acobardado ante el paso del azul a los cubos?
¿Acaso Gauguin se esclavizó en la bolsa de valores de París? ¿Se hizo rogar Miguel Ángel ante
el techo de la Capilla Sixtina? La enumeración de artistas que se habían arriesgado al cambio era
interminable. Mayor aún era la de quienes no se habían arriesgado, pero Pat Parker no quería
estar entre los últimos. Y la extraña experiencia vivida en Indochine, donde había creído ver al
fantasma de su amigo muerto, la ayudó a decidirse.
En las semanas siguientes había repasado toda su obra hasta elegir seis copias. Con el
corazón en las botas y la perspectiva del ridículo pendiendo sobre su cabeza hizo un paquete con
ellas y se las envió a Alabama por Federal Express, con una breve nota:
Estimado Alabama:
Robert Mapplethorpe me sugirió que hiciera esto. Creo que estas seis fotografías constituyen lo
mejor de mi obra, pero no puedo asegurar siquiera que me gusten. Estoy en una especie de
crisis... en lo referente a la fotografía. ¿Querría usted recibirme? Yo podría viajar a Malibú.
No esperaba respuesta. A lo sumo, una nota breve y cortés enviada por algún asistente
administrativo con aires de condescendencia. Pero el telegrama de Wester Union no se andaba
con rodeos. Decía, sencillamente: Venga usted. Alabama. Y ella había obedecido.
Ahora estaba en Malibú y pronto conocería al mítico personaje que le hiciera esa invitación
increíblemente críptica. Su corazón volaba. ¿Sería un desastre? En teoría, casi con certeza. Pero
¿a quién le interesaba la teoría? Tenía algo a su favor; se sabía que Alabama era un excéntrico. Y
de toda la gente del mundo, ésos eran los que mejor se entendían con Pat Parker. Contempló la
playa. ¡Dios, qué azul era el mar! Y también el cielo, salpicado de gaviotas y pelícanos parduscos
que volaban perezosamente sobre la fuerte brisa. A su derecha, los acantilados se elevaban,
vigorosos, con la superficie marcada por los incontables desprendimientos que habrían cerrado
esa carretera. Un letrero que decía GETTY le indicó dónde estaban las obras de arte más
costosas y más aburridas; pronto se encontró atravesando el corazón de la Malibú antigua. Pasó
junto al frontal del restaurante Alice's, en el que según Arlo Guthrie uno podía pedir lo que
quisiera; ante los portones de la Colonia, donde antes vivían las estrellas de cine; frente al
mercado Hughes, cuya arquitectura era la de una flamante misión española antigua; ante la
desolada pulcritud de la universidad Pepperdine, cuya hilarante misión imposible era incentivar la
inteligencia en un Malibú donde lo único que importaba era el cuerpo.
Sabía sólo vagamente hacia dónde ir. Alguien llamado King le había indicado en qué punto
abandonar la autopista de Pacific Coast. Luego debería subir directamente por las montañas. Ya
las tenía a la vista desplegadas contra el horizonte, grises a la luz del sol, sólidas, poderosas,
rebosantes de majestuosidad. Él vivía por allí, en el corazón de las colinas que algunos llamaban
Malibú y otros Santa Mónica; se rumoreaba que Alabama actuaba como si le pertenecieran. Pat
aspiró hondu. Iodos los que habían hablado con ella estaban de acuerdo en una sola cosa:
Alabama te tomaba simpatía o todo lo contrario. Era tu amigo o tu enemigo. Hacia nada y hacia
nadie podía mostrarse neutral. Por eso ella no había preparado mucha ropa. Si las cosas re-
sultaban mal, podría irse de inmediato. En el bolsillo de los desteñidos Levi's el billete era de ida y

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vuelta.
Malibú estaba cambiando. La rápida autopista serpenteaba ahora junto a pequeñas tiendas
cuyos letreros de neón hablaban seriamente de la playa y el cuerpo: camisetas de color pastel,
trajes de baño Dayglo, tonos para la gente de cobre. Había seductores restaurantes con nombres
tales como Something Fishy, Zooma Sushi y la Cantina de Coral Beach; había gimnasios y
pequeñas galerías comerciales de adobe, cuyas zonas de aparcamiento estaban bien provistas
de Samurais, Wranglers y Porsches, esos potentes iconos del sueño del sur. A cada lado, en la
autopista, otros bailarines de la muerte, productos de la fabulosa fuente genética californiana. Las
muchachas, imposiblemente hermosas, agitaban las cabelleras norteamericanas al ritmo de los
atronadores compases de sus Blaupunkts, mientras rubios superhombres del oleaje se exhibían
en pose, hacían mohines y aceleraban sus coches para ocupar espacios inexistentes en el
tránsito como kamikazes en busca de un fin honorable. Había agentes barbados, con sus
Beamers negras y un aspecto adecuadamente serio que pasaban rozando las cafeteras cargadas
de inmigrantes ilegales procedentes de la zona este de Los Angeles. Lentas familias de turistas
contorsionaban el cuello contemplando ambos lados de la carretera, en busca del huidizo espíritu
al que se le daba el nombre de Malibú, mientras barbados motoristas, con las gafas oscuras
sintonizadas en distorsión cronológica con alguna visión de un pasado Peter Fonda, circulaban
con orgullo, bien altos la cabeza y el manillar, en interminable viaje, hacia ninguna parte.
Pat Parker desvió el jeep hacia el carril derecho, mientras sus colegas de carretera hacían
sonar las bocinas en irritación universal. Algunas de esas hermosas personas hallaron energías
para gritar confusos insultos hacia el ozono en tanto pasaban velozmente junto a ella, Narcisos
rumbo al estrellado futuro del que estaban seguros.
Pat se ciñó a la derecha, riendo ante la angustia tan asombrosamente puesta al descubierto.
En Nueva York, la irritación era un modo de vida, una reacción inteligente ante el crimen, la tem-
peratura y el ruido. Allí ¿qué excusa había? ¿Los sueños rotos? ¿La blandura de la perfección?
¿La previsibilidad de otro día perfecto en el Paraíso? Tal vez conviniera averiguarlo. Trepó por la
carretera serpenteante; cada giro en S le suponía un festín visual, según se elevaba más y más
en las colinas. Por encima de ella, los halcones ascendían en las corrientes cálidas del cañón,
escrutando la maleza del chaparral en busca de ratones. A cada lado, parches de color brillante
iluminaban los matorrales. Había plantas de yuca, con sus altas plumas blancas, manchas de
aljabas de rojos deslumbrantes y matas de amarillas amapolas silvestres. A la vera del camino
crecían plantas de mostaza, tabaco salvaje y ricino; en el aire pesaba el aroma de la salvia
purpúrea y negra. Era una bella espesura, moteada por grandes rocas de piedra arenisca, y a su
alrededor estallaba la vida: el vuelo de un arrendajo, su áspero grito previo a la breve aparición;
belicosos grupos de cuervos de ébano, que se disputaban la propiedad de los postes telefónicos;
el súbito movimiento en la vegetación de un animal no identificado; ¿un coyote, un gamo, uno de
los raros gatos monteses?
Alrededor de ella todo era belleza desnuda. Pat Parker, que sabía de esas cosas, vibraba en
armonía con ella. Era lo que había estado buscando. Allí, en las montañas de Alabama, haría las
fotos que le importaban. Tenía la absoluta certeza. Todo lo ocurrido antes era como un ensayo
general. En mil cajas nocturnas, malolientas y sudorosas, había perfeccionado la técnica de la
fotografía. Ahora podía permitirse el lujo de olvidar las habilidades adquiridas. Sólo importaba la
vista, y Dios le había dado los ojos para ver las maravillas de la Naturaleza por El creadas. Siguió
un impulso y aminoró la marcha, deteniendo el jeep a un lado del camino. Allí, en el borde del
barranco, paró el motor para regodearse en la cálida maravilla del silencio. Descendió del vehículo
y cogió la Nikon que llevaba en la parte trasera, a la que adaptó una lente de veintiocho
milímetros. Allá, muy abajo, se veía la oscura alfombra azul del océano, con las motas de los
surfistas diminutas contra los picos blancos de las olas. El cañón le servía de marco, gris oscuro y
castaño herrumbre. Las aves se elevaban en el viento cálido, contra un techo de cielo sin nubes.
A control remoto, situó el diafragma a once, la velocidad a ciento veinticinco, la distancia a infinito.
La intensidad de luz estaba en su cabeza; la intensidad del ser, en su corazón. Ésa sería la
primera foto de su nueva vida.
De pronto vio el movimiento. Allá abajo, en los densos matorrales, a la sombra de un roble
gigantesco, algo se movía. Era grande, amenazadoramente grande en la carretera solitaria. Pat
Parker contuvo el aliento, pues la belleza del instante retrocedía, remplazada por el súbito miedo.
De pronto cobró conciencia de que era una forastera en aquellas escarpadas montañas. Las
calles perversas, con sus peligros bien conocidos, eran su habitat natural. Allí se sentía extranjera.

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Bajó la cámara y miró hacia el jeep, por encima del hombro. Volvió a bajar la vista hacia aquel
movimiento, que no cesaba; las piernas le pedían ya que les permitiera correr. ¿Qué animales
vivían allí? ¿Qué clase de gente? ¿Rudos montañeses, peligrosamente imprevisibles en aquellos
parajes remotos? ¿El tipo de personas que podía divertirse matando de un susto a una zancuda
fotógrafa neoyorquina?
Sin embargo, la voz que ascendió desde abajo no era pavorosa, sino irritantemente cínica.
— ¡Buena idea! ¡Para una caja de bombones! —tronó—. O para esas postales que se envían a
la familia.
La cara asomó entre el matorral. Era belicosa. Sus arrugas correosas se abrían en una sonrisa
de condescendencia. La perilla apuntaba hacia Pat como un signo de admiración. A manera de
respuesta, la Nikon de Pat Parker saltó como un mimo en sábado por la noche y el dedo de la
muchacha voló hacia el obturador.
— ¡Listo! —exclamó, con la voz densa de sarcasmo—. Ahora tengo un gnomo de jardín.
Nadie hasta entonces había clasificado a Alabama como gnomo de jardín. De todo lo que no
deseaba ser aquello debía ser lo primero en la lista. En la Rock House, algunos motoristas poco
prudentes le habían dirigido términos ostensiblemente más groseros, cosa que les había supuesto
experimentar un reordenamiento facial para satisfacción de todos. Pero quien ahora lo insultaba
era una mujer. Una mujer muy bonita, muy vital, muy ingeniosa. Y con un estremecimiento de
sorpresa, Alabama cayó en la cuenta de que ni siquiera estaba enfadado.
Continuó con su acto de revelación física. Cuando su mole surgió en un estallido de la planta
que lo estaba ocultando, Pat Parker comprendió que no era precisamente un gnomo de jardín lo
que «tenía». Lo que tenía era el lateral de una casa, una ballena de tierra, un montañés
amenazador cuya camiseta sucia y desgarrada decía inequívocamente: MATO FOTÓGRAFOS.
Ella dio un paso atrás. Él, uno adelante. La sonrisa arrogante desapareció de la cara de Pat,
mientras una de sincera diversión afloraba a la de Alabama.
— ¿Así que gnomo de jardín? —dijo él, con voz densa de incrédulo humor.
-Fue por el modo en que usted asomó la cabeza por entre las plantas... quiero decir... es
decir... no era mi intención...
Pero ya se veía la risa en aquellos ojos inteligentes, y el intento de disculpa se evaporó. No
todos los días se acusaba a Pat Parker de tomar una foto aburrida; mucho menos cabía esperarlo
de algún motorista ignorante en las montañas de Santa Mónica que habría debido tomarse el
tiempo necesario para crecer.
— Bueno, supongo que lo merezco, pero desde aquí esa foto parecía terriblemente aburrida —
arguyó Alabama.
— Pues desde aquí no. Es la primera lección en fotografía —replicó Pat, sin alterarse.
Era cierto. Unos milímetros lo cambian todo. Washington Square sólo lucía bien si uno la
miraba desde Kertész.
—¿Ah, sí? —exclamó Alabama, riendo entre dientes.
Y continuó avanzando hacia ella, que no cedió terreno, con el mentón proyectado en señal de
desafío. El mejor fotógrafo del mundo tronó:
—¿Y cuál es la segunda?
— No critiques el trabajo ajeno si no tienes idea de lo que estás diciendo.
Alabama ensanchó su sonrisa. La muchacha estaba enfadándose otra vez. Le brillaban los
ojos. La indignación pesaba en sus palabras. ¡Oh, Dios!, era una belleza, y el enfado aumentaba
su hermosura. Había que incentivarla un poquito más. ¡Conque gnomo de jardín!
— ¡Trabajo! —bufó—. ¡Trabajo! Si eso es trabajar, también lo es dar por el culo.
— No sea asqueroso —replicó Pat, con toda la frialdad que pudo.
Un gnomo de jardín asqueroso. Ésa era una primicia. A la edad de Alabama, las primicias no
abundaban.
Ahora estaba ante ella, trepando a la carretera, algo jadeante por el esfuerzo. Desde cerca era
aún mejor que desde abajo. Tenía los ojos dilatados por la indignación justiciera; los enormes iris
azules nadaban en un mar blanco, bajo las cejas pobladas de quien no pierde tiempo en tonterías.
Tenía la voluptuosa boca retraída en una mueca que descubría dientes perfectos. El cuerpo todo,
desde la impecable melena hasta la punta de las botas raspadas, se inclinaba hacia él como si
quisiera convertirse en una arma ofensiva. El chaleco de loneta azul dejaba ver la hendidura entre
los pechos sin sostén; su trasero de bailarina tensaba el añil del desteñido 501's sobre dos
piernas insuperables. Para Alabama era, decididamente, hora de reconciliaciones, ya que no de

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besos. La muchacha habría podido ser su nieta, pero las había conocido más jóvenes.
—Oye, perdona. Estaba bromeando. ¿Eres fotógrafa?
Le alargó una mano. Ella no la aceptó.
-¡Sí! -le ladró.
- -En ese caso, tal vez me hayas oído nombrar. Me llamo Alabama.
-¿De veras? -exclamó Pat Parker con una voz que parecía venir desde otra cordillera.
Se le ocurrió que habría sido un momento perfecto para el terremoto. La tierra podía abrirse.
Ella se arrojaría de cabeza. Luego el suelo volvería a cerrarse y ahí acabaría todo. Alabama.
Alabama, el asqueroso gnomo de jardín. Alabama, a quien ella acababa de enseñar las lecciones
primera y segunda en el arte de la fotografía. Ahora lo reconocía, por supuesto, de haberlo visto
en fotos. Pero era un poquito demasiado tarde. El hecho de que ella no esperara verlo emerger de
entre los matorrales del cañón no servía para circunstancias atenuantes.
Algo le zumbaba horriblemente en la cabeza.
—Mire, no sabe cómo lo...
Él descartó su disculpa como si espantara una mosca.
—¿Y usted es...?
—La Pat Parker que debía venir a visitarlo.
Su voz sonaba estrangulada. Parecía inevitable hablar en pasado.
Alabama hizo una pausa momentánea. Por fin, su enorme mano se levantó para aterrizar en el
ancho muslo en una resonante palmada. Su placentera carcajada estalló desde las profundidades
del cuello de toro.
-¡Bueno, cuánto me alegro, Pat Parker! -tronó-. ¡Por un momento temí perderme la tercera
lección!
En las oficinas que Cosmos Pictures tenía en Nueva York, Dick Latham se deslizó en la sala de
dirección como el niñito que llega tarde a clase. Su sonrisa tímida pedía perdón por la espera, por
la grosería, por la ineptitud personal. Encogió los hombros a manera de disculpa y se escurrió
hacia el sillón del presidente, haciendo una seña para que todos continuaran como si él no
estuviera allí. El hombre que se levantó de un salto para retirarle el asiento volvió a sentarse
ante la mirada que recibió de Latham. Oh, no, él no quería desconcertar a nadie. Sólo deseaba
sentarse, calladito, y dejar que los muchachos siguieran con lo suyo.
Sin embargo, el gerente general de Cosmos acababa de contraer un impedimento verbal. Su
discurso, hasta entonces desenvuelto, era ahora un staccato balbuceante, lleno de frases incon-
clusas, callejones sin salida y misteriosas incongruencias. Paseó el dedo bajo el cuello de su fina
camisa; en la cabeza, le daban vueltas y vueltas las palabras de la televisión: «No dejes que te
vean sudar». Bueno, lo había estropeado todo. Allí, en la sala de dirección, bajo las sólidas obras
de arte y la astuta iluminación de John Saladino, ante los ojos del superjefe, la humedad lo
impregnaba como el rocío en las mañanas de la montaña.
— Como estaba diciendo... es decir... frecuentemente... frecuentemente... cuando un estudio
cambia de manos se contempla la producción... pasa a un punto de vista... Es decir, para que la
nueva conducción pueda cambiar de rumbo...
Miró con desesperación la mesa de caoba, como si la madera lacada pudiera ayudarlo a
escapar de aquel desastre verbal. «Frecuentemente», una palabra que nunca usaba. Ahora le
llenaba la mente como una pelota de fútbol. El diccionario acababa de consumirse. No quedaba
sino «frecuentemente... frecuentemente...» ¿Y qué significaba eso de «la nueva conducción»? Él
era la vieja conducción. Toda la mesa era la vieja conducción. La posibilidad de que algún día
existiera una conducción nueva justificaba que en el aire perfumado de gardenias cosquilleara el
inconfundible olor del miedo.
Dick Latham sonrió. Se acomodó en su silla y tamborileó sobre la mesa reluciente con las uñas
inmaculadamente cuidadas. Levantó la vista hacia el Tiziano; la pasó al Rembrandt; sus ojos
rientes recorrieron las caras alarmadas de los gerentes de Cosmos, que trataban de devolverle la
sonrisa. ¡Dios!, cómo se esforzaban. Estiraban la boca sobre los dientes parejos, tratando de que
los ojos se encendieran en algún pálido remedo de cordialidad. Era como si el verdugo hubiera
decidido caprichosamente perdonar a la víctima que lograra la mejor sonrisa en el umbral de la
eternidad. Pero no ponían el corazón, simplemente. Latham alargó la mano y acercó hacia sí la
taza de Limoges, en el momento en que el camarero se materializaba a su lado.
— ¿Qué es? —preguntó Dick Latham.
El gerente general de Cosmos se detuvo. Por fin alguien había dicho algo interesante. Por

35
breves segundos pudo descansar. El señor Latham estaba preguntando por la marca del café.
-Es de Kenia, señor. Del Rift Valley, según dice el señor Kent. ¿Le sirvo?
Latham asintió y el chorro se virtió tranquilamente en la porcelana.
Agitó una mano en el aire, esa mano que mentía con un «no quiero interrumpiros». Observó
atentamente al ex agente, abogado y merodeador general de Hollywood, a quien recibía en
herencia como jefe del estudio. ¡Qué hombre tan desagradable, por Dios! Bajo y gordo, hecho
para apestar a cigarro y para el juego de sillas musicales que era la búsqueda de trabajo en la
Ciudad del Papel Plateado. ¿Qué tratos habría hecho con el demonio para alcanzar su momento
de minifama? A juzgar por la serie de fracasos que había producido, el talento no era uno de sus
atributos. Tampoco la oratoria, al parecer.
Por eso, como frecuentemente hacemos esta... especie de revisión... frecuentemente
deberíamos hacerla ahora.
Se sentó tan súbitamente como si lo hubieran golpeado con una cachiporra e hizo un gesto con
la cabeza al hombre de barba y gafas sentado junto a él.
Éste se levantó, se acomodó las gafas, tosió un poco y comenzó a hablar con voz débil y fina.
Mantenía la vista fija en la carpeta que tenía abierta sobre la mesa, frente a sí.
— He dividido los proyectos del modo habitual, en los que están actualmente en producción,
los tratos definitivos, que están por ponerse en marcha y los tratos de preproducción que ya han
alcanzado una etapa de exposición frontal significativa. No me ocuparé de los proyectos en
ciernes.
Hizo una pausa. Todos los ojos del salón estaban fijos en Latham. El multimillonario se
dedicaba a revistas y publicaciones. ¿Comprendería la jerga del cine? ¿Importaba eso? El jefe de
producción continuó:
— Pero debo comenzar por decir que las pruebas de mercado de Hogares en llamas resultan
muy alentadoras. Están obteniendo un sesenta y cinco por ciento de puntuación máxima en los
preestrenos, lo cual es fenomenal. Confiamos poder estrenarla a bombo y platillos el treinta de
mayo.
-¿En cuántos cines? -preguntó súbitamente Latham.
Su sonrisa había desaparecido. Los ojos rientes estaban entrecerrados.
Todos se incorporaron. Era la pregunta adecuada.
El gerente general mostró un enorme interés por las intrincadas molduras del techo; después,
por el estado de sus uñas; finalmente, por el diseño de la alfombra china.
— Mil, creo —respondió el de producción, con aire desolado—. Buscamos un aumento parejo y
gradual —agregó, desesperado, sin desconocer que eso no se amalgamaba bien con el
esperanzado «estreno a bombo y platillo».
— ¿Presupuesto? —le espetó Latham, con velocidad asesina. ¡Oh, cielos! Ahora sí que estaba
listo. El hombre sabía. Estaba al tanto de todo. El jefe de producción empezaba a derrumbarse.
—¿Mínimo o máximo? —preguntó, con un desolado intento por mantener a raya el desastre.
—Ambos —pidió Latham, mortífero como un áspid.
-De treinta y cinco a cuarenta -admitió el derrotado.
De nada servía. Una película de cuarenta millones de dólares, cuyo reparto por sí solo había
costado cinco, no podía permitirse un estreno en apenas mil cines. Con dos mil, por lo menos, las
investigaciones de mercado podían tener sentido. Con sólo mil, la película estaba condenada.
En el silencio siguiente, cada uno pensó primero en su carrera. ¿Hacia dónde iría cuando
cesara la música? ¿Dónde hallaría el asiento que le permitiera continuar en el juego, seguir
usando la tarjeta de platino, conservar el amor de las personas que amaban?
—Así que Hogar en llamas es pura ceniza —resumió Dick Latham—. Se diría que Cosmos no
ha salido aún de su mala racha.
Nadie se movió. ¿Sería rápido? ¿Dolería? ¿Los liquidaría a todos al mismo tiempo? Allí mismo,
enseguida. O dejaría a unos pocos para que mantuvieran las oficinas limpias y pusieran felpudos
de bienvenida para los remplazantes.
— Pero en realidad, no tiene importancia —añadió Latham—, porque a partir de este momento
Cosmos Pictures ya no se dedica al cine.
¡Cómo! Ellos eran historia antigua, pero ¿el estudio también?
No era así como se hacía. Los estudios, como las latas de sardinas malas, cambiaban de mano
en vez de abrir y cerrar. Cambiaba el personal, pero el estudio seguía siendo el mismo. Pasaba a
ser propiedad de grandes empresas, compañías fabricantes de gaseosas o individuos superricos

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que se enloquecían por los culos de las estrellas. En la actualidad los japoneses andaban
olfateando. Mañana serían los marcianos. Con un estudio se podía hacer cualquier cosa: violarlo,
arrasarlo, pulirlo, atesorarlo; pero jamás se lo cerraba. Era un acto antinorteamericano, como
quemar la bandera o hacer volar el monte Rushmore. Dick Latham, aparentemente tan sereno,
suave y bien informado, había perdido la chaveta, obviamente. El gerente general, desde la
relativa seguridad del desempleo, tuvo los cojones necesarios para decirlo:
— ¡Usted no puede hacer eso! —barbotó.
— Bueno —graznó Latham—. Si hace usted indagaciones, descubrirá que puedo. Cosmos
está asentado en una excelente porción de Los Angeles que vale mil millones de dólares. Si lo
cierro, vendo y deposito los mil millones en el banco, ganaré cerca de cien millones por año...
contra una utilidad retrospectiva promedio, en cinco años, de... Bueno, dígamelo usted.
Su mirada buscó al economista de Cosmos, el único del salón aparte del mismo Latham que
tenía brillo en los ojos.
—Veinte millones, como máximo, según cómo se registren...
—Exactamente —interrumpió Latham—. Y lo que yo digo es: ¿por qué molestarse en filmar
malas películas cuando se puede ganar buen dinero?
Para eso no había respuesta. Mejor dicho, la respuesta adecuada no sería admitida en público.
Lo cierto del asunto era que hacer malas películas significaba mucha más diversión que ganar
buen dinero. Mil millones depositados en el banco no tenían nada de divertido. Mil millones para
financiar las fantasías propias eran algo fantástico, fascinante. Ese era el fondo que Hollywood
siempre negaba, en tanto predicaba la propaganda de la eficiencia comercial. Ninguno de los
fracasados presentes iba a reconocerlo en ese momento.
—Así que, caballeros, me temo que sólo me resta pedirles a todos la dimisión. No hace falta
decir, por supuesto, que los contratos serán escrupulosamente tenidos en cuenta.
Se levantó. Alisó las inexistentes arrugas en la chaqueta inmaculada y sonrió una vez
más, mientras los arrojaba a la oscuridad exterior.
—Buena suerte —se despidió, caminando hacia la puerta a paso rápido.
Cerró tras de sí las puertas de roble y marchó enérgicamente por la antesala. La secretaria,
casi bonita, le dedicó la mejor de sus sonrisas.
—El señor Havers lo espera en su oficina, señor, como usted pidió -anunció sin aliento-. Y
después, a la una, Emma Guinness lo espera para la comida en el Four Seasons.
— Bien —espetó Latham.
En vez de tomar el ascensor, subió por la escalera hasta su oficina del último piso. Se movía
deprisa. Aquello había sido divertido. Veintiséis ejecutivos, todos ejecutados en una sola sesión.
Sin duda significaba algún nuevo récord del despido cara a cara. Oh Dios, cómo detestaba a los
incompetentes. ¡Ah!, cómo le gustaban las tetas de la Guinness.
Irrumpió en su oficina. Havers abandonó el sofá de un brinco.
— ¿Cómo te ha ido?
— ¡Estupendamente! Trataron de hacerme tragar que Hogares en llamas podía ser la salvación
de Cosmos. ¿Te imaginas?
—Sí —pronunció Havers, arrastrando las palabras—. Por allí debe de haber unos cuantos que
preferirían ir a ver Indiana III.
Latham rió. Havers le gustaba. Le gustaba que fuera implacable y objetivo en su sincera
búsqueda de las utilidades. Por eso lo había ascendido al segundo puesto de Latham
Communications.
— ¿Quieres que dé la noticia a las agencias de prensa? -Primero dale una o dos horas de
ventaja a Liz Smith. Estoy en deuda con ella. ¿De acuerdo?
— ¿Quién se encarga de la parcela? ¿Fred Sands? ¿Douglas?
— No. Dásela a Steven Shapiro, de Stan Hermán, con un contrato exclusivo de dos meses.
Después puedes incluir a los demás.
Latham se acercó al doble escritorio y a la ventana panorámica que daba a Central Park.
— Di a Steve que me visite en Brad Bech durante el fin de semana. Esta misma noche viajo a
Malibú.
-Tendré preparado el 727.

— No, no te molestes. Vamos a economizar. Haré el viaje por MGM. No lo he hecho nunca y
quiero probar. Resérvame un cuarto privado. La Guinness irá conmigo.

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No le parecía mal tratar a Havers como a un pilludo. En el mundo de Latham todos eran
pilludos, pese a los títulos deslumbrantes que lucían en la puerta de los despachos.
— ¿Cuándo pasamos a la segunda parte de la operación Cosmos?
Latham tomó asiento, acomodó los puños de su camisa de popelín azul y giró hacia la derecha
con la silla giratoria. Luego viró a la izquierda. Se inspeccionó en el espejo Chippendale. Sí, tenía
buen aspecto. Las corbatas de New y Lingwood eran de primera. Pero el bronceado empezaba a
borrarse. En el fin de semana se ocuparía de eso.
— Sí, fase dos, Cosmos. El nido del avispón —musitó, por sobre sus dedos largos y sensitivos.
Aspiró profundamente. La Obsesión Calvin Klein no lo convencía del todo. No resultaba muy
sutil; por el contrario, bastante enfermiza. La descartaría para volver a Royal Yacht. No resultaba
tan sensual, pero sí correcta sin esfuerzo.
— Estamos a punto de cerrar la compra de la parcela del Cañón —comentó Havers—. Nos
costó una miseria. Cinco millones de dólares por doscientas cuarenta hectáreas. El viejo idiota
quería agregar al contrato una cláusula que prohibiera su urbanización. Se la cambiamos por
quinientos mil más.
Hizo una mueca desdeñosa ante la debilidad humana y sonrió ante el poder sobrecogedor del
dinero.
—Y está junto a la propiedad de Alabama —musitó Latham para sí, con una expresión
ensimismada en la cara.
—Sí. Quiero ver qué hace cuando descubra que vas a construir un estudio cinematográfico
junto a él.
Latham rió entre dientes al imaginar la enormidad de lo que planeaba. Iba a construir un
flamante estudio para Cosmos justo en medio de las colinas de Alabama. El famoso logotipo de
Cosmos, el globo que giraba contra el universo estrellado, continuaría viviendo. El nombre del
legendario estudio no iba a morir. Él lo construiría por centavos en la parcela de Malibú que había
comprado por una nimiedad. Y la mayor parte de los mil millones de dólares que obtendría por los
excelentes terrenos en los que ahora funcionaba el estudio serían depositados en empréstito al
gobierno de los Estados Unidos. Era una operación celestial, un verdadero sueño que le hacía
burbujear los jugos gástricos.
Pero de una cosa estaba bien seguro.
Cuando Alabama descubriera que Dick Latham, fingiéndose salvador ecologista, era en
realidad un violador ambiental, el fotógrafo se volvería loco furioso y delirante.

—¡No puede ser!


-Te digo que sí.
—¿Hizo semejante cosa delante de todo el mundo?
-De todo el mundo. Yo estaba allí, junto a ella. Y Jennifer también. Pregúntale.
— Oh, Dios mío... Me cuesta creerlo. Es tan... crucial.
— Y él le espetó... No recuerdo las palabras exactas, pero le dijo que era asquerosa, nada
profesional y que su ropa era un desastre.
— ¿Cómo iba vestida?
— Con una cosa horrible, de tul. Parecía una bailarina de ballet, con un cinturón amarillo
espantoso y zapatos como los de Alicia en el País de las Maravillas. Parecía Doris Day vestida
para la Noche de Halloween. O una de las hermanas de Cenicienta. No puedes imaginártelo. Ya
sabes cómo se viste.
-Y ella ¿qué dijo?
— Nada. Se quedó de una pieza. Estaba destrozada. Ese joven tan buen mozo la humilló. Era
irreal. Completamente irreal.
— Yo me moriría. Tendría que esconderme. ¿Cómo pudo venir y... seguir adelante,
sabiendo que todos estamos enterados?
— Dice Amanda que eso mismo le pasaba en Inglaterra, cuando trabajaba para la revista
Class. Y ella, nada. Le hacían verdaderas maldades. Ya sabes cómo son los ingleses, con ese
vocabulario que usan. Al parecer ella era del norte, que es como venir de las granjas. Se llamaba
Doreen no-sé-qué, pero se cambió el nombre por Emma Guinness, que allá es un apellido con
pretensiones, y tomó un montón de lecciones para mejorar el acento. Dice Amanda que eran
implacables con ella. Como descubrieron que había llegado a directora de una revistilla
acostándose con medio mundo, la apodaban «British Open», como el campeonato de golf.

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Samantha du Pont y Mary Polk, la directora de la sección de modas, se deshicieron en risas,
esparciendo los lápices de colores, las copias, las transparencias y las tazas de café vacías. Era
la hora de la comida en New Celebrity y el clima de goce maniático iba en aumento. Samantha,
que dirigía la sección de actualidad, había presenciado la infamante velada de Juilliard en que su
odiada jefa fuera tan gloriosamente humillada y estaba extrayendo al episodio hasta la última gota
de potencial dramático.
-De cualquier modo, Emma lo ha soportado todo durante años. Nunca decía nada. No se reía,
no lloraba... Aguantaba a pie firme y tragaba saliva. Dice Amanda que Victoria Brougham, la
directora, solía preguntarle la opinión de las clases trabajadoras. Ya me entiendes. «¿Cómo
reaccionarán las clases trabajadoras ante esto, Emma, tú que eres la experta? ¿Qué opinarán de
esto?» Le ponían en el escritorio botellas de Guinness, que es una marca de cerveza y
bromeaban sobre sus «primos lejanos». La trataban con crueldad porque era vulgar, ambiciosa y
descarada, exactamente como es aquí. Hasta que un día la revista cambió de propietario, y
cuando quisieron darse cuenta Emma había sido nombrada directora.
El maniático zumbido de entusiasmo se acalló. El sol del placer colectivo fue súbitamente
oscurecido por las nubes.
— Dice Amanda que Emma grabó algo que había dicho Victoria denigrando al nuevo
propietario. Al parecer el hombre había ganado todo su dinero trabajando, lo que no es nada
elegante en Inglaterra. Emma le hizo escuchar la grabación, con Victoria imitando su modo de
hablar o algo así. Eso es lo que Amanda cuenta, por lo menos. Dice que allá se toman muy en
serio las cosas.
—Y los despidieron a todos.
— Claro está.
Se hizo un silencio embarazoso. Emma Guinness había sido importada por Richard Latham
tres semanas antes para hacerse cargo de su revista Celebrity, en rápido ocaso. Por el momento,
Samantha y Mary seguían trabajando allí.
No obstante, sus planes financieros a largo plazo no incluían la pensión por desempleo.
Estaban trabajando en la última edición de Celebrity al viejo estilo. New Celebrity estaba concebi-
da, pero en embrión. En las oficinas, nadie estaba en condiciones de jurar que presenciaría el
nacimiento.

Las dos amigas trataron de mantener el buen ánimo. El desastre de Juilliard tenía que tener un
poco más de material aprovechable.
— ¿Cómo se llamaba el tipo?
—Tony Valentino. Olvídate de Rodolfo; éste era de verdad. Quiero decir, es encantador. Por
primera vez Emma dio muestras de buen gusto. El muchacho era un espectáculo increíble, y mira
que a mí no me gustan los músculos.
— Caray, tendríamos que hacer algo por él. ¿Qué opinaría ese muchacho de... de... una boda?
Volvieron las risas. No por mucho tiempo.
— ¿Quién se casa con quién? —preguntó Emma Guinness desde la puerta.
Por algún motivo, la pomposa precisión de su gramática era aún más siniestra que el bramido
de su voz. Allí estaba, inspeccionando el cuarto con sus ojos de búho, en busca de traición,
herejía o lesa majestad.
Mary Polk, que vivía para la moda, hizo una doble mueca. Una, por la mal acogida presencia
de la jefa en el momento en que estaban ridiculizándola. La otra, por las ropas que lucía: un
horrible conjunto de abrigo y falda magenta y un sombrero en forma de campana de idéntico color.
— Oh, estaba bromeando sobre un conocido de Samantha — logró decir, por fin.
— Sí, no dudo de que los amigos de Samantha son una infalible fuente de buen humor —
concordó Emma Guinness, avanzando hacia el interior de la oficina—. Sus artículos también
son bastante divertidos. Más peculiares que divertidos, debería decir, ¡ja, ja!
— ¿No le gustó lo de los balnearios para adelgazar? —preguntó Samantha.
— Los balnearios para adelgazar ni gustan ni dejan de gustar. Son como las cremas
antiarrugas, los cirujanos plásticos y los libros que enseñan a ser feliz —ladró Emma Guinness—.
Simplemente, provocan un aburrimiento trascendente. Son parte del motivo por el que Celebrity se
fue a la cloaca, ellos y la gente «brillante» que sobre ellos escribe.
Emma puso todo su peso en el insulto, envolviendo la palabra «brillante» en un edredón hecho
con parches de sarcasmo, cinismo e ironía. Conocía a aquellas muchachas. Las tenía

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identificadas. Eran las primas transatlánticas de las zorras que habían hecho un infierno de su
vida en la revista Class. En la batalla por el ascenso, ella se había tragado todos los insultos que
pudieron imaginar las hijas de la aristocracia británica. Y la crueldad social era para ellas un
deporte como la caza. En sus genes había sido instilado un adiestramiento secular para derrotar y
rechazar a los trepadores sociales. Sabían con precisión quirúrgica cómo infligir el mayor dolor
con la palabra más pequeña, con el gesto más económico, con una sonrisa aparentemente
despreocupada. Comparadas con Victoria Brougham y su ejército de pares, aquellas
norteamericanas eran aficionadas en el arte del desaire; pero, a pesar de ello y de sus puestos
subordinados, lo intentaban. Y cuando lo hacían, como ahora, era preciso castigarlas, como a sus
antecesoras inglesas. Ella les había devuelto la violencia social con su propia medalla, la gran
orden del despido. Ahora, a las distinguidas del Nuevo Mundo les correspondía una investidura
similar.
Emma se sentó ante el escritorio y movió el papelerío que lo cubría. Levantó una transparencia
entre índice y pulgar como si se tratara de una cucaracha muerta y la acercó a la lámpara.
— ¡Dios Todopoderoso! No sabía que estuviéramos empleando a los fotógrafos de Penthouse,
Mary. Y la muchacha parece una ramera. ¿Se me pasa por alto alguna importante tendencia
social o es simplemente la exhibición de tetas y culos que yo veo?
Mary Polk se quedó boquiabierta. Ni siquiera en la universidad, en sus pruebas de ingreso al
club de estudiantes, le habían hablado así. Caray, ni aun el juez la había interpelado en ese tono
de voz tras su fugaz caída en la cocaína. Para protegerse de experiencias como ésa existían los
fondos en fideicomiso, el estudio de abogados de tío Willie, todos los primos y la horrorosa
incomodidad mandibular que exigía el acento de los brahmanes de Boston. Y ahora una
advenediza británica osaba decirle que ella no tenía buen gusto. ¡Que ella, Mary Polk, no tenía
buen gusto! Sus antepasados eran de tanta alcurnia que no habían venido en el Mayflower:
estaban en la costa para darle la bienvenida. Oh Dios, pero si su familia tenía el monopolio de la
distinción. Proyectó el mentón de familia, encendió los ojos de familia y se dispuso a la batalla.
— Esas fotografías fueron tomadas por Claude Deare. Y la muchacha es Sam Acrefield.
Entonó los nombres del gran fotógrafo y de la modelo estrella como si fueran la sentencia de
muerte contra el criterio artístico de Emma Guinness.
—Exacto —replicó Emma con una sonrisa perversa, arrojando la película al escritorio—: un
pornógrafo y una ramera. Lo que me pregunto es qué están haciendo ésos en la revista.
—Mira, Emma, todo el mundo emplea a Claude —terció Samantha con ira contenida. Tenía
que apoyar a su amiga—. Y Claude emplea a Sam. Eso lo sabes, sin duda.
—«Todo el mundo emplea a Claude, todo el mundo emplea a Claude» —imitó Emma, con
cruel exactitud, poniendo cemento en la mandíbula para captar el acento de Samantha—. Por
supuesto que lo sé. Lo sabe cualquier habitante del Hemisferio Occidental que aún no haya
muerto de puro aburrimiento. Ése es el problema. Escucha, tesoro: las páginas de moda que
publica Celebrity en sus distintos números son todas iguales entre sí. Tampoco puede distinguirse
la de Celebrity de la que publica cualquier otra revista. ¿Y por qué? Porque «todo el mundo
emplea a Claude». Y porque los tontos aturdidos que pretenden trabajar en esta industria son
demasiado ciegos o demasiado tontos como para darse cuenta de que Claude Deare es un viejo
libertino impotente al que sobrevaloran, así como Sam Acrefield es una puta de lujo.
— No entiendo qué relación tiene su conducta sexual con todo esto —entonó Mary, altanera.
Por muchísimos motivos, los liberales de Boston preferían dejar el sexo aparte.
— Pues yo te lo explicaré, gurú de la moda —siseó Emma Guinness—. El sexo obvio —
dictaminó— es historia. Y me temo que tú también.
El guante estaba arrojado. Había llegado la hora. Emma, revólver en mano, iba a disparar. Si la
bostoniana movía un solo músculo como represalia, podía darse por muerta.
— ¿Ya quién emplearías tú, Emma? —Samantha se apresuró a distraerla.
-A Pat Parker.
La inglesa disparó el nombre sin vacilar un segundo.
— ¿A Pat Parker? —entonaron las dos muchachas, al unísono. -Pero ella se dedica a
reportajes -descartó Mary.
— Es modernista — añadió Samantha, y dio a la palabra un giro peyorativo-; es decir,
underground. No está con la corriente principal. No casa con Celebrity.
— ¡Cuánta razón tienes, hija! No casa con Celebrity, no; pero casa a la perfección con New
Celebrity. —La voz de Emma Guinness sonaba triunfal—. Pat Parker es ahora lo actual. Donde

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esté pasando algo, allí está ella. Me importa un bledo si no ilumina bien, si su peluquero no es el
adecuado o si no ha trabajado para las revistas idóneas. En este mundo no hay excitación sin
gente excitante. A eso se reduce todo. Lo seguro es aburrido. Pongámonos bien en el límite, en el
borde, y desafiemos a los lectores a alcanzarnos. Lo harán, pero antes hay que despertarlos.
Arrancarlos del edén visual.
—¿Edén visual? Gracias, Emma. Muchísimas gracias —replicó Mary, marchitándose con la
crítica y muy consciente de que el sarcasmo era la más baja de las formas del ingenio.
—Tal vez podamos convencerla para que cubra nuestra sección «Estrellas del mañana». Quizá
ella logre que Tony Valentino cambie de idea y acepte participar.
Samantha sonreía tras haber lanzado aquel misil verbal de cabeza nuclear. Casi con certeza
ella misma perecería en el estallido, pero valía la pena si lograba informar a la temible Emma de
que todos, en la oficina, conocían su humillación hasta en los mínimos detalles.
El mundo de Emma se detuvo en seco. Una vez más sus antenas acertaban: ella habría podido
jurar, al entrar en la habitación, que estaban hablando de ella. Allí estaba la confirmación. El rubor
estalló en su cuello y se expandió desde el centro de sus mejillas, como las ondulaciones que
provoca una piedra arrojada al estanque. Apretó los puños; el ritmo cardíaco se le aceleró.
Mentalmente veía todas aquellas caras divertidas y atónitas, sentía las palabras desdeñosas
chorreando como ácido por su mente. El fuego del bochorno la quemó de nuevo al recordar la
cara del joven dios, tan lleno de desprecio, tan absolutamente seguro de sí mismo, demoliéndola
públicamente, ante toda la gente cuya opinión importaba. Toda su vida había sido igual. La batalla
para llegar al puesto donde nadie pudiera tocarla. Tanto trabajar, tanto sacrificio, tanta
planificación, y la victoria final. ¿Y entonces? Había siempre otra persona dispuesta a
importunarla. Primero, un ejército de encumbrados sociales; ahora, en la cima del éxito, un don
nadie salido de la nada, que se llamaba... ¿Valentino? La ira fue absorbida por el vacío del horror
que se había abierto dentro de ella. Entornó los ojos. La malicia se proyectó como un láser hacia
la muchacha que se había atrevido a burlarse de ella.
— ¿Sabéis vosotras dos... tenéis alguna idea de por qué os he dejado en el puesto? —inquirió
—. Bueno, os lo voy a decir. Quería que produjerais un último número de esa revista moribunda,
un número más aburrido, horrible y complaciente que todos los producidos hasta ahora. ¿Por
qué? Porque servirá para compararlo con mi primera edición de New Celebrity. Todo el mundo
podrá comparar lo sublime con lo ridículo. Por eso lo dejé todo en vuestras manos. Yo nunca
habría podido producir nada tan asombrosamente mediocre. Vosotras dos tenéis el más raro de
los talentos: el aburrir a galaxias enteras. Inventáis banalidades. Cuando el Señor creó la falta de
creatividad estaba soñando con vosotras. Y ahora me voy al Four Seasons para almorzar con
Dick Latham, y después a Malibú, a pasar el fin de semana con él. Y voy a informarle que os
despediré a todos. A todos ¿habéis oído?
Su voz se elevó en decibelios y en timbre. En los ojos le brillaban lágrimas de irritación
terminal. El despido era muy poco para ellas. Esas muchachas jamás pasarían hambre. Jamás
tendrían demasiado calor ni demasiado frío. Pasaban el verano en los Hamptons o en Inglaterra,
donde algún excelso editor blanco, anglosajón y protestante, las pondría al frente del depar-
tamento de relaciones públicas cuando el clima se tornara horrible, en el otoño. No se irían jamás.
Volverían una y otra vez, para contar y repetir la historia de Emma Guinness, a quien un bello
actor desconocido de Juilliard había puesto en su sitio, pese a toda su fama y su posición.
Caminó hacia la puerta. Al llegar giró en redondo, con la cara contraída por una ira terrible.
— Os odio —siseó—. Os odio a todos. Y algún día os mostraré hasta dónde soy capaz de
llegar.
Tony Valentino se recostó entre las burbujas, protegiéndose los ojos del sol, y trató
desesperadamente de sentirse mal. Frunció el entrecejo, sacudió la cabeza casi con irritación y
repasó todo su repertorio de expresiones y gestos de angustia o hastío. Habitualmente eso
bastaba. Si el cuerpo actúa, la mente lo sigue. Esta vez no. Era inútil. Malibú era demasiado
poderosa, se le había filtrado dentro del cerebro y se le estaba pudriendo con una extraña
sensación llamada placer.
Giró el torso en el jacuzzi y los chorros de agua lo siguieron, tironeando deliciosamente de su
fornido cuerpo. Podía ver a los surfistas a través de la baja barrera de vidrio que bordeaba el
recinto, a quince metros escasos por encima de la playa. Las olas de California se acercaban
perezosamente, tan mansas y pausadas como los habitantes de aquella tierra de sueños que
vagaban por la orilla del mar. Pelícanos y gaviotas practicaban sus zambullidas en el calor. Las

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lavanderas hacían piruetas en la arena acaramelada. Alargó la mano hacia el vaso de agua mine-
ral helada y, mientras le exprimía un poco de lima fresca, acompañó a Milli Vanilli en la canción
que transmitían los altavoces del sistema Sony junto a la piscina.
— ¿Te alegras de haber venido?
Ella lo rondaba desde arriba, con el grácil cuerpo recortado contra el sol. Tony entornó los ojos
para mirarla, con los brazos estirados en el borde del jacuzzi- Sonrió para responder que sí, que
se alegraba pese a todo, aun sabiendo que era un interludio, un opio para un dolor que se había
mitigado pero que no desaparecería jamás. Malibú estaba aturdiendo sus sentidos tal como él
quería, pero la realidad no se ocultaría para siempre. Ni él deseaba que lo hiciera.
Allison recibió con gratitud aquella sonrisa. Para la pobre niñita rica, que había vivido siempre
por debajo de la línea de pobreza emocional, era un don precioso.
— ¿Qué quieres que comamos? He traído algunas cosas de Hughes. ¿Quieres ayudarme a
hacer una barbacoa? Es lo que se estila en California.
Una vez más, él no respondió. Recogió las gafas oscuras, abandonadas en la cubierta de
madera que rodeaba el jacuzzi, y se las puso para ocultar los ojos que revelaban sus pensa-
mientos.
—Sólo comida «sana», supongo. Nada de sal. Nada de colesterol. Por lo menos, nada de
lipoproteínas de baja densidad.
Rió, sorprendido de poder hacerlo todavía.
— ¿Me tomas por una asesina? Hombre, en la tierra del jugo de alfalfa, la grasa poliinsaturada
es veneno. Tenemos espárragos, pechugas de pollo y ensalada de espinaca. Para postre, fresas
y frambuesas, si quieres.
La risa danzaba en sus palabras. «Qué feliz es», pensó Tony. Y qué buena. Ella lo había
arrancado de la angustia; ahora, cada movimiento que hacía, cada palabra que pronunciaba
estaba destinada a hacerlo sentir mejor y ayudarlo a olvidar. Estaba enamorada de él, por
supuesto; la cuestión era por qué. ¿Qué motivo podía tener un ángel rico, bello, inteligente, nacido
con todo un juego de cubiertos de plata cayendo en cascada desde la boca, para enamorarse de
un psicópata frío y tosco, en cuyas venas la helada ambición había remplazado a la sangre calien-
te? La había tratado con crueldad, utilizándola. Seguía utilizándola. Y ella le pagaba con
bondades, generosidad y buen humor. Esa extraña sensación debía de ser culpa, pero ya se
estaba fundiendo con otra cosa.
La tenía ante sí, erguida y orgullosa como correspondía a una actriz; el corte patricio de sus
genes se revelaba en cada curva de su cuerpo, en cada contorno de su cara. Sin embargo, el
traje de baño que llevaba, un modelo de Donna Karan de una sola pieza, era enemigo de su
clase. Daba el mentís a su aspecto de modelo aristocrática, a la frente altanera, el espesor de sus
cejas y la rectitud de su nariz. Era negro como la noche y le partía el rotundo trasero por la mitad,
expresando con elocuencia sus ansias de una vida inferior. La sencilla lycra negra ceñía su cintura
de clepsidra y los pezones de los pequeños y firmes pechos con un brillo sensual a la luz del sol
intenso, y demostraba la realidad de Allison Vanderbilt y las cosas que deseaba a la hora de
acostarse, cuando se introducía entre las finas sábanas de algodón, descoloridas por diez años
de uso. La muchacha necesitaba amor, pero nunca la habían amado; de algún modo, con el
correr de los años llegó a la conclusión de que no era digna de amor. Por eso ya no buscaba
admiración, respeto, calidez, consideración ni ternura. Esas cosas, a diferencia de las residencias,
los caballos, las joyas y los criados, nunca habían formado parte de lo que le correspondía por
derecho propio. Acabó por pensar que su papel era brindar placer en vez de recibirlo.
Gradualmente, con el paso del tiempo, la lujuria había llenado el vacío que hubiera debido colmar
el amor; el deseo sumiso se había convertido en el combustible de sus fantasías nocturnas.
-'—Ven al agua, Allison —instó Tony Valentino.
Su voz era ronca, cargada de urgencia. Se quitó las gafas oscuras y las dejó en la madera
curtida por la intemperie.
Por un segundo ella vaciló, pero luego una sonrisa de satisfacción le arrugó las comisuras de la
boca. Con los ojos chispeantes, sacudió el pelo en la brisa de la playa, como un joven pony.
Caminó hacia un lado del jacuzzi y se deslizó rápidamente en el agua espumosa. Lo observaba.
Sus ojos se encontraron sin que Tony hiciera nada por acercársele. Allison tragó saliva con
dificultad. Tony vio cómo la garganta se abultaba bajo la piel del largo cuello, vio también la
transpiración que asomaba en el labio superior y los ojos que se escurrían hacia la seguridad del
cielo, en tanto los de él penetraban como láser en su mente, leyéndole la pasión como si fuera un

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cuento para niños. ¡Él sabía! Oh, Dios, él sabía sus secretos. Y todo su cuerpo se estremeció en
las corrientes cálidas, preparándose para los deliciosos insultos que conformarían el acto de
amor. Por encima del hombro de Tony, un surfista caminaba por la playa, con la tabla bajo el
brazo. Estaba a diez metros escasos de ellos. La playa de la Colonia era privada hasta la marca
de la marea alta, pero en aquella democracia feroz no había modo de hacer respetar ese límite
móvil. Lo que ocurriera a continuación pasaría en público: ante esa idea, el corazón de Allison
Vander-bilt martilleó contra el pecho, en delicioso pánico. Una vez más se atrevió a mirarlo. El
mantenía las manos por debajo de la superficie y los ojos velados, con la cabeza inclinada,
hambrienta la expresión. De pronto irguió la espalda y se retorció hacia abajo; un momento
después, sus pantalones de baño se bamboleaban en la superficie espumosa del agua.
Allison volvió a tragar saliva. Sus ojos se agrandaron. Se le hizo un nudo en el estómago y el
aliento tembló en las fosas nasales dilatadas; el aire entraba y salía de sus pulmones sacudidos
en bocanadas largas, sin medida. Descendió la manta de irrealidad y el día se retiró de ella, allí,
en el umbral de la pasión total, donde el desierto se encontraba con el mar. Tenía la boca tan
seca como el viento del Cañón. El cordón del traje de baño se le hundía en esa parte de ella que
ahora mandaba sobre su cuerpo y su alma. Se estaba derritiendo, más mojada de algún modo
que el agua en derredor. Presionó con el trasero contra el tosco asiento del jacuzzi; los pechos le
escocían, alcanzados por los duros chorros, tensando sus pezones ya apretados. Allí enfrente
estaba él desnudo, desnudo y excitado por un ansia que ella tendría el privilegio de satisfacer.
Aun así no se movió. El le diría qué hacer. Él sabía, y lo que él quisiera estaba bien. Se buscó el
pecho. Sus dedos juguetearon en el borde de la tela y se escurrieron adentro, para sentir la fuerza
de la sangre misma en el cono palpitante del pezón. Pellizcó con fuerza y lo sintió resistir contra el
pulgar y el índice. Mientras tanto, la fuente de placer jugaba dentro de ella, iluminándole la mente,
empapando las paredes aterciopeladas de su jardín secreto, mezclándose con las aguas que
envolvían a los inminentes amantes. El trasero se le puso rígido. Arqueó la espalda. La pelvis se
contraía y relajaba, abriéndose y cerrándose en anticipación al placer inminente. Con la mano
izquierda buscó el otro pezón. Contempló a Tony, orgulloso y desafiante mientras ella jugaba
consigo misma, libidinosa y abandonada, afinando el cuerpo para él. Estrujó los pechos maduros
bajo la palma de la mano y los frotó de lado a lado, arrancándolos de la tela negra para que
flotaran en la superficie del agua, perdidos, descubiertos, perdidos otra vez en la espuma
humeante. Apuntaban hacia él, con rosado de fresa y blanco de vainilla, en contraste con la rosa
delicada de su torso alterado por el sol. Los encerró en las manos, empujándolos hacia arriba
para que él pudiera ver su regalo. Pellizcó los pezones duros como piedras, inundándolos de
sangre hasta que se hincharan haciendo caso omiso del agudo dolor, pues sólo quería inflamar a
Tony hasta el punto de que no pudiera retroceder. Estaba ardiendo. Las llamas de lascivia
cobraban vida dentro de ella. Sumergió la mano derecha, impulsada hacia el centro de su ser por
una fuerza mucho más potente que su voluntad. Abrió las piernas y atrapó con el índice la
estrecha banda de tela. Con un suave gemido, buscó la fuente de placer y renunció a su
humanidad para convertirse en el animal que deseaba ser.
—Sí, Allison —susurró él, suavemente—. Hazlo. Juega contigo misma. Háztelo.
Sus palabras abrieron las compuertas de pasión. Corcoveó contra su mano, desesperada por
la satisfacción sustituta, pujando, estrujando, triturándose contra los dedos tiesos. Se le abrió la
boca. El aliento pasó raudo entre los dientes perfectos. La cabeza cayó a un lado, en el espumoso
mar de abandono. Sus manos volaron hacia arriba, hacia abajo y hacia atrás, a la piel oscura y
trémula de las nalgas. Ahora los dedos volvían adelante persiguiendo el éxtasis, extrayendo la
crema de cada escalofriante momento de goce. Se sentía muy tosca. Era grosera y desver-
gonzada al masturbarse para el hombre que adoraba. La expresión de Tony constituía su
recompensa.
Ahora estaba dentro de sí misma, con la mano sorbida por la suavidad chorreante, las paredes
sedeñas ajustándose a los dedos desgarradores. Poco a poco, los movimientos codiciosos y dis-
continuos adquirieron ritmo. Arqueó la espalda, mientras la música crecía en ella en el
sobrecogedor crescendo del alivio. Tenía los ojos enturbiados por la proximidad del orgasmo y su
mano se movía con astucia, adentro y afuera, arriba y abajo, en el pistón del deseo. Y mientras
tanto lo observaba. Eso era para él. Todo era para él.
Tony se lanzó a través del agua que los separaba, rodeándola con el aro de acero de sus
brazos. Apoyó la cara contra la suya, haciéndole sentir el aliento cálido en las mejillas bañadas de
sudor. Su cuerpo se pegó al de ella. Allison lo envolvió con las piernas; aún tenía la mano

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sepultada en su propio centro. De pronto, contra la planicie de su bajo vientre, sintió esa parte de
él que tanto ansiaba. Imposiblemente grande, más dura que la roca, se alzó contra su piel, y ella
sonrió triunfal ante lo que había creado, desafiándose a imaginar lo que haría.
Pero antes él quiso beber la humedad de sus labios. La barba crecida se frotó
maravillosamente contra su piel suave. No hubo delicadeza en el beso. Fue el beso del
conquistador bárbaro que ha combatido larga y duramente por el botín reclamado. Trémula, se
rindió, tratando de dividirse en dos partes separadas para saborear mejor las dos zonas de éxtasis
en que se había convertido su cuerpo. En el chocar de los dientes, en la fusión de las bocas, en la
magullada batería de los labios, vivió el pináculo del goce. Pero contra su vientre, contra el dorso
de la mano aún apretada contra su palpitante montículo de amor, sentía la fuente del poder vital.
La apuñalaba como una daga, pesado y furioso como un garrote; presionaba contra ella, espada
que debía atravesarla en las mil muertes de las que ella sola renacería.
Las manos de Tony se perdieron en la exuberancia de sus cabellos, retorciendo, tironeando,
obligándola a apoyar la boca contra la de él. Las lenguas se enredaron y el líquido de ambos se
mezcló para lubricar la danza del resbaladizo amor.
Tony se apartó; sus ojos salvajes se clavaron en los de ella. Entonces firmaron el pacto. No la
amaba, pero la necesitaba tanto que la poseería en ese mismo instante, lo quisiera ella o no. No
le hacía promesas, salvo colmar su cuerpo hasta desbordar con su lascivia acumulada. Para ella
no habría consideraciones, ternura ni entrega. Tendría que tomar lo que encontrara en las
desoladas estepas de sus emociones, y no podría hacerlo responsable si moría de hambre en ese
páramo emocional. Ella lo entendió. Lo amaba. Su cuerpo sería su regalo. En esa entrega hallaría
el placer último. Habría querido más, pero por ahora bastaba, porque los cuerpos tenían algo que
terminar y porque la razón era la pariente pobre de la todopoderosa pasión.
Él bajó bruscamente la mano y le arrancó la mano de entre las piernas. Flexionó las rodillas y
ella se sintió desmayar al sentirlo en posición de poseerla. Allí, ante la abertura, Tony esperó.
Allison sentía su dureza peligrosamente anidada en el vello untuoso, palpitando contra la suprema
blandura de sus trémulos labios de amor. Dejó flotar las manos hasta la superficie y se apoyó
contra el borde para afirmarse, preparándose para el maravilloso y cruel ataque que él estaba a
punto de desatar. Quería tocarlo, extrañarse de su enormidad, pero sobre todo quería que aquello
la poseyera. Quería montarlo. Quería que la empalara. Lo quería tan dentro de su cuerpo que
jamás pudiera escapar.
Le temblaban las piernas; las separó un poco más, hasta que la mitad inferior de su cuerpo fue
como un abismo que exigía ser colmado. En toda su vida nunca se había abierto tanto; el zumo
de su amor corría como un río sobre las paredes palpitantes de su centro vital.
-Por favor, por favor -gimió.
Eso bastó. Tony empujó contra ella y su enormidad se deslizó adentro. Ella gritó de goce al
sentirse llena. Se estremeció, en tanto el ariete alcanzaba su techo, levantándole todo el cuerpo
con la ruda y cruel fuerza de su invasión. Ahogó una exclamación abrumada ante aquella salvaje
sensación y sus ojos se dilataron, maravillados por el tamaño del intruso. En la frontera donde el
placer se confunde con el dolor, se aferró de él, clavada a la muralla de la tina caliente, todo su
cuerpo convertido en un mero envoltorio para el poder del deseo viril. Él se irguió tensando las
piernas bajo el peso de Allison, que emergió del agua espumosa chorreando, con el cordón del
traje de baño rudamente desalojado de la línea media, empalada sobre aquella punta que
continuaba expandiéndose. Sus pechos escaparon por encima de la prenda y él sepultó la cabeza
entre ellos, abarcándole las nalgas con sus manos fuertes, manipulándole el cuerpo alrededor del
fulcro que era ya el centro de su universo. Allison le rodeó la cintura con las piernas y enganchó
los tobillos, apretándose contra la fuente de placer. Y al hacerlo comprendió que no podría
detener el orgasmo.
El aliento escapó bruscamente de sus pulmones y sus músculos perdieron coordinación. Emitió
un breve grito de dolorosa satisfacción y el mundo giró sobre su eje. El cielo azul en calidoscopio
contra el gris oscuro de las montañas se confundió con el aguamarina del mar. Ella era un surfista;
su cuerpo firme se retorcía en la cresta de la ola. Era un pájaro que volaba raudo, elevándose en
las corrientes cálidas de los cañones.
Retorcido, convulso, su cuerpo se estremecía con los espasmos del clímax. Descruzó las
piernas, sacudiéndose con un ritmo enloquecido de liberación, entre la fina llovizna de su
sexualidad. El aire se hizo denso con su almizcle. Su amor pesaba en la brisa cálida. Las ansias le
cayeron en cascada por los muslos, empapando el vientre de Tony y conjurando en sus ojos

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ausentes una expresión de maravilla.
— ¡Ooooooooooh! —aulló al firmamento, mientras bailaba la danza agitada de los moribundos.
Sus piernas eran las piernas de un ahorcado que buscaba frenéticamente la plataforma sin
hallarla jamás. Él no la dejó en libertad. No prestaba atención a su pequeña muerte. Avanzó por
ella y más allá, como si nunca hubiera existido. Y lo mismo hizo ella, inexorablemente. La fuente
de su loco deleite reverberaba todavía, pero al otro lado de la colina Allison Vanderbilt sólo
deseaba volver a escalarla.
Él giró en redondo, haciéndola girar sobre su extremo, levantándole una pierna para pasarla
junto a su pecho musculoso. Quedó a su espalda, pero siempre dentro de ella, y ya no pudo verlo.
Ahora su único apoyo era la vara de carne caliente que los unía. Tony arqueó el torso,
apartándola de su espalda, hasta mantenerla balanceada en esa punta, suspendida en el aire,
afirmada sólo por la punta de los dedos que le tocaban la cintura estrecha. Sólo sentía el sitio
donde Tony se hundía en ella y su cuerpo empujado hacia arriba por cada impulso poderoso de
sus caderas, antes de estrellarse hacia abajo por su propio peso al retirarse él. Eso duró
prolongados minutos de eterna felicidad. Él permanecía anónimo, invisible, sólo perceptible para
ella por la batuta de su lascivia. Y una vez más la música interior crecía y todo su cuerpo aullaba
pidiendo alivio. En esa oportunidad él pareció escucharlo.
Una vez más la hizo girar hasta tenerla frente a frente, con los ojos colmados de lágrimas
ansiosas, los labios abiertos, el mentón proyectado hacia delante en indefenso desafío. El pelo,
húmedo de sudor, se le pegaba a la frente y el aliento surgía en torrentes furiosos por sus dientes
entreabiertos. Se había derretido. Era líquida. Fluía hacia él en un sensual mar de sexualidad y él
podía bebería, hacer con ella su voluntad, mientras que le permitiera contemplarle los ojos en el
momento mismo en que se volcara en ella. Eso era ahora todo cuanto deseaba. Quería sentir la
verdad de aquel hombre, empapando su propia fuente, ahogando su propia cascada,
sumergiendo el océano que ella era en el que él iba a ser. En el país de la lujuria, él respondió.
Era hora. Se detuvo. Se quedó inmóvil. El cuerpo anhelante y dúctil de Allison estaba paralizado.
Sólo existía la plenitud, la presencia enorme que los unía con un vínculo del que no deseaba
liberarse jamás. Trató de conjurar la imagen de aquello hundido en sus calientes profundidades,
captar con el ojo de la mente la bella cosa que estaba por hacer. En el corazón mismo de ella se
produjo un pequeñísimo movimiento, la vibración de un colibrí ante la faz de una flor bien abierta.
Luego una, dos, tres veces, lo sintió: un breve chorro, una caricia de seda, tres deliciosas y
discretas salpicaduras de amor fundido que señalaba el momento de la unión. Fue la calma antes
de la tempestad. Tony estalló, precipitado hacia adelante, manoteándole frenéticamente los
muslos, siguiendo hacia el centro de su orgasmo. Al mismo tiempo ella se sujetó a él,
estrangulándolo con el suave nudo corredizo de sus labios de amor, y su propio orgasmo colisionó
con la fuerza exuberante del de Tony. Aquello siguió y siguió, temible en su intensidad, y el
gruñido gemebundo de placer emitido por Tony se mezcló con el áspero grito de alivio de Allison,
mientras las gaviotas volaban en círculos y las majestuosas montañas contemplaban a los
amantes.
-No sé cómo se toma una gran fotografía. Ni siquiera sé reconocer un gran tema. Pero sé
dónde está la belleza. Y está aquí. Si uno se queda por aquí, tarde o temprano ocurre algo bueno.
—¿Quieres decir que es cuestión de suerte, Alabama?
— Nada de eso, tesoro. Sólo mucho trabajo. Estar listo para cuando llegue el momento. Hay
que dominar la parte técnica hasta que uno pueda controlarla incluso durmiendo. Después, lo más
importante es olvidar y dejar que la mente vea. En cuanto empiezas a pensar, estás perdida.
Primero desarrollas el instinto; luego confías en él. No hay mucho más.
— ¿Crees que eso se puede enseñar?
-Sólo a la persona que ya lo posee. Se puede desarrollar, pulir, refinar, pero tiene que estar allí.
El talento puede estar en crudo, pero sin él no hay arte. Sólo una de tantas fotografías aburridas.
Pat Parker hizo una mueca de dolor, no por aquel análisis optimista-pesimista de lo que era un
artista fotógrafo, sino porque las costuras interiores de los vaqueros se le habían convertido en
dos apretadas bolas de tela que le estaban haciendo ampollas en la cara anterior de los muslos.
Por enésima vez en la tarde trató de aplanarlas, sabiendo que en uno o dos minutos volverían a
enrollarse reanudando el tormento.
No sabía si decírselo a Alabama o no. No, no quería ser la muchacha de ciudad que gimotea
en el gran mundo exterior. Alabama, algo más adelante, parecía absolutamente monumental,
indestructible como las vastas formaciones rocosas junto a las cuales pasaban. Quejarse de algo

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tan esencialmente trivial como el dolor estaba fuera de lugar.
—Ahora comprendo por qué la gente usa esos pantalones de montar -alegó-. Yo creía que
eran sólo para excitar a todo el mundo.
Él no se volvió a mirarla. No tenía interés. Y sus vaqueros, por alguna razón que Pat no
entendía, permanecían ceñidos a los tobillos de sus raídas botas vaqueras. Al parecer el arte de
montar era como el de la fotografía: cuando se lo dominaba, una podía olvidarse. Aferró las
riendas, pensando en el rasgo tan preciado por los japoneses: gamay, la perseverancia. Si había
servido para proyectar el yen a la estratosfera, debía de ser útil para una excursión fotográfica a
caballo por las montañas Santa Mónica.
— Mira, en estas montañas hay un solo enemigo —explicó Alabama por encima del hombro,
con la cara protegida del sol por el ala de su sombrero Trilby, de cuero negro con bordes de piel
de víbora—. Y es el hombre. Él es quien enciende los fuegos que las queman y edifica la basura
que las destruye. No he conocido un constructor que no mereciera un balazo.
Su mano se demoró anhelante en la culata perlada del 45 Smith & Wesson que colgaba de una
funda complicadamente enlazada junto a la cadera. Pat se alegró de no ser constructora. Aspiró
hondo y el perfume de la salvia y los pinos traído por la brisa recalentada se le subió a la cabeza.
Se acomodó el sombrero de ala ancha que le había prestado Alabama, sintiendo el sudor que le
goteaba entre los pechos, bajo la camisola blanca ya saturada. «¡Oh, Dios, esto es peor que el
infierno!» En los fosos de limo de Nueva York la temperatura rara vez llegaba a treinta y ocho
grados. Al menos aquí no había cigarrillos. En el mundo del chaparral que habitaba Alabama, los
fumadores probablemente serían vecinos de los constructores en cuanto a puntuación de
popularidad.
— ¿Por eso Malibú quiere ser ciudad?
— Es el motivo principal. Si nos incorporamos, los que viven aquí pueden decidir cómo quieren
que sea el lugar. No es mala idea. Se llama democracia. Antes era muy apreciada.
—Pero no entre los constructores.
—Cierto. En estos momentos, en general, la gente que decide las demarcaciones no reside
aquí. Y se les puede «aplicar influencias». Si se urbaniza una zona hay más recaudación de
impuestos, y si la recaudación aumenta hay oficinas más grandes para los burócratas. Como ellos
no están obligados a vivir en los desastres que permiten hacer, lo que ocurra en Malibú no les
afecta.
— Los periódicos locales no hablan de otra cosa que de las cloacas. Eso no tiene nada que ver
con la imagen de Malibú.
-Hablar de cloacas es hablar de urbanización. En la actualidad, todas las casas de Malibú
tienen su fosa séptica. Y te aseguro que cuando el mar entra en ellas, en esas lujosas mansiones
de la Colonia la mierda les sube hasta las rodillas. Pero los residentes soportan de buen grado
ese inconveniente, porque sin cloacas centrales nadie puede construir hoteles, restaurantes ni
centros para convenciones. Así que los propietarios rechazan las cloacas, mientras que los
políticos del condado y los constructores quieren instalarlas. En resumidas cuentas, la cuestión es
qué se hace con la mierda.
Se echó a reír, con el gran vientre bamboleándose al sol, al pensar en todas las estrellas de
cine, los millonarios, los astros del rock, escritores, pintores y artistas que luchaban por el divino
derecho a disponer de sus propios desechos.
— ¿Y quién ganará? —preguntó Pat.
—Yo —respondió Alabama, simplemente.
Volvió a reír y clavó los talones en los ijares de su caballo. El animal ascendió por una
empinada cuesta, bajo un saliente rocoso.
Pat, sonriente, trató de seguir a su líder. Era de esperar. Alabama estaba tan lejos de perder
como lejos estaba de la gracia. Ella empezaba a amarlo como al padre que nunca había tenido.
Su quisquillosa manera de ser, su afición a la bebida y su excentricidad eran encantadoras
idiosincrasias que le permitían relacionarse con él de igual a igual. No le daba lecciones formales,
pero cada vez que abría la boca ella aprendía algo de fotografía; más importante aún: sobre arte.
Por debajo de las provocaciones y las pullas, Ben Alabama era un soldado del zen: todo estaba
entrelazado. Todo se relacionaba. El modo en que uno vivía, los valores que defendía, eran tan
vitales como la dirección en que apuntaba la cámara.
— En el fondo de todo hombre hay un fotógrafo —gustaba decir—. Y lo mejor es que siga
estando en el fondo.

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Presentaba como puntos fuertes hasta sus debilidades visibles. Si bebía cerveza era para
burlarse de la seriedad de la vida. Pelear era divertido y limpio, parte de la tradición norteameri-
cana cuyo olvido había generado una sociedad más débil y dependiente que sufría una erosiva
deficiencia de autorrespeto. Su aspereza social era sólo autoafirmación, deber de todo el que
viviera según un código moral y estuviera orgulloso de ello.
Habían llegado a una cumbre más alta que las demás. Alabama refrenó a su caballo y giró en
la montura para saborear la extraordinaria vista. Pat hizo lo mismo; la salvaje belleza de aquellos
ciento cincuenta kilómetros la dejaron sin aliento. A un lado se extendía el valle de San Fernando,
con sus casas y su «civilización» empequeñecidas por la majestad de las montañas. Al otro, las
colinas de Malibú, bordeadas por el mar. Y en la claridad cristalina llegaba a ver Catalina, el lado
sur de la bahía de Santa Mónica, y hacia el norte el condado de Ventura. El sol jugaba con los
colores, dando tonalidades a rocas y maleza, colinas y valles en grises sutiles, castaños y verdes
salvia. Y por encima de todo ello, separando la tierra del cielo, pendía una esfumada capa de
púrpura y magenta, de lila y naranja tostado, mezclados en la magia de la luz siempre cambiante.
-Llamando a las puertas del cielo -dijo Alabama, sobrecogido por tanta belleza.
Pat, agradecida, pasó las piernas sobre la montura para desmontar y alargó la mano hacia la
arrugada mochila de lona donde llevaba cuanto le importaba en el mundo. Sacó una Leica y un
teleobjetivo de ochenta y cinco milímetros, que ajustó al maltrecho cuerpo de la cámara. Sus ojos
inspeccionaron el horizonte lejano, computando la luz. Luego abrió un paquete de Ilford HP3 y
cargó la cámara sin mirar. Después de cerrarla, tomó tres exposiciones con el objetivo apuntado
hacia la maleza polvorienta.
— Necesitas una cámara de cinco por siete —arguyó Alabama—. Con una Leica no vas a
hacer nada. Y es fotografía en color. Necesitas Kodachrome. Quizá un filtro rojo, para destacar las
sombras. El sol está a pico. La luz vertical no sirve para paisajes. Con ochenta y cinco milímetros
no te alcanza. Para una foto más o menos decente necesitas mucho más.
Se inclinó belicosamente desde la montura hacia su protegida. Lo estaba desilusionando.
Tendía hacia lo obvio y ni siquiera de una manera bien pensada. El no tenía inconveniente en
decírselo. Nunca tenía inconveniente en decir lo que fuera y a quien fuese, si se trataba de
fotografía.
Ella giró en redondo. La lente larga apuntó hacia su mentón saliente. Sus dedos giraron en el
borde dentado del visor. Los ojos irritados de Alabama entraron en el enfoque; su silueta se fundía
perfectamente con el fondo rocoso, recortado contra la inmensa luz cenital. Clic, hizo el obturador.
— ¡Oh! -exclamó Alabama.
-Creo que ésa es la fotografía -se burló Pat Parker.
— Creo que sí — reconoció Alabama, riéndose de su propia presunción.
Habría debido adivinarlo. La muchacha era un genio. Desde el momento en que sus seis
copias cayeron en la mesa de pino de su cocina, Alabama supo que aquella mujer tenía el factor
X. Hacía años que no veía fotos tan buenas; lo ajeno del tema no disminuyó en absoluto el
entusiasmo que lo apresaba. La muchacha sabía visualizar, sabía capturar el momento. Sabía
componer, cortar e imprimir. En pocas palabras: tenía garra. Inmediatamente la invitó a Malibú. No
estaba arrepentido. Las fotografías que ella había tomado durante su estancia confirmaban su
excelencia. Sólo en dos ocasiones había dudado de ella, pero por segunda vez Pat acababa de
invertir porcentajes. La fotografía del «gnomo de jardín», como él la llamaba, resultó estupenda.
Tenía la gracia de Elliott Erwitt. Definía a los elfos, los duendes y todos esos pequeños personajes
de los bosques; el hecho de que su tema fuera el recio Alabama la hacía aún más jocosa. Y ahora
la muchacha duplicaba la triquiñuela de Karsh con Churchill. El fotógrafo canadiense había
enfadado deliberadamente al estadista para captar su decidida belicosidad; el retrato resultante
fue uno de los mejores jamás tomados. Alabama no tenía dudas de que también esa fotografía
sería una revelación. Se volvió a contemplar el fondo, la luz, el cielo, y su ojo mental conceptualizó
el ángulo que él formaba con el caballo, la expresión de su cara, que el teleobjetivo habría
captado perfectamente. Prácticamente «veía» la copia, tal como Mozart podía «oír» la música que
escribía. Y era estupenda.
Se descolgó de la montura.
Caminó hacia Pat y le rodeó los hombros con un brazo.
— Perdona —se excusó—. Tengo que dejar de hacer eso. Ella se echó a reír.
-No tienes por qué dejar de hacer nada. Eres una leyenda.
— Lo era.

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La sensación extraña se hinchó en Alabama. Buen Dios, iba a revelarle el secreto que sólo
King y él sabían.
— ¿Cómo que lo eras} El año pasado estuve en la exposición que hiciste en el Metropolitan. Vi
tus últimas fotografías, Alabama. Son tan bellas como todo lo que has hecho siempre. Son lo
mismo.
La había cogido por sorpresa. Esa humildad, esas dudas no coincidían con su temperamento.
No era posible que buscara algo tan mundano como un cumplido. A esas horas debía de estar
harto de ellos.
— Voy a decirte por qué son lo mismo, Pat Parker. Son lo mismo porque hace diez años que
no tomo una fotografía. Y no tengo ninguna intención de volver a hacerlo. Me limito a imprimir los
negativos viejos y agrego la fecha del día. ¿Qué opinas de eso, amiguita?
Pat comprendió que la estaba sometiendo a prueba. El espanto, el horror, el reproche no eran
la reacción correcta. O bien se trataba de alguna broma complicada o bien había motivos muy
buenos para explicar lo inconcebible. Estaba incitándola a creer que Bacon había abandonado la
pintura, que Carson ya no hacía chistes, que Reagan se negaba a aparecer por televisión. Era
extraño, como suele serlo la verdad.
—Si es cierto, ¿por qué me lo dices?
Alabama parecía desconcertado. Estaba desconcertado, sí.
— No lo sé con certeza —admitió, por fin—. Creo que es porque me gustas. Porque me
parece que, con el tiempo llegarás a comprenderme.
De algún modo, el tema se había cerrado solo. Estaba en el desván, esperando a ser
investigado y analizado como parte del proceso que era aquella amistad en desarrollo. Aquella
muchacha le gustaba, sí, pero sobre todo le inspiraba confianza y admiración. Era de los suyos. Y
eso podía decirse de muy pocos en el condado de Los Angeles.
-Bueno, muchacha talentosa, si queremos llegar a tiempo para la comida de Latham tenemos
que emprender el regreso. ¿Qué opinas de los multimillonarios? ¿Te sirven de algo?
-Todavía no -rió Pat Parker-. Todavía no.

CAPITULO V

El mayordomo, cuya vida entera consistía en un complicado adiestramiento para la


imperturbabilidad, había perdido el hilo de la cuestión. Estaba de pie en el vano de la puerta, sin
saber si debía pedir ayuda a gritos, llamar a la policía o dar un paso atrás para recibir en la casa
aquel extraordinario dúo.
—Alabama y una amiga para ver a Dick Latham —gruñó Alabama, en tono amenazador.
Lo precedían el olor a cerveza y el vientre abultado. Detrás de los troncos que eran sus piernas
enfundadas en Levi's, los tubos de la Harley aún crepitaban por el calor del furioso descenso de la
montaña. El mayordomo inglés había oído hablar de los motoristas y recordaba a Brando en El
salvaje, pero no esperaba ver a uno tan de cerca.
— ¿El señor Alabama? — logró decir, con un gran signo de interrogación.
Había un tal señor Alabama en la lista de invitados para la comida.
— Sí —gruñó el visitante, sin molestarse en aclarar al mayordomo la letra pequeña de su
nomenclatura.
Empujó al guardián apartándolo de los portales y pasó. Pat, sonriendo ante la confusión, siguió
su estela.
Los únicos términos franceses que todo inglés entiende son fait accompli y savoir faire. Si la
casa iba a ser tomada por asalto, que la rendición se efectuara al menos con decoro.
— ¿Me permite su «sombrero», señor? —preguntó el mayordomo, permitiéndose un generoso
matiz de sarcasmo para disimular la derrota sufrida.
— No — respondió Alabama —. Ha echado raíces en mi cabeza.
Eso parecía cierto. Por su aspecto maltrecho, el hombre debía de dormir con él puesto desde
hacía varios años. Y allí donde el ala se encontraba con la frente existían nutrientes que bien
podrían alimentar algún tipo de cultivo. El inglés hizo una mueca. En Norteamérica eran sus
compatriotas los que, supuestamente, monopolizaban la suciedad. La falta de limpieza y su
legendaria mezquindad eran características británicas mucho más conocidas en esa orilla del
Atlántico que la flema y sofisticación por los que ellos preferían considerarse famosos.
Pat Parker contempló la enorme fortuna que la rodeaba. Era visible por doquier: en el

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mobiliario, que merecía estar en un museo; en las buenas obras de arte; en la estupenda
arquitectura. Su vista estética se centró en todo ello fundiéndolo en su mente periodística con los
datos que ya conocía de Richard Latham. El hombre pasaba la mayor parte del tiempo en Nueva
York y era el propietario de algunas revistas en las que ella publicaba algo ocasionalmente. Lo
había visto al cubrir algunas fiestas muy elegantes, pero como vivían en general en mundos
paralelos claramente separados nunca habían sido realmente presentados. Pat conocía su
reputación de mujeriego; tenía apostura, para su edad. Eso y su gran fortuna lo hacían
interesante, aun para una muchacha cuyos héroes eran fotógrafos, pintores y escritores, no los
poderosos superricos con complejos donjuanescos. Alabama le había contado lo de París; eso
agregaba profundidad al personaje unidimensional de los recortes de prensa. Latham podía
haberse comportado mal en aquella remota ocasión, pero por lo menos había tenido cojones para
enfrentarse a Alabama y un corazón para sufrir cuando la muchacha que amaba lo abandonó.
Muchos de los hombres que ella conocía no tenían una cosa ni la otra.
El vestíbulo de mosaicos mexicanos en el que se encontraban estaba lleno de flores. De las
vasijas de terracota caían cascadas de geranios, las balsaminas brotaban de cestos colgantes, la
buganvilla trepaba por las columnas de estuco. En el centro tintineaba una fuente, recubierta de
antiguos azulejos españoles. La vista se prolongaba más allá, hacia un patio en el cual
centelleaba una piscina de doce metros, bajo el sol de mediodía. En las paredes se amontonaban
las pinturas: naturalezas muertas holandesas del siglo XVII, Van Dycks de soldados serios y algo
que se parecía sospechosamente a un auténtico Franz Hals. El Concierto para violín en mi menor
de Mozart surgía suave y angustioso de altavoces ocultos.

-¿Puedo ofrecerle una copa, señorita? -intentó el contrito mayordomo, intentando recobrarse
de su sobresalto social.
-Me encantaría una coca -aceptó Pat.
—¿Clásica o... de otro tipo?
—Oh, clásica, supongo.
—¿Dietética, o de otro tipo?
— Dietética.
— ¿Sin cafeína...?
-De otro tipo -le espetó Pat, áspera.
-¿El señor...? -preguntó el mayordomo.
— Cerveza. Dos Equis, Corona o Tecate, en ese orden de preferencia. Embotellada. Con una
rodaja de lima. Fría. Pronto — instó Alabama.
Y sonrió provocativamente al criado.
-Bienvenidos, bienvenidos -saludó Dick Latham, que dejaba correr el aceite de la afabilidad en
las aguas revueltas—. Alabama, por fin. Y la bella y talentosa Pat Parker.
Se adelantó como una crema, con una sonrisa feliz en la cara bronceada y la dentadura
centelleando bajo la fuerte luz. Vestía un atuendo informal de polo, rosado y azul; el reloj de
Guess era una suave broma en el antebrazo musculoso. Sus zapatos brillaban y sus pantalones
podían cortar. Mientras ofrecía la mano a Alabama, devoró a Pat con una mirada divertida y
solícita.
— Me debes cien dólares —gruño Alabama, mientras estrechaba con mínimo entusiasmo la
mano que le ofrecían.
— ¡Qué sagaz de tu parte el recordarlo! —rió Latham sin perder un instante-. Fue en París,
¿no? Hace una eternidad. La juventud se malgasta entre los jóvenes, ¿no crees, Alabama?
Mientras hablaba sonreía a la muchacha, consciente de su desenvoltura social, de su
formidable autoconfianza. Con aquella sutilísima disculpa había desviado la agresión. Ella le
devolvió la sonrisa, a su pesar. Los artículos de Time y Forbes no habían captado su carisma;
tampoco mencionaban su cuerpo delgado y firme ni el acento medio inglés.
El hombre tenía unos cincuenta años, y el encanto brotaba de él como el aroma de un
atomizador en una buena perfumería.
Alabama entornó los ojos belicosos. Latham tenía la comedia preparada, pero el niño es el
padre del hombre: por dentro no habría cambiado tanto. Nunca es así. Y no iba a escaparse
haciendo aquellas babosas insinuaciones a Pat Parker.
—Oh, no creo que Eva Ventura la malgastara. ¿Te acuerdas de aquella hermosa muchacha?
¿Qué habrá sido de ella?

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La sonrisa seductora de Dick Latham desapareció. Ahora tenía los labios tensos e
inexpresivos, como una línea trazada a lápiz entre las mandíbulas. Cerró los ojos y se quedó
petrificado; sus hombros se pusieron tensos y el aliento silbó en las fosas nasales dilatadas. Hacía
veinte años que no oía aquel nombre, pero no llegaron a pasar veinte minutos, sin que pensara en
ella. Eva Ventura, la que había iluminado su corazón y había dado un nuevo sentido a su vida de
libertino. Ella había constituido todo el júbilo y la energía espontánea que había estado ausentes
en su oscura niñez; la amó más de lo que creía posible amar. Todos esos acordes dispares se
fundieron en una armonía secreta cuando, junto a Eva Ventura, su futuro tuvo al fin sentido. Pero
los demonios no estaban del todo exorcizados. Al encontrarse con una antigua novia que trató de
seducirlo le siguió la corriente, más por costumbre que por otra cosa, y porque ya no recordaba
cómo rehusar. Eva los encontró juntos. Se le rió en la cara por aquella veleidosa infidelidad y
desapareció en la nada. La náusea le crecía en el estómago al recordar la horrible pérdida, y
apretaba los dientes, furioso por el mal que jamás podría corregir. En ese momento, extravirtiendo
otra vez sus sentimientos, volvió su gélida furia hacia Alabama. Obviamente, el viejo motorista
había sacado a relucir el nombre de Eva para irritarlo. Era visible por la inclinación de su curtida
cabeza, con los ojos fascinados por el efecto de su lengua y una semisonrisa de venganza
frunciéndole las comisuras de los labios resecos. Alabama no había olvidado lo de París, su obra
rechazada por Latham ni la dura negativa del millonario a pagar lo que justamente correspondía.
En la mente de Latham, los posibles insultos se alinearon para el análisis. Pero se impuso el
adiestramiento de los últimos veinticinco años. En el enrarecido laberinto de dinero que habitaba
no había lugar para emociones mezquinas. Lo de ojo por ojo y diente por diente era para los
fracasados. Revelaba debilidad. La necesidad de represalias señalaba la localización precisa de
su talón de Aquiles. Y donde te habían herido una vez, podían volver a herirte. Por eso el truco
consistía en disimular el dolor, pero sin olvidar jamás. La venganza es un plato que resulta mejor
frío, pero Dick Latham había llegado a preferirlo congelado. No se limitaba a igualar las cuentas, ni
siquiera a ganar una ventaja marginal. Lo que hacía era saltar a otros mundos, poniendo distancia
entre él y sus enemigos. Entonces, cuando a ellos los devoraba la envidia por sus éxitos, les
arrojaba astutas bombas desde galaxias exteriores, arruinándoles la vida y humillándolos,
después de asegurarse de que conocieran la identidad de quien los destruía.
Pero con Alabama el enfoque era distinto. Lo necesitaba. Lo necesitaba de su lado durante ese
período crucial. Alabama manejaba con una sola mano los fondos de preservación de las
montañas de Santa Mónica, desde sus abismales bolsillos. Era la fuente de dinero; captaba la
atención de los políticos, el público y el vital periodismo. Era él quien impulsaba la solicitud de los
antiurbanistas para que Malibú se convirtiera en municipio. Como amigo sería difícil; como
enemigo, intolerable. Sin Alabama, su secreto proyecto de construir un nuevo estudio para
Cosmos descarrilaría. Si el hombre pensaba por un mero segundo que Latham iba a ser un vecino
ecológicamente indigno de confianza, utilizaría sus influencias para que el propietario se negara a
vender o agregar cláusulas antiurbanistas al contrato, aun en esa etapa avanzada de las
negociaciones. Podía convencer al gobierno para que comprara esas tierras. Hasta podía hacerse
con el dinero necesario para adquirirlas él mismo. No era buen momento para ponérselo en
contra, dijera lo que dijese o comoquiera que se comportase. Latham aspiró hondo.
—Sí, era una muchacha maravillosa, ¿verdad? A veces pienso que debería haberme casado
con ella.
Se mordió los labios ante la forzada banalidad. Volvió a poner elasticidad en su paso y se ciñó
otra vez el manto de desenvoltura, recargando su pistola de encanto mientras camuflaba la herida
recibida. Se volvió hacia Pat.
-Pat Parker, aquí tengo a alguien que se muere por conocerte. Es mi arma secreta. La traje de
Inglaterra para que renueve mi revista Celebrity. Te encantará. Está llena de ideas. Se llama
Emma Guinness.
Apoyó una mano en el hombro de la muchacha para guiarla a través del patio hacia las puertas
dobles de la casa principal. Pat sentía agudamente su contacto.
—Temo que Alabama, desde luego, sea demasiado importante para trabajar en revistas —
comentó—. Han de parecerle demasiado frivolas después de exponer en el Museo de Arte
Moderno, el Whitney y el Metropolitan. A propósito, Alabama: me encantan tus últimas obras. Tan
frescas, tan originales... Claro que no tienes ningún motivo para respetar mi criterio después del
triste papel que hice en París. ¿Todavía tienes aquel retrato? Te lo cambiaría por una donación de
doscientos cincuenta mil dólares al Sierra Club.

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Miró por encima del hombro para apreciar el efecto de la zanahoria que se balanceaba. Era
más del doble de lo que valía un retrato de Alabama, aun tomado en los primeros tiempos de su
carrera. Y el Sierra Club no era tan rico como en los tiempos de Ansel. Al parque nacional de
Yosemite le vendrían bien esos dólares. Además, eso era una sutil insinuación de que él, La-tham,
era amigo del medio. Pero el estómago se le hizo un nudo; no le hacía ninguna falta tener un
recuerdo material de aquella época. Tal vez se librara; probablemente Alabama habría usado el
retrato como blanco para arrojar dardos.
Pat también se volvió para ver el efecto de aquel don del cielo en su amigo. La mano de
Latham, aplicando una intrigante presión, seguía posada en su brazo. Ella sabía que el multimillo-
nario provocaba en Alabama desconfianza y antipatía. ¿Cómo resolvería la disyuntiva? ¿Sería
capaz de mirar los dientes al caballo regalado al Sierra Club, a fin de satisfacer su quisquilloso
orgullo? La escapatoria es difícil.
Pero no para Alabama.
— Quinientos mil —repuso.
— Un millón —contraatacó perversamente Latham—, a condición de que Pat Parker conserve
mi retrato en la mesilla, junto a su cama.
Reía al hablar. Todos se detuvieron en seco. Pero la mano de Latham seguía en el brazo de la
Parker.
— Usted bromea — replicó ella sonriendo, al tiempo que el rojo estallaba en sus mejillas.
— Nunca en mi vida he hablado más en serio.
La sonrisa de Latham iba cambiando. Tenía los ojos clavados en ella. Decían algo que Pat no
estaba del todo dispuesta a escuchar. Cuando comprendió que hablaba en serio, en su interior
comenzaron a batir tambores. Quería verla en su cama. Quería verla acurrucada y soñolienta,
felina y vulnerable por la mañana temprano, verla frotarse el polvo de los ojos, oírla bostezar, oler
su aroma terrestre cuando se tumbaba entre las sábanas baratas después de trasnochar
demasiado en los clubes excesivamente ruidosos. Por un simple millón, su retrato podría ver todo
eso. Y ella lo vería también y no podría olvidarlo, porque era de las que mantienen una promesa,
por frivola o ridicula que fuera.
-Tú decides, Pat Parker -gruñó Alabama-. Toda una vida de pesadillas a cambio de un millón
para las montañas.
Había olvidado hasta qué punto Latham era rico y caprichoso, hasta qué punto lo consumía la
necesidad de conquistar la belleza. La cacería estaba en marcha. Acababa de verla comenzar. Su
flamante amiga era la presa, y sería mejor que se anduviera con cuidado.
— ¡Caray, tener junto a mi cama un retrato del señor Latham hecho por Alabama no sería
ningún tormento! Más agradable, ciertamente, que tener uno de mis viejos.
Los dos percibieron que la alegre chanza de la primera frase se diluía en el paso de la
segunda. Por un breve instante el dolor fue visible, casi tangible. La joven hizo una pausa para oír
voces ocultas o ver demonios invisibles.
Pero se produjo una distracción. Las puertas, ante ellos, se abrieron de par en par. Apareció un
pequeño bulto humano, todo envuelto en un bikini lleno de volantes. La porción superior se
esforzaba en contener vastos pechos, mientras la inferior servía como cobertura de un trasero
ancho y plataforma de lanzamiento de dos piernas cortas y fornidas. El blanco brillante del bikini
destacaba el color rosado langosta de su piel. Fuera quien fuese, la mujer había economizado su
filtro solar.
— ¡Emma! —dijo Latham, haciendo una mueca ante la aparición—. Quiero presentarte al
famoso Alabama y la bella Pat Parker. Acabo de comprar un retrato que Alabama me hizo en
París, cuando yo era joven. Ojalá cumpla las mismas funciones que el de Dorian Gray.
-¿En mi mesilla? ¡Muchísimas gracias! -rió Pat. Y alargó la mano a Emma Guinness—. Hola,
soy Pat Parker —se presentó.
Alabama saludó con un gesto poco cálido, la mano firme a su costado.
— Ya sé quién eres —repuso Emma—. Soy una de tus admiradoras. Me encanta tu obra—. Si
hubieran empleado a gente como tú, no haría falta reformar Celebrity ahora.
-Gracias -dijo Pat.
Un cumplido era un buen modo de empezar. Ya experimentaba simpatía por aquella mujer de
horrible bikini. No fingía que la espantosa Celebrity hubiera sido un éxito. La sinceridad confería
valor a los halagos de la inglesa.
Latham sonrió de satisfacción ante el prometedor comienzo. Emma y él tenían planes

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diferentes con respecto a Pat Parker. El de Emma encajaría perfectamente en el suyo. El suyo no
armonizaría evidentemente con el de Emma. Se volvió hacia el fotógrafo.
— ¿Puedo secuestrarte por unos minutos, Alabama? Quiero mostrarte algunos planos que
tengo para construir una casa en las tierras que he comprado en las montañas, cerca de las
tuyas. Quiero que se funda con el medio. Quizá tú tengas algunas ideas. Vosotras, las chicas
aprovechad para intimar un tanto. Nos reuniremos todos a la hora de la comida.
Alabama gruñó a modo de asentimiento. Aquella comida no lo entusiasmaba, pero había
aceptado la invitación por curiosidad y porque siempre era mejor conocer un poco a un posible
enemigo. Ya había conseguido un millón de dólares para las sierras, y estaba por ver el
preestreno de la monstruosidad que el potentado quería construir en sus montañas. ¡Estupendo!
Le proporcionaría municiones para la audiencia de la comisión costera cuando objetara los planos
de Latham. Arrebató la Corona fría que acababa de materializarse en la bandeja de plata del
mayordomo y marchó con el multimillonario.
Emma Guinness se dejó caer en el sofá de seda. Pat Parker, en un sillón.
—Dime, Pat, ¿por qué Malibú?
Observaba a la fotógrafa, apreciando su hermosura y la enérgica afirmación de su vestimenta.
Reconoció la camiseta: era de John Richmond, el diseñador inglés más admirado del momento. El
motivo de tatuajes (Dios, Norteamérica, Mamá, Elvis) era «lo último», elegancia de motorista.
Quienes marcaban el rumbo de la moda se habían colmado de Chanel y consumo conspicuo;
ahora empezaban a orientarse hacia el estilo de vida salvaje. Había que tener eso en cuenta para
New Celebrity. Se imponía un regreso a lo terrenal. Las raíces, la clase trabajadora, la ropa
sencilla se alzaban en una renovación modificada de la década de los sesenta, tras el rampante
materialismo de los años Reagan, que resucitaron el estilo de los cincuenta. Las botas de la
Parker, maltrechas y cómodas, correrían infatigablemente como las interminables piernas de su
dueña; los vaqueros abolsados y desteñidos hacían del sentarse un placer antes que una difícil
prueba.
— He venido porque aquí está Alabama. Estoy trabajando con él, desarrollando una nueva
perspectiva. Estaba desorientada. El me ayuda.
-Yo no te creía desorientada. Tu obra me encantaba.
—Sí, bueno, es lo que se siente por dentro, ¿no? Quiero avanzar.
— ¿Hacia dónde?
Emma no se dejaba desanimar. La nueva Pat Parker podía ser más excitante que la anterior.
Fotografías flamantes para su flamante revista. Sin embargo, rogó para que no fueran diluidos
paisajes a lo Alabama. Más o menos cualquier cosa serviría, menos eso.
—Oh, en realidad no lo sé. Para eso he venido: para averiguarlo. Supongo que seguiré
fotografiando gente. Eso no puedo dejarlo, porque me fascina. Pero nada de gente superficial.
Quiero fotografiar a personas profundas, peligrosas. Ya me entiendes: personas que se
arriesguen.
—Sí, te comprendo. Cuando murió Andy Warhol se fueron muchas cosas con él. Para una
conversación no basta con «¡Oh!» y «¡Qué maravilla!». La frivolidad ha pasado de moda. Pero
¿crees que hallarás ese tipo de gente en Malibú? Apenas he llegado ayer y ya estoy casi en
coma. No puedo mantenerme despierta. Hay una especie de gas venenoso amarillo que llega
desde el mar y destiñe todos los pensamientos oscuros, cavilosos y productivos, convirtiéndolos
en bonitos tonos pastel. Una semana o dos de esto y me convertiré en la mujer Day-Glo.
Pat se echó a reír, entre otras cosas porque ser la mujer Day-Glo sería dramáticamente mejor
que ser una langosta llena de volantes. Pero le gustaba el tiroteo verbal de la inglesa, su
modernismo desembozado y su mente analítica.
— Mira, el color es un alivio después de tanto negro como hay en Nueva York. Y esto de dormir
por la noche me resulta una experiencia extraña. Estoy tratando de acostumbrarme a los ruidos
del silencio.
—Sí, pero ¡qué estruendo hace el mar! No puedo quitarme la impresión de que va a entrar por
la ventana del dormitorio.
-Dicen que así será; es sólo cuestión de tiempo. -Emma rió. Luego pareció tomar una decisión.
Se inclinó hacia adelante, con los brazos apoyados en las rodillas—. Escucha, Pat: quiero que
trabajes para New Celebrity ¿Qué te parecería hacerlo en exclusiva? Cobrarías un anticipo de
honorarios bien jugoso, y tendrías completa libertad artística para producir lo que quisieras. Tal
vez sea lo que necesitas en este momento. Dinero en efectivo sin plazos de entrega. Un mercado,

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pero sin directivas. Yo compraría buen criterio y tu visión, porque confío en ellos.
Pat se respaldó en el sillón. Pese a la muerte de Andy, tenía la necesidad de decir «¡Qué
maravilla!». Pero como era neoyorquina, no dejó traslucir su entusiasmo.
-El problema es que, en estos momentos, estoy casi bloqueada. Tú dices que no habría plazos
de entrega, pero tendrías que recibir algo a cambio de tu dinero. Y, a propósito, ¿qué suma tienes
pensada?
Ella apoyó la cabeza en la mano y sonrió, para disimular lo duro de su posición en las
negociaciones.
—Digamos... cien mil dólares por dos grandes reportajes al año.
— ¡Qué maravilla! —exclamó Pat Parker, a su pesar.
Emma sonrió. Había analizado el trato con Latham, que sugería agregar otros veinticinco mil a
los honorarios anticipados. A Pat Parker nunca le habrían ofrecido un contrato así. Pero Emma
había aprendido que en la vida era preciso pagar más de lo calculado si se quería excelencia.
Cuando uno tenía el coraje de hacerlo, con el tiempo siempre resultaba barato. Se inclinó hacia
adelante.
-¿Aceptas? -preguntó.
— No lo rechazo, no lo rechazo.
Pat rió para ganar tiempo. Probablemente podría extraer más jugo del trato, pero no sabía de
dónde. A Ritts, Weber y Newton no se les ofrecían contratos como aquél. De pronto, como caído
del cielo y en el momento mismo en que estudiaba la posibilidad de arrojar la toalla en cuanto a
periodismo fotográfico, se le ofrecían la luna y las estrellas. Así era la vida. Empezaba a
preguntarse qué demonios escogería como tema para un ensayo fotográfico destinado a New
Celebrity. Tenía la mente en blanco. Los escritores no eran los únicos artistas que se bloqueaban.
— ¿Y podría elegir cualquier tema que quisiera? —inquirió—. Es decir, no me estás hablando
de reportajes sobre la vida nocturna de Nueva York y todo eso a lo que me he dedicado hasta
ahora.
— Eso es cosa tuya. Si quieres seguir con eso, bien. Si no, igualmente bien.
— Dos reportajes, por año, dices, pero sin plazos de entrega. ¿Cómo funcionaría eso?
—Sería elástico. Me gustaría tener algo ya en las manos, por supuesto, para mi primer número.
Pero si no tienes nada hecho, no importa. Lo que quiero decir es que no estarás muy atada. Sé
que podemos trabajar juntas. Puedo trabajar con cualquier persona a la que admire. El problema
es que no abunda esa clase de personas.
—Acepto —dijo Pat.
Había un momento para la charla y un momento para actuar. Tenía el empleo de sus sueños.
Tenía respaldo para su arte. Por lo menos en teoría, según el contrato, podía publicar «Escorpio-
nes en las montañas de Santa Mónica» en cinco páginas de la revista y ganar cincuenta mil
dólares. Claro que no era capaz de hacerles eso a Emma y a Latham, pero en un aprieto, sería
posible. Eso era verdadera libertad y le permitía quedarse en Malibú con Alabama. Podría ser su
humilde asistente, la servidora del gurú, y tener al mismo tiempo una salida para su obra y unos
estupendos ingresos. Bastaría con hacer aquello que mejor sabía hacer: fotografiar.
Emma se levantó de un salto.
— ¡Grandioso! ¡Estupendo! ¡Es maravilloso!
Corrió hacia Pat y la abrazó con fuerza. Por dentro también estaba burbujeando. Había
edificado su éxito sobre las espaldas de la gente brillante a la que contrataba. Su principal talento,
tal vez el único, era reconocer la grandeza donde menos cabía encontrarla y ofrecerle trabajo.
Ahora estaba en marcha y a la carrera. Michael Flaubert, el indicador de tendencias en la moda
negra, ya había aceptado ocuparse de la vital sección de diseños. Tenía sobornado a Kit Jacosta,
el joven novelista de vanguardia, para que descendiera de su intelectual torre de marfil y se
ocupara de la sección de actualidades. El triunvirato Parker-Flaubert-Jacosta constituía un
material para una revista legendaria; en las arterias de la Guinness cantaba la adrenalina al
contemplar su magnífico futuro.
—Ven, Pat, vamos a tomar champaña para celebrar esto. No sabes lo entusiasmada que
estoy.
— Yo seguiré con la Coca. No bebo.
Pat rió, contagiada por el entusiasmo de Emma, aún tratando de aclimatarse al milagro que
acababa de ocurrirle.
— ¿De veras? ¡Yo sí, oh Dios, y tengo ganas de emborracharme por completo!

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En realidad, Emma no se había emborrachado nunca en su vida. Era fanática del dominio, y
eso incluía el dominio de sí misma. Pero había descubierto que la gente, por naturaleza, no se
inclina por aquellos que temen dejarse ir. Por eso cultivaba una apariencia de soltura y fingía
disfrutar con la inútil tarea de pasarlo bien.
— Entonces vayamos a pasear por la playa —propuso—. Ahora soy tu jefa y tienes que
darme el gusto —dijo sin aliento, levantándose de un brinco.
Pat también se levantó. Riendo, las dos nuevas amigas cruzaron las cristaleras para salir a la
arena del campo privado de voleibol que bordeaba la terraza de Latham. El sol quemaba, cayendo
a plomo sobre el tranquilo océano. El aire libre de hollín refrescaba la nariz.
— ¡Oh Dios, qué bien me vendría un surfista! —comentó Emma, súbitamente.
-¡Qué!
— Un surfista con quien jugar. ¿No sería bonito? Todo músculos deslizantes, mudo, de pelo
rubio, cerebro muerto y con gusto a sal. Fuerte como un caballo, Ricky por nombre y en edad de
ser mi hijo. No pienso en otra cosa desde que llegué a Malibú.
Emma rió para demostrar que hablaba en serio.
—Oh, Emma, estás bromeando. Te morirías de aburrimiento. El tipo de hombres como tu
«Ricky» cree que un juego de palabras es un entretenimiento de salón. ¿Por qué no Dick Latham?
Yo diría que está más dentro de tu tipo —agregó, astuta.
— Es la alternativa —admitió Emma, con una sonrisa, y se sentó en la esquina de una tabla
para windsurf abandonada entre las dunas—. Pero resulta casi demasiado, ¿no te parece?
Pat se sentó a su lado, advirtiendo que la voz de Emma se había vuelto reflexiva. Ella quería
decir que a Latham le gustaban muchachas diez veces más hermosas que ella. Muchachas como
Pat Parker, de quien no había apartado la vista desde su entrada; muchachas como Pat, a quien
había sugerido aumentarle los honorarios en un veinticinco por ciento; muchachas como la Parker,
cuya carrera fotográfica el sátiro millonario parecía conocer muy bien.
— Bueno, aunque con poca frecuencia lo bueno existe, ¿no? —Hum. En realidad, no creo que
Dick sea «muy bueno», ¿y tú? Es decir, lo bueno es que sea rico, que no sea gay, que sea
interesante, inteligente, apuesto, que sepa halagarla a una a las mil maravillas. Pero me temo que
en realidad es muy, pero que muy malo.
— ¿Hay algo entre vosotros?
Pat nunca había conocido a otro inglés tan abierto. Aquella mujer debía de haberse muerto mil
veces en el estreñimiento emocional de su país; la incontinencia temperamental de Norteamérica
debía de parecerle el nirvana. Estaba conociéndola a una velocidad vertiginosa.
— No, a menos que «algo» sea un polvo en un retrete de avión, a mil seiscientos metros de
altura.
— ¡Emma! ¡No puede ser!
Pat se sentó en la plataforma dentada de la tabla. Su voz sonaba henchida de incrédula
diversión.
-Oh, sí, pudo ser.
— Pero... quiero decir... cómo...
— Con muchísima dificultad y una dosis de perseverancia — explicó Emma, fingiendo
seriedad—. Dijo que siempre había querido hacer la prueba. Y como yo soy su empleada, me
consideré en el deber de satisfacerlo. El placer fue mínimo, pero después hubo cierta sensación
de triunfo. Él parecía interesado, sobre todo, en el derecho que eso le daba a usar cierto tipo de
distintivo. Ah, y dijo que era bueno para los músculos de las pantorrillas, durante los vuelos largos.
Hoy en día hay que ejercitarse cuando se viaja en avión. Claro que tú, siendo norteamericana,
debes de estar bien informada. En Europa no hemos captado esto de la salud, ¿sabes?
-Oh Dios, Emma, es increíble. Siempre me pareció que Latham era tan serio... No logró
imaginarlo...
Pat Parker trató de imaginar lo que no lograba, y mientras tanto se preguntó qué impresión le
causaba todo aquello. Por lo visto, Latham tenía un problema. Necesitaba poseer a una mujer y
humillarla, sin que le importara su aspecto. Emma Guinness era atractiva por su oratoria y su
velocidad mental, pero distaba mucho de parecerse a las muchachas deslumbrantes que él
llevaba colgadas de su brazo en las fotografías de las revistas. Además había que tener en cuenta
el sitio elegido para el objetivo. ¿Originalidad? ¿Audacia? ¿Bajeza? ¿Mala educación? Era difícil
determinarlo. En un principio, ella se había dejado halagar por sus atenciones, pese a la
subyacente sensación de que él no era del todo íntegro. ¿Cómo interpretar aquello a la luz de lo

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que acababan de contarle? Algo era seguro: tratándose de Dick Latham, lo que uno veía no era
necesariamente lo que era en realidad. La revelación de Emma había agregado la sorpresa a su
lista de atributos y defectos.
—De cualquier modo —rió Emma—, si los surfistas lo permiten, espero repetir la experiencia
en un ambiente un tanto más saludable. Para más adelante, deseo un intercambio de senti-
mientos más significativos que esos comentarios sobre la gimnasia aeróbica y el distintivo del
club. Y tú, Pat Parker, ¿qué buscas? No creo que sea a Alabama, ¿verdad? Parece el proverbial
viejo del bosque. A mí me inquietaría pensar en el estado de su ropa interior.
— Oh, por Dios, no. No se trata de eso. Él es mi héroe, nada más. Y detrás de toda esa
agresividad es bondadoso. Además, no he conocido en mi vida a un hombre más honesto.
— ¡Qué horrible! —Emma se estremeció—. La gente honesta es tan brutal...
-Bueno, ciertamente es un poco brutal, pero sólo con quienes no le inspiran confianza.
—No confía en Dick, ¿verdad?
— No, creo que no. Odia a los empresarios. Por otra parte, riñó con él hace mucho tiempo, en
París.
— Bueno, yo sólo sé que Dick quiere comprar una enorme parcela en las montañas, sabe Dios
por qué, y necesita que Alabama lo apruebe. Al parecer, Alabama es el padrino de esta zona... y
Dick cree ser el padrino del resto del mundo. En estos momentos deben de estar intercambiando
proposiciones imposibles de rechazar. No creo que le cueste mucho a cada uno encontrar una
cabeza de caballo para poner en la cama del otro. Malibú está llena de caballos. Abundan más
que los surfistas... desafortunadamente.

Parecía trascendentalmente entristecida por la escasez de carne humana y la excesiva


presencia de la variedad equina. Pat no pudo menos que reír, pese al comentario poco amable
que Emma había hecho respecto de Alabama.
— ¿Cómo conociste a Dick Latham, Emma?
— Una de sus perversiones es la anglofilia. Tiene una casa en Chester Square, que es el sitio
donde viven todos los norteamericanos ricos. Es miembro de White's, firma vales en Wimbledon,
se viste en Anderson y Sheppard... Las nueve yardas enteras, como decís los norteamericanos.
Estaba buscando a alguien que sacara del pozo a Celebrity. Y como yo acababa de hacer lo mis-
mo con algo muy desagradable llamado Class, me ofreció un millón por año y el alojamiento en un
apartamento suyo en la Quinta Avenida. Acepté, por supuesto. Me moría por salir de Inglaterra.
— ¿Cómo puedes decir eso? Inglaterra parece una maravilla. Yo me muero por ir allá.
—A los turistas les gusta. Los ingleses los tratan bastante bien y no tienen tiempo de aburrirse
de la comida y el clima. Son los propios ingleses los que soportan la antipatía de los ingleses.
Todo aquello está en guerra civil constante, nunca declarada. Cada uno de los ejércitos tiene el
acento por uniforme: las diferentes clases sociales violan, saquean y no hacen ningún prisionero.
Los «trabajadores» roban; los aristócratas beben; los burgueses sufren. Es cruel, créeme. Para
vosotros, los norteamericanos, la guerra de clases es un asunto étnico. Ya me entiendes: en
cualquier construcción, los obreros negros tocan música rap para irritar a los capataces blancos,
que a su vez están tocando música country para irritar a los negros, y ambos suben el volumen
para enloquecer al médico judío que está tratando de escuchar algo de Strindberg al otro lado de
la calle. Eso es un juego de niños comparado con lo de Inglaterra, donde todo el mundo se toma
un verdadero interés por la lucha de clases. La gente trabaja toda una vida por un sueldo de
miseria, a fin de obtener un título de caballero que sólo merece una risita de los verdaderos
aristócratas.
— ¿Pero la Thatcher no ha cambiado todo eso?
— Lo intenta, sí, pero antes la cambiarán a ella. Mientras no se deshagan de la realeza, todo
continuará como siempre.
Empezaba a notarse la amargura. De las cenizas de la Emma Guinness divertida, irreverente y
segura de sí misma iba emergiendo un animal nuevo. Era un animal herido, un galgo al acecho,
peligroso, asustado, enfurecido y doliente. Sus labios se curvaban sobre las palabras, tensos y
perversos, bajo los ojos entornados. Apretó los puños; la rojiza piel de los nudillos se tornó blanca
al revivir el dolor y la crueldad de las palabras que, obviamente, la habían herido más que los
palos y las piedras proverbiales. Pat advirtió todo eso y lo archivó en su recuerdo. Como en el
caso de Dick Latham. La primera impresión que Emma Guinness causaba era engañosa. La mujer
que ahora tenía a la vista debía ser manejada con cautela. En ella vivía un odio que Pat podía

55
casi palpar.
-En Malibú no se permiten esos sentimientos -señaló con suavidad-. Están prohibidos por la
ley.
Emma dio un respingo, como si emergiera de una pesadilla.
— ¿Qué? Ah, sí, Inglaterra. —Dejó escapar una risa poco convincente.
— Estaba montada en mi caballo favorito. Es un mal tema para mí.
— Deberías oírme a mí cuando hablo de mis padres.
Pat sintió la necesidad de mostrarse solidaria. No había dolor que ella no pudiera equiparar al
dolor de su niñez.
— ¿Tus padres eran malos?
-De lo peor -repuso Pat, mordiéndose el labio al recordar.
Pero Emma Guinness, que no era amante de consejos, mucho menos era un muro de las
lamentaciones. Las vidas ajenas le inspiraban una profunda falta de interés. En ese aspecto era
totalmente británica. Sus ojos se tornaron soñadores.
-Supongo que debo de haber tenido algún tipo de padres —replicó por fin—. Nunca pude
interesarme mucho por ellos. —Se levantó—. Vamos a reunimos con los hombres antes de que se
mueran de puro aburrimiento.
Pat se levantó también. Un trabajo nuevo. Dick Latham, miembro de White's, de los
Cuatrocientos de Forbes y del Club de los Mil Seiscientos Metros de Altura, la perforó con sus ojos
chispeantes. Alabama, una bomba de mecha muy corta en la madriguera del multimillonario.
Emma Guinness, la nueva jefa de Pat, modernista ingeniosa y cruel, que ponderaba el cuerpo de
los surfistas y planeaba secretamente convertirse en la esposa de Latham. De algo estaba
segura: aquella comida sería extraordinaria.

—Cuidado con la salsa —advirtió Pat—. Es picantísima.


— Mejor —tronó Alabama, descargando un montículo sobre su tortilla—. Si uno no puede
insultar a su propio estómago, ¿a quién diablos puede insultar por estos pagos?
— Oh, no dudo de que usted no ha de costarle mucho encontrar a alguien a quien insultar,
señor Alabama —terció Emma Guinness, descarada, mientras tomaba un suave sorbo del Char-
donnay blanco.
-Alabama quiere que todos lo llamemos Alabama -apuntó Dick Latham, cordialmente—. Es
como Sting... o Cher... sólo que diferente, desde luego.
Se había permitido una suave pulla. Su entrevista con el fotógrafo había resultado mucho mejor
de lo que él esperaba. Los falsos planos para la casa que no pensaba construir jamás eran
impresionantes... y costosos. Había encargado a Richard Martin que diseñara una vivienda de
estilo contemporáneo, que se adaptara con el paisaje montañés. Tenía detalles tales como
calefacción solar, cableado subterráneo e integración al paisaje a fin de que el modesto recinto de
trescientos metros cuadrados fuera casi invisible y, al mismo tiempo, constituyera una obra
artística discreta, destinada a atraer a un esteta como Alabama. El viejo había gruñido y
murmurado, pero Latham, leyendo entre líneas aquellas protestas testimoniales, sabía que estaba
impresionado.
—Si es preciso, qué remedio cabe —había dicho el quisquilloso ecologista. Y Latham había
tenido la certeza de que cualquier objección a la compra de aquellas tierras sería desestimada.
Sonrió gentilmente a sus invitados, soñando con el golpe planeado con aquellas propiedades.
Los Estudios Cosmos, en toda su antigua gloria, renacerían en las montañas que dominaban
Malibú. Y Alabama se tornaría belicoso. No había mejor tonto que un viejo tonto, ni nada más
dulce que la venganza contra un antiguo enemigo, sobre todo si uno se enriquecía en el proceso.
-¿Qué te ha parecido la casa del señor Latham, Alabama? -preguntó Pat.
Su amigo miraba a Latham como echando chispas, furioso por haber sido comparado con una
estrella pop y una actriz anoréxica cuyas más preciadas posesiones parecían ser el ombligo y el
trasero.

— No está mal para ser lo que es. Ya se sabe: un cruce entre la antigua Roma y 2001. Uno
oprime un botón y la piscina se convierte en un centro de cálculo.
— No creo que sea para tanto —rió tranquilamente Latham, con el tono reservado para los
niños rebeldes y mimados en exceso-. Tienes que admitir que se integra bien en el ambiente,
Alabama. Es bastante moderna, sí, pero creo que Martin va a ganar un premio por ese proyecto.

56
Y después de todo, vivimos en el presente, ¿no? No soporto la idea de construir algo antiguo.
— Sí, ése fue el problema de Celebrity —intervino Emma, demostrando que no temía irritar a
su jefe.
Latham frunció el entrecejo. Con total deliberación, extendió un trocito de mantequilla en un
diminuto canapé.
— Bueno, confiemos en que la modernista de ultramar no repita los viejos errores... ni los
reemplace por otros nuevos.
La temperatura descendió un par de grados. Alabama levantó la vista, alentado. Pat, que
observaba a Emma, vio aparecer dos puntos rojos en sus pómulos. La inglesa vivía
peligrosamente. Obviamente, la intimidad a mil seiscientos metros de altitud no facilitaba la
consecución del favor del multimillonario. El acuerdo prenupcial parecía estar a años Iuz de
distancia. El sentido del humor de Latham no se extendía a sus tratos comerciales.
— Espero que yo no resulte ser un error — dijo Pat, súbitamente—. Pero debo decir que me
entusiasma la idea de trabajar con Emma.
— ¿Qué? —Fue Alabama quien disparó la pregunta.
— Emma me ha ofrecido trabajar en exclusiva para New Celebrity. Me pagan generosos
honorarios anticipados por dos reportajes anuales de mi propia elección. ¿No es maravilloso? Eso
me permitirá quedarme contigo sin ser una carga. Y al mismo tiempo tendré publicación
asegurada para mi obra.
— ¿Y para qué diablos necesitas publicación asegurada? —protestó Alabama.
Estaba completamente irritado. Era lo que Pat esperaba. No le temía, pero sabía que era un
asunto que debía manejar con cuidado. Percibió que Latham la observaba desde el otro lado de la
mesa; quería ver cómo se desenvolvía frente a las presiones. ¿Por qué tenía la sensación de que
deseaba verla derrumbarse?
-Todo artista necesita mostrar su obra. Bien lo sabes, Alabama. ¿Cuántas exposiciones has
hecho en tu carrera, cuántas ventas, cuántos libros?
Lo miraba directamente a los ojos encolerizados. Sabía lo que le esperaba.
— Nunca publiqué fotos bonitas en tontas revistas de papel de ilustración -ladró él.
-A mi edad estabas fotografiando bodas en Kentucky.
Pat Parker apretó los dientes. Le brillaban los ojos. Tendría que aplicarse a fondo, con toda su
energía. Y era muy capaz, porque en toda su vida nunca la había perdido. Había aprendido a
sobrevivir en las sangrientas batallas de la guerra que fuera su vida familiar.
—Suerte la suya —graznó Emma Guinness—. Las bodas son casi tan divertidas como los
funerales. Todo el mundo hace un glorioso papel de idiota.
Alabama no le prestó atención. Tenía clavada la pulla sobre Kentucky bajo las costillas, como
la hoja de un cuchillo sin filo.
Los ojos de Dick Latham estaban en sintonía Wimbledon. Aquello estaba convirtiéndose en un
estupendo espectáculo deportivo. Las riñas eran divertidísimas para el espectador. Pero ¿por
quién apostar? ¿Por Alabama, el furibundo veterano de millones de enfrentamientos semejantes,
o por la vigorosa muchacha que tenía pechos, piernas y personalidad de purasangre? Meneó la
cabeza. Imposible decidirse. Ambos estaban muy igualados. Extendió la mano hacia el vino y se
acomodó entre las tallas de Chippendale para gozar del espectáculo.
— No me avergüenzo de eso. ¿Por qué avergonzarme? Era un trabajo honrado, yo lo hacía
bien y conformaba a la gente...
Alabama se interrumpió, comprendiendo súbitamente que lo habían obligado a ponerse a la
defensiva. Ahora estaba expuesto a un contraataque incontenible. Pat Parker tampoco se
avergonzaba del contrato que había aceptado; también era un trabajo honrado que conformaba a
la gente. Sus ojos chispearon. Abortaría la réplica.
-La revista Celebrity es una revista trivial, dirigida por parásitos pretenciosos que apelan a los
peores instintos de los neuróticos y los ricos perezosos —sentenció.
—Eso espero —replicó Emma Guinness, con una risa seca—. Si no lo es, no ha de ser por
falta de esfuerzo.
Latham rió también, pese al insulto dirigido a su mimada empresa. La pelota alcanzaba ya la
zona de la Parker.
E iba a ser devuelta sin esfuerzo.
— Eso —estimó, despectivamente— es condescendencia y elitismo. En una sociedad libre es
el público quien decide qué le brinda placer. Y tienen más posibilidades de acertar que un grupo

57
de hipócritas dotados de un orgullo tan grande que no les cabe en el sombrero. Vivir no es tan
fácil como para que uno pueda hacerlo por los demás. Es el error que siempre cometen los
intelectuales.
Alabama se puso rojo. Se puso aún más rojo. Se puso rojísimo. Empezó a palpitar. Latham
habría podido jurar que lo oía zumbar, que lo veía latir, que sentía el calor que irradiaba.
— ¡Yo no soy ningún intelectual, qué joder! —tronó. La palabra lo enfurecía. Era el peor de los
insultos.
— Ya sé que no lo eres, pero deberías cuidarte de hablar como ellos.
-¡A mí no me trates con esa condescendencia! -aulló él.
— ¡Y tú no tienes por qué ser condescendiente con el público! — acusó ella.
— ¡No tengo por qué escucharte! —gritó Alabama—. Nadie te llamó. Nadie te invitó. Viniste
porque necesitabas mi ayuda. Y ahora quieres enseñarme qué debo decir y qué debo pensar,
como los médicos brujos de esa horrible revista que te ha contratado. ¡Está bien, tal para cual!
Vuelve a corretear por ahí fotografiando a las cucarachas. Y, ¡qué demonios, sal de mi vida y no
vuelvas más!
Se levantó, empujando la silla con el trasero. Su gesto fue tan brusco y precipitado que
sorprendió al mayordomo en el momento en que se adelantaba con la bandeja de gazpacho
andaluz helado. El espeso caldo salió disparado. Abandonó la sopera de plata y voló como vómito
de vino tinto, rico en fragmentos de verduras, dados de tomate, cebollas, pan frito y pimientos ro-
jos, en línea recta hacia Emma Guinness. La inglesa recibió el impacto en el escote de un top
bolero lleno de lentejuelas, en cuya pechera se veía la leyenda NEW CELEBRITY. El espeso
primer plato corrió por entre sus tetas, tiñendo la horrible prenda de rojo sangre, con lo cual quedó
instantáneamente salvada del desastre estético. Si hasta entonces era una moda trágica, ahora
era una moda llamativa.
— ¡Oh, mierda! —gritó Emma.
Todos la miraron con horror. El mayordomo se precipitó hacia ella. Retrocedió ante la
enormidad de la tarea a la que se enfrentaba, pero reunió coraje para aproximarse una vez más, a
dar delicados toques de servilleta adamascada a la montaña mamaria, consciente de que el único
remedio apropiado era una manguera para incendios.
— Lo lamento —mintió Alabama.
— ¡Oh, Emma! -exclamó Pat.
— ¡Oh, mierda! —agregó el blanco del gazpacho.
El silencio siguiente fue roto por dos ruidos. El primero fue el suave gotear del gazpacho en la
inapreciable alfombra persa. El segundo, la suave risa de Dick Latham.
Al principio era delicada, pero fue cobrando intensidad. Poco a poco todo su cuerpo empezó a
sacudirse por la emoción. Apoyó las manos en el mantel salpicado de sopa, y sus ojos se
fruncieron al contemplar la angustia y la confusión de sus invitados. Emma Guinness, tan
satisfecha de sí misma, tan rápida y aguda, se había convertido en una langosta zarposa bañada
en su propia crema. Alabama, el parroquiano de Rock House y White House, era el payaso torpe
que había dejado caer la comida. Y allí, flotando por encima de todos en el sitio estelar, estaba la
muchacha cuyo cuerpo deseaba de pronto más que su próximo aliento. ¿Qué importaba si había
gazpacho en el John Singer Sargent o en la carísima alfombra de seda? Si no se los podía limpiar,
se los remplazaría. Pero el drama máximo de aquella comida jamás se repetiría. En la dulce
Malibú no se hubiera podido poner en un escenario semejante número. Era brillante. Era bello. Y
lo estaba destrozando.
Alabama fue el segundo en reír. Pat Parker no tardó en imitarlos. Emma Guinness necesitó un
poco más de tiempo para captar el chiste del que ella era el broche de oro, pero lo captó. Sólo el
mayordomo, horrorizado por el accidente y la limpieza que requeriría, se mantuvo aislado de los
vendavales de risa que ahora rugían en el salón.
—Hay una chica en mi sopa —probó Alabama.
—Que no se sepa. Todos querrán un plato —rió Pat.
—Estoy hecha sopa —carcajeó Emma. –
-¡Pasadme la chica! -aulló Dick Latham.
— ¡Donde se come no se jode! —rugieron todos al unísono.
— Oh, Dios... mío... —jadeó Latham, entre lágrimas—. ¡Qué puñeteramente fabulosa comida!

CAPÍTULO VI

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Pat Parker caminaba lentamente por las dunas, con la Nikon colgándole del brazo. Estaba
ahita de comida mexicana y se sentía en comunión con la belleza; toda su vida estaba afinada
con la naturaleza, la playa, las montañas, con el pálido azul del cielo. Bajo sus pies la arena
estaba caliente, pero no quemaba; la brisa marina de Malibú le agitaba el pelo y le refrescaba la
piel. Sentía el aire cargado de salitre como una lengua que la lamía y el calor como una envoltura.
El brillo intenso de los colores le inundaba la mente. Era uno de esos momentos de trascendencia
en que la vida se coloca en su lugar. El rompecabezas no era ya un montón de maderas
inconexas en el suelo, que sólo prometía frustración y mucho trabajo por una recompensa
posterior no especificada. En cambio todo se había fundido en un festín visual de completa
satisfacción. Todo tenía sentido. Las dudas y los miedos se habían deshecho en el ardiente
calidoscopio del calorama.
Se detuvo en lo alto de las dunas para contemplar Bread Beach en toda su longitud hasta
Zuma, una media luna bronceada por el sol, hecha de aceitosa humanidad. Allí estaba la gente,
intimando pecho a cara. Allí, donde se exhibían los plutócratas, el gentío era como el de Central
Park en los salvajes crepúsculos. Sonrió al pensar en la comida y en la armonía que remplazara a
la discordia. Era una metáfora para expresar lo que sentía en ese momento: el bien surgiendo del
mal, la lucha y el esfuerzo que sufrían una metamorfosis, sin motivo visible, en el placer de la paz.
Su riña con Alabama había fortalecido su amistad en vez de dañarla. El matón que él llevaba
adentro había tratado de acobardarla, pero ella no se lo había permitido. Vio crecer el respeto en
sus ojos, vio mezclarse la admiración por su talento artístico con la admiración por la fuerza de su
personalidad. Y el interés de Latham por ella iba en aumento. Eso la halagaba y le provocaba
también una agradable inquietud, ya que en cierto sentido había pasado a ser su empleada. El rey
de la industria periodística estaría atento a lo que ella hiciera. Le había suplicado que se quedara
a pasar la tarde; cuando Alabama se fue, después de la comida, ella no lo había acompañado.
Pero le escocía el dedo del obturador. Allí, en las arenas de Malibú, esperaban fotos que algún
día podían formar parte de un artículo en la revista de Latham y Guinness.
Miró a su alrededor. Los surfistas se esforzaban sobre las olas; las muchachas que los
observaban, perdidas en el sonido de su walkman, se untaban el cuerpo de Coppertone y giraban
como asadores bajo los rayos ultravioleta. Un surfista de vela cortó el agua. Un piloto de
helicóptero pasó ronroneando para contemplar a las chicas. Los gimnastas pasaban trotando, los
amantes se demoraban y el único ruido era el de las olas, las gaviotas y el plop-plop de las
raquetas contra las pelotas, en la eterna batalla del tenis playero que asolaba el país de los
sueños. No había allí nada que hubiera quedado mejor en celuloide que en la realidad. Era casi
demasiado perfecto, y por primera vez en su vida Pat pensó que las oportunidades fotográficas
del paraíso palidecerían ante las que ofrecía el infierno.
Y en ese momento lo vio. Se erguía como un dios contra la cresta de las dunas, con un pie
adelantado y la cabeza hacia atrás, con orgullo de vikingo, y el sol le daba desde un costado,
arrojando su larga sombra como un presagio sobre la arena. Vestía vaqueros abolsados, de un
azul desteñido, y una camisa muy lavada de un color más intenso, debajo de la cual asomaba una
sudadera muy blanca, rodeando el cuello enhiesto y poderoso. Estaba totalmente absorto, con la
vista perdida en el espacio sin ver nada, perdido en el mundo temible y maravilloso que (Pat lo
supo instintivamente) eran sus sueños. Su cuerpo parecía tenso, preparado para un movimiento
perpetuo, para algún acto de empecinada decisión que tenía miedo de cometer. La Nikon de Pat
se levantó desde el costado como el sigiloso rifle del cazador, lamentando perturbar a la presa,
pero hambrienta de lograrla.
Lo tenía en el objetivo: un animal altanero y peligroso. La yema de su índice hizo girar el
objetivo. Pat ahogó una exclamación de entusiasmo cuando el perfil cobró claridad. ¡Oh Dios, era
extraordinario! Era un águila y un león. La frente poderosa corría hacia abajo por la nariz aguileña
hasta una boca sensual y sabia. El mentón apuntaba hacia el mundo como un signo de
admiración. Los anchos hombros sostenían la cabeza en la que viviría una fiera voluntad, y el
pecho musculoso, triangular bajo el azul marino de la camisa, envolvía un corazón que quizá no
supiera amar. Su imagen era ahora muy nítida; Pat pudo ver el tono de miel oscura de su carne
apenas bronceada, el brillo de su pelo de medianoche. Aunque estaba a doce metros de él, tuvo
la loca sensación de que podía oler su almizcle masculino, el aroma de un líquido carisma que la
brisa errabunda traía como una posición de amor. En el fondo de su alma, las moléculas se
reacomodaron. Su índice se tensó contra el obturador y se detuvo en el momento de oprimirlo. En
ese instante, él se giró bruscamente la cabeza y la vio , por el teleobjetivo de su cámara, la miró

59
intensamente a los ojos. La atravesó con la mirada, ardiente en la majestad de su total
desaprobación. El dedo de Pat quedó inmóvil, entumecido por la extraña intensidad de aquella
mirada. La cámara era el cristal a través del cual lo veía, pero no lo velaba. Aquello era un
enfrentamiento cara a cara. Lo amplificaba. Él se había reducido a sus ojos y todo su cuerpo se
volcaba en el desdén emitido. Pat quedó empantanada en el borde de su foto. El visor seguía
apretado a su mejilla, pero no podía moverse. No podía fotografiarlo. No podía dejar de hacerlo.
Los pensamientos volaron por su mente; deseo, confusión, entusiasmo y vergüenza, sí. En África
creía que las fotos le robaban a uno el alma. Y de eso la estaban acusando aquellos magníficos
ojos. Ella era culpable: de descortesía, de intromisión y lascivia en primer grado. Bajó la cámara.
Bajó la mirada y, llena de presentimientos maravillosos, caminó lentamente hacia él. El muchacho
no se movía, pero la observaba con atención. Pat Parker nunca había pensado mucho en su
belleza. Por lo general, la tomaba como algo natural. En ese momento, por primera vez en su
vida, dio gracias por su hermosura. Sería el escudo que le serviría de protección y el «ábrete
sésamo» para penetrar en el libro cerrado de encantadora cubierta que acababa de encontrar en
las arenas de Malibú.
Sonrió tímidamente al acercarse, abriendo las manos en un gesto que lo desarmara.
— Perdona —se excusó—. Tendría que haberte pedido permiso. He sido grosera.
Él no contestó. No sonreía. Miraba a través de ella, altanero, frío, sin dejarse conmover por sus
disculpas. Pat estaba ya muy cerca, de pie en el límite de su aura; la agresión y el orgullo, la
insolente intolerancia, eran tan reales que parecía posible tocarlos con la mano.
-¿Me permite tomarle una fotografía..., señor? -agregó con una risa.
-¡No!
-¿Por qué?
— No tengo por qué darte explicaciones.
Él echó la cabeza un poco más hacia atrás. Parecía contemplarla desde un planeta lejano.
A Pat se le aceleró el corazón. No esperaba eso. ¿Y por qué sentía de pronto el estómago sin
fondo, la boca seca como el desierto? ¿Dónde estaba el enfado instantáneo que en cualquier otra
ocasión le hubiera burbujeado por todo el cuerpo?
-¿No te gusta que te fotografíen? -repuso simplemente, en una mezcla de pregunta y
afirmación.
El joven apartó la vista hacia las casas, como si el comentario no mereciera respuesta.
— ¿Por qué supones que viven aquí? —preguntó de pronto—. Me refiero a los actores.
— Porque es la playa más cara de Malibú. ¿Por qué Malibú? Tal vez porque aquí hay paz. No
sé. ¿Tú eres actor?
Descartó la pregunta con un ademán, como para decir que no estaban hablando de él, pero el
gesto, de algún modo, sirvió para destacar que él era el único tema.
— Creo que tiene algo que ver con la venganza —comentó.
— ¿Con la venganza? ¿Por lo de que «vivir bien es la mejor...»?
-Sí -la interrumpió, girándose hacia ella.
A su espalda, el sol palideció hasta convertirse en una irrele-vancia amarilla en comparación
con el calor de su sonrisa, totalmente inesperada. Todo su rostro se sumergió en ella, como un
nadador desde el trampolín alto, y Pat Parker se vio absorbida en su líquida intimidad,
emocionada hasta la demencia por haber hallado la respuesta acertada al pequeño acertijo que le
propusiera.
— Nadie creyó en ellos hasta que fue demasiado tarde, ¿no? -prosiguió el joven-. No
demasiado tarde para el éxito. Pero sí para que tuviera importancia.
-Y en ti, ¿creen?
Pat quería escapar de «ellos». Quería ocuparse de «él».
-Creo yo.
—¿Y con eso basta?
— Por ahora sí.
Volvió a sonreír. Es decir, se fortaleció la intensidad de la sonrisa original.
— Insisto en hacerte una foto.
— Siempre que me dejes hacerte una a ti —propuso riendo, consciente de que ella se negaría.
Ya parecía conocerla bien.
— Yo soy fotógrafa. A los fotógrafos no se les hace fotos.
— Bueno, ahora sabes cómo me siento yo.

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Pat renunció. A la foto. De pronto no parecía tan importante. Otras cosas sí.
— ¿Eres de aquí? —preguntó.
— ¿Nadie es de aquí. Vivo en Nueva York. Y sí, soy actor. Acabo de terminar en la Juilliard.
Me llamo Tony Valentino.
Y le ofreció la mano.
Ella se la estrechó. La mano firme del muchacho se cerró contra la suya, oprimió y se fue. No
hubo coqueteo en el contacto ni en los ojos que la observaban. Toda su actitud decía que estaba
por encima y más allá de cosas tan mundanas. Pero Pat recordó el contacto de su carne, ese
primer fugaz roce de los cuerpos, y sintió un cosquilleo en la base de la columna, cierta liviandad
en el corazón.
—Yo también soy de Nueva York. ¿No es raro que no nos conozcamos? —bromeó.
—Sí, es una ciudad muy grande.
La respuesta era extrañamente literal. Pat comprendió, asombrada, que aquel hombre no tenía
ningún sentido del humor. Todo el mundo debía tenerlo. Era algo que se consideraba importante.
En realidad, ella nunca lo había valorado. Los que se reían de sí mismos solían ser ridículos. Sólo
la gente que se tomaba en serio acababa por resolver los problemas. Las corbatas giratorias y los
bonetes eran enemigos mortales de las casas de Broad Beach.
—¿Quieres que caminemos un rato por la playa. En el País de las Maravillas, los refugiados de
la Gran Manzana deben mantenerse juntos. De ese modo nos ayudaremos a mantenernos ner-
viosos.
—Claro —dijo él.
—¿Quieres Zuma y gente de verdad o Broad Beach y fantasías vengativas?
— Si voy a hablar contigo no necesito preocuparme por los demás —repuso Tony Valentino.
Ella inclinó la cabeza a un lado, para expresar que no captaba el significado de sus palabras.
Se parecía sospechosamente a un cumplido de labios que no estaban habituados a hacerlos. Por
otra parte, podía ser un comentario sobre su capacidad de concentración, algo así como «cuando
converso con alguien, quienquiera que sea, me concentro exclusivamente en esa persona».
—Vamos a Zuma. Beach Boys, Gidget y Frankie Avalon. Mi mamá se hubiera muerto de gusto
por estar aquí.
Pat hizo una mueca al pensar en ella. Tal vez lo más valioso que había hecho por su hija en
toda su vida era servir para ese comentario. Levantó la vista hacia Tony y quedó asombrada por lo
que había pasado con él.
Estaba hecho trizas. Tenía los hombros encorvados, la frente gacha y las bellas facciones, tan
altaneras y gloriosas, afectadas por una pena terrible. El cambio de humor era devastador en su
brusca totalidad.
— ¿Qué pasa? —preguntó ella apresuradamente, ante las campanas de alarma que sonaban
en su interior.
-Mi madre murió el viernes -replicó él, con voz trémula.
Su cara apuntaba hacia la arena y ella no podía verla. Pero lo adivinó: aquellos ojos arrogantes
estarían empañados de niebla. Los labios sensuales debían de temblar. Alargó la mano. Necesi-
taba tocarlo. Su mano encontró el antebrazo.
— Lo siento muchísimo —dijo.
Y era cierto. Parecía extraordinario. Aquel desconocido la había conmovido con su hermosura
y ahora la conmovía con su dolor. No era cierto lo del corazón insensible: estaba haciéndose
añicos ante sus propios ojos.
Él levantó la vista, ojeroso, acosado, sin avergonzarse de su debilidad así como antes no había
parado mientes en su propia fuerza. Las lágrimas le llenaban los ojos y vacilaban en la base de
sus largas pestañas. Aspiró hondo, dominándose por medio de un espléndido acto de voluntad.
— No me hago a la idea. No podré jamás. —El tiempo ayuda.
Pat murmuró las frases hechas que el idioma ofrece como único recurso de los momentos de
suprema importancia. Enlazó su brazo con el de él, agradablemente sorprendida de que Tony se
lo permitiera.
-Supongo que sí. -Su risa fue amarga. Agradecía ese intento de consuelo, reconociendo lo
inadecuado de las palabras, que aun así eran necesarias—. El problema es que yo estaba muy
ocupado en querer cosas como para decirle que la quería a ella.
— Creo que ella lo sabía.
Pat lo habría sabido. Nunca había visto nada tan expresivo como el hombre que tenía a su

61
lado. Llevaba los sentimientos a flor de piel, en la piel del antebrazo que sus dedos tocaban. Le
estallaban en aquellos ojos eternos. Refulgían en el carisma que lo envolvía. Esos sentimientos
podían no ser gratos, amables o cómodos, pero siempre sería imposible ignorarlos. Y el objetivo
de su amor se vería iluminado por una luz tan intensa que podía fundir el firmamento.
— Gracias —dijo él.
Y entonces Pat Parker comprendió exactamente lo que estaba ocurriendo.
Estaba enamorándose.
Pat Parker, sentada a solas en el restaurante repleto de gente, miró su reloj una vez más. Eran
las siete y media. El llevaba ya media hora de retraso. Tomó un sorbo de agua mineral Calistoga,
pero el hielo se había derretido y la bebida estaba perdiendo la efervescencia. Ella también. La
clientela de Zooma Sushi no contribuía a levantarle el ánimo. Eran todos jóvenes, modernísimos y
muy hermosos; a diferencia de ella, estaban pasándolo muy bien. Reían a voces o por lo bajo, con
la brillante piel bronceada vibrante contra la ropa, en la que predominaba el blanco; era muy
evidente que todos ellos estaban relacionados con el cine. Así lo confirmaban los Jeeps, los
Corvettes abiertos, los Ferraris Mondiale y los Jaguars convertibles aparcados afuera. En ese
lugar, el más popular de Malibú, había dinero para quemar, redes televisivas que establecer,
papeles que conseguir y tratos que cerrar.
Pat suspiró. ¡Buen Dios! ¿Cómo podía haberse equivocado tanto? Era el error más antiguo del
mundo. Un muchacho apuesto en una playa. ¡En Malibú! Una breve conversación. Un acelerado
intimar. Emociones emergentes. Y él hasta había admitido que era actor. Habían caminado de la
mano por la arena, hasta el puesto de comidas de Zuma, donde se detuvieron a tomar una coca-
cola fría, y ella había escuchado hechizada la historia de su vida, pero sobre todo lo había
observado, apabullada por su hermosura y la extraordinaria expresividad de su cara y sus gestos.
Era una personalidad muy real. Nada sugería que estuviera poniendo el anzuelo. Pat no había
vacilado en tenerle fe. Ahora no estaba tan segura. A distancia de su poder había lugar para la
duda. El reloj indicaba que llevaba media hora de atraso: eso era un hecho. Resultaba muy
posible que esa fuera su primera media hora de vida sin Tony Valentino. Levantó una mano para
asir la manga del camarero que pasaba. El hombre se detuvo con una sonrisa; el pelo rubio, su
apostura de modelo masculino y la cola de caballo denunciaban sus sueños de Tespias.
—Creo que voy a comer —indicó Pat—. Parece que me han dejado plantada.
—No, no es cierto —dijo Tony Valentino.
Se erguía junto a la mesa como Heathcliff en un páramo desierto: ceñudo, malhumorado, negro
como nube de tormenta contra los tonos pastel del restaurante y sus comensales. Vestía una
chaqueta de piel, desteñida pero totalmente limpia; bajo ella, una simple camiseta sin leyenda,
blanca y pulcra contra la pared aceitunada de su cuello. Un cinturón de caballería sujetaba sus
descoloridos 501's. Por el bajo de éstos asomaban botas vaqueras negras, una de ellas con una
espuela negro mate. Plantó un maltrecho casco en la mesa del restaurante; afuera, a través de las
ventanas panorámicas del restaurante, Pat vio la Kawasaki Ninja roja a rayas blancas que,
obviamente, le había servido de transporte. Tenía la luz arriba y atrás, como en la playa esa tarde,
y sus facciones quedaban a oscuras, como si se especializara en el misterio. Todo su ser era un
complejo ensayo sobre el disfraz, el camuflaje y la deliciosa exaltación de lo desconocido.

—Hola —saludó Pat en tono neutro, aguardando una disculpa. , Pero ya empezaba a
abandonarse. La horrible media hora se convertía en recuerdo. El exótico ahora contenía
promesas maravillosas para el futuro. Era por el modo en que aquel hombre usaba el arma de su
cuerpo, como una espada que pendiera por encima de ella, lista para perforarle el corazón. ¡Qué
extrañamente peligroso! La amenza no era declarada, pero estaba por todas partes. Pendía en el
aire, brotaba de sus hombros anchos, martillaba sus ritmos selváticos en la boca del estómago.
— Perdóname por llegar tarde —repuso.
No había presentado ninguna excusa, sólo la disculpa. Ocupó una silla frente a Pat. Entonces
su cara quedó a plena vista. No parecía sentirlo mucho. Se le veía muy a gusto.
— ¿Tienes problemas con la puntualidad? Supongo que te complica la vida... siendo actor.
— No, para mí no es problema.
Sonrió ante la irritación de la muchacha. Sus ojos la desafíaron a seguir con el mismo tema.
Ese «para mí» era casi una provocación, aunque no del todo.
Pat sintió que la mecha del enfado comenzaba a arder lentamente dentro de ella. Su mente le
ordenó que dejara las cosas así. No conocía a aquel hombre tanto como para reñir con él. Si lo

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que deseaba era una pelea, sería mejor salir inmediatamente del restaurante. Así habían
comenzado, con una especie de confrontación. Y ahora se repetía. Pero estaba muy satisfecho de
sí mismo, el maldito. No era justo que alguien pudiera poseer tanto desparpajo y tanta hermosura.
Pat lo encontraba deseable, cierto; pero con eso no bastaba. También quería dominarlo. Y el sitio
para establecer eso era la primera casilla.
—Bueno, para mí sí es problema. Hace treinta minutos que me tienes esperando, qué
demonios... Lo menos que puedes hacer es presentar una excusa. Cuestión de buenos modales,
¿sabes?
— ¿Y con una mentira te sentirías mejor?
Tony sonrió una vez más, con aquella sonrisa maravillosa y enfurecedora. Las mentiras son
para la gente vulgar, decía. Para los cobardes, para los que no se sienten orgullosos de sí mismos
y de su conducta; para los débiles a quienes les importa lo que el mundo piense. Sus ojos se
clavaron en ella. Quería una respuesta. Pat estaba a la defensiva. Sin embargo era él quien había
actuado mal. ¿O no? ¿Se sentiría mejor con una mentira? En realidad, sí, pero no era el tipo de
cosas que una pudiera admitir. Sin embargo, negarlo equivalía a entregarle la victoria en bandeja.
En un intento para disimular su aprieto, Pat no dijo nada.
Estudió la carta, furiosa y al mismo tiempo extrañamente regocijada. Nunca en su vida habían
coexistido esas dos paradójicas emociones codo a codo.
— Voy a pedir salmón, atún y casabe, y un rollo de California envuelto en pepinos en vez de
algas marinas —dijo—. ¿Y tú?
— No sé —respondió él—. Nunca he comido sushi. Tendrás que ayudarme.
Pat sonrió sorprendida. Él acababa de describir otro giro de ciento ochenta grados. Una
vulnerabilidad total reemplazaba al macho casi insolente del momento anterior. Pero entonces Pat
cayó en la cuenta de que eso ocurría sólo en superficie. En realidad, su conducta correspondía a
su carácter, cuyos rasgos salientes eran la franqueza y la temeridad. Llegaba tarde, no tenía
excusas y pedía disculpas. No se avergonzaba de ello, ni necesitaba mentir. Nunca había comido
sushi. Eso era, simplemente, un hecho; no le importaba que pudiera implicar falta de sofisticación.
Habría podido sugerir otro restaurante cuando Pat propuso que se encontraran en el Zooma
Sushi, pero no había querido hacerlo. No temía a su propia ignorancia ni a pedir ayuda, aunque
fuera a una persona a quien acababa de dar motivos pertrechos para un intento de
minihumillación.
— Oh, bueno, es pescado crudo —explicó Pat.
Parte de ella deseaba que él se echara atrás, arrugando la cara de divinidad, con el asco de un
mero mortal.
-Sí, lo sé. Estaba esperando que algún iniciado me guiara.
— No sé por qué, pero tengo la impresión de que no dispones de gente que te guíe.
Pat rió para demostrarle que estaba perdonado y que volvían a ser amigos, amigos en un viaje
hacia algo más.
—Es porque yo sé adonde voy.
—¿Y adonde vas?
—A la cima.
— ¿De qué?
— -De la interpretación. De las películas. Del mundo.
Se inclinó hacia ella, desafiándola a reírse de su presunción.

Pero ella no encontró motivos. Tal vez fuera una ambición risible, pero no cuando brotaba de
aquellos labios, aliada al fuego de esos ojos. Ciertamente, no dudaba que él podía alcanzarla. Pat
conocía la fuerza de la voluntad y sus resultados. Era la fe que acababa con cualquier oposición y
desintegraba los obstáculos. El combustible que te mantenía en marcha cuando el depósito se
agotaba. La fuerza motriz que nada amaba tanto como la palabra «imposible», porque
proporcionaba una oportunidad de demostrar que el tonto mundo se equivocaba.
-¿Tienes pensado cómo? -se atrevió a preguntar.
Aquel muchacho no era uno de tantos soñadores, un indefenso soldado en el ejército de
esperanzados sin esperanza que acabarían como carne de cañón en las guerras de Hollywood.
Pero en esos sueños potentes tenía que haber sustancia. No es posible apuntar un láser
meramente hacia las estrellas: también debe tener blancos en la Tierra.
— Pienso volver a Nueva York. Me han dado un pequeño papel en una adaptación escénica de

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Al este del Edén, fuera del circuito de Broadway. Necesito más experiencia. Es demasiado pronto
para jugármela aquí.
Era la respuesta correcta. La decisión de ganar y la fe en sí mismo no le impedían tener buen
criterio. Hollywood no desea a quien lo desea. Prefiere imaginar que es él quien hace el
descubrimiento, porque es el lugar más inseguro, paranoico y agresivo del planeta.
— ¿Y después conseguirás un agente, buscarás otros papeles teatrales?
-Sí.
— ¿Necesitas fotografías para cuando busques trabajo?
— -Sí, en efecto.
La miró.
— ¿Puedo tomártelas?
— ¿Cobras caro? —Su sonrisa era enigmática—. Porque no tengo mucho dinero.
— Lo hago gratis. Tratándose de ti. Yo soy muy, pero muy buena fotógrafa. Tan buena en lo
mío como tú en lo tuyo. Tal vez hasta mejor.
Sonrió para demostrar que hablaba en serio y que era un desafío. Lo estaba desafiando a
aceptar algo a cambio de nada, a aquel hombre orgulloso que habitualmente no aceptaría esa
clase de tratos. Pero ya comenzaba a pensar en las fotografías que le haría. Si lograba captar en
el celuloide la cuarta parte de su esencia, habría hecho una obra maestra. Mentalmente ya lo
tenía posando, escogía el fondo, disponía las luces. Para él, tungsteno, sin lugar a dudas... y
desnudo. Dios, sí, lo tenía desnudo como en el fantástico día de su nacimiento, con la piel
reluciente de sudor, ardiente bajo las luces; su jugo manchaba el fondo de papel blanco; su vapor
ascendía como niebla desde el suelo del estudio. ¿Se mostraría tímido al fin, mientras ella se
movía alrededor con la precisión de un cirujano? ¿Desviaría la mirada en tanto la de ella
saqueaba su cuerpo indefenso, en pleno pillaje por su esplendor visual, sin vergüenza ni
misericordia? Ella lo capturaría, objetiva; lo usaría, serena y profesional; le daría órdenes, sin
dejarse perturbar por su hermosura: muévete de este modo, gira hacia allí. Oh, qué pena que
tengas las piernas un poquito cortas en relación con el torso, los pies algo grandes para las
piernas...
El sushi tocó la mesa, desplazando las fantasías de Pat Parker. Confusa, recogió los palillos,
vertió salsa de soja en el cuenco y transfirió a ella un pequeño montículo de rábano picante.
—Ten cuidado con esto, que puede hacerte volar la tapa de los sesos. Se hace así: mojas el
pescado en la salsa, agregas una rodaja de jengibre especiado y un toque de rábano, y adelante.
Así.
Alargó el palillo hacia el reluciente salmón que anidaba en un apretado montón de arroz blanco.
Lo hizo rodar en la soja, y permitió que el arroz absorbiera la salsa; lo aderezó con rábano y
jengibre y se lo ofreció por encima de la mesa.
El se inclinó hacia ella y se dejó alimentar, pero no dejaba de mirarla; ese momento no tenía
nada que ver con la comida. Se trataba de tomar, de recibir, de ternura y cuidados; inconfundi-
blemente, se trataba también de comer y ser comido.
— Hummmm, es rico —murmuró—. Como salmón ahumado. Gracias.
La sensación estalló en el centro de Pat. Era demasiado. Él era demasiado. Sintió celos del
pescado. Habría querido estar allí, en el fondo de su boca, mezclada con su saliva, a punto de ser
tragada por la deliciosa oscuridad de su cuerpo. Era consciente de que estaba mirándola
fijamente, con la boca entreabierta en una sonrisa de profundos anhelos. El no dejaría de darse
cuenta; probablemente lo tomaría como debilidad, pero no tenía remedio. Así eran las cosas. El
señor Franqueza tendría que entenderse con ello.
—¿Qué clase de fotografías haces?
¿Fotos? ¿De qué estaba hablando? Ah, sí. De la realidad, no de las húmedas selvas de la
lujuria.
-Reportajes en general. También hago retratos. Acabo de firmar un contrato con la revista New
Celebrity, de Nueva York.
— ¿La del multimillonario, la que dirige una inglesa?
— Esa misma.
—¿La conoces? —preguntó él.
— ¿A Emma Guinness? Sí. Las dos comimos en esa casa de Broad Beach, donde nos
encontramos.
— ¿De veras? —Sí. ¿Por qué?

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— La conocí el otro día. Estaba en la producción de fin de curso que hicimos en Juilliard. Quiso
pescarme con el viejo anzuelo de que podía convertirme en estrella.
— ¿Emma Guinness? ¡No me digas!
— Pues sí. -¿Y...?
Oh Dios, era demasiado temprano para sentir celos.
—La traté con algo de rudeza. Sonrió ante lo moderado de la frase.
-¿Qué le dijiste?
— De todo. Fui duro. Ahora es mi enemiga, supongo.
—Y te has echado una enemiga poderosa, ¿no? En cuanto a tu carrera, digo. ¿Fue realmente
un caso de promoción de diván?
Por la mente de Pat desfilaba todo tipo de ideas. Emma y sus fantasías sobre los surfistas.
Emma, la baja, la robusta, con sus designios para el imperio Latham. Emma, la de las tetas gran-
des, que debía de haber chillado en el orgasmo a mil seiscientos metros de altura sobre
Norteamérica. Pero sobre todo, estaba tratando de imaginarse a Emma haciendo proposiciones a
Tony Valentino. No era para estómagos delicados.
-Puedes creerlo. No es imaginación mía, si eso es lo que estabas pensando.
— Bueno, me alegro de que le estropearas la fiesta —manifestó Pat, con una convicción que
no le costó encontrar.
—No me gustaría tener que trabajar con ella.
—Supongo que para una mujer es más fácil —rió Pat—. En realidad, es divertida y muy
inteligente. Latham cree que podrá dar mucho impulso a la revista. Está contratando a gente
impresionante. Entre ellos, yo.
— ¿Cómo es Latham? —preguntó súbitamente Tony. Pat hizo una pausa. Tenía que pensarlo.
-Muy atildado, peligroso, bastante encantador. -Hizo una pausa—. En realidad, se parece un
poco a ti.
-Mayor. Más rico. Más poderoso.
—Por ahora —reconoció Pat.
Se miraban intensamente a los ojos. Pensar en Emma con Tony había inquietado a Pat. ¿Sería
posible que imaginar a Latham con Pat inquietara a Tony?
— Dicen que es un hijo de puta.
Pat sonrió, triunfal. Aquello era definitivo. Allí había una chispa de celos.
—Sólo con quien se lo permita.
Por uno o dos minutos comieron en silencio.
— ¿Sabes que acaba de comprar los estudios de Cosmos?
Pat había puesto el cebo a flote. Si el dinero era la llama que atraía a las mujeres polilla a la
persona de Latham, un estudio de cine bien podía ser el papamoscas que cazara a Tony
Valentino.
— No lo sabía —repuso él, lentamente.
— ¿No quieres que te lo presente? Era jugar con fuego, y ella lo sabía.
— -¿Cómo qué? -inquirió él, aceptando el juego.
— Oh, como amigo. Como actor. ¿Cómo, si no?
— ¿Por la remota posibilidad de que hiciera que me dieran un papel en alguna película de
Cosmos?
El sarcasmo estaba allí, en la superficie; había acusación en su voz. Estaba insinuando que la
sugerencia de Pat no estaba a distancia sideral de la que le había hecho Emma Guinness. La
expresión de su cara revelaba desencanto con respecto a ella.
Pat retrocedió deprisa. La agresión era su reacción favorita cuando la pillaban jugando a algo
indigno.
— Oh, vamos, Tony. Sabes que no es así como ocurren estas cosas. No son los propietarios
del estudio los que deciden el reparto. Dick Latham puede ser desagradable, pero no creo que
sea tan poco profesional.
¿Se dejaría ablandar por el reproche? ¡Ni pensarlo! ,
— Dime, entonces, ¿para qué diablos quieres presentar a «tu amigo, el actor» a ese viejo
cerdo? —preguntó, curvando los labios.
— Anímate, Tony. Era sólo una ocurrencia. Se me ocurrió que podía ser un contacto útil, nada
más. Estamos en California. Esto es Malibú, por el amor de Dios. Las cosas funcionan así.
-Pero yo no funciono así, Pat Parker -replicó simplemente. No había enfado en su voz, sólo un

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paciente deseo de hacerle comprender—. Yo soy bueno en lo mío y voy a ser el mejor. Tarde o
temprano todo el mundo podrá reconocerlo. Es sólo cuestión de tiempo. No tengo que andar
buscando influencias y lamiendo culos. Basta con que haga lo mío. ¿No piensas tú lo mismo de
tus fotografías?
— No —aseguró Pat, elevando el tono de su voz por la vehemencia de sus emociones—. Mira,
el mundo está lleno de talentos no descubiertos. Los aplastas a cada paso. Hay por ahí fotógrafos
que me dejarían a la altura de una ciega. Pero son desconocidos, sin nadie, y así seguirán si
comparten tu filosofía. En este país tienes que pronunciarte; de lo contrario, nadie te compra.
Necesitas encanto. Necesitas miel para atraparlos, no vinagre. No basta con el talento. Hay que
convencerlos de que miren, de que vean, de que comprendan. Y si un artista no puede manejar
esa porquería de la autopromoción, por lo menos debe asociarse con alguien que sepa hacerlo.
Se inclinó sobre la mesa para dar énfasis a su argumento.
—Si realmente creyeras en ti misma no pensarías así —repuso Tony—. Buscas influencias
porque no estás segura de tu talento y porque no confías en que el público sea capaz de
reconocerlo. Eso es un error. El público siempre tiene razón. Siempre sabe. Tienes que aplicar a
tu trabajo hasta el último grano de energía, sin perder el tiempo con idioteces.
Pat respiró hondo. Había algo magnífico en tanta ingenuidad. El mundo no lo había tocado. Tal
vez no podía tocarlo. Y eso era sobrecogedor, en cierto modo. Mirar con los ojos entornados
reducía el campo visual, pero también brindaba empecinamiento. La voluntad de Valentino
apuntaba directamente al blanco. Eso no era frecuente.
—Tony, Tony —rogó—. Escúchame: si actuaras simplemente por amor al arte, para tu
satisfacción personal y nada más, tal vez tendrías razón. Puedes pintar cuadros o representar tus
dramas en secreto. En ese caso, desde luego, sólo importa lo bueno que tú te juzgues. Pero tú
quieres más que eso. Necesitas que el mundo te reconozca. ¡Quieres fama, qué diablos, quieres
ser una estrella de cine! Desear eso es artísticamente impuro. Es como desear dinero. No digo
que esté mal. Sólo que, si quieres competir en el mercado (y eso es lo que tú quieres), es preciso
que te prepares y empieces a vender sueños de puerta en puerta y a remover mierda. De otro
modo, por estupendo que seas, te ganará un atildado vendedor que sepa más de relaciones públi-
cas. ¿No te das cuenta?
—Tú no crees que la fe pueda mover montañas.
— Prefiero confiar en la nitroglicerina.
— Fe y explosivos potentes. Buena combinación.
—Sí, Tony Valentino. Haríamos una buena combinación —asintió Pat Paker.
Y deslizó la mano por la mesa para tocarle el brazo.
En el estudio de Alabama, la confusión caótica era superficial. La madera encerada del suelo
estaba sembrada de papel de plata y cajas desechadas de película Polaroid. El papel para fondo,
rosado, blanco y pardo rojizo, colgaba caprichosamente de postes, respaldos de sillas y
chinchetas clavadas en las paredes pintadas de negro. Por el tragaluz el sol entraba a torrentes, y
el rock duro de Tom Petty y los Heartbreakers, con Full Moon Fever, amplificaba la excitación del
aire estremecido, vibrante. En las bandejas de películas se amontonaban lentes, potes de
vaselina para efectos de difusión, cepillos para lentes, latas de gaseosa dietética. Y en medio de
todo eso, como pistolero en una calle bañada de plomo, Pat Parker se zambullía y estiraba to-
mando fotografías. Su cámara giraba al disparar, un arma de doce balas que nunca dejaba de dar
en el blanco.
Él no delataba la menor timidez, cosa que Pat no esperaba. Era otra sorpresa en el mágico
proceso de llegar a conocerlo. Mientras se acomodaba en busca de otro ángulo, sólo una parte de
ella seguía siendo fotógrafa; el resto era ya la amante.
Tony tenía el torso desnudo. Su piel relucía bajo el calor de los reflectores; el suave vello
formaba una T desde el pecho hasta el ombligo humedecido por el sudor. Reclinado contra el
cuero negro de la silla, con la mano en el mentón, bien estiradas las piernas enfundadas en los
vaqueros, miraba a la distancia, como en el momento en que ella lo viera por primera vez.
Allí arriba, en la galería que recorría la parte superior del estudio, Alabama los observaba. Su
chica, con la destreza que él le suponía, dirigía la compleja orquesta de la sesión. Había que
reconocer y aprovechar cada matiz de la luz, cada contraste, cada movimiento. Lo que no estaba
allí debía ser creado: lo indeseable, abolido. Velocidad de película, velocidad de obturador, foco,
profundidad: todos los datos debían ser introducidos en el ordenador mental. Y mientras tanto era
preciso relajar al modelo, excitarlo, dirigirlo, manipularlo, para extraer al momento todas sus

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posibilidades artística y su grandeza para volcarlas en la película. Ella dominaba los
conocimientos, pero había algo más: se entregaba. No era sólo una espectadora, sino que
participaba en el proceso. Una parte de ella realizaba las operaciones técnicas, pero la parte más
importante se permitía sentir. Fotógrafo y modelo se fundían en el todo mágico que permitiría a
cada uno trascender el propio yo. Sus almas habían escapado de los cuerpos y flotaban en el
aire, entre ambos, fundidas en palpitante armonía de sentimientos. Y eso era tan claro como la luz
que entraba a raudales por el tragaluz: empezaban a enamorarse. Alabama rió suavemente para
sí. En otros tiempos había vivido allí, en el borde mismo de las sensaciones, cuando el mundo
estaba vivo y lleno de ese intenso significado que recibe el nombre global de «juventud».
En ese preciso momento Pat levantó la vista hacia él, consciente de su presencia en la
exacerbada sensibilidad del proceso creativo. Él levantó el pulgar en el aire, una, dos veces,
sonriéndole, y ella le devolvió la sonrisa, agradecida por la confirmación de lo que ya sabía.
—Ponte de pie, Tony —instó—. Mira hacia afuera; mentón en alto, brazo derecho algo hacia
adelante, brazo izquierdo hacia atrás... como si estuvieras caminando, pero no te muevas. Así.
Estupendo. Estás fanástico. Oh, Dios, qué estupendo estás.
La conversación era una caricia que la acercaba a él; el cuerpo de Tony respondía
automáticamente a sus órdenes. El había nacido para aquello. Aceptaba las indicaciones
intuitivamente; sus movimientos se anticipaban a sus deseos, haciéndole adoptar las poses que
conjurarían los sueños. No había modelo capaz de hacer algo parecido. No era para personas
débiles. Aquel muchacho estaba en armonía con su cuerpo; la gravedad que brotaba de él daba
peso y profundidad a actitudes que, de otro modo, habrían resultado narcisistas, casi afeminadas.
Eso era belleza masculina; cruda, pura, abiertamente masculina, desprovisto de cualquier dejo de
suavidad o subterfugio. La franqueza aparecería en las copias, y cuantos las vieran sabrían que
Tony Valentino era tan duro y tan real como el acero de sus ojos.
¡Maldición! Se le había acabado el carrete. Extrajo el cargador, buscó otro y lo puso. Levantó la
vista hacia Alabama, pero había desaparecido. Miró otra vez a Tony. Le sonreía, inclinando su
cuerpo a la luz como si lo moviera bajo una cascada. Bien. Estaba bien metido en eso. Estaba con
ella. El momento mágico no se había esfumado. Y ahora estaban solos.
Miró por el visor, dejando que la lente recorriera el cuerpo. Y ahora ¿qué? Tragó saliva. De
pronto lo supo. Hizo una pausa y volvió a mirarlo. ¿Podía pedírselo? ¿Comprendería él? ¿No la
interpretaría mal? La pregunta estaba en sus ojos, pero supo que jamás le llegaría a los labios.
No hizo falta. El la escuchó por alguna onda secreta y respondió por otra. Lenta,
deliberadamente, tomándose todo el tiempo del mundo, Tony Valentino alzó las manos hacia la
hebilla del cinturón.
Dick Latham juntó ruidosamente las manos y se apoyó contra la pared de su escritorio. El
modelo a escala ocupaba la mayor parte de la habitación. Se extendía por una gran mesa
metálica, perfecto en todos sus detalles, hasta las matas de salvia, los coches del aparcamiento,
la diminuta caseta de seguridad de los portones. El estudio Cosmos de Dick Latham era una
herida funcional en doscientas hectáreas de las montañas más bellas del mundo. Al contemplarlo,
su corazón dio un brinco de júbilo.
Havers le sonrió desde el otro lado del cuarto.
— Bonito, ¿no?
Dick Latham no necesitaba responder. Su expresión lo decía todo. Estaba siguiendo los pasos
de las leyendas. ¿Cuándo se había construido un estudio flamante a partir de la nada? Se los
compraba y vendía, pero nadie los construía. Para eso hacía falta ser un Goldwyn, un Mayer, un
Warner. O un Latham. Su padre debía de estar retorciéndose de celos en la tumba. Su propia
visión había comenzado y terminado en las galerías comerciales, Ahora su hijo, a quien él siempre
despreció, marchaba audazmente por terrenos que ninguno de los actuales visionarios del
celuloide había hollado nunca. El imperio editorial Latham estaba a punto de expandirse hacia
zonas de las que se había mantenido lejos hasta entonces: películas y producciones de televisión;
la fresa del pastel era una transacción de propiedades tan rica que su difunto padre nunca la
hubiera soñado.
-Bueno, ¿cuál es nuestra situación, Tommy?
Havers se sentía halagado. Lo de «Tommy» no era habitual en Latham. Indicaba que el
millonario estaba de un humor excepcionalmente bueno.
—Todo marcha bien. Cerramos lo de los terrenos. No hay cláusulas antiurbanísticas en el
contrato. Alabama dio el visto bueno al propietario. Al parecer, en la comida del otro día lo

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convenciste. Tu intervención lo ha cambiado todo. Así que ahora estamos avanzando cuanto
podemos en la parcelación. Como sabes, es un asunto difícil. Necesitamos informes de impacto
sobre el ambiente, tenemos que tratar con los grupos de propietarios, la Comisión de Costas de
California, la gente del municipio...
— ¿Entra esto en los límites municipales propuestos para Malibú?
— Por lo menos en un ochenta por ciento.
— En ese caso, nos conviene que la incorporación se demore todo lo posible.
—Sin duda. Y necesitamos cloacas, obviamente. Para un estudio de cine no bastan las
cámaras sépticas.
— ¿Cómo se presenta la autorización para el proyecto?
— Será difícil, pero vamos ganando. Nuestros abogados están preparando un caso poderoso.
En cuanto lo demos a publicidad se pondrán en marcha. Mientras tanto planean todo tipo de
pleitos para demorar la incorporación hasta que podamos meter por la fuerza la planificación.
Repartimos dinero como si fuera polvo y los políticos aprovechan. Contribuciones políticas, favo-
res, obras de caridad... Todo.
— No subestimes a los amantes de la tierra, Havers. Son fanáticos. Y Alabama es un líder
como pocos. No me gusta, pero lo respeto, qué demonios. Cuando se entere de lo que nos
traemos entre manos pedirá nuestra cabeza.
— Sí, no nos confiemos demasiado. Si quisiéramos construir un club campestre no tendríamos
ninguna posibilidad. Pero un estudio cinematográfico... ¡y en Malibú! No puede fallar. Después de
todo, esto es una colonia cinematográfica. Los que llevan la voz cantante se mostrarán ambiguos,
por lo menos. Para ellos será una fuente de trabajo, qué joder, y además no necesitarán viajar.
Podrá irse de Malibú al estudio y regresar en cuatro horas, a lo sumo, o un poco más si la Pacific
Coast está bloqueada por deslizamientos. Fingirán oponerse, pero cuando llegue el momento de
recaudar fondos estarán muy ocupados y no se opondrán a esto. La intuición me dice que el
camino está libre, pero podría equivocarme.
-Estos planos cuestan mucho dinero -murmuró Latham, extasiado por la maqueta de Cosmos-.
¿Sabe Grossman cómo encargarse de la parte técnica?
— Sí, es de los buenos. Lo hemos verificado con los profesionales de la industria. Los estudios,
las salas acústicas, los decorados son obras de arte. Tan sólo el material de grabación vale
veinticinco millones. Para mí todo eso es chino, pero los técnicos están informados. Grossman
puede solucionarlo todo. Lo que no puede es dirigirlo, por supuesto. Lo más difícil será realizar
películas que valgan la pena.
— Cristo, voy a pasar de vándalo a salvador y a violador ambiental más rápido que un ciclón —
comentó Latham, lejos de disgustarse por la idea—. Cuando cerré el viejo Cosmos y convertí esa
parcela en dólares me convirtieron en un filisteo avaro y sin sentido de la historia. Ahora medio
mundo me verá como a un sentimental Cecil B. DeMille; y la otra mitad, como un bárbaro de la
ecología.
—Bueno, como dijo Ricky Nelson: si es imposible dar en el gusto a todos, lo mejor es darse el
gusto uno mismo.
-¿Ya quién vamos a poner al frente? -preguntó Latham, de súbito. Desde la muerte del último
magnate, ése era el gran enigma de Hollywood—. Nunca vi un grupo más lamentable que la
gerencia del viejo Cosmos. Despedirlos fue una de mis mayores alegrías.
-Es complicado -reconoció Havers-. Aquí se aplica el Principio de Peters: la gente se eleva a la
altura de su propia incompetencia. Por sagaz que sea el abogado o el agente especializado en
espectáculos, o brillantes el productor o el director, todos fallan en lo principal. Te empeñas a
fondo, eres original, y aun así los peores elementos se imponen, independientemente del equipo
que manda. No sé si el movimiento aleatorio puede aplicarse a Wall Street, pero se diría que las
películas de éxito son rarísimas.
Dick Latham avanzó hacia la maqueta y deslizó un dedo por el techo reluciente de uno de los
edificios.
-No te preocupes, ya encontraremos un triunfador. Yo siempre los consigo. Y aplicaré un poco
de esfuerzo personal a Cosmos. Ya sé que según la tradición eso conduce al desastre. Pero yo
no creo eso. Cuando uno construye un negocio periodístico de diez mil millones de dólares,
alguna idea tiene de lo que el público desea.
Sonrió perezosamente. No era habitual que dijera ese tipo de cosas. Diez mil millones, millón
más, millón menos. El que sabe exactamente a cuánto asciende su fortuna no es rico de verdad.

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-Caramba, Sr. Latham, podría hacerlo hasta dormido -mintió Havers, cuya opinión era que
nadie podía hacer semejante cosa—. Únicamente queda por ver cuánto tiempo quieres dedicar a
esto, que sólo representaría un diez por ciento de la empresa.
— Un poco, un poco —rió Latham—. Cosmos es mi juguete nuevo. Quiero montarlo, ponerlo
en marcha. No imaginas con cuánta frecuencia un diez por ciento de cualquier empresa llega a
ser el cincuenta o más. Hay por ahí montones de personas que quiero volver a poner en el
candelero. Puttnam podría hacer buen cine, una vez que le hayamos cosido la lengua. Miss
Saigon parece interesante; Aspects o/Love es obligatorio. ¿Y no te encantaría ver a Whitney
Houston en la pantalla? También está esa Melissa Wayne, que es dinamita. Ilumina la escena.
Tendríamos que firmar un contrato con ella. Bien largo.
—Dicen que provocaba muchas dificultades.
—Tiene mucho atractivo sexual. Eso siempre supone dificultades, pero se puede solucionar.
Latham hablaba suavemente. Tenía a Melissa Wayne en la mira. Era uno de sus objetivos.
—¿La conoces?
La pregunta de Havers fue cautelosa. Si había llegado a ese puesto era porque sabía
sintonizar sus antenas para captar las sutiles vibraciones que emanaban de Richard Latham. A los
hombres poderosos no les gusta decir las cosas con todas las letras. Prefieren que todo quede
envuelto en la tranquilizadora nube de la ambigüedad. De ese modo se puede conservar la
mística en tanto se insinúan los deseos y necesidades; deseos que, si se expresaran
directamente, podrían rebajarles o volver para perseguirlos. Los ladrones de Watergate, los
conspiradores que cambiaban armas por rehenes, los caballeros asesinos de la catedral de
Becket, todos se ocuparon de interpretar bien los caprichos de sus amos.
— No —repuso Latham, lentamente.
— Si va a trabajar en Cosmos, quizá debiéramos conocerla personalmente... quizá en una
reunión social.
Latham admiró aquel plural, el modo en que su segundo hacía la sugerencia. Por eso Havers
era su mano derecha.
— Estaba pensando en llevar el yate hasta las islas este fin de semana. Ésa podría ser una
buena oportunidad. Ven tú también, Tommy. Podrías volver a Nueva York en avión esta misma
noche y regresar el viernes. El sábado por la mañana nos llevas en helicóptero. Anclaremos frente
a Catalina. Ah, Tommy... invita a esa fotógrafa, Pat Parker. Quiero seguirle los pasos, ahora que la
tenemos contratada.
— Bueno. Haré lo posible. ¿Puedo poner una buena zanahoria profesional ante los ojos de la
Wayne?
— Ponle lo que quieras —replicó Latham brevemente, con un gesto de la mano que exigía no
molestarlo con sutilezas de procedimiento—. ¿Qué opinas de los diez millones que esa
sociedad pagó por Interview?
— Fue mucho dinero. No creo que el fantasma de Andy permanezca allí por mucho tiempo.
— Sí, estoy de acuerdo. Comparado con eso, los dos que Conde Nast pagó por Details
parecen migajas, ¿verdad? Los cuatro que American Express desembolsó por L. A. Style eran
precio justo. Nosotros le echamos un vistazo, ¿no? Recuerdo haber hojeado un informe bastante
aburrido.
— La publicación era muy poco importante. Latham asintió.
— ¿Te vas ya?
— El avión me espera en el aeropuerto.
— Bueno, comamos algo rápido en La Scala y después te llevarás el Rolls al aeropuerto.
Quiero repasar la financiación de Cosmos y hablar contigo sobre David Mlinaric; me gustaría
contratarlo para redecorar la casa de Chester Square. Nos llevaremos dos coches. Yo me llevo el
Porsche. ¿Te parece bien?
Havers movió la cabeza arriba y abajo. Hasta el suicidio le parecería bien si Dick Latham se lo
insinuara.
-Ah, ¿cómo se llamaba esa fotógrafa? -preguntó Havers, mientras caminaba hacia la puerta.
-Pat Parker -respondió Latham, rápidamente. Pero no suficientemente rápido. Eso parecía
requerir énfasis—.
- Sí, Pat Parker — repitió.
Había silencio en la semioscuridad. La luz roja relumbraba sordamente en la penumbra. Pat se
inclinó hacia el agua y cogió la copia por una esquina. Le dio la vuelta y miró dentro de la bandeja.

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— ¿Cómo está? —gruñó Alabama.
Al mirar por encima del hombro de la muchacha no pudo contener su entusiasmo. Hacía años
que no sentía eso. La había visto tomar la fotografía, percibido la excitación. La iluminación era
inspirada; el sujeto, inspirador. Los ángulos, poses, matices de expresión, perfectos. Si el foco era
correcto, firme la mano que sostenía la cámara, congruente la exposición con la velocidad, la foto
sería una obra maestra. Se destacaba ya en el negativo, joya ínvaluable entre finas alhajas. Ahora
Alabama se moría por verla lavada, seca y montada.
— Hace muy, pero que muy buena pinta —murmuró Pat, casi para sí.
La sacó de la cubeta y la plantó, chorreante, en el muro que la sostuvo por acción capilar. Tony
Valentino los observaba a la luz tenue y religiosa. Ella sintió que se quedaba sin aliento. La copia
era mágica, y sólo se trataba del primero de los diez carretes que había utilizado. Si podía tomarla
como heraldo de las cosas por venir, aquélla era la sesión de su vida. Y aún quedaba el último
carrete, el que había marcado con una gran cruz roja. Si esto era brillante, había material mucho
mejor en la lata. Se le erizó la piel de los brazos al recordar la pagana belleza de aquel cuerpo
desnudo. Le había temblado el dedo en el visor al esforzarse por enfocar en el nudo emocional
que la apresaba. De algún modo, sin saber cómo, se las había arreglado. Y al final, cuando hubo
mucha necesidad de decir algo, no encontró absolutamente nada que decir. Tony se había subido
los pantalones como si bajárselos hubiera sido la cosa más natural del mundo, había abrochado
su cinturón y se había dejado caer en el sofá preguntando cómo había resultado la sesión en el
tono de quien hace un comentario sobre el clima. Ella tragó saliva y murmuró: «Muy, muy bien»,
tratando de quitarse de la mente aquella visión vaporosa y, al mismo tiempo, de fijarla para
siempre en su memoria. Y allí, en la banqueta, sin revelar, estaban los resultados. Y en la pared,
el rostro carismático del hombre que la obsesionaba.
— No está mal —comentó Alabama. Y se sintió instantáneamente culpable—. Es decir. Es
buena. Es excelente.
Estaba contento, hasta emocionado, por el retrato que había hecho la mujer. Pero también
sentía una ligera envidia. Hacía mucho tiempo que no fluía en él la fibra creativa. Mientras veía
emerger la imagen se atrevió a recordar el intenso placer del cuarto oscuro.
— ¿Por qué es muy buena, Alabama?
— Ah, la gran pregunta norteamericana. El porqué. —Se echó a reír—. Siempre suponemos
que existe la respuesta. Somos optimistas. Según dicen los europeos, que se dedican al pesimis-
mo, rara vez la hay. Veamos. Bueno, es técnicamente correcta. Eso puede representar una cuarta
parte del asunto. La nitidez, la luz sobre un lado de la cara, dejando la otra mitad en sombras...
eso le da una dureza y concuerda con la expresión. La mayor parte está en los ojos, ¿no? Has
captado las ansias, la desesperación, la soledad y hasta la crueldad. Ese Valentino es peligroso.
Podría hacerte daño. Hasta disfrutaría con ello.
— ¿Hipotéticamente, quieres decir?
Pat temía que Alabama adivinara demasiado sobre sus relaciones con el modelo. Esa última
parte se parecía sospechosamente a una advertencia.
— Como sea.
— Parece muy desdichado, ¿no? Acaba de morir su madre. La quería mucho.
-¿Y qué está haciendo aquí? ¿Asaltando las pantallas?
— ¡No! —La negativa de Pat era demasiado leal y enfática—. Acaba de terminar los cursos de
la Juilliard, en Nueva York. Estudiaba arte dramático. Se hospeda en casa de una amiga, en la
Colonia.
—¿Amiga o novia?
—Amiga. — Pat no se sentía nada feliz con el giro de la conversación. El hecho de que
Valentino estuviera allí con una mujer dolía-
- Ella también estudiaba en Juilliard. Le invitó a venir para ayudarle a superar lo de su madre.
— Ha de ser rica, si la familia tiene en la Colonia una casa que no usa. ¿Cómo se llama? —
preguntó Alabama, que conocía a casi todos los residentes antiguos de Malibú.
-Vanderbilt. Allison Vanderbilt. Creo que tiene mucho dinero.
— Ya lo creo. Es de la auténtica aristocracia norteamericana. No hay muchos de ésos por aquí.
Mucho menos en la playa. Encuentras unos pocos en las colinas, donde pueden tener sus
caballos. Los judíos, en la arena; los gentiles, en las montañas; ésa es la regla de Malibú.
—No creo que Tony se interese mucho por el dinero.
Pat contempló los ojos de la pared. ¿Qué le interesaba? ¡El éxito profesional! ¿O eso era sólo

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un anzuelo para atrapar al pez buscado? Un pez dorado como Allison Vanderbilt, quizá, con sus
millones, su estirpe y sus elegantes faldas ceñidas a una elegante cintura.
—Tal vez, tal vez —asintió Alabama—. Pero escucha lo que te dice este viejo, Pat Parker: no
creas en lo que dicen; observa lo que hacen.
—No es un ligón de playa, Alabama. No está al acecho.
— Lo conociste en la playa. Vive en la playa con una niña rica. Es actor. Es ambicioso.
Demonios, esto es Malibú, no Lourdes.
— No comprendes —replicó ella, fríamente.
-Mira, tesoro, tú tienes agallas. Diviértete. ¿Qué es la vida sin un poco de emoción? Sólo me
reservo el derecho a recordarte: «Te lo dije». Es una de las ventajas que se tienen a mi edad; te
sobran oportunidades para decirlo.
Se rascó, súbitamente aburrido por el papel de tío solícito.
— De cualquier modo —agregó—, aunque esto termine mal, has tomado unas fotografías
estupendas. Tú fuiste la primera en utilizarlo. Sería un buen artículo para esa revista tuya.
-No voy a publicarlas. Son para la carpeta de Tony. Las tomé para él.
«Para nosotros. Maldita sea, para mí.»
-Ah, comprendo -dijo Alabama, riendo entre dientes.
— De cualquier modo, ya ha tenido un enfrentamiento con Emma Guinness. Ella no publicaría
esas fotos aunque yo las presentara.
La cara de Valentino los miraba acusadoramente desde la pared, dramática en su inflexible
belleza. Sí que las publicaría. Cualquiera lo haría. Emma Guinness dejaría a un lado sus
sentimientos personales cuando viera aquel material. Ante todo, era la directora de una revista y lo
que más le importaba era Nev Celebrity. A Pat ya se le había ocurrido. Y ahora volvía a pensarlo.
Su conclusión era la misma. Si algo podía impedir que Tony Valentino apareciera en New
Celebrity era Tony Valentino y ningún otro.
— ¿Ese famoso contrato no te da el derecho de presentar tu propio material y obligarlos a
publicarlo?
Pat no respondió. Era cierto.
Pronto tendría que enfrentarse a esa disyuntiva que creía en su interior. Durante toda su vida el
trabajo había sido su combustible, su razón de ser y su muleta en momentos de dificultades. Y
muy rara vez ocurría que la obra fuera perfecta. A veces era pasable; a veces, buena; pero sólo
excepcíonalmente grandiosa ante el implacable jurado del propio criterio artístico. Y allí, frente a
ella, tenía quizá la mejor fotografía que hubiera tomado nunca. Y en el banquillo las otras... y el
rollo marcado con una X. No podía retenerlas. Tenía que publicarlas. Los sonidos nunca oídos en
el bosque eran para los Alabama de este mundo; grande y seguro de sí mismo como era, podía
darse el lujo de crear obras maestras sólo para sí mismo. Ella no. Aquellas fotografías merecían
ser impuestas a New Celebrity, aunque fuera necesario invocar las condiciones de su contrato. Su
arte le exigía barrer con toda resistencia. La de Emma. La de Tony. Aspiró hondo, en tanto la
montaña inmóvil sentía el contacto del inamovible objeto. ¿Podía acaso publicar las fotografías de
Tony sin su consentimiento? No tenía ninguna autorización firmada, pero él había accedido a la
sesión. No era de la clase de hombres que conocen abogados, pero lo que era una relación
embriónica quedaría abortada; eso era tan seguro como que la noche sigue al día. Le perdería
antes de haberlo conquistado. ¿Y a cambio de qué? A cambio de la gloria que ansiaba quizá más
que el incierto amor que él pudiera brindarle. Pero tal vez lograra convencerlo para que accediera
a la publicación. Despues de todo, él también tenía el impulso de sus sueños. Ese artículo haría
maravillas por él. Si las fotos despertaban en el mundo la mitad del entusiasmo que provocaban
en ella, se convertiría en ese fenómeno raro como un diente de sinsonte: una estrella de la noche
a la mañana. Los agentes y los directores de reparto se matarían en la estampida hacia él. Y
entonces Tony le estaría agradecido, porque ella le habría hecho bien. Se habrían utilizado
mutuamente. El amor y la ambición podían mezclarse en la potente sinergia que fusionaría a
ambos, en cuerpo, alma y mente... por siempre jamás.
Se volvió hacia Alabama, que le sonrió en la penumbra de la habitación. El le adivinaba los
pensamientos. En los viejos tiempos había luchado con problemas parecidos, antes de que el dios
de la fama le tocara el hombro con la espada del éxito, elevándolo hasta la montaña desde la cual
podía reírse de las preocupaciones que afligen a los mortales menores. Era la eterna disyuntiva
de los fotógrafos. ¿En qué momento se traiciona la confianza de un modelo? ¿Cuándo importa
más el arte que el compromiso acordado? ¿Justifica el fin los medios en nombre de la suprema

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belleza?
—Claro que si esta foto es la única buena —opinó lentamente— toda esta discusión es inútil.
¿Tienes algo más allí? ¿Qué hay en el que marcaste con una X? ¿Qué significa esa marca?
¿Tesoro oculto?
Ella se ruborizó en la oscuridad. El instinto de Alabama era fenomenal.
— Eh... para ése... se quitó la ropa —dijo ella, apartando la vista.
No tenía por qué avergonzarse. Ella no se lo había pedido. Para ambos aquello estaba a
distancias siderales de una provocación sexual. Pero Alabama no había estado presente. No
podía saber lo «adecuado» que había sido en el clima de la sesión. Ahora sonaba a falso. ¿Por
qué se lo había dicho? A una se le escapaba siempre la verdad hablando con Alabama. Rogó que
no le espetara alguna vulgaridad.
Alabama no lo hizo.
-Sería la conclusión lógica de éste -comentó simplemente-. Sospecho que la cronología de las
fotos concordará con la secuencia del artículo. —Hizo una pausa, perdido en sus pensamientos—.
Será dinamita, sí —agregó.
-Pero Tony no querrá que se publiquen.
— Sí, pero sería un error. Si se tratara de una foto cualquiera... Pero con éstas sería un error.
Pat barajó seriamente la posibilidad, entusiasmada por el hecho de que Alabama estuviera de
acuerdo con ella.
-¿No podrías hablar con él, Alabama? Es decir, después de que hayas visto las otras fotos. Él
sabe que yo soy parte interesada. Pero tú serías objetivo.
Alabama meneó la cabeza.
-Puedo decirle que me gustan las fotos. Es cierto. Pero no voy a decirle qué debe hacer con su
vida. Eso no.
— ¡Pero si a mí me lo dices a cada instante! —protestó Pat, enfurruñada.
— Porque tú me lo pides a cada instante. Además, viniste aquí a aprender y eres fotógrafo. De
eso entiendo algo.
Ella se echó a reír.
— Tienes razón. Disculpa. Es un problema mío, cosa de la profesión. Hace un mes no podía
tomar una foto que me gustara. Ahora tengo dónde publicar, tengo una foto estupenda y estoy
bloqueada por mi conciencia y/o un tipo a quien no quiero herir.
— No es la primera vez que ocurre, Pat Parker. Eso se llama «disyuntiva moral».
-¿Y cómo lo resuelves tú?
— Espero y veo qué pasa. Es muy interesante. Buscas las cosas a favor y las cosas en contra.
Luego te sientas a esperar el veredicto. Parece venir de otra parte y es imposible adivinar cuál
será.
— ¡Oh, estupendo! Gracias, Alabama. En vez de jugar, hay que ser espectador.
—Tranquilízate, querida, y prueba con un poco de suave persuasión. Llévatelo a pasar el fin de
semana a otro sitio. Convéncelo poco a poco. Muéstrale las copias. Dile que será una estrella.
Ruega. Suplica. Extorsiona.
— Me llamó el gerente general de Latham, un tipo llamado Havers, para invitarme a pasar el fin
de semana en el yate de Latham. Van a Catalina. Respondí con un definitivo «tal vez». ¿Te
parece que podría llevar a Tony?
Alabama hizo una pausa. Latham lo ponía nervioso. Ahora era su vecino, principalmente
porque Alabama había retirado sus objeciones a la enorme compra de tierras. Pero no le inspiraba
simpatía ni confianza; tampoco le gustaba el interés que mostraba por su protegida. Aun así, la
presencia del inflexible Valentino en el yate le arruinaría los planes. El quisquilloso Tony, joven,
viril y ferozmente orgulloso, provocaría a bordo momentos de suprema inquietud.
— ¡Sí! —masculló—. Hazlo. La luna en el agua, la llovizna salada en el pelo, caviar en la
panza. Serán días mágicos. Y no dudo que Dick Latham y Tony Valentino serán el dúo más
electrizante después de Batman y Robin.
-Santos «batyates» -rió Pat Parker.
Si.

CAPITULO VII
Pat iba sentada detrás de él, más cerca de lo necesario, y sus brazos le ceñían la cintura cada
vez que él se inclinaba en un giro cerrado. Era como la moto de Alabama, pero estaban muy lejos

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de cualquier carretera y a un kilómetro de la tierra. A cada lado de sus piernas desnudas el agua
se levantaba en embudos, mientras la moto acuática avanzaba a gran velocidad por las aguas
cristalinas del Pacífico, frente a la desierta orilla occidental de la isla Santa Catalina. Apoyó la
cabeza contra su espalda para protegerla del viento y para percibir su aroma, levantando la vista
hacia los desnudos acantilados que apuntaban, escarpados, al cielo de un intenso azul. No
recordaba haberse sentido nunca tan feliz, pero, con la codicia de los amantes, quería ser más
feliz aún.
— Exploremos alguna de las ensenadas —gritó contra la fuerte brisa, por encima del zumbido
del motor.
El sol le castigaba los hombros, cosquilleándole en la piel bajo el flamante bronceado; sacudió
hacia atrás la cabellera manchada de sal, mientras observaba la costa en busca de una playa are-
nosa.
Él aminoró la marcha al oírla y levantó una mano para proteger los ojos del resplandor. Desvió
la embarcación hacia la costa rocosa, buscando un sitio en el cual amarrar. Giró a medias el
cuerpo, señalando el punto donde el cañón cortaba la montaña. Ella hizo un gesto de
asentimiento y la máquina apunto el hocico hacia la playa de bolsillo, al tiempo que un águila se
arrojaba desde la mellada faz rocosa, pintando su sombra en el agua reverberante del océano. A
pocos metros de la arena, ella pasó las piernas por encima del asiento rojo y se dispuso a guiar la
embarcación a través del suave oleaje. Él apagó el motor. El silencio se agolpó sobre ellos. Él
saltó al mar y condujo la Yamaha hasta la arena. La llevaron empujando por uno o dos minutos,
utilizando como rodillos las diminutas olas, hasta que la moto acuática quedó bien plantada en
suelo firme. Entonces se derrumbaron en la arena, exhaustos por el esfuerzo y el calor.
— No hay nadie — señaló Tony, riendo por lo insuficiente de la expresión.
Estaban a kilómetros de cualquier parte, deliciosamente atrapados, tal como deseaban. A cada
lado se erguían hacia el cielo rocas de ciento sesenta y cinco millones de años. Enfrente se
levantaba una muralla de piedra, escarpada e imposible de escalar, que alcanzaba quizá los
treinta metros de altura. Atrás se extendía el vasto océano. La playa en la cual yacían apenas
medía unos nueve metros de anchura por cuatro o cinco de profundidad, y el sol la cubría con un
manto caliente: el aire cálido, aislado de la brisa oceánica por los acantilados.
— No es buen lugar para que falle el motor —comentó Pat, mientras miraba con aprensión la
máquina a rayas blancas y rojas.
— Oh, no sé —replicó Tony.
Lo dijo en voz baja; Pat experimentó la emoción perseguida y giró hacia él, bizqueando en el
fulgor para ver si su expresión sumaba o restaba algo a sus palabras. Pero él se mantenía tendido
en la arena, con el océano jugándole entre los pies y los brazos estirados como los de Cristo en la
cruz, sepultado en la belleza del momento. Ella vio el vello negro bajo sus brazos, húmedo de mar
y sudor, y el pecho musculoso que subía y bajaba con la respiración. Tenía los ojos cerrados. Su
rostro era una máscara de paz. Sus sentimientos, un enigma.
Pat sintió una punzada de desencanto.
— Espero que los demás no se preocupen por nosotros —comentó, imponiendo realidad a
aquella ilusión al estilo de La isla del tesoro.
Los veía con la mente. Era casi la hora de la comida. Estarían decorativamente esparcidos en
la cubierta de popa del Hedonista, mientras delicados camareros repartían canapés y Taittinger
Rosé; Beethoven daría un punto de distinción en el sistema de sonido. Dick Latham,
formidablemente informal con su equipo de zapatillas, pantalones holgados de algodón blanco y
sencilla camiseta del mismo color, tendría los pies apoyados en las banquetas diseñadas por Jon
Bannenberg que rodeaban la vasta cubierta. Mantendría sin esfuerzo la calma exterior, pero por
dentro la irritación iría en aumento. Bajo su pátina serena era un maniático: Pat se había dado
cuenta. La comida se servía a la una. Y faltaban dos miembros del grupo.
— ¿A quién le importan? Están en otro mundo —contestó Tony, perezosamente.
-¿Y qué me dices de Allison?
Pat se mordió el labio. No había sido su intención decir eso, pero no pudo resistirse. Allison
Vanderbilt estaría sentada frente a Dick Latham y ya habría rechazado el champaña en favor de
algo más aristocrático, como una coca-cola. Se sentiría incómoda entre tanto consumo conspicuo
y observaría a Latham con toda la suspicacia que las fortunas muy antiguas reservan para las
relativamente nuevas. Pero por encima de todas las cosas, estaría preocupadísima por la
ausencia de Tony Valentino... y porque se había ido con Pat Parker.

73
Tony no respondió; su silencio contenía un reproche. Pat bajó la mirada. Recogió un puñado de
arena y lo dejó correr entre los dedos. Allison Vanderbilt era un problema. Havers no se había
mostrado demasiado entusiasmado al saber que ella no iría al yate de Latham si no podía hacerlo
con Tony Valentino. Tampoco ella se había vuelto loca de alegría al saber que Tony no iría sino
con Allison Vanderbilt.
— Me hospedo en su casa —había dicho él, sencillamente—. No puedo salir sin ella.
Daba a entender que ella era una amiga y de las buenas, ni más ni menos. No hubo más
detalles sobre ese tema ni los habría. Pat no necesitaba ser psicóloga aficionada para captar el
panorama. Allison Vanderbilt, con sus ojos de cervatillo colmados de vulnerable deslumbramiento,
estaba perdidamente enamorada de Tony Valentino. Él no la amaba. Pero la trataba con cortesía,
con una especie de solícito cuidado que alarmaba a Pat. Permanentemente averiguaba si Allison
tenía demasiado frío o demasiado calor, si estaba cómoda, y de vez en cuando le preguntaba si
se sentía bien. Esta última pregunta era comprensible. Allison Vanderbilt parecía destrozada, va-
liente, siempre al borde de las lágrimas; sólo sus genes patricios y el acero inoxidable de su
autodominio le impedían disolverse en un mar de miseria líquida. Pero si bien se podía asegurar
que Tony y Allison no eran amantes, distaba mucho de pensar que no hubieran hecho el amor en
algún momento. En el estómago de Pat Parker se formó un nudo apretado; una oleada de pánico
la atravesó.
-Latham te desea -dijo súbitamente Tony; su voz penetró como una lanza en los pensamientos
de Pat.
— ¡Estás loco!
La había cogido por sorpresa. Sí, Latham estaba interesado en ella, por supuesto. ¿Por qué
demonios no lo admitía? No era gran cosa. A Latham le gustaban todas.
— No estoy loco. Te desea.
Tony Valentino se incorporó para mirarla. Estaba serio. Se tomaba todo muy en serio.
— No. Sólo le intereso porque me ha contratado. Soy la chica nueva del barrio. El juguete
nuevo. Mariposea con todas. Es su estilo. Con Allison también lo hace. Y con Melissa Wayne, por
cierto. Este fin de semana, el blanco es ella.
— No; eres tú.
— ¡Tony! —Pat acentuó la última sílaba con atildado tono de reproche, mientras le arrojaba un
poco de arena sin mucha convicción, fingiendo que eso la abochornaba. ¿Por qué insistía?
¿Estaría celoso? ¿Podía existir esa emoción tras los ojos desinteresados de Tony Valentino?
— ¿Qué opinas de él? —preguntó el muchacho.
— Bueeeeeno, no es de los que pasan desapercibidos, ¿verdad? Sobresale mucho, y no sólo
por el dinero. No confío en él, pero no logro imaginar por qué. Ni siquiera sé si me gusta, pero es
divertido, inteligente e interesante. Creo que todo eso tiene su importancia.
— No puede mirarme —apuntó Tony.
— Todavía no he visto que tú lo mires.
Pat se echó a reír. Era cierto. Latham, ese hombre tan aficionado a las mujeres, había
reaccionado ante la asombrosa apostura y la juventud de Tony Valentino con todo el entusiasmo
de un granjero ante la presencia de un zorro en su gallinero. En correspondencia, el torturado y
obsesivo Tony, con los ojos perdidos en sus sueños lejanos, trataba a Latham como a un anciano
pedófilo en una fiesta infantil. Latham, agresivamente encantador y peligrosamente civilizado, no
perdía oportunidad de mostrar aires de superioridad protectora para con su juvenil rival. Valentino,
curvando los labios en una mueca de desdén casi permanente, parecía ver en el multimillonario
una broma de mal gusto. Pat Parker se había convertido en el campo de batalla para ambos.
— ¿Sabes que, en cierto sentido, se parece a mí? —sugirió Tony.
-¿Qué? -Pat se quedó boquiabierta.
— Es cierto. Sufre constantemente. Desea. Trata de disimular que desea. Necesita
compulsivamente demostrar algo. Todas las cosas que tiene, los trenes, los barcos, los aviones,
para él no significan nada. Algo lo persigue. Así es ese hombre.
Pat aspiró hondo. Nunca había oído hablar así a Tony. Parecía estar analizando una debilidad,
pero en sus labios sonaba también majestuoso, como el sufrimiento en la cruz, un dolor para una
finalidad más elevada, un bien mayor.
Sentado ante ella, dejaba que el agua lamiera el algodón azul desteñido del bañador. Tenía las
manos extendidas al estilo budista sobre las piernas, con las palmas implorándole comprensión.
Se le estaba revelando. Eso era personal. Ella se daba cuenta. Le clavaba los ojos. Hablaba de

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Latham, pero también de sí mismo.
— Lo odio —continuó—. Me desagrada. Pero es a mí a quien veo. El necesita ocupar el centro
de la escena, pero el centro es mío. Yo lo necesito y él cree que le corresponde. El es patético. Yo
soy patético. Pero el mundo lo cree maravilloso y eso es lo que va a pensar de mí. ¿Lo entiendes
siquiera un poco, Pat? ¿Te parece una locura?
—Sí —repuso Pat, súbitamente—. Parece una locura, pero majestuosa. Hablas de lo opuesto a
la comodidad. Hablas de inseguridad de mandar a la mierda la felicidad, del sobrecogedor poder
de la voluntad. Es salirte con la tuya, ¿no, Tony? Eso es lo que queréis Latham y tú. Lo que soñáis
es diferente, pero son los sueños los que os alimentan. Es la obsesión lo que os ata por abajo.
Tony pareció serenarse ante aquella vehemente profesión de comprensión, pero aún le
preocupaba algo. Pat supo instintivamente qué era: le preocupaba ella. Le preocupaban ellos.
—Y tú, ¿qué deseas? —preguntó él, al fin.
— Gracias por perder tiempo en interesarte — expresó ella, con suavidad.
Lo decía en serio. No era un reproche.
Levantó la vista al cielo. ¿Qué deseaba? ¿A él? Sí, pero había mucho más.
Habló entrecortadamente, a medida que surgían los pensamientos.
-Creo que deseo en abstracto. Deseo como desea la gente pequeña. Deseo ser feliz. Deseo
que me amen. Necesito amor. Lo que mejor parece ofrecerlo es trabajar y hacer cosas bellas.
Entonces hago eso. Pero es un medio para alcanzar un fin, y el fin es la satisfacción, la seguridad,
pertenecer a alguien y que alguien me pertenezca...
Le echó un vistazo para ver qué efecto habían tenido sus pensamientos.
— Eso está bien —repuso él—. Así hay que sentir. —Parecía no tener conciencia de estar
dándose aires de superioridad; eso borró la impresión—. Eso nos convierte en opuestos.
Sonrió para demostrar qué era lo que esperaba, pues significaba que había una posibilidad
para ellos.
— ¿De los que se atraen? — preguntó Pat, devolviéndole la sonrisa.
— De los que se atraen —confirmó él.
Su voz fue más baja al hablar y sus párpados descendieron sobre ojos súbitamente ardorosos.
Ella no pudo resistir. Era una locura, pero no podía. Tenía que provocarlo, pese a los peligros.
Nadie puede tomarse a sí mismo tan en serio.
— Un opuesto como Dick Latham —dijo.
La voz de Tony retrocedió ante la cornisa de la intimidad.
—No juegues conmigo, Pat Parker —advirtió.
— Oh, pero si es eso lo que quiero, Tony Valentino, jugar contigo. A veces tengo la impresión
de que has sufrido una grave carencia de juegos.
Rió para provocarlo; recogió otro puñado de arena y se lo arrojó a los muslos, para demostrarle
que no le tenía miedo, pero que lo deseaba más de lo prudente.
Por un segundo en la cara de Tony reinó la guerra; luego ella vio que había triunfado y la
invadió el éxito. El sonrió con un aire infantil de pedir perdón, como si admitiera su tullido sentido
del humor. Pero eso no duró mucho. Para él, la diversión era una palabra extraña. La lujuria no.
Se inclinó hacia adelante y alargó la mano para tocarla. Pat no se movió. Estaba congelada en
hielo hirviente. Sólo el dedo de Tony podía liberarla del entumecimiento que la poseía. Lo tenía
sobre el brazo y ese contacto era más real que mente y cuerpo, que el sol refulgente en el cielo y
el frío océano que los había convertido en una volcánica isla de pasión, esperando el momento de
estallar en la felicidad de la unión.
Los ojos del muchacho bailaban en el alma de Pat y ella creaba la música. Era una danza
lenta, clara y pausada; las notas de la melodía le dulcificaban el cuerpo. Perezosos, amantes, ya
lejos del pánico por venir, los sonidos del deseo crecían dentro de ella. Brotaban en cascada por
sus propios ojos y se mecían al ritmo de los de él. Le cosquilleaban los dedos, el sudor corría a
bañarle el labio superior, el aire salado corría deliciosamente nervioso por su nariz dilatada. El
dedo de Tony siguió los contornos de su brazo. Vagó por el músculo suave, se demoró en la piel
caliente, se elevó hasta su hombro. Allí se posó el canto de la mano, sintiendo los suaves
movimientos de Pat. Ella respiraba para aquella mano. Subía y bajaba, muy cerca del fascinante
cuello, aguardando allí todo el tiempo del mundo. Ella giró hacia la mano e inclinó la cabeza a un
lado para capturarla, aplastándola suavemente con la mejilla, como a una flor dentro de un libro.
Tony sintió su aliento cálido en la cara. Era el principio de la negociación de los cuerpos, el toma y
daca, la amenaza y la promesa, la guerra y la paz que aboliría todas las fronteras y borraría todas

75
las diferencias, hasta que sólo hubiera entrega y unión en la sobrecogedora armonía del goce
eterno.
El se movió muy lentamente por la arena hacia ella, hasta que las caras estuvieron muy cerca.
Pat se bañó en su aliento, inclinándose hacia él, anhelante de todo lo que él haría, codiciando su
amor. Tony le encerró la cabeza entre las manos para sujetarla con reverencia. La maravilla
surgió de sus ojos y se confundió con la luz de amor que brotaba de los de Pat.
— Tony —susurró ella, con la voz quebrada—. Tony —murmuró otra vez, pues amaba el
sonido de su nombre, ansiaba la intimidad que él le ofrecía con los ojos.
El dedo de él le alzó el mentón. El pulgar le acarició el labio inferior, resbalando en el sudor,
lavado por las corrientes de su aliento. Ella abrió los labios para degustar su piel salobre y sacó la
lengua para tocar el dedo que se apresuró a ser tocado. Tenía la boca reseca como el cañón de
verano, pero su lengua aún estaba mojada y lo lamió con suavidad, pintando el dedo sensible con
preciosa saliva en el tierno preludio al acto de amor. El dedo se demoró pasivo, ella jugó con él,
mordisqueándolo. Lo introdujo un poco más en la boca, volvió a empujarlo hacia afuera, lo sujetó
con fuerza para hablarle de la prisión de su cuerpo, que ansiaba contenerlo entre sus muros de
terciopelo. Movió la cabeza de lado a lado y su cuello se meció con los ritmos secretos del
romance, estirándose para acercarse, echándose atrás. Y mientras tanto los mensajes de su
cuerpo llegaban aleteando: el delicioso miedo en el estómago, la sangre precipitada en los
pezones tensos, el vacío doloroso en su centro mismo.
La mano de Tony buscó el dorso de su cuello; el dedo que ella había saboreado se le hundió
en el pelo. Él la atrajo hacia sí y ella se hizo atrás, obligándolo a forzarla, obligándolo a admitir que
la deseaba tanto como ella a él. Aún se resistía. Era su igual: valiente, decidida, sin entregar nada.
Su resistencia hizo a Tony más fuerte. La mano la atrajo con más rudeza; sus labios dejaron de
ser tiernos. Se apretaron a los de ella, aplastándole la boca, y su lengua la invadió con rudeza, tal
como una parte de ella deseaba ser invadida. Pat lo estrechó contra sí, magullándole los labios
con los propios. Él se apretó a su cuerpo, batallando su lengua con la de él, usando su humedad
para saciar la sed de las ansias femeninas. Los dientes chocaron en el beso. Las bocas se
tornaron una. Era la guerra, pero que ganarían ambos; no dieron cuartel ni pidieron misericordia
en el combate por la victoria del placer que ambos necesitaban. Todo el cuerpo de Tony se
aplastaba ya contra el de ella, la potencia de su pecho musculoso pesada contra los senos. Poco
a poco, inevitablemente, la obligó a tenderse de espaldas hasta tenerla postrada, con la espalda
sepultada en la arena caliente. El cuerpo de Tony quedó sobre ella, enmarcado por la belleza del
claro cielo azul.
Por fin su boca la dejó libre; Pat quedó tendida, capturada como en sus sueños por el hombre
que amaba. Sonrió, triunfal, y el aliento brotó áspero de entre sus labios; el pecho subía y bajaba
bajo el de Tony. Percibía su olor. Percibía su sabor. Oh, buen Dios, cómo lo sentía, duro como
una roca contra sus caderas, pesadas las piernas sobre las suyas, la piel empapada de sudor
fundiéndose con su cuerpo. Pero su cara tenía una expresión nueva. Ya no era el conquistador
cruel. Sus facciones habían perdido la dureza. Había en sus ojos una suavidad que ella
desconocía. Supo entonces que soplaba un viento más sutil, más delicado, capaz de transportarlo
al frenesí del éxtasis más completo que hubiera conocido.
Él tenía la mano en su torso. Buscó un peso, rastreando sus líneas hasta el pezón. Bajo el
algodón del traje de baño, la carne de Pat se estremeció ante el contacto. Hizo presión contra la
mano y sus ojos le suplicaron que fuera audaz. Él la oyó. Enganchó el dedo bajo la tela y aguardó
para aprovechar el momento. A lo largo de años enteros de intimidad familiar, ese segundo sería
recordado siempre. Lentamente, casi triste porque jamás pudiera existir otra primera vez, lo
descubrió. De él escapó un suspiro trémulo. Sus ojos se colmaron con la visión. Ella estaba
horizontal, pero su pecho no. Se elevaba hacia él en un blanco triángulo de perfección, puro y
encantador como la nieve en una montaña lejana. Su palidez, contrastando con el castaño
almibarado de la piel, su firmeza contra la invisible atracción de la gravedad, la gloria del cono que
lo coronaba, con su rosado de coral, todo se fundió en la niebla de la pasión. Tony Valentino se
inclinó en homenaje ante su salvaje belleza.
Tocó con la lengua la punta del pezón, que corcoveó contra él, imposible en su dureza.
Aguardó allí, vibrando con ella, sintiendo la sangre de Pat que corría contra la suya, asombrado
por los rítmicos golpes de su pulso. Sentía latir el corazón de la muchacha a través de su propia
piel, mientras el pezón se expandía y se contraía, pujando y retrocediendo, creciendo y
retirándose. Con suavidad, con maravilla, pasó la lengua por la resbalosa superficie del pecho

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palpitante. Frotó su suavidad de seda con la aspereza de la mejilla. Tomó el rosado de pétalo
entre los dientes, amenazante, amante, apretando, maravillado por la dureza que saltaba hacia él,
por el poder de aquella frágil piel de encerrar la sangre tan furiosa bajo su superficie. Y mientras
tanto escuchaba los graves gemidos de satisfacción que brotaban de ella, en tanto su cuerpo se
incendiaba y su mente, rugiendo, planeaba nuevos actos para el drama del amor.
Ella se incorporó, apoyando el cuerpo en los codos contra la arena húmeda y caliente. Su
pecho le empujó la boca. Gruñía de placer, pero deseaba siempre más. ¿Cómo se podía
prolongar aquello eternamente? ¿Cómo acelerarlo, cómo restarle velocídad, cómo intensificarlo,
Dios bendito? Rebuscó en la espalda para desatar la parte superior de su traje de baño, aunque el
foco de su mente ya estaba apartándose de los pechos palpitantes. Arrojó la banda de tela a la
arena y, exhausta por el esfuerzo, se dejó caer, medio desnuda, totalmente abierta al hombre que
ya era dueño de su cuerpo.
Él sepultó la cabeza entre los firmes montículos de carne y su boca vagó por ellos,
alimentándose de su plenitud, deslizando deliciosamente la lengua por la piel cremosa. Estaban
húmedos y relucientes de su humedad, húmedos también con el sudor del deseo. Anidó en ellos,
perdiéndose en el calor de la muchacha, como si sólo deseara ser enterrado dentro de su cuerpo,
fundirse con ella, convertirse en ella para que su terrible necesidad dejara de existir. Pero no
había modo de echarse atrás en la danza de la entrega. No era posible estarse quieto. Sólo cabía
lanzarse de cabeza, hacia el momento de gloria.
Sus brazos eran columnas en la arena, junto a ella. Se irguió sobre Pat; luego su cabeza
descendió hacia donde ella deseaba tenerla. La lengua serpenteó un sendero resbaladizo en el
vientre, deteniéndose en el ombligo para volver a bajar hasta el borde de la parte inferior del bikini.
Ella sabía lo que iba a pasar; el corazón se le aceleró al estallar la fuente de lascivia, haciendo
manar un río de torrente plateado.
Arqueó la espalda y levantó el trasero. Sus manos buscaron el elástico del bikini. Se lo bajó sin
vergüenza, sin culpa. Quedó ceñido a sus muslos, como puente sensual entre las piernas
forcejeantes, y ella tironeó del material elástico en un esfuerzo por abrirse a Tony. Por largos
instantes él pendió sobre ella, como un colibrí ansioso de beber el néctar en la flor empapada de
rocío. Las hebras de vello reluciente se regaban con sus jugos perfumados. Los mohínos y
rosados labios del amor anidaban en un mar líquido y plumoso. Tony aspiró ese calor humeante,
en tanto ella siseaba en la meseta ardorosa del deseo. Luego bajó la cara para degustarla, para
complacerla, para amarla, y el gemido de aquiescencia emitido por Pat fue la música de una dulce
comunión.
Los labios de Tony tocaron los de ella en el extraño beso. Ella empujó tímidamente contra esa
boca. Él respiraba suavemente contra su carne, con el almizcle de su pasión notándole hasta la
mente.
—Sí, sí —susurró ella, con voz ronca, bien cerrados los ojos para apresar la excitación.
Se derretía por él. Toda la humedad caliente de su cuerpo iba hacia los labios de Tony. Su
esencia se demoraba en el amor, en el borde de su lengua. Sintió la punta quieta, blanda contra
su blandura; de inmediato empezó a moverse. Pat se estremeció ante aquel contacto, ante la
enormidad de lo que él hacía y la maravilla que significaba. En la intimidad definitiva, aquella
lengua le hablaba en un idioma más honesto que el de las palabras.
No había modo de retroceder. Era la base firme sobre la cual se construiría todo. Tenía una
importancia total, pero su significado era esclavo de las sensaciones. La sensación y la entrega se
habían fundido en la magia del momento.
La lengua de Tony se deslizó hacia arriba, nadando en la marea de Pat, y se detuvo a
descansar en el centro palpitante de su mundo. Se detuvo, consciente de donde estaba, sabiendo
muy bien qué podía hacer. Ella gimió para tranquilizarlo, pero no era necesario. Los huesos, los
músculos, la mente de Tony eran sólo para ella. En los enloquecedores minutos siguientes
debería construir el imponente castillo de su éxtasis, para luego demolerlo en la explosión que lo
pondría en llamas.
La lengua se movió sobre unos pocos milímetros de carne sexual. Con suavidad al principio,
con más dureza después, se fue tornando firme, más puntiaguda, más insistente. Barrió su centro,
lamiéndola, ordeñando su goce, y la cara se le sumergió en el bañó en que ella se había
convertido. La frotó rítmicamente con la lengua, introduciéndola al azar en sus honduras,
deslizándola contra las untuosidades, y sus manos serpentearon bajo ella. Buscó la piel tensa de
las nalgas y la atrajo hacia sí, aumentando la presión de la cabeza contra su centro vital, hasta

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que ella gritó ásperamente al viento, con la mente cegada por el éxtasis.
Tony la separó del suelo, levantándola hacia su boca, como un cáliz hacia los labios de quien
viaja por el desierto.
Ahora su lengua desesperaba en su gesta. Abandonó el centro de placer y se hundió en el mar
fundido, zambulléndose en los oscuros recovecos, bebiendo, explorando, lamiendo al amarla. Su
boca se cerró contra la abertura, succionándole dulzores. Y entonces cada parte de su rostro se
incorporó a la batalla por el goce de Pat. Ella arqueó la espalda y empujó con la pelvis, codiciando
sensaciones, deseando sólo más. Él se abalanzó contra aquella prisión maravillosa y sin aire,
escuchando la música del amor, los sonidos húmedos, los chapoteos, el correr de las gotas y la
espuma, en tanto nadaba en el río en el que Pat se había convertido.
— ¡Oh! ¡Oooooh! —gimió ella, fuera de control.
Sus piernas forcejeaban contra la parte inferior del bikini hasta desgarrar la tela en sus
esfuerzos por abrirse más para aquella boca. Su vientre estaba plano como el hierro, los músculos
de los glúteos, tensos, buscando fuerzas para exprimir aún más placer de aquella lengua. Tenía la
boca seca, pues todo el líquido de su cuerpo se convertía en el amor que ahogaba el hombre.
Pronto, demasiado pronto, todo se disolvería y el férreo propósito se desintegraría en la agitada
disolución de su orgasmo, dejándola vacía. El vacío que dolía en sus profundidades no iba a ser
colmado. Avivados por aquellos labios que los convertían en caldera, los fuegos se enfriarían
solos, aislados del placer de Tony al separarse su cuerpo.
—Tony —susurró—. Hazme el amor. Entra en mí.
Abrió los ojos para mirarlo. Debía de saber cuánto lo deseaba.
Quería verle la cara en el momento en que se unieran para siempre.
A modo de respuesta, el muchacho se alzó por encima de ella y buscó la cintura de su
pantalón de baño. El cuerpo se retorció una, dos veces; Pat percibió un maravilloso contacto
contra la piel resbalosa del muslo. Bajó la mano sin poder contenerse, y lo miró al alma mientras
lo sujetaba por primera vez. Lo asió con ambas manos y su corazón pareció detenerse al romper
la ola de adrenalina. Era tan grande, vasto y colérico... Su tensión palpitaba entre los dedos de
Pat, amenazándola, prometiéndole una satisfacción ni siquiera imaginada en sus más
descabellados sueños. Por un momento, en la conspiración de los amantes, lucharon por retener
el momento. Pero él ya estaba forcejeando contra su boca y ella se abría más de lo que era
posible. Los músculos de sus piernas tiraron del bikini; el sonido de la tela al desgarrarse fue la
señal de la unión. Las piernas de Pat se separaron y su trasero se elevó desde la arena como un
cohete. El se zambulló con una exclamación de placer, invadiéndola, llenándola a reventar con la
enormidad de su deseo. Ella abrió la boca y el aliento escapó de sus pulmones en una bocanada.
Por dentro deliraba, el placer intensísimo coqueteaba con la aspereza del dolor. Se abrió un poco
más, pero ya le era casi imposible, y él continuaba adentrándose, más y más hondo, más y más
adelante, más y más, abriéndose paso en ella. Y las paredes untuosas se estiraban a su
alrededor, la piel de Pat fundiéndose con la suya en una intimidad sólo posible por la abundancia
del líquido amor femenino.
Por fin Tony alcanzó su techo; era como si no hubiese otra cosa que él en su cuerpo. El se
había hecho cargo de todo. El resto de su persona permanecía aislado en algún olvidado rincón
de la envoltura que eran la carne y el hueso. Tony era el hijo que crecía en su vientre. Era el
imperdonable atacante que asaltaba sus entrañas con el cruel deleite de su invasión violenta. Era
su amante, tieso y estupendo en su vientre, por fin en el hogar que le correspondía por derecho, a
salvo en la tierra que ella rezaba por que no abandonara jamás.
Tenía los ojos tan abiertos como esa parte del cuerpo que lo contenía. Lo observaba,
maravillada. Ensartada en la punta de su decisión, lo miraba desde el borde del abismo. Él se
movía dentro de ella. En el momento en que Pat empezaba a aclimatarse a su presencia,
comenzó a retirarse. Pero antes de que el pánico del vacío pudiera remplazar el goce de la
plenitud, allí estaba de nuevo. Todo el cuerpo de la muchacha se estremeció con el ritmo de sus
impulsos. Allí en el borde, contra el techo de su mundo, el movimiento de pistones era terrible en
su reafirmación; conjuraba visiones felices del alivio que era su meta. Se aferró a él tanto cuanto
se lo permitía el cuerpo, gimiendo de placer al recibir el momento culminante que tenía. Esa
primera vez era demasiado intensa; no había modo de dominarla. Más adelante podían llegar a
ser amantes sagaces. Por ahora eran novicios hambrientos, esclavizados por una experiencia
más fuerte que los dos. Más rápido, más duro, entraba él. Más suave, más acogedora, se relajaba
ella para recibirlo; los vientres pal-moteaban juntos, engrasados de sudor y amor en el ritmo

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musical de la lujuria.
Los ojos de Tony le revelaron el momento de él, mientras su cuerpo aullaba el suyo propio. Se
quedó rígida en el segundo en que la música se alzaba en un crescendo. Cada parte de ella
cantaba en armonía. Estaba íntegra. Era perfecta en el momento previo a que se dijera la verdad.
Era vagamente consciente de la fuerza del cuerpo de Tony, pero sus ojos interiores se mantenían
fijos en la luz brillante que le había iluminado la mente. En la cumbre misma, el aliento le llenó los
pulmones y el mensaje divino vivió en su corazón.
-¡Te amo! ¡Te amo! -gritó a los cielos y a Tony.
Y por fin, feliz de morir, saltó desde los acantilados al mar hirviente de su orgasmo.
Dick Latham echó un vistazo por encima de la proa, con una sonrisa tan natural como la del
comodín de los naipes. Allá abajo, la tripulación acercaba los pescantes a la moto acuática. Pat y
Tony, de pie en la cubierta de popa, con las manos entrelazadas, conversaban en voz baja,
ajenos a la ordenada confusión de alrededor. Latham los recorrió con sus ojos sapientes y
suspicaces. Reparó en el bikini desgarrado, atado a la cadera por algo que parecía el cordón de
un pantalón de baño masculino. Observó los pantaloncitos de Tony, sostenidos por un tosco nudo
hecho con la tela floja, que de algún modo había perdido su apoyo. Los dos se habían perdido la
comida. También el té, qué demonios. Y no hacía falta ser Sherlock Holmes para adivinar por qué.
En algún lugar, en las arenas de Catalina, Pat Parker y Tony Valentino habían estado haciéndolo
en la playa. Con los dientes apretados, Dick Latham preguntó:
— ¿Dónde estabais? Os echamos de menos. Empezábamos a preocuparnos.
Levantaron la vista hacia él, pero la brisa se había llevado sus palabras.
— ¿Qué? —preguntó Pat.
Tony Valentino, sin decir nada, volvió la cara desdeñosa hacia el rival.
Latham no era de los que repetían las cosas. Les hizo una señal con el brazo, moviéndolo
arriba y abajo en un gesto que denunciaba su irritación.
Ellos no se dieron prisa. La parte trasera del Hedonista estaba dispuesta en capas, como un
pastel. En la cubierta inferior se cargaban y descargaban los juguetes: el bote para esquiar, las
tablas para windsurf, los esquís a chorro, el pequeño bote de vela, las motos acuáticas. Se la
usaba para nadar, esquiar y bucear; sus portillas abrían al océano, con una vasta plataforma
extendida hacia el oleaje. La cubierta superior tenía una muesca a popa y comprendía la zona de
comedor al aire libre, que se utilizaba en las escasas ocasiones en que el clima de la costa
californiana se imponía sobre sus características mediterráneas normales. Latham estaba de pie
en la más alta, una zona de estar donde se servían los aperitivos. Allí había baterías de teléfonos
para que se mantuviera en contacto con el mundo exterior. Sesenta pasos pondrían a los amantes
ante él. Alrededor de un minuto. Tuvo que esperar por lo menos tres.
Tony llegó primero. Apareció a su vista pavoneándose, sujetando las caderas como si fueran
un arma peligrosa; la pseudosonrisa que le rondaba las comisuras de la boca era un libro abierto.
Pat lo seguía. Lánguida y perezosa, con el cuerpo relajado, moviéndose con los gestos luminosos
y líquidos de un gato bien alimentado. Latham tenía intenciones de mostrarse serenamente
desdeñoso, pero al verlos repasó las posibilidades emotivas. Se sentía profundamente fastidiado.
Lo difícil sería disimularlo. Al principio no dijo nada, a la espera de una disculpa que no llegó.
— Podríais habernos dicho que os ibais con ese aparato. Siquiera por cortesía. La última vez
que los conté había cuatro. Alguno de nosotros podía tener deseos de acompañaros —probó.
—Queríamos hacer algo más que dar vueltas alrededor del barco —adujo Tony.
Las palabras, sumadas a sus gestos, habrían podido componer una pequeña obra para
representar en un teatro secundario. Hizo girar los dedos en el aire, en sentido circular, como
indicando la insulsa ruta que hubiera tomado toda aquella gente prudente, tonta y fatua al
abandonar la seguridad del palacio flotante, con su tremenda tripulación. «La gente como tú no
tiene agallas -parecía decir-. Para ti, la aventura es un bote en la bañera. Eres viejo, tío. Eres viejo
y prudente; el dinero te ha agotado el entusiasmo y el interés, tanto como los años te han robado
la juventud.» Lo único que faltaba era un dedo medio burlonamente levantado... y Dick Latham
girando sobre él como un trompo infantil.
Latham lo observaba. Ahora el asunto era personal. No se trataba sólo de Pat Parker, sino de
todo. Era la guerra generacional. Era el combate sexual. Era la necesidad vital de ganar,
cualquiera que fuese el conflicto. La excitación se hinchó dentro de él, sustituyendo al enfado. En
los océanos donde Latham nadaba, el gran tiburón blanco era él. Ya no había competidores, sino
sólo pequeños peces que comer. Ahora, allí, nadando entre el plancton y los boqueantes meros,

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acababa de encontrar una ballena asesina. ¡Estupendo! Podría flexionar los músculos mentales,
ponerse en forma y experimentar la satisfacción de humillar a alguien más o menos de su mismo
tamaño. Y hasta había un trofeo, como en los mejores certámenes. Aunque en esos momentos
tuviera grabadas las huellas digitales de Valentino, se las podía lavar. Luego, pulida, retocada y
con las iniciales de Latham cuidadosamente marcadas, Pat Parker ocuparía el sitio
correspondiente en la repisa, con los demás trofeos. Tal vez se mantuviera un par de meses allí,
antes de que él la golpeara con la maza que usaba para romper corazones. Sí, sería una victoria
gloriosa en la guerra incesante que libraba contra el sexo femenino.
Rió. Esa vez su rostro decía: «Regocijo».
—Por Dios, Tony, me haces sentir geriátrico. En cualquier momento me llamarás «señor» y me
retirarás la silla. Permíteme advertirte desde ahora que, si me hace falta el beso de la vida, soy
alérgico a los hombres.
Ante eso todos rieron: Pat, con alivio; Tony, victorioso; Latham, por adentro.
— Pero debéis de estar sedientos —continuó.
Sacó el intercomunicador portátil de su cinturón y presionó un botón para llamar al camarero.
Luego se dejó caer en una silla con la informalidad de Fred Astaire, y les indicó con una seña que
lo imitaran. Al parecer, la «descortesía» quedaba olvidada. Latham había seguido la corriente con
la suavidad de la crema, descartando el papel de anfitrión ofendido.
Los amantes se reunieron con él. Tony se despatarró confiadamente contra los almohadones;
Pat, a su lado, con una mano apoyada como al descuido en la pierna del muchacho. Necesitaba
mantener el contacto. Por adentro aún estaba llena de él, y su corazón cantaba al recordarlo. Se
sentía deliciosa y extrañamente pasiva. Tony estaba al mando. De sí mismo. Del poderoso Dick
Latham. De ella. Las gaviotas volaban en lo alto, ágiles. La música de Strauss sonaba por los
altavoces. El único problema del mundo era qué pedir para beber.
-Cuando dije que estábamos preocupados, en realidad estaba refiriéndome a Allison.
Latham sonrió con tranquilidad al dejar caer la nota de discordia en la armonía de los amantes.
¿Hubo un destello de culpa en los ojos agrios del Adonis? ¿Hubo un tinte verde en los de la
fotógrafa?
El camarero cruzó la cubierta para atenderlos.
— Oh, Johnson, que alguien avise a la señorita Vanderbilt que su amigo ha regresado. Creo
que está en su camarote — ordenó el millonario por encima del hombro, indiferente.
La velada insinuación era inconfundible. Vanderbilt y Valentino habían ido como pareja.
Valentino y Pat la habían engañado. No era gran cosa, pero no quedaba muy bien. No era el tipo
de triquiñuelas por el que los Latham de este mundo descendieran de sus alturas morales. Sin
esfuerzo alguno, se había asignado el papel de adulto responsable y explicaba la diferencia entre
bien y mal a los niños que acababan de arrancar las alas a una mosca.
Tony se movió inquieto en el blanco paño de toalla de la banqueta. La mano de Pat abandonó
su pierna, súbitamente nerviosa.
—Allison ya es grandecita —repuso Tony, captando lo que Latham insinuaba.
— Pero un poquito vulnerable, ¿no?
El millonario sonrió. Miró a Tony, pero sus ojos rientes se encontraron con los de Pat. La
acusación seguía allí, pese al humor.
—Tengo la sensación de que entiendes de mujeres vulnerables — rió ella, en represalia.
— ¿Qué desea tomar, señorita? —preguntó el camarero.
— Puedo recomendarles el zumo de melocotón. Yo me tomé un Bellini antes de la comida.
Estaba recién hecho, claro — intervino Latham, pasando por alto la pulla de la muchacha, mien-
tras.
Nadaba con desenvoltura en las corrientes profundas de la conversación. Ella apoyaba a su
hombre como correspondía a un amante. Eso le gustaba. Le gustaba la muchacha, con el pelo
apelmazado por la sal, los pechos saltones, el duro trasero de muchachito que surgía como una
plataforma por encima de las piernas largas y lozanas.
-Sí, está bien -aceptó ella-. Y tú ¿qué vas a tomar, Tony?
A manera de respuesta, Tony rechazó al camarero con un gesto, sacudiendo la cabeza. No era
el momento de aceptar de Latham ni un vaso de agua. Demasiado lo comprometía tener las
posaderas apoyadas en su barco.
— Y bien, Tony, aparte de cabalgar en las peligrosas olas, ¿qué otra actividad podríamos
ofrecerte para que te diviertas? -preguntó Latham, echándole carnaza.

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Una moto acuática no era problema para un motorista con buen sentido del equilibrio. Allí abajo
había juguetes más desafiantes. ¿Qué haría el tespiano neoyorquino en un monoesquí con Dik
Latham al timón de la lancha? ¿Podría marcar algún punto en el tiro al blanco móvil, cuando las
palomas de arcilla se enroscaran en el viento de popa y el rifle le golpeara inútilmente el hombro?
¿Sería completo su derrumbe en la tabla de windsurf, sería ésa la sepultura para el amor propio
del novato? Dick Latham se destacaba en todos esos deportes. Había soportado muchas horas
en la escuela de tiro de Holland y Holland, cerca de Heathrow, y períodos pasados por agua aún
más largos en los veranos de Escocia, mientras los urogallos volaban en ondas sobre sus armas.
Había practicado windsurf con el barón Arnaud de Rosnay, antes de que éste muriera, y tomado
lecciones con su hermosa viuda, la campeona Jenna, frente a su playa de Mustique. Ivana Trump
había sido su instructora en el manejo del monoesquí. Oh, sí, no sólo en años y millones superaba
al presumido Tony Valentino. La cuestión era demostrarlo.
— Me gustaría bucear —propuso el muchacho con tranquilidad, buscando el paso por el
campo minado de Latham.
Para aquello bastaba con tener pulmones fuertes, y un cuerpo incluso más fuerte.
—Sí, bueno, podemos hacerlo —replicó Latham, tratando de disimular su desencanto—. El
mejor lugar es Santa Cruz, algunos kilómetros más arriba, frente a Santa Bárbara. Allí hay unas
cavernas asombrosas. Podríamos ir este atardecer, mientras cenamos, y zambullirnos a primera
hora de la mañana, si te parece divertido.
-¿Divertido? ¿Divertido? Me gusta lo divertido -terció Me-lissa Wayne.
Melissa Wayne nunca había dicho mayor verdad en su vida breve e intensa. De lo divertido
sabía mucho, y del placer, y de infligir astuto y delicioso dolor. Estaba de pie en el borde del
grupo, pero al hablar se convirtió en el centro, como si la hubiera iluminado algún reflector
celestial. Y comenzó a brillar con luz propia. Era pequeña en estatura; pero sólo en eso. Su
belleza multifacética resplandecía como un diamante de valor incalculable a la luz de las estrellas.
Usaba zapatos de cocodrilo de Chanel, suaves vaqueros de terciopelo ciñéndole el trasero, tenso
como un tambor, y una camisa de seda Yves Saint Laurent que levantaba sus descaradas tetas.
Pero no se trataba de la ropa, sino de la personalidad; empequeñecía al cuerpo, alargándose
como un aura tentacular para tocar al público. La cara perfecta, las pecas en la nariz respingona,
la boca en forma de corazón y las pulcras orejitas eran sólo accesorios del acontecimiento
principal, llamado Melissa Wayne. Los tres que la observaban olfatearon su factor X con la
fascinación que ella había llegado a considerar como derecho propio.
—Ah, Melissa —murmuró Latham, visiblemente afectado por su presencia—. Creo que no
conoces a Tony Valentino y a Pat Parker. Pat es una fotógrafa muy famosa... —Hizo una pausa—.
... que trabaja para una de mis revistas. Y Tony es... Tony es actor. Y Melissa es... bueno, Melissa
es Melissa, ¿no? —Rió con desenvoltura.
—Hola, Tony —saludó Melissa Wayne.
Ella no se ocupaba de las mujeres; punto. Si todo el sexo femenino hubiera desaparecido en
un abrir y cerrar de ojos dejándola como única superviviente, para Melissa habría sido un día sin
novedades. Se adelantó rápidamente, ofreciendo la mano al muchacho. Cuando él se levantó
para estrecharla, la actriz no se la soltó. La conservó como si fuera un cuadro pignorado. Deslizó
la lengua por los labios sin pintar.
— No he visto ninguna obra tuya —admitió.
Era una obra maestra. Hablaba con seriedad mortal, sin rodeos, manteniendo las palabras tan
lejos del coqueteo como cerca estaba su cuerpo. El mensaje era inconfundible. Tony era un actor.
Por tanto, era un artista serio, como ella. La «fotógrafa» y el millonario habían dejado de existir.
En el mundo sólo había dos personas: ella y el muchacho que figurara en la lista para la cena. A
un lado quedaba el hecho de que los hogares norteamericanos compraran a Melissa Wayne como
cereal sexual para el desayuno. En ese papel era la Streep y la Fonda en combate por el Óscar.
De algún modo, su presunción elevó a Tony a las alturas de Nicholson y Hoffman. Era
exactamente lo que ella buscaba.
Tony sonrió de placer; su mano era feliz en la de Wayne. Se levantó.
-Acabo de terminar en Juilliard -dijo-. Mi próxima etapa es Al este del Edén, de Steinbeck, en
un teatro de segunda categoría.
Desplegaba su atenuado curriculum vitae como si fuera el de Olivier. Su brevedad no lo
avergonzaba en absoluto. Latham se vio obligado a admirarlo. La fe en uno mismo era
contagiosa. El siempre había estado seguro en cuanto a sí mismo. Y ahora, con cierta sorpresa,

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caía en la cuenta de que también valía para otros.
—La Juilliard es de lo mejor. Y superar ajames Dean ha de ser un desafío —opinó ella—. Si
estoy en la ciudad iré al estreno.
— Hola. Soy Pat Parker —saludó Pat, fría—. Nos encontraremos allá... si estás en la ciudad.
— Hola —replicó Melissa Wayne, inclinando apenas la cabeza en dirección al saludo de la otra,
sin siquiera volverse.
— ¿Tuviste un buen viaje? ¿Te atendieron bien? —preguntó Dick Latham, divirtiéndose
enormemente.
— Muy bien.
Melissa continuaba mirando a Tony. Y él continuaba sosteniéndole la mirada. Ella había
sintonizado su longitud de onda con la experiencia de la mujer que vive para los hombres. Aquello
resultaba halagador. Y era un halago considerable, porque hacía tiempo que la actriz era estrella
sin diminutivos.
Aunque renuente, Melissa soltó la mano a Tony y se sentó en el borde de una silla de lona, con
las rodillas juntas, las piernas estiradas y las manos posadas en la loneta desteñida. Callaba, pero
su silencio no disminuyó su apabullante atractivo.
—¿Llegaste en helicóptero? —preguntó Pat.
Los celos instantáneos estaban retrocediendo. Simpatizaba con las mujeres. Por lo menos,
eran inocentes hasta que se demostrara lo contrario. Las insinuaciones de la Wayne habían sido
una obra de arte, pero la mujer era famosa por ellas. Justamente por eso era un éxito de taquilla.
Y por eso le pagaban dos millones y medio por película. Era una profesional desempeñando el
papel de profesional y necesitaba practicar. Al fin y al cabo, Pat tenía que tomar fotografías. De
cualquier modo, la «propietaria» era Pat. Así lo decían los recuerdos corporales.
—No llegué nadando —repuso Melissa.
Se giró para mirar a Pat, con el desdén por la charla insulsa pintado en toda la cara. Sonrió
para restar filo a su grosería, destacando sin esfuerzo su aire de superioridad protectora.
— Podrías haber llegado en un rayo desde el país de la fantasía —observó Pat.
-No erespaparazzi, ¿verdad? -preguntó Melissa, en represalia y arrugando la nariz
— Pat es una excelente fotógrafa — intervino Tony Valentino. Dejó eso bien claro. No hubo
medias tintas. Aunque su tono no era de enfado, sus sentimientos resultaban obvios. Si Melissa
Wayne no cambiaba de actitud sería despeñada, pese a su fama. Le inspiraba simpatía. Le
inspiraba respeto. Pero Pat Parker era terreno prohibido.
Melissa lo miró y observó otra vez a Pat. Por uno o dos segundos no pudo decidirse. ¡El país
de la fantasía! ¡Caramba! Ganó el deslumbrante muchacho. Oh Dios, qué fe en sí mismo. Eso
estaba bien. Sería más divertido durante los juegos sexuales, cuando se arrastrara por el cuarto
llevando puesta la silla de montar que ella guardaba en el ropero. Y este bien podía acertar el
bocado. De cualquier modo, tarde o temprano se aseguraría de que la fotógrafa viera las Polaroid,
o directamente la grabación en vídeo. No le gustaría mucho aquella imagen del país de la fantasía
de la Wayne.
— ¡Qué alivio! —exclamó riendo.
No quedó del todo en claro a qué se refería. ¿A qué Pat no fuera una paparazzi? ¿A qué la
conversación hubiera concluido? ¿Al hecho de que Tony y ella hubieran evitado una riña?
— Bueno —dijo Dick Latham—, voy a darme un baño y un masaje. Después nos
reencontraremos aquí para los aperitivos, antes de cenar. ¿A eso de las siete, digamos?
Se levantó.
— ¡Qué divertido! —dijo.
Y desapareció riendo entre dientes.
-¡Dios, qué difícil va a ser la cena! -comentó Pat.
Estaba mirándose al espejo para revisar su maquillaje. Pero en realidad observaba a Tony, que
descansaba en un sillón, viendo en directo a Diane Sawyer en el informativo de ABC, vía satélite.
—Sí, Melissa es un tanto alocada —comentó Tony—. Pero la admiro. Ha soportado muchos
golpes para llegar adonde está. Probablemente se sienta con derecho a repartir unos cuantos. A
la gente como ella no se la puede juzgar con los mismos patrones.
Pat giró en redondo. Comprendía lo que quería decir. La gente que cobra mucho soporta
mucha mierda en el trayecto hacia el sol. Así pierde el buen carácter. La humildad, la generosidad,
el sentido del humor son descartados por exceso de equipaje. Sin embargo, en ese momento le
convenía no comprender. Tony la había defendido al tomar Melissa la ofensiva, pero también lo

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halagaban las atenciones de la estrella.
—Eso significa que hay una ley para las Melissa Wayne y otra para el resto de la gente —
sentenció, exhibiendo su sarcasmo.
Tony suspiró. Cerró los ojos. Esa parte de la vida no le gustaba. Pat estaba buscando pelea
porque lo había visto sonreír a la muchacha cuya sonrisa deslumhraba al mundo. Gran cosa. ¿Era
preciso que fuera tan vulgar? Ni su cuerpo ni su mente lo eran.
— Bueno, le gusto. Y ella me gusta. No hay necesidad de discusiones filosóficas por eso.
Cruzó las piernas enfundadas en los vaqueros. Levantó los brazos por encima de la cabeza.
No llegó a bostezar, pero pasó por todos los movimientos corporales. En una prueba de atención,
la mitad del público hubiera descrito el sonido que él no estaba emitiendo.
Pat iba a fruncir el ceño, pero el gesto se convirtió en risa. Le encantaba que él no se dejara
atrapar. A su alrededor todo era sencillo y franco. Todo estaba en la superficie: lo bueno, lo malo y
lo feo, aunque de eso último había poquísimo. Ciertamente, la ponía algo celosa que Melissa
Wayne le gustara, pero ¿a. qué hombre no le gustaba? Junto a ella, la Basinger parecería una
salchicha. Por comparación, Meg Ryan tenía todo el vulnerable encanto de un leproso en un
jacuzzi- Puesta a su lado, la Chica del Milenio de Playboy habría poseído la sutil sensualidad de
una barrena.
— Bueno, bueno, lo siento —se excusó—. Realmente, ella es una bomba. Y sería estupendo
que asistiera a tu estreno. Muy buena publicidad.
Pat se arrepintió de inmediato. No era la primera vez que mantenían ese tipo de conversación.
Pero él era tan de otro mundo y ella tan mundana... Para avanzar en esta vida se necesita una
pequeña ayuda de los conocidos. De los amigos no se consigue mucho, a menos que uno esté en
aprietos y necesite un público entusiasta.
Él parecía a punto de responderle, en siaccato, que su arte no necesitaba ayuda de una
buscona, sin embargo calló. En cambio inquirió:
-¿Por qué habrá venido?
Pat inclinó la cabeza a un lado. Era raro que Tony exteriorizara un porqué.
—Yo diría que es del tipo de Latham. No olvides que él compró Cosmos, aunque lo haya
violado para aprovechar los terrenos.
-¿Crees que será un aficionado a las estrellas y que practica el coi tus interruptus con
Hollywood? —musitó Tony—. Lo dudo. No sé por qué, pero no me lo parece.
— Bueno, no puede ponerla en un estudio. Ahora que ha desmantelado a Cosmos, no tiene
ninguno. Y no creo que Latham sea de los que se rebajan a financiar producciones
independientes. Con lo taquillera que es Melissa, siempre hay dinero para sus películas en alguna
parte. A lo mejor se gustan, simplemente. Después de todo, contigo ocurrió.
Tony sonrió ante aquel desvaído intento de resucitar la riña embrionaria y continuó pensando
en voz alta:
— Pero Latham todavía tiene el logotipo de Cosmos, la fama, la buena voluntad. Sólo le faltan
los edificios, el producto y la gente. De esas cosas hay de sobra en Los Angeles.
— ¿Cómo Cecil B. de Latham? No sé por qué, pero no lo creo. Es demasiado blanco,
anglosajón y protestante... demasiado neoyorquino... demasiado pulido. Lo más probable es que
venda los fragmentos a los japoneses. Ellos ya se han llevado los bancos; un sol naciente sobre el
globo de Cosmos quedaría precioso. Caramba, ¿no habría sido estupendo perder la guerra?
Tony no estaba convencido. Latham se traía algo entre manos.
— Ya se verá. Pero no puedo dejar de pensar que aquí está pasando algo. Ese tal Havers llegó
en helicóptero con seis o siete tipejos que debían de ser banqueros, abogados o algo así.
Desde la mañana de ayer están encerrados bajo cubierta, como si viajaran en clase turista.
Esta mañana pasé por la sala de comunicaciones y vi que los fax habían enloquecido.
-Probablemente es siempre así. Las familias de un solo fax no entendemos cómo viven los
otros. El relanzamiento de New Celebrity ha de merecer un par de mensajes.
Pat estaba orgullosa de sí misma. Estaba dirigiendo la conversación hacia donde quería. Tarde
o temprano tenía que hablar de las fotografías. Se acercaba la fecha de entrega para el material
de ese prestigioso primer número y no podía obviar la cuestión indefinidamente. Para que la serie
de fotos causara el máximo impacto debía coincidir con el bombardeo publicitario que
acompañaría al lanzamiento. La aplastante maquinaria de relaciones públicas ya estaba
poniéndose en funcionamiento. Las columnas de chismes no hablaban de otra cosa; Marilyn
Evans o Rogers y Cowan ponían cada comentario donde mejor luciera. Billy Norwich, Liz Smith y

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Suzy lo mencionaban casi todas las semanas; en cuanto a los incorruptibles seminales, los
George Christys de este mundo, pasaban el mensaje por los enrarecidos sistemas de rumores
que serpenteaban por el firmamento, uniendo estrella con estrella.
— ¿Tienes idea de lo que vas a hacer para la revista? —preguntó Tony de pronto.
Ella aspiró hondo, él mismo sacaba a relucir el tema. Era el momento justo. Había dos modos
de hacerlo. Podía decirle la verdad desnuda o adornada. De la segunda manera sería más fácil.
Lamentablemente, Tony desgarraría las envolturas hasta la carne misma y ella quedaría como
una intrigante.
— Había pensado... tal vez... tú —masculló.
El no dijo nada. Se miró la mano. La miró otra vez a ella. ;
— ¿Y cuándo se te ocurrió?
Antes o después de la sesión fotográfica, quería decir. Antes o después de esa misma tarde.
«¿Estás utilizándome, Pat Parker? —preguntaban sus ojos—. ¿Eres leal? ¿O sólo piensas en ti?»
Ella pasó por alto la pregunta.
-Es que son muy buenas, Tony. Bien lo sabes. Lo dijo Alabama. Cuando haces algo tan bueno
tienes que mostrarlo. Es una responsabilidad.
— ¿Es una responsabilidad mostrar mi pene a toda Norteamérica?
Ella sacudió la cabeza. ¡Oh, por Dios! Iba a resultar peor de lo que había pensado.
— Mira, Tony. No sé cómo explicarte esto, pero...- Él levantó la mano para interrumpirla.
— No me vengas con esa mierda de que las fotos van a convertirme en estrella, ¿quieres?
Ya sé que tienes esa idea metida en la cabeza. Si son tan buenas como dices, harán una estrella
de ti. Y a eso se reduce todo, ¿no? Quizá eso fue todo desde un principio.
Pat trató de conservar la calma. Parte de lo que él decía era cierto. La serie sería beneficiosa
para él, pero más aún para ella. ¿Y qué? Técnicamente, ellos eran amantes. Si eso significaba
algo (y ella deseaba desesperadamente creerlo así), Tony debía estar tan deseoso de verla
triunfar como ella con respecto a él. El arte era belleza. No podía hacer ningún mal. Sería brillante
para todos: para ella, para Tony, para Latham, Emma y New Celebrity. Decidió luchar.
— ¿Por qué te opones? —lanzó el ataque.
-Eran algo personal, Pat. Eran para mí. Eran yo. Las tomaste para mí, ¿recuerdas? No fue para
el mundo.
— Es cierto, y siguen siendo tuyas. Si te opones, no las usaré. Sólo quiero que cambies de
idea. Quiero impedirte que cometas un error porque me intereso por ti, no por lo contrario. Al
principio eran simples fotografías, pero cuando estuvieron reveladas... cuando las vi... eran otra
cosa. Como la fotogafía Moonri-se, de Ansel Adams. Esa estúpida luna aparece sobre Hernández
todas las noches, sin fallar. Pero la fotografía es algo más que su tema. La belleza está en el
ángulo, en el punto de vista, en el énfasis de cierta parte indefinible de la realidad, que sólo ve el
artista. Los artistas hacen que otros vean. Les abren los ojos. Como tú, Tony, en ese Tranvía que
representaste en Juilliard. ¿Cuántos estudiantes han masacrado las mismas líneas que tú
recitaste? Pero tú diste vida a las palabras. Cuando las pronunciabas, el público comprendía. Les
diste tu perspectiva, Tony. Las hiciste arte. Es lo que yo he hecho con tu cara y con tu cuerpo.
Esas fotografías han captado algo más grande y más fundamental que tú. Es la idea de ti, de lo
que representas. El que las mire te conocerá, te sentirá, entablará una relación contigo. Tal vez
haya gente triste, solitaria, harta de la vida, que cuando vea esas fotos se sentirá mejor por un
momento o dos, y entonces erguirá la espalda y meterá la barriga. Y tal vez recuerde cómo era
soñar, antes de que se apagara la música. Eso es lo que quiero decir, Tony. Tienes que
comprender. Tienes que creerme.
Inclinaba el cuerpo hacia adelante, transmitiendo su energía a las palabras para luchar por lo
que necesitaba. Pero en el fondo de la mente ya había tomado una terrible decisión. Tal vez no
había convencido a Tony, pero sí se había convencido a sí misma. Si él se negaba, lo traicionaría.
Publicaría las fotos y al diablo con todo.
Tony tenía una expresión burlona. Había escuchado su parlamento y, sin duda, estaba
impresionado. Su decisión estaba algo debilitada, pero no había cambiado de idea.
— No sé si tienes razón —dijo, por fin—. Dudo que el mundo esté preparado para los carteles
de hombres desnudos. Dudo que yo mismo esté preparado para eso, sean fotos mías o no, sean
artísticas o no. Mira lo que pasó con las fotos de Mapplethorpe. A veces la gente no está de
acuerdo con el arte, ¿sabes?
Pat aspiró hondo. El nombre de Mapplethorpe podía detenerle el corazón.

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— Escúchame, yo conocía a Robert. Eramos amigos. Yo lo quería. Mientras estuvo vivo fue
sólo un fotógrafo más para el resto del mundo. Ahora que ha muerto, en el ambiente artístico
quieren convertirlo en un héroe. Él solía establecer una diferencia entre su arte y su pornografía.
Él sabía que eran cosas distintas. «Ésta es mi pornografía», decía. Se lo oí decir mil veces. Pero
tus retratos son bellos porque tu cuerpo es bello, porque tú eres puro, porque no te han tocado la
vulgaridad, la mediocridad. Por eso eres endemoniadamente difícil, imposible, y a veces cruel... y
por eso te amo.
Había lágrimas en sus ojos. Por su amigo muerto. Por su reciente amante. Por el arte que
debía ver la luz del día.
—Te pareces más a mí de lo que yo pensaba —repuso Tony.
Y se levantó para cruzar el cuarto hacia ella.
Los reflectores iluminaban la estela plateada y la luna brillaba sobre el océano, bañándolo en
un resplador fosforescente. El rumor de los motores hacía que la cubierta vibrara suavemente; por
lo demás, casi no había sensación de movimiento. Si el enorme yate avanzaba por el oleaje a
sesenta kilómetros por hora, eso era un secreto bien guardado. En la cubierta de popa del
Hedonista la mesa de comedor relucía de plata georgiana, prístinas servilletas almidonadas y
cristalería de Waterford, que parecía haber sido tallada el día anterior y no a fines del siglo XVIII.
En cuencos individuales puestos frente a cada asiento flotaba una perfumada gardenia, traída en
avión desde Florida. Un arreglo floral de orquídeas, de tallos cortos para no estorbar la
conversación, coronaba una mesa que no habría desentonado en el palacio de Buckingham; allí,
en el océano Pacífico, frente a la Isla Catalina, parecía algo muy trabajoso.
El grupo que bebía Krug en la cubierta de popa había hecho un esfuerzo con la vestimenta,
con una excepción notable: Tony lucía su atuendo de Stanley Kowalski. Su única concesión a la
opulencia del ambiente era haberse lavado. A nadie parecía molestarle. Al fin y al cabo, la
población más próxima era Malibú, donde la vestimenta elegante era considerada un delito.
— ¿Listo para las cuevas de Santa Cruz? —preguntó Dick Latham, con algo de
provocación bajo las palabras.
Vestía el uniforme de Palm Beach: chaqueta deportiva cruzada, de color azul marino,
pantalones verde intenso, mocasines de Cole-Haan, muy abrillantados, sin calcetines. Sorbía
pensativamente el selecto champaña.
-¿Y tú?
—Desde luego. Son bastante profundas, ¿sabes? Descenderemos unos veinte metros. Hay
que tener cuidado. He pedido una ; cámara de descompresión, pero no la instalarán hasta dentro
de uno o dos meses.
— ¿Estás seguro de lo que vas a hacer, Tony? Será la primera : vez que bucees.
Pat sabía que Latham estaba aplicando guerra psicológica. Tal vez en Tony no surtiera efecto,
pero sí en ella. Se aferró de su brazo tan estrechamente como la chaqueta de Anne Klein se
aferraba a su torso por encima de la falda larga de Perry Ellis, de seda traslúcida.
— Es sólo cuestión de nadar. Haré lo que haga Dick. No dudo de que él será prudente.
Latham se echó a reír. El muchacho no cedía. No conocía el miedo.
-Cierto. Imita a los viejos y no te equivocarás. Ésa es la clave, ¿no Havers? Tú sabes de estas
cosas.
Havers, de esmoquin blanco, pálido por las horas pasadas bajo cubierta haciendo funcionar al
imperio, rió a su propia costa. Era el Gromiko de aquel Khrushckev. En cierta ocasión el premier
ruso se había jactado de que su secuaz era capaz de bajarse los pantalones para sentarse en un
bloque de hielo, si así se le ordenaba. Pero Gromiko estuvo presente en el funeral de Khrushchev,
con una rara sonrisa.
-Siempre es lo más inteligente -reconoció Havers, tragando un buen Glenlivet.
— Yo siempre trato de hacer lo más inteligente —comentó Melissa Wayne.
No parecía mentira. Se había vestido de Mujer de Oro. Llevaba los hombros descubiertos; su
apetitosa piel tostada se escurría hacia un vestido de minifalda cubierto de lentejuelas doradas de
tono mate. Las mejores piernas del cine terminaban en botas de montar doradas de Isaac Mizrahi.
¡Goma y dorado! Los melocotones con crema como ejemplo de armonía eran historia antigua.
Tenía el pelo recogido en la coronilla, esperando sólo una orden para caer en cascada. La
conversación se esfumaba en su presencia, como debía ser.
Dick Latham la devoró con los ojos como primer plato, pese a las escudillas de plata con caviar
negro que aguardaban en la mesa. Un movimiento en el borde del grupo rompió el hechizo.

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— Ah, Allison, has venido. Ya estamos todos. ¿Qué tienes allá abajo, en tu camarote? ¿Guerra
y paz? Ja, ja! Bueno, creo que no conoces a Melissa Wayne, una colega de los escenarios. Allison
estudió en la Juilliard con Tony, Melissa. Es un auténtico miembro de la aristocracia
norteamericana que se rebaja a la lid, pese a la falta de entusiasmo de su familia. ¿No es así, Alli-
son?
Allison Vanderbilt estaba pálida como la nieve, pero como fantasma resultaba muy bella. Si Pat
lucía una elegancia esmerada y Melissa Wayne una modernidad fronteriza, Allison Vanderbilt
mostraba una distinción de pobretona. Se había puesto un sencillo vestido negro, que podría
haber sido diseñado por Yves Saint Laurent o Givenchy, pero en realidad era obra de una
mujercita de Seal Harbor, donde sus padres tenían una casa de verano, pues consideraban que
los Hamptons eran vulgares. Iba descalza. Ella conocía las cubiertas de teca. El yate de los
Vanderbilt había participado en la Copa de las Américas.
Miró desesperanzada a Tony, desolada a Pat. Sus ojos ciegos recorrieron con pánico el
condón dorado que vestía a Melissa.
-Hola, Allison. Estás estupenda -saludó Pat.
— ¿Verdad que sí? —ponderó Latham.
— Preciosa —concordó Havers, con la esperanza de tenerla como compañera durante la cena.
—Hum —dijo Melissa Wayne, sonido que podía significar casi cualquier cosa.
La única persona cuya opinión interesaba a Allison no dijo nada en absoluto. Una parte de ella
dio gracias a Dios. Si le hubiera oído repetir una vez más «¿Te encuentras bien, Allison?», habría
estallado en lágrimas.
-¿Un poco de champaña, Allison? -preguntó Latham, solícito.
A su mirada de conocedor le encantaba verla así, vulnerable, pura, transparentemente buena.
A su mirada de esnob le gustaba aún más. Había ascendido mucho desde que su padre inaugura-
ra el primer centro comercial. La Universidad de Yale era adecuada. Ahora, claro, el Racquet, el
Union y el Knick. Pero le faltaban una buena escuela secundaria y esos amigos de infancia que
tienen los de rancia fortuna. En el Brook nunca le habían permitido el ingreso. Eso dolía, como
tantas otras cosas. Los millones lo arreglaban casi todo, pero no podían proporcionar esa
confianza en la propia superioridad que se obtiene con una niñera escocesa. Quien no ha reñido
en la infancia con los niños de familias aristocráticas en las dunas de Nueva Inglaterra, quien no
ha aprendido a bailar con ellos ni dormido en sus casas, ni participado en las mismas obras
escolares, será siempre un advenedizo. Uno puede ir a su casa de visita, trabar amistad con ellos
y hasta casarse con sus hijas; pero tan sólo los hijos que uno tenga serán considerados sus
pares.
— Lo que me gustaría es un vaso de escocés —repuso Allison.
Latham oyó el secreto lenguaje de clase. Era el tipo de cosas que él había aprendido de los
británicos en el bar de White's. No se decía «un escocés», sino «un vaso de escocés». Era la
desconfianza aristocrática hacia las fórmulas coloquiales, la sospecha de que el champaña es
bebida de nuevos ricos, la despreocupación total por si a los otros les parece que el whisky no es
para señoritas. Si Allison Vanderbilt hubiera tenido ganas de beber pis, habría pedido «un vaso»
de eso, provocando en todos los presentes la sensación de que estaban bebiendo algo inade-
cuado. Había que admirarla. La muchacha sufría. Un campesino acababa de abandonarla. Pero
allí estaba la red de seguridad de su buena crianza para salvarla. Aunque hubiera caído, aún se
bamboleaba en el aire sobre los demás, superior, en última instancia intocable y, al terminar el
día, consciente de ello.
—Un vaso de Famous Grouse para la señorita Vanderbilt 4-ordenó Latham.
— Lo que quiero saber — intervino Melissa Wayne, irritada por las solícitas atenciones que
Latham dedicaba a la insulsa estudiante de arte dramático— es por qué tienes un tonel entero de
hombres encerrados en las entrañas del barco. Vi a dos que salieron a tomar aire. ¿Son la reserva
o algo así? Creo que deberías decírnoslo.
Rió con coquetería, mirando a Tony, como para hacerle saber para qué servían los hombres.
-Ah, mi vergonzoso secreto está descubierto. -Latham rió misteriosamente—. Lo guardaba para
el postre. Mejor dicho, para el budín, como dirían mis amigos ingleses.
Desvió la mirada hacia Allison, en un intento de buscar solidaridad de clase. Ella seguía
contemplando a Tony con aire desolado.
-Bueno, debo admitir que se está cocinando una operación. Y muy interesante, en realidad.
Pero esperaremos. Como todavía estamos en el condado de Los Ángeles, donde no se permite

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comer nada que engorde, eso nos servirá de postre sorpresa.
Los condujo hacia la mesa.
—Veamos, Melissa aquí, a mi derecha. Pat, ¿soportarías sentarte a mi otro lado? Luego, Tony
junto a Melissa y luego Allison. Por fin Tommy, entre Allison y Pat. ¿No es divertido? Los adultos
comen con los niños.
Rió al decirlo, para demostrar que él, por lo menos, era un niño. De algún modo dejó en el aire
la impresión de que uno siquiera de los niños era tan viejo y serio como Dios.
Seis camareros se adelantaron para retirar seis sillas y dejaron caer seis servilletas en seis
regazos. El reluciente caviar, servido sólo con cuartos de limón, los miraba fijamente. Las copas
de cristal se llenaron de vodka Absolut, helado y viscoso. El agua mineral burbujeó en los grandes
vasos de Waterford.
-Espero que el caviar esté bien -dijo Latham-. Viajó desde Petrossian con Tommy y después
con Melissa, en el helicóptero. Si le ha pasado algo diremos que es culpa de ellos.
En medio de aquella charla liviana, cargó una cucharada de caviar en una tostada sin
mantequilla.
— El otro día recibí una llamada de una tal Emma Guinness — comentó Melissa Wayne—. Dijo
que era la directora de una revista tuya, New Celebrity. Yo no sabía que hubiera una «vieja»
Celebrity.
— La vamos a remozar —repuso Dick Latham, simpático—. Emma es de Inglaterra. Mi escoba
nueva. Le sugerí que publicaran un artículo sobre ti, Melissa. ¿Qué le dijiste?
La estrella sonrió provocativamente.
— Ah, un propietario a quien le gusta llevar las riendas en sus manos. Eso me gusta. —Su
expresión insinuaba que las manos de Latham ya estaban sobre ella—. Dije «quizá». Nunca he
confiado en los periodistas británicos. En Inglaterra todo el que triunfa es un descastado. Los
periódicos hacen de su vida un infierno. Yo hago poner en mis contratos que no haré ninguna gira
por allá. Somos varios los que pensamos lo mismo. Espero que esa mujer no convierta Celebrity
en una revista descolorida.
— No es eso lo que tengo pensado, claro está —aclaró Dick Latham, acabando con su vodka
de un solo trago.
No le gustaba que nadie hablara mal de Celebrity, y mucho menos que lo hiciera una gran
estrella como Melissa Wayne. En una época en que las agencias publicitarias manejaban la
ciudad, chismes y rumores podían convertirse instantáneamente en verdad evangélica. Una
revista que dependiera vitalmente del acceso a las estrellas podía ser puesta inmediatamente en
la lista negra; entonces sólo aparecerían entre sus cubiertas las figuras unisex de los teleteatros.
— Pero no me lo preguntes a mí —continuó—, sino a Pat Parker, que forma parte del plantel.
Tiene un contrato exclusivo con nosotros. El corazón de Pat y el de Emma laten al unísono.
Señaló a Pat con un gesto extravagante, como si presentara a un luchador. Acababa de
iniciarse el segundo round. Melissa giró lentamente hacia su adversaria de un rato antes. Pat la
miró por encima de la mesa, con una sonrisa de expectativa jugándole en los labios. No tenía
intenciones de provocar nada, pero si algo surgía lo llevaría hasta el fin, con o sin ayuda de Tony
Valentino.
— Bueno, Patricia —dijo Melissa—. Hablanos de New Celebrity. -Se acomodó en la silla, como
un jefe de estudio a la espera de que un empleado le resumiera un guión. Daba la impresión de
que cuanto se dijera a continuación sería insuficiente. Su mano derecha enroscaba un mechón de
cabellos; la izquierda tamborileaba con impaciencia en el inmaculado mantel. Sus ojos mohínos se
fijaron en los de Tony Valentino. «Obsérvame — decían—. ¿Qué prefieres, una mujer o un
ratón?»
— Emma podría explicároslo mejor, pero sé hacia dónde apunta. Será una revista temeraria; ni
chismosa ni mal intencionada, sino artísticamente peligrosa, audaz, algo totalmente nuevo. Será
muy visual. Los artículos sobre personalidades van a profundizar en la motivación, en los puntos
débiles y en los fuertes. Ya entendéis, algo así como: «¿Qué te decidió a ser estrella de cine?
¿Qué significa para ti ser famosa? ¿Cómo te desenvuelves con la fama? ¿Qué cosas te
aterrorizan? ¿Cuáles te excitan? ¿Cuáles te provocan rechazo?».
Melissa Wayne rió, echando la cabeza hacia atrás.
— Bueno —replicó—, en cuanto a las dos últimas preguntas, no me costaría nada responder.
Su intención era inconfundible. Para subrayarla miró a Tony de soslayo y se humedeció el labio
superior con la punta de la lengua. Luego giró de nuevo hacia Pat y el labio humedecido se

87
frunció.
Pat aspiró hondo. Muy bien, lo había intentado. Se quitó los guantes.
Dick Latham se interpuso metafóricamente entre ellas. Una pelea de gatas era algo divertido,
pero no quería que Melissa Wayne se pusiera en situación de verse obligada por amor propio a
rechazar cualquier aparición en la revista. Era preferible no mezclar los negocios con los deportes
sociales sanguinarios.
— En un plano más específico, ¿has pensado en tu primer artículo fotográfico, Pat? Me muero
por verlo —dijo.
La mente de Pat se detuvo en seco, la confrontación se había evitado, pero se gestaba una
mucho más importante. Se trataba de algo delicado. ¿Sería apropiado discutirlo durante la cena?
¿Quién sabía? Cuando por fin habló, ella misma se sorprendió de sus palabras.
— Quiero hacer un ensayo fotográfico sobre Tony. Las fotos son excelentes, pero me está
costando convencerlo de que me permita publicarlas.
No pudo mirarlo al jugarle esa mala pasada. Estaba utilizando a los otros contra él. No era
justo, pero tal vez diera resultado. El corazón le martilleaba en el pecho. Sus relaciones con él
estaban en juego.
Melissa Wayne aprovechó perfectamente la oportunidad.
— ¡Oh Dios, qué maravilla! —exclamó—. Tenía mis dudas con respecto a New Celebrity por lo
que habías dicho. Ahora soy una conversa. —Dio unas palmaditas al brazo de Latham, mientras
miraba fijamente la cara furiosa de Tony Valentino-. Quiero una suscripción. ¿El artículo sobre mí
saldrá codeándose con ése?
Latham sonrió.
—Sería estupendo. Tony, como el espíritu de una generación. Una juventud decidida y libre de
drogas, algo con lo cual las mujeres pueden relacionarse. Me gusta. Sí, me gusta mucho.
A pesar de todo, era cierto. Tony era inigualable. El hecho de que él quisiera atomizarlo no
venía al caso. El muchacho era dinamita sexual; sin duda, las hormonas que burbujeaban entre él
y Pat habrían puesto fuego en la sesión fotográfica. Miró a su rival; la curiosidad de su rostro
reflejaba la ambivalencia de su corazón. Si Tony podía beneficiar a New Celebrity, para Dick
Latham estaba bien. Era un nuevo aspecto del joven actor, que se mezclaba con el renuente
respeto que Dick ya sentía por él. Se lo veía impulsado por la ambición, pero nunca dispuesto a
arrastrarse. Por el contrario, se glorificaba en la confrontación. En un caso común, Latham lo
habría atribuido a la inconsciente audacia de la juventud. Pero en el caso de Tony no parecía ser
una forma de negar la inseguridad, sino la afirmación de una extraordinaria fe en sí mismo. Eso no
siempre gustaba, pero era preciso admirarlo.
-¿Cuáles son tus objeciones, Tony? -preguntó Havers.
El muchacho no contestó. Por un segundo pareció decidido a ignorar el intenso interés que
chisporroteaba ahora a su alrededor.
—Tal vez Tony haya considerado que esas fotografías eran algo personal —opinó Allison
Vanderbilt, de pronto.
Tenía la cara blanca, y los nudillos más blancos aún. La niebla de sus ojos se debía a las
lágrimas. En su voz pesaba la acusación. Estaba acusando a Pat de haber traicionado la
confianza, de deslealtad, el peor de de los delitos en el código de las clases superiores. Y como
felonía subsidiaria, como falta de decoro, acusaba a Pat de haberle robado el hombre que ella
amaba.
-Así es -confirmó Tony.
Sus ojos eran dagas en los de Pat, cuando ella se atrevió a mirarlo.
— Oh, tonterías. No hay que ser tan burgués —rió Melissa, moviendo la cabeza hacia Allison,
pero dirigiéndose a Tony—. Ese modo de pensar es para los que nacieron en cuna de oro y no
tienen otra cosa que proteger que su intimidad. Los que tenemos talento estamos obligados a
exhibirlo, ya se trate de belleza, inteligencia o ambas cosas.
Proyectó los prominentes pechos hacia la mesa con una risa infantil, para demostrar que
pertenecía a la última categoría.
Pat se resistió a la tentación de acudir en rescate de la afligida Allison. Pero Melissa, por los
peores motivos, se había puesto de su lado y apuntaba su potente cañón hacia Tony.
— ¿Te quitarías la ropa para Playboy? —preguntó Tony, centrándose en Melissa.
Su pregunta intentaba ser hostil, pero resultó casi seria. Admiraba a la Wayne. Ella le gustaba.
Era como debía ser toda mujer: frontal, decidida y con un objetivo al cual apuntar.

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-Ya lo hice -respondió ella, simplemente-. Así fue como conseguí mi primer papel. -Su voz
había perdido el humor. Ya había pasado a otra cosa-. ¿Posaste sin ropa para Pat?
Hubo silencio alrededor de la mesa. Lo quebró sólo la brusca aspiración de Allison Vanderbilt.
Pat levantó la vista al cielo estrellado, cuya paz contrastaba dramáticamente con la cena que
cubría. Havers tosió. Dick Lathman se inclinó hacia adelante, alerta, aguardando la respuesta. En
la cara de Melissa había una semisonrisa de expectativa. Tony Valentino se había convertido en
una nube tormentosa llena de relámpagos ocultos.
—Sí —afirmó por fin.
-Hiciste bien -susurró Melissa Wayne. Su respiración se había acelerado-. Me muero por verlas
-agregó.
— Qué muestra de coraje —murmuró Havers, horrorizado por la masculina falta de buen gusto.
Latham lo dirigió. Riesgo artístico. Operar sobre el filo del abismo. Emma había insistido mucho
con eso. Pat acababa de mencionarlo. Bueno, al parecer las dos hablaban muy en serio. Pensó
apresuradamente, haciendo caer una cascada de datos desde su ordenador cerebral. Y todo
terminó en el banco con el rótulo BRILLANTE.
— Me parece muy, pero que muy interesante —dijo. No había rastros de sarcasmo en su voz.
— ¿De veras? —preguntó Pat. Si aquel hombre pensaba eso antes de ver las fotografías,
después de verlas se volvería loco.
Ella había temido que la ridiculizara: primero, por el riesgo editorial existente; segundo, por su
obvia antipatía hacia Tony. Por lo visto, lo había subestimado. Latham no era un hombre vulgar,
con prejuicios vulgares, como Havers. Era original. Pensaba por cuenta propia. No permitía que
sus sentimientos le nublaran el juicio. Tuvo la sensación de verlo por primera vez. Dick Latham
había ganado sus millones según la última moda. Se los había ganado.
— Para mí sería un privilegio muy grande que se me permitiera verlas —alegó Latham.
Miraba de frente a Tony. De hombre a hombre. De igual a igual. De profesional a profesional.
Tony le sostuvo la mirada. Era una jugada potente, sobre todo por provenir de un hombre que
no tenía razón alguna para tenerle simpatía y sí muchísimos motivos para regocijarse con su
humillación. Latham tenía en sus manos el proyectil perfecto y se rehusaba a utilizarlo. En cambio
le pedía un favor personal. Ya le había hecho un difícil cumplido viril, al predecir que el inundo
disfrutaría al ver su cuerpo. Era un giro impresionante e inesperado, que requería valor. A Tony le
gustó. Había que atreverse a cambiar. Había que aprovechar el momento, perder el pasado y
mirar sólo hacia el futuro. En su interior estaba a punto de nacer un sentimiento extraño.
¿Acabaría sintiendo afecto por Dick Latham? Todo era posible. Porque estaba muy cerca de odiar
a Pat Parker por aquel gesto imperdonable.
-Creo que Pat ha decidido publicarlas de cualquier modo—subrayó por fin, dejando traslucir su
amargura. Giró hacia ella, con palabras frías como el hielo-. No sabía quién eras -agregó.
Pat se sacudió aquellos ojos. Había ganado. Había perdido. Lo vendía en bien de su arte.
Ahora podría usar las fotografías. Latham haría que Emma Guinness las aprobara aunque ella se
opusiera, cosa más que improbable. Todo estaba hecho y Pat había perdido a su amante. Habría
querido hacerle comprender. Ella era implacable, como lo era él. Allí, al otro lado de la mesa,
sollozando suavemente, estaba Allison Vanderbilt, a quien él había utilizado. Pero Tony no era
capaz de comprender eso. No lo tendría en cuenta. Le echaría en cara ese modo de actuar sin
considerar que, en una situación similar, él habría hecho exactamente lo mismo. Y lo descabellado
era que Tony resultaría beneficiado con todo aquello. Las fotos darían impulso a su carrera,
mientras echaban a pique la relación entre ambos. Era horrible, era incomprensible, pero también
muy necesario. En toda su vida, Pat nunca se había salido con la suya tan inútilmente.
Contempló aquel mar de caras borrosas. El caviar había desaparecido pero acababan de
aterrizar el lenguado a la bonnefemme y el Puligny Montrachet. Aún había que seguir soportando
la cena. Y también el resto de su vida. Pat irguió la espalda.
-Creo que ha llegado el momento de hacer mi pequeño anuncio —indicó Dick Latham, en el
curioso estado de ánimo que se había impuesto en la mesa.
Trataron de mostrarse interesados, pero les resultó imposible. Allison estaba más allá de las
sorpresas; parecía a punto de desmayarse. Havers conocía el secreto, obviamente, cualquiera
que fuese. Tony estaba perdido en el orgulloso hermetismo de su mundo privado. Pat sufría en el
suyo. Sólo Melissa Wayne conservaba energías para manifestar entusiasmo.
Latham no se dejó desconcertar por la escasa reacción. La expresión de su cara decía que él
tenía todas las cartas. En cuanto hiciera su jugada, todo el mundo levantaría la vista, alerta.

89
—Recordaréis que hace poco compré Cosmos Pictures —señaló—. Como aproveché la
oportunidad para hacer una buena operación de propiedades y cerré la producción, la gente creyó
que se había perdido el interés por el estudio. No es así. Todo lo contrario.
Hizo una pausa para permitir que todos captaran el mensaje. Tony volvió a la superficie desde
las profundidades en que estaba nadando. Melissa inclinó la cabeza a un lado. Pat puso su mente
en marcha.
— En realidad, mi plan consiste en reconstruir Cosmos, crear un estudio flamante de la nada, a
la manera del antiguo Hollywood. Quiero convertirlo en el mejor estudio del mundo, en el más
influyente. Cuento contigo Melissa, para algunas de mis películas. Y quién sabe... tal vez Pat dirija
alguna en el futuro... Y puede que Allison y Tony... actúen para Cosmos.
Abrió los brazos ante todos ellos, como señalando las amplias posibilidades del futuro. Sus
ojos de águila inventariaron las caras alrededor de la mesa. Ahora los tenía a todos en el anzuelo.
Podía cobrar las piezas. Podía arrojarlos al agua otra vez. Podía reducirlos a filetes, cocinarlos y
comérselos.
Melissa dejó escapar un grito de entusiasmo. Más trabajo. Más gloria. Más efectivo, y sus
honorarios, que podían convertirse en sexo. Todos los estudios la cortejaban, pero Cosmos era
especial. Pese a su serie de fracasos, constituía la antigua aristocracia de Hollywood. Y ella nunca
había trabajado para él. Allisón sintió el llamado de la sirena cinematográfica por entre las rocas y
las ruinas de su vida. La palabra «dirigir» daba vueltas y vueltas en la mente de Pat, mientras las
imágenes en movimiento remplazaban a las estáticas. Pero el efecto más dramático se reflejaba
en la cara de Tony Valentino.
Parecía profundamente impresionado por la noticia; sin embargo, resultaba imposible saber si
le gustaba o no. Su expresión habría podido definir la ambivalencia. En los ojos le brillaba la luz
del entusiasmo. Al mismo tiempo, su boca se curvaba hacia abajo en un gesto que sólo podía ser
de disgusto. Sus otras facciones vacilaban entre los dos extremos de la emoción. Fascinada, Pat
lo observaba por encima de la mesa, agudamente consciente de su disyuntiva. Latham, el hombre
a quien Tony despreciaba, había ofrecido oblicuamente convertir su sueño en realidad.
¿Aceptaría? ¿Antepondría la carrera a los principios, tal como ella acababa de hacer? Sí, seguro.
Y en su brillante futuro no habría sitio para ella. El enfado se adueñó de ella. ¡Qué injusticia,
maldición, qué hipocresía! Tony era igual que ella. Capaz de traicionar sus propios sentimientos
para obtener lo que deseaba, tal como ella había permitido que la ambición la convirtiera en
traidora. ¿Acaso dos malos actos no se anulaban entre sí, aunque no equivalieran a uno bueno?
De pronto se le ocurrió otra idea, que le atravesó la mente como un rayo caído del cielo.
— ¿Dónde vas a construir el nuevo estudio? —preguntó.
-Oh, en algún lugar del desierto -replicó Dick Latham, moviendo la mano con ligereza.
—¿Pat no viene? —preguntó Dick Latham, fingiendo sorpresa.
—No tengo ni idea —murmuró Tony, como si apenas supiera a quién se refería el millonario.
Avanzó por entre los montones de aparatos para bucear dispuestos en la cubierta inferior del
Hedonista—. ¿Tenemos que ponernos esos trajes de goma? —preguntó.
Latham sonrió. Aquello comenzaba. Tony estaba tratando de anotarse un primer punto. Frente
a la isla de Santa Cruz, las aguas del Pacífico estaban a unos veintiún grados: frías, pero no tanto.
Si Tony lograba abochornar a Latham, haciéndole dejar el traje de goma, el maduro empresario
pasaría una mañana incómoda, mientras que él, más joven y con una regulación orgánica de la
temperatura más eficiente, llevaría ventaja.
El instructor de buceo, miembro permanente de la tripulación, respondió por su jefe:
— El oleaje puede arrojarles contra las paredes de las cuevas. Allí adentro uno puede hacerse
trizas, si no se anda con cuidado. Hacen falta trajes de goma, botas y guantes gruesos, sobre
todo si se quiere cazar una langosta.
— ¡Ah! —asintió Tony, con una sonrisa—. Ya veo que es preciso tener muchísimo cuidado.
Latham y el instructor intercambiaron una mirada.
— No es la primera vez que hace usted esto, ¿verdad, señor? —preguntó el tripulante,
cauteloso.
— Lo he hecho en sueños —replicó Tony, ambiguo.
La niebla de verano se extendía como una manta a través del mar, envolviendo Santa Cruz en
una bruma algodonosa. Sin embargo, empezaba a hacer calor. La esfera borrosa del sol luchaba
por espiar a través de la neblina. El mar estaba sereno con un oleaje suave, pero el instructor
parecía nervioso. Sus ojos inquietos estudiaban el agua.

90
— ¿Puede haber problemas, Joe? —preguntó Latham.
-Ya sabe usted cómo es esto, señor: imprevisible. Y la marea está muy alta, en realidad. ¿Está
seguro de que no quiere dejar esto para más tarde?
Latham sentía los ojos de Tony fijos en él.
— No puede ser. Esta misma tarde volveremos a Santa Bárbara. Debo estar en Nueva York a
primera hora de la mañana.
-Bueno, iré detrás de usted -decidió Joe.
— Lo llevará de la mano —rió Tony.
En los antebrazos del instructor se produjo un ondular de músculos. Se volvió hacia Tony con
ojos centelleantes.
— No hace falta que vengas, Joe —murmuró Latham—. A nuestro joven amigo le gusta vivir
peligrosamente. Creo que debemos darle en el gusto.
Se echó a reír. Las cuevas no eran moco de pavo. Podía ser una locura explorarlas sin contar
con un buceador espeleólogo experimentado. Pero eso era parte de la vida, ¿no? Había un
tiempo para lo excitante, para medirse contra los elementos y hacer cosas no del todo sensatas.
Era una lección que los viejos podían aprender de los jóvenes.
Se pusieron los trajes de goma, mientras Joe revisaba las bombonas de oxígeno y los
reguladores. El pequeño bote, ya en el agua, se bamboleaba a popa.
— Voy a anclar frente a las Cuevas de las Langostas, si va usted primero allí; después pasaré
a la Cueva de los Murciélagos, en cuanto lo vea salir nadando. Cuídese.
«Si ese idiota se mete en problemas, déjelo y salga», era el mensaje tácito. Los profesionales
detestan a los aventureros en busca de gloria. Se pasan la vida borrando los desastres que estos
dejan.
Dick Latham asintió. Era exactamente lo que pensaba hacer. Si el implacable Joe tenía que
sacar del agua a Tony Valentino medio ahogado, la mañana tendría un final excelente.
— Bueno, Tony, vamos.
Subieron al bote. Joe acomodó las pesadas bombonas en la popa y puso en marcha el
fueraborda. Pronto el bote cortaba el oleaje rumbo a la costa de la isla donde estaban las
cavernas.
-Vamos primero a la de los murciélagos -propuso Tony.
— Estupendo; comenzaremos por lo más difícil —aceptó Latham.
En cuanto el bote ancló, se cargaron las bombonas, se ajustaron las gafas y las boquillas, y
buscaron sitio en el borde de la embarcación. Luego se dejaron caer juntos hacia atrás. Las
burbujas y el oscuro océano los engulleron. El frío les quitó el aliento al entrar en el agua, pero
pronto se orientaron y echaron a nadar con fuerza más hacia las melladas aberturas de los
acantilados. Dick Latham buscó a tientas la linterna sumergible que llevaba en el cinturón y tensó
los hombros, acomodándose la bombona de oxígeno en la espalda. La Cueva de los Murciélagos
era la segunda en tamaño y, según él creía recordar, no ofrecía peligro. Pero de eso nunca se
estaba seguro. Allí no habría criados que le allanaran el camino. Sus muchos millones tenían
tanta utilidad como el guano de las aves.
La entrada se erguía muy alta, negra contra el acantilado castaño; las patas de goma tocaron
por un segundo las afiladas rocas que custiodaban la cueva. Su cabeza irrumpió en la superficie;
al darse vuelta vio a Tony a su lado. Buscó la linterna y la apuntó a lo alto de la cueva. A primera
vista, el interior parecía consistir en una sola cámara; en el fondo había una seca plataforma de
guijarros y montones de madera podrida. Medio nadando, medio vadeando, Latham entró en la
cueva, agachándose para mantener la bombona de oxígeno bajo la superficie, a fin de que la
flotabilidad del océano lo aliviara de su peso. Apuntó la linterna al techo; allí, colgando cabeza
abajo en la oscuridad, se veía lo que daba nombre a la caverna: un murciélago. Atrapado por el
haz de luz, desplegó las alas; en cuestión de segundos el ambiente se llenó de ellos. Volaban
raudamente y se perdían en la oscuridad, sobre la cabeza de los exploradores. Tony también
buscó su linterna. Pasaron uno o dos minutos tratando de capturar a los furiosos murciélagos en
los haces de luz, como aviones de combate en los luminosos dedos de los reflectores. Tony reía;
Latham lo imitó. Eran dos muchachos inmersos en la aventura, dos muchachos que un rato antes
eran rivales y hasta enemigos. A la derecha se abría un estrecho pasaje, que se desviaba de la
cámara principal de la cueva. El agua chapoteaba cerca del techo, dejando poco espacio por
encima de la superficie.
Dick Latham se quitó la boquilla.

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— Probemos por allí. —Señalaba la abertura interna—. Yo iré delante.
Se sumergió bajo la superficie, llevando la linterna apuntada a la oscuridad, y empezó a nadar
hacia la abertura. Al hacerlo percibió una corriente subterránea que tiraba de él, desviándolo de su
curso. Tocó con el hombro la pared rocosa de la caverna y se rozó la cabeza contra ella. ¡Malditas
corrientes, siempre imprevisibles! Habrían debido llevar cascos con luces incorporadas. Menos
mal que tenían guantes gruesos. Latham giró en redondo. También Tony se había visto atrapado
por el inesperado movimiento del mar. Hizo un gesto con los pulgares hacia arriba, para indicar
que no había sido gran cosa. Por un segundo se detuvo en la abertura, pero sintió los hombros de
Tony contra sus aletas. Lo prudente habría sido esperar. Las olas solían llegar en conjunto. Todo
buceador prudente esperaba antes de continuar. Pero Latham, atrapado en el clima de
competencia masculina, no esperó. Aspiró profundamente y pasó por la estrecha abertura entre
las rocas. Tony lo siguió de cerca. No había espacio para girar. Sólo era posible seguir adelante.
La luz apuntaba hacia delante, se reflejaba en los escarpados muros y desaparecía en la
oscuridad del túnel. Dick flotó hacia la superficie, pero ahora el techo del canal se fundía con la
superficie del agua. No había para respirar otra cosa que el aire envasado en las bombonas.
Nadaron durante varios minutos, mientras Latham trataba de calcular qué dirección llevaban. De
nada servía. El túnel describía giros y giros. Era imposible saber si nadaban paralelamente al mar,
regresando hacia él o adentrándose en la antigua roca de la isla. Dick Latham sintió los primeros
síntomas de alarma en la boca del estómago y en la nuca. Aún no tenía miedo. Era una sensación
agradable, con la ventaja de la extrañeza. Le cosquilleaba el cuero; en máximo estado de alerta,
su mente, serena, funcionaba más aprisa que en las rudas negociaciones con dignos adversarios.
A su derecha, la luz detectó otro túnel que se abría formando ángulo recto con el principal. El
instinto le dijo que podía tener una salida al océano. O ser un callejón sin salida. Si se desviaban
por allí, habría que tener cuidado. Unos cuantos giros más y podían perderse. Habían utilizado
unos quince minutos de aire, más o menos. Quedaban otros quince. Latham se desvió hacia la
abertura del túnel secundario. Fue entonces cuando ocurrió.
El agua chapoteante empezó a hervir a su alrededor; del túnel brotó un chorro poderoso, que lo
levantó como el huracán a una hoja, arrojándolo de lleno contra la pared. Era como si hubiera
recibido el chorro de una manguera de incendios durante un alboroto nocturno. El dolor estalló en
el hombro que había chocado contra la roca. Del pie izquierdo se le desprendió el pie de pato. Sus
gafas le fueron arrebatadas por la corriente, que también le arrancó la boquilla de respiración de
entre los dientes. Latham trató de enderezarse con las manos y de protegerse con los pies, pero
las rocas eran como papel de lija contra él. Un guante desapareció en la hirviente caldera de agua
y la mano, triturada contra la afilada superficie del muro, perdió la piel de los dedos, dejando al
descubierto los huesos de los nudillos. En el interior de su mente, el refulgir de una luz marcó el
principio de la pesadilla. Alrededor de su cerebro, una voz fantasmal repetía lo que él ya sabía:
«Tienes problemas, Dick Latham. Tienes graves problemas y ha sido por culpa tuya».
Se enderezó al cesar la corriente, aprovechando la pausa; pero sabía que aquello no era el
final, sino el comienzo.
Estiró la mano por encima del hombro para asir el tubo de aire y se lo plantó de nuevo en la
boca. Se afirmó contra la pared, reparando en la nube de sangre que surgía en espiral de la mano
herida. Trató de aferrarse a la vida, resistiendo la contracorriente que no tardaría en llegar. Movió
frenéticamente el brazo para indicar a Tony que no se acercara a la entrada del túnel lateral,
mientras trataba de hallar asidero en la faz rocosa.
El agua jaló de él, tiró de sus piernas, apartándolo de la roca. Tiraba cada vez con más fuerza
arrancándole los dedos sangrantes del muro al que se aferraba. Miró por encima del hombro,
hacia el agujero negro que deseaba engullirlo, y súbitamente, con la certidumbre del condenado,
supo que iba a morir. No habría modo de escapar a la trampa del vacío. Una vez dentro de aquel
agujero arremolinado no tendría fuerzas para nadar contra la corriente. Si no quedaba
inconsciente al golpearse contra las rocas, quedaría cautivo bajo el agua, mirando con pánico
cómo descendía el indicador del oxígeno. Allá afuera, en la engañosa calma de la superficie
oceánica, Joe esperaría, ajeno al peligro. Aunque Tony pudiera girar en el estrecho pasaje para
volver al bote, no habría tiempo para el rescate. Dick Latham seguía aferrado a las piedras, pero
ya sentía que los dedos y la vida se le estaban escapando.
El pasado no atravesó en un relámpago ante él, como se dice. Lo que hubo fue una negra
oleada de enfado. ¡Por todos los demonios! ¡Aún no estaba dispuesto! Allá afuera había demasia-
da gente que se alegraría de eso. Había enemigos que destruir, mujeres que devorar, mágicas

92
negociaciones aún por concluir. Jamás vería el primer número de New Celebrity; no cortaría la
cinta en la inauguración de los estudios Cosmos; no escucharía las exclamaciones de Pat en la
rendición definitiva. Por eso agitaba los pies y lanzaba manotazos y se llenaba de aire los
pulmones, en un esfuerzo sobrehumano para evitar el destino. ¡Tony Valentino lo vería morir,
mierda! No había nada que el muchacho pudiera o quisiera hacer, y Dick Latham no lo criticaba
por eso. Adiós, juego generacional. Él no había supuesto que terminaría así. Vencido sin
revanchas en el primer encuentro y en poco tiempo.
La contracorriente lo arrancó de la pared y se lo tragó, convertido en una bola de caos. Cayó
en tirabuzón hacia la oscuridad. La cabeza se estrelló contra una piedra, disparando fuegos
artificiales en la negrura de su mente. Sintió un tremendo golpe detrás del hombro. Y de pronto no
hubo más aire en la bombona. Presa del pánico, comprendió lo ocurrido. La colisión con la pared
rocosa había desprendido la bombona. No quedaba más aliento que el de sus pulmones y, por
añadidura, tenía la boca llena de agua salada. El corazón le batía en el pecho, en tanto trataba de
mantener la calma en los breves segundos previos a la muerte. Tenía una sola oportunidad. Si
esperaba que la corriente en descenso fluyera una vez más, tal vez lo catapultara a través de la
estrecha abertura por donde acababa de entrar. Una vez fuera, Tony podía compartir su oxígeno
con él. Forzó la vista en la penumbra, tratando de orientarse. Echó un manotazo a la linterna, pero
ya no estaba en su cinturón; había sido arrebatada por el torbellino que lo tragara. Desesperado,
se preparó para lanzarse a lo desconocido y clavó con fuerza los talones, para aumentar el
impulso hacia adelante. El dolor agudo que brotó de su tobillo se concentró en el cerebro sin aire.
Estaba atrapado. Tenía el pie atrapado en una grieta. Su última oportunidad ya no existía. Dick
Latham se entregó. Decían que era una forma agradable de morir. Uno se alejaba como quien se
queda dormido. Aspiraba hondo y el agua entraba a torrentes. Flotaba sobre el propio cuerpo, en
la famosa experiencia de muerte, feliz de abandonarlo, libre por fin de la prisión de carne y hueso
a la que los tontos mortales tenían tanto apego.
Una mano lo sujetó. Una cara asomó contra la suya. Encontró la boquilla de una bombona
contra sus labios. Dick Latham lo mordió y la vida fluyó a sus pulmones; el alivio y el oxígeno
corrieron juntos por su sangre. Era Tony. Se había aventurado en el remolino para reunirse con
Latham en la tumba de agua. En un acto sobrehumano de coraje, generosidad y estupidez,
sacrificaba su propio futuro para que el hombre a quien odiaba tuviera unos pocos minutos más
de vida. Los pensamientos surgieron en calidoscopio en la mente de Latham; el afecto y la
gratitud batallaban con el miedo y la desesperanza. Pero Tony Valentino tenía otros planes. Clavó
los dedos en el brazo de Latham, no con pánico o desesperación, sino con decisión. Su otra mano
rondaba la cara de Latham. Su índice señalaba hacia atrás, por encima del hombro, en dirección a
la entrada. Aquel dedo se movía con énfasis. Iban a intentar lo imposible. Tratarían de nadar
contra la fuerza de la corriente.
La urgencia de aquellos dedos y lo enfático de su gesto dieron energías a Latham. El joven
parecía fuerte, sí, pero el millonario imaginaba que sus músculos eran puro adorno, inflados para
la exhibición en algún narcisista gimnasio de Manhattan. Ahora serían puestos a prueba. Tony
movió la mano de Latham hacia su cinturón y encogió el cuerpo, apoyando los pies a cada lado
del cuerpo de su compañero a fin de utilizar la pared para lograr el máximo impulso. Latham se
aferró con la otra mano al cinturón del muchacho y, sostenido por él, maniobró hasta sacar el pie
de la grieta que lo sujetaba. Tony cogió la boquilla del aire, se llenó los pulmones y se la devolvió
a Latham. Su mano voló hacia arriba. Voló hacia abajo. Sus piernas se enderezaron como
pistones. Salió disparado como una bala en el agua burbujeante y arrastró a Dick en su estela. El
millonario pataleaba furiosamente para incrementar el impulso. Partieron como una flecha hacia la
salida, en la contracorriente. Con cada milímetro que avanzaban perdían velocidad. A menos de
un metro del objetivo se quedaron inmóviles. Los brazos de Tony agitaban el agua. Las piernas de
Latham batían de arriba abajo. De nada servía. No avanzaban. Una vez más, la ola de fatalismo
invadió a Latham. Tan cerca. Tan lejos. Noventa centímetros en una maldita cueva eran la
diferencia entre un futuro glorioso y la nada.
Latham comprendió que Tony debía tomar una decisión. Si se desprendía de él tenía una
posibilidad de salvarse. Con aquella carga excesiva estaba condenado. Latham habría debido
soltar el cinturón. Era lo correcto. Tony ya había hecho demasiado por él. De cualquier modo, no
soltó. Por el contrario, sus nudillos se ajustaron al cinturón que era su cuerda salvadora in
extremis, Dick Latham sonrió lúgubremente al darse cuenta de lo desagradable que era como ser
humano.

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Tony se volvió a mirarlo. El millonario vio los ojos de Valentino en la penumbra espumosa. Se
clavaron en él con todo el desdén del triunfador por el derrotado. «He ganado -decían—. Yo tenía
razón. Tú eres débil y yo soy fuerte. Si morimos ahora, nada cambiará. Ni siquiera has tenido la
decencia de soltarte. »
Fue el más efectivo de los mensajes. En el fondo de Dick Latham, en alguna parte de su alma,
la fuente de adrenalina se puso en funcionamiento. ¡Al diablo! ¡Al diablo con el muchacho! La
energía corrió por sus piernas. De pronto las sintió leves como plumas y sacudió el agua con
renovado vigor. Juntos avanzaron un par de centímetros. Tony, alentado, redobló sus esfuerzos.
Sus brazos eran martillos contra el mar. Sus piernas volaban bajo el cuerpo de Latham. De pronto,
como Jonás de la ballena, fueron vomitados por la abertura y se abalanzaron hacia adelante
dando tumbos uno sobre el otro, hasta estrellarse contra el muro exterior.
La velocidad y el impacto los arrojaron de costado, apartándolos de la succión de aquella
mortífera caverna lateral. En la calma, se hundieron hasta el fondo arenoso, arrebatados de gozo.
Se abrazaron con fuerza, en mutua congratulación. De los ojos de Latham brotaron lágrimas de
gratitud. Compartieron la bombona de aire como si fuera la pipa de la paz. Ahora eran amigos.
Pasara lo que pasara, estaban unidos por un lazo más fuerte que ningún otro. Latham debía la
vida a Tony. Tony había arriesgado la suya por el multimillonario que tenía entre los brazos. La
intimidad era más que física. Más tarde habría palabras, pero por el momento no eran necesarias.
Por entre la bruma de las gafas que Tony conservaba, sus ojos conversaban.

CAPÍTULO VIII
Emma Guinness, sentada tras su escritorio en una silla que parecía un trono, miró a los
asistentes a su reunión.
-Quiero distinción -subrayó-. Va a ser la novedad en Norteamérica. Quiero escritores de
Harvard y Yale, pero apuestos como para un anuncio de Calvin Klein. En los años noventa, la
inteligencia sin belleza no servirá de nada.
Dedicó una sonrisa agresiva a los presentes. ¿Había alquien que no estuviera de acuerdo?
¿Quién se atrevía a izar la bandera de la rebelión en su corte? ¿Quién quería ser condecorado
con la Orden del Puntapié? Nadie. El silencio era oro.
— Y quiero mucho sexo sutil. Que a vosotros o a mí nos guste o nos deje de gustar no significa
nada. Todo el mundo tiene terror a la cama, pero todavía no se ha perdido la necesidad. Algún día
se perderá y entonces tendremos una bonita ola puritana, pero el principio de la década vendrá
lleno de travesuras. Por eso quiero porquería artística, ¿entendido? Ya sabéis: el nuevo Newton,
quienquiera que sea. Playboy con sexo. Se mira y no se toca.
Daba golpecitos en la mesa, acompañando el torrente de su conciencia. Mientras tanto se
preguntaba cómo infligir la mejor herida, cómo sembrar la angustia entre los mejores y los más
brillantes de sus contratados.
— Ahora bien, no quiero nada demasiado marica, Howard — advirtió ásperamente al director
de arte que había robado a Vagues Hommes—. Lo marica está bien para algún artículo de vez en
cuando, siempre que sea marica fino; pero para lo visual, no. Para la vista, New Celebrity es
estrictamente heterosexual. En cuanto a la moda...
Hizo una pausa. Como siempre, bajaba el telón.
— Bueno, la moda corre por cuenta de Michael, ¿no? Que sea joven, vital y no demasiado
aburrida... pero tampoco demasiado atrevida. Es decir... como lo de... utiliza a... Oh, por Dios,
utiliza a quien quieras, pero no metas la pata, ¿eh?
Michael sonrió burlonamente. Era el punto débil de la Guinness. En toda la revista, él sería el
único que tendría carta blanca. Trató de no mirar la ropa de su jefa, pero no podía impedir que los
ojos se le escurrieran hasta las botitas con botones rojos que asomaban por debajo del escritorio.
¿Por qué lo horrible causaba tanta fascinación? Hacía falta una verdadera originalidad para ser
una auténtica víctima de la ropa.
—Y ahora —continuó—, hablemos de las narraciones. Necesitamos unos cuantos chicos
privilegiados de alta cuna para que cuenten lo espantoso que es tener dinero, buenos padres y
una instrucción costosa que te permita cobrar por escribir basura. Ya se sabe: mucha droga,
fragmentos sórdidos sobre las funciones corporales y la desesperanza de la vida cuando uno lo
tiene todo. Ese es, decididamente, el material de los años noventa. Algo así como «Pendiente
abajo», «El camino a la tumba», «Muerte en la noche». Si no encontráis un escritor, contratad a
un modelo que figure en el registro social de la Ivy League; yo me encargaré de escribir su

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primera novela autobiográfica durante la hora de la comida.
— ¿Qué opinas de María Gonzales? —sugirió Jacosta.
— Podría ser. No me molesta. Por lo menos es joven, la juventud vuelve a estar de moda. Ni
siquiera parece compartir el horror de los periodistas por los adjetivos. No copia a ese apetitoso
Hemingway, aunque el resto de Norteamérica esté aferrado a él como si el hombre hubiera
inventado la literatura. No he podido descubrir si el miedo a los párrafos descriptivos se relaciona
con la escasa capacidad de concentración o, simplemente, con la falta de afición a la lectura. Ya
sé que los lectores deben utilizar la imaginación para llenar los espacios en blanco, pero a mi
modo de ver los libros son un deporte para espectadores. De cualquier modo, podemos probar
con la Gonzales. ¿Sigue acostándose con esa muchacha de Ford?
Jacosta creía que sí. Howard, recién llegado de París, no había tenido tiempo de averiguarlo.
Michael pudo proporcionar una afirmación decidida.
— Hace bien. Ofreced hasta cinco millones por una primera serie. Es una escritora «seria», así
que no debe costar más de eso. Si se pone ambiciosa, avisadme, que yo llamaré a su agente. Es
Mort, ¿no? Me ama, como todos vosotros.
Rió para demostrar que se sabía odiada y que no le importaba. Era fricción lo que necesitaba;
sacaba a relucir lo mejor de ella. Y lo mejor era brillante.
Sonó el teléfono. Frunció el entrecejo.
-Dije que no me pasaran llamadas -murmuró, mientras levantaba el auricular, con expresión de
disgusto—, Ah, Dick, bueno... ¡Hola! Te creía en Malibú. ¡Qué bien...!
Dirigió una sonrisa radiante al grupo. Todos sabían quién era Dick. Ahora comprobarían lo
íntima que era su relación con el jefe.
— ¡Pero qué maravilla! ¡Tan pronto! Nunca pensé que Pat entregara ahora. ¡Estupendo! Sí, en
la primera edición. Absolutamente. ¿Cuál es el tema? No sabía que hubiera temas en Malibú.
Reía; toda su cara brillaba con una vivacidad ultramundana. Un artículo fotográfico de Pat
Parker para el relanzamiento. Dick Latham, hablándole dulcemente por teléfono, frente a una
oficina llena de subordinados. El día se había puesto delicioso.
— Oh... Ah... un muchacho. Dices que son todas de un muchacho... el mismo... Comprendo. —
Su voz había perdido el entusiasmo. Un muchacho de Malibú; no parecía muy elegante. Claro
que las fotos eran de Pat Parker. Y las fotos no se traducen bien en palabras—. Bueno, si a ti
te gustan, eso es lo que importa. No, tienes un ojo increíble. De veras. No estoy exagerando...
Bueno... Dentro de cinco minutos, estupendo. Te llamo enseguida.
Colgó el teléfono como si estuviera usando el auricular para hacerle cosquillas a la espalda de
Latham. Echó una mirada a los presentes. Era hora de ponerlos al tanto, interrumpiendo la
programación. Acababa de surgir una gran novedad.
— Tenemos un artículo fotográfico de Pat Parker para la primera edición. Dick tiene las
copias arriba y va a enviarlas. Está como loco con ellas.
-¿De un muchacho de Malibú? -inquirió Michael, cuya sección sobre moda incluía el derecho a
ser atrevido. Dejó que el sarcasmo se notara.
— Sí —repuso Emma, a la defensiva—. No creo que el señor Latham se equivoque —agregó,
glacial; Dick se había convertido en señor para los servidores—. Bueno, ¿por dónde íbamos? Ah,
sí, por los escritores. Bueno, el problema es el tiempo de elaboración. Habrán pasado de moda
antes de que podamos publicarlos, pero hay que intentarlo. Recordad que lo antipático gusta,
¿eh? Los bebés han pasado a la historia, las familias son aburridas, los solteros vuelven a
ponerse de moda. El mundo todavía no ha captado la onda, pero nosotros lo sabemos, ¿verdad,
soldados? El alcohol está en decadencia, la salud está a la orden del día y ya no aceptamos
órdenes de la basura europea... salvo... —Dejó escapar una risa seca y amenazadora—. ...de mí.
— No sé si lo de las familias es del todo cierto —intentó Jacosta—. La paternidad es un asunto
bastante seminal, sobre todo la paternidad masculina.
Se movió inquieto en la silla, esperando el latigazo que la Guinness le asestaría con la lengua.
A veces el dolor le causaba un pequeño placer. Tenía que comentarlo con su analista.
Últimamente era difícil mantener interesado a aquel viejo verde.
— ¿Seminal? ¿Seminal? ¡Cojones! El semen es más seminal que la paternidad. Olvidad toda
esa charla de Spock. El semen como rejuvenecedor para el cutis, eso sí interesa. ¿Jackie Bisset
no usaba algo así en aquella película sobre la lucha de clases en Beverly Hills? O lo que fuera.
Que alguien me escriba una nota sobre el semen, ¿eh? Bien dicho, Kit. Ya ves, al final tantas
palabras difíciles han servido para algo.

95
La interrumpió un golpecito a la puerta. La secretaria que entró era hermosa y altanera como
correspondía a una servidora de Dios. No esperó a que la invitaran a pasar. Llevaba un sobre
grande.
— El señor Latham me ha encargado que entregue esto -alegó.
Cruzó la oficina caminando como una modelo por la pasarela y depositó el sobre frente a
Emma Guinness.
— Gracias —replicó Emma, con la frialdad que reservaba para las mujeres hermosas de
posición inferior a la suya.
Cogió el sobre y abrió las grapas que sujetaban la solapa. Sacó un puñado de fotografías y se
inclinó ansiosamente para mirarlas. Aquella cara le devolvió la mirada. La cara, el cuerpo y, buen
Dios, la verga. Era una de las fotografías más bellas que hubiera visto nunca. Los ojos peligrosos
parecían mirarla. Los matices de blanco y negro cantaban en la más dulce armonía. Era magia.
Era brillo. Era más ardiente que las hogueras del Tártaro. Tragó saliva con dificultad, porque
también era otras cosas. Era recuerdos como brasas. Era una caótica discordia. Era los dedos del
miedo subiendo y bajando por su columna, súbitamente transpirada. La foto nadaba ante sus ojos.
Había descendido una neblina roja. El corazón le martilleaba entre los agitados pechos. Nunca
jamás había esperado enfrentarse a aquella cara, a aquel cuerpo. Lo había borrado de la parte
frontal de su mente para que perdurara sólo en el lugar oscuro donde vivían todas las
humillaciones: en el sótano de su identidad, desde donde a veces surgía un grito apagado. Tony
Valentino. El nombre estalló en su cerebro, como el sudor sobre su labio. El miserable que la
había fastidiado sería el tema del artículo fotográfico en el primer número de la revista.
— ¿Son desastrosas? —preguntó Michael, esperanzado.
No podía contener su entusiasmo ante lo prometedor de la situación. Emma Guinness estaba
pálida como el fantasma que obviamente había visto. La fotografía le temblaba en las manos. Los
ojos ciegos vagaban henchidos de pánico.
Emma no respondió. Los puntos que le pellizcaban la piel del trasero eran los cuernos de una
disyuntiva. Cuando entregó las fotos al director de la sección de modas ya estaba enfrentándose a
él. Por una parte, las fotos eran estupendas. Arte puro, arte del corazón, no mugre artística, y
serían una adquisición para la revista. Ellas solas aseguraban el éxito del relanzamiento. New
Cekbrity y la carrera de Emma Guinness estarían en marcha. Pero al mismo tiempo Emma estaba
decidida a no utilizarlas. Aquel muchacho la había humillado. Había despreciado sus
insinuaciones, insultándola públicamente. Ella no tenía la menor intención de ayudarlo. El artículo
fotográfico aparecería pasando por encima de su cadáver, aunque le encantara a Latham, cuya
palabra era ley, y aunque Pat Parker tuviera por contrato derecho a exigir que se las publicara.
También había otro aspecto. En las fotografías se veía con cristalina claridad que Tony y Pat eran
amantes. Las hormonas crepitaban en la superficie de las copias. Eran una celebración de
sensualidad, el regalo último al fisgón que no se atrevía a espiar públicamente. Por eso los celos
se añadían al deseo de venganza; y todo eso luchaba contra el propio interés, mientras Emma se
preguntaba qué diablos hacer.
— ¡Caramba! —exclamó Michael—. Son palabras mayores. Todos se apretaron a su alrededor
para mirar por encima de
su hombro mientras él pasaba las copias. El coro de aclamación fue tan previsible como las
avispas en un picnic. Los reunidos en esa habitación sólo tenían dos cosas en común: habían sido
elegidos por Emma Guinness y sabían elegir a los ganadores. De vuelta a la primera casilla. Sus
subordinados estaban contra ella. Y también el arbitro definitivo, allá arriba.
— Demasiado fuerte... desnudo masculino... demasiado sofisticado — intentó.
— ¡Noooo! —dijeron todos a coro.
— Para el primer número, no... Sería un precedente desafortunado... alteraría a los hombres
normales...
Sus ojos enloquecidos buscaban apoyo.
Los que normalmente no se hubieran atrevido a expresarse en desacuerdo con ella lo hicieron.
Presentaban un frente unido. No tenían ningún deseo de dividirse por aquellas fotografías. Sus
voces se elevaron en una refutación que parecía la torre de Babel.
Emma Guinness se estremeció. Aspiró hondo. No había mejor momento que el presente.
Levantó el auricular y marcó tres números.
—Emma Guinness, para el señor Latham —indicó.
Entró al trote, como si el impulso físico pudiera darle ventaja psicológica. Sentado tras su

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escritorio, él le sonrió a modo de bienvenida. Parecía haber vuelto a nacer. La vida vibraba positi-
vamente en él, pese a la mano vendada y a un colorido moretón en la frente.
—Siéntate, Emma —invitó, levantándose para señalarle una silla—. ¿Verdad que son
estupendas? Es lo que necesitábamos, ¿no? Ahora es cosa hecha. No sabes lo contento que
estoy.
-De eso quería hablarte, Dick. Ya sé que las fotografías son buenas. Muy buenas, en realidad.
Pero no creo que den la imagen adecuada. Porque el muchacho parece un poco latino, es decir,
un poco barato, es decir, se lo ve un poco... oh, demasiado Malibú. Ya me comprendes, es un
poco obvio, ¿no te parece? Estoy segura de que Pat puede hacer algo mejor. Éste es nuestro
primer número y él no es exactamente una celebridad, ¿cierto?, sea quien sea.
Se dio cuenta de que la sintaxis se le había desintegrado. Se dio cuenta de que él lo había
advertido. Las palabras eran su transporte por la vida. Habitualmente las mantenía en perfecto
orden de funcionamiento. Ahora, en el momento en que necesitaba la gramática mejor lubricada,
su boca a motor tomaba el mando.
— ¿De qué cuernos estás hablando? —rió Dick Latham, echándole un vistazo a las tetas—.
Parece que hubieras tomado Dexedrine.
-Las fotos -masculló Emma-. No me parecen adecuadas para la revista.
-Se llama Tony Valentino -replicó Dick Latham, penetrando hasta el fondo.
Aún sonreía, pero la miraba como un gato... y ahora a la cara, no a los pechos.
Emma hizo una pausa. No era posible que él estuviera enterado, ¿o sí? Pero ¿por qué
demonios era Latham quien presentaba aquellas fotos? ¿Por qué Pat Parker no se las había
presentado a ella, como hubiera sido lo correcto?
-Bueno, como se llame, no creo que sea material para New Celebrity. Y tampoco creo que lo
sean sus partes.
Al hablar desvió la mirada.
— Existe la teoría de que tú lo conoces —argüyó Latham, con voz divertida.
— ¿A Tony Valentino? No, no creo. Tiene pinta de prostitución masculina. Supongo que, si es
modelo, puedo haber visto alguna foto suya. ¿Ha estado por Inglaterra?
Emma se movió en la silla, inquieta. Sabía que la cara estaba delatándola. Sus mejillas
estaban en llamas. Tenía que salir de aquello a fuerza de descaro, pero él lo sabía. Él sabía. ¿La
dejaría escapar del anzuelo?
No, no la dejó.
— Era actor, de la Juilliard —precisó Latham—. Dicen que fuiste a ver la representación de fin
de curso, Un tranvía llamado deseo. Él hacía de Stanley. Me extraña que no recuerdes su rostro.
Es inolvidable, ¿no te parece?
— Creo recordarlo vagamente — murmuró Emma, mirando por la ventana, desesperada—. No
había relacionado las dos cosas.
—Si te lo menciono es sólo porque Pat estaba preocupada. Al parecer, hubo un enfrentamiento
entre Tony y tú, por algún motivo, y ella pensaba que te opondrías en cuanto vieras estas fotos.
Desde luego, le dije que eras demasiado profesional para eso. En esta empresa, los negocios son
los negocios, le dije, y nadie lo sabe mejor que Emma Guinness. Sería capaz de matar a su
abuela para aumentar la tirada, de vender a su hijo para conseguir la publicidad adecuada, le dije.
—Hizo una pausa y se inclinó hacia adelante. La sonrisa había desaparecido. Su expresión era
cruel—. No me equivoqué, ¿verdad?
Emma Guinness tragó saliva. Sólo había una respuesta para esa pregunta. Dejó escapar una
risa patibularia.
—Por supuesto que no —logró decir, con los labios estrangulados—. ¿Cómo conociste a
Valentino? ¿Por Pat?
Era un esfuerzo por cambiar de tema, pero él ignoró la pregunta.
— Bueno, ¿qué dices de estas fotografías?
-Sí, bueno... Pensándolo mejor, me doy cuenta de que son muy dramáticas y, desde luego,
muy bellas. De eso nunca tuve dudas. Tal vez mi impresión inicial haya sido algo apresurada. Son
muy fuertes, tal vez haya que digerirlas un poco. Gracias, Dick. Me has abierto los ojos sobre esto.
Y Pat también. ¿Verdad que es inteligente? Sí, cuanto más lo pienso...
Estaba muriéndose en su interior. Tony Valentino la había herido en el alma. Y ella iba a
convertirlo en estrella. La carrera del muchacho se lanzaría en su revista. Lo que ella había
prometido a cambio de su carne, tendría que dárselo como recompensa por sus insultos. Y ya no

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sería un mísero cuarto de página en la casi invisible sección «Estrellas del Mañana». Ahora
ocuparía páginas y páginas de carismatico celuloide, que ardería en los ojos de todos los agentes
y los directores de reparto, de costa a costa.
Pero la mente de Dick Latham había seguido su marcha. Acababa de imponer la sumisión a su
empleada. El objetivo estaba logrado. Ahora, en el momento elegido por él, estaba dispuesto a
responder a su pregunta.
— Preguntaste cómo había conocido a Tony Valentino -dijo-. Te lo contaré. ¿Sabes qué
hizo?
Emma no lo sabía.
-Me salvó la vida.
—No eres feliz, ¿verdad?
Alabama contemplaba las montañas, cuyas pendientes inferiores estaban envueltas en la
neblina costera. No se volvió para hablar.
Pat Parker estiró las piernas y se reclinó en el enorme sofá, meditando la respuesta. No, no era
feliz. Se sentía miserable. Se sentía como una naranja de la que alguien hubiera chupado todo el
jugo, dejándola seca, vacía, agotada. En los últimos días había hecho todo lo necesario para vivir,
pero era como un mal sueño, lleno de callejones sin salida, trampas y cosas que le ocurrían sin
que ella pudiera evitarlas. El amor correspondido no era, quizá, el sentimiento más original del
mundo, pero saberlo no servía de nada.
— No, no estoy en un buen momento —respondió por fin, sonriendo con amargura ante lo
parco de la expresión.
—Hiciste bien —opinó Alabama—. Cuando llueva la fama, Tony te lo agradecerá.
— Cree que lo traicioné.
—Y tiene razón, pero fue uno de esos casos en que el fin justifica los medios. Como el retrato
que Arnold Newman hizo de Krupp. El alemán estaba convencido de dar una impresión brillante
cuando Newman lo había convertido en el símbolo del mal. En cuanto dejas de fotografiar árboles
y te metes con la gente, captas toda la basura del orgullo. Te abres paso por ella, no pierdes de
vista al arte y todo termina bien.
—¿Final feliz? —Pat rió, dubitativa.
— He visto situaciones menos prometedoras convertirse en familias felices —aseguró
Alabama.
-Ni pensarlo. La esposa de Tony Valentino deberá tener la pureza moral de Juana de Arco. Y
su fuerza.
— Esa muchacha era esquizofrénica —descartó Alabama—. Oye, ¿vamos a tomar
fotografías hoy? ¿Quieres bajar a la Rock House y hacer algunos motoristas?
—Algunas cervezas, querrás decir. ;
-Lo que sea.
Alabama sonrió, volviéndose a mirarla.
-No -dijo Pat-. Sólo tengo ganas de quedarme aquí y de que me cuentes anécdotas de
fotógrafos... como Kertész. Habíame de Kertész.
Recogió las piernas como un niño que esperaba su cuento favorito a la hora de acostarse.
Alabama, duro y terrible para el mundo exterior, era sedante para ella. Era té de manzanilla,
panecillos calientes y conejillos lanudos al ponerse el sol. ¿Sería todo el mundo así, diferentes
caras para diferentes personas, en vez de una sola persona para todos?
—Algún día todo el mundo dirá que Kertész era mejor que Steichen, Stieglitz y Weston
-aseguró Alabama-. Él sabía hallar belleza donde nadie más la veía. En eso consiste el verdadero
genio. André veía una hoja al viento, la nieve en el suelo de una plaza desagradable, y su lente
las convertía en otra cosa. Cartier-Bresson y Brassai supieron reconocer su deuda con Kertész. El
mundo no supo nada de él hasta la exposición que Szarkowski realizó en el Museo de Arte
Moderno, en la década de los sesenta, y el pobre André nunca perdonó al mundo que lo pasara
por alto. Era uno de los hombres más amargados que jamás conocí, y con no demasiados
motivos. Imagínate: inventar el estilo del fotorreportaje y luego preocuparse por si la gente le
reconoce el mérito a uno o no.
— Yo lo comprendo. Ha de ser frustrante poseer algo que nadie más puede ver. Tony siente lo
mismo. Eso lo carcome. No lo ha mencionado, pero se le ve en los ojos.
Pat no podía pasar mucho tiempo sin mencionar a Tony.
- Como todo en la vida, la emoción puede ser bien utilizada o usada con exceso. Puedes hacer

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que te sirva y aprovechar su energía para que te ayude a conseguir lo que deseas. O puedes
dirigirla hacia adentro y no hacia afuera; entonces el ácido gotea sobre ti hasta que no queda
nada. Hacia el final, André no podía hablar de otra cosa que de los norteamericanos, que no
habían sabido apreciarlo. Era el más desdichado de los artistas, pero el mejor. Para mí, eso es
una paradoja increíble.
Alabama sacudió la cabeza.
-Pero la insatisfacción es lo que perfila el arte -replicó Pat-. Tú mismo lo juzgas y, cuanto más
exigente es tu criterio, más te esfuerzas. Supongo que, al final, sólo llegas a la perfección
pensando que tu obra es un adefesio. El secreto consiste en poder soportar el desaliento sin
acumularlo.
De inmediato Pat se lamentó de no poder retirar aquellas palabras. Alabama se había vuelto
hacia la montaña sin decir nada. Sin querer hacerlo, ella le había tocado una cuerda interior. ¿Era
verdad que había abandonado la fotografía porque en el mundo había más fotos que ladrillos?
—Sí —afirmó, por fin—. Para mí fue al revés. A todo el mundo le encantaba mi obra. Yo no
estaba tan seguro. Al ver que todos se quedaban boquiabiertos, yo dudaba. Hacen triaas las
montañas, contaminan los ríos, matan los árboles, pero después desembolsan cientos de miles
por las fotos que yo tomo de las cosas que ellos echan a perder. Parecía una buena broma
dedicar ese dinero al medio y estafarlos, todo al mismo tiempo.
— Haz mi retrato, Alabama.
— -¿Qué?
-Que me hagas un retrato. -Pat se levantó de un salto, entusiasmada—. Quiero que lo hagas.
Quiero verte trabajar otra vez. Por favor. Hazlo por mí. Sólo un retrato. Es todo lo que te pido.
¿Quieres? Por favor, Alabama. Por favor. -
Corrió hacia él, que se volvía a mirarla, enmarcado por la enorme ventana contra las montañas.
— No es poca cosa —repuso Alabama, esquivándole los ojos.
—Ya lo sé. Lo sé. Estás asustado. Estás nervioso. Crees que
podría resultar una mierda.
Se atrevía a desafiarlo. Era peligroso, pero él reaccionó.
-¿Qué diablos estás diciendo? ¿Nervioso yo? ¿Por una foto? ¿Yo? Por Dios, mujer, ¿ya no
recuerdas quién soy?
— ¿Lo recuerdas tú?
— Mira, yo nunca quise ser un Picasso, uno de esos artistas que pintan hasta desfallecer.
Renuncié porque estaba harto. Si quisiera, podría hacer el mejor retrato que hayas visto en años
sin quitar la tapa del obturador.
-Hazlo. Prueba que eres capaz.
—No tengo por qué probarte nada a ti
-No hablo de mí. Digo que te lo pruebes a ti mismo.
Alabama había empezado a pasearse, irritado, vacilante y... temeroso, en efecto.
— ¿Y qué demonios harías con ese retrato? ¿Cambiarlo por un Porsche de mierda?
-No -respondió Pat, simplemente-. Se lo enviaría a Tony.
CAPITULO IX

Tony Valentino se miró en el espejo y frunció el entrecejo. No era su imagen la que provocaba
el gesto. Era lo que tenía dentro de la cabeza. Para representar su papel tenía que odiar y hacer
daño. Tenía que sentir las vivas emociones que daban a Cal su nerviosa y visceral personalidad.
Luego debía proyectarlas al exterior, para que todo el mundo supiera qué se experimentaba al ser
rechazado. Todos debían sentir en carne propia la realidad de un mundo sin amor. Había leído
seis veces el libro de Steinbeck. Había recorrido las praderas y las colinas de Salinas, aspirando
el aroma de la hierba caliente, tendiéndose agradecido en la rica tierra, tal como se hubiera
hundido en el regazo de su amada madre.
Madre: la palabra se disparó como un láser dentro de su mente, tal como él quería, y dio luz a
los sentimientos que eran sentimientos de Cal. Su camerino ya no estaba en Broadway. Él ya no
era un actor a la espera de salir al escenario, ante un público callado y expectante. Había dejado
de ser Tony Valentino. Era Cal Trask. Era el Caín de Steinbeck, en quien el Señor había puesto su
marca. Era el hijo de Adán, el vastago de Eva, y moraba en la tierra de Nod, al este del Edén.
Los golpecitos a la puerta fueron insistentes.
— Dos minutos, señor Valentino —advirtió la voz descarnada.

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En el ingenioso sueño artificial, Tony Valentino se levantó. Caminó como un sonámbulo hasta
la puerta. Salió al corredor y avanzó por el pasillo hacia el escenario. Tenía los hombros
encorvados para protegerse de las pedradas y las flechas que la humanidad gustaba de arrojarle.
Movía los dedos al mentir que no le importaba; una sonrisa desdeñosa le jugaba en las comisuras
de la boca. Se vio en un espejo y detestó su belleza, así que modificó los rasgos de la cara
dándole una expresión de caja arrugada, que debía ser una burla a su apostura y sólo pudo
reafirmarla. Las mujeres, las malditas mujeres, lo amarían. Siempre amaban a Cal. Le tenían
miedo. Les sobrecogían sus imprevisibles cambios de humor, pero también les fascinaba el hecho
de que él emprendiera la retirada en el momento mismo en que se rendían, con las rodillas
temblorosas. Él las despreciaba por amarlo. ¡Era tan indigno de amor! Esa gran verdad surgía del
pedregoso suelo de su infancia. Pateó un cubo de basura, metáfora del mundo, y oyó el rumor
apagado del público detrás del pesado telón. Los hombres lo odiarían. Ellos conocían su secreto.
Sabían que, muy en el fondo, era malo, y siempre serían enemigos suyos, aunque él los
respetaba por estar en lo cierto. Eran la otra mitad de la humanidad que lo tenía estudiado. Eran
del sexo de su padre, y el ambiguo amor de Cal por ellos se escondía, muy acurrucado, en el
vientre de su odio.
En la primera fila del auditorio a oscuras, Pat Parker tenía las entrañas tan enredadas como la
cabellera de Medusa. James Dean había representado ese papel en la famosa película de Elia
Kazan y Pat comprendía que algunas mujeres se hubieran suicidado cuando murió. El Cal de
Tony era más profundo que el de Dean. Y no porque ella, todavía enamorada, fuera lo más
opuesto a un espectador objetivo. Allí estaba toda la vulnerabilidad del personaje de Dean, su
tímido y dolorido encanto, la conmovedora necesidad de ser aceptado, junto a la seca actitud
defensiva del niño-hombre que ha aprendido, en la dura escuela de la niñez, que no se puede
contar con los adultos para el amor. Pero había más que eso. El Cal de Tony era fuerte en medio
de su debilidad. Sus heridas estaban muy adentro. Las batallas que libraba no eran contra este
mundo, sino contra sí mismo. Se amurallaba contra la gente. Podrían azotar su carne, pero no
tocarían su alma. Su esencia era inaccesible, y era su esencia lo que ella quería. Pat aspiró
hondo, atónita por la profundidad de las emociones que se agitaban dentro de ella. Era en parte
crítica, en parte psiquiatra, y en todo momento la amante de una sola ocasión, atemorizada por la
posibilidad de que aquel muchacho, a quien ella aún adoraba, no volviera a amarla jamás.
— ¿Qué te parece? —inquirió Dick Latham, inclinándose hacia ella como un sacerdote en el
confesionario.
— No puedo describirlo —repuso Pat.

Inclinó la cabeza a un lado, dirigió los ojos al techo y desplegó las manos en el regazo, como
para destacar la ineptitud de las simples palabras.
Dick Latham rió entre dientes. La virtuosa representación de Tony Valentino no podía
considerarse un momento culminante para el sexo masculino. El público estaba compuesto por
maridos que habían perdido a sus esposas, muchachos sin sus novias, mujeres de corazón
destrozado. Pero para Latham era diferente. No lucía el sombrero del Romeo competidor, sino el
halo del ángel triunfador. A su regreso de Catalina, renacido gracias a la inesperada y generosa
valentía de Tony, había asistido a los ensayos de la adaptación teatral de Al este del Edén en la
que actuaba Tony. Electrizado por lo que había visto, horas después comprobaba toda la
producción, sacaba de la cartelera una comedia musical que luchaba por mantenerse en un teatro
importante, haciendo a sus agradecidos productores una oferta que no pudieron rechazar, y
pasaba la obra de Tony, con todos sus aditamentos, a lo mejor de Broadway. Jay Rubenstein, su
agente de relaciones públicas, se había ocupado de la publicidad previa al estreno; un buen
presupuesto había hecho lo demás. La primera noche era un gran acontecimiento social y
literario. Allí estaban todos los críticos de Nueva York; los leones literarios habían rondado por los
pasillos antes de que se alzara el telón. Mailer, Vidal y Wolfe se habían confundido con Plimp-ton,
Didion y Dominick Dunne. La sociedad cubría toda la gama, desde los nuevos ricos hasta las
clases A y B de Astor y Buckley. Y todo el mundo sabía que estaban presenciando un triunfo.
— Se está representando a sí mismo, ¿no? —señaló Latham.
Pat meneó la cabeza, un poco para negar, un poco por plenitud. No era tan sencillo. Tony
estaba usando parte de sí mismo, pero Cal no era él. Cal había sido abandonado por su madre
prostituta; la amada madre de Tony había sido la personificación de la decencia y la fidelidad. Cal
luchaba por conquistar la aprobación de su padre distante; Tony había sido un niño sin padre. Sin

100
embargo, pese a las diferencias, Latham tenía razón. Eran las similitudes las que le ponían los
nervios de punta. Era como si Tony se hubiera bañado en desamor, de algún modo; su altanería,
su susceptibilidad, eran el resultado. Había algo casi psicótico en él: una crueldad, una dedicación
al objetivo que excluía a los otros, hasta a quienes lo amaban, y especialmente a ellos. Apartaba a
la gente a empellones; cuanto más se le acercaba alguien, más fuerte era el empujón. Pat lo
sabía. Lo había experimentado. Bueno, tal vez ella se había comportado mal. Había hecho lo
indebido, pero ¿merecía ser excluida así de su vida? ¿No era aquélla la reacción exagerada de la
persona que se toma a sí mismo y a sus ideales demasiado en serio? Entonces burbujearon las
dudas dentro de ella. ¿Era posible que Tony hubiera usado su inflexible código moral como
excusa para descartarla? Había hombres que lo hacían. ¡No! La posibilidad la asustó, Tony no
necesitaba excusas. Sólo los débiles las necesitan. Tony era más fuerte que nadie. Y Pat lo
amaba sobre todo por eso. Una parte de ella admiraba el modo en que había reaccionado ante su
traición. No la toleraba. Ella no estaba a la altura de sus elevadas normas y, por lo tanto, era
rechazada. Eso le inspiraba respeto, pero no le facilitaba la vida. No pasaría mucho tiempo sin
que se vieran cara a cara en la fiesta de Canal Bar. ¿Qué le diría? ¿Qué actitud adoptaría? ¿Qué
demonios debía sentir?
— ¿Qué opinas tú, Emma? —Pat se volvió a la derecha.
Por algún motivo, cuanta más gente participara de esa conversación, mejor. Así se diluía su
fuerza.
— Francamente, no me parece gran cosa —mintió Emma—. Me recuerda a esas obras que se
representaban en Inglaterra, en la década de los cincuenta. Era parte de una moda llamada
«fregadero de cocina». Esto es lo mismo, sólo que con praderas en vez de aceras. Ya se sabe,
gente horrible haciéndose mutuamente cosas horribles en ambientes horribles. Se suman puntos
artísticos cuanto mayor sea el grado de horripilancia alcanzada, según el principio de que sólo la
degradación es real y que todo lo demás es falso.
— A Emma no le gusta la obra, Dick — subrayó Pat inmediatamente, hundiendo a la inglesa
sin remisión. Fue un acto reflejo. Emma era amiga suya, pero nadie podía criticar impunemente a
Tony ni a la obra que le servía de vehículo.
—¿Qué? —exclamó Latham. Emma enrojeció.
—Lo que quise decir —tartamudeó a su jefe, por encima de Pat— es que personalmente, para
mí, el tema es algo deprimente. Pero la obra en sí es muy potente. Mucho. Creo que va a tener un
éxito tremendo. Estoy segura. Y al sincronizar con las fotos de Pat en New Celebrity convertirá a
Tony en el favorito de la ciudad, por supuesto. Sin lugar a dudas.
Se mordió los labios al pronunciar aquellas desagradables palabras. Lo peor es que era cierto.
Esa velada se estaba convirtiendo en un desastre de proporciones cósmicas y prometía alcanzar
mayores profundidades. Latham había hecho coincidir el estreno de la obra con la fiesta de
lanzamiento de New Celebrity en el Canal Bar. En cuanto Tony hubiera recibido los aplausos de
ese triunfo, todos partirían hacia el centro, para asistir al segundo. En el instante de su gloria
conseguida por medio de la revista, Emma Guinness sería eclipsada por aquel don nadie que ella
misma había convertido en el más grande «alguien» de Nueva York. Ni siquiera el Todopoderoso
habría tenido el coraje de idear un libreto como ése. El hombre que la había humillado salvaba la
vida a Latham y se convertía en estrella de la noche a la mañana. Para añadir el insulto a la
herida, hasta tenía talento. Lo único bueno era que sus relaciones con Pat hubieran naufragado.
Tal vez aquello proporcionara algo de consolador mal gusto entre la azucarada lista de las amplias
congratulaciones que parecían constituir la dieta de esa noche. Aspiró con fuerza. Pronto tendría
que enfrentarse a él por primera vez desde su humillación en la Juilliard. Sus respectivas
situaciones no podían ser más distintas. ¿Qué diablos pasaría?
— Espero que llegues a pensar como los norteamericanos, Emma —dijo Dick Latham, con
frialdad—. Inglaterra ha producido algunos grandes escritores, ciertamente, pero muy pocos en
este siglo. Me extraña que alguien no sepa apreciar a Steinbeck.
Sabía que estaba interpretando mal lo que Emma había dicho, pero lo hacía a propósito. No
iba a permitir que una subordinada maltratara su obra injustificadamente.
— No, estoy de acuerdo —balbució Emma—. Hemingway, O'Neil, Fitzgerald, Faulkner,
Tennessee Williams, Steinbeck... reconozco que son impresionantes. Shaw, Maugham, buen
Dios, Wilde, son poca cosa en comparación: literatura de salón contra la potencia de los grandes
norteamericanos. Los ingleses admiramos enormemente a vuestros escritores.
Se inclinó por encima de Pat, con expresión absolutamente servil.

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— La clase media inglesa, puede ser. Las altas ni siquiera han oído hablar de ellos — corrigió
Latham, con aspereza.
Emma Guinness retrocedió ante el latigazo verbal de Latham. Era uno de los pocos
norteamericanos que podía hacer ese tipo de comentarios sobre las clases inglesas. Obviamente,
había aprendido un par de cosas en el bar de Whites, porque su comentario era acertadísimo. La
aristocracia británica se enorgullecía mucho de su pobreza intelectual. La tarea de escribir
quedaba para las horribles clases medias. Cuando Gibbon, autor del monumental Historia de la
decadencia y ruina del Imperio Romano fue presentado al rey, el único comentario del monarca
fue: «¿Cómo es eso? Garabatear y garabatear, ¿eh, señor Gibbon?». En un instante, por su
erudición, Emma se había descubierto como miembro declarado de la burguesía y no de las
clases altas a las que siempre había aspirado. Se suponía que los norteamericanos no conocían
la diferencia. Aquél sí. Latham, su jefe, la persona más poderosa de su mundo, el hombre con
quien soñaba casarse, conocía su secreto social. La sal quemaba en las viejas heridas.
—Muchísimas gracias, Pat —siseó en voz baja.
Pero Pat no la estaba escuchando. En el público se hizo el silencio. El telón empezaba a
levantarse.
Tony Valentino miró al otro lado del cuarto, hacia el escritorio que ocupaba la mujer bañada en
sombras. El pelo, rubio y quebradizo, coronaba facciones pequeñas y afiladas; el vestido de
encaje negro, tan recatado y primoroso, ocultaba a una mujer lasciva. Miró en la penumbra y el
corazón se le detuvo al verla por primera vez. Toda una vida de anhelos no lo había preparado
para aquello. Por una parte estaba la fantasía, el mundo de sus desesperados sueños infantiles,
en los que había construido a la mujer perfecta partiendo de un vacío de datos. Pero allí estaba la
realidad. Allí, en el «decoroso» estudio Victoriano, entre heléchos e impecables carpetas, estaba
la prostituta que era su madre.
— ¿Qué quieres de mí? —inquirió ella, con voz áspera. -No quiero nada.
Era la mentira más grande y grotesca de todos los tiempos. ¿Qué quiere uno de la mujer que le
ha dado el ser? No era algo tan simple como «amor». En el desierto de amor, él había aprendido
a arreglarse sin ese sentimiento. Había modos de sobrevivir a su ausencia. Uno se curtía en el
vinagre del odio y aprendía a desconfiar. Uno conspiraba, trazaba planes y acechaba en lugares
oscuros, entre la gente oscura que eran los parientes y amigos, y la risa era una mueca, y la
felicidad sólo una ilusión. La necesidad de amor era la muerte de la esperanza, pero se podía vivir
en la desesperanza, que otorgaba un coraje loco, pues ya no se tenía nada que perder, sitio
donde caer.
—¿A qué vienes, pues? ¿Por qué me sigues? ¿Cuándo te enteraste?
Su voz era petulante. No le agradaba ver al hijo que apenas conocía. Quería información que le
fuera útil. Aun ahora sus deseos tenían precedencia sobre los de él, como siempre.
— ¿Por qué nos abandonaste? —replicó él.
Pero no era la pregunta correcta.
—¿Por qué me abandonaste? —agregó.
Ahora sí estaba bien.
Esperaba la respuesta como si esperara el beso del hacha, sabiendo que no lo satisfaría. Era
el abandono. Esa era la fuente del dolor. Cuando era tan pequeño, tan indefenso e inocente, en
aquellas primeras horas de vida había sido ya tan indigno de amor que quien lo diera a luz había
estado a punto de matar para huir de él. Aquella mujer había disparado contra su padre, que
trataba de impedirle la partida. Se había arriesgado a asesinar para escapar de él. ¿Qué marca
llevaba? ¿Qué temible aura señalaba su indignidad? Por el amor de Dios, ¿por qué era tan
imposible amarlo? Tony sintió que una lágrima le crecía en el ojo, sintió que el corazón le
palpitaba en el pecho, pues conocía ese tormento. Era el suyo propio, desde siempre. Su padre lo
había abandonado, muchos años antes. Aun ahora le costaba creer que no fuera por culpa suya.
Debía de haber en él alguna deficiencia que había alejado a su padre, condenando a su
bienamada madre a una vida de pobreza y soledad, a luchar contra todo para criarlo en plena
carretera.
La lágrima brotó y corrió por la mejilla, mientras él extraía la emoción de su reserva de dolor.
Pero al mismo tiempo apretó los puños contra el costado, pues ahora tenía lugar para otro
sentimiento. Tenía lugar para el enfado. Cualquiera que fuese la causa por la que se iban, los
desertores eran traidores. Como tales, eran enemigos que odiar y castigar. Cal y Tony habían

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aprendido a sobrevivir en el mundo cruel, pero sus corazones baldados pedían venganza a gritos
mientras otros ansiaban felicidad, seguridad y el amor de la familia. Cal necesitaba a su madre
como idea, pero ya comenzaba a odiarla como realidad. Tony quería a su padre, pero una parte
de él soñaba con el parricidio.
—Te abandoné porque me estorbabas para conseguir lo que yo deseaba.
Ella levantó la barbilla y sonrió al decirlo, mostrando los afilados incisivos de comadreja, con los
ojos centelleando bajo la escasa luz.
— Yo era un bebé, madre. Apenas un bebé.
El reproche pesaba en sus palabras; se le partía el corazón al pensar en el indefenso que
había sido, en la debilidad que perduraba muy sepultada bajo la pátina de dureza. Pero aun
mientras lo decía comprendió que no la alcanzaba. Aquella mujer tenía vacío el espacio del
corazón. Era psicológicamente deforme, tan contrahecha como si alguna terrible enfermedad,
algún accidente al nacer, le hubieran torcido los miembros. Aquello tenía nombres. Maldad.
Perversidad. El demonio. Pero las palabras no tenían significado, pues aun así ella continuaba
siendo su madre.
No respondió; en cambio bajó la vista para mirarse el dorso de las manos artríticas, la piel
moteada de manchas marrones, manos envejecidas antes de tiempo, manos, que según su
padre, en otros tiempos habían sido hermosas.
—¿Para esto nos abandonaste? ¿Estás contenta?
Cal indicó con un ademán la falsa elegancia del burdel, la repugnante vulgaridad de aquella
casa de tolerancia que su madre había preferido antes que a él. Estaba dándole la oportunidad de
disculparse. Mucho después de desaparecido el amor, después de pasar tantos años en el potro
de los tormentos emotivos, quería que ella admitiera formalmente haber causado un grave daño.
Pero ella no sabía pedir perdón; el dolor que conocía no comprendía a las sombras insustanciales
que eran los otros. Sólo tenía que ver con ella, con la decadencia que era el legado de su vida
condenada.
Se inclinó hacia adelante, apoyando las manos en el cuero verde de su escritorio. Asomó la
cara de entre las sombras hacia la mente de su hijo.
— Estoy contenta, sí. Soy rica, soy libre y hago lo que quiero.Estoy libre de crios mocosos que
sólo saben pedir, y libre de tu padre santurrón y de su egoísta bondad. Estoy libre de todas las
artimañas e hipocresías de la mugre que gobierna este mundo. Aquí se los ve, ¿sabes? Veo
fotografías de la basura que nos gobierna, retorciéndose bajo los látigos, ansiando dolor y humi-
llación a manos de mujeres corpulentas y necias que sólo quieren comer chocolate y descansar
los pies. Nos piden el voto, pero quieren que mis chicas les dejen la marca de los tacones en la
entrepierna. ¿Te das cuenta? ¿Tienes idea de cómo es el mundo ahí afuera? Sí, te dejé por esto,
porque esto es mío. En el infierno de las familias, las mujeres son una posesión. Son esclavas de
los bebés que gestan y de los padres que los engendran. Heces. ¡Víctimas! ¡Servidoras! ¿Me
entiendes? ¿Me entiendes?
Ahora gritaba. Cal retrocedió, como indicaba el libreto, pero entonces Tony experimentó una
profunda sensación. Las palabras de la mujer lo conmovían. Las había leído cien veces, pero sin
estar emocionalmente preparado para oírlas como ahora lo estaba. El intelecto veía a una pobre
mujer, psicológicamente dañada. Pero su corazón veía a la madre cuya sangre era su sangre. Y
en sus palabras había un mensaje que él comprendía. Ella hablaba de libertad. No se refería a la
libertad de votar, a la libertad ante la ley ni a la de expresarse libremente. Hablaba de la auténtica
libertad. Su madre hablaba de la libertad con respecto a la conciencia, a las responsabilidades, a
los remordimientos. Había querido verse libre de bebés y de la pobreza, no preocuparse por lo
que otros pensaran, poder crear su propio mundo, personal e idiosincrático en la tierra de los
supuestamente libres, donde en realidad la meta universal era el conformismo. De pronto ya no
era mala. Había una extraña lógica en su conducta que sólo un ácrata como Tony podría
comprender, sólo un extraño como Cal sabía apreciar. Cien años separaban a los dos hombres, y
eran la diferencia entre caminar hacia la mujer que acababa de hablar y alejarse de ella. Las
indicaciones del libreto exigían lo último. Pero Tony Valentino quería, con todas sus fuerzas,
tomarla en sus brazos.
Cruzó el escenario. Asomó la sorpresa a los ojos de la actriz, convertida en el padre que él
nunca había tenido.
Pat Parker experimentó una vaga sensación de que sus emociones eran las de todo el público.
Era como si en el silencio la emoción se hubiera tornado universal. Ella sabía lo que deseaba. Con

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todo su corazón, anhelaba la reunión de madre e hijo. Pero al mismo tiempo el escenario estaba
electrizado por una impresión de terrible incertidumbre. La inmediatez era total. No cabía predecir
lo que ocurriría, pues los personajes estaban tan vivos como la vida misma, y en el mundo real no
había libretos. Eso era lo último en el arte de la interpretación. Tony se los había llevado en la
palma de la mano, para hacerles recorrer el valle de su dolor emocional. El público, en su mayor
parte, ya no recordaba que estaba en el teatro.
Pat estaba excitada. Ahora que veía actuar a Tony muchas cosas adquirían sentido. Se podía
apreciar de dónde surgía su encanto: de una ultramundana capacidad de comunicar el arte
dramático. Sumida en la experiencia teatral, apenas podía ver en Tony al muchacho que una vez
había sido «suyo». Se había convertido en propiedad pública, como el océano, la playa y el cielo
abierto. Más tarde, cuando la emoción cediera, habría tiempo para recordar la propiedad y
lamentar su pérdida. En ese preciso momento sólo era posible admirarlo.
Emma Guinness estaba fuera de sí por la ira. Se movía en el asiento, maldiciendo lo que
ocurría a su alrededor. En la Juilliard el muchacho había actuado bien. Aquí era brillante. Aquella
noche, emocionada por su actuación, había soñado con su cuerpo. Ahora era intocable. Estaba a
punto de ser ungido con el éxito que lo pondría para siempre fuera de su alcance; la venganza
que tanto deseaba estaba perdiéndose en la difusa distancia. Junto a ella estaba Pat Parker, la
muchacha con quien él había hecho el amor. Aunque esa relación hubiera terminado, Pat había
probado la carne que Emma deseaba. De algún modo, eso la convertía en una rival, en una rival
vencedora. Y no se trataba sólo de Tony. Latham había preferido sentarse junto a Pat. No
apartaba los ojos de la bella fotógrafa, festejaba sus chistes y estaba pendiente de sus palabras.
Sin embargo, Latham era el objetivo de Emma y Pat lo sabía. Aunque no alentara al
multimillonario, tampoco lo reprimía. Aquella pequeña perversidad de repetir la crítica que Emma
había hecho de la obra era ejemplo de la corriente que fluía bajo la superficie. Pat Parker tendría
que irse con cuidado. Estaba avanzando hacia la lista de enemigos de la Guinness. Y los que
llegaban allí acababan por lamentarlo.

Cinco asientos más allá, en la primera fila, Melissa Wayne estaba extasiada. No había olvidado al
mohíno don nadie que, allá en el barco, frente a Catalina, había tenido la fortuna y el buen criterio
de salvarle la vida a Dick Latham. Entre ellos había cierto magnetismo, aunque él perteneciera a
la fotógrafa, demasiado hermosa, por cierto. Al llegar la invitación a presenciar Al este del Edén
adjunta a otra para la fiesta en el Canal Bar, donde se celebraría el lanzamiento de New Celebritj,
ella había aceptado inmediatamente. En algún momento debía conceder a Emma Guinness una
entrevista a fondo para la revista programada, que ya era un éxito. Entre eso y el hecho de que
Dick Latham estuviera planeando, al parecer, una nueva serie de películas para Cosmos, la
velada resultaba interesante para su carrera. Ver otra vez a Tony Valentino iba a ser la fresa del
postre, pero ya no. Se había convertido en el acontecimiento principal. No podía dejar de mirarlo.
Cualquiera podía reconocer el vigor de su actuación, pero ella, como profesional, sabía
exactamente lo difícil que resultaba. No parecía estar actuando ni por un minuto. Se había
convertido en Cal, hasta el punto de que bien se podía atribuir todo a la buena fortuna del mucha-
cho, que había encontrado en su papel un espejo de su propia personalidad. Sin embargo,
Melissa era lo suficientemente sofisticada como para intuir que no era así. La calidad de Tony
consistía en lograr que así pareciera. Había una nueva dimensión en aquel muchacho, cuyos
principales atributos parecían ser, hasta entonces, su cuerpo y la confianza en sí mismo, insolente
hasta lo conmovedor. Por eso Melissa Wayne se humedeció los labios en la oscuridad y apretó las
piernas, aguardando todas las cosas buenas que sin duda le ocurrirían esa noche, que prometía
ser memorable.
Directamente detrás de Dick Latham, los ojos de Allison Vanderbilt centelleaban entre la niebla
de las lágrimas. Se alegró de que Jamie Leavenworth, su acompañante de esa noche, no hubiera
regresado del bar. Se alegraba porque eso le permitía estar sola con el hombre a quien amaba. A
su alrededor, el público pensaba que tenía en alquiler a Tony Valentino, pues éste parecía mostrar
a la gente sus sentimientos más privados. Pero Allison Vanderbilt sabía que era una mentira: tal
vez la más bella y brillante demostración de confianza jamás ofrecida. Sólo ella en la multitud lo
conocía. Ella había reptado dentro de aquella alma herida, recorriendo maravillada sus lugares
secretos. Oh, Pat Parker se había acostado con él, sí, pero sólo para utilizarlo en bien de su
propia carrera. El amor de Allison era puro. Ella no necesitaba nada de Tony. Los sueños de él
eran los suyos. Por él estaba dispuesta a morir, a hacer cualquier cosa, y la colmaba la

104
magnificencia de su obsesión sin egoísmos. El no la amaba, pero eso carecía de importancia.
Sólo algo la tenía: Tony y lo que él deseara. Dos días antes, caminando por Central Park, él le
había cogido la mano, revelando en le gesto que era su amiga más querida, para contarle la sucia
traición de Pat Parker y lo mucho que lo alteraba esa deslealtad. Dolía oírlo hablar de la mujer que
había amado, pero era maravilloso volver a estar tan cerca de él. Más tarde, durante la cena,
compartirían una misma mesa; Allison pidió al Señor que no le permitiera llorar como en esos
momentos. ¡Demonios, cómo dolía amar tanto...!
Dick Latham se preguntaba si alguna vez en su vida se había sentido tan bien. En su corazón,
la humanidad apretada a su alrededor le inspiraba un extraño afecto. Amaba a todos porque
estaban reaccionando como correspondía. Los amaba porque estaban obviamente de acuerdo
con él. Eran sabios y maravillosos, porque amaban la obra que él había financiado y al muchacho
que le había salvado la vida. Las entradas para ver Al este del Edén se agotarían por meses
enteros. En su primera incursión en Broadway había dado con una veta de oro. Una vez más, el
toque de Latham era el de Midas. Más tarde celebrarían el éxito del primer número de New
Celebrity agotado. Entre los publicistas ya había frenesí; los principales productos hacían cola
para publicar anuncios en las futuras ediciones de la revista. Las suscripciones llegaban al techo.
Dios estaba en el cielo y su odiado padre giraba como un trompo en su tumba. Se sentía
invencible. Era el hombre a quien nada le salía mal. Ni siquiera sería un problema repetir aquel
éxito. Acababa de financiar una obra triunfal y de lanzar una revista de gran éxito. Hacer una
película taquillera sería coser y cantar. Tony Valentino sería la estrella. Estaba hecho para el
celuloide y no sería difícil retirarlo de la obra. No importaba que fuera un desconocido. Su talento
trascendía tan pequeñas consideraciones. Melissa Wayne pondría esa parte de la operación. Sólo
hacía falta que el hombre del momento ideara el conjunto; las luces que centelleaban en el
firmamento de Hollywood serían absolutamente verdes.
Giró hacia Pat. Estaba en el borde de la butaca, inclinada hacia el escenario. El estaba a punto
de decir algo, pero no quiso interrumpir su intensa concentración. Se quedó observándola, bajo el
resplandor del escenario, tal como ella observaba al muchacho que amaba, y por Dick Latham
pasó un sentimiento aún mejor. Lo peor de la felicidad era preguntarse cómo mejorarla. De pronto
lo sabía.
Tony Valentino había llegado ante su madre. Se arrodilló. Las lágrimas le corrían por las
mejillas. La tomó entre sus brazos, sin que ella tratara de rechazarlo. En cambio, la mujer se
meció de lado a lado en el extraño abrazo de la ternura. Se había pasado la vida sin saber que
necesitaba consuelo. Él lo había anhelado día a día. Levantó la vista hacia ella, con la cara
disuelta en esperanza y deseo de un futuro mejor.
-Te perdono, madre -susurró-. Lo entiendo. Lo entiendo.

CAPÍTULO X
Tony Valentino, repantigado en la limusina, se sirvió una buena copa. Intelectualmente sabía
que acababa de ofrecer la actuación de su vida. Lo había visto en los ojos del público, que había
aplaudido hasta entumecerse las manos. Las llamadas a escena no acababan nunca. Después,
en el camerino las felicitaciones parecían de una sinceridad patente. Sin embargo no podía
liberarse de esa sensación extraña que no tenía sentido. Tony Valentino no podía escapar a la
extraña sensación de que había fallado. No era la primera vez que le ocurría; hasta lo había
discutido con sus profesores en la Juilliard. Éstos no le habían servido de mucho, porque no
estaban acostumbrados a tratar con talentos como el suyo. Tratando de analizarlo por su cuenta,
sin dejarse estorbar por el falso orgullo, él había llegado a la conclusión de que quizá estuviera
relacionado con el genio. Para casi todo el mundo, hacer bien las cosas era una recompensa en
sí. Para el genio torturado todo era un peldaño sin interés en la escalera que conduce a la
perfección inalcanzable. Horowitz había soportado colapsos nerviosos y la adicción a los tranquili-
zantes, en el intento de escapar al dolor de la creación. Goya y Van Gogh cayeron en la locura. La
mayoría de los norteamericanos laureados con el Nobel eran alcohólicos. El hecho de que él se
hubiera desenvuelto bien quedaba relegado al fondo de la mente por la torturante idea de que
habría podido hacerlo mejor; los momentos en que había fallado le colmaban el cerebro, a
expensas de aquellos en que había triunfado. El aplauso de la multitud y la hipérbole de los
críticos no significaban nada. Su jurado interior estaba reunido en silencio. Cuando presentó el
veredicto, el veredicto fue «culpable». Sólo podía pensar en las escasas ocasiones en que sus
gestos no habían coincidido con sus palabras, en los raros casos en que se había producido un

105
desajuste cronológico entre cuerpo y lengua; peor aún, entre corazón y mente. Para sus
astronómicas exigencias su actuación había sido un fracaso, mientras que para las racionales
constituía un éxito estupendo. El problema consistía en que sólo importaba su opinión. Su arte
nunca había sabido instilar confianza en los demás. Por eso echó un buen trago de Glenfidich
puro, dejando que el alcohol le quemara el recubrimiento del estómago vacío. Aspiró hondo,
contemplando lúgubremente por la ventanilla las calles brumosas de la ciudad a oscuras. Lo
colmaba la penumbra. Aquélla sería una mala noche. Se sentía perverso. Los elegantes del Canal
Bar harían bien en tener cuidado. Y también Melissa Wayne, que estaba sentada junto a él,
delgada y encantadora, con Dick al otro lado. Y la tetuda de Emma Guinness, con su lengua de
papel de lija; y Pat Parker también. Pat, que había hecho el amor con él en la arena sólo para
vender su confianza por avanzar en su carrera. Cuando él la creía especial, ella había demostrado
ser como todas las ratas de aquella ciudad maloliente, que se vendían y se compraban entre sí,
buscando ventajas en las cloacas y las alcantarillas, volviendo la espalda a las estrellas. Cada uno
a su modo, todos habían hecho sus movimientos con Tony Valentino. Pues bien, esta noche él
tenía el diablo en el cuerpo. Mejor que los próximos movimientos no fueran falsos.
Melissa Wayne guardaba silencio, rodeada por el aura de su espectacular hermosura. Lucía
una chaqueta de terciopelo negro, ricamente bordada, sobre el torso cubierto sólo con un sostén
de moaré púrpura del que pendían cadenas de monedas africanas. Un collar de esmeraldas de
bisutería separaba el torso expuesto de la exquisita palidez de su cara. Se había recogido el pelo
rubio sobre la coronilla, en un juvenil corte a lo Barbara Hutton, y ocultaba los ojos tras gafas
oscuras sobre los picaros labios de color escarlata. Una falda de crepé negro, estrecha como un
lápiz, ocultaba el resto de su figura, por encima de los zapatos de Manolo Blahnik, de grogén
dorado. Estiró la mano y enganchó el muslo de Tony, en un gesto que era a un tiempo una
amenaza y una promesa. «Esto me pertenece», decía.
Tony no prestó atención a la mano de la Wayne. No eran muchos los hombres que habrían
podido hacerlo. Los dedos de Melissa, apoyados en la cara interior de un muslo, no solían ser un
fenómeno desestimable. Ponían en movimiento las ruedecillias, hacían burbujear las hormonas y
la sangre se lanzaba de cabeza a sitios de los que no podían escapar. Pero a él, francamente, no
le importaba. Así que la zorra lo deseaba. Muy abajo en su lista de prioridades, tal vez él también
la deseara. Si ocurría, bien. Si no, el mundo seguiría girando. Notó que la excitaba con su
indiferencia; pero no era ésa la causa de su actitud, sino su humor. Lo tenía posado sobre el
hombro, negro como la noche de afuera, lleno de truenos, apretado de rayos, denso por la
tormenta de irritación acumulada que debía entrar en erupción antes de que acabara la noche.
-¿Puedo servirte una copa, Melissa? -ofreció Dick Latham, fijando los ojos en aquella mano
errabunda.
La distracción fue un acto reflejo. El hombre que tanto disfrutaba derrotando a las mujeres no
soportaba ver que otro jugara a su propio juego. Para esa noche tenía otros planes y Melissa no
formaba parte de ellos, pero aun así lo irritaba que la mano de aquella mujer estuviera acechando
a otro.
— ¿Hay champaña?
— Suele haber. Veamos.
Dick Latham no movió un músculo. En el aire enrarecido de su plutocracia le bastaba hablar.
La acción era para otros. En el estado de Nueva York ya no se permitía beber alcohol en las
limusinas, pero esa ley se aplicaba sólo a las limusinas de alquiler que usaban los simples
millonarios. Ese extenso Mercedes era una posesión de Latham, como también el bendito Dom de
la nevera. Por eso fue el guardaespaldas, enorme en el diminuto asiento plegadizo, quien alargó
la mano hacia la botella. El ruido del corcho hizo que la mano de Melissa se despegara del muslo
de Tony, como si la miniexplosión se hubiera producido entre sus dedos. Ella aceptó la bebida y
se la llevó provocativamente a los labios, dejando una medialuna escarlata en la copa de
Baccarat.
-¿Tenemos reservado todo el restaurante? -susurró.
—Sí y jo dije a Brian —contestó Latham, exacto en su ataque a la ley del medio excluido— que
dejara entrar a algunos de los clientes habituales, los de mejor aspecto. He descubierto que eso
añade tensión a las fiestas. Y las mejores requieren tensión a elevadas dosis.
—No sé por qué —replicó Melissa Wayne—, pero no creo que esta noche tengamos problemas
por falta de tensión.
Con la habilidad de la actriz realmente buena, insinuaba a un tiempo su percepción de que

106
Tony Valentino era una bomba de relojería y que a ella no le molestaba en absoluto.
— Nuestra pequeña mesa promete ser divertida —alegó La-tham—. Te acuerdas de Pat, ¿no,
Melissa? La fotógrafa que tomó esas fotos estupendas a Tony.
—¿Es lesbiana? —preguntó súbitamente la actriz.
Su emboscada tenía la virtud de la sorpresa total, como debía ser. Dick Latham se ahogó
teatralmente con la copa de Chardonnay. Tony Valentino irguió la espalda unos cinco centímetros.
Hasta el guardaespaldas, que mantenía su actitud de «no oigas lo malo», pareció animarse.
— ¡No! —rió Latham. ¿De dónde sacaste esa idea?
—Oh, no sé. Por sus vibraciones, nada más. Me pareció sexualmente indeterminada. Y en el
barco mostraba ese tipo de hostilidad común en las personas que sufren una gran confusión
sexual.
— Pat no se mostraba hostil. Tú sí —apuntó Tony Valentino. Melissa sonrió. Era exactamente
lo que ella buscaba: una reacción de su objetivo. Él le apuntó con ojos acusadores. La muchacha
le respondió con una sonrisa radiante.
— Oh, cuánto lo siento, caballero ¿Con que estuve hostil? Qué raro en mí. Y qué galante ha
sido usted al defender a la dama en desgracia. Todo un caballero de reluciente armadura.
Rió al burlarse de él, lejos de temer su cáustico carácter. Daba a entender, sin esfuerzo, que si
defendía a Pat Parker no era para aclarar las cosas, sino por los sentimientos que aquella mujer le
inspiraba.
Tony se movió en el asiento, inquieto. ¡Dios, qué calor despedía esa mujer! Era como estar
sentado junto a un radiador. Hasta se le podía oler el sexo por debajo del perfume Paloma
Picasso. El sostén de Rifat iba perdiendo la batalla por retenerle los pechos. Eran armas
preparadas para la ofensiva. Casi se le podían ver los pezones. A pesar de sí mismo y del
recuerdo de Pat Parker, en él iba creciendo la sensación.
— En realidad — terció Latham —, Tony y Pat no se llevan bien. Parecía muy poco
preocupado por la ruptura.
— Ella faltó a su palabra.
Tony estaba irritado. No le gustaban los comentarios sobre su vida privada.
— Eso es algo que no puedo soportar — comentó Melissa, entusiasta.
Su mano volvió a serpentear. Se humedeció los labios ya húmedos. En el mundo real, faltar a
la palabra dada era el segundo de sus ejercicios favoritos.
— Hemos llegado —anunció Dick Latham.
Habían llegado. Ante el Canal Bar la calle parecía la zona peligrosa de Gotham City: lo precario
sobre lo raído sobre la lobreguez, el camuflaje perfecto para el restaurante más a la moda de
Nueva York. La acera estaba cubierta de papeles, pizza rancia y paparazzi. Estos últimos se
agolparon alrededor de la limusina, adivinando, por el estilo de la carrocería, que allí había mucho
dinero.
Melissa suspiró, se ajustó la ropa interior a través de la falda y esperó a que alguien le abriera
la portezuela. Fingía odiar lo que le encantaba. Su profesión de actriz lo hacía fácil.
Ya en la acera se mantuvo firme, sin hacer ningún esfuerzo por abrirse paso entre la
muchedumbre. Los flashes iluminaron la noche. Un micrófono se acercó a sus labios.
-Para Entertainment Tonigbt -señaló Leeza Gibbons, sin necesidad.
Melissa se volvió rápidamente hacia Dick Latham, que la llevaba del brazo, sonriente. Su
expresión le transmitió un «buen trabajo». El principal programa de la nación no solía esperar
frente a los restaurantes. Era una excelente jugada de relaciones públicas. Buscó a Tony con la
mirada. Quería ponerlo en cámara. Estaría agradecido por esa aparición en todo el país. Pero no
estaba allí. Melissa miró hacia atrás. Tampoco estaba en la limusina. Se había escabullido en
medio de la multitud, en un clásico movimiento de tenaza. Ella se encogió de hombros. Si él lo
prefería así... Se preparó para el comentario, mencionando la película que estaba filmando en
cada una de sus frases para que no pudieran eliminarla. Microsegundos antes de que la cortaran,
sonrió frontalmente como despedida y pasó entre las cámaras hacia el Canal Bar.
Dentro, Dante y su banda ya estaban en llamas. El salón se hallaba atestado, los decibelios
atacaban con fuerza y la música de rap se vertía sobre la muchedumbre, uniformada en negro,
como fuego de ametralladoras.
Un dios griego moraba en el estrado del jefe de camareros. Al divisar a Dick Latham con
Melissa Wayne se transformó en sirviente.
—Señor, señorita Wayne, bienvenidos al Canal Bar. Los acompañaré hasta su mesa.

107
Tal como debía ocurrir, el ruido se esfumó al entrar ellos. Pero Nueva York no se dejaba
impresionar tanto como Los Ángeles. Esa ciudad vasta y sucia era una gran niveladora. La
condición de estrella no protegía mucho de las miradas acusadoras de mendigos y gente sin
techo, la estática y la neurosis, el ojo público de un especial de sábado por la noche.
Había tres lugares vacíos alrededor de la mesa.
— Hola —croó Emma Guinness, desde las honduras de una camiseta plateada de Isaac
Mizrahi que alteraba los nervios.
— ¡Por fin llegáis! —saludó Tommy Havers, sonriendo desde un traje de Cerruti demasiado
bien cortado.
— Hola. — Allison Vanderbilt agitó una mano. Estaba muy elegante, con un vestido recto azul
marino, sin marcas de diseño-. Permitidme que os presente a Lord Leavenworth.
Jamie Leavenworth trató de levantarse, pero le resultaba difícil. Estaba ebrio. Eructó, se echó a
reír, volvió a eructar y se sentó. Parecía un querubín sin mentón, perdido sin remedio en la
autoadmiración. Echó mano de su gin-tónic. Melissa Wayne no le prestó atención. Dick Latham lo
saludó con la cabeza. El padre de Jamnie, el conde de Swinley, también era miembro del club
White.
— Hola, Dick —saludó Pat Parker.
Los ojos del multimillonario se centraron en ella. El resto de los comensales retrocedió. Dick
Latham aspiró hondo. Aquella mujer parecía haber inventado el magnetismo animal. Su pelo tenía
el salvajismo de una melena de león, peinado hacia atrás en una bronceada masa selvática. Lucía
una chaqueta de cuero de Katharine Hamnett, con una ecológica inscripción, LIMPIAD O MORID,
sobre un modelo de terciopelo negro que se adhería a su piel como si-quisiera remplazaría. Se
levantó, como un rascacielos que hubiera crecido en una secuencia a cámara lenta; su llamativa
estatura se acentuaba por los tacones cubanos de sus botitas cortas de charol negro. Dick
Latham se estiró para besarla con la reverencia de quien comulga.
— ¿Dónde está Tony? —siseó Melissa Wayne.
—¿Va a sentarse con nosotros? -gimió Emma Guinness.
Los ojos leoninos de Pat Parker recorrieron el salón por encima del hombro de Latham,
cautelosos, como los del animal al que se parecía.
— Creo que por ahí asoma —señaló Havers.
— ¿Tony quién? —murmuró dificultosamente el aristócrata incapacitado.
-Ah, Tony, por fin llegas. Te escapaste de los fotógrafos. Pensar que mi gente de publicidad
vendió hasta su abuela para que se presentaran los mejores. ¿Qué haremos con este muchacho?
Propinó un puñetazo afectuoso al hombro que había aparecido junto al suyo.
— Hola, Tony —saludó Pat.
— Hola.
La voz del muchacho sonó seca, opaca, desprovista de emociones. Era un dúo. El salón ya no
servía de escenario. Se había convertido en un lejano telón de fondo.
— Estuviste estupendo en la obra —opinó Pat, simplemente. Y sonrió para abrirle una puerta,
para abrirle el resto de su vida. Bum, bum, hacía su corazón contra las costillas.
Él descartó el cumplido con un gesto. Sus ojos la rechazaron.
-Hola.
Eso era todo lo que conseguiría de él. En su recuerdo, Pat sentía su vientre contra el de ella,
sentía el dolor de su sudor. Lo oía gemir en el orgasmo.
— Hola, Allison —saludó él, acercándose para darle un beso.
— Cuidado —gruñó Leavenworth, cubriendo su copa con la mano, como si Tony pusiera en
peligro la más valiosa de sus posesiones.
Los ojos del actor despidieron llamas contra él.
— ¿Cómo estás? —preguntó a Allison.
— Oh, muy bien —repuso, sonriendo con valor para demostrar que se las arreglaba-. Me
encantó la obra. Estuviste magnífico, sobre todo en el segundo acto. Era una parte muy difícil. La
hiciste muy bien.
—Yo no estoy satisfecho de mi interpretación —replicó él.
Eso los unía con más potencia que el «amor» que hubieran compartido. Allison era el objeto de
sus sentimientos verdaderos, porque lo merecía y porque sabía escuchar.
— A mí me pareció aún mejor que tu Stanley Kowalski —comentó Emma Guinness.

108
Tony la miró por segunda vez en su vida. Ella le sostuvo la mirada, expresando una
extraordinaria mezcla de emociones. Se mostraba desafiante, decidida a afrontar con valor
aquella reunión tan poco prometedora. Trataba de ser simpática, como si dijera: «Podemos dejar
esto atrás». Le ofrecía una zanahoria: «Trátame con cariño y te perdonaré». Le mostraba un palo:
«Sigue con la pelea y te sepultaré en palabras delante de todos los que te inventaron».
— Me gusta más esa tienda plateada que el disfraz de bailarina — comentó Tony, con la voz
densa de sarcasmo.
— Creo que deberíamos tomar un poco de vino — sugirió Dick Latham, animoso.
— ¡Estupendo! —gorgoteó Lord Leavenworth.
— ¿No crees que ya has tomado mucho, Jamie? —susurró Allison a su acompañante.
— ¿Qué? —inquirió Leavenworth, en voz alta, girando hacia ella—. ¡No te atrevas... jamás... a
decirme cuándo puedo beber! ¿Me oyes? Métete en tus asuntos, qué demonios...
-¿Qué has dicho? -preguntó Tony, en el opresivo silencio.
— No tiene importancia. Tony, por favor —rogó Allison, para evitar el desastre.
—Tony —agregó Pat.
— ¡Muchachos, muchachos! —amonestó Dick Latham, lejos de perturbarse ante los
acontecimientos.
— Le ha dicho que se metiera en sus asuntos, qué demonios —especificó Emma Guinness,
añadiendo aceite a la sartén.
— Sí, eso he dicho —confirmó Leavenworth, con una sonrisa fatua.
Y se respaldó en la silla, arrogante.
Tony se irguió ante él. Bajó la cabeza hasta ponerla a pocos centímetros de la del inglés.
-Pídele disculpas -amenazó. —
Tony, está borracho —protestó Pat. –
¿Y qué? -dijo Melissa Wayne.
— ¡Lárgate, morenito! —instó el decimoquinto vizconde de Leavenworth.
Tony lo golpeó. Fue un puñetazo cruel que partió desde el hombro hacia abajo, en ángulo
oblicuo. Su puño tropezó con el hueso del pómulo, pero no se detuvo allí. Continuó el viaje. La
nariz era decididamente un obstáculo, pero no insuperable. Desapareció. Al labio inferior no le fue
mucho mejor. Cayó como un mango maduro del árbol, y las semillas esparcidas fueron un par de
dientes de la ya escasa mandíbula inferior. Una buena llovizna de sangre manchó la inmaculada
mesa. Un borbotón especialmente grande se fijó a una de las discretas margaritas blancas que
constituían el arreglo floral.
-¡Oh, cielos! -exclamó Dick Latham.
Gracias a Dios, las clases altas de Inglaterra detestaban a sus hijos. De lo contrario, Swinley
habría podido causarle muchas dificultades en el bar de White.
-¡Golpe directo! -graznó Melissa Wayne, muy impresionada.
Desde la última pelea decente, la de Richard Zanuck en Morton's, había pasado un siglo. En
Los Angeles estaban mal vistas.
—¿Tropezones? ¿Antes de la sopa? —se extrañó la alegre voz de Brian McNally, que había
aparecido junto a la mesa con el sexto sentido de un estupendo dueño de restaurante.
Lord Leawenworth no había terminado de sangrar. Se deslizó suavemente de la silla y continuó
haciéndolo en el suelo.
— Dime, Brian —pidió Dick Latham, asiendo por el brazo al propietario—: ¿no podríamos
buscar a alguien para que lo recoja y lo lleve a un hospital?
— Iré yo —se ofreció Allison—. Somos primos segundos —agregó, a manera de explicación,
mientras aplicaba una servilleta al sitio que antes ocupara la nariz de su pariente.
-Disculpa, Allison -murmuró Tony, frotándose los nudillos despellejados.
— No importa —aseguró ella, al tiempo que aparecían dos hombres corpulentos, salidos de la
nada, para recoger al comatoso aristócrata.
Por su tono de voz, tampoco le habría importado que él confesara ser el Sátiro de la Noche.
-Le convendría recurrir a Hoefflin -aconsejó Melissa Wayne, enigmática.
Hasta el más impenetrable de sus comentarios tenía peso. Todos la miraron.
-Para la cirugía plástica -amplificó-. Es el mejor. Mejor que el mismo Michael Hogan.
-¿Iniciará un pleito? ¿Por agresión, tal vez? -preguntó Emma, esperanzada.

Para ella, un vizconde sangrando en el suelo era un don del cielo. La posibilidad de que a Tony

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Valentino le ocurriera algo desagradable, algo mejor aún.
— Los ingleses no son aficionados a esas cosas —respondió Latham—. Pero es posible que
Tony deba darse de baja en algunos de sus clubes.
Se echó a reír ante lo ridículo de la idea, mientras una divina camarera, de un país equivalente
a Etiopía, retiraba las flores ensangrentadas.
Paseó una sonrisa alrededor de la despoblada mesa. La sensación surrealista era tangible. El
herededo del conde desaparecía por entre los indiferentes parroquianos del elegante lugar, dejan-
do en el suelo de linóleo un rastro de sangre azul. La mínima decoración, característica de
McNally, dabas sus frutos otra vez. Tommy Havers escoltaba a Allison y al cuerpo inconsciente.
El empresario gastronómico aún rondaba la mesa, completamente a gusto en la atmósfera de
trascendente sangre fría. No lo alteraba el hecho de que su compatriota hubiera recibido una
paliza. A los hombres del East End nada les gustaba tanto como romper la nariz al hijo de un
conde, sobre todo porque a las mujeres de East End les gustaba acostarse con ellos. En Bethnal
Green eso era espectáculo permanente. De cualquier modo, en todo buen restaurante hacía falta
un poco de dramatismo; hasta el momento, esa noche era luces, cámara, acción desde un
principio.
Por fin Tony se sentó. La cena se iniciaba oficialmente.
—No tenías por qué hacer eso, Tony— dijo Pat, atreviéndose a acusarlo por encima de la
mesa.
— ¿Por qué? ¿Porque con esto no gano dinero? —contraatacó él, con una sonrisa insolente.
Las mejillas enrojecidas de la fotógrafa señalaron que había dado en el blanco.
— Estaba ebrio — replicó —. No sabía lo que decía. No podía defenderse.
Pat trataba de mantener la calma, pero en su interior crecía el enfado. Ese comentario sobre el
dinero era muy injusto. ¿O quizá no? En realidad, Tony estaba diciendo que él era espontáneo,
directo y honesto, mientras que ella era taimada, calculadora y astuta.
— ¿Qué importa que estuviera borracho? ¿Qué importa que no pudiera defenderse? Estaba
insultando. Me gustan los hombres que no toleran esas cosas. — Melissa Wayne sacó la lengua
para acentuar la última frase. Sus ojos se clavaron en los de Pat como dagas.
—Ya sabemos que te gustan los hombres —contraatacó Pat.
—Y a ti no. —Melissa dedicó una sonrisa triunfal a los comensales—. Ahí está. Yo tenía razón.
-¡Yo me encargo de esto! -bramó Tony, que no necesitaba defensores.
Pat sintió que la bilis le estallaba en el fondo de la garganta. No sabía por qué demonios
aquella buscona decía que a ella no le gustaban los hombres, pero el comentario insinuaba que
se había hablado de Pat a sus espaldas y de un modo no muy halagador.
— Desafortunadamente —repuso con cierta lentitud— no eres muy civilzado, ¿verdad, Tony?
—Y me lo dice alguien que parece un animal salvaje.
— Por lo menos yo no me comporto como un animal salvaje.
—No, te comportas como una cucaracha. Subrepticia, arrastrándose, siempre metiéndose en
lugares donde nadie la quiere.
— ¿En tus pantalones, por ejemplo? —sugirió Pat.
— Dios mío —comentó Emma—, es la primera vez que me invitan a una cena pornográfica.
— ¡Cállate, mierda! —ordenó Tony.
— ¡Lo dicho! —aseveró Emma, fingiendo pudor.
-En mi vida, por ejemplo -corrigió él, girando hacia Pat para escupirle las palabras por encima
de la mesa.
—Bueno, bueno —intervino Latham—. Tony, Pat. Vamos a calmarnos. Todos estamos
alterados. Reconozco que yo lo estoy. Pero recordemos que hemos venido a celebrar el éxito de
New Celebrity, el de Tony y el de las fotos de Pat. Vamos a comer algo y aprendamos a querernos
otra vez. ¿De acuerdo? ¿De acuerdo?
Había acero en la última frase. A Latham le gustaba el riesgo, pero todo tenía un límite y todos
debían saber que habían llegado a él. La pelea los beneficiaba en un aspecto: había ahuyentado
a los grupos que estaban reuniéndose en todas partes para visitar la mesa.
Havers volvió a su asiento.
—Todo está bajo control —alegó—. Envié al inglés en la limusina al hospital, con Allison y
uno de los guardaespaldas, y avisé a los médicos de la empresa para que preparen el terreno.
También a los abogados. Hay otra limusina en camino, por si ocurre algo con el Mercedes. Por la
mañana haré que alguien converse con el inglés, cuando esté sobrio, para que no se produzcan

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complicaciones.
Y se sentó, con una sonrisa fija en la cara, dispuesto a actuar como si nada hubiera ocurrido.
— No quiero que nadie me proteja...
—Tranquilo, Tony. —La mano de Latham se posó, firme y decidida, en el brazo del hombre que
le había salvado la vida—. Esto no tiene importancia. Olvídalo. A cualquiera le ocurren estas
cosas.
Descartó la nariz de Leanverworth como si no existiera. En realidad, ya no existía.
-Y ahora -continuó— hagamos retirar esas sillas. Tú acércate más a mí, Pat. Tony, córrete un
poco para que Melissa no quede tan aislada. Eso, así está mejor. Y tú, Tommy, cuéntale a Emma
todos los secretos de la empresa, ¿quieres? Todos los que me ocultas a mí. Como ella es tan
chismosa, ya me enteraré más tarde.
Rió entre dientes para disimular lo que había hecho, pero todos los comensales lo sabían. Los
acercamientos sugeridos por él se deslizaban sobre un manto de inevitabilidad, en tanto bajo la
superficie hervían los episodios secundarios.
Emma Guinness bebió largamente del amargo cáliz. Le tocaba Havers, tan interesante y
apetitoso como una col vieja. Aquel tipo no era un hombre, sino una cosa. Era el motor que hacía
funcionar las empresas de Latham y, como tal, algo bien aceitado, potente y en perfecto estado de
funcionamiento. Pero no podía compararse con el capitán de la nave. El hombre que ella quería
estaba al otro lado de la mesa. Era mucho pretender, por supuesto, pero ella siempre apuntaba
muy alto. Y tenía lo que hacía falta para conseguirlo: cerebro, nervios de acero y la capacidad de
rebotar como una pelota de goma. Entre las mujeres que aspiraban a conseguir a Latham no
había muchas con sus atributos. Tal vez fueran más hermosas, más encantadoras, más
sensuales, pero no sabían dirigir una revista. Al terminar la jornada, cuando Latham se metía
entre las sábanas, no pensaba en romances, sino en sus negocios. Quien le proporcionara éxito
sería su íntimo amigo.
Lo difícil sería convertir el simple sexo en otra cosa. Aquel apareamiento a mil quinientos
metros de altitud no se había repetido, pero ella contaba con lo recaudado por publicidad y las
suscripciones a New Celebrity para reavivar su interés. Para después, para cuando el puente
sexual hubiera sido realmente cruzado, ya tenía los planes hechos: la relación amorosa; una
etapa de convivencia como amantes; luego, campanas de boda y niños de estirpe para ganar
influencia antes del gran acuerdo de separación. Sí, eso era. El matrimonio no era el objetivo final
de sus planes con respecto a Dick Latham. Era el divorcio. Lo cortaría por la mitad y se convertiría
en la mujer más rica del mundo; podría desplazar a la mismísima reina de Inglaterra a un segundo
plano. Después, buen Dios, las calles de Belgravia y las colinas de Cotswolds enrojecerían con la
sangre de quienes la habían humillado. Y, por encima de todo, hallaría un destino terrible para el
actorzuelo arribista que tenía ante sí.
Pero cuando la maravillosa ensoñación llegó a su cima empezó a esfumarse lentamente. Al
otro lado de la mesa estaba el motivo. Dick Latham mantenía la cabeza inclinada hacia la de Pat y
le hablaba intensamente. Ella asentía en silencio, fascinada por su conversación. El movía las
manos ante sus ojos, en una miríada de gestos astutos. Sonreía. Fruncía el ceño. Utilizaba todo
su repertorio de expresiones. Lo que estaba haciendo era evidente: trataba de conquistarla.
Emma Guinness, futura esposa y madre de sus hijos, futura dueña del cincuenta por ciento de su
fortuna, simplemente no existía en su mundo. Tragó saliva con dificultad y la maldad brotó de ella
contra Pat Parker. La muchacha estaba tomándose libertades con su hombre. Aquella fotógrafa
ya se había alzado con el actor que Emma deseaba, para proceder luego a convertirlo en astro y
en protegido de Latham de modo que la venganza de la Guinness no pudiera alcanzarlo. Pat
estaba jugando a algo peligroso. Emma había eliminado a otros por muchos menos.
—¿Qué piensas de los planes que tenemos para Cosmos? — inquirió Havers, interrumpiendo
sus pensamientos.
Era el único comentario del mundo que podía distraer la atención de Emma. Giró hacia su
compañero, con la cara iluminada.
— Me gustaría saber más sobre ellos.
-¿Sobre algo en concreto?
— Sobre algo en concreto: el personal. ¿Quién va a dirigirlo? -Todavía no está decidido.
¿Alguna sugerencia?
Ella fingió pensar. No era difícil. Lo dirigiría ella. Aunque no llevaba mucho tiempo en
Norteamérica, ya había captado sus tendencias. Estados Unidos se basaba en las películas.

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Desde siempre. Para siempre. Las películas eran lo que interesaban a todo el país: las películas y
su aguado sustituto, la televisión. Norteamérica se mantenía unida por músculos de celuloide. Su
esqueleto se hacía en Hollywood. Su combustible era la potencia de los sueños. Las películas
hacían que Montana fuera como Manhattan; permitían que los norteamericanos se conocieran y
comprendieran mutuamente, en un país demasiado grande para la intimidad. Si algo tenían los
norteamericanos en común eran las estrellas. Las amaban. Las reverenciaban. Se dejaban
fascinar por ellas. En Hollywood, doscientos participantes dominaban el juego cinematográfico, y
en un aspecto eran la gente más poderosa del país: fabricaban la imagen que la nación tenía de
sí misma. Hacían funcionar la máquina de propaganda. En el mundo libre, ellos controlaban las
mentes como nadie. Dirigir Cosmos sería formar parte integral de tal élite. Comparado con eso, la
dirección de New Celebrity no era nada.
— ¿Por qué no yo? —repuso.
—¿Tú? —El se echó a reír—. Estás bromeando.
-Puede ser. -Emma rió también. Sólo quería sembrar una semilla—. Pero podría
desenvolverme mejor que el habitual equipo de sospechosos: los agentes, los abogados y los
políticos del cine que siempre acaban en esos puestos.
— ¿No andas un poco escasa de experiencia?
—«El nombre que los hombres dan a sus errores», como decía Osear Wilde. Sí, gracias a Dios
así es. Sería mi virtud salvadora. Mira, lo único que importa para dirigir un estudio es elegir
películas que gusten al público. Nadie sabe hacerlo sin riesgo de error, ¿verdad? Pero ¿quiénes
son los expertos en tendencias? ¿Quiénes se ganan la vida anticipándose a lo que el público
desea para dárselo, bien envuelto en papel satinado, chorreando elegancia y sin brusquedades?
— ¿Los directores de revistas de éxito? Ella le dio unas palmaditas en la mano.
—¿Cómo lo has adivinado? En realidad, la idea no es nueva. Disney ha estado husmeando en
las revistas Esquire, Premiere y New York en busca de ejecutivos de escala básica.
— No nos llame usted, la llamaremos nosotros... cuando New Celebrity comience a ganar
premios. — Havers rió sin interés.
-No habrá que esperar mucho -replicó Emma Guinness, mirando mohína al hombre que podía
convertir todos sus sueños en realidad.
Dick Latham estaba empleándose a fondo. Podía oler el aliento de Pat, dulce como una fresa a
su olfato. Veía en sus ojos la ambigüedad, la recia vulnerabilidad, el defensivo sentido del humor
que utilizaba para desviar el dolor. Dick no se hacía ilusiones. Ella no lo quería; pero tampoco se
mostraba indiferente. Habían existido comienzos menos promisorios. De vez en cuando desviaba
la vista y, aunque él no seguía la dirección de su mirada, adivinaba hacia dónde iba. Estaba
observando a Tony, a Tony con Melissa. A Tony, con quien sólo podía reñir; a Tony, a quien sólo
quería amar. Dick Latham era veterano en todas las guerras de la lascivia. Sabía lo que estaba
pasando. Tony y Pat, su odio y su amor fundidos en la más explosiva de las mezclas, estaban
tratando de darse celos mutuamente. Latham y Melissa eran las piezas de ese antiquísimo juego.
La situación no era envidiable, pero se la podía aprovechar. Según las reglas, Pat tenía que
fingirse fascinada por Latham. Para mayor credibilidad, sería útil que sus sentimientos se
inclinaran un poco a corresponderse con sus actos. Por eso la muchacha se permitía
experimentar más simpatía que la de costumbre por Dick Latham. Y él sacaba de la situación toda
la ventaja posible.
— ¿Tienes pensado algo para tu próximo artículo fotográfico? Me muero por verlo.
La miró profundamente a los ojos, con expresión soñadora. Era sincero. En la cacería todo
debe ser sincero.
— En realidad, no. Esas cosas vienen sin que se las busque. Hay que tener la mente
dispuesta y los ojos abiertos. Dar posibilidades a la fortuna para que se abra paso.
La semisonrisa de sus labios decía que ella le adivinaba el juego, pero que no le importaba.
Podía continuar. Pero tendría que esmerarse como nunca. De cualquier modo, ella no le cerraba
la puerta. Si él lograba sorprenderla, ella podría sorprenderse a sí misma.
Pat tenía calor. Le escocía el cuerpo. Toda ella estaba sensibilizada a todo. Aún se sentía
fastidiada, indignada y... ¡qué demonios, enamorada!
Al otro lado de la mesa, aquel increíble Tony permitía que Melissa se comportara ante él como
una vampiresa. Ella se le echaba encima como si fuera un manto. Pat no necesitaba escuchar
para saber qué tipo de porquerías le estaría diciendo. Cosas de películas: los nombres famosos
caían al suelo, alrededor de sus finos tobillos, en tanto ella trataba de impresionar a Tony con

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partes de ella que no estaban a la vista. Lo cual no era mucho. Habría podido servir de Guía para
Padres. Y eso por hablar sólo de sus ropas. El lenguaje corporal era material reservado. Sus
dedos jugueteaban en la nuca de Tony. Por debajo de la mesa estaría frotándose el pie con el
suyo. Hasta le había dado unas cucharadas de mousse de aguacate en la boca, ridiculamente
abierta. ¿Y Tony no se daba cuenta de que estaba quedando como un tonto?
Pat apartó la vista a viva fuerza. ¿De qué hablaba Dick? Oh Dios, actuaba de dios maduro con
la desenvoltura de un actor: autoritario, sapiente, profundamente interesado, seguro de sí hasta lo
supremo. Se pasaba los dedos por el pelo encanecido una y otra vez, como si se enorgulleciera
de no caer en la coquetería de teñírselo, y con cada sonrisa parecía estar ofreciendo un regalo.
Pero era apuesto, sí. Y poderoso. Y terriblemente desenvuelto. Nunca daba la impresión de que
iba a quedarse sin palabras, a decir cosas inadecuadas o a hacer algo incorrecto. En una
situación como la presente, todo eso sumaba bastante.
— ¿Sabes que nunca he conocido a una mujer como tú?- Pat sonrió al verle subir el reóstato
de sus insinuaciones.
—Yo tampoco.
No era necesariamente un cumplido y él se percató.
— ¿Qué deseas, Pat Parker?
—Si te lo digo, ¿puedes dármelo? —preguntó ella, por fin.
-Ponme a prueba.
Los ojos de Pat se desviaron brevemente hacia Tony. Por un segundo se enfrentaron
mutuamente, como si sólo quisieran hacerse daño. Ninguno de los dos cedía un centímetro. No
había compasión o gracia: sólo el frío acero de la venganza. Tony giró hacia Melissa, que se
recostó contra él, entreabiertos los rojos labios mientras las manos jugaban con su muslo. Lo que
iba a pasar era seguro. En cuestión de horas serían amantes. A Pat se le removió el estómago en
una oleada de náuseas.
Se decidió con rapidez. Aquel juego horrible era para dos jugadores. Una cosa por la otra. Pero
antes habría que obtener concesiones y precisar detalles.
-¿Recuerdas que hace algunas semanas, en Malibú...? -empezó, al tanteo.
Él acabó la oración.
-Te conté mis planes de filmar en Cosmos...
Sonrió triunfalmente al ver que ella arqueaba las cejas, con divertida sorpresa. La conocía bien.
Lo había sabido antes que ella.
—Sobre Cosmos. Sí. Hablaste de películas y de que tal vez yo dirigiera alguna. j -¿Eso es lo
que quieres?
Ella respiró hondo
—Eso, sí.
—¿Te sientes capaz? —
-Me sé capaz. –
Sí, yo pienso lo mismo.
Por un instante que se le antojó eterno, Latham no dijo nada; pero saboreaba su victoria.
Podía dar las cosas por hechas. Pat Parker estaba a punto de rendirse.
—¿Puedo preguntarte por qué deseas eso? -Pat aspiró hondo.
—Porque es un desafío. Una manera de avanzar, de crecer, de causar más efecto. Todo
fotógrafo sueña con el cine. Rara vez se le presenta la oportunidad y, cuando eso ocurre, casi
todos se aterrorizan. Pero todos sueñan con eso por la noche, en la cama.
— ¿Es eso lo que tú piensas por la noche, en tu cama?
Dick Latham se permitió el suave sarcasmo y echó rápidamente un vistazo a su rival.
Pat no respondió. Estaba a punto de hacer el amor para vengarse y, por añadidura, obtendría
algo que deseaba. No podía estar más claro. La invadía una extraña objetividad. Inventarió
mentalmente su cuerpo. ¿Estaba preparada para aquello? ¿Podría hacerlo de manera
convincente? ¿Cómo se llamaba esa forma de actuar? ¿Prostitución? ¿Y se podía disfrutar con
ello?
Latham sonrió con crueldad al leerle los pensamientos.
—¿Tienes siempre junto a la cama el retrato que me hizo Alabama? -preguntó de pronto.
— Claro que sí. Fue una promesa, ¿no? ¿Y donaste tú el dinero al Sierra Club?
Él asintió lentamente. Ambos eran gente de palabra. Tal vez no tenían otra cosa en común,
pero iban a ser amantes.

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— Lo de dirigir no es problema —decidió—. Dalo por hecho. Movió una mano como
descartando el tema. La miraba intensamente. Su voz se hizo más dura.
-Tengo un deseo irresistible de volver a ver mi retrato —añadió—. Esta noche.
CAPÍTULO XI

Levantó el retrato para contemplar la persona que había sido. Retrocedió veintinco años. Dick
Latham estaba nuevamente en París.
— ¿Por qué no te gustó? —preguntó Pat.
Estaba de pie en el umbral de su dormitorio y la sensación de irrealidad se acentuaba.
— En aquellos tiempos eran muchas las cosas que no me gustaban.
Guardó silencio, para recordar. Oh Dios, qué bello había sido. Y cruel, como un príncipe
nórdico. Todo estaba en los ojos. Alabama había atrapado la verdad en las moléculas de la
película. Hasta podía experimentar sus sentimientos de entonces: desprecio por el malhumorado
fotógrafo de origen humilde; desdén por el compatriota encontrado en París, que no había ido a
buenas escuelas, no tenía una «familia» ni estaba forrado de dinero; falta de interés por el artista
que aún no había muerto, potente contradicción que rotulaba al pretendido fotógrafo como un
simple histrión callejero venido a más, desconocido para los museos, los coleccionistas y los ricos
de alcurnia. Todo estaba allí, en la cara que Pat Parker veía al despertarse por la mañana y al
acostarse por la noche.
Ella se acercó para observar el retrato con él.
—Se te ve algo prepotente —comentó, riendo un tanto.
—Pues lo era —replicó Latham.
Él no reía. Aún se hallaba en esos días lejanos. Su mente ya estaba pasando de la sesión
fotográfica a otros recuerdos.
— ¿Qué fue de la muchacha que Alabama mencionó? —preguntó Pat.
Sería más fácil si llegaba a conocerlo, y ése era el atajo. El levantó la vista. Luego volvió a
posarla en la fotografía.
—Me abandonó. ¿No habrías abandonado tú a este hijo de puta?
— Oh, no lo sé. Tenías cara de hombre divertido.
— Si te gusta el humor negro...
Ella nunca lo había visto así. Había perdido la seguridad. Se mostraba humilde. Era como si se
detestara, como si la pátina de su fe en sí mismo sólo cubriera un vacío abismal. Odiaba la parte
de él que aquel retrato revelaba, porque el muchacho descuidado de la fotografía había echado a
perder su futura felicidad. Tantos años después, Dick Latham aún amaba a la mujer que lo había
abandonado.
-¿Tan especial era ella?
Tenía lágrimas en los ojos, sin lugar a dudas.
—Sí —respondió simplemente—. Muy especial. Y yo cogí su corazón con la mano y...
Se le apagó la voz, pero cerró la mano con fuerza; sus nudillos se pusieron blancos en el puño
cerrado. Luego estiró el brazo, abrió los dedos y su amor destrozado voló a través de la
habitación, como había volado el pájaro tantos años atrás.
— Y desde entonces, ¿no hubo ninguna otra? —Ninguna otra...
Ambos se preguntaron si él agregaría un hasta ahora. Habría sido muy fácil y muy barato
mentir. «Dilo y te despreciaré eternamente», pensó Pat.
Latham permanecía en silencio. Se sentó en la cama, con el retrato en la rodilla. Miró a la
muchacha que deseaba y le escoció la culpa. Esa emoción extraña lo dejó asombrado. Eran otros
los que tenían esas sensaciones; él no. Mucha gente llevaba una vida ligeramente untada de
miedo. Aterrorizados del mundo que habitaban, eran esclavos de la fortuna y rehenes de los
caprichos ajenos. Además, estaban aherrojados por las cadenas de la propia conciencia. Si no
hallaban a otros que les crearan reglas, ellos mismos inventaban normas baladíes para sí mismos.
Para ellos la vida era dolor. La vara de la desaprobación del mundo les caía casi
permanentemente sobre los hombros. Y cuando ya nadie tenía energías para castigarlos, se
flagelaban solos con el látigo de la culpa. El mea culpa nunca había sido problema para Dick
Latham. Su norma era hacerse con lo que deseaba sin pensar, sin vacilar ni prever los
remordimientos. Había comprado a la belleza que tenía ante sí. El precio era unos quince
millones: el coste de una película arriesgada que filmaría su nuevo estudio. Era un precio muy alto
y había prometido pagarlo. No recoger lo suyo sería inconcebible. Pero en ese momento, al borde

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de otra conquista sin sentido, se demoraba. ¿Qué demonios estaba esperando?
Pat, de pie frente a él, percibía la encrucijada. Con la cabeza inclinada a un lado y expresión
desconcertada, contemplaba su conflicto.
Latham levantó la vista. De pronto hubo desesperación en su cara.
-Escucha -dijo-, no tenemos por qué hacer esto... Es decir... De cualquier modo la película es
tuya. Harás algo estupendo...
Pero Pat Parker ya había tomado su decisión. Ocupaba el asiento del conductor. Tal vez
siempre había sido así. Dick Latham jamás sabría lo bien que acababa de actuar. La vulnera-
bilidad, la sensibilidad y la decencia nunca habían formado parte de su arsenal. Su mejor
actuación había sido fruto de la casualidad.
Pat estiró el brazo y cerró los dedos en la cremallera de su conjunto.
Melissa Wayne cogió la fotografía y la miró con suspicacia.
—¿Quién es ésta? —preguntó.
Tony se la quitó de las manos.
—Es mi madre. Murió.
Su tono era normal, pero Melissa comprendió que eso le importaba mucho.
—Lo siento. Era muy hermosa.
Por lo general nunca hablaba bien de su propio sexo. En el caso de una madre difunta podía
hacerse una excepción. Tony miró la fotografía como si la viera por primera vez. Había nostalgia
en sus ojos.
— Era hermosa, sí, pero nunca sacó provecho de eso. Ni siquiera sabía que lo era.
Melissa percibió un tono de acusación en sus palabras. No era un comentario que se pudiera
aplicar a ella. Se arrepintió de haber tocado el tema. Prometía extraordinariamente poco. La
charla conmiserativa estaba a millones de kilómetros de su fuerte esencia. Pero trató de extraer
algo más.
—¿Cuánto hace que... pasó? —preguntó sin mucho entusiasmo.
No logró pronunciar esa palabra que empezaba con M. Echó un vistazo desesperado al sucio
apartamento, y buscó algo que la distrajera. Casi todo allí parecía morada de cucarachas. Sería
mejor no tocar nada.
Tony no respondió. Se había dado cuenta de que Melissa no podía interesarse menos por su
madre. No importaba. El dolor era suyo, no de ella.
Se midieron mutuamente como si fueran dos chuletas en el mostrador de la carnicería.
Súbitamente volvió la chispa. La electricidad chisporroteó en el aire fétido de la habitación. Había
peligro, entusiasmo. Y había lo desconocido.
—Ven aquí —gruñó él.
El le había robado el protagonismo. Se suponía que aquélla era una producción de Melissa
Wayne. Por ser la estrella, le correspondía la voz cantante. Tony era el extra, no el director. Una
parte de ella quería poner eso en claro. Otra parte, deliciosamente desconocida, sólo quería
obedecer. Onduló hacia él, con una sonrisa de superioridad. «Voy a darte en el gusto —decía su
expresión—. Comenzaremos a tu manera. Terminaremos a la mía.» Se detuvo a centímetros de
él. Le bañó la cara con el aliento, provocándolo con su proximidad. La amenaza estaba en toda
ella: en sus caderas prominentes, en la posición firme y agresiva de las piernas, en la lengua que
se deslizaba por los labios en corazón. En cualquier momento él estiraría las manos hacia ella; por
el contacto de sus dedos Melissa sabría de inmediato si era lo bastante hombre como para
dominarla. Un solo movimiento vacilante, un paso poco firme, y él hincaría en el suelo esas
rodillas que Dios le había dado para adorarla mejor.
Tony no estaba pensando en nada de eso. Los sentimientos de Melissa no importaban. Para
él, la mente de otros apenas existía. Eran incognoscibles y nada interesantes. Eran distracciones
académicas. Perder el tiempo investigándolos era malgastar energías y diluir la fuerza de su
voluntad. Frente a sí tenía a la estrella cinematográfica, madura como un melocotón mojado. Era
agresiva y descarada. Era simple e implacable. Y tan bonita como cabía serlo. Pero sobre todo
estaba allí, en su alfombra mugrienta, junto a la cama deshecha de sábanas sucias, ya preparada,
bien dispuesta y fantásticamente capaz de hacerlo sentir bien, de hacerle olvidar el dolor, el dolor
de la muerte, el dolor del arte, el dolor de Pat Parker.
Alargó una mano y asió un puñado de pelo. Su gesto no fue rudo, pero sí dominante por
completo. Atrajo hacia sí la cabeza de Melissa, hasta que la piel de sus labios quedó a pocos
milímetros de distancia. Los ojos de la mujer se ahogaron en los suyos. Tony vio en ellos la lujuria,

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la maravilla y el miedo, sí, el miedo que sería una adquisición para el repertorio sexual de Melissa
Wayne.
Bajó los labios salvajes hacia los de ellas. Fue el beso de un enemigo, terrible en su intensidad
e implacable en su agresión. Invadió su boca. La saqueó con la lengua. Sus dientes rechinaron
implacables contra los de ella, como si estuviera alimentándose de aquella mujer. El gesto estaba
próximo al dolor, lejos de la suavidad; tomada por asalto, prisionera su cabeza entre las manos
poderosas de Tony, Melissa permaneció inmóvil, sobrecogida por su lascivia. Él apretaba su
cuerpo al de ella. Su olor masculino le llenaba la nariz dilatada. El calor batiente del muchacho
pulsaba rudamente contra su vientre. No podía respirar, pero respirar ya no era importante.
Mientras dejaba una mano enredada a su pelo, Tony buscaba con la otra el broche del sostén.
Lo desprendió, dejándolo caer de los pechos palpitantes. La atrajo hacia sí, aplastándole el pecho
contra el suyo.
— ¡Tony! —intentó decir Melissa, en cuanto la boca de él la dejó en libertad.
«Más despacio. Ten cuidado. No me hagas daño.» Pero no quería ninguna de las cosas que
sus ojos pedían. Su cuerpo marcaba el paso. Su mente era sólo una esclava. Necesitaba más
crueldad, más pasión, más de gloriosa lujuria egoísta.
Y él lo sabía. Ella era un potro que domar. Primero vendrían el infierno y el paraíso del éxtasis;
luego ella trotaría mansamente al corral, contenta de dejarse conducir, delirante bajo la silla de su
jinete. Le puso las dos manos en los hombros y, mirándola profundamente a los ojos, la empujó
hacia abajo con firmeza. Ella se dejó caer de rodillas, llena de maravillosa desesperación,
gozando de esa humildad extraña. Nadie le había hecho algo semejante. Nadie tenía tanto coraje.
Tenía la cara apretada contra el ardor de la entrepierna de los vaqueros azules. Pudo ver su
forma, enorme en su amenaza, dura como roca en su promesa. Descansó la mejilla contra ella y
sus manos revolotearon hacia los pezones, tensos como un tambor. Se los pellizcó hasta
reconocer el dolor en el mar de placer que la envolvía. Estaba llena de miedo, colmada de ansias,
orgullosa de verse obligada a hacer lo que iba a hacer. Buscó los músculos forcejeantes de
aquellos muslos. Deslizó las manos contra el suave algodón. Sus dedos encontraron los botones.
Se movía con reverencia, tomando con valor esa pequeña iniciativa, temerosa de que él la
prohibiera. La fuerza de Tony pendía sobre ella, amenazante, formidable. Ella abrió lentamente
los pantalones. Aquello saltó desde los vaqueros apretados y los calzoncillos que lo envolvían.
Centelleó como una daga contra su mejilla, irradiando calor, grande, vasto, palpitante contra su
cara. Ella lo sostuvo en la mano y aspiró profundamente, llenándose los pulmones del precioso
aire que le haría falta. Alrededor de sus dedos, el vello estaba húmedo de sudor. Deslizó la mano
hacia arriba quemándose la piel con tanto calor. Sentía la sangre batiendo en las arterias que
sobresalían de la brillante superficie. Viajó hacia el extremo, acercándose a la furiosa punta, y se
inclinó para aspirar su almizcle en tanto sus labios avanzaban hacia el destino. Sintió que él
acomodaba las manos contra su nuca, con suavidad, pero también con un propósito. Ante eso no
habría modo de echarse atrás. No podría arrepentirse ni evitar la dulce conclusión. Se estremeció
al pensar en esa coerción deliciosa.
Sintió una levísima presión detrás de la cabeza, impulsándola hacia adelante. Era una orden.
Obedeció. Su lengua salió como una serpiente para apoyarse contra la punta de Tony, humede-
ciendo el calor, pero avivando la lascivia. La movió contra él, saboreándolo, deslizándose contra la
carne tensa. En redondo, hacia arriba, hacia abajo viajaba su lengua, disparándose hacia la
abertura, lamiendo amorosamente aquella vara que, milagrosamente, continuaba expandiéndose.
El la alentó con un grave gemido; los movimientos espasmódicos de su mano contra la nuca le
ordenaron pasar a la etapa siguiente en la lenta danza del deseo. Melissa abrió la boca grande,
muy grande, y él se deslizó en ella con gratitud. Al principio sólo entró la punta, pero ella ya
conocía su plan. Las manos se estaban tensando atrás, contra su cabeza. Adelante, las caderas
pujaban. Llena de pánico, trató de mirarlo a los ojos, de decirle que no, pero la mirada que llegó a
él sólo gritaba que sí. Y los crueles ojos que le devolvieron la mirada estaban de acuerdo. Tony se
deslizó más en su boca y ella se abrió más para aceptarlo, hasta que ya no quedó boca para su
inmensidad, sólo garganta. Pero ni siquiera entonces se detuvo. Avanzó sin reparos hasta poseer
todo el espacio de ella. Así, apretada entre sus manos y su cadera, Melissa no era sino la suave
humedad que lo envolvía.
Por largos segundos el hombre permaneció allí, mientras el aire desaparecía en los pulmones
de la actriz. Ella trataba de respirar por la nariz, ahogándose en el sudor de aquel vientre. Por fin
Tony retrocedió y el oxígeno entró aullando en sus pulmones. Levantó las manos para apartarlo,

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empujando contra los huesos de la pelvis, pero su mente y su cuerpo querían cosas diferentes. El
deseo de respirar y verse libre de él fue sustituido por la necesidad de su regreso, tanto más
poderosa. Serpenteó con las manos hacia la firmeza de sus nalgas y lo atrajo hacia ella una vez
más, echando la cabeza atrás para recibirlo. Lo oyó reír mientras la clavaba en su lanza, pujando
hasta los rincones más alejados de su garganta para echarse atrás y hundirse nuevamente en la
suavidad de terciopelo. Ahora marcaban un ritmo y el pánico de Melissa cedía al crecer su pasión.
Había un tiempo y una marea, un subir y bajar, un momento para respirar y para el vacío, un
momento para la quietud y la satisfacción. El estaba haciendo el amor con su boca, tan
intensamente como otros habían hecho el amor con su cuerpo. La única diferencia era la parte
escogida para el contacto. Y ella ya estaba pensando en una sola cosa: ¿cómo entendérselas con
el agridulce final? Como si percibiera su preocupación, él se lo mostró. Hubo poco preaviso. No
aceleró el ritmo ni lo aminoró. Casi súbitamente, se retiró hasta la abertura de la boca y esperó.
Sus manos se pusieron rígidas contra la nuca de Melissa. Ella estaba atrapada en su viciosa
atracción, tan indefensa como secretamente deseaba estarlo. Todo su éxtasis sería el de él, cada
uno de los espasmos del deleite viril sería su goce indirecto. Se puso tensa, esperando el
momento; su boca lo rodeaba, seca por el miedo y la maravilla, a la espera del torrente que sería
liberado. Todo se había detenido en la calma previa a la tormenta, todo era serenidad en el ojo del
huracán. Ella no se atrevía a moverse. El no se dignaba hacerlo. Los ojos de Melissa, dilatados
de miedo y excitación, se desviaron hacia la cara de Tony. Los de él, encapuchados de cruel
lujuria, la miraron de reojo.
Y entonces Tony asintió. Su cabeza dio un brinco hacia arriba y otro hacia abajo, y ella
comprendió lo que decía. Estaba dándole su autorización. Era el anuncio del honor que iba a
concederle.
La boca de la actriz fue como una marejada. Era un río de montaña sin represas. La catarata
estaba dentro de ella, ahogándola en la inundación de su líquido deseo. No hubo tiempo para
saborearlo. Apenas fue posible sentirlo. Sólo existía la batalla por rescatar de la tormenta las locas
emociones encontradas, en tanto él la colmaba con aquella pasión que jamás sería amor. Melissa
intentó tragar, pero no pudo; aquello la desbordó, empapándola, untándola con su bendita
esencia. El trepaba por su garganta, pujando, virtiéndose en ella, inundándola con el dulce
alimento de su alma. Y durante todo ese tiempo mantenía los dedos enredados en su pelo,
mientras cabalgaba en su boca, torciendo las riendas al ritmo de su orgasmo.
Había terminado. Melissa, como una muñeca de trapo, se dejó caer contra su verga, la cabeza
caída a un lado, el aliento penetrando hasta el vacío de sus pulmones. El presente era pasado,
pero jamás cesaría de existir. Y Melissa Wayne se estremeció en una sensación sublime, lo más
parecido a la entrega que sintiera nunca.
Tony se deslizó fuera de su boca. Melissa le sonrió, bañada por su intimidad. Ahora él se
entregaría. Habría alguna pequeña ficción de ternura, un contacto, una caricia, en la suave
charada que los buenos modales exigían. Quiso levantarse y le buscó las manos detrás de su
cuello. Acababan de presentarse mutuamente, del modo más fundamental posible: con el choque
de los cuerpos. Había llegado el momento de construir algún tipo de relación sobre ese cimiento,
el más firme de todos.
Abrió la boca para decir algo. Pero él levantó una mano exigiendo silencio.
Le puso las dos manos en los hombros y la hizo girar para impulsarla hacia el borde de la
cama. Una vez más, el corazón de Melissa martilleó contra las costillas, impulsando sangre para
reanimar al cuerpo. Antes sólo había tenido tiempo de vislumbrar las sensaciones desde su parte
más alta. Ahora los mensajes gritaban desde abajo. Estaba aún medio vestida, pero húmeda de
deseo, caliente como los fuegos del infierno dentro de las bragas, bajo la falda. ¿Tendría él
fuerzas para hacerlo tan pronto? Se atrevió a esperar que sí; el estómago se le llenó de
mariposas mientras se preparaba para obedecer aquella descabellada demanda. Tony la empujó
hacia adelante, con suave firmeza; ella perdió el equilibrio, como debía ser, y cayó hacia el borde
de la cama. Se sujetó de él y esperó, flotando en el mar de adrenalina de la irrealidad que la
inundaba.
Tony le subió la falda, descubriéndole la cara posterior de los muslos, donde las medias se
unían al portaligas negro. Melissa trató de verse con los ojos de él. Aparte de la cara, el trasero
era su punto más fuerte. Atrevido, redondeado, firme y flexible, bronceado por el sol hasta el tono
de la miel. Las niveas bragas de seda, cortadas a la manera de los taparrabos brasileños,
parecían una línea trazada a lápiz sobre la unión de las nalgas. El hombre hizo una pausa para

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saborear el espectáculo. Melissa se sintió complacida. De pronto la sobresaltó una idea. No podía
ser. Él no podía...
Giró en redondo para prohibirle el intento, pero él la tenía aferrada por la nuca y le impidió
afirmar su control. Haría lo que se le antojara. La posibilidad de elegir era sólo de él. Melissa tragó
saliva; aún le quedaba en la boca su sabor, y eso le dio fuerzas en el momento de pasividad.
Estirada en el límite del abandono definitivo, trató de dejarse ir, de entregarse totalmente, de
hacer la voluntad de Tony. No pediría nada para poder recibirlo todo. Debía confiar en que hubiera
misericordia en el hombre que la gobernaba, pero se estremeció de delicioso horror al pensar que
tal vez no fuera así.
Las manos de Tony trazaban diseños húmedos sobre la piel de sus nalgas, haciendo círculos
en la suave superficie. Vagaban libremente por la hendidura, enganchándose a la seda del cor-
dón, hurgando audazmente la tímida entrada. Abajo, entre las piernas trémulas eran los dedos
que la gobernaban, buceando en el estanque de los tesoros, desvergonzados en su exploración,
bruscos. Se detuvieron ante los labios y los separaron. Y luego el dedo se hundió adentro y el
pulgar se estiró hacia atrás, rondando la orilla de su lugar más extraño, presionando suavemente
la piel hendida. El tenía el centro de su ser y ella no podía verle la cara. Estaba acorralada como
nunca antes, indefensa, abierta, completamente imposibilitada de ejercer influencia alguna sobre
lo que iba a ocurrir.
-Por favor, Tony -murmuró.
No sabía qué pretendía decir. Sólo deseaba pronunciar su nombre. No suplicaba crueldad ni
bondad. Pedía ambas cosas, inerme. Hasta ese momento terrible y maravilloso, Melissa Wayne
nunca había conocido el verdadero significado de la ambigüedad. En realidad se sentía palpitar
entre los dedos de Tony. Estarían quemándose en su caldero, fundiéndose en la burbujeante
fuente de su lujuria. Hizo fuerza contra ellos y, a manera de respuesta, los dedos se hundieron
más, disfrutando de la bienvenida de su pasión pasiva. De pronto desaparecieron. Ante la falta de
contacto, Melissa echó el trasero atrás, buscando alguna parte de Tony, arqueando la espalda al
proyectar las nalgas hacia el espacio desierto. Movió la pelvis en el vacío, implorándole que no la
dejara sola en el umbral de la unión. Ya no tenía orgullo, ya no era la estrella de cine sino la
víctima de la necesidad más horrible que jamás hubiera conocido.
— Por favor, Tony, por favor —rogó, gimiendo.
Se impulsó hacia atrás con las manos apoyadas en el borde de la cama, buscando alguna
parte de él que la tocara. Miró hacia abajo, entre los muslos untuosos de plata, y vio sus piernas
enfundadas en vaqueros, la gamuza gastada de sus botas cortas. Todavía estaba allí. No la había
abandonado. Aún había esperanzas. No podía ser tan cruel como para abandonarla en ese
momento, dejándola para que hiciera aparecer su propio orgasmo. Como respuesta a su muda
pregunta, Tony Valentino descendió hacia la división de sus nalgas. No le bajó las bragas. Las
dejó como estaban. Palpitando de calor, nuevamente duro como la roca, pujó contra la grieta. Ella
giró para alentarlo, en tanto mecía la pelvis de lado a lado para aferrarlo mejor. Lo tenía contra
ella en toda su longitud, bañado en su vapor, chisporroteando contra la plancha de su trasero.
Luego aquello se deslizó más abajo, hasta que la punta amenazó el lugar prohibido, rondando el
anillo palpitante. El miedo se apoderó de ella. Sacudió la cabeza, llena de inútiles desafíos y
anhelos extraños. Nada podía hacer. La decisión era de él. Ella ya estaba relajándose. Sus
músculos no eran enemigos de Tony, sino sus amigos; untados por el deseo, ya no actuaban
como barrera. Por largos segundos él se detuvo ante la entrada prohibida, coqueteando con el
dolor, jugando con la posibilidad, probando el placer de la humillación; se recostó contra él y lo
sintió ceder; oyó el trémulo gemido de aquiescencia y terror de la mujer. Ella sintió que los
músculos de su viente se tensaban contra su trasero. Advirtió que el cuerpo del hombre se
tensaba como la cuerda de un arco. Toda la energía y el poder de Tony parecían fluir hacia esa
parte que la amenazaba. Melissa se preparó lo mejor posible para el inminente ataque. Él se
apartó, retirando el martillo para el potente golpe, y todo el cuerpo femenino fue el clavo... y el sitio
sumergido donde él apoyaba su extremo era la cabeza trémula e indefensa.
Cuando llegó fue como si lo hubieran disparado desde el caño de un arma. Los pulmones de la
mujer quedaron sin aire al estrellarse el pecho de él contra su espalda. Su trasero vibró con el
impulso; cayó hacia adelante, inmovilizada contra el borde de la cama. Pero en el último instante
él cambió de dirección. Se desvió hacia abajo, y hacia arriba, y el arma de su pasión se hundió
gloriosa en el chorreante centro de Melissa. Se había salvado. Pero al mismo tiempo había sido
ejecutada. La espada de Tony se le había clavado hasta la empuñadura. Estaba partida en dos.

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Estaba llena, envuelta al invasor como la segunda piel que deseaba ser. Ya no tenía cuerpo
propio: era sólo el ropaje de otro cuerpo, su hogar y su refugio. Era la prisión de carne y hueso
para esa parte de Tony que jamás debía salir.
El orgasmo fue el cielo a través del cual voló. No hubo espera, paladeo ni progreso hacia la
conclusión. Sólo hubo la verdad del climax. Fue instantáneo. Se confundió con el momento de su
entrada y, cuando él chocó contra el techo de su mundo, los coros celestiales se perdieron en
contrapuntos de raudo éxtasis. Estaba de rodillas, como correspondía en aquel momento de
suprema belleza, y gritaba en medio de la música salvaje, sepultando la cabeza en las manos
mientras las lágrimas le corrían por las mejillas.
Luego, en el tintineante epílogo, hubo un nuevo sentimiento que experimentar. Lentamente,
pero sin duda, los sollozos de júbilo se convirtieron en otra cosa. Melissa Wayne tenía la cabeza
sepultada en las sábanas de Valentino, tan poco limpias. Pero tenía algo que decir:
-Tony... hijo de puta -gruñó.

CAPITULO XII
Melissa Wayne, tendida en la tumbona junto a la piscina de su casa, contemplaba Beverly Hills.
Hacía calor allí, en la cima del cañón Benedict, pero el aire era puro y límpido; se veía un trozo de
océano plateado por encima de las colinas. Ajustó el volumen del walkman hasta que los Rolling
Stones circularon por su mente sobre ruedas de acero con sordina, mientras trataba de encontrar
sentido al caos que había puesto su mundo al revés. Todo se resumía en una palabra. Mejor
dicho, en dos. Tony Valentino. Nunca había pensado que pudiera suceder. Era demasiado
egoísta. Demasiado ambiciosa. Su carrera estaba antes que el sexo, antes que nada. Al menos,
así había sido antes del extraordinario estreno de Al este del Edén, noche en la que por fin había
conocido a la horma de su zapato. Se pasó la mano por el plano vientre, deslizando los dedos por
el fino vello de la piel bronceada y los músculos firmes, recordando el contacto de Tony. Era muy
cruel. Era descuidado. Era rudo y sin amor, desprovisto de todo respeto. Era hambriento,
codicioso, completamente escaso de ternura. Cuando la tocaba, sus manos vagaban en libertad
como conquistadores al asalto, sólo interesadas en la gratificación, y ella se sentía indefensa y no
querida. Era horrible. Era humillante. Pero también era la experiencia sexual más excitante y
sensual que hubiera conocido nunca. Sabía lo que estaba ocurriendo: esperimentaba lo que
habían sentido sus anteriores amantes. En su mundo sadomasoquista, cada vez más exótico, los
muchachos habían sido siempre los juguetes. Ella, la superestrella, era siempre la parte sádica.
Ellos, los miserables machos, caían inevitablemente en la masoquista. Un toque de látigo, la llave
que giraba en la cerradura de un par de esposas, amantes encadenados al pie de la cama
mientras ella dormía con un rival: ésa había sido la materia de sus juegos.
Había baños de lengua, torturas sagaces, tatuajes con leyendas bochornosas en sitios
igualmente bochornosos y, siempre, los bellos muchachos de «Bellezalandia», que hacían cola
para ser usados por la estrella, por el honor que eso otorgaba y por los salvajes deleites de la
sumisión.
Tony la había obligado a hacer el cambio. Ella se había resistido, pero el deseo había sido
demasiado fuerte y el poder de aquella personalidad viril la había arrojado a un papel sexual que
Melissa no imaginaba para sí. Tony la obsesionaba. Estaba allí constantemente, en sus sueños
nocturnos, en las ensoñaciones más febriles, que llegaban durante el día. Latham había sacado a
Tony de la obra teatral, confiando su papel a un actor sustituto, ante la ira de quienes ya tenían
sus entradas pagadas. Luego lo había enviado a Malibú, para que colaborara con el trabajo de
preproducción de la primera película que filmaría la Cosmos de Latham. Por lo tanto, el muchacho
podía ahora pasarse por la casa de Melissa, entrar en su cuarto a grandes pasos y sacarla de la
cama para «hacer el amor» en cualquier parte, cuando se le antojara. Después se iba.
Desaparecía, simplemente, sin que ella pudiera encontrarlo para gritarle que era un cerdo.
Pasaban las horas y los días, hasta que ella sólo podía rezar, pidiendo que el ruido en el camino
de entrada fuera el de las ruedas de su motocicleta, que suya fuera la mano en la puerta, que esa
voz recia en la noche oscura fuera la de él, la que le ordenaba complacerlo como si ella no
existiera para otra cosa. A veces la poseía de pie al lado de la cama, sin siquiera desnudarse; se
limitaba a abrirse la bragueta y la utilizaba como un sobre barato que recibiera el resultado de su
lujuria. En otras ocasiones la poseía en el suelo del ropero y allí la dejaba, encerrada bajo llave
durante el resto de la noche, bañada con su sexo, hasta que la azorada criada la ponía en libertad
a la mañana siguiente. Le hacía el amor en la piscina; reclinado en el asiento de su moto; en la

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cocina, de pie contra la fría puerta del frigorífico. No esperaba a que ella alcanzara el orgasmo: se
retiraba después del suyo. Y la deliciosa humillación ataba a Melissa con las sedosas cadenas de
la servidumbre humana, tal como era su propósito, haciendo que su mente fuera prisionera y su
voluntad esclava. El tormento sensual duraba desde hacía dos semanas, horribles y maravillosas.
Y Melissa Wayne estaba desquiciada.

Aspiró profundamente, en tanto el sol castigaba su espléndido cuerpo. Cada sonido le


provocaba un sobresalto. Cada sonido le hacía la boca agua. Cada ramita quebrada, el crujido de
los muebles, cualquier ruido de pasos desataba en ella la caprichosa fuente. Era como los perros
de Pavlov; su campanilla no era ya Tony Valentino, sino la sola idea de él. Pero al mismo tiempo,
Melissa Wayne tenía reservas de fuerza. Estaba coqueteando con los límites de la adicción
amorosa, pero aún no los había alcanzado. Era la más resistente de todas las bestias: una cotiza-
da actriz en Hollywood. Y había en ella una parte que aún no podía decir que no. Por el momento,
el juego de la obsesión le sentaba bien. Estaba entre dos películas y le gustaba aprovechar
aquellas breves vacaciones para expandir mente y cuerpo, de un modo u otro. Todo era parte de
esa experiencia de la vida de la que ninguna actriz puede prescindir. Había que ampliar el
repertorio. Por eso, aunque Tony Valentino se cernía sobre su mente como el Fantasma de la
ópera, hasta cierto punto estaba representando el papel de la esclava de amor en vez de vivirlo
realmente. Y eso tenía un resultado curioso, pero absolutamente compulsivo. Una parte de
Melissa Wayne jamás perdonaría a Tony Valentino el modo en que la estaba tratando. Su cuerpo
podía ansiar esa pasión, pero su mente juraba vengarse por ello. En algún momento, cuando
llegara la oportunidad, la estrella castigaría a aquel don nadie por su lesa majestad. Eso se podía
lograr en un horrible cambio de papeles, que obligara a Tony a interpretar el que había impuesto a
Melissa. Pero era más probable que el castigo asumiera otra forma. Simplemente, lo destruiría. No
había en aquello nada personal. Era un juego de poder. Sería divertido aniquilarlo y verlo sufrir.
Sería bonito verlo llorar, mientras su mundo se le venía abajo y sus seres queridos sufrían
dificultades desagradables. Sería delicioso observar cómo morían sus sueños, cómo ardía su
alma, ver que su esencia se marchitaba y perecía como una hoja en el horno. Sí, Tony debía
comprender que si se jugaba con Melissa Wayne las apuestas eran muy altas. Y el corazón le
latía más deprisa al imaginar los problemas que podía causar al muchacho que osaba ser su
sádico amante.
El intercomunicador colocado junto a la tumbona zumbó una vez. Ella levantó el receptor.
— ¡Diablos, me había olvidado! Bueno, haz que venga a la piscina. Y trae un poco de café, y
champaña dentro de una hora.
Colgó bruscamente el auricular y echó mano del albornoz. ¡Cristo, qué hora para una
entrevista! De cualquier modo, ninguna hora era buena. Mientras se incorporaba para ponerse la
bata, una silueta pequeña y decidida surgió de la oscuridad de la casa. Emma Guinness marchó
hacia la estrella cruzando el prado. Lucía un vestido floreado, cuyos vastos rododendros reducían
a la insignificancia todo lo que se pudiera hallar en la naturaleza. Una flor descomunal trataba
inútilmente de cubrir cada pecho enorme; el desafortunado diseño continuaba en los horribles
zapatos. Tropezó con un dispositivo de riego y evitó a duras penas la caída, sin apartar los ojos de
su objetivo.
— ¡Hola! —saludó alegremente.
— Hola —repuso Melissa, con menor entusiasmo. -Disculpa si llego temprano -se excusó
Emma, rodeando a la estrella como un ramillete humano.
— En realidad, me había olvidado completamente de que vendrías —dijo Melissa, que
gustaba establecer su superioridad en el comienzo mismo de la entrevista; más adelante habría
tiempo para descender graciosamente a la altura de quien la entrevistaba.
— ¿Vengo en mal momento?
—Siempre es mal momento para una entrevista. Pero no, está bien. —Melissa rió para quitar
filo a sus palabras.
Indicó la silla vecina. Emma se dejó caer en ella, con el bloc de notas sobre su amplio regazo;
el sol de Beverly Hills amenazaba marchitar sus flores.
-¿Cómo está Tony Valentino? -preguntó Emma Guinness. I
—¿Qué? —exclamó Melissa.
-Me he enterado de que tenéis relaciones.
Emma nunca aceptaba por mucho tiempo el papel de segundo violín. Había hecho la pregunta

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sabiendo que pondría a Melissa a la defensiva.
—Espero que esta entrevista no haya comenzado aún —observó Melissa, fríamente.
—No, por supuesto que no. Esto no es para publicar. Sólo te lo pregunto por interés personal.
Me fascina que un tipejo así haya podido llegar tan lejos en tan poco tiempo.
Melissa relajó la cara en una sonrisa. La Guinness era refrescante. En Hollywood no se tenía
de ningún modo por costumbre ser tan sincera. Decir cosas groseras sobre un amante de Melissa
Wayne podía ser un juego peligroso. La Guinness no podía saber que Melissa compartía su
opinión.
— ¿Te parece que Valentino es sólo un tipejo? — observó Melissa—. ¿Después de la cantidad
de revistas vendidas, de las elogiosas críticas teatrales y de salvar la vida a un multimillonario?
— Mira: tiene un cuerpo bonito, lo de las críticas se arregló con dinero y salvar a Latham fue un
golpe de fortuna. Admito que actúa bastante bien. Pero ya conoces al periodismo. Es la moda de
este mes. El mes próximo quizá sea diferente.
. Emma torció la cara al hablar. No podía evitar que la amargura se filtrara en sus palabras.
Melissa se echó a reír.
— No estoy tan segura de que tengas razón. Parece ser que Tony sería la estrella masculina
en una película de Melissa Wayne.
De pronto todo el color de Emma Guinness estuvo en su vestido. La cara se había quedado
blanca.
-¿Qué?
La actriz sonrió al ver el efecto de sus palabras. Aquella mujer podía dirigir la revista de mayor
éxito en el imperio de Latham, pero en cuanto a información, por lo visto, estaba desconectada ;
de la empresa. ¿Y qué demonios había hecho Tony para molestar a aquel florero? Algo realmente
indecible, sin duda. Melissa comenzaba a divertirse. ¿Quién estaba entrevistando a quién?
—Sí —continuó—. Es casi un secreto, pero como tú trabajas para Latham puedes enterarte,
supongo. Cosmos tiene planeada una nueva serie de películas. La primera será una de Melissa
Wayne, con Tony Valentino secundándola. Latham tiene la loca idea de hacerla dirigir por esa
zorra de Pat Parker, pero yo me encargué de cambiar esa parte.
— No puedes permitir eso —farfulló Emma Guinness.
,La Wayne enarcó las cejas. A ella nadie le decía qué podía o no podía hacer.
— Quiero decir — corrigió la Guinness—, no me parece muy buena la idea que arriesgues tu
carrera protagonizando una película con un desconocido como Tony, y mucho menos con Pat.
Estaban liados, ¿sabes?
Había horror tras los ojos de Emma. Una cosa era Tony como deslumbrante artículo
fotográfico. Otra, Tony como brillante actor de teatro. Pero Tony como estrella del cine era algo
completamente distinto. No podía permitirlo. No podía ser.
—Creo —opinó Melissa, grandilocuente— que por una película mediocre no arriesgaría mi
carrera. De cualquier modo, creo que Tony hará muy bien ese papel. El personaje está hecho
para él. El magnetismo que hay entre nosotros es... bueno, interesante. La película trata de un
joven aspirante a actor que se obsesiona por una actriz de éxito, a la que conoce en Malibú. No
creo que esté fuera del alcance de Tony. En cuanto al tema del hombre joven con una mujer
ligeramente mayor, es la moda del momento. Creo que tendrá éxito. Mi fama hará que se estrene
con mucho público. Y al ser la primera producción del estudio remodelado, no habrá problemas
con la distribución ni se reparará en gastos de propaganda. Billy Diller ha hecho un guión
estupendo. Podría haber sido más picante, supongo, pero esas cosas se pueden arreglar sobre la
marcha...
Como para subrayar ese aspecto del trato, Melissa echó hacia atrás la bata, dejando caer el sol
sobre su cuerpo. Los ojos de Emma reptaron sobre él con envidia. Era otra carne cosechada por
Valentino. Sus manos habían palpado aquel cuerpo. Aquellas caderas se habían apretado a las
de él. ¿Estaría allí dentro su simiente, como legado de la noche anterior? Se movió en el asiento
ante esa idea inquietante. Dentro de su cabeza empezó a sonar la música wagneriana. Oh Dios,
El anillo no. Cuando oía eso no se podía esperar nada bueno. Y parecía tan real... No parecía una
canción mental, una melodía que sonara en su cerebro. Era como si allí dentro hubiese toda una
condenada orquesta afinando instrumentos. Eso de la orquesta había interesado mucho al
psiquiatra de Londres, sobre todo al decir ella que la oía con más fuerza cuando algo la inquietaba
demasiado. Pensando que podía ser una alucinación auditiva, le recetó una pildora sedante
llamada Fluanxol. Ella sólo había ido a consultarle por sugerencia de su estúpido médico, a raíz

121
del insomnio. Pero las pildoras le iban bien. Era una lástima no haber llevado un frasco a
Norteamérica.
—Eso podría convertirlo en estrella —arguyó con la voz colmada de horror.
-¿Y qué importa eso? ¿Qué tienes contra él? No trata muy bien a las mujeres, ¿verdad?
Melissa parecía divertida, pero sus tonos eran suaves y conciliadores. Con la habilidad de una
estupenda actriz, daba a entender que cualquier confesión de Emma caería en oídos solidarios,
además de poderosos.
La inglesa inclinó la cabeza a un lado al captar el mensaje. El anillo se había convertido en
Tannhauser, fuerte e insistente. Las trompas resonaban peligrosamente en su cabeza.
— En cierta oportunidad se comportó muy mal conmigo — contestó por fin.
-A veces trata de hacer lo mismo conmigo -repuso Melissa, con la expresión más moderada del
mes. En realidad, tenía las marcas de sus dedos en el trasero. Se pasó la lengua por los labios,
nerviosa con sólo pensarlo.
: — ¿De veras? — musitó Emma con cautela, tratando de disimular sus esperanzas.
Dos mujeres importantes habían sido maltratadas por un hombre. Con material como ése se
forjaban las alianzas malignas. Una cosa era segura: Emma y Melissa, trabajando en tándem,
podían poner lágrimas en los ojos de Valentino. Ahora Tannhausser sonaba más potente; sus
compases le llenaban la mente, grandiosos. Casi tenía ganas de dirigir la ejecución.
—A veces —aruyó con suavidad, entre la música de Wagfier—, sueño con cobrármela.
—¿Y se te ocurre cómo hacerlo? —preguntó Melissa, con inocencia de anaconda.
—Son sólo sueños —rió Emma, sin alegría—. Yo no soy como tú. No tengo poder sobre él.
— ¿Poder? —repitió la actriz.
—Sí, el poder absoluto. Tú eres la estrella. El no desea otra cosa que convertirse en astro de la
interpretación. Y tú puedes impedírselo. Podrías hundir su carrera cinematográfica aun antes de
que comenzara... si quisieras.
—¿En la película que vamos a hacer juntos, quieres decir?
—Sí —rió Emma.
— ¡Ja, ja! —rió Melissa—. Sería divertido.
Qué buen chiste, concordaron. Nada había sido dicho. No había promesas. No había
compromisos. Sólo había dos muchachas riéndose de un muchacho que se daba demasiados
aires. Nada más. Nada menos. Justamente
-¡Sería realmente divertido! -carcajeó Emma- que Pat Parker tuviera que dirigir mientras tú y
Tony hacéis fogosas escenas de amor. Está chiflada por él y, en el fondo, creo que él todavía la
quiere. ¿Te imaginas...?
La sonrisa de la actriz se había enfriado. Sí, probablemente Valentino aún amaba a la seria
fotógrafa de pretensiones artísticas. El trato que daba a Melissa ciertamente, no tenía nada que
ver con el amor y sí con el disgusto. Era como si la castigara en su papel de símbolo sexual
femenino. Al humillarla, Valentino se vengaba de todas las mujeres; tal vez sobre todo de Pat
Parker, por quien tenía aún profundos sentimientos, pese a su tonta rencilla de amantes. Pat
Parker. ¿Qué le había dicho aquella cerda en el barco de Latham? «Podrías haber venido en un
rayo desde la Tierra de la Fantasía.» Y por añadidura se había revolcado en la playa con
Valentino. Hummmm... Pat Parker no era su personaje favorito. Había cierta poesía en la
sugerencia de esa inglesita que parecía una corona de velatorio.
Llegó el café, pero Melissa Wayne ya tenía ganas de tomar champaña. Cuando lo dijo, no le
sorprendió en absoluto enterarse de que a Emma Guinness le pasaba lo mismo. Aún no habían
hecho la entrevista, pero eso ya no tenía importancia. Lo que importaba era su alianza secreta.
-Bueno, Melissa, ¿qué prefieres que digamos de ti en mi revista?
— Lo que tu revista quiere decir de mí —respondió la actriz.
Y ambas rieron bajo el intenso sol de Beverly Hills, porque ambas se estaban ofreciendo algo
bueno: algo bueno que sería muy malo para Tony Valentino y Pat Parker.
—Tú sí que cumples tus promesas, ¿no? —gritó Pat, por sobre el ruido del helicóptero.
—Sólo cuando tienen sentido.
Dick marcaba las palabras con los labios, por no competir con el rugido del motor. Deslizó una
mano en la de Pat, en tanto el aparato se posaba en la pista escalonada; el viento de la hélice les
agitó el pelo, abanicándoles la cara. El piloto apagó el motor. Se hizo el silencio en el cañón. Se
abrieron las puertas y, segundos después, los pasajeros descendían al polvo rojo de la pista
recién despejada por las excavadoras. Miraron a su alrededor en la cegadora luz, mientras se

122
acostumbraban al ambiente extraño de las montañas desiertas. Llevaban carpetas, cámaras y la
quebradiza afabilidad de su especie, trataban de fingirse a gusto donde no lo estaban. ¡Cristo, qué
sitio para una conferencia de prensa! Trepada al mismo cielo, tan cerca de la civilización pero
también tan lejos... Latham haría bien en cumplir con su promesa de dar una gran noticia. Si les
fallaba le amargarían la vida durante un año y medio, pese a los pequeños regalos, las
atenciones, los sobornos, las abundantes alternadoras y todos los placeres de presión que los
Latham de este mundo vierten sobre el cuarto poder. Dick Latham caminaba hacia ellos. Tommy
Havers, detrás de él, consultaba sus notas. Aquella conferencia de prensa en lo alto de la
montaña estaba desarrollándose con la exactitud de un reloj. Ése era el quinto vuelo que llegaba
en la mañana y había otros dos en camino. Ochocientos metros más arriba, cincuenta periodistas
estaban ya emborrachándose de Krug y whisky, en una gran tienda de la que ningún beduino
auténtico habría querido salir jamás. Parecían haber venido todos, aunque el asunto no se
limitaba a California. Allí estaban los medios de alcance nacional, traídos con tanta dificultad.
Havers había tenido que guardar el equilibrio entre incentivar los fatigados apetitos de la prensa y
descubrir el secreto. Por fortuna, en todos esos años no había malgastado su capital de
credibilidad y los periodistas confiaban en él. Hasta la NBC había mandado un equipo. Pronto, el
enviado estaría diciendo al mundo lo que Latham quería hacerle saber.
— Hola, Lawrence. ¿Ha sido un viaje cómodo? —preguntó Latham a un hombre del Wall
Street Journal.
El periodista frunció los ojos por el resplandor, mirándolo con suspicacia. No le gustaba mucho
que el multimillonario lo distinguiera reconociéndolo. Unos pocos años antes había ganado un
Pulitzer y, en el orden jerárquico del gallinero norteamericano, los ganadores de ese premio
estaban por encima de todo. De cualquier modo, algo era evidente. Al ofrecer una atención como
ésa, Latham estaba reconociendo que necesitaba algo. El hombre del Journal recibiría la lamida
de culo, en vez de ser quien lo lamiera.
— Espero que esto no sea alguna locura ecologista —replicó amenazador.
Latham se echó a reír. ¡Si aquél supiera...! —No, Lawrence. Puedo asegurarte que esto no
tiene nada que ver con el medio y así quiero que siga.
Havers condujo a los periodistas hacia tres jeeps que los llevarían por ochocientos metros de
camino escarpado hasta la tienda de la cima. Pat asestó un puntapié a la tierra colorada.
— ¿Es aquí donde vas a construir tu casa? —preguntó—. Es un lote magnífico.
Latham respondió sin mirarla a los ojos.
— Sí, es grande —contestó, evasivo.
Antes de que terminara la jornada ella sabría la verdad. ¿Cómo se lo tomaría? La muchacha
pensaba que la finalidad de la conferencia de prensa era anunciar públicamente la reencarnación
de Cosmos y revelar los detalles de la primera serie de películas, incluida la que ella iba a dirigir.
No sabía que la dinamita estaba reservada para la línea final. La verdadera noticia era la
localización del estudio. Todos los presentes estarían de pie en ella: decorados, guardarropas,
oficinas de producción, estudios de rodaje. Todo anidando felizmente en medio de las colinas de
Malibú, antes tan bellas, a cuya protección Alaba-ma había dedicado su vida. No haría falta dar
detalles. Aquellos mercaderes de la tinta podían parecer un montón de gente vulgar, pero tenían
narices de catadores cuando se trataba de olfatear la información que elevaría las ventas para las
publicaciones donde trabajaban. En el momento en que llegaran a la autopista costera
telefonearían a sus oficinas para informar de la novedad. Y a continuación todos llamarían a
Alabama, el amigo y mentor de Pat Parker. Sería hora de decisiones para la muchacha cuyo
cuerpo sentía aún contra el suyo. Por una parte estaría el amigo a quien ella admiraba, los
elevados principios morales, la naturaleza que fotografiaba con tanto amor. Por otra, el
multimillonario con quien se había acostado y la brillante carrera en el cine, que él podía abrir y
cerrar como a un libro. Latham sonrió, ceñudo, al tiempo que dibujaba mentalmente la disyuntiva.
¿Qué camino escogería ella? Con cierta sorpresa, descubrió que eso le importaba de verdad.
— ¿En qué estilo la construirás? —preguntó Pat. ¡Maldición! La casa otra vez, la casa que
sería un estudio de grabación.
-Ven -instó Latham, apretando el paso hacia uno de los jeeps—. Tenemos que reunimos con
los demás. Melissa no puede quedarse sola un instante sin armar una escena. Y sabe Dios qué
está diciendo Tony a los sabuesos del periodismo; algo incómodo, inflexible e inadecuado,
supongo.

123
Vio que ella hacía una mueca ante el comentario. Ahora perdería todo interés por los diseños
arquitectónicos. Y así fue.
— Has hecho realidad los sueños de Tony. ¿Ha sido porque te salvó la vida?
-¿Tiene que haber siempre un motivo? ¿No te parece que es la persona adecuada para ese
papel? A mí sí. Yo creía que a ti también.
Habló con aspereza, para demostrar que estaba analizando objetivamente las cosas, como
corresponde a un empresario incapaz de dejarse influir por factores personales al tomar una
decisión importante. Pat rió para demostrar que no se tragaba la patraña.
— Escucha, Dick. El muchacho tiene un talento increíble. Pero el mundo está lleno de
muchachos así. Y de directores. Estás bailando en la cuerda floja y todo el mundo lo sabe.
Casualmente creo que tienes razón y que no defraudaremos tu confianza. Pero estás
arriesgándote. Y has de tener motivos para hacerlo. Motivos personales.
Le estrechó el brazo como a un amante. No porque lo amara. Ni siquiera estaba segura de que
le fuera simpático. Pero entre ambos había intimidad. Así lo decía la memoria del cuerpo. Dick rió
melancólicamente. Era algo nuevo estar cerca de alguien que supiera leer en él. Normalmente ello
le hubiera parecido irritante... y peligroso. Con Pat Parker era divertido... y peligroso.
— Escucha: la motivación es bastante misteriosa, a pesar de todo lo que digan los
psicocharlatanes. Pero supongo que sí, que hay motivos no comerciales para emplearos a ti y a
Tony. Tal vez quiera demostrar a todos, y a mí mismo, que soy capaz de esto. Se supone que
hacer películas es una ciencia difícil, pero en realidad es todo humo y espejos. Me creo tan capaz
como cualquiera de prever cómo puede funcionar algo. Bueno, podría asegurar una buena taquilla
inicial si contratara a Cruise, Hanks o Murphy, pero eso no me convertiría en un genio, sino sólo
en un riquísimo banquero. Y a fin de cuentas, una buena taquilla inicial no garantiza que la
película sea un éxito. Si mi película triunfa, nuestra película, yo seré el único que lo habrá previsto.
Es una apuesta endiablada, claro, pero aquí hay una oportunidad y no tendré otra. Será la primera
película de la Cosmos reactualizada. Los distribuidores, los críticos y hasta el público tendrán que
dejar a un lado el sentido común para creer, por una vez. El cociente de curiosidad será
fenomenal. Por lo menos, la gente probará. Eso es seguro. Si la película es brillante, seré un
genio. Si no, seré un fulano rico que se metió en Hollywood para dar una vía de escape a sus
glándulas y a su orgullo. Así me gusta vivir: al límite, pero con seguro. Tu capacidad, la capacidad
de Tony, son mis armas secretas. Y esto no es un dato confidencial para sacar provecho de la
información.
-Pues debería serlo. Voy a reinventar el género cinematográfico. Voy a enseñar al mundo cómo
se mira. Le haré ver cosas que jamás ha visto —aseguró Pat, entusiasmada.
Y subió a la parte trasera del jeep, levantando las largas piernas; la loneta azul de la camisa se
abrió un poco, dejando ver la mayor parte de sus pechos sin sostén. Dick Latham tragó saliva. Ese
espectáculo era totalmente involuntario, pero añadía énfasis a las palabras de la muchacha. De
pronto parecía que Pat Parker era muy capaz de enseñar al mundo el arte de fisgonear.
Partieron dando tumbos, serpenteando hacia lo alto. Pat guardaba silencio. Hablar era una
cosa; cumplir, otra. Había que tener mucha fe en uno mismo, pero al mismo tiempo el recuerdo de
las antiguas luchas artísticas subrayaba las dificultades. Tendría que aprender un nuevo medio de
expresión. Tendría que entenderse con Melissa Wayne, cuya reputación de problemática era tan
legendaria como la desconfianza y el odio que le inspiraban las demás mujeres. Y tendría que
entenderse con Tony Valentino, con su quisquilloso orgullo, con el odio que sentía hacia ella.
Tendría que rendir cuentas con el dolor del pasado y el dolor asegurado del futuro, al dirigir su
pasión de celuloide con la mujer que ya era su amante fuera de la pantalla. Además, allí estaba
Allison, psicológicamente herida por Tony, tal como ella misma había sido herida. ¿Por qué
demonios la habían metido en la película? Y para colmo, el guión incluía su suicidio. ¡Cristo!, en
ese caso era mejor que la vida no imitara al arte. Y hacer una película era un asunto lleno de
fechas límite. No podría permitirse la angustia del «bloqueo» ni retrasarse cuando la inspiración se
quedara dormida. Tendría que hacer resonar el látigo para que los salvajes animales de celuloide
saltaran en el momento debido, si no quería que todo aquello terminara en sangre, lágrimas y una
horrible destrucción. Así que aspiró hondo y se aferró del jeep, que amenazaba con abandonar el
tirabuzón de la carretera. Un miedo delicioso y un entusiasmo aterrorizado le colmaban la mente.
— New Celebrity partió con un éxito arrollador —comentó un periodista, volviéndose en el
asiento delantero del Wrangler.
—Sí —sonrió Dick Latham, como si no fuera gran cosa—. Ya estamos muy por delante de la

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antigua en suscripciones y publicidad. Es un éxito. Y todavía no se ha visto nada.
— ¿Qué hará Emma Guinness para lograr otro impacto como el de los desnudos masculinos?
—Tendréis que preguntárselo a ella. Estará en la comida. Pat giró en redondo.
—¿Qué hace Emma aquí?
La espada de la culpa se clavó en ella. No había evitado que, en Broad Beach, la exuberante
inglesa hubiera reconocido tener planes con respecto a los surfistas y a Dick Latham, no necesa-
riamente en ese orden. Emma la había tratado como a una amiga, contratándola por más dinero
del que ella creía valer. A cambio, en el Canal Bar, Pat se había dejado cortejar por el hombre con
quien Emma soñaba casarse. No hacía falta ser un Columbo para imaginar la escena: mientras
Emma se aburría a muerte con Tommy Havers, Dick Latham vertía todo su encanto sobre Pat. La
Guinness había entornado los ojos al registrar la derrota, y Pat Parker, sin poder hacer nada para
evitarlo, había visto crecer frente a sí el embrión de una enemiga. Eso la incomodaba. Era
peligroso fastidiar a una mujer como Emma Guinness. Detrás de la juguetona malicia de su
exterior acechaba una glacial capacidad de odio. Pat había visto la punta del iceberg al oírle
hablar sobre sus enemigas de clase en Inglaterra. Ahora ella misma era blanco de la Guinness,
sin lugar a dudas. Las flechas no tardarían en llegar.
—A Emma le gusta estar donde hay acción —respondió Dick.
—Le gusta estar donde estás tú — corrigió Pat. Si Emma iba a ser su adversaria, era mejor
perfilar su propia estrategia.
-Es lo mismo -replicó Latham, desenvuelto, pues no era ajeno al pecado de orgullo.
-Será mejor impedirle que se acerque a Tony.
-Y a ti -agregó Latham, riendo.
Su respuesta era deliberadamente ambigua: ¿mantener a Emma lejos de Pat?, ¿a Pat lejos de
Tony?
— Ya hemos llegado — anunció la muchacha, pasando por alto la doble sugerencia.
El jeep se detuvo crujiendo en la cima del mundo. La tienda había sido plantada en una
plataforma escalonada, en la cima misma de la cordillera. La vista que se desplegaba alrededor
de ellos era espectacular. Se podía ver hasta Santa Bárbara; por el oeste, hasta la costa de la isla
Catalina; por el este, por encima del Valle, hasta las montañas de Santa Susana y San Gabriel;
por el sur, hasta la centelleante bahía de Santa Mónica. Era un panorama interminable,
sobrecogedor en su luminoso encanto, y las colinas reverberaban en una bruma de calor,
refrescada en los bordes por el azul del océano. Allá abajo, en el cañón, llegaba otro helicóptero.
Los gavilanes competían en las corrientes térmicas, ascendiendo y bajando en picado hacia el
chaparral, en altanero desdén por los forasteros que perturbaban su tranquilidad.
De la tienda brotó el zumbido de las conversaciones animadas; la bebida aflojaba la lengua a
aquellos mercaderes de la palabra. A nadie le interesaba mucho el deslumbrante panorama, pese
a que la tienda tenía sus flancos recogidos. Latham y Pat se zambulleron en la muchedumbre, con
una estela de periodistas casi frescos dirigidos por Havers.
Un gran nudo coloquial se abrió, descubriendo en su centro a Melissa Wayne, increíblemente
apetitosa con su minifalda de Gaultier y su chaqueta de cuero.
— ¡Hola, Dick! —saludó. —Hola, Pat —añadió, en un tono de voz muy diferente.
No había olvidado las confrontaciones en el barco y en el Canal Bar, pero desde entonces
había ocurrido todo tipo de cosas. Estaba contratada para protagonizar la película de Cosmos que
dirigiría Pat. Tony había usado y abusado de ella, y al parecer tenía cierto tipo de relación con la
fotógrafa. Además, Pat y presumiblemente Tony tenían tratos secretos con el multimillonario,
obviamente, y ello explicaba la peligrosa decisión de incluirlos en su película. Semejante campo
minado psicológico obligaba a caminar con cuidado. Más adelante, cuando el éxito de la película
descansara sobre el ancho lomo de su nombre, sería el momento de soltar los fuegos artificiales.
Mientras tanto mantendría su perfil, habitualmente estratosférico, al nivel del mar.
— Hola, Melissa. No sabes cómo me alegra que vayamos a trabajar juntas —mintió Pat.
Y miró a su alrededor. ¿Dónde estaba Tony? Aquella zorra se había acostado con él. Él se
acostaba con la zorra.. ¿A cuál de los dos odiaba más?
— Tony anda por allí —informó Melissa, con precisión de adivina.
La mirada de Pat siguió el dedo de la Wayne, como atada a él por un cordel. De inmediato
volvió la cabeza; se había dado cuenta, demasiado tarde, de que estaba revelando todos sus
sentimientos. La sonrisa triunfal de Melissa dijo la mayor parte. La expresión disgustada de Tony
Valentino al captar su mirada, que parecía decir «vete a la mierda», agregó el resto.

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A modo de venganza, Pat deslizó una mano en la de Dick Latham. «El caldero de oro es mío»,
decía su gesto.
Interiormente estaba preocupada. ¿Cómo diablos iba a trabajar? Tenía que hacer las paces
con la Wayne, por el bien de la película. Tenía que arreglar las cosas con Tony, por el bien de...
¡Bueno, eso qué importaba!
—¿Qué opinas del guión? —inquirió, volviéndose hacia Melissa.
«Por favor, seamos profesionales —decían sus ojos—. Olvidémonos de toda la porquería.
Hagamos una película para el recuerdo. »
— ¿Acaso no he firmado el contrato? Es bueno. No será una maravilla, pero está bien. Mi parte
puede mejorarse muchísimo.
Pat se estremeció. El guión de Malibú no estaba modelado en cemento, por supuesto, pero le
inquietaba pensar que Melissa Wayne pudiera blandir una estilográfica. E imaginar a Melissa
Wayne rescribiendo su papel era mucho peor. De cualquier modo, no era buen momento para
decirlo. Las conferencias de prensa requieren armonía. Si no se la podía fingir en esos primeros
momentos, el desastre sería de proporciones cósmicas.
-¡Ah, ya habéis llegado! -exclamó Emma Guinness, sonriendo como el niño Damien—. Pat y
Dick, Dick y Pat. Todos mis favoritos. Hola, Melissa. ¿Dónde está el brillante James Dean?
Haciendo mohines en algún rincón, supongo, asediado por mujeres kamikazes que le vieron las
partes en New Celebrity. Qué éxito tuvieron esas fotos, ¿no, Pat? ¿No te encantaron, Melissa?
Casi tan agradables como el objeto de carne y hueso, supongo, aunque no soy experta en el
tema. ¡No, por Dios! ¡Ja, ja! En eso tengo que rendirme ante otras. Caramba, qué divertido es
esto. Películas. La plana mayor. La auténtica crema y nata. Y nosotros, pobres periodistas,
autorizados a rondar los umbrales de la acción. ¡Qué aventura! Me siento desfallecer...
— ¿Puedes traerme una copa, Emma? —ordenó Dick Latham abruptamente, sin prestar
atención al camarero que tenía junto al hombro—. Ah, y una copa de champaña para Pat,
¿quieres?
La expulsión era absoluta. Nadie se burlaba de Dick Latham y sus amigos, por muy camuflada
que estuviera la burla en ropajes de humor. La cara de Emma cayó como un ascensor al com-
prender que había errado los cálculos. Pero por dentro se sentía extrañamente regocijada. Se
sentía rara, alejada, ultramundana. Era como si, en algún plano fundamental, ya nada importara.
Todos sus planes, todas sus astutas maquinaciones daban cero por resultado. Había llegado,
pero aún no estaba allí. Había convertido la revista en un éxito brillante. Era la mimada de Nueva
York. Sin embargo, era también la mandadera que iba en busca de bebidas para el multimillonario
y su mujerzuela. Tenía dinero, renombre, sirvientes que la atendían, pero su verdadero objetivo se
le escapaba. No estaba más cerca que en un principio de la venganza global que tan
desesperadamente buscaba. Sus enemigos sobrevivían y prosperaban: todas las odiadas
inglesas que la habían humillado; Tony Valentino, para quien soñaba un infierno especial; y ahora
Pat Parker, que se había alzado con la montaña de dinero que Emma quería por esposo. No
bastaba con ser brillante. La simple brutalidad no servía. Mientras se ajustara a las reglas del
juego no ganaría jamás, por bien que jugara. La idea rompió contra Emma Guinness como el
oleaje en una playa solitaria. Para salirse con la suya tendría que aumentar la apuesta inicial. Ya
no había sitio para la moderación. Las situaciones drásticas requerían soluciones drásticas. Desde
ese momento en adelante, no temería tomarlas. Iba a firmar un pacto personal con el diablo,
pagando el precio que fuera. Por eso sonrió, para velar el mal que burbujeaba tan súbitamente en
su alma, y caminó por entre la multitud para servir los cálices de veneno a los enemigos que iba a
destruir.

— ¡Dick! —exclamó Pat, con tono de VOz acusador: Latham se había excedido.
La sonrisa de sus labios decía otra cosa: se había quedado corto.
Él le devolvió la sonrisa, orgulloso de su crueldad, seguro de su fuerza. Supuestamente, la
gente de la costa atlántica no era así. La crueldad formal era cosa de Los Angeles. En el Oeste, la
brutalidad era el instrumento con el que se medía el diámetro de los cojones. Pero Dick Latham ya
se había adaptado a ese tipo de vida. En Roma, era más romano que los romanos.
—Bueno, Melissa, no sabes cuánto me alegra haber podido convencer a tu agente para que te
permitiera hacer nuestra película —comentó Latham.
Sonrió recordando su engreimiento. El viejo buho, al ver el tamaño del cheque, había tenido
que tomar un medicamento para el corazón.

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—Será divertido —aseguró Melissa, sonriendo a Latham seductoramente; a Pat, con maldad.
Aquel «divertido» sonaba como la amabilidad que los gatos mostraban ante los ratones—. ¿Dón-
de vamos a filmar? Supongo que aquí mismo, en Malibú.
— Para exteriores, sí. Hasta que podamos construir un estudio nuevo, los interiores se harán
en la Universal. Tengo un trato hecho con la MCA.
— ¿Y en qué sitio del desierto piensas construir la nueva Cosmos? —inquirió Pat súbitamente.
—Sí, sí —respondió Latham, frotándose las manos para disimular lo inadecuado de su
respuesta.
— ¿Dónde? —repitió Pat, ásperamente. Sentía el cosquilleo de una premonición.
— Era un tema que deseaba reservar para la conferencia de prensa —repuso Dick Latham,
tras una densa pausa.
Pat frunció el ceño. Él había desviado la mirada. Estaba ocultándole algo.
— Creo que deberíamos alternar un poco con los demás — agregó él—. Para esparcir la
buena noticia de que todos somos brillantes. Recordemos que estamos en el condado de
Los Angeles. Aquí la modestia es señal de desequilibrio mental. Cuando se habla de dinero en
cifras que parecen números de teléfonos hay que tener en cuenta las características del terreno.
De cualquier modo, la gente de aquí divide por seis. Si uno dice la verdad, lo creen poca cosa.
Rió alegremente y desapareció en la multitud.
—¿Verdad que es grandioso? —rió Pat.
— ¡Verdad que es rico! —replicó Melissa.
—Mira, Melissa, tendremos que trabajar juntas —dijo Pat, cogiendo el toro por los cuernos—.
¿Por qué no tratamos de ser amigas, al menos por el tiempo necesario para hacer la película?
-¿Amigas? ¿Amigas? -Melissa Wayne enroscaba la lengua alrededor de la palabra como si
fuera una blasfemia—. En mi vida hay sólo dos tipos de personas —se burló—: las que no me
gustan y las que me llevo a la cama. A veces se superponen.
Pat meneó la cabeza como si la causa estuviera perdida. Levantó el mentón. Si la Wayne
quería jugar duro, se le daría el gusto. Con frecuencia los matones reaccionan mejor al palo que a
la zanahoria.
—Y Tony Valentino ¿es una de esas superposiciones?
Melissa Wayne echó bruscamente la cabeza atrás. Sus mejillas enrojecieron. ¡Maldición! Había
estado tratando de mantener velada aquella parte de su vida.
—No te metas en lo que no te importa —respondió.
Giró en redondo para alejarse, pero mientras tanto iba repasando los planes que tenía trazados
para el hermoso muchacho que se había atrevido a maltratarla.
—Su copa, señora.
La voz de Emma Guinness estaba cargada de sarcasmo al ofrecer a Pat la copa de champaña.
Pat pensó en disculparse ante Emma por la grosería de Latham, pero al ver el brillo en los ojos
de la Guinness decidió no molestarse. Una señal de debilidad podía empeorar las cosas.
— Gracias, Emma —aceptó, tomando la copa.
El champaña no llegó a sus dedos extendidos: Emma se inclinó hacia adelante, fingiendo que
un camarero, al pasar, la había empujado desde atrás. El Krug se desbordó, como era su
intención, empapando a Pat la mano, la muñeca y el tatuaje de John Richmond en la manga larga
de la blusa.
— ¡Cuánto lo siento! Temo que jamás seré una buena camarera —entonó teatralmente Emma
Guinness, torciendo las facciones en una sonrisa-. ¿Dónde está Dick? ¿Acaso el amo y señor ha
abandonado a su amada?
En el vientre de Pat Parker se encendió una hoguera.
-Mira, Emma, no me vengas con esa mierda. Entre tú y Dick no había nada. Trabajas para él y
eso es todo. Cualquier otra cosa estaba sólo en tu imaginación. Que, dicho sea de paso, es el
mejor lugar para eso.
Sacudió la mano para secar el champaña. ¡Qué camaleón era aquella mujer, por Dios! Una la
veía divertida, brillante y entretenida... y de pronto, algo así.
—Tú también trabajas para él, Pat. Pero no me había dado cuenta de que lo hacías en posición
horizontal. Este tipo de trabajo tiene un nombre, ¿verdad? Pero no creo que lo llamen
«fotografía». Me parece que comenzaba con P...
— Cuidado, Emma. Se te empieza a notar la fealdad. La interior quiero decir.
Pat desempolvó con la mirada el horrendo desastre que la Guinness llevaba puesto ese día: un

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conjunto de chaqueta y camisa de seda purpúrea, lleno de canutillos. Gracias al Señor, aquella
mujer no tenía nada que ver con la película. No había modo de que Pat pudiera mostrarse
diplomática después de un comentario como aquél. En su vida le habían aplicado muchos
epítetos, pero nunca el de puta.
Emma Guinness empezó a contraerse. Apretó los puños. Su cara, enrojecida por el champaña,
perdió el color. Tenía los labios apretados y malignos. Había captado el mensaje. Era una alusión
a su mal gusto. Con el correr de los años había contraído una alergia hipersensible a ese tipo de
comentarios. Buscó el insulto adecuado en el procesador de textos que tenía por cerebro, pero ya
estaba rebasando el mero lenguaje. Aquella perra se atrevía a desafiarla, después de arrojar una
llave inglesa contra la delicada maquinaria de su futuro. De pronto, todas las personas que odiaba
desde mucho tiempo atrás se concentraron en el paquete de carne y hueso que tenía ante sí. Pat
se había convertido en Victoria Brougham y las enemigas cosechadas en la revista inglesa Class.
Era Tony Valentino y las despedidas de Nantucket y Vassar, de la vieja Celebrity. Era el mundo
entero, que sólo existía para fastidiar a Emma Guinness y negarle el sitio que le correspondía por
derecho. La conversación rugía y se apagaba en la mente de Emma. Wagner tronaba en la
cabeza. Ya nada parecía real. Sólo había tonos de rojo sangre y olores penetrantes, intensos; en
la punta de los dedos, las uñas esmaltadas tamaño programa espacial le cosquilleaban como las
garras de un tigre al acecho. Habría podido destrozar a aquella muchacha. Antes de que la
arrancaran de su cuerpo espasmódico podía arañar aquellas mejillas hasta que ninguna cirugía
plástica pudiera componerlas. ¡Qué grato sería abrir los surcos sangrantes, arrancar los ojos al
estilo de Shakespeare, oír los alaridos de la enemiga atacada! Hacia allí se encaminaba. Ya no le
interesaban los comentarios sagaces y vulgares. Eso era para la gente tonta y civilizada que
jugaba según las reglas. Ahora ella era negra como la noche y había pactado con el diablo y sus
caminos secretos. Se estaba volviendo loca, por supuesto. Pero estaba abrazándose con gusto a
la locura. De eso se trataba. Para ser sobrehumano había que elevarse por encima de las
convenciones. Había que soñar sueños descabellados, atreverse a hacer cosas horribles. No
temer al castigo, porque la miserable venganza de la sociedad era indolora comparada con el
tormento de no tener cuanto se deseaba. Por fin era libre; nadaba sin estorbos en el gélido lago
del odio puro. En el momento de su extraña epifanía, Emma Guinness enfrió el ánimo.
—Lo siento —se disculpó—. Nada de todo eso fue en serio. Creo que he bebido demasiado.
Pat, atónita, trató de aprehender ese cambio de humor.
—No importa. Comprendo. Olvidémoslo. -Consiguió esbozar una tibia sonrisa.
-Lástima que Dick no estuviera aquí. Esa pequeña conversación le habría encantado. —Emma
Guinness reía.
El encanto había vuelto. El gas venenoso que burbujeaba en el pantano de su yo se iba ya con
el viento.
Pat apenas podía creer en el cambio de carácter. Lo archivó en su mente. Una cosa era obvia:
Emma Guinness estaba próxima a algún tipo de colapso. Por debajo de la inteligencia brillante, su
mente estaba en ruinas. Era terriblemente inestable, pero nadie podía creer, sin haber
presenciado su arrebato, hasta qué punto se había vuelto peligrosa. ¿Convendría advertir a
Latham? ¡No, qué diablos! Él pensaría que su motivación era sospechosa. De cualquier modo,
Latham necesitaba tanta protección como una viuda negra la necesita contra su infortunado
macho.
Sin embargo, por el momento convenía ofrecer la rama de olivo.
-Escucha, Emma: Dick y yo no somos, en realidad... una pareja. Es decir...
— Bueno, a ti te fue algo mejor que a mí en el cuarto de baño, entre las nubes de Wisconsin —
rió Emma, soñando con rayos mortíferos; ya olfateaba la sangre.
— Menos novedoso. Más mundano —rió Pat, conjurando imágenes de chalecos de fuerza,
hombres de chaquetillas blancas, jeringas con Thorazine.
-Hola, Pat. Hola, Emma. ¿Os acordáis de mí? Aílison Vanderbilt.
No parecía fácil olvidarse de Allison Vanderbilt. Tampoco su tono daba a entender que ella lo
creyera así. Se la veía serenamente hermosa con su traje de pantalón de Alai'a; su ostensible
humildad era un arma de clase social que llevaba a modo de garrote.
-Hola, Allison. Qué alegría, volver a verte —saludó Pat, agradecida por la interrupción—. ¿No
es estupendo que tú también trabajes en la película? Me encanta tu papel. Lo harás de maravilla.
Y en tu familia ¿están contentos?
De algún modo, la familia Vanderbilt era un tópico que pendía alrededor de Allison como un

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aura.
—Oh, esto les parece un chiste grandioso. En el fondo, creo que mamá está bastante
impresionada. Se muere por Sylvester Stallone y ahora supone que voy a invitarlo a casa. Papá
insiste en jactarse de que, allá por la Edad de Piedra, solía ir con una estrellita al Morocco; hasta
amenaza con transformar el invernáculo de las orquídeas en una sala de proyección. Y ha llegado
a prevenirme contra los que piden favores sexuales para incluirte en un reparto, ¿sabéis?
— Qué maravilla, verte tan feliz —comentó Pat.
— ¿Has visto a Tony? —preguntó Emma Guinness, que se oponía congénitamente a la
felicidad dondequiera que la encontrara.
Su recompensa fue la fugaz expresión de dolor que cruzó las facciones de la Vanderbilt.
— Sí, está por allí. Me alegra mucho que vayamos a trabajar juntos -respondió Allison, con
innecesaria sinceridad.
Le resultaba mucho más fácil sentir simpatía por Pat sabiendo que ella y Tony ya no eran
amantes.
—Tú y Melissa seréis una combinación espléndida —observó Emma—, sobre todo si es Pat la
encargada de mezclarla.
Nadie sintió necesidad de mostrarse de acuerdo. Pat ya estaba harta.
—Todavía no he saludado a Tony —dijo apresuradamente—. No debo descuidar a mi estrella
masculina.
Con el corazón acelerado y alas en las botas, se apartó de Emma y Allison para dirigirse hacia
Tony por entre la multitud.
Tony era una combinación de agonía y éxtasis a partes iguales. La recepción a la prensa era
un infierno construido pensando especialmente en él. El motivo era un dulce sueño. Cambiaba el
peso del cuerpo de un pie a otro y trataba de decir cosas que fueran, a un tiempo, verdaderas e
inofensivas, mientras los duros veteranos de la prensa dejaban caer sus bombas alrededor. ¿Qué
se sentía al ser un «chico de calendario»? ¿Qué habría pensado su difunta madre? ¿Eran
símbolos sexuales masculinos tan cabezahuecas como sus equivalentes femeninas? ¿Por qué la
posesión de un cuerpo pasable sugería que el niño bonito sabría actuar? Él sorbía su zumo de
tomate, aspiraba hondo y trataba de respetar el credo de Latham. Tenía instrucciones directas. No
echar las cosas a perder. No reventar narices. Hacerse el san Sebastián hasta que no quedaran
flechas. El consejo de Dick Latham había sido cortés, pero sus palabras encerraban un desafío. A
Tony no le importaba. Estaba donde había soñado. Ocupaba, por fin, el lugar que le correspondía.
Allí, en el umbral de la fama, bien podía recibir todo lo que le arrojaran.
— ¿De qué trata Malibú, Tony? —preguntó burlonamente un columnista, para averiguar si el
idiota sabía hablar.
— De la obsesión. La película versa sobre los deseos, sobre la inutilidad de la ambición, pero
también de su carácter absolutamente ineludible. Es un ensayo sobre el éxito, la fama, el
«llegar» y de cómo se relaciona todo ello con la felicidad y la satisfacción. Plantea un contraste
entre las vidas tranquilas y las ruidosas, la paz y la guerra, la lucha por alcanzar metas que nunca
permanecen inmóviles y la pasiva aceptación del destino. Formula este interrogante: «¿Qué es lo
mejor?».
—¿Y qué es lo mejor?
—Ni en las películas ni en la vida hay respuestas. Sólo hay preguntas dignas y bien
planteadas.
— Por ejemplo: ¿Por qué demonios estamos varados en esta montaña, escuchando
psicobasura de una verga de alquiler? — dijo alguien desde los límites del grupo, con voz
gangosa.
Los puños de Valentino se pusieron blancos. Giró en redondo para localizar al borrachín en
peligro.
— Por ese impulso que es la perdición de los gatos: la curiosidad —intervino Pat Parker—. Y lo
que Tony acaba de decir no tiene nada de basura. Es la evaluación de la película más
inteligente que he oído. El que todavía pueda escribir debería anotarla.
Se plantó junto a él; cuando sus miradas se encontraron, allí estaba de nuevo la antigua
solidaridad. No importaba qué hubieran sido ni qué fueran en el futuro; eran los mismos y estaban
del mismo lado, en el borde del abismo, viviendo peligrosamente. Recibían los golpes y buscaban
las recompensas, atrevidos, soñando, apostando por la vida. A diferencia del pájaro en el cable de
Cohén, de su alcoholizado corista de medianoche, Tony Valentino y Pat Parker eran libres. No

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resultaba grato. No resultaba cómodo. Tal vez ni siquiera fuese prudente. Pero era inevitable. A su
alrededor se agrupaban los hombres de los hechos, los expertos en el statu quo, en lo que se
puede hacer, en lo que es imposible. Escasos de voluntad y con exceso de instrucción,
comerciaban con la moneda de la seguridad. Construían su vida sobre cimientos aparentemente
firmes, con los ladrillos y el cemento de la certeza, y pagaban por la previsibili-dad con el contado
rabioso del aburrimiento. Ésa era la disyuntiva de Malibú, la película: ¿había que aferrarse a la
obsesión o retroceder ante ella?
Imperceptiblemente, Pat y Tony cerraron filas. Sus hombros se tocaban, se apartaban, volvían
a tocarse. No era por lo apretado de la multitud. Era por la pasión que aún compartían. Rodeados
por el mar de mediocridad, se aferraban el uno a la otra. Ambos comprendieron al mismo tiempo
que en sus vidas se iniciaba la segunda etapa.
— Usted no tiene experiencia como directora. El único nombre famoso de la película es el de
Melissa Wayne. ¿Por qué piensan que no será un desastre?
— ¿Qué se trae Dick Latham entre manos? —¿Cuánto hace que lo conoce usted?
— ¿Ésa será la tendencia del nuevo Cosmos, utilizar a desconocidos?
Las preguntas se sucedían, rápidas y furiosas. Pat levantó una mano para interrumpirlas.
— Por favor, señores, tengan paciencia. Hay periodistas que aún no han llegado. Más tarde
habrá una sesión formal de preguntas y respuestas. Entonces todos los interrogantes serán
aclarados. Hagamos esto como corresponde.
Deslizó una mano en la de Tony, feliz de que él no resistiera, y lo alejó de los tábanos que
habían estado perturbándolo.
— Salgamos por un rato. Tenemos que hablar —susurró.
Él la acompañó. Fuera de la tienda, el calor y el silencio se cerraron sobre ellos. Pat caminó
hasta el borde de la pendiente, donde la vista se extendía como una alfombra mágica. Se podía
ver hasta la Sierra Madre y más allá; las majestuosas montañas reverberaban en el aire caliente.
—Dios mío, qué bello es esto —dijo Pat—. Es en momentos como éste cuando comprendo en
realidad a Alabama.
-¿Cómo está? -preguntó Tony.
Alabama era un tema neutro, sin peligros ni amenazas. A Tony le gustaba. Pat lo amaba.
—Siempre el mismo. No cambia nunca. Lo puso furioso que yo aceptara hacer esta película,
pero en realidad no está enfadado; sólo finge.
-¿No cree que el cine sea arte? Tal vez tenga razón -comentó Tony.
—A veces lo es, a veces no. Nuestra película lo será.
Pat se volvió hacia él, sonriendo. «Nuestra película. Tuya y mía. Un proyecto conjunto para dos
personas que habían estado unidas antes de que la fatalidad las separara.» Sus ojos sugerían
que estaba pensando eso. Él reconoció su pensamiento.
-Va a ser endemoniadamente difícil -subrayó Tony, de pronto.
En su cara se reflejó el dolor del tormento futuro.
— ¿Tú y yo... y Allison... y Melissa?
Él asintió, con la vista perdida en la reverberación del calor.
—Tenemos que ser amigos —afirmó Pat—. Tienes que perdonarme. Tienes que confiar en mí.
Él volvió a asentir sin mirarla. La muchacha aspiró hondo. ¿Hablar serviría para mejorar o para
empeorar las cosas?
— ¿Tan fácil debe ser la confianza? —preguntó él, por fin. En su voz había reproche, pero no
era un reproche definitivo. Ella le cogió la mano una vez más, mirándolo al fondo de los ojos. No
tendría otra oportunidad para presentar su caso. Era su corazón el que se sometía a juicio.
—Escúchame, Tony. No me enorgullezco de lo que hice, pero era preciso. Tú deberías
entenderlo mejor que nadie. Cuando tomé aquellas bellas fotografías no tenía idea de lo que
pasaría con ellas. Créeme, por favor. No fue algo calculado. Ocurrió, simplemente, del modo más
natural del mundo. Ese tipo de cosas nunca se puede forzar. Estoy segura de que tú lo sentiste.
Yo no te pedí que hicieras lo que hiciste. Lo decidiste solo, porque parecía lo correcto. Así surge
una gran obra de arte. Y cuando ocurre no puedes ignorarla. Por lo menos, yo no pude hacerlo.
Es demasiado raro. Demasiado importante. Es más grande que la gente y sus sentimientos,
porque sin el arte la gente no puede crecer. ¿Me explico? Está bien, tal vez me equivoqué, pero
fíjate en lo que ocurrió gracias a lo que hice. Yo lo sabía. New Celebrity es una sensación gracias
a nosotros. Esta película va a hacerse gracias a eso. Todo lo que deseabas ha sucedido. Aunque
yo no haya hecho lo correcto, ¿no merezco algún crédito por todas las cosas buenas que nos

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están sucediendo? — Le estrechó las manos—. Mírame, Tony. Dime que está bien. Dime que
nosotros estamos bien. Si no como antes, al menos amigos, amigos íntimos.
La cara de Tony era una máscara. Ella la estudió en busca de claves. No encontró nada en
aquellos ojos. En el fondo, sabía que el muchacho estaba jugando con ella. La obligaba a prever
la expresión que surgiría. La directora en gestación que había en ella se vio obligada a admirarlo,
en tanto la mujer y la amante disentían a gritos.
No podía dejarlo librado al azar. Tenía que influir sobre él. Por eso dio un paso adelante, hasta
el espacio de Tony, hasta que su cuerpo estuvo contra el de él. Se arriesgaba a un rechazo. Lo
sabía. Podía humillarla por eso, y sabía hacerlo. Demasiado bien. Pero continuaba siendo un
enigma. Sus emociones estaban encerradas con llave. Pero estaban allí, a milímetros de la piel, y
ella podía percibir su presencia. Tony no había retrocedido. A falta de asidero, Pat estrujó la mano
que se le permitía retener.
-Yo creía que el protagonista era privilegio de la estrella -comentó Melissa Wayne.
El agua fría de sus palabras burlonas cayó a cántaros sobre
Tony y Pat. Se separaron como impulsados por un resorte de acero.
— Lamento interrumpir una escena tan... privada —graznó la actriz—, pero hay tres fotógrafos,
por lo menos, que las han captado para la posteridad con teleobjetivos. Y como estáis a plena
vista de casi todos los chismosos a sueldo de California, me pareció mejor pasar por aquí a
saludar. Sé que sois novatos en el juego del cine, pero en un escenario no hay secretos. Los
profesionales somos una familia grande y feliz, dedicada a nuestro trabajo, sin favoritos y ajenos a
los sentimientos personales.
Sus labios se curvaron decididamente con malicia, al tiempo que arrojaba su sarcasmo contra
aquellos dos que, según creía firmemente, renacían como amantes. Su amenaza estaba en todas
partes. No olvidaría eso. Acababa de recibir una bofetada en público. El guante estaba arrojado y
ella lo recogía para un duelo a muerte.
Pat maldijo para sus adentros. Melissa Wayne tenía un solo atributo: su atractivo sexual.
Detestaba sólo un tipo de cosas: las mujeres. Se había precipitado a la prematura conclusión de
que Pat le había robado a «su» amante, recuperándolo para sí. Era un delito capital. Como
resultado de ese malentendido, la directora y su estrella habían iniciado un proceso de colisión. Y
faltaban apenas semanas para comenzar la filmación. No había palabras para explicar lo ocurrido.
El lenguaje corporal se había encargado de hablar. Pat no podía disculparse. Por eso se limitó a
mirar a Melissa en inútil desafío.
Melissa le sostuvo la mirada echando fuego. De pronto se echó a reír, echó la cabeza atrás y
sacudió la cabellera a la luz del sol, proyectando sus pechos impertinentes.
—Vuelvo a la fiesta. Dick está preparándose para hacer no sé qué anuncio. —Les volvió la
espalda como para alejarse. Por encima del hombro disparó el dardo final—. Nos veremos en las
escenas de amor, Tony —dijo.
Pero hablaba mirando a Pat Parker.
— No te preocupes por ella —aconsejó Tony—. Yo puedo manejar a Melissa Wayne.
-¿Tienes práctica? -Pat se mordió el labio, pero no pudo resistirse a los celos.
— Eso no servirá de nada.
Había enfado en la voz de Tony. Aunque Melissa los hubiera obligado a formar algún tipo de
alianza, Pat no estaba perdonada. Su tono decía que ella haría mal en asumirlo así.
— Lo sé. Perdona. Tal vez tú puedas manejarla, pero no sé si yo puedo decir lo mismo.
— Melissa es una prepotente. Bastará con que te hagas valer frente a ella. Es ambiciosa. A fin
de cuentas, no arruinará la película. No puede permitirse el lujo de actuar en un fracaso. Nadie
puede.
-Ojalá tengas razón.
La mente de Pat era un torbellino. «Nos veremos en las escenas de amor», había dicho la
actriz. Era un comentario denso, porque todo el mundo había oído rumores sobre Melissa Wayne;
se decía que era una fanática del realismo, que creía a pies juntillas en el método y no soportaba
el sexo fingido. Dirigir escenas tan cargadas ya era bastante difícil sin que el hombre que una
amaba estuviera al otro lado de la lente... con una ninfomaníaca redomada que no quería
calzoncillos ni taparrabos entre las sábanas. Y su fama le permitía conseguir lo que deseaba.
— Podemos dominarla — repitió Tony, con voz dura y enérgica, como si pudiera ser cierto con
sólo decirlo.
—Sí, supongo que sí, y Dick ayudará. Siempre podemos recurrir a él.

131
—Sí, en Dick se puede confiar —afirmó él, burlón.
Ella sintió su frialdad. Nada había sido olvidado. Allá delante sólo se veían aguas
tempestuosas. Dick Latham y Melissa Wayne eran temas delicados que no se podían evitar.
Pat estiró la mano para asir el brazo que acababa de abandonarla.
— Vamos, Tony. Vamos a escuchar lo que quiere decir el viejo Dick.
Lo de «viejo» era una concesión. Ella habría querido decir algo más despectivo, para
demostrar que Latham no le importaba, pero en el último instante no encontró nada. ¿Por qué?
No había tiempo para autoanálisis. La vida seguía en marcha a la carrera. Ella y Tony no se
habían reconciliado, pese a lo que pensara Melissa, pero acababan de llegar a una especie de
tregua armada. ¿Por el bien de la película? ¿Como preludio para otra cosa? Era difícil saberlo.
Caminaron hacia la tienda.
Dick Latham, de pie en el estrado, hablaba ante un micrófono.
—Supongo que algunos se preguntan dónde voy a construir el nuevo estudio de Cosmos —
decía—. Bueno, me enorgullece decir que la respuesta es... aquí. En este momento estamos en el
sitio elegido. Cosmos Pictures será construida en las colinas de Malibú.
En la habitación estalló un rugido de interés, a medida que las palabras iban cobrando
significado. Un estudio en Malibú, en las montañas donde se libraba la guerra entre constructores
y ecologistas. Dick Latham iba a esculpir los cañones. Trataría de construir la nueva sede de
Cosmos justo en medio de Alabama-landia. Estaba por estallar el Armagedón.
Las palabras penetraron como un torrente en el cerebro de Pat Parker. Abrió la boca y levantó
una mano para cubrirla.
— ¿Qué? —exclamó Tony Valentino, a su lado.
— ¿Cosmos? ¿En las montañas de Alabama? —susurró ella, medio para sí misma, medio para
él.
Ya comenzaba a comprender las implicaciones. Ella trabajaba para Cosmos, para Latham.
Estaba de su lado. Su brillante futuro, el de Tony, el futuro de ambos como pareja dependía del
éxito de aquella película, que sería la nota clave del estudio resucitado. Si fracasaba, todo
fracasaría. Pero si Cosmos se edificaba en Malibú, Alabama, su amigo y mentor, se convertiría en
su rencoroso enemigo. Lucharía con todas las temibles fuerzas a su disposición para que los
planes de Latham se estropearan. Ella tendría que elegir entre la liebre y los galgos. No había
modo de correr con ambos. En su desesperación miró a Tony. Él le sostuvo la mirada,
estupefacto; gradualmente iba asumiendo el alcance de la disyuntiva.
Pat miró de nuevo a Latham. Tenía que ser una broma; le había dicho que Cosmos estaba
destinado al desierto. Hablaba interminablemente sobre su interés por el medio. Y tenía la
maqueta de la casa que pensaba construir en el cañón. Pero aunque trataba de creer que no era
cierto, Pat sabía que sí lo era. En el fondo del corazón había presentido algo como eso. Nunca
había confiado en el multimillonario a quien permitiera hacerle el amor. Desde un principio él no la
miró a los ojos e ignoró todas sus preguntas sobre la casa que nunca pensó construir. Los había
engañado a todos. La había comprado, usado, tentado y manipulado. Ahora se reía de ella,
desafíándola a combatir. En ella se encendió el enfado.
Se abrió paso hacia adelante por entre la excitada muchedumbre. Los ojos de Dick Latham se
encontraron con los de ella. La había estado buscando. A doce metros de distancia, sus rostros
quedaron trabados en combate. Por la expresión de Latham era evidente que éste no se
enorgullecía de su treta. No se jactaba de la disyuntiva que le había impuesto, como podía
regocijarse de cualquier otra victoria hueca ganada sobre una mujer. Por el contrario, se le veía
asustado. Al notar el miedo de Dick Latham, Pat se detuvo en seco. Nunca lo había visto
asustado. Tal vez nadie lo conocía así. Comprendió de inmediato. Latham aún la deseaba. La
deseaba como no había deseado a nadie desde lo de París, tantos años antes. No había podido
resistirse al negocio de levantar Cosmos en Malibú, porque era una operación brillante; pero lo
aterrorizaba la posibilidad de que eso le costara la mujer que amaba. Le estaba suplicando por
encima de las cabezas de los periodistas embriagados. Su cara hablaba con una elocuencia que
hasta Tony podía envidiarle. Pat aspiró hondo. El enfado había sido muy sencillo. Llevada por él
habría podido viajar hacia lo decente: las montañas, Alabama y el adiós a los sueños de
Hollywood. Pero ahora, fundida por la humanidad de Dick Latham y su extraño amor, el enojo se
iba, se desvanecía... Ya no estaba ahí.
Por primera vez en su vida, Pat Parker era espectadora. No tenía idea de lo que ella misma
haría a continuación. Se volvió hacia Tony, que la había alcanzado. Tony miró a Latham. Miró a

132
Pat. Vio la comunicación que Pat y Latham compartían.
Cuando habió había tristeza en su voz; tristeza y resignación.
— Ese hijo de puta te ha tomado el pelo. -

CAPITULO XIII

Alabama destapó con los dientes la botella de Corona y arrojó la tapita al hogar.
—El dentista te dijo que no hicieras eso —señaló King, distraído.
— El dentista —gruñó Alabama— está rogando para que yo me caiga de la Harley y me trague
un trozo de carretera. De ese modo podría remodelar la casa de Winding Way e introducir algunos
barriles de cemento debajo de esa porquería que ha comprado en Big Rock. Con el daño que
pueda hacerme con una tapa de cerveza sólo podría comprarse un Porsche nuevo.
Eructó para acentuar su desprecio por el dentista y siguió contemplando el panorama.
— ¿Qué hacemos hoy? —preguntó King.
— Lo de siempre. Tú imprimes un poco más de dinero, tío, mientras yo ideo el modo de
gastarlo.
King se echó a reír. Sus ojos volvieron al periódico que tenía en la rodilla.
— El Times publica un artículo sobre Malibú, escrito por una muchacha llamada Finke. Dice
que corre peligro de convertirse en Miami Beach.
Se reclinó para disfrutar de los fuegos artificiales que acababa de encender, flexionando los
músculos. Alabama detestaba las investigaciones periodísticas de Malibú, escritas por charlatanes
forasteros que se creían videntes.
— He leído más porquerías de ésas que flexiones has hecho tú, hombre -replicó Alabama,
encrespado-. Un poquito de historia, listas de vecinos célebres, entrevistas con unos cuantos
parlanchines con incontinencia verbal, un par de titulares que llamen la atención y ya está: se ha
cumplido con otro plazo de entrega en el país de la mediocridad. Para esa basura sólo hacen falta
unos cuantos recortes de diarios, una visión prejuiciosa y un periódico famoso, para que te reciban
los que, de lo contrario, no se dignarían echarte una meada si estuvieras en llamas. Lo que no
entiendo es cómo algunos periodistas...
El teléfono interrumpió su diatriba. Cruzó la habitación para atender la llamada.
— ¡Hola! —ladró.
—Soy Richard Brillstein, de Los Angeles Times. ¿Habla Ben Alabama?
— ¿El Times? Por Dios, justamente estaba hablando del Times. Sí, soy Alabama. ¿Qué
desea?
—Bueno... eh... Señor Alabama, acabo de asistir a una conferencia de prensa ofrecida por
Richard Latham, el nuevo propietario de los estudios Cosmos. ¿Sabe a quién me refiero?
— Conozco a Latham. —Alabama se mostraba súbitamente cauteloso.
—Y él ha anunciado... literalmente, hace una hora..., que tiene intenciones de construir todo un
estudio aquí mismo, junto a su finca, señor Alabama, en las colinas de Malibú. y,
—¿QUÉ? —gritó Alabama. King se incorporó.
—Es la reacción que imaginaba en usted. También fue la mía. El impacto ambiental será
considerable, supongo. Habla de hectáreas y más hectáreas de estudios, decorados, lo que sea.
Y habrá que hacer carreteras de acceso, escalonar las pendientes e instalar cloacas, por
supuesto, lo cual equivale a un conflicto con la gente del municipio. Quería conocer su reacción,
señor Alabama. Me alegro de ser el primero en darle esta información, aunque para usted ha de
ser una mala noticia...
Pero Brillstein no captó la reacción de Alabama en toda su plenitud. En medio de su frase, el
fotógrafo colgó el auricular y permaneció inmóvil. Al crecer la furia, el movimiento era imposible.
Para él el enfado era un modo de vida, casi una afectación. Rara vez se trataba de algo personal:
sólo una treta que rendía sus beneficios, pues intimidaba a la gente y le permitía salirse con la
suya. Esto era diferente. Esto era cólera. Era caliente y fría al mismo tiempo. El bloque de hielo
que arranca la piel de una mano sangrante en alguna estepa nevada. El hierro de marcar que
sisea en la carne desnuda, en la macabra tortura ritual. La furia le desgarraba las viejas entrañas.
Apretó con fuerza los puños. Frunció los ojos y grandes bocanadas de aire entraron a sus
pulmones y salieron como expulsadas por un fuelle. Había sangre en todas partes. La veía como
niebla ante sus ojos apretados. La oía a raudales en los oídos. La sentía bombear como una

133
manguera de incendios en la caverna del pecho.
-¿Qué pasa? -preguntó King. Alabama tenía la cara roja, pero estaba palideciendo ante los
ojos de su amigo—. ¿Qué ha hecho ese Latham?
— Es hombre muerto —susurró Alabama—. Se ha suicidado. Desapareció, es historia, una ex
persona -jadeó.
Se enfrentó a King como si lo viera por primera vez. Su voz era incrédula al completar su
respuesta,
— Ha osado... ha osado... tratar de construir su maldito estudio en medio de mis montañas.
Miró desafiante a su ayudante. ¡Listo! Ya estaba dicho. Acababa de ponerlo en palabras. Era
un logro notable. Había que aplaudir. Dentro de su cerebro, la idea correteaba como una rata en
la noche. Un estudio, un estudio cinematográfico aposentado como un horrible crecimiento
neoplásico en el corazón de sus bellas colinas. En toda su vida nunca había considerado seme-
jante perversión. Aquello encapsulaba todo el horror del universo. Cosmos era el epítome de lo
charro, de la ilusión barata. Latham, el asqueroso diablo del capitalismo rampante, la burda
montaña de dinero, el símbolo del Mammón y el materialismo que Alabama se había pasado
tantos años desacreditando. Ahora se unían para amenazar al amor de su vida. Era para
enloquecer. Era la firme base sobre la cual se podía construir una cruzada. Había que detener al
multimillonario. No importaba cómo. El coste era lo de menos. Si hacía falta asesinar, se
asesinaría. La cámara de gas era un detalle sin importancia. La propia vida de Alabama carecía
de importancia ante aquel monumental aborto que amenazaba bañar al mundo de color rojo
sangre. Recorrió la habitación con la mirada, reflejando las ideas que pasaban como dardos por la
pantalla de su ordenador mental. ¿Qué debía hacer? ¿Qué correspondía hacer? No bastaba con
la decisión. Sería necesaria una astucia sobrehumana para derrotar la maldad del millonario.
Tenía que tranquilizarse. Debía pensar.
-Pero no puede hacer eso -protestó King, horrorizado.
-No, no puede. No lo hará. No voy a permitirlo -murmuró Alabama.
Cruzó el cuarto para arrojarse en el enorme sofá. Bien. Sus pensamientos se estaban
ordenando en cierta secuencia, al tiempo que su cerebro se recobraba del caos provocado por la
sorpresa. Latham había hecho un anuncio público en una conferencia de prensa. Por lo tanto,
debía de tener el terreno cuidadosamente preparado. Los multimillonarios no conservan sus
millones faltando a sus promesas. Mantenerse megarrico es una treta de confianza. Los millones
son una pirámide bancaria: los prestamistas la sostienen mientras creen. Cuando se desliza la
duda, al estilo Kashoggi, retiran el apoyo. Por otra parte, Latham debía de tener autorización para
construir Cosmos en las montañas. Aunque no tuviera permiso de obras por lo menos debía de
estarle prometido secretamente. Era obvio que había hecho milagros en la comisión costera de
California, normalmente tan atenta al medio. ¿Sería ya demasiado tarde para intervenir? Ésa era
la primera cuestión. ¿Cómo no tirar el dado? Ésa era la segunda.
—¿Crees que Pat está enterada de esto? —preguntó King.
Alabama se incorporó. No había pensado en eso, obnubilado como estaba por lo de Cosmos.
Pat había aceptado dirigir una película para el estudio. Estaba bien enredada con Latham y la
horrible muchacha inglesa que dirigía esa revista estúpida. Parecía imposible que ignorara los
planes de Latham para el estudio. Eso la convertía en el peor tipo de persona: en una traidora.
¡No! Alabama retrocedió ante la idea. Ella no podía estar enterada. Era una artista. Había
aprendido a amar las montañas. Las fotografiaba, ¡qué demonios! No podía ser partícipe de
aquella brutal violación. Al fin y al cabo, tampoco Alabama se había enterado de aquel diabólico
plan, aunque habitualmente lo sabía todo. Latham guardaba bien los secretos. Debía de
habérselo ocultado a ella también. Existía un modo de averiguarlo. La llamaría. Ella le diría que
estaba horrorizada. Se retiraría de la película, además de romper su contrato con New Celebrity, y
ya nunca dirigiría la palabra a Richard Latham. Ella ofrecería su apoyo, trabajando con Alabama
para deshacer lo que debía ser deshecho. Pero al trazar ese escenario mental, Alabama ya sabía
que no era tan sencillo. Pat Parker era una mujer ambiciosa. Mientras era posible se mantenía en
el bando de los virtuosos, pero cuando lo bueno chocaba con la ambición que la impulsaba, ¿por
qué lado se decantaría? Además, allí estaba el comodín de la baraja, el tal Tony Valentino. Pat lo
quería más que a su vida. ¿Sería capaz de renunciar a la fama y la fortuna de su amante, además
de las propias, en bien de la flora y fauna de cualquier ladera reseca? Ni pensarlo. Valentino y
Latham funcionarían juntos como el imán capaz de atraer a Pat Parker hacia sus propios sueños.
¿Qué podía ofrecer Alabama como contrapartida de la gratitud de un amante, de la aclamación

134
artística masiva? Serpientes y venados con ojos dulces, halcones y roedores, rocas desnudas,
tierra estéril y el calor constante del alto chaparral. Para aliarse con él, Pat Parker tenía que ser
más que una santa. Tenía que ser el ángel que tanto parecía.
— No creo que lo supiera —opinó—, pero creo que ahora lo sabe.
King pensó en silencio. Idolatraba a Pat. De algún modo presintió que ella estaba a punto de
ser excluida de su mundo, que la decisión le correspondía sólo a ella y que no sería fácil.
— ¿Cómo vas a detener a Latham? ¿Llamando al Presidente? King no se acostumbraba a la
idea de que Alabama y el
Presidente fueran amigos. Alabama era amigo suyo. Era cierto. Se le podía tocar. Despedía
olor. Se emborrachaba. El Presidente, en cambio, era... el Presidente, tal como Dios era Dios, el
Papa era el Papa y Orel Hershiser era Orel Hershiser. El concepto de Alabama y el Presidente
era, para King, el lugar donde la realidad se encuentra con la ilusión. Ciertamente, el Presidente
había promovido una campaña ecologista, le encantaba tomar malas fotografías y hasta había
poseído una motocicleta india. Pero no por eso su amistad con el jefe parecía más creíble.
—Sí, puedo llamar al Presidente y a mis amigos del Congreso. Puedo pasarme días enteros al
teléfono, reclamando el pago de viejas deudas. Puedo recurrir al periodismo y poner una bomba
bajo la gente de relaciones públicas. Pero todo eso requiere tiempo. Calculo que tiempo es lo que
escasea. Latham sabe que mucha gente poderosa se opondrá a esto. Si se ha decidido a hacerlo
público es porque ya está a punto de suceder.
-¿Y qué puedes hacer?
— Podría matarlo.
King se echó a reír. Luego agregó una risa nerviosa.
— ¿En serio, Alabama?
—Pues sí, lo digo en serio. Podría hacer pedazos a ese hijo de puta. Podría destrozarlo.
King no dijo nada. Nunca había visto a Alabama de un humor tan peligroso.
—O podría hacer algo que movilizara la opinión pública como nunca se ha movilizado. Algo
que nadie pudiera ignorar. Algo que llegue a la gente, que le haga visualizar la tragedia potencial,
que haga sentir en el alma y en la mente, que haga ver... ver... que haga ver...
En el rostro de Alabama se encendió una luz mágica. Lo estaba iluminando. En su claridad, vio.
De inmediato supo lo que debía hacer. En la pureza de su epifanía personal se llenó de una
sobrecogedora resolución. Se levantó.
—¿Dónde está la Linhof? —preguntó.
—En el cuarto de cámaras. En la caja fuerte. ¿Por qué?
—¿Está en condiciones?
—Sí, claro. Como todas tus cámaras, Alabama. Siempre están fen condiciones. Tú me dijiste
que las cuidara.
Alabama sintió un escalofrío en la columna. Nunca había imaginado que llegaría ese momento.
Lo había deseado, temiéndolo, echándose atrás, y ahora estaba a punto de abrazarlo. Llevaba
muchos años arguyendo excusas. «Ladrillos», decía. «La naturaleza», mentía. «Demasiados
fotógrafos, demasiadas fotografías», balaba. Había ideado todo tipo de motivos para renunciar a
la fotografía. Pero todos tenían una sola finalidad, ocultar la verdadera razón: el miedo. Ahora se
enfrentaba a la verdad. Había guardado todas sus cámaras porque lo aterrorizaba la posibilidad
de haber perdido su capacidad artística. Diez años antes había tenido una mala época en que
nada parecía funcionar en lo visual. Para casi todos los artistas ése es un demonio con el que se
lucha diariamente. Para Alabama, en cambio, hubo una primera vez que lo asustó a muerte. Se
quedó seco, y reaccionó a la interrupción de su fuente negándose a tratar de que manara de
nuevo. Los días sin trabajar se convirtieron en semanas, meses, años; con el paso de cada
segundo iba perdiendo su coraje artístico. Las excusas y las racionalizaciones ganaban fuerza.
Aprendió a vivir con las mentiras y los engaños; en King, el brillante impresor, encontró al
cómplice bien dispuesto. Juntos construyeron la fachada que tan bien disimulaba la verdad. ¿Y
cuál era esa verdad? Que el grandioso Alabama, el héroe artístico de tres generaciones, era un
fraude, un engaño y un cobarde. La cerveza ayudaba a disimular eso, igual que las motos y las
peleas. Y también la protección de las montañas que había convertido en su causa personal.
Pues bien, ahora todo eso había terminado. Llegaba el momento de enfrentarse a los demonios.
— ¿Sabes qué voy a hacer, King? —inquirió Alabama.
King comprendió que la respuesta estaba en camino.
—Voy a hacer fotografías. Voy a fotografiar ese cañón que Latham trata de destruir. Y el

135
mundo llorará cuando vea su belleza. Voy a hacer fotografías como nunca hayan existido. Voy a
hacer todas las fotos que durante estos años no he tomado por estar aterrorizado. Puedo hacerlo.
Debo hacerlo. Voy a hacerlo.
Temblaba con la intensidad del momento; quería gritar de alegría y de dolor en ese instante de
renacimiento. Ante la mirada de King, sobrecogido por la transformación de su amigo, por las
mejillas de Alabama corrieron lágrimas de decisión y alivio.
El sol asomaba sobre el pico Saddle, hurgando en el cañón con soñolientos dedos de luz.
Permanecía suspendido allí, subrayado por la montaña, como si hiciera una pausa para tomar
aliento tras el largo viaje nocturno hasta la cima del mundo. La tierra se agitaba al romper el día.
La negrura se suavizaba, se formaban las siluetas, y el valle, fresco y húmedo por el rocío del
mar, reunía fuerzas para el calor venidero.
Alabama estaba listo para la magia de su nuevo comienzo. Llevaba dos horas aferrado a la faz
de la montaña, con los pies clavados en una cornisa rocosa y el hombro entumecido contra un
canto rodado. Frente a sí, la cámara de caoba tenía todo el espacio. Relumbraba en el fulgor de la
primera luz. King no la había abandonado durante los años estériles. Había sido abrillantada,
engrasada y querida. Ahora, con la placa de 10/8 en sus entrañas, estaba lista para el uso.
Alabama aspiró hondo. Se encontraba a un millón de kilómetros del país Nikon, a leguas del
territorio Hasselblad, donde el accionamiento por motor era una mala palabra y no había una
segunda oportunidad. Tenía la foto en la cabeza, allí donde debía estar. Eso representaba nueve
décimas partes del trabajo. Pero aún quedaba la parte mecánica. No se le podía permitir que
destruyera la consumada belleza viva en el ojo de la mente.
Procesó la información, utilizando el sistema de zonas de Ansel. No necesitaba pensar. La
experiencia pensaba por él. Valor luminoso del débil sol, zona VII, digamos. Así que, si había
doscientas cincuenta candelas por pie cuadrado en VII, sesenta candelas por pie cuadrado
caerían en la zona V. Iba a utilizar película Isopan, que indicaba una exposición básica de una
centésima de segundo a f/8. El filtro amarillo 3X que estaba agregando la reduciría a un vigésimo
de segundo. Dejó que el aliento contenido le silbara en la nariz, perturbando el silencio. Casi
podía ver cómo crecía el sol. El momento desaparecería casi antes de llegar. Había que
anticiparse. El segundo en que se lo experimentara sería ya demasiado tarde. Alabama se inclinó
hacia delante. Bajó a f/3 2. Su dedo recorrió el obturador. Entonces, súbitamente, una ola de
pánico se apoderó de él. Estaba entumecido, paralizado, instantáneamente bañado en un caos
pegajoso. El sereno profesionalismo que gobernaba su mente degeneró en discordia. Una voz
tronaba en el cerebro. «No puedes hacer esto —decía—. Te has olvidado de cómo se hace. —
Rió: una risa horrible, burlona—. ¿Te acuerdas de todas esas malas fotografías que tanto
despreciabas, Alabama? Pues bien, únete al grupo, viejo falso. Aquí viene otra. Luna en junio.
Velas rojas en el crepúsculo. Diga "whisky" y mire el pajarito. Al cajón con esto, Ben, tesoro.
Guárdala en el álbum familiar. Con ella podrás aburrir a los parientes algún sábado lluvioso. —La
voz carcajeaba en su mente con irremediable júbilo—. ¿Te has levantado en medio de la noche
para fotografiar esta porquería? ¿Escalas la montaña para deslumhrar a los mediocres? Oh,
Alabama sigue con la cerveza, los recuerdos y lo que pudo haber sido. Deja la fotografía para
quienes aún tienen los cojones en funcionamiento.»
— ¡No! —exclamó, limpiándose el sudor de la frente con el dorso de la mano.
Luchó para concentrarse. Ahora la montaña estaba pintada en tonos pastel. La luz crecía en el
vientre de la oscuridad. El instinto le dijo «demasiado pronto», pero el instinto ya no sabía nada.
¿Cómo quebrar el bloqueo? ¿Cómo hacer que creciera la confianza, tal como crecía la belleza
que estaba estallando en todo el cañón? Buscó aliados en su soledad. Pero en el vacío del arte
no había amigos: sólo dudas, miedos y la fantasmagórica intangibilidad de la casquivana musa.
Y entonces se presentó. A través del misterio del momento mágico vio una aparición al otro
lado del cañón. Era de estuco blanco. Era cuadrada y plana. Era fea. De sus chimeneas surgían
nubes de humo. Un vivido letrero de neón rojo pronunciaba la obscenidad: ESTUDIOS COSMOS.
Y Alabama tuvo la sensación de que el sol mismo retrocedía ante la fealdad del espejismo. Su
mente se despejó. Cesó la voz de su cabeza. Allí había algo peor que el fracaso y la burla del
mundo. Era la perspectiva de que sus amadas montañas fueran destruidas. Una vez más pudo
«ver». Una vez más pudo «sentir». No era demasiado tarde. Ése era el momento. Apretó el
obturador y dio a la foto una «larga» exposición de un segundo. Aun al captarla sabía lo que
estaba logrando. Eso sería mejor que Luna asomando sobre Hernández, más dramática que la
gloriosa Sol negro. Sabía ya que necesitaría un revelado en baño de agua para conservar la

136
máxima densidad del primer plano. En ese mismo instante podía ver el corte de la copia, calcular
hasta el último milímetro la profundidad del campo. ¡Oh Dios, estaba hecho! ¡Podía hacerlo! Ya no
tenía el duende de la duda encaramado en el hombro. Y en la mochila, a su espalda, guardaba
doce placas vírgenes.
Ben Alabama se dejó ir. Entró en la naturaleza que amaba y, al mismo tiempo, se abrió para
permitir que ella penetrara en él. El sol asomaba por encima de la montaña, pero el sol asomaba
también en su corazón.
¡Splosh! El pelícano cayó del cielo como un rayo y desapareció bajo la superficie del mar.
Emergió de inmediato, y el destello plateado de su pico anunció que se había anotado un punto.
Debajo del balcón, un hombre cuarentón afirmaba la caña clavada en la arena. Aparte de esos
competidores, Carbón Beach estaba desierta.
— ¿Qué voy a hacer, Allison? —se quejó Pat, volviendo la espalda al balcón.
Allison Vanderbilt estaba tendida en una tumbona, con las largas piernas cruzadas. Llevaba
gafas oscuras como concesión a California. Por lo demás, era Nueva Inglaterra pura, desde el
corte clásico de su pelo hasta la punta de los pies perfectos.
— Caramba, Pat, no sé. ¿No es esto lo que llaman disyuntiva ética?
Y rió, relajada. En el terreno de las clases altas donde ella se movía, los buenos modales
remplazaban a la moral. Los actos correctos o incorrectos estaban enumerados en la no escrita
constitución de la aristocracia. El asesinato, la violación, el incendio provocado y la tortura caían
bajo las discretas reglas que una aprendía en la infancia de las niñeras escocesas. Había cosas
que se hacían y cosas que no se hacían. En toda situación imaginable una sabía cómo
comportarse, porque las reglas se habían introducido en una por osmosis durante mil comidas
campestres, cien exhibiciones de equitación, veintenas de bailes en los que una bailaba con
compañeros de clase, cateando zapatos siempre demasiado estrechos. Si Pat no sabía qué
hacer, Allison no podría decírselo.
Pat arrugó los ojos ante el fulgor del sol matinal y suspiró. Había llegado a conocer bien a
Allison y le tenía cariño, pero la hermosa niña rica mantenía con el mundo real una relación tan
estrecha como un disléxico con un diccionario. En su planeta de Alicia en el País de las
Maravillas, una carrera era algo que ella hacía para irritar a la familia, el dinero crecía en fondos
en depósito y los amigos eran, casi siempre, sus primos.
—Tal como yo veo las cosas —continuó, tratando de ayudar—, el señor Latham es bastante
implacable. Es decir, el tipo de , hombre capaz de... capaz de... —Buscó en la mente una defini-
ción de conducta implacable—. Capaz de regatear en una tienda —logró decir, por fin.
Ante la idea arrugó la nariz, disgustada. Aquello era cosa de árabes. Y de nuevos ricos como
Latham. Muy degradante. Después de todo, sólo era cuestión de dinero.
Pat rió ante aquella conmovedora. ingenuidad. Allison la hacía reír. Y en ese momento especial
de su vida eran muy pocos los que lograban eso. Resultaba sorprendente que ambas hubieran
podido trabar amistad. Allison hubiera debido de despreciarla por el modo en que ella había
tratado a Tony y tenía motivos para estar celosa. Pero no había ocurrido. Por el contrario, Allison
se había sentido atraída por ella justamente porque Pat había amado a Tony y ella presentía que
lo seguía amando. En el código Vanderbilt, los que amaban a la misma gente que una tenían
buen gusto. Y a la gente con buen gusto se le podía perdonar cualquier cosa.
— Bueno, el tipo es un hombre de hierro, un fuerte luchador. ¿Cómo podría afectarle lo que yo
haga?
-Bueno, tal vez tú también debieras tratarlo con dureza. Podrías decirle que su proyecto de
construir Cosmos en las montañas es una idea pésima. Después le contarías a Alabama lo que
dijiste al señor Latham. Entonces Alabama comprendería que hiciste todo lo posible y no podría
enfadarse. Si el señor Latham no te prestara atención, por lo menos lo habrías intentado, y no
sería culpa tuya.
Pat volvió a reír. La idea de que Latham renunciara a sus planes porque a Pat le parecían una
idea pésima era tan divertida como imaginar al colérico Alabama satisfecho con su tímida
intervención.
— ¿Opinas que debo seguir trabajando para Latham? ¿Debo dirigir la película como si nada
hubiera ocurrido, mientras vierten cemento en las colinas y a Alabama le da una apoplejía?
— Pero es Alabama el que hace caridad con las colinas, ¿verdad? Tú no. Es decir: si él quiere
estallar, tú no tienes por qué tenerlo de la mano cuando se haga humo.
Allison sabía lo que quería decir. Las obras de caridad no eran cosas intercambiables. Si tía

137
Miffy se dedicaba a los enfermos de columna bífida, una le compraba una entrada para la fiesta.
En cambio, una no se molestaba en ir al baile de la retinitis pigmentaria, porque eso lo organizaba
esa mujer horrible y trepadora que insistía en fingir una alcurnia de la que carecía.
— Alabama me tildaría de desleal —observó Pat, preguntándose por qué debía explicar algo
tan obvio.
—Ah —murmuró Allison, desconcertada.
Inclinó la cabeza a un lado, tratando de comprender. Lealtad era una palabra clave entre los
suyos. Era el atributo más importante de todos. En su nombre se hacían cosas horribles. Por ella
se dejaban de hacer cosas extraordinarias. Sin embargo, por algún motivo no parecía convenir a
aquella conversación. ¿Por qué?
—No creo que en California exista la lealtad —alegó, por fin.
Debía de sonar algo extraño, pero era más o menos cierto. En California la gente se
enorgullecía de ser recia, de no tener sensibilidad. No permitía que nada se interpusiera en el
camino hacia la meta, fuera lo que fuese. Para escapar de la conciencia y de los códigos se había
instalado allí, donde no tenían compañeros de estudio ni familia. En esas tierras, lo único que
generaba la familiaridad era el desprecio. Alabama era un «caballero de la naturaleza», potente
eufemismo inglés para designar a un hombre agradable, pero de clase social inferior. Tenía la
insustancia-lidad de los sirvientes, de los que habitan esa extraña zona intermedia entre la
realidad y la ilusión, tras la puerta de la cocina. Era enérgico y maravilloso, por supuesto. Y
admirable, porque amaba cosas adecuadas como el arte y la conservación del medio. Pero a fin
de cuentas se trataba de una persona oscura y no estaba en situación de pedir lealtad, mucho
menos de exigirla. Parecía extraño que Pat Parker pensara lo contrario. Claro que la muchacha
había cometido el descuido de nacer en Nueva York.
Pat contemplaba el oleaje. Allison había hecho sonar una campana. Tal vez comprendía las
cosas, después de todo. A veces los avestruces, desde la arena, ven mejor las cosas que las
águilas desde la rama de un árbol. Ella tenía razón: estaban en California, en Los Ángeles, ¡qué
diablos!, no en Lynchburg, Virginia. Y estaban en el mundo del cine, donde la gente apostaba,
ganaba y perdía. Paseó la mirada por la playa. No había muchos fracasados en Carbón Beach,
donde Latham le había alquilado una casa hasta que la película estuviera filmada. Bruce Willis.
McEnroe. Jeff Katzenberg, el de Disney. Freddie Fields, el activo. Peter Morton, el propietario del
Hard Rock Café. En el curso de sus vidas probablemente les habían pisado más de un callo. La
hipersensibilidad era enemiga mortal de las buenas propiedades en Carbón Beach.
— Sí, Allison, tienes razón. Es Alabama quien pelea por las colinas... o hace caridad, como
decías. Yo no. ¿Por qué renunciar a la película? ¿Sólo para demostrar mi solidaridad con él?
Demasiado sacrificio. ¿Y cómo diablos sé si, al renunciar, no estaré renunciando a todo lo demás?
Latham podría limitarse a contratar a otro director, pero también podría archivar todo el proyecto.
Entonces tú no tendrías tu oportunidad, ni Tony la suya.
Pat se acobardó al pensar en la terrible desilusión de Tony, pero no tanto ni tan rápido como
Allison Vanderbilt.
-Oh, Dios, no había pensado en eso. Podrían sacar a Tony de la película.
De pronto la conversación llegaba a Allison. Ya no se trataba de la mera metafísica social ni de
la filosofía ética: era algo de carne y hueso. Su cara perdió el color. Asumió una expresión
preocupada.
-Quizá sea mejor que no digas nada a Latham -agregó, con voz estrangulada.
Lo tortuoso era algo ajeno a ella, pero aquello era cuestión de vida o muerte.
— Claro que voy a llamarlo. ¿Por qué no? Me ha engañado. Le diré que es una persona de mal
gusto y peores modales, que es un mal nacido, incapaz de un sentimiento puro. Me quitaré esto
de encima y por la mañana iré a trabajar como si nada. A él no le molestará. Le gustan las
personas que le hacen frente, sobre todo si están dispuestas a echarse atrás cuando llega el
momento de contar dinero.
Allison no estaba segura. Toda aquella gente era extraña, incluida Pat Parker. ¿Quién podía
prever su conducta?
—Haz lo que te parezca, pero no arriesgues la carrera de Tony, ¿quieres? -suplicó.
—Lo amas mucho, ¿verdad? —observó Pat.
La otra asintió con la cabeza. No confiaba en su voz para decirlo.
-Yo también -dijo Pat, simplemente-. Él cree que no, que me limité a utilizarlo para mi carrera.
Probablemente tú también piensas así. Pero no es cierto. Lo amo como nunca he amado a nadie.

138
— Lo sé —afirmó Allison—. Por lo menos, creo saberlo. En muchos aspectos eres como él.
Quieres. Necesitas cosas. Eso me inspira respeto, pero no acabo de comprenderlo. Yo sólo quiero
lo que quiere él.
— ¿Y si él me quisiera a mí? —preguntó Pat, con intensa espontaneidad.
Allison hizo una pausa. Eso era una prueba. ¿Quién amaba más? Era como la historia de
Salomón, el bebé y las madres rivales.
— Yo querría que se quedara contigo. Lo ayudaría a conquistarte. Si fuera eso lo que en
verdad deseara...
Era cierto. Tony era su obsesión. La posesión no formaba parte del trato. Sus sentimientos
eran demasiado fuertes para eso. Se elevaban en el cielo, muy por encima de consideraciones
tan mezquinas como los celos y la codicia, más allá de la propiedad, la unión y la reciprocidad.
Pat caminó hacia Allison y se arrodilló junto a su silla. Cogió la mano aristocrática entre las
suyas como si fuera el ala de un pájaro herido.
—Creo que él me ama, Allison. En el fondo, creo que sí —susurró.
La mirada de Allison se perdía en el horizonte. Sabía lo que le estaban pidiendo. Le estaban
pidiendo ayuda.
— Voy a verlo esta noche, en el Getty —dijo.
Pat dejó escapar el aliento. No habían dicho nada, pero comprendió que Allison acababa de
otorgarle su callado ruego. Se llenó de alivio, pero al mismo tiempo tenía otras cosas por las que
preocuparse. Ella también estaría en la misteriosa fiesta del Museo Getty. Como todo el mundo. Y,
sobre todo, estaría Alabama, que presentaba una sorpresiva exposición de sus «últimas» obras:
presumiblemente, reimpresiones de material hecho en la década del sesenta, confeccionadas por
King para presentarlas como nuevas. No había modo de evitarlo. El la obligaría a tomar partido y,
antes de que terminara la velada, serían enemigos. También Latham estaba invitado. Y el
Presidente, viejo amigo de Alabama, vendría desde la finca para vacaciones que poseía en las
montañas de Sierra Madre. Su presencia aseguraba una asistencia periodística de proporciones
épicas. Todas las estrellas del cielo se presentarían en la fiesta que serviría como primer
encuentro entre Alabama y Latham desde que se anunciaran los planes del multimillonario para
edificar su estudio en las montañas. Sin duda alguna, los fuegos artificiales formarían parte del
programa. Pero lo más importante es que allí vería nuevamente a Tony. ¿Podría Allison arreglar
las cosas entre ellos? ¿Volverían a ser amantes?
Dick Latham se apretaba contra los chorros del jacuzzi, contemplando las gaviotas que
sobrevolaban el mar, donde jugaba un grupo de delfines. Sus amigos de la Costa Este se reirían
de esa decadencia: una bañera caliente en la terraza de su dormitorio, desde donde se veía toda
Broad Beach, desde Zuma a Point Dume... pero en secreto lo envidiarían. Eso tenía que ver con
el bien afinado instinto de supervivencia de las fortunas antiguas. Los que obtenían su dinero del
modo original, heredándolo, no olvidaban las lecciones de la Revolución Francesa. El consumo
conspicuo pone nerviosos a los campesinos. En la actualidad ya no le cortan a uno la cabeza. El
arma es el voto, con el cual pueden cortarte el patrimonio cuando la fiesta se vuelve demasiado
ruidosa. Los nuevos ricos de Wall Street descubrieron esa verdad cuando mostraron la cara
inaceptable del capitalismo. Era algo que los Mellon, los Vanderbilt y los Rockefeller se esforzaban
por evitar.
Sonó el intercomunicador.
Latham abrió el canal. Era divertido hacer negocios en el jacuzzi mientras uno miraba a los
pequeños en la playa. Una bañera con vista panorámica resultaba muy californiana.
—¿Sí? —inquirió.
—Hola, soy Tommy. ¿Puedes dedicarme un minuto?
—Sube.
— ¡Estupendo!
Latham estiró la mano hacia el frasco de Lauque con Joy de Bains. ¿Por qué las sales de baño
tenían que ser algo femenino? Demasiado buenas para ellas. Vertió una generosa cantidad en el
agua espumosa y movió los mandos para aumentar la potencia de los chorros. ¿Qué noticia
brillante traería Havers? ¿Millones nuevos? ¿Más rivales derribados? ¿Más triunfos personales
para el hombre que todo lo tenía chapado en platino?
Havers avanzó por la gran extensión del dormitorio. La perspectiva de una entrevista junto a la
bañera le arrancó una mueca. Era una persona cerebral, que siempre se había sentido fuera de
lugar en los vestuarios, donde la desnudez masculina y el modo de tratar con ella era como una

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prueba subterránea del carácter.
Como si le leyera los pensamientos, Dick Latham se reacomo-dó ostentosamente bajo las
burbujas. Su misión en la vida era aumentar la incomodidad masculina dondequiera que la
encontrara.
— ¿Qué tienes ahí, Tommy?
—Sólo quería ponerte al día en la lucha por el permiso para Cosmos. Me pareció mejor que te
enterases de lo último antes de que fueras a la fiesta de Getty.
— Sí, ¿cómo marcha eso? Parece que la oposición está formada por gatitos. No han sabido
actuar. En vez de movilizar a la oposición, Alabama se besa con el Presidente y presenta una
aburrida retrospectiva en el Getty. El viejo cabrón debe de estar destruido por el alcohol. Tanto
ruido, tanta furia, para nada. Todo boca y pantalones, como dirían mis amigos británicos.
— Ese es el mensaje que estoy recibiendo. Acabo de hablar con Fingleton, el de la Comisión
Costera. Estaban con la cabeza gacha, esperando artillería pesada de todas partes, pero no hubo
casi nada: dos o tres congresistas liberales que protestaron, unas cuantas cartas más en la
correspondencia de los políticos, un par de artículos irritantes en la prensa izquierdista. Nada muy
fuerte. No está orquestado. Lo que no comprendo es lo de Alabama. Ofreció una única
declaración y desapareció del planeta. A menos que saque algún conejo de la chistera, tenemos
campo libre. Dentro de una o dos semanas nos darán el permiso, y, en siete días más, allá
estarán las excavadoras.
Dick Latham contemplaba la arena. Una muchacha empujaba su tabla de surf hacia las olas:
bikini de nalgas al aire, cuerpo duro, pelo niveo. ¡Oh Dios! ¿Quién podía vivir en otro lado? Por
ochenta mil dólares se podía comprar un buen lote frente al mar; la tierra estaba regalada. Y
bastaban treinta y siete metros de frente para construir algo respetable. Después sólo restaba
sentarse a contemplar las mujeres y ver cómo crecía el capital hasta que la marea te llevaba: lo
que fácilmente llegaba, fácilmente se iba en aquellas tierras del sur, donde «seguridad» era un
epíteto que borrar y el juego consistía en alcanzar el cielo. Pero en medio de sus ensoñaciones
frunció el ceño. En su inmaculado horizonte acababa de aparecer una nube, formada en el
instinto. Crecía deprisa, cada vez más oscura, avanzando hacia el centro de su mente. Era una
imprudencia considerar a Alabama como un tonto fracasado. Latham nunca cometía el error de
subestimar a sus enemigos. Alabama escondía algo en la manga. Más temprano que tarde, él
acabaría por enterarse. Y una corazonada le advertía que no iba a ser agradable.
— ¿Qué planes hay para el fin de semana? —preguntó Latham, tratando de apartar el
nerviosismo de su mente.
— Bueno, mañana vendrán Emma Guinness y el equipo de New Celebrity. Creo que todos
quieren recibir una palmadita en la cabeza, un aumento, etcétera. Debo reconocer que han hecho
un trabajo estupendo. La revista tiene un éxito fenomenal.
— Eso es obra de Emma. Todo se debe a ella. Y todo lo de ella se debe a mí.
Dick Latham hablaba con aspereza. Al fin de cuentas había que seguir la corriente del dinero
para descubrir de quién era el mérito. No era un método infalible, pero solía ser acertado. Y él no
se cansaba de que se le reconocieran los méritos. Era legado de su padre.
-Sí, ha sido una adquisición brillante, Dick. Brillante de verdad.
-Escucha, mañana comeré con todo el personal contratado, pero no me organices
compromisos para la cena, ¿eh? Llevaré a Emma a La Scala. Allí sirven un róbalo estupendo. Y
me divertiré escuchando las bestialidades que diga sobre los personajes célebres. ¿Cómo están
las cosas en Cosmos?
— Necesitamos desesperadamente un gerente general. ¿Estudiaste la pequeña lista que te
envié?
— Se ha quedado más pequeña todavía. Taché a todo el mundo. Son todos unos
fracasados, Tommy, ese tipo de hombres que sólo conocen dos palabras: si para todos los que
son superiores y no para los inferiores a ellos. Necesito a alguien que no tema correr un riesgo
calculado. A los abogados y a los agentes no les gusta eso. Y en cuanto a los llamados
«creativos», les gustan los riesgos pero no son demasiado hábiles para calcularlos. ¿Por qué no
contratamos a un psiquiatra célebre? Por lo menos ellos saben dónde están sepultados los
cadáveres; tal vez puedan sugerir qué le gustará a la gente.
— Quizá te presenten a alguno esta noche, en el Getty. Todos los sospechosos de costumbre
se presentarán allí para ver al Presidente -dijo Havers.
— Me gustaría saber a qué viene el Presidente —comentó Latham.

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—¿No es aficionado a la fotografía?
Latham no respondió. Eso lo sabía todo el mundo. El hombre había llegado a exponer su
basura en la Corcoran Gallery de Washington, en sus tiempos de senador. Latham, presente en la
inauguración, había reído tapándose la boca, con el resto de los personajes célebres, ante la
descarada presunción del político. El viejo payaso se creía esteta del celuloide y era amigo y
admirador de Alabama desde hacía mucho tiempo, pero eso no explicaba su presencia en un
museo elitista de Malibú..,,

— De cualquier modo —dijo—, si tengo oportunidad de conversar con él, ¿hay algo que deba
sacar a relucir? ¿Esas solicitudes de licencia para la televisión de Chicago? ¿No están para la
aprobación de la Comisión Federal de Comunicaciones?
— Sí, no vendría mal que se las mencionara. El presidente de la comisión estudió con él en
Yale. Nunca se sabe cuánto se puede ganar deslizando una palabrita.
Dick Latham frunció el entrecejo. Acababa de ocurrírsele algo muy desagradable.
¿En qué oídos estaría susurrando Alabama sus palabritas?

CAPITULO XIV

Para un mortal cualquiera sería más difícil pasar por las puertas del Getty que por el ojo de una
aguja. Pero Alabama no era un mortal cualquiera. Ante él se habían abierto como debían abrirse
ante un dios. Ahora se erguía como un coloso a la entrada del jardín y su peristilo, contemplando
con aire grandioso aquella reproducción de una villa romana. No se había molestado en acicalarse
para la fiesta: se presentaba tal como era.
A su alrededor, los importantes invitados susurraban como cortesanos conspiradores de la
antigua Roma. En el estilo tradicional en Malibú, habían llegado a la hora para poder retirarse
temprano. En cambio, no era tradicional la tensión nerviosa que chisporroteaba en el aire
cristalino. La angustia era palpable. Vendría el Presidente. Y allí estaba Alabama, vestido con una
ropa que Oxfam hubiera rechazado, lleno de músculos y envuelto en su armadura artística como
en un halo. En cualquier minuto aparecería el multimillonario para sumarse a la Strei-sand, Cher,
Spielberg y Johnny Carson, y todo el mundo vería estallar la guerra fría que asolaba a Malibú
desde que había memoria. Allí, delante de ellos, en el museo que trataba de ser tranquilo, Latham
y Alabama se prepararían para el combate del milenio, con el presidente de los Estados Unidos de
América actuando como arbitro. ¡Un estudio en las montañas de Alabama! Aquello era tan
incendiario como los famosos incendios de pastos que se desataban al terminar el verano en
Malibú.
—Amigo King, esto va a ser como en los viejos tiempos — señaló Alabama.
El corazón se le hinchaba en el barril del pecho. Pese a estar en el umbral de una guerra,
nunca se había sentido tan en paz. El motivo estaba arriba, en los muros de la sala de fotografía.
Después de tantos años de esterilidad artística, una vez más era potente. Al romper la mañana,
mientras el sol asomaba sobre las colinas, había luchado con sus demonios hasta vencer. Una
parte de él se sentía agradecida al rico filisteo. Latham le había proporcionado el brusco impulso
que le permitía convertir lo rudo en brutal. Ante aquello, todos los bloqueos creativos de Alabama
se habían fundido, y la obra surgida entonces de su alma era lo mejor que había hecho en su
vida. En ese momento, las puertas de la exposición estaban cerradas. A los presidentes les
gustaba tener algo que abrir, y de ese modo el impacto sería más grande. Las fotografías
causarían un efecto dramático cuando los formadores de opinión se regodearan con el banquete
visual preparado para ellos. Alabama había destilado y concentrado la belleza de las montañas.
Brillaba en la superficie de sus fotos con más fulgor que en la naturaleza inspiradora. Allí, en
blanco y negro, estaba la maravilla que el destructor planeaba aniquilar. Ni una foca bajo el
garrote del cazador, ni la mirada de un niño fija en el arma de su asesino, hubieran podido hablar
con más elocuencia. Y la causa de Alabama sería la causa del mundo. Estaba seguro de ganar.
Las fotos eran demasiado poderosas contra los millones del millonario. Las estrellas ecologistas
se elevarían en la marejada de su fama, hundiendo a Dick Latham como a un bote de juguete en
el mar. No habría debido entrometerse jamás con Alabama. Ni en París, tantos años antes, ni
ahora. Jamás.
Los hombres del Servicio Secreto se diseminaron entre la muchedumbre como pasas en un

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budín, con los transmisores apretados al oído y las gafas oscuras centelleando a la luz del
atardecer; paseaban la mirada de un lado a otro, esperando la llegada del Presidente. Un
helicóptero apareció allá arriba, ahogando el parloteo de la fiesta, en tanto su piloto controlaba el
trayecto de la caravana presidencial por la Pacific Coast. Algunos se molestaron en levantar la
vista. La mayoría no lo hizo. La elegancia de Malibú exigía que uno apenas reaccionara a todo lo
que no fuera un desastre de grandes proporciones, como una abolladura en el coche, invasiones
de la vida privada y la debilidad en el mercado de las propiedades.
—Buena suerte, Alabama —dijo Cher.
El le sonrió, estirando una mano retorcida. Por el momento, vivía en una casa de alquiler, pero
pronto compraría una en Malibú; era persuasiva y proteccionista.

-¿Puedo contar con tu apoyo? -le preguntó con una sonrisa.


—Cuando quieras. Donde quieras. Puedo cantar. Puedo actuar. Puedo hacer claque. ¿Con
quién pretende meterse, ese loco? Aquí el dinero no basta. Haría bien en volver a su casa.
-Tal vez podamos arreglarlo. El Presidente está de nuestro lado. Y cuando él hace fuerza, tiene
peso.
— Tú no eres muy liviano, Alabama.
— -Ya veremos, ya veremos.
Alabama rió entre dientes. Se sentía muy bien. Eso era como las carreras de motos de los
viejos tiempos, como jugar al póquer cuando uno tenía las cartas ganadoras. En cualquier
momento Dick Latham se deslizaría por esas puertas, envuelto en su nube de encanto, y Alabama
le daría justo entre los rayos láser de falsa sinceridad que le brillarían en los ojos. No había
ensayado su discurso. La indignación justiciera hablaría por él. Cuando se asentara el polvo.
Latham sabría que aquello era personal y que había perdido. Lo de París estaría vengado. Las
montañas, a salvo.
— ¿No quiere una copa para su cerveza, señor? —preguntó el camarero que rondaba a su
lado; por lo visto era nuevo en Malibú.
— No —aseguró Alabama, llevándose la botella a los labios para echar un buen trago.
Paseó la mirada por la multitud. Se habían presentado todos, como él esperaba. La Asociación
Periodística Ambiental, de Norman y Lyn Lear, estaba bien representada. Sus treinta y cinco
miembros pagaban alrededor de veinticinco mil dólares anuales por cabeza para apoyar causas
ecológicas como las de Alabama. Allí estaba Redford, junto a la figura de mármol flamenca de
Bathsheba, conversando con Michael Eisner, el jefe de Disney, y su esposa Jane. Todos eran
miembros de la Asociación. La organización rival, Oficina de Comunicaciones de la Tierra, estaba
representada por Tom Cruise, John Ritter y su fundadora evangélica, la encantadora Bonnie
Reiss. Y también habían venido los agitadores-litigantes ecologistas. Alabama divisó a algunos
miembros del Consejo de Defensa de los Recursos Naturales y el Fondo de Defensa Ambiental,
trabados en profunda conversación con Bob Hattoy, director regional del Sierra Club, todos codo a
codo con un desnudo griego de un joven del año 530 antes de Cristo.

Pero Alabama estaba buscando a otra persona y no la veía. Pat Parker había sido invitada.
¿Se presentaría? ¿Qué iba a decir, qué haría? La duda crecía dentro de él, difuminando su
regocijo. Podía entenderse con el Presidente. Podía manejar a Latham. Pero ¿qué haría con Pat
Parker, la única persona de la tierra a quien consideraba su par? Ella se le había enfrentado cien
veces, casi siempre victoriosa; pero en aquellas ocasiones había tenido siempre la razón de su
parte. ¿Volvería a hacerlo? Si se ceñía a la moral, la muchacha tenía mucho que perder; y mucho
que ganar si la evitaba. Si apoyaba a Alabama, él la admiraría y respetaría como nunca. Si no...
Bueno, Alabama trató de no pensar en las cosas horribles que sucederían, inevitablemente en ese
caso. De pronto, en un extremo de la multitud, vio a dos personas que no podían estar muy lejos
de Pat Parker. Eran Tony Valentino y Allison Vanderbilt, sumidos en una profunda conversación.
— Ella todavía te ama, Tony —aseguraba Allison—. Es cierto. Yo la creo.
— ¿Te ha pedido ella que me lo dijeras?
Allison Vanderbilt no sabía mentir. Había poca gente por la que valía la pena inventar mentiras,
aparte de sus padres.
— Exactamente, no. Pero debía de saber que yo te lo diría.- Lo miraba de frente, sin temor a su
sarcasmo, porque quería verlo feliz y creía que Pat podía darle felicidad.
—Sólo quiere que la película salga bien. Lo único que le interesa es su carrera y en qué puedo

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beneficiarla yo. Ya lo ha demostrado. Ahora está tratando de utilizarte a ti. Probablemente para
eso trabó amistad contigo.
— ¿Tan terrible te parece desear algo, Tony? ¿Tan horrible es utilizar a la gente para
conseguirlo? ¿Acaso tú no lo has hecho nunca?
No hizo falta precisar la acusación; era tácita. A Allison no le molestaba que él la utilizara. Muy
al contrario: rogaba para que lo hiciera. Pero eso no alteraba el hecho de que él la hubiera uti-
lizado.
La muchacha advirtió la nube de culpa que le cruzaba las facciones y aprovechó la ventaja.
-A veces, cuando amas mucho, es un honor que te utilicen. Y las personas ambiciosas suelen
amar sinceramente a los que les convienen. Tal vez sea su único modo de amar. Ya sé que el
amor debería ser puro, y carecer de objetivos ajenos al mismo amor y todo eso. Pero son cosas
que sólo ocurren en las novelas románticas. En el mundo real se ama a la persona que convierte
nuestros sueños en realidad.
—Acaba de hablar la gran experta en el mundo «real».
Allison merecía aquella réplica, pero no le importó; estaba segura de haberse hecho entender.
Tony y Pat eran almas gemelas. Ellos jamás separarían el amor de la carrera, como la Iglesia del
Estado. Si la meta de ambos era un amor así, cada uno de ellos estaba destinado a una vida sin
amor.
—Tal vez yo entienda el mundo un poquito mejor que tú, Tony —alegó Allison—. Por lo menos
pienso en él de vez en cuando.
— ¿Significa eso que yo no lo hago?
Tony sonrió para demostrar que no estaba buscando pelea. No era divertido pelear con Allison.
Cuando uno ganaba se sentía como un degenerado.
— Significa que a ti no te importa lo que piensen los demás. Así que no eres muy experto en
motivaciones humanas. Por mí está bien. No es una crítica.
Y sonrió ante lo ridículo de que ella pudiera criticar a Tony.
—Tienes razón —reconoció él, melancólico—. Para mí la gente es marciana, un misterio total.
Allison se echó a reír.
—A todos nos pasa lo mismo. Pero la mayoría tiene alguna teoría sagaz sobre lo que hace
funcionar al prójimo y la presenta como cosa cierta. Como nadie sabe la verdad, nadie puede
probar que los otros están equivocados. ¿Cómo crees que se hacen ricos los psiquiatras?
— Supongo que Pat es menos misteriosa que los demás —musitó él, casi para sus adentros.
¿Qué demonios sentía por Pat Parker? Le costaba mucho analizar ese tipo de cosas. Una
parte de él todavía la amaba. Otra parte sentía que ella lo había traicionado. El problema era que
no sabía mucho de amor. La simpatía, la empatia y la comprensión no ocupaban mucho espacio
en su vida emotiva. Cuando pensaba en ella la deseaba. Su cuerpo lo había puesto en llamas. Se
sentía bien cuando la tenía cerca, y no demasiado bien cuando estaba lejos. Lo hacía sentirse
fuerte. Discutir con ella era estupendo, porque le hacía frente y no le aceptaba tonterías. Él
admiraba su enérgica decisión, su genio vivo, su talento artístico. Le gustaba de veras por las
ganas con que comía, la ropa que usaba y los chistes que contaba. Ella nunca lo irritaba, como
ocurría con casi todos los demás. En realidad, le gustaba. Eso era lo más notable. Pat había sido
la amiga que podía convertirse en amante en un abrir y cerrar de ojos, sin que él sospechara
cuándo algún dedo fantasmal iba a conectar la corriente. ¿Era aquello amor? Tal ve2 los griegos
tuvieran una palabra más sutil para aquello. Fuera como fuera, para bien y para mal, ésos
parecían ser sus sentimientos.
—Perdónala, Tony. Ella no quiso hacer nada malo. Y de lo que hÍ2o sólo resultaron cosas
buenas. Para ella, sí. Pero para ti también. Y para mí.
Tony permanecía en silencio. Confiaba en Allison, que era pura y lo amaba con pureza. Ella
nunca hablaba para confundirlo. Todo lo que deseaba para él era siempre maravilloso. ¿Por qué
demonios no podía enamorarse de ella? Era hermosa, increíblemente hermosa, y hacía el amor
con una intensidad que él no había experimentado con ninguna mujer. Amarla tenía que ser muy
fácil; sin embargo, algo lo hacía imposible.
— ¿Vendrá Pat esta noche? —preguntó por fin.— Sí, vendrá.
—¿Qué le va a decir a Alabama?
—Por Dios, no sé. Según creo, le dirá que no puede ayudarlo.
—Eso está mal.
—¿Por qué? ¿A qué te refieres? Había alarma en la voz de Allison.

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— Es un error. El estudio no tiene nada que hacer en estas montañas. Alabama es su amigo.
Ella no debe fallarle. ¡Se supone que esa mujer es artista, qué diablos! Debería interesarse por
ese tipo de cosas.
— Pero si no se alia con Latham quedará fuera de la película. Y entonces es probable que la
película no se haga. Tú perderías tu gran oportunidad. Y ella no puede arriesgarse a tanto.
La alarma estaba convirtiéndose en pánico. A Allison sólo le interesaban los sueños de Tony.
Nada debía desmoronarlos.
—A la mierda la película. Al fin de cuentas es sólo entretenimiento. Y a la mierda Latham. Es
un hijo de puta. Nunca ha sido otra cosa. Nunca será otra cosa. Sólo le interesa su mugriento
dinero. Sería hora de decírselo. Allison lo miró con horror. Tal vez no lo comprendiera, después de
todo. Siempre había pensado que a Tony sólo le interesaba convertirse en estrella. Y ahora
parecía preocuparle más que Pat no traicionara sus ideales. ¡Cielos! ¿Tanto éxito había tenido
con su sermón? Tal vez él supiera amar, después de todo. Bueno, si quería más a Pat Parker que
a las candilejas, a ella le parecía bien. Sólo tardaría un poco en acostumbrarse.
Pero la conversación había terminado.
-¡Mirad, allí está el Presidente! -señaló Lori McGovern, la agente de la propiedad del momento.
Y allí estaba.
El presidente Fulton estaba efectuando una «entrada discreta» en la que se destacaba sin
ningún esfuerzo. Cruzó las puertas del Getty en una ola de hombres del Servicio Secreto,
estrechando manos e intercambiando saludos con cinco o seis posibles contribuyentes a su
campaña, camino hacia Alabama.
El fotógrafo se adelantó para saludarlo. Si alguna otra persona se hubiera presentado con ese
aspecto lo habrían ametrallado antes de que diera un paso más. Parecía mucho más siniestro que
un asesino, pero era el más viejo amigo del Presidente.
-¡Alabama, viejo amigo! -saludó el Presidente, con los brazos bien abiertos para un abrazo de
oso.
Los hombres realmente poderosos conocen el valor de admitir en público la amistad.
— Fred, Fred, qué amable has sido al venir.
Alabama no perdía tiempo en formalidades. Fred era Fred, no «Señor Presidente». En realidad,
Fred Fulton y él habían corrido en moto juntos, mucho antes de que aquél pensara dedicarse a la
política. Habían compartido la cerveza y los sueños de ganarse la vida como fotógrafos. Ya en
aquellos tiempos los preocupaba el ambiente, antes de que fuera elegante dedicarse a eso y
cuando aún no había tantos motivos para preocuparse. Ahora se reunían para enfrentarse a una
amenaza, en la mejor tradición de la amistad. Alabama se lo había explicado por teléfono,
pidiendo ayuda con la seguridad de obtenerla, y no se había llevado una desilusión. En una situa-
ción normal, ni siquiera el presidente querría fastidiar a un multimillonario como Latham. Pero ésta
no era una situación normal. Estaba en juego la vida o la muerte de las montañas de Alabama.
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— ¿Dónde están las fotografías, Alabama? Eso es lo que quiero saber. ¿Y qué vamos a hacer
con este tipo que quiere robarnos lo que nos corresponde por derecho?
A Fulton le gustaba dramatizar. Su trompeta siempre sonaba con seguridad. Por eso sus
seguidores ganaban tantas batallas en su nombre. Paseó la mirada por la multitud, arracimada en
el jardín romano, y sus palabras flotaron sobre todos, sin dejar dudas de su posición al respecto:
codo a codo con Alabama. Las finas antenas políticas de Fulton captaron el mensaje: aquella
muchedumbre estaba compuesta principalmente por demócratas. Eran de los suyos. Muchas de
las estrellas habían actuado en sus campañas. Harían lo correcto. ¿O no? Después de todo, lo
que Latham planeaba construir en las colinas no era un parque temático sino un estudio de cine,
fuente de trabajo para esas personas que jamás tenían el suficiente. Para oponerse a él tendrían
que preferir los ideales a la carrera. Era una elección que a la gente de cine le resultaba difícil.
— Ven. Te las enseñaré —invitó Alabama.
Y emprendió la marcha por entre el gentío que se abría, con el Presidente atrás y las
celebridades de Malibú trotando tras ellos. El entusiasmo iba en aumento. Por lo general había
pocas sorpresas en una exposición. Se las promocionaba, criticaba y comentaba hasta que todo
el mundo sabía exactamente qué esperar. Aquélla, en cambio, estaba rodeada de secretos. Las
puertas del salón de exposiciones estaban cerradas con llave desde hacía dos días, sin que nadie
tuviera la menor idea de lo que había dentro. Lo sabrían pronto.
La multitud cruzó por entre las columnas romanas hacia el vestíbulo de mármol, siguiendo a su

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líder. Desfilaron por la escalera. Las puertas de roble estaban cerradas. En la mano de Alabama
apareció una llave grande. Abrió. Dio un paso atrás, haciendo una seña al Presidente para que lo
precediera. La sala no era grande; tampoco había muchas fotos en las sencillas paredes blancas.
No tenían por qué ser muchas. Eran originales de Alabama. El Presidente miró a su amigo y
sonrió.
— ¿Por dónde comienzo? —preguntó.
Alabama le señaló un muro cercano. El Presidente se acercó a la foto. Dio un paso atrás. Se
aproximó más. Acercó la cara para apreciar el detalle. Retrocedió nuevamente. Alabama estaba
junto a su hombro. El Presidente repitió los mismos gestos con cinco fotos más, en total silencio.
Por fin, giró hacia Alabama, con los ojos encendidos por el entusiasmo. Abrió la boca para hablar,
pero esta vez le faltaron las palabras. Arrastró las manos al rescate. Las abrió con las palmas
hacia arriba. Revolotearon, quedaron suspendidas y volvieron a caer a los lados, en un gesto
revelador de que la frase siguiente sería lamentablemente inadecuada.
— Nunca... jamás... —murmuró— he visto algo tan hermoso. ¿Es... es... el cañón que Latham
quiere destruir?
Alabama asintió. Malibú se inclinó para escuchar los sentimientos del gran hombre. No
tardaron en llegar.
-Bueno -dijo el presidente de los Estados Unidos-, no vamos a permitírselo, ¿verdad?
Dick Latham llegaba tarde. Saltó de su coche y caminó apresuradamente por la grava, hacia
las puertas del Getty. A su lado correteaban Havers y un par de abogados. Vestía un traje inma-
culado a rayas muy finas, blanco y gris oscuro; sólo su expresión preocupada sugería que no todo
estaba bien en su mundo. Era cuestión de instinto. Las cosas estaban demasiado tranquilas allí
afuera, más allá del perímetro constituido por la caravana de las empresas Latham. ¿No se
estarían reuniendo los indios en aquella callada oscuridad? ¿Y si aquella exposición del museo
Getty con la asistencia del Presidente fuera el sitio perfecto para una emboscada? En todo caso,
iba preparado. Había traído su propia ley, no en las seis cámaras de un revólver, sino en forma de
su equivalente moderno: un dúo de relucientes abogados, con las muescas de ricos acuerdos
procesales en sus culatas. Si se decían palabras duras, sería mejor que no cayeran en lo difama-
torio. No podría haber ninguna falta al decoro, ninguna insinuación velada de que alguien
intentaba ejercer influencia alguna sobre las autoridades responsables de la planificación urbana.
Con el simple insulto podía entenderse. Era como agua en el lomo de un pato. A él sólo le
importaba ganar. Y tal como estaban las cosas en la Comisión Costera, que tenía la facultad de
dar el sí o el no definitivos, prácticamente había ganado. Sin embargo... sin embargo...
Ante él se abría el jardín del Getty. Se detuvo. Aparte de unos pocos camareros, estaba
desierto.

Cogió al más próximo por la manga.


-¿Dónde están todos?
El camarero señaló:
—Arriba, en la sala de fotografía, mirando la exposición.
Dick Latham partió a paso furioso. ¡Maldición! ¿Por qué diablos no había calculado el tráfico de
la Pacific y la retención causada por la caravana presidencial? Todo el mundo lo había hecho. En
Malibú era un error de principiantes. Presumiblemente, el Presidente ya estaba allí arriba. Los
hombres de trajes relucientes que rondaban por allí llevaban un letrero de neón en el pecho:
«servicio secreto». Lo miraron con suspicacia, pero sin acercarse. Había pasado el control de la
puerta y parecía vagamente familiar.
Subió estruendosamente la escalera. La cola para entrar en la galería fotográfica serpenteaba
a lo largo del pasillo.
—Hola, Dick —saludó el horroroso agente de Broad Beach, el mismo que había descartado la
fiesta de Latham porque Alabama no estaba allí—. Alabama está dentro, con el Presidente.
Aquel payaso barbado había dejado caer el nombre con toda claridad. El malibuita Rich Little,
que estaba un par de metros más atrás, no pudo dejar de imitarlo.
Latham salió disparado hacia la cabeza de la fila. No pensaba esperar a nadie. Si se decía algo
a su espalda quería escucharlo. Entró a la carga en el salón atestado, adelantándose a Olivia
Newton-John, que era demasiado cortés y encantadora como para oponerse. Una vez dentro,
estuvo a punto de chocar con Alabama.
Retrocedió de un salto. Los ojos de ambos se encontraron como las cornamentas de ciervos en

145
celo.
— ¡Dicky el Tramposo! —ladró Alabama.
—Ben Alabama —contraatacó Latham, tomado por sorpresa.
Tenía algo ensayado, pero eso era la realidad. Alabama parecía tan perverso como siempre.
La diferencia era que, esta vez, tenía buenos motivos.
-Me mentiste -espetó el fotógrafo, con fiereza, entre dientes apretados.
Aquello era arriesgado. Lo tildaba públicamente de mentiroso ante todo el que fuera alguien en
Malibú, es decir: ante toda la industria del cine.

—Tengo abogados aquí —replicó Latham, serenamente—. Eso es difamación e injuria.


— Es una verdad evangélica —gruñó Alabama—. Me dijiste que querías esas tierras para
construir una casa, no un asqueroso estudio.
—Pues he cambiado de idea.
-Y tendrás que volver a hacerlo -aseguró Alabama, inclinándose hacia adelante con gesto
amenazador, empequeñecidos los ojos por el intenso odio.
— Eso es algo que decidirá la Comisión Costera de California — replicó Latham.
No iba a dejarse intimidar. Si Alabama perdía los estribos era el millonario quien ganaba. Y el
hombre parecía a punto de perderlos. Tuvo perfecta conciencia del silencio que reinaba en el
salón. Todos estaban captando hasta la última palabra. En menos de una hora circularían cientos
de versiones de aquella conversación.
— Ese estudio se levantará sobre mi cadáver.
La voz de Alabama temblaba de cólera apenas reprimida.
—Espero que no haga falta, pero si así fuera...
Latham esbozó una sonrisa tensa. La ventaja era suya. Lo sentía.
-Siempre fuiste un mal nacido, Latham. No has cambiado. Sigues siendo el mismo mocoso rico
y malcriado de París. Crees que el mundo es uno de tus juguetes y que puedes romperlo a tu
antojo, ¿verdad? Pues bien, el mundo es también nuestro y no vamos a permitir que lo toques.
— Hola, Latham —saludó el Presidente, que se había materializado junto al codo del
millonario.
-Hola, señor Presidente -repuso Dick Latham, marchitándose ligeramente ante la aparición del
armamento pesado.
Fulton le dedicó una sonrisa amenazadora. Latham nunca había visto nada tan peligroso como
esa actitud seudoamistosa. Era la cuarta o quinta vez que lo trataba y nunca había tenido muy
buena opinión de su política izquierdista y su estilo popular, pero no por eso subestimaba la
rudeza del hombre. Fulton era famoso por el apoyo a sus amigos y el entierro de sus enemigos.
La actitud de Latham había sido mantenerse lejos de él y trabajar para la futura elección de un
republicano. Pero allí no había modo de evitarlo.
Se apresuró a presentar a Havers y a sus dos águilas legales,
sin dejar de mencionar que eran abogados. Vio que el viejo entornaba los ojos al percibir sus
intenciones. Todo lo que se dijera en adelante sería públicamente registrado. Habría que elegir las
palabras con cuidado.
—¿Tiene usted idea de lo que acabo de ver? —inquirió el Presidente, inclinándose hacia
adelante.
Era obvio que esperaba una respuesta a aquella pregunta imposible. Era como esos
enloquecedores «Adivine lo que estoy pensando» a los que la gente pomposa suele someter a
sus inferiores. Latham no tenía la menor idea. ¿Una perdiz en un peral? ¿La belleza de lo
sagrado? ¿Los antecedentes de la CÍA sobre la amante de Gorbachov?
—No lo sé —admitió en el silencio.
Descendía una bruma de irrealidad.
-Yo se lo diré -continuó el político, como si hablara con algún pequeño caprichoso y estúpido—.
No, mejor aún, se lo voy a mostrar. —Y lo llevó a rastras por entre la muchedumbre, que les abrió
rápidamente paso hasta el muro del salón—. En estas paredes —tronó el presidente— se ven
algunas de las fotos más bellas y conmovedoras que he visto en toda una vida dedicada, por lo
menos parcialmente, al estudio y la práctica de la fotografía. No son simples instantáneas: son
obras de arte. El arte más bello que he visto. Mírelas, Latham. Mírelas.
Latham sabía lo que le esperaba. Miró las fotos con el entusiasmo que reservaba para los
accidentes en las carreteras. La belleza le sostuvo la vista. En una situación normal lo habría

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conmovido, como debía ser. Nunca había visto las montañas así, tan al descubierto. Hasta
entonces las había visto a través del bíblico cristal oscuro. Ahora estaban cara a cara. Reconoció
el cañón, por supuesto. Era uno de los futuros decorados de Cosmos. Las fotografías fuertes y
silenciosas habían logrado una hazaña extraordinaria: pintaban un sangriento letrero rojo sobre su
cabeza, que decía ATILA EL HUNO.
— ¿Y bien? —vociferó el Presidente.
Latham tragó saliva. Aunque el viejo tonto fuera un patán de izquierdas y un enemigo de clase,
seguía siendo el líder de Norteamérica. El poder de su cargo lo envolvía como un aura. Hasta
cierto punto, él era Norteamérica misma, el país que Latham amaba. Se requería una respuesta,
pero ¿cuál? Era consciente de la muchedumbre que los rodeaba. La gente de Malibú tenía el
cuello estirado, las orejas empinadas y la lengua lista para el chisme.
—Son muy buenas —logró decir, por fin.
Su cuerpo se había detenido. Sus pulmones estaban inmóviles. El corazón, si acaso latía aún,
mantenía una actitud desesperadamente discreta.
-¿Muy buenas? ¿Muy buenas? -repitió el Presidente, en tono incrédulo—. ¡Pero hombre! Usted
planea plantar su estudio cinematográfico en medio de ese hermoso cañón. Estas fotos muestran
el daño que usted va a causar. Y lo único que se le ocurre decir es que son muy buenas. ¿Qué
clase de persona es usted, Latham? ¿Acaso tiene corazón, tiene alma?
El Presidente se había inflado como un globo. Lo miraba fijamente. Latham habría jurado que
empezaba a temblar. Era un espectáculo sobrecogedor. Fulton había accedido a una de sus
famosas y temidas furias. Para un despegue estratosférico sólo hacía falta una palabra de Dick
Latham, cualquiera que fuese.
La mente de Latham empezaba nuevamente a funcionar. Lo habían conducido a una trampa.
Había subestimado a Alabama y ahora el viejo ladino volvía la situación contra él. Las fotografías
eran una idea estupenda, pero lo que las hacía tan brillantes era su belleza. Hablaban
directamente al corazón. Intelectual-mente uno podía estar a favor o en contra de la urbanización
de las colinas; pero después de ver aquellas fotos sólo había un veredicto emocional posible.
¡Demonios, si hasta el mismo Latham lo sentía! Aun así, no podía permitir que lo derrotaran.
Jamás sería derrotado. Se trataba de una cuestión de negocios y era preciso ganar. En ese
momento lo que hacía falta era reducir los daños. Trató de hallar las palabras que no hicieran
saltar el fusible presidencial.
—La última palabra corresponde a la Comisión Costera de California...
Sólo pudo llegar hasta allí.
—La Comisión Costera... —repitió el Presidente, con la voz densa de asombro—. La Comisión
Costera. —Como si fuera un chiste divertido. Y le espetó-: Oiga, Latham: yo gané en California. Y
no fue por unos pocos votos. California es mi Estado. Los que hacen funcionar a California son
amigos míos. A ver si entiende usted esto: yo no puedo influir sobre un dictamen de
urbanización. No sería correcto. Pero si algún burócrata local de dos centavos vota por poner
su asqueroso estudio en las montañas de Alabama, jamás podrá ser amigo mío. ¿Oye usted bien
lo que le digo? Y otra cosa. Pronto habrá un congreso interestatal, con la consiguiente rueda de
prensa, cuyo tema principal es precisamente el ambiente. Y usted sabe cómo gusta el periodismo
de los ejemplos. Pues bien, no habría ejemplo mejor que las fotos de Alabama expuestas en
plafones por todo el salón. Y un retrato suyo para mayor seguridad. ¿Cómo quedará eso en los
quioscos donde se venden sus publicaciones, Latham? ¿Y qué pensará la Comisión Federal de
Comunicaciones que debe conceder las autorizaciones para sus emisoras de televisión? Díga-
melo usted, Latham, Dígamelo.
Pero Dick Latham no quería decir al político cómo quedaría eso. Dick Latham sabía
exactamente cómo quedaría. No quedaría bien. Ahora estaba sereno. Tenía otra vez el objetivo
en la mente. Cosmos era sólo una pequeña parte de su imperio. Las empresas Latham no podían
correr ningún riesgo. No había modo de prever cómo acabaría algo así. El Presidente había hecho
sus deberes, y sabía perfectamente cómo exponer una amenaza escalofriante. Conocía lo de las
licencias de Chicago. Latham, que había imaginado un encuentro armonioso, pensaba sacarlas a
relucir. Ahora resultaba muy obvio qué mensaje sería susurrado al oído del viejo compañero de
Fulton, el que presidía la Comisión Federal de Comunicaciones. No hacía falta entrar en detalles.
No se diría nada incriminatorio, pero el efecto final sería el asesinato de la vaca lechera de
Chicago, que tanto pesaba en la proyección de utilidades para las empresas Latham. Y la rueda
de prensa con la que amenazaba Fulton no sería un momento muy feliz. Los periódicos rivales lo

147
harían pedazos. Lo mismo podía decirse de los liberales que poblaban la industria editorial. En los
salones de Park Avenue los hombros estarían tan fríos como la comida.
Algo era seguro. Continuar con sus planes de levantar Cosmos en las montañas sería una
estupidez criminal. Pero aun mientras admitía eso para sus adentros, Latham supo que no podía
renunciar. Aquello era algo personal. Era él contra Alabama. Era Latham enzarzado en la guerra
infinita contra su padre, en la sepultura. ¡Diablos, podía luchar hasta contra el Presidente!
Después de todo, aquel viejo tonto no era un dios. Y podía sobrevivir al periodismo y a la pérdida
de sus negocios en Chicago. ¿De qué servía tener dinero si uno no podía permitirse perderlo para
salirse con la suya? Sus últimas palabras habían sido correctas. Todo dependía de la Comisión
Costera. Si allí decían que sí, cosa más que probable, conseguiría lo que deseaba, pese a todo.
Irguió la espalda. Era el momento supremo. Estaba frente al comandante en jefe, el hombre
más poderoso del mundo, pero no aflojó.
— He escuchado lo que usted ha dicho, señor Presidente, y hará usted lo que deba. Pero eso
no cambia mis planes. La historia está llena de gente que se ha resistido al cambio y al progreso.
No es mi intención figurar entre ellos.
El Presidente entornó los ojos ante aquella respuesta, totalmente inesperada. El grandísimo
truhán había recibido su mejor disparo sin rendirse. El hecho de que fuera una locura no le
restaba valor. Fulton era un animal político supremo. Acababa de usar su enfado, intimidando y
amenazando para lograr su objetivo. No había servido en absoluto. Eso significaba que era
preciso optimizar las pérdidas. No se podían malgastar el poder y el prestigio presidenciales en un
escuálido enfrentamiento público. Giró sobre sus talones sin decir una palabra más y, rodeado de
su cortejo, salió del salón a grandes pasos.
Alabama no había escuchado la última parte; se había apartado cuando Fulton llevaba la
ventaja y tenía a Latham entre las cuerdas, pues había visto en las últimas filas del público a la
persona que deseaba ver. Se abrió paso hacia ella, acercándose oblicuamente para no advertirla
de su proximidad. Mientras caminaba levantó la Leica que le pendía del cinturón. No estaba
preocupado. Sabía que todo saldría bien, pero necesitaba que ella lo dijera. Necesitaba saber que
Pat Parker estaba en el bando de los ángeles, en su bando. A un metro de ella, desde atrás, se
detuvo. Se agachó hasta captarla en el objetivo, buscando la mejor posición, mientras su
ordenador mental calculaba la luz. Luego esperó. Ella tendría el retrato que le había pedido. La
lente de la Leica la mostraba más hermosa que nunca, con la orgullosa cabeza en alto y la chispa
animada brillándole en los ojos. Algo la hacía sonreír. Alabama comparó su expresión con el sol
que asomaba sobre la montaña. En el momento en que despuntaba en las comisuras de su boca,
la llamó suavemente:
-¡Pat!
Ella giró en su dirección, tal como él esperaba; su sonrisa se acentuó al ver lo que estaba
haciendo. ¡Clicl Listo. Un retrato perfecto hecho por el hombre que había redescubierto su arte.
— ¡Has hecho una foto, Alabama! —exclamó.
Él se incorporó, riendo, y dejó que la Leica cayera al costado.
— He tomado varias —matizó, señalando con el brazo lo expuesto en las paredes.
—Lo sé —repuso ella, simplemente.
-¿Te has dado cuenta de que son nuevas?
— Me he dado cuenta. Son magníficas. Totalmente distintas. Me dan ganas de llorar.
Alabama se echó a reír. En el mundo entero, sólo ella y King conocían su secreto. Sólo ella
podía saber, con su mirada mágica, que aquellas fotos no eran viejas, sino nuevas.
— ¿Te gustan?
—Está más allá del gusto y más allá del amor, Alabama. —Ella alargó una mano para tocarlo
—. ¿Cómo lo hiciste? ¿Cómo quebraste el bloqueo?
—Tú me ayudaste. Me ablandaste. Me dijiste la verdad que yo no me atrevía a asumir: que
tenía miedo, que era un cobarde. Pero fue Latham quien oprimió el botón. Había que detenerlo.
Todavía es preciso.
La observaba con atención. Se aproximaba el momento de la decisión. Se alegraban de verse,
pero ¿cuánto duraría el placer? ¿Hacia dónde se inclinaría?
Pat tragó saliva. Aún no estaba decidida. Se encontraba en el filo de la navaja. Tony. Alabama.
Latham y la película que ella iba a dirigir. Y las fotografías de las montañas, insistentes en su
precario encanto, en las paredes del museo John Paul Getty. Los ojos del fotógrafo centelleaban.
Pat no tenía mucho tiempo. No debía ser tan difícil. El jurado de su corazón no necesitaba tanto

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tiempo.
De pronto, por encima de su hombro, Alabama vio a Tony Valentino. Estaba a poca distancia,
observándolos, sin que Pat Parker tuviera idea de su presencia.
— ¿Con quién estás, Pat? —preguntó.
Ella aspiró hondo. Aun en ese momento no sabía qué decir. Estaba a punto de descubrirlo.
-Contigo, Alabama -pronunció.
. El alivio inundó el corazón de su amigo. Habría querido darle un abrazo de oso hasta hacerla
pedir misericordia a gritos. Pero antes quería algo más. Quería detalles. Quería todo en claro para
que no hubiera lugar para la duda ni oportunidad de echarse atrás.
-¿No vas a trabajar para él? ¿Renunciarás a la película y a New Celebrity}
—Si no puedo disuadirlo de construir Cosmos en Malibú...
— Latham podría descartar esa película. Tony se quedaría sin su oportunidad. ¿Correrías ese
riesgo?
Al decir eso Alabama miró a Valentino a los ojos, por encima del hombro de Pat. La mirada de
Tony se clavó fieramente en él, sin dejar entrever sus sentimientos.
— Con su talento, Tony, llegará adonde quiera. No necesita mi ayuda —dijo Pat.
«Ni de mi estorbo», pensó. ¿Lo habría traicionado por segunda vez? ¿Era posible traicionar a
alguien cuando se hacía lo correcto? Trató de descubrir qué sentía, pero no pudo. Experimentaba
alivio por haber tomado la decisión, pero estaba equilibrado por la preocupación que le causaba
su incierto futuro. Había perdido su antiguo empleo. Muy probablemente, también el nuevo. Y
perdía a Tony para siempre. Era mucho precio a pagar por la virtud.
Alabama avanzó hacia ella, que se recostó en su abrazo. Eso, por lo menos, parecía seguro y
bueno. Era maravilloso estar otra vez en el campamento de sus brazos, después de haber pasado
por la tierra de nadie de la incertidumbre moral.
— Vamos a decírselo a Latham ahora mismo —propuso él—. No puede oponerse a todos
nosotros. Lo haremos ceder.
Sobre su hombro, la mirada de Tony seguía sosteniendo la suya. Alabama sonrió con
suavidad. El tiempo diría si su premonición era acertada.
Condujo a Pat por entre las estrellas hasta el lugar donde había dejado a Latham empalado en
la sutil estaca de la amenaza presidencial. Ahora estaba solo con su secuaz, aturdido por el
impacto y desolado entre la fascinada multitud. El Presidente no estaba a la vista.
-Hola, Dick -saludó Pat.
Él sonrió débilmente.
— ¿Tú también? —preguntó. Parecía saberlo.
— Cede —pidió ella—. Está mal. Hacer esto está mal. Ahora lo ve todo el mundo. Alabama se
lo ha hecho ver.
— No puedo —replicó Latham.
Desvió la mirada. No parecía enfadado, ni siquiera terco. Era como si tuviera las manos atadas
por su pasado, por su personalidad, por todas las fuerzas que habían dado forma a su extraor-
dinaria vida.
—Si haces esto, Dick, no podré trabajar para ti. No podré trabajar para New Celebrity. No
podré siquiera ser amiga tuya.
¿Se había estremecido él ante las últimas palabras? ¿Lo había conmovido mínimamente?
— Como quieras —replicó.
El enfado creció en Pat. «¿Como quieras?» ¡Demonios!
— ¿Por qué adoptas siempre el papel de dios, Díck Latham? — estalló—. Te vendría mejor el
de niñito malcriado, cosa que eres en el fondo. Arrancas las alas a las moscas. Mientes,
engañas y robas para ganar una miserable suma de dinero, cuando ya lo tienes en cantidades
obscenas. Y me asqueas con tu orgullo, tu poder y tu terrible pobreza emocional. Deberías
aprender a sentir afecto, Dick Latham. De otro modo, nadie, absolutamente nadie, te amará
nunca.
— ¡Eso, eso! —subrayó alguien entre la multitud.
Era Robert Redford. Dick Latham levantó la vista y lo vio. Redford había representado una vez
a Jeremiah Johnson, el hombre de la montaña, un personaje que se parecía mucho a Alabama.
Se había enamorado de Utah y, por medio de su Fundación Sundance, trabajaba más para
preservar las bellezas naturales que por su carrera. Y ahora, públicamente, tomaba partido contra
Latham.

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— No seas bestia, Dick —agregó otro.
Era Martin Sheen, alcalde no oficial de Malibú, blanco de la suave burla de Latham en la fiesta
de Broad Beach, milenios atrás. Era el alma de la playa, o por lo menos su conciencia. El sabía
sentir afecto. Había dado lecciones al mundo entero sobre este tema.
Las estrellas se agruparon a su alrededor, cada vez más cerca.
— Si lo haces, jamás trabajaré para Cosmos —dijo Mel Gibson.
— No podrás contar con ninguno de nosotros —concordó Barbra Streisand.

El coro repitió:
—Nadie trabajará para ti. Nadie trabajará para ti.
Estaba convirtiéndose en un estribillo. En las últimas filas de la muchedumbre los brazos
empezaban a mecerse al unísono.
Dick Latham tragó saliva. Había en los asuntos humanos un tiempo y una marea que, si se
tomaban en bajamar, llevaban directamente a la letrina. El tiempo era ese mismo instante. La
marea, la que se arremolinaba en torno de él. Ante sí, apretado contra él por la masa de
humanidad estelar, tenía a la muchacha que había llegado casi a amar, después del único amor
verdadero de su vida. Las palabras de Fulton aún reverberaban en el aire. La amenaza a su
imperio empresarial aún resonaba en sus oídos. Ahora estaba causando una huelga de
celebridades. Las estrellas de Malibú estaban decididas a boicotear su estudio. Si continuaba en
ese curso desastroso arriesgaría todo lo que había creado. Y entonces Pat tendría razón: nadie,
absolutamente nadie lo amaría jamás.
Levantó una mano. La voz que resonó no parecía la suya.
—Al parecer, hice mal mis cálculos —argüyó—. He decidido retirar todo el proyecto de
construir un estudio en Malibú.
El aullido de aprobación hendió el aire. En Dick Latham se iba gestando el enfado, lento, pero
seguro. Al principio ardió con suavidad, pero luego cobró fuerza, más y más, hasta borrar su
desilusión, tal como el sol borra la bruma marina en la costa de Malibú al avanzar la mañana.
Alabama había ganado. Él había perdido. Pero no tenía obligación de estar contento. Y la palabra
que le rondaba el cerebro era «venganza».
Pat Parker lo siguió con la vista. El alivio ante su rendición se confundía con miedo por lo que
iba a ocurrir. Ella se había excedido públicamente. Latham no la perdonaría jamás. Desde ese
momento en adelante serían enemigos. Eso la asustaba, pero también la entristecía. Existía en
Dick Latham una parte que a ella le gustaba mucho, tal vez demasiado. Era la parte que le
recordaba a sí misma.
De pronto sintió necesidad de alejarse de toda aquella gente. Ni siquiera quería las
felicitaciones de Alabama. No quería oírlo graznar su triunfo, porque su victoria era también la
derrota de ella. Quería estar sola. Quería pensar y poner las cosas en perspectiva. Tenía que
trazar sus planes, acomodarse al hecho de que el mundo se había puesto patas arriba sin que
nadie tuviera la culpa, salvo ella misma. Por eso se dejó absorber hacia la salida por el río de la
fama y, ya en el corredor, giró a la derecha mientras todo el mundo lo hacía hacia la izquierda,
rumbo a la escalera. El letrero de la puerta decía simplemente: PINTURAS Y ESCULTURAS. Pero
lo más importante era que aquella galería estaba desierta.
Mejor dicho: lo había estado, porque ahora estaba llena de ella y del hombre que la seguía.
Comprendió que no estaba sola al oír cuatro pasos en el suelo de mármol en vez de dos. Giró en
redondo. Él se detuvo.
- ¡Tony!
Él no dijo nada.
Pat lo miró, inerme. ¿Comenzarían ahora las acusaciones y los reproches? ¿Cabía intentar
alguna explicación, algún tipo de disculpa? Era demasiado, demasiado pronto. Se sentía
exhausta, pero aún lo quería. ¡Por Dios, cómo lo quería! Trató de interpretar su expresión. ¿Qué
había en la cara del muchacho que amaba? ¿Lo llegaría a saber? ¿Serviría de algo saberlo? Pero
la cara de Tony permanecía inescrutable. La miraba, larga y dura, con la máscara perfecta de su
expresión ocultando el misterio de su persona.
Y de pronto empezó a sonreír.
La sonrisa se inició como una chispa en el alto chaparral. Prendió fuego en las comisuras de la
boca y se extendió hacia dentro, hacia arriba, devorándole los labios, los ojos y la frente,
súbitamente arrugada. Avivada por el viento, ardió en toda su cara hasta convertirse en una

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caldera, más luminosa que el sol, y calentó el corazón de Pat con su calor radiante. ;
—Oh, Tony —murmuró.
Y cayó en sus brazos. El joven estaba listo para recibirla y la estrechó con fuerza, como para
decirle que jamás la soltaría. La estrechó hasta escurrir de ella la duda y el dolor. Y Pat sepultó la
cabeza en su poder, olfateando su calor, anidando en el fondo del cuerpo que amaba.
— Se acabó —susurró Tony.
Se refería al enfado, la frustración, la amargura.
—¿Es el comienzo? ¿Es el principio otra vez? —preguntó ella con suavidad, refiriéndose al
futuro, a la unión que sería su matrimonio, a la eternidad que compartirían.
Los ojos de él dijeron que sí.
Por largos segundos se contentaron con estar juntos, después de la larga separación, pero luego
sus cuerpos se agitaron. El apetito iba en aumento. El contacto generaba en ellos hambre. Ella
apartó la cara de su pecho para mirarlo, por entre la bruma de lágrimas que le llenaba los ojos.
— ¡Tony!
Él le pasó los dedos por el pelo, febril en su prisa por saborearla una vez más. Dejó vagar los
ojos por su belleza, desesperado por captarla para siempre. Luego la estrechó contra sí y se
inclinó hacia ella, buscándole los labios con los suyos. En la serena penumbra de aquel templo del
arte, el beso fue el anillo de bodas y las bocas silenciosas pronunciaron a gritos los votos de fe.
Los cuerpos duros se estrecharon. Las lenguas se lamieron. Ella cruzó las manos alrededor de la
cintura de Tony y él, a modo de respuesta, proyectó las caderas contra ella. Pat lo sintió crecer.
Sintió que ella misma se abría. Más grande, más ancho, más duro, más suave, más alto, más
húmedo, ¡oh, Dios!, tan húmedo... Por debajo de la falda estaba ardiendo. El, dentro de sus
vaqueros, estaba en llamas. La pierna de Tony se abrió paso entre las de ella y Pat se agachó,
sentándose a medias en su muslo para mecerse contra él, sedienta de fricciones. Su corazón
martilleaba, su mente rugía. Se apretó contra él, acariciando con la entrepierna su calor palpitante,
provocándolo, apasionada por la sangre que se precipitaba hasta su centro mismo. Plantó el
muslo entre las piernas del muchacho y osciló de lado a lado, frotándolo, en tanto le buscaba el
fondo de la garganta con la lengua y aplastaba los pechos contra su torso. Podía sentir su
extremo a través de la loneta de los vaqueros. Tony podía sentir, a través de su falda y la seda de
sus bragas, el terciopelo deslizante de su meseta. Los separaban moléculas de tela. No era
suficiente. Para entonces se habían atrevido a marcar un ritmo. Danzaban al compás de la lujuria
y sabían lo que deseaban. Deseaban el orgasmo. Por algún motivo, eso importaba más que nada.
En el choque de las almas se olvidaría el pasado. El perdón, las explicaciones, las excusas
huecas, todas esas inútiles triquiñuelas de las palabras, serían inútiles ante la lluvia de carne
líquida. El nuevo día amanecería en la explosión gloriosa de los cuerpos. Y estaba muy cerca. Ella
contuvo el aliento al acercarse de puntillas a su conclusión. El estaba rígido en el umbral de la
suya. Se apretaron en el borde mismo, decididos a ahogarse cada uno en el otro. Más cerca, más
fuerte impusieron la unión. Necesitaban ser el otro, convertirse en la piel, el hueso y la sangre del
otro. Más adelante un hijo formalizaría la unión. Ahora sólo existía la promesa de toda la felicidad
venidera.

CAPÍTULO XV
Venían caminando desde el mar, saboreando el último calor de la tarde avanzada. La playa
estaba tranquila en Malibú, paraje retirado y perezoso, para pasear, para viejos amigos y jóvenes
amantes; el oleaje lavaba la arena ante la mirada de las montañas; las aves volaban en círculos
en el azul pólvora del cielo.
Al llegar a los peldaños ella le cogió la mano y él le estrechó los dedos. Se hizo a un lado para
dejarla subir a la descolorida terraza de madera; las piernas largas señalaban la dura perfección
del trasero y la fuerte pendiente de la espalda. El la siguió, tragando saliva al reparar en su
belleza.
Ella se volvió sonriendo, para demostrarle que le adivinaba los pensamientos, y que éstos le
agradaban mucho. Luego cruzó el balcón que separaba la casa de la playa y se inclinó sobre la
barandilla, segura de que él se le uniría. Por varios segundos no dijeron nada.
—No podía perdonarte. Tampoco podía olvidarte —dijo él, por fin.
No habían tocado el tema.

151
— ¿Y ahora?
— Las cosas siguieron su curso. -¿Qué quieres decir con eso?
Ella sonreía con calma. El lenguaje que ambos deseaban era el de los cuerpos, no el de las
palabras ni las frases.
Tony rió para expresar que apenas lo sabía y que ya no importaba.
—Tuviste un coraje increíble... con Latham. Nunca había visto a una mujer hacer algo parecido.
Ella volvió a sonreír con gratitud, con alivio. Había hecho lo más difícil de todo. Con frecuencia
era lo correcto.

-Creía que me despediría. Y a ti también, a todos. Y entonces me llama para decirme que nada
ha cambiado. Todavía no puedo creerlo. ¿Será masoquista o algo así?
— Es que a ese cerdo nadie le había dicho nunca cómo debía comportarse. Nadie lo ha
querido tanto como para tomarse la molestia. Te respeta por lo que hiciste. Y yo también.
-¿De veras?
— Acabo de decírtelo.
Tony sonrió perezosamente. Los cumplidos no le resultaban fáciles. Repetirlos era aún más
difícil. Como hiciera cien veces antes, trató de analizar por qué la había perdonado, por qué ya no
le importaba su traición. ¿Era por su increíble coraje ante Latham? ¿Por su decisión de anteponer
las montañas de Alaba-ma a su carrera? ¿Era por Allison, quien le había hecho comprender que
Pat lo amaba de verdad?
—¿Allison te habló de lo nuestro? —preguntó Pat, leyéndole los pensamientos.
— ¿Si me dijo lo que le pediste que me dijera? Sí. Textualmente. Te creyó.
-¿Me crees tú?
— ¿Si creo qué cosa?
— Y ahora ¿quién está jugueteando? —Pat le hundió un dedo en la piel tostada del antebrazo
—. Si crees que te amo —agregó, con voz más grave, más sensual.
— ¿Me amas?
—Sí. Mucho. Muchísimo. Nunca he dejado de amarte. —Lo miraba a los ojos.
-A tu manera.
Tony empezaba a comprender que Pat y él amaban de un modo diferente al de todos los
demás.
—A nuestra manera.
Ella también lo había comprendido. Sus ojos ahondaron en los de él, con hambre. Casi había
llegado el momento, pero antes había algo que ella deseaba hacer.
— ¡Oye, tengo un regalo para ti! —dijo, como si acabara de recordarlo.
Caminó hasta el borde de la terraza y retiró la camisa que cubría el retrato para entregárselo.
—Alabama me la hizo ayer, en el Getty —señaló—. Me la envió esta mañana. Quiero que lo
tengas tú.
Tony contempló la fotografía. Después, a ella; luego volvió al retrato.
—Es hermoso —dijo—. Hay sólo una cosa en el mundo que me gusta más. —Y dejó la
fotografía. ;
-¿Cuál?
-Tú.
Tony sonrió con una sonrisa lenta y fácil. La corriente estaba en marcha. Jugó con los dedos
que buscaban los suyos. Deslizó la mano por ellos como si nunca los hubiera tocado. Ella recostó
el hombro contra él y apoyó la cabeza contra el costado de su cuerpo, cálida y deseosa. Él aspiró
su dulce aroma, que se mezclaba con la brisa salobre, con el sutil perfume del aceite bronceador
que emanaban los bañistas en la playa. Luego se inclinó para apoyar la cabeza contra la de Pat.
Por largos segundos les bastó con estar juntos, en tanto el oleaje se estrellaba en la arena y las
gaviotas volaban en círculos. Por él corrían oleadas de extraña ternura. En ella latía el pulso del
amor total. Estaban más unidos que nunca.
—Tony —susurró ella—. Tony...
Pero él le puso un dedo en los labios, para indicarle que no era momento de palabras. Entre
sus dedos pasó un suspiro vacilante. Ahora sentía su aliento pesado por el mensaje del deseo.
Sabía que el corazón de Pat latía al ritmo del suyo, redoblando el peligroso tambor de los anhelos
carnales. Sus ojos lánguidos, grandes y caprichosos, desnudaban sus sueños. Lo deseaba. Y
vería satisfecho ese deseo.

152
Se dejaron llevar hacia el beso. Con las bocas abiertas, las lenguas listas, cayeron en él.
Hociqueando los labios secos, se contentaron con esperar la humedad en el lujo del amor lento.
Se mordisquearon con toda la ternura del mundo, recorriendo con los dientes la piel vulnerable.
Después las manos se aliaron y buscaron la cabeza del otro para afinar la pasión. Cada uno en-
redó los dedos en el pelo del otro, palpitantes, tratando de hacer que la magia creciera. Malibú
desapareció; la belleza de la playa retrocedió hasta convertirse en un telón de fondo pintado de
azul y beige. Sólo existía como fondo; en el primer plano de la fotografía, ellos se lanzaban el
amor a la boca junto con el aliento.
Se estrecharon. Las manos se habían vuelto brazos y los cuerpos ya se tensaban, como si
temieran perder ese momento. Ya más bruscos, se ataron con cuerdas formadas por sus miem-
bros, y el beso delicado expresó un voraz apetito, decidido a saciarse. Se hundieron en el mar de
la lascivia, refrescados por la abundante humedad, tragados por la intimidad líquida. Lengua
contra lengua, se mecían juntos. Cadera contra cadera, compartían la dureza. Almas en llamas,
temblaban en los portales del éxtasis.
Él la apartó y ella permitió la separación porque reconocía su promesa. Tony la llevó del
resplandor del sol a la oscuridad de la casa, y ella lo siguió como la bien dispuesta víctima de un
sacrificio pagano. En la penumbra del cuarto se detuvieron, frente a frente una vez más. Él le
desabotonó la camisa. La observaba con atención, saboreando cada matiz de su expresión, en
tanto ella permanecía quieta y pasiva, a merced de sus dedos cautelosos. Tony retiró la camisa de
algodón; allí estaban los pechos, humildes en su indefensa hermosura. Los tocó para demostrar
que era su dueño. Sus manos fueron las manos posesivas del general que inspecciona el botín de
la victoria. Le encerró los pechos entre las manos. Sujetó los pezones entre el pulgar y el índice.
Deslizó un dedo insolente por la suave cuesta de su curvatura, hacia la zona inferior, allí donde
brotaban verticalmente. «Son míos —decían sus gestos—. Son una parte de la propiedad que me
has vendido. Ya no tienes derechos sobre ellos, salvo el derecho de dar placer y el de recibirlo.»
Ella se estremeció en deliciosa aquiescencia. Los pechos temblaban ante el contacto. El torso le
palpitaba por el esfuerzo de respirar; la adrenalina crecía en su sangre.
Las manos de Tony descendieron un poco más, hasta el cinturón de los vaqueros. Lo
desabrochó. Con suave firmeza le bajó los pantalones. Ella no lo ayudaba. Él no quería su ayuda.
Pat gimió cuando la tela se deslizó debajo de su trasero y bajó la vista por su vientre desnudo
hasta las bragas de seda. La avergonzaba que ya estuvieran mojadas en la parte delantera, pero
también la complacía que él lo hubiera logrado. Era culpa de Tony. La vertiente de lujuria y amor
que brotaba de ella era creación de ambos por igual. También lo era la esencia embriagadora de
su almizcle, que los envolvía en el capullo de la intimidad. La camisa le cubría aún el torso. Los
vaqueros, la parte inferior de las piernas. Pero su centro estaba ahora casi al descubierto. Su
húmedo calor estaba en la superficie sedosa de las bragas, exponiendo el secreto culpable.

Él buscó el elástico de las bragas y tiró hacia abajo, hasta sepultarlas en la loneta arrugada que
le cubría los muslos. Sus manos rondaron junto a ella, disfrutando de su radiante calor, tentando
el vello reluciente. Los labios de amor brillaban en el triángulo, rosados como el coral,
relumbrantes en el océano viscoso de la lujuria. Eran tan tímidos, tan hermosos, necesitaban su
toque con tanta desesperación... Ella volvió a gemir, al borde mismo del abandono, y proyectó las
caderas hacia él, en gesto de rendición. Su cuerpo suplicaba por el de Tony, pero él aún se
contenía, sabiendo que cada milisegundo de goce pospuesto sería centuplicado en la felicidad
inminente. Su mano se acercó un poco más. Tocó el pelo suave y empapado, se retiró, lo tocó
una vez más. Él la miró a los ojos y ella asintió, otorgándole un permiso que no era necesario.
Volvió a moverse hacia él, ya con más insistencia, desvanecido el pudor en la urgencia del deseo.
Tony apoyó la palma contra ella, que gruñó de placer, echando la cabeza atrás para mostrarle
el cuello, largo y blanco. Él masajeó la abundante humedad y ella se frotó contra su mano. Le
encantaba, quería más. Tony exploró suavemente su borde, enganchando el dedo en la orilla de
la sedosa abertura; lo retiró, lo introdujo un poco más. Pat flexionó la rodilla siguiendo aquel dedo,
como si tratara de capturarlo dentro de ella, y lo alentó a explorar las partes secretas que le
pertenecían para siempre. A modo de respuesta él ascendió hasta que sus dedos descansaron en
el lugar que se había convertido en el centro del cuerpo femenino. Se movió contra él en gesto
reverencial, haciendo estallar estrellas en la mente de Pat.
— Ooooooooh —gimió ella, mientras él le extraía el éxtasis.
Sentía las piernas débiles. Le fallaban las rodillas. Todo su cuerpo giraba sobre la fuente de

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placer. El sudor brotó en su labio superior, cayó en gotas por sus pechos, asomó en una pátina de
pasión alrededor de los pezones tensos. Y él seguía moviéndose contra su misterio. Parecía
conocer sus puntos íntimos. Vagaba por su cuerpo, abriendo las puertas prohibidas. Tenía todas
las llaves. Ya le había robado el corazón y ahora se apoderaba del resto.
Las manos de Pat lo buscaron. Necesitaba más. Lo necesitaba todo. Buscaba sus vaqueros,
pero él se lo impidió. Sólo habría un guía, sólo una que se dejara guiar. Le puso las manos en los
hombros para llevarla de nuevo al sofá y allí la sentó. Pat cayó contra los almohadones, con las
piernas abiertas. Le estaba suplicando que la poseyera pronto, fuerte, tan cruelmente como
deseara, como ella misma deseaba en el limbo desesperado en que él la había dejado. Tony, de
pie ante ella, contemplaba sobrecogido el cuerpo conquistado. En los labios de Pat jugaba una
sonrisa anhelante, que danzaba en sus ojos maravillados. Se buscó un pezón. La otra mano fue a
la entrepierna. Bajo toda la potencia frontal de su mirada, deslizó un dedo dentro de sí misma. Lo
provocaba. Le mostraba lo que deseaba. Si él no lo hacía, lo haría ella. Era preciso. Sólo había
una vía de escape para la presión que le llenaba el cuerpo. Necesitaba el alivio. Y él tenía que
entenderlo.
Por largos segundos Tony Valentino la dejó sola en el plano de sus ansias. Unidos sólo por la
mirada, la necesidad crecía. Pat vio que su poderío se expandía. Vio la pasión que palpitaba en
él. «Por favor —pedían sus ojos—. Hazlo ya. Como tú quieras. Existo para ti. No tengo otro
objetivo.»
Tony se desabrochó el cinturón. Abrió los botones. Estaba libre. Salió de sus vaqueros y sus
calzoncillos y caminó hacia ella. Se arrodilló entre las piernas abiertas y posó las manos en sus
muslos. Ella se deslizó hacia abajo, hacia él, con lágrimas de amor en los ojos. Tony le salió al
encuentro y se deslizaron el uno en la otra, cada uno por fin en su hogar natural, unidos como
debían estar.
— Te amo, Pat —murmuró él. '
— —Ámame siempre —susurró ella.
Emma Guinness dejó caer el micrófono entre sus pechos. Desapareció. Por un segundo no
estuvo segura de volver a encontrarlo. Gracias a Dios, estaba conectado a un cable. Se miró al
espejo. No se notaba nada: ni el micrófono escondido que ya se calentaba en su seno ni la
angustia de su mente. En media hora estaría cenando con Dick Latham, la diana en la cual había
soñado clavarse. Días antes el matrimonio había sido una remota posibilidad en su imaginación.
Ahora ya no existía allí. Latham la había humillado en público, delante de una rival, delante de Pat
Parker, su empleada. Y el mundo de la Guinness se había vuelto horripilante. Desde ese
momento había cambiado. Había renunciado a sus sueños más oscuros. Y ahora, el mundo que
se especializaba en acosarla descubriría que, cuando el juego se tornaba rudo, el astuto se volvía
maligno.
Cogió un frasco de Paloma Picasso y se mojó los hombros. ¡Diablos, ya estaba sudando pese
al desodorante Dior! Haría falta una supercola para bloquear los poros de sus axilas cuando
Wagner empezaba a afinar. Recogió el cinturón con su velero y su pequeño bolsillo. En su interior
estaba la grabadora. Conectó el micrófono y escondió el cable sobrante en el cinturón. En la
tienda de contraespionaje industrial de Grosvenor Square habían sido muy explícitos. El grabador
se activaba con la voz. La duración de la cinta era de tres horas. Si un ratón se tiraba un pedo
durante la cena, quedaría registrado para la posteridad en sonido cuadrafónico. Esbozó una
sonrisa cruel. En los tiempos de la vieja Class había empleado la misma treta y, como resultado,
Victoria Brougham había mordido el polvo. Aún podía ver a aquella zorra imitando el acento
norteño del nuevo propietario: sentada con las piernas separadas, las bragas a la vista, a la
manera de la clase alta inglesa, criticando a su jefe de clase social inferior, con la atronadora
arrogancia de su especie. La grabadora Phillips que Emma llevaba escondida la había registrado
para la posteridad. Ahora las cosas eran mejores. En la actualidad podía darse el lujo de comprar
un artefacto de primera para su espionaje electrónico.
Su sonrisa se ensanchó. Bien era posible que durante la cena no surgiera ninguna
conversación reveladora. Pero cuanto más se esforzara, más fortuna tendría. La mente preparada
es amiga de la casualidad. Un buen día, si ella estaba atenta, se dejarían oír las palabras que
cambiarían su futuro. Oprimió el botón de grabar.
— Uno, dos, tres, probando. Os odio a todos —dijo con suavidad—. Os odio a todos. —Lo
repitió más alto—. ¡Os odio a todos!
Rebobinó la cinta y activó la reproducción. Su sonrisa tenía la amplitud de la del gato de Alicia

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al escuchar su verdad repetida por el grabador. Miró su reloj. La cena se servía a las ocho.
Primero, aperitivos en la playa. Tenía que darse prisa. ¿Qué diablos se pondría?
Se dirigió hacia el ropero, ignorando felizmente que el espejo reflejaba su copiosa retaguardia,
sus piernas achaparradas, su cuello de toro. Suspiró. Allí no había un solo vestido barato. Las
etiquetas correspondían al filo mismo de la moda. Casi todos aquellos diseños habían aparecido
en las mejores revistas, lucidos por sinuosas modelos. Pero al contemplarlos supo que en ella
serían un fracaso. Llevaba años tratando de analizar por qué. ¿Por su silueta, su porte, su manera
torpe de moverse? Tal vez por su cutis, su personalidad, por las feromonas que emitía. Quizá,
simplemente, porque su aura contrastaba mal con la ropa, si bien, para ser franca, tampoco
desnuda lucía bien. Suspiró una vez más, sacando una percha al azar. Aquel modelo de Bruce
Oldfield parecía un sueño en el cuerpo de la princesa Diana. Las flores que se abrían en la
primavera, ¡traíala!, ligero, veraniego y espumoso como un soufflé bien preparado. ¡Bah! En ella
parecería un tributo floral demasiado caro en el crematorio de un nuevo rico.
Se metió en el vestido como en un sembrado de nabos durante el invierno. Contuvo la
respiración exhalando todo el aliento para subir la cremallera y alisó la seda que protestaba antes
de reanudar la actividad normal de sus pulmones. Bueno. No se había desgarrado nada, aunque
la tela quedaba demasiado tensa. Había estado comiendo de más para consolarse. No era difícil
engordar en Norteamérica, donde el azúcar era la principal adicción y los dulces eran los mejores.
La grabadora hacía un bulto visible. Buscó a su alrededor algún tipo de chai. El sol se había
puesto y en Malibú las noches eran frescas. La prenda le restaría elegancia, pero no importaba.
Dick Latham ya no la tenía en cuenta.
Estaba lista. Repasó mentalmente una lista de temas para la extorsión. Cualquier cosa
relacionada con impuestos resultaría prometedora. Los ricos no soportaban pagarlos. «Sólo la
gente insignificante paga impuestos», había dicho Leona Helmsley. Si lograba que Latham
mencionara una cuenta en algún banco suizo, una empresa en Liechtenstein o algo oscuro en un
lugar soleado como las islas Caimán, iría por buen camino. También estaban los crímenes
habituales en un millonario: aparcar mal, manipular acciones, utilizar datos confidenciales, y
pecadillos más exóticos, como la desobediencia a las leyes antitrust, las contribuciones ilegales a
las campañas políticas y los sobornos a gobiernos extranjeros. No sería fácil. Latham era
norteamericano, no un europeo lenguaraz, capaz de revelar un secreto para divertirse un rato. Tal
vez conviniera emborracharlo. Eso tampoco habría sido difícil en la vieja Inglaterra, donde se
miraba a quienes no bebían con la suspicacia reservada para los conocidos que te llaman por tu
nombre de pila.
Repasó una vez más el inventario del espejo. ¿Tenía aspecto de espía? No. Tenía aspecto de
saco de patatas abandonado en el parterre de las flores por un jardinero descuidado. ¡Al demonio
con todo! Estaba lista para cenar. Dick Latham, Pat Parker y Tony Valentino harían bien en
andarse con cuidado. Sus tripas serían las ligas que ella usaría para bailar sobre sus tumbas.
—No voy a recibir más llamadas. No me importa quién mierda sea. ¿Me entiende usted? Ni el
presidente de la Cámara Baja, ni el gobernador, ni mucho menos el Presidente. ¿De acuerdo? He
salido. Estoy en una reunión. Me he muerto. Diga lo que quiera, pero no me moleste por nada.
Dick Latham golpeó el auricular contra la horquilla y empujó el vaso hacia Havers.
— ¡Ponme otro whisky! —ladró.
Havers se apresuró a obedecer. Nunca había visto así a Latham. El tipo ardía de rabia. Casi se
podía ver el humo que le brotaba de las orejas. Y estaba bebiendo. Era la tercera copa en la
media hora que Havers llevaba en su oficina. Tenía buenos motivos, claro. La noche anterior
apenas había tenido tiempo de llegar a su casa, desde el Getty, cuando estalló la tormenta. El
teléfono sonaba sin cesar. Los mensajeros formaban fila a lo largo de Broad Beach. Los
periodistas comenzaban a reunirse en la playa como cuervos. Ya había un par de equipos de
televisión para exteriores aparcados afuera; uno de ellos, de la CNN. Las fotografías de Alabama
habían estallado en la conciencia de los formadores de opinión con la fuerza de una explosión
nuclear. Los tres programas informativos de la mañana pedían a gritos una entrevista con el futuro
violador ecológico. Y ahora las llamadas se habían vuelto más siniestras: en la línea empezaban a
aparecer los banqueros. Con tonos cuidadosamente adiestrados en el lenguaje leguleyo-
financiero, decían una cosa y daban a entender otra. Estaban preocupados, no por algo
específico, sino preocupados en general, como lo están las personas perennemente nerviosas
cuando ocurre algo anormal. La maquinaria de relaciones públicas de Latham se había puesto a
funcionar aceitadamente para reducir los daños. Ya se había acusado a un subordinado de idear

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lo de «Cosmos en Malibú» y el hombre, como correspondía, había caído sobre su propia espada.
El mismo Latham había grabado para la televisión un segmento de dos minutos para una
transmisión nacional, asegurando a todos que las colinas serían respetadas. En un gesto de
buena fe, había decidido donar toda su propiedad en las montañas al Fondo de Preservación de
Santa Mónica. Serían parques nacionales para siempre: naturaleza y senderos salvajes para que
la gente disfrutara. Se había disculpado personalmente ante todos los que había perturbado,
sobre todo ante Alabama, el gran viejo de las montañas, cuya vigilancia y genio artístico habían
evitado por estrecho margen una tragedia ambiental. Latham admitía, haciendo gala de su
considerable encanto, que la culpa era suya. Asumía personalmente la culpa de aquel cuasi-
desastre. Pero al mismo tiempo se las ingeniaba para insinuar que la decisión había sido tomada
en un plano más bajo, por mortales inferiores a los que se les impediría del modo más decisivo
volver a cometer el mismo error.
Asió el vaso que le ofrecía Havers y bebió el contenido de un trago.
— Oh, Tommy, tantos años construyendo una imagen. Tanto trabajar, tantos contactos. Tanta
basura de los políticos, y sobornos, y tanto fingir. Y ahora, de un solo golpe, soy el enemigo
público número uno. Esto nos va a costar caro, créeme. En licencias, en circulación de
ejemplares, en suscripciones... Y sabe Dios cuánto en influencia. Ese viejo idiota de las montañas
me ha estropeado el negocio.
— Ya pasará —aseguró Havers—. Ahora las cosas están mal, pero la gente olvida. Dentro de
una semana, de un mes, será agua pasada. Lo hemos detenido. Nuestra respuesta fue rápida.
Hubo que ceder un poco, admitir que estábamos equivocados, pero demostramos tener cojones al
reconocerlo. Hasta podríamos convertir esto en una ventaja. Ya me entiende... somos abiertos,
somos responsables; no tapamos estas cosas como los petroleros y las fábricas de productos
químicos. Cometemos un error y lo pagamos...
Se le apagó la voz. Por las llamas que despedían los ojos de Latham podía ver que no estaba
explicándose bien.

— No me vengas con esa mierda —estalló Latham, sorbiendo codiciosamente su Glenfiddich


—. Ese hombre me ha costado caro. Cien millones. Tal vez doscientos. Me ha convertido en un
villano. Me ha puesto al mismo nivel que los contaminadores, los que vierten residuos tóxicos,
todos los comerciantes baratos capaces de vender a su madre para ganar un dólar que no les
hace falta. ¡A mí! ¡A Dick Latham! ¡Ayer por la mañana yo era un caballero, joder! ¿Y qué soy
ahora? Un intocable. Un zombie que se arrastra bajo las piedras, con el resto de los no-muertos
sociales. Mi padre tiene que estar riéndose en su tumba...
Dick Latham se había puesto pálido. Era el recuerdo de su padre. Apretó el vaso hasta que los
nudillos se le pusieron blancos. Le temblaba la mano. Clavó una mirada ciega en Tommy Havers.
Allá, hundido en las hogueras del infierno, su padre debía de estar riéndose de su desgracia.
Tantos miles de millones, tantos éxitos, tanto poder, sólo para que lo burlara un simple mortal
mientras su padre disfrutaba, el padre que lo había convertido en lo que era.
—Quiero acabar con Alabama —dijo Dick Latham, con voz trémula de odio—. Cueste lo que
cueste. Quiero hundirlo.
Havers parecía dudar.
— No creo que sea prudente actuar ahora contra él. Quizá más adelante. En estos momentos
podría apuntar contra usted. Podría desequilibrar una situación delicada. Todos los reflectores
apuntan hacia nosotros. Cualquier cosa que hagamos llamará la atención.
Dick Latham asintió con la cabeza. En medio de su furia, en la bruma de alcohol que empezaba
a nublarle la mente, comprendía que Havers tenía razón. Había un tiempo y una marea para la
venganza, tal como los había para la suerte. Y no era el momento. Vendría después.
— ¿Quiere que me quede con usted un par de días?
— No —repuso Latham—. Vuelve a Nueva York. La vida debe continuar.
La idea acababa de ocurrírsele a través del rojo resplandor de la ira. La vida de Alabama
¿también debía continuar? ¿Aquel viejo espantapájaros viviría eternamente, disfrutando el recuer-
do de aquella vez en que había derrotado al millonario? ¿Era posible que Malibú los contuviera a
ambos?
— Está bien —dijo Havers, aliviado, mientras miraba con nerviosismo el whisky de Latham.
Nunca lo había visto beber tanto. Su voz aún no sonaba gangosa; tampoco se tambaleaba.
Pero en sus ojos, habitualmen-te serenos, había algo de locura. En el aire vespertino había

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electricidad, una desesperación contenida que perturbó profundamente a Havers, aunque
habitualmente no captaba esas cosas.
— ¿Está seguro de que no me necesita para que desvíe algo de la presión? —insistió.
— ¿Quieres decir que yo no puedo manejarla? —bramó Latham.
Giró hacia Havers como un lobo al acecho. Estaba surgiendo el vapor que había acumulado.
— No, señor Latham, por supuesto. No me refería a eso. Quería decir...
— Me importa una mierda lo que querías decir, Havers. Vete, ¿quieres? Gánate el dinero que
te pago.
A los felpudos no les gusta ser pisoteados. Afortunadamente, no tienen voz para presentar
quejas.
Havers salió apresuradamente. Por primera vez en su vida compadecía a Emma Guinness. Iba
a pasar la noche más horrible de su vida.
Dick Latham salió a la terraza como una explosión. Emma Guinness ya estaba allí y se volvió a
saludarlo.
— ¡Oh, Dick, mira! ¡Hay una foca allí, en los bajíos. Es la primera que he visto en mi vida...
Con una sonrisa infantil en la cara, representaba el desacostumbrado papel de amante de la
naturaleza.
— ¡A la mierda las focas! —replicó Dick Latham.
El impulso lo llevó hasta la pequeña mesa-bar móvil que el mayordomo había preparado. Asió
la botella de Glenfiddich por el cuello, como para estrangularla, y «reanimó» una copa que ya
estaba demasiado animada.
Emma Guinness lo observaba. Era obvio que estaba borracho.
— ¿Mal día? —probó.
Dick Latham dejó escapar una especie de bramido, en tanto se llevaba a los labios el gran vaso
de vidrio tallado. Se llenó la boca de whisky escocés y tragó.
—¿Tienes idea de lo que ha ocurrido hoy?
—Sus palabras se coordinaban, pero el énfasis no era el habitual y su definición, antinatural,
decía la verdad sobre el estado mental de Latham. Estaba borracho. Y también furioso.
Emma aspiró con fuerza y el micrófono oculto se le clavó contra la carne húmeda del seno.
Apuntó hacia él como una periodista de televisión. La grabadora quería saber exactamente qué le
había pasado al millonario aquel día.
—Tengo entendido que el contraataque de Alabama en lo de Cosmos ha producido ciertas
repercusiones —repuso al fin.
— Para vosotros, los ingleses, ¿la moderación es elegante? —le espetó Latham—. ¡Ese hijo de
puta me ha jodido!
Escupía las palabras como si sirvieran para exorcizar fantasmas. Estaban cargadas de
incredulidad. Por fin lo habían jodido. Después de tantos negocios, de tantas maniobras en las
altas finanzas, acababa de ocurrir. El burlador había sido burlado por un viejo derrotado, que no
sabía distinguir el tráfico de influencias de un crédito préstamo al Tercer Mundo. ¡Cielos! ¿Era ése
el recodo decisivo, el momento en que lo dulce se tornaba agrio, la armonía se transformaba en
discordia y el largo ascenso de la montaña se convertía en un descenso a trompicones por el otro
lado?
— ¿Te obligará eso a construir Cosmos en otra parte? ¿Es el fin del mundo?
Emma estaba metiéndose en aguas profundas. Se lo dijo una corazonada.
— ¡Eso no viene al caso! ¡Eso no viene al caso! —gritó Latham, con voz curiosamente aguda
—. ¡Me hizo quedar como un tonto! El mismísimo Presidente me amenazó, nada menos. ¿Te das
cuenta? El Presidente en persona me habló como si yo fuera un niño de diez años. Y casi todas
las estrellas del cine norteamericano formaron corrillo para repudiarme. ¡Y yo no había hecho otra
cosa que ir al Getty a ver unas fotos de mierda pensando que era lo que correspondía hacer en
Malibú!
Una intensa sensación de irrealidad estaba apoderándose de Dick Latham. Era una especie de
sueño horroroso.
—¿Qué dijo el Presidente? i La grabadora escuchaba.
—¿Qué importa lo que dijera? Importa lo que me obligó a hacer. Lo que esa mierda de
Alabama me ha obligado a hacer. Ha arruinado mis planes. Mis planes. ¡Mis planes!
La indignación lo llenaba todo. Pendía en la fresca brisa nocturna. Se escurría por las dunas de
la playa. Allí afuera, en los bajíos, la foca debía de estar compartiéndola. Nadie fastidiaba a Dick

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Latham. Para eso tenía sus millones. Era la única y sencilla razón de su presencia en el mundo.
Pero ¿cómo vengarse de Alabama? No podía vender a bajo precio las acciones de aquel viejo
entrometido. No podía confundir a sus banqueros y tirar de la alfombra bajo su pirámide de
deudas. Alabama estaba por fuera y por encima del mundo financiero donde Latham se movía;
también se encontraba fuera del alcance de sus publicaciones periodísticas. Por primera vez,
Latham envidiaba a la Mafia. Aunque sus miembros no pudieran gastar jamás las riquezas que
poseían; aunque tuvieran que conformarse con comer los tallarines de la mujer en una modesta
casa de Miami; aunque no pasaran jamás de tener amigos chapados en platino y mujeres fáciles,
sin corazón. Al menos podían disfrutar de la venganza. Tenían gente que mataba por ellos.
Tenían subordinados que disfrutaban haciéndolo. Contaban con personas especializadas en
proporcionar a sus víctimas tratos auténticamente desagradables antes de la misericordiosa
liberación de la muerte. Bastaba con una palabra oblicua, un puñado de billetes pequeños, una
críptica llamada a algún psicópata oculto, y el asunto estaba hecho. Latham, en cambio, ¿de qué
disponía en cuestiones de venganza? Una bandada de abogados melindrosos convencidos de
que había verdad en esa descarada mentira de que la pluma era más poderosa que la espada; un
coro de escritores con lenguas de plata, cuyas palabras acabarían como forro de cajones, con
algo de suerte; un circo alcoholizado de caras en alquiler que balaban ante los anestesiados
televidentes, incapaces de mantener la atención por más de un nanosegundo y convencidos de
que el mundo era un sofá y unas cuantas patatas fritas. Con eso no bastaba. Era un desastre. El
hombre que todo lo tenía no podía permitirse el lujo de pagar para que sus enemigos pasaran un
rato realmente malo.
— Es asombroso que un tonto despojo como ése pueda provocar tanto impacto -comentó
Emma, exhibiendo su solidaridad para aflojarle la lengua.
Latham se dejó caer en la silla playera; parte del whisky se (derramó sobre el blanco hilo de sus
pantalones.
—Me gustaría matarlo —dijo de pronto—. Quizá lo haga.
Era la bebida la que hablaba, pero la grabadora no lo sabía. No tenía ojos. Sólo oídos.
Emma rió por lo bajo. En su interior, el corazón cantaba. No había esperado tanto. Latham, el
señor Labios Sellados, se estaba yendo de la boca. Y la cinta magnética oculta entre sus tetas
devoraba sus palabras.
— Creo que voy a servirme un gin-tónic —indicó la mujer, astuta, acercándose a la mesita.
Beber alienta a beber. De espaldas a Latham, vertió una pequeña medida de Tanqueray en el
fondo de un vaso y lo llenó de Schweppes. Giró hacia él tomando un sorbo y arrugó la cara, como
si estuviera demasiado fuerte. Sonrió con melancolía, para expresar que nunca acertaba con las
cantidades, y se deslizó por la terraza para sentarse junto a él. La grabadora podría haberlo
captado a quince metros. A dos habría mayor seguridad.
— ¿Adonde vamos a cenar? —preguntó, tratando de hacerlo con encantadora voz de niñita.
—¿A cenar? Oh... a La Scala —murmuró él.
Tenía la copa vacía. Se sentía algo mejor. Maligno, pero mejor. La grandilocuencia se
expandía dentro de él. Los mañosos hacían esas cosas, ¿y qué diablos eran ellos comparados
con Dick Latham? Matones de tres al cuarto con nombres extraños y caras feas, que jamás verían
el Jardín de las Rosas ni serían amenazados por el Presidente en el Getty, frente a todas las
estrellas. Comparados con él eran descastados, artistas del montón que no merecían una mesa
más o menos decente en Mortons, Le Cirque o San Lorenzo, en Londres. Patinaban en el fondo,
entre la mugre; se los compraba o vendía por pocos centavos. Claro que él nunca había intentado
una seria venganza, pero aún estaba a tiempo de aprender. Nunca era demasiado tarde. Un par
de años antes, el tráfico de influencias le parecía swahili; sin embargo había financiado un par de
operaciones con suculentos resultados. Si lo había logrado, si había podido hacer eso, bien podía
causar algunos dolores a Alabama. Bastaría con aplicar la potencia de su mente y el hecho podría
darse por consumado.
—¿Te sirvo otra copa? —preguntó Emma.
Latham alargó el vaso sin decir nada. Era una empleada y, por lo tanto, una cucaracha. En
adelante, los que trabajaban para él tendrían que aprender unas cuantas cosas sobre la lealtad. Si
querían regodearse en los rayos estelares que él emitía, harían bien en idear algunos tratos
mefistofélicos. Cuando él ordenara «¡Salta!», la tradicional respuesta «¿Hasta dónde?» ya no
sería suficiente. En el futuro exigiría que se le preguntase algo así como «¿Desde qué
acantilado?». Quería que sus cheques fueran para caballeros como los de Enrique II, para

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personas que no se opusieran a un pequeño asesinato en la catedral, si ése era su antojo del día.
Sí, Alabama era una especie de Thomas Becket estilo California, hueso duro de roer en
cuestiones de moralidad y en conflicto directo con un rey. Cuanto más lo pensaba, más le
gustaba. Se sentía mucho mejor. Se sentía bastante bien. ¡Caramba, si se sentía de maravilla! Lo
que necesitaba era otro Glenfiddich. Y nada de hielo.
Emma volcó la botella. Ya había establecido su reputación de servir medidas exageradas y no
iba a echarla a perder. El líquido color caramelo no se hubiera podido medir por dedos. Aquello
parecía un trago largo. Lo empujó hacia la mano vacilante de Latham, quien lo abrazó como si
fuera un antídoto para el veneno. Tal vez fuera así.
—¿Iremos con un chófer? —preguntó ella—. Si no quieres molestarte en cargar con uno,
puedo conducir yo misma.
Latham tardó en responder. Estaba bebiendo y pensando. ¿Mataría Havers por él? ¿Podía
pedírselo? Rió con amargura. Havers falsificaría alegremente una declaración de impuestos,
conseguiría datos confidenciales y hasta era posible que se atreviera a sobornar a algún
funcionario; pero llegaba sólo hasta ahí. No; si había que pisar terreno peligroso, era preciso
descubrir algunos gatos que se sintieran en la oscuridad como en su casa. Pero no sabía dónde
buscar. El dinero lo había aislado de la gente sucia, manteniéndole las manos escrupulosamente
limpias. Ahora quería ensuciárselas y sus millones eran un obstáculo. Una vez más descendía la
nube lúgubre. Bebió a fondo para mantenerla a raya.
—Iremos con un chófer. Siempre un chófer —murmuró—. Vamos. Estoy harto de esta maldita
playa.
Se levantó con demasiada brusquedad. Se tambaleó y tuvo que sostenerse. En los labios le
jugaba una sonrisa fatua. Cogió un teléfono.
340
— ¿Está listo el coche? —Cortó violentamente—. ¡Bueno, a salir!
Era consciente de estar tratando de hablar como los gangsters.
Caminó a grandes pasos por la casa, sin prestar atención al mayordomo, las criadas y el chófer
que conversaban en el patio interior, frente a la puerta principal.
-¡A La Scala! -ordenó bruscamente, al pasar junto al chófer de uniforme gris.
Ya afuera, subió al Rolls-Royce de color azul marino, que tenía sus iniciales discretamente
pintadas en rojo sobre la portezuela. Se acomodó atrás. Nada de «las damas primero». Emma se
amontonó a su lado. La portezuela se cerró. Pocos segundos después estaban en la autopista
Pacific Coast.
— ¿Cómo es el local? —preguntó Emma, en alegre tono coloquial.
Podía descansar. Esa noche la grabadora se llenaría los oídos. No había prisa.
— Vaqueros y rockers. Es lo más recio y rudo que hay en Ma-libú.
Recio y rudo: así se sentía. Así quería ser. Eso le recordó sus tiempos en París. Por entonces
se había sentido así; las mujeres recibían lo peor de su agresión. Alabama flotó nuevamente
hasta la mira de su mente. En esos momentos estaría allá arriba, en las colinas, vanagloriándose
y tragando cerveza. Estaría leyendo los artículos y disfrutando los últimos resplandores de su
victoria vía satélite; recibiendo el apoyo de todos los izquierdistas moderados y de corazón
blando, que tanto se preocupaban por la naturaleza desde sus apartamentos en plena metrópoli.
Oprimió el botón para bajar la ventanilla. Brillaban luces en las casas de la playa; el oleaje se
estrellaba contra la arena de Escondido Creek; la brisa perezosa se fundía con el olor del cuero
fino. Era una perfecta noche de Malibú. Soplaba el viento de Santa Ana. Allí, junto al océano, la
frescura del aire salobre se mezclaba seductoramente con la brisa caliente y seca del desierto
Mojave. En momentos como ése, Malibú era un paraíso. Pero los tambores de Hades, graves e
insistentes, palpitaban ya en la mente de Dick Latham, empapada de alcohol.
El Rolls ronroneaba serenamente, ignorante del odio que albergaba en sus entrañas. El claro
de luna iluminaba el agua a un lado de la autopista y las luces de los pesqueros brillaban en
34i
el horizonte. Pasaron por Pepperdine, arrellanada contra el contorno oscuro de las colinas. En
Cross Creek viraron a la izquierda y el lustroso vehículo se deslizó hacia el aparcamiento del
restaurante, por entre los grupos de surfistas tardíos, los amantes vagabundos y tantos otros
astutos seres enterados de que, a fines de verano, Malibú era el sitio que Dios hubiera escogido
para pasar sus vacaciones.
En La Scala los esperaban. Cuando Dick Latham cruzó a tropezones la puerta, Jean, hijo del

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propietario y jefe de camareros, estaba rondando en la recepción. Emma seguía la estela.
—Es un gran placer volver a verlo, señor.
En La Scala no ignoraban nada relacionado con la buena posición social. Latham estaba allá
arriba, en el aire enrarecido donde vivía Marvin Davis. ¿Qué importaba si lo habían obligado a
echarse atrás en cuanto a la localización de su estudio? Aun así tenía diez puntos en la sociedad
de Malibú. Y en cualquier otra parte, a fin de cuentas. La mejor mesa era la de la ventana que
daba al Serra Retreat. Hacia allí se encaminaron. En todas partes se acallaron las
conversaciones.
Mientras cruzaban el restaurante pasaron junto a una mesa que parecía ocupada por varias
especies diferentes de rata. Había una albina grande, una parda muy común y un par de
mestizas. La más blanca de todas dijo, con toda claridad:
—Alabama.
Latham se detuvo en seco. Giró en redondo, perdiendo al jefe de camareros, quien continuó su
camino sin saber que se había quedado sin su valiosa caravana. Se dirigió hacia la mesa; los
comensales levantaron la vista, llenos de expectativa. No podía ser. Aquello era demasiado
bueno. Iban a recibir la visita de un multimillonario. Eso haría subir sus acciones; aumentarían sus
puntuaciones. Intercambiaron una mirada. ¿Cuál de ellos mantenía relaciones secretas con el
magnate?
Latham se inclinó hacia la mesa como un ángel vengador. Emma se detuvo tras él.
-¿Quién ha mencionado a Alabama? -bramó.
Las ratas intercambiaron una mirada furtiva. La entrevista no sería amistosa. Era la visita del
exterminador. No dijeron nada. La rata parda logró emitir una risa nerviosa. Si un saludo efusivo
de Latham era dinero en el banco, un insulto suyo en público representaba dinero perdido. La rata
albina, que había estado condensando la historia de Alabama, Latham y Cosmos para sus
compañeros de mesa, palideció un poco más.
Los ojos furiosos de Latham giraban como torretas de tanque. Había perdido el sentido. No se
le ocurrió siquiera que aquellos hombres podrían ser constructores, que quizá deseaban tanto
como él sepultar a los Alabama de este mundo. No era eso lo que le decía la corazonada. La
paranoia había atacado fuerte. El mundo circundante que hasta entonces era sólo su coto de caza
personal parecía ahora poblado exclusivamente por enemigos. Dick Latham era otro hombre. Era
el Hombre Peligro y el capitán Poder, el tipo con quien los prudentes no se entrometían cuando
deseaban conservar la salud. Era un formidable nuevo universo de sangre y cuerpos retorcidos,
de abrigos de cemento y ofrecimientos que no se podían rechazar. Poco importaba que sólo
existiera en su fantasía alcohólica. Lo irreal podía convertirse en realidad. En California del Sur
ocurría a cada instante.
— Podéis decir a vuestro amigo Alabama —siseó, inclinándose hacia la mesa como un árbol
en un yermo maldito— que no le queda mucho tiempo para gozar de su victoria de ratón. Decidle
que Dick Latham os lo ha asegurado personalmente. ¿Habéis entendido? Personalmente. Os lo
aseguro.
Las ilusiones de omnipotencia se arremolinaban en la psique de Latham, nadando libremente
en el mar de whisky. Se sentía como un dios, capaz de lanzar sus rayos desde el cielo. Podía
eliminar a los pobres mortales con un simple movimiento del dedo. Ya no cabía preguntar cómo.
La cuestión era cuándo.
El jefe de camareros miró hacia atrás al llegar a la mesa de Latham y descubrió el desastre que
se desarrollaba a sus espaldas. Los turistas de Las Vegas y su principal cliente estaban en
conflicto. Retrocedió apresuradamente para evitar la tragedia. Asió a Latham del brazo y tiró de él
con deferencia. No se había dado cuenta de que Latham estaba completamente borracho. Era la
primera vez. En sus visitas previas su serenidad había hecho que la temperatura del ambiente
descendiera un par de grados.
Dick Latham se sacudió la mano del hombre. Había dicho lo que debía. La ley había hablado.
Todo el mundo sabía cuál era su posición. Lo que necesitaba ahora era una copa. Se dejó
conducir a la mesa.

-Tráigame una botella de whisky escocés sin mezcla -pidió, sentándose junto a la ventana,
entre el rumor de las conversaciones reanimadas.
Emma se acomodó en el diván opuesto. Para que el caudal consciente de Latham continuara
fluyendo, la comida tendría que ser reducida al mínimo. Tomó mentalmente nota de lo que había

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obtenido hasta el momento. Amenazas. Amenazas violentas y públicas contra Alabama. Era
emocionante, pero las palabras no valían nada. En los bares de todo el país, los machos al estilo
Marlboro pronunciaban promesas similares que no tendrían el coraje de cumplir.
La bonita camarera vino a preguntar si era de su gusto el Fatnous Grouse, que era una mezcla.
Latham, que ya había dejado atrás la etapa del conocedor, asintió secamente. Un minuto o dos
después estaba de nuevo en whiskylandia.
— Creo que necesitamos un poco de tiempo para elegir la lista — comunicó Emma a la
camarera.
Con una sonrisa conspiradora, dio a entender que su acompañante estaba ebrio, pero que ella
podía manejarlo.
Miró a su alrededor. Los famosos eran muchos. Neil Diamond estaba cenando allí con Carol
Rapf, corredora de fincas y espíritu de Malibú, sin duda para celebrar la venta de su casa por
cinco millones seiscientos mil dólares en el inusitado término de veinticuatro horas. Rob Lowe, el
señor Azul de Medianoche, comía con otra corredora de fincas, la espectacular Betty Graham.
Más allá, el Batman Jon Peters, antiguo peluquero, amigo de la Streisand, convertido en uno de
los productores más poderosos de Hollywood, estrechaba las manos de una bella actriz.
Dick Latham se dejó caer como un estropajo aceitoso contra el respaldo, acunando la copa en
su regazo. Sus ojos ciegos miraban por encima del arroyo hacia las casas de Serra, cuyas luces
parpadeaban en la oscuridad. Se sabía borracho, pero no conocía qué significaba eso. Como la
bebida deforma la visión interior, no comprendía que aquel extraño ir y venir de pensamientos
eran producto del etanol. Sólo tenía conciencia de sentirse alternativamente poderoso e
impotente. El whisky parecía mantenerlo en lo positivo. La abstinencia lo hacía decantarse hacia
lo negativo. La solución era simple: beber un trago más. Con la voz gimoteante del niño malcriado
que había sido en otros tiempos, preguntó:

—¿Por qué será que yo lo doy todo y no recibo nada a cambio?


Miró maliciosamente a Emma, con la cara torcida. Quería una respuesta a esa fatua pregunta.
Emma contuvo su sonrisa. Hilarante idea, que Dick Latham no recibiera nada a cambio de su
amplia generosidad.
—Tal vez porque no pides lo suficiente —repuso.
Esas palabras se le escaparon, en cierto modo; pero al pronunciarlas tuvo una ocurrencia. Se
abrió paso en su mente como un cuchillo en la manteca... y la dejó sin aliento.
-¿Pedir lo suficiente... que yo no pido lo suficiente? -balbució Latham, como si tratara de
traducir un idioma extranjero apenas recordado—. ¿Uno tiene que decir las cosas... con todo
detalle... a todo el mundo? La gente que vive a costa de mí, ¿no tiene iniciativa propia para
anticiparse a mis necesidades y hacer lo que es necesario? Si pago a tantos violinistas, ¿por qué
mierda tengo que tocar el violín yo mismo?
-¿Qué cosa es necesario hacer, Dick? No comprendo.
Dick Latham se incorporó, atento. De pronto golpeó la mesa con su copa. El whisky dio un
salto, empapando el mantel blanco. El áspero ruido del golpe silenció todas las conversaciones de
negocios.
— ¡Hay que liquidar a Alabama! ¡Hay que eliminarlo, meterlo en la nevera!... Lo quiero muerto,
recontramuerto, tan muerto que sea necesario inventar una palabra nueva para ese estado. ¿Está
claro? ¿Queda alguna duda al respecto?
Tenía los ojos entornados. La saliva escapaba de entre sus labios tensos. Sus nudillos estaban
blancos. Había dicho la primera parte a gritos. La segunda, susurrando.
-¡Y como entre todos los que trabajan para mí nadie tiene cojones para hacerlo, tendré que
liquidar yo mismo a ese hijo de puta!
El micrófono escondido entre los pechos de Emma Guinness no tenía duda alguna en cuanto al
mensaje recibido.
Emma Guinness hizo una mueca al recordar el «bostezo» en tecnicolor de Dick Latham en La
Scala. Había sido difícil sacarlo de allí. Gracias a Dios, allí estaba el chófer. Su cuerpo
semicomatoso tuvo que ser llevado a rastras entre los excitados comensales. Los veteranos
recordaban aquellos tiempos dorados en que Flynn y compañía osaban armar un infierno, antes
de que Hollywood fuera vendido, todo incluido, a grises corporaciones. En la parte trasera del
Rolls, el millonario había depositado la tarjeta de visita de la borrachera, de tremendas propor-
ciones. Mientras el mayordomo y el criado lo conducían por la escalera de mármol hacia la cama,

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había dejado caer otra, la tercera. Emma, al pie de la escalera, tocaba el bolsillo que escondía su
cintura y reía para sí, mientras el multimillonario desaparecía de la vista.
— Acostadlo y yo me encargaré de todo — indicó al terceto que se retiraba—. Yo cuidaré del
señor Latham.
— Muy bien, señorita —asintió el jadeante mayordomo por encima del hombro, aliviado al
librarse de responsabilidad en esa situación tan poco prometedora.
Emma consultó su reloj. Aún no eran las nueve. Caminó por la casa hacia la playa y salió a la
arena. Se estaba levantando viento. Le tironeó del pelo, cálido y acariciante, arropándole la cara
con el calor del valle. Ese día Malibú había cambiado. Era la temporada de Santa Ana. El aire aún
conservaba su frescura, pero traía la promesa de algo más: de un sol de baño sauna, sequedad
de desierto, calores implacables que le harían a uno sudar y removerse bajo las finas sábanas.
El plan estaba armándose en su mente como un rompecabezas infantil. Era increíblemente
sencillo. Sólo hacían falta nervios de acero para que el mundo le fuera entregado en bandeja de
plata. Mientras caminaba por las dunas desiertas, se levantó la falda y buscó a tientas el saquito
de su cinturón. La elegante grabadora era el pasaje a un paraíso terrenal. Accionó el rebobinado
y, casi de inmediato, detuvo la cinta y conectó la reproducción. La horrible amenaza de muerte
que Dick Latham había pronunciado contra Alabama estaba allí, con transparencia cristalina. La
voz no sonaba a ebrio. La adrenalina de su furia había anulado el efecto sedante de la droga. La
figura del asesinato estaba ya establecida más allá de duda razonable. También su voluntad
homicida. Restaba aún la causa probable. Y el crimen. Había que cometerlo. Sin duda. Los
asesinos necesitan siempre una víctima. Era condición sitie qua non. ¡Ja ja! Oh, claro que sí. Se
requería un cadáver. ¡Un cadáver como Alabama! Emma Guinness se echó a reír. Reía a
carcajadas oscilando en la solitaria arena, frente a la casa de Dustin y la alquilada por Bernie
Brillstein y Spielberg, que se había incendiado por completo muy poco después de que él
cambiara a Ammy por la empecinada Kate Capshaw. Se abrazaba con fuerza en pleno paroxismo,
y apretaba la grabadora en la mano como si fuera un billete de lotería premiado, como lo era en
realidad.
Sus carcajadas cedieron poco a poco. Se sentía muy bien: loca, pero estupendamente. Ya
había soltado sus amarras para siempre, cortando la cuerda que la ataba a lo mundano. Estaba a
la deriva en los salvajes mares donde cualquier cosa podía ocurrir; los peligros y los posibles
desastres palidecían ante las infinitas posibilidades que se abrían para ella. Hacia la mañana
estaría en condiciones de convertir en realidad sus sueños de odio.
Permaneció inmóvil en el viento. Pensaba, recordaba. Como todo el mundo, había planeado el
crimen perfecto. A diferencia de los demás, ella lo ejecutaría. Todo se articulaba sobre un único
recuerdo. Un par de días antes, mientras paseaba con Latham en el Testarossa, el coche se
había quedado sin combustible. Afortunadamente, estaban a pocos minutos de una gasolinera.
Latham, riendo y disfrutando de la ficción de ser un simple mortal, había caminado hasta allí para
comprar una lata con cuatro litros de gasolina. Después de echar el combustible en el tanque,
había arrojado la lata vacía al maletero y vuelto directamente a la casa de Broad Beach, para
decirle cuatro frescas al chófer. Allí estaría aún la lata, donde él la había dejado: una lata de
combustible con las huellas digitales de un hombre que hablaba de asesinato.
Emma se dirigió apresuradamente al garaje con capacidad para cinco coches. Una vez allí, se
detuvo a escuchar, pero todo era silencio. Dick estaría arriba, inconsciente. Los criados, en alguna
parte, harían lo que hacen los criados cuando nadie los ve. Tenía todo el tiempo del mundo. Las
llaves del Ferrari estaban en el tablero, junto a la puerta de la cochera. Con ellas en la mano, se
acercó al reluciente coche rojo y abrió el maletero. La mirada se proyectó sobre la lata vacía:
seguía donde Latham la había arrojado. Emma cogió un estropajo limpio y la levantó, procurando
no tocar el asa de cromo donde estarían las huellas del multimillonario. La puso junto al tanque de
combustible y miró a su alrededor. Contra una pared del garaje se alineaban estantes cargados de
repuestos para automóviles. Una tienda especializada habría dado cualquier cosa por lo que
había allí. Eligió un trozo de manguera, puso un extremo en el tanque del Ferrari y chupó por el
otro hasta sentir gusto a gasolina; entonces transfirió ese extremo a la lata vacía. El potente
combustible burbujeó en su nuevo hogar.
Emma levantó el recipiente para llevarlo al Porsche Targa blanco y lo depositó con cuidado en
el asiento trasero, junto a los guantes de cuero rojo que Latham usaba para conducir sus
juguetes. Consultó su reloj una vez más. Las nueve y cuarto. Tenía varias horas que perder; de lo
contrario, el mayordomo y el chófer declararían que Latham no estaba a esas horas en

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condiciones de levantarse. Necesitaba algunas horas para recobrarse, a fin de que el jurado lo
considerara capaz de cometer el acto que ella estaba a punto de llevar a cabo. De cualquier
modo, era mejor hacerlo en medio de la noche. La hora en que la gente dormía. Dormían los que
estaban a punto de caer en la trampa; dormían los testigos; dormían las víctimas. El sueño de los
muertos, el sueño de los condenados.
Salió sigilosamente de la cochera y cruzó la casa desierta, apenas iluminada, rumbo a su
dormitorio. Una vez en él, se apresuró a ponerse unos vaqueros y una camiseta negra; luego se
acostó. No pensaba dormir, pero cerró los ojos para cubrir su mente acelerada. Repasó el plan
paso a paso: a la izquierda en el cañón de Malibú, a la derecha en Piuma Drive hasta Saddle
Peak. Sabía exactamente dónde vivía Alabama. Sabía exactamente dónde iba a morir. Y por la
mañana, cuando el olor a fuego despertara al mundo, ella reclamaría todos los trofeos que le
correspondían por derecho.
Entonces el mundo sería un sitio oscuro para los que la habían fastidiado: para Dick Latham,
que la desdeñaba; para Pat Parker, que había osado ser su rival; y sobre todo para Tony
Valentino, que la había humillado, dejándole en el alma cicatrices terribles.
Alabama sabía que era noche cerrada, pero no tenía idea de la hora. Siempre le ocurría eso
cuando trabajaba. El mundo desaparecía. No existían más que las imágenes, la magia y las
maravillosas sorpresas en la oscuridad, que lo asombraban con el sorprendente talento que
parecía pertenecer a otra persona. La imagen ya estaba surgiendo: una silueta fantasmagórica se
formaba en el papel. Alabama llenó los blancos a fuerza de memoria: un árbol aquí, un rayo de luz
allá, la textura áspera de las matas en la montaña. Las fotografías del cañón habían cumplido su
cometido; pero el recuerdo de su belleza aún perduraba, iluminando la mente de Alabama,
hambrienta de arte. Aquella tarde había vuelto al lugar que ya estaba a salvo para siempre, a
tomar nuevas fotografías como celebración de su victoria. El triunfo era mayor de lo que él había
imaginado. De la noche a la mañana, Latham era un paria. Su vida social era cosa muerta. Sus
negocios estaban malheridos. Oh, sobreviviría, sí. Pero jamás volvería a brillar como una moneda
recién acuñada. Estaba desgastado y opaco; pertenecía al pasado. Y Alabama lo había
organizado todo... con una pequeña ayuda de sus amigos.
Cruzó el cuarto oscuro para mirar el reloj. Las tres de la mañana. Bien. Una o dos horas más y
se acostaría. Quizá durmiera hasta tarde. La entrevista vía satélite concedida esa mañana lo
había dejado exhausto. Se frotó los ojos y volvió al banco. Había olvidado el júbilo de revelar.
Desde los primeros tiempos de su profesión era King el que hacía la mayor parte de ese trabajo.
No porque Alabama lo hiciera mal, sino porque delegar esa tarea le dejaba más tiempo para tomar
fotografías. Pensó en King, que dormía profundamente en su cuarto del piso alto. La excitación de
los últimos días y el retorno de Alabama a su profesión habían sido demasiado para el musculoso
asistente. Agotado por la tensión nerviosa, se había acostado temprano, después de engullir un
par de barbitúricos, contra su costumbre, para asegurarse la inconsciencia que necesitaba. Ala-
bama sonrió. Así era la vida. En sus tiempos de esterilidad artística, King nunca había fallado.
Durante años, en tanto las dudas y la culpa se arremolinaban en la bruma de la cerveza, mientras
Alabama luchaba sin éxito contra sus demonios, él había sido una incansable fuente de fortaleza y
aliento. Ahora, al salir Alabama al sol de su día flamante, King se daba el lujo de derrumbarse.
Estaba bien. Alabama tenía fuerzas suficientes para enfrentar cualquier desafío. Le haría bien
cuidar de otros, para variar. Había sido demasiado egoísta durante demasiado tiempo.
El agudo chasquido lo arrancó de sus pensamientos. Parecía el ruido de un látigo. Había
sonado tras la puerta cerrada del cuarto oscuro. Algo se había caído. ¿Un cepillo? No importaba.
No se le ocurrió pensar que pudieran ser ladrones. El sitio era demasiado remoto para los
perezosos asaltantes de los guetos urbanos; en cuanto a la variedad local, antes hubieran
atacado el infierno que la casa de Alabama. ¿Sería King, en busca de algo? Imposible. Estaba
perdido en su país farmacéutico y merecía esa escapada.
El segundo ruido fue más potente. Sonó como un disparo. ¡Demonios! Alabama miró su foto.
Estaba en la etapa crítica. No quería arriesgarla. Y cualquier ruido nocturno era siempre una
desilusión. No era justo estropear una obra maestra por el placer de asustar a algún coyote
inquisitivo. Se inclinó sobre la imagen, entornando los ojos bajo la luz rojiza. Y de pronto olió a in-
cendio.
Eso era diferente. Era lo que tanto temían los moradores de la colina. A esa altura del año los
cañones estaban secos como el polvo. Uno rezaba todos los días pidiendo que comenzaran las
lluvias. Alabama corrió a la puerta. Se detuvo a escuchar. Aspiró profundamente. ¿Debía abrir esa

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gruesa puerta hermética? Los pensamientos se sucedían con rapidez. Si la casa estaba ardiendo,
bien podía abrir la puerta a un infierno. La alternativa tampoco resultaba atractiva: dejar la puerta
cerrada y cocinarse en el horno de su cuarto oscuro. Trató de mantener la calma. Probablemente
no fuera nada. Casi siempre resultaba así. Y no sería la primera vez que él sobrevivía a un
incendio en las montañas. ¡Caramba, si hasta había sido divertido! Y con el correr del tiempo el
chaparral se recobraba. Así fertilizaba la naturaleza el suelo y eliminaba la basura.
Apoyó la mano contra la cara interior de la puerta. No estaba caliente. Era una buena señal. Se
llenó los pulmones de aire. Agachado, abrió la puerta. Las llamas lo lamieron, largas y finas, como
cabezas de serpiente. Se estiraron hacia él y el muro de calor se le estrelló en la cara, colmando
su mente con su peligro. El cuarto ardía. La casa, arriba, estaría en llamas. En derredor, por todas
partes, el cañón estaría ardiendo en el infernal incendio. El ruido del incendio rugía en sus oídos,
crepitando, siseando por el camino neuronal hacia la comprensión.
Cerró bruscamente para ganar apenas unos segundos preciosos, tratando de pensar qué
haría. Miró a su alrededor, en la falsa seguridad del vientre penumbroso. Había un delantal col-
gado de una percha. El recipiente de revelado estaba lleno de agua helada. Cogió el delantal, lo
hundió en el agua sobre la gloriosa foto que el mundo jamás vería y se envolvió con él la cabeza y
los hombros. Agachado una vez más, se encaminó hacia la puerta. El humo es más peligroso que
las llamas; el aire caliente sube. Se mantendría cerca del suelo, donde aún hubiera oxígeno, y
trataría de llegar a la escalera. Trazó en su mente un mapa de la huida. En la mitad de la escalera
había una ventana de vidrio. Si lograba romperla, tal vez pudiera salir de la casa. Pero la montaña
estaría ardiendo. No tenía dónde ocultarse. Salvo en la piscina. ¡Sí, eso era! Algunos de los
veteranos que habitaban las colinas se sumergían en la piscina hasta que se apagaran los
incendios de pastos. Se consideraba que era un gesto de hombría actuar así. Los delicados se
llevaban un tanque de oxígeno y esperaban en lo más profundo. Si uno era hombre de verdad y
no una vulgar imitación, ahorraba el coste del aire envasado. Bastaba con treinta centímetros de
manguera, si a alguien no le molestaba aspirar un poco de humo: un extremo en la boca, el otro
un par de centímetros por encima de la superficie del agua. Una o dos horas así y uno tenía algo
para contar con público asegurado por un año o más. La piscina estaba a unos treinta metros de
la casa y Alabama la usaba como tanque de agua. Recordó que estaba llena por lo menos hasta
la mitad.
Ante la puerta se puso tenso. Alargó una mano hacia el pomo y con la otra sujetó la tela
mojada contra su cabeza.
Abrió la puerta y saltó hacia el fuego. No necesitaba ver. Estaba en su casa. El calor lo
chamuscó, pellizcándole la ropa, pero él siguió corriendo. Rezaba por que el fuego no hubiera
destruido la escalera. El primer peldaño cedió en cuanto él aplicó su peso, pero lo sostuvo...
apenas, para desintegrarse con un áspero chasquido en cuanto su pie lo abandonó para buscar el
siguiente. Subió por la escalerilla incendiada, un paso por encima del desastre, hasta llegar al
recodo de la escalera. La ventana debía de estar a su derecha. No trató de buscarla a tientas. Se
le habrían derretido los dedos de tanto calor. Sin retirar las manos de la envoltura húmeda, se
arrojó hacia el costado con todo su peso. La ventana estalló contra su brazo y él atravesó el vano
entre una lluvia feroz de astillas y cristales. La caída era de un metro ochenta y su posición no era
la adecuada para aterrizar sano y salvo. Se haría daño contra el suelo.
Así fue. Se estrelló en la tierra sobre el mismo hombro que había atomizado la ventana. Sintió
un horrible crujido de dislocación, pero el dolor era soportable; el dolor era un lujo cuando se
estaba tan cerca de la muerte. Miró hacia la tempestad de fuego. Hacia delante, el huerto que
conducía a la posible seguridad de la piscina era un verdadero horno, pero el fuego, al estallar,
había consumido la maleza hasta desnudar la tierra. A menos que tuviera muy mala suerte, podría
llegar. Partió agachado entre las chispas y las cenizas que volaban, como el oso herido que era
en realidad. Ya había recorrido una distancia de diez metros cuando se acordó de King.
Se detuvo ante el horrible pensamiento y giró hacia la casa. Ardía de suelo a techo. Estaba
envuelta en llamas, encerrada en un vendaje anaranjado por el fuego que todo lo consumía. Y
King estaba dentro, en un sueño de drogas. El poderoso corazón de Alabama palpitó en el pecho.
Calculó las probabilidades. Lo más probable era que King ya hubiera muerto. Nadie podría haber
sobrevivido a semejante infierno. Si trataba de entrar y rescatar a su amigo, el resultado sería uno
solo. Tenía que correr a la piscina mientras hubiera tiempo. Era lo único sensato.
¡Nada de eso, qué demonios! Alabama no pensó más. Pensar había sido siempre mal asunto.
Lo confundía. El corazón era un órgano mucho más fiable que el cerebro. Giró en redondo y se

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arrojó hacia la casa.
La puerta trasera había desaparecido; resultaba ventajoso. Alabama se abalanzó a través de
las llamas hacia las entrañas de la casa incendiada. La escalera que conducía a los dormitorios
era más firme que los peldaños del sótano: la madera de roble, más sólida, resistía por más
tiempo al fuego. Ascendió de dos en dos los peldaños, zambulléndose en las llamaradas. Sabía
que sus ropas se habían incendiado porque sentía dardos de dolor contra la piel.
El pellejo se le estaba desprendiendo. Sintió que su carne burbujeaba al fundirse en el interior,
convertido ahora en exterior. Siguió luchando, consciente de que estaba perdiendo velocidad,
pues el muro de fuego crecía delante de él. Pero no había modo de retroceder. Sólo cabía
avanzar, subir, sabiendo que el destino de su viaje era la eternidad. King ya estaría caminando
por allí: King, que había entregado su vida a Alabama, tal como Alabama dedicaba la suya a King,
en un gesto de postrera solidaridad.
El dolor había cesado. La muralla de fuego lo llamaba. Sintió los pies más leves al llegar al
descansillo. Su paso tenía una nueva elasticidad, pues ya era uno con el fuego. Seguía su
melodía, flotaba en él. Era una parte feliz y maravillosa de él. Allí, en el final de la vida y en el
principio de la muerte, Alabama se había transformado en llama. Trope2Ó, pero siguió
navegando, con la mente llena de amor por el mundo que le había brindado una existencia tan
estupenda. Quedaban otros atrás, para marchar en la ardua jornada a la belleza. Otros, como Pat
Parker, recorrían su camino en las largas noches de pena, hacia la luz que él estaba a punto de
conocer. Lucharían, esforzándose, sufriendo y gozando, tal como él lo había hecho. Y por fin se
fundirían como él con la fuente natural, en el sueño infinito de la paz definitiva.
Más brillante que la parte más luminosa del incendio ardía Ben Alabama. Chisporroteaba en el
corazón de las colinas donde tenía su hogar. Y la luz que surgió de él no moriría jamás. Viviría por
siempre en la belleza por él creada y en la belleza que había salvado.

CAPITULO XVI

Los martillos de agua se estrellaban contra el cerebro de Dick Latham. Había olvidado lo que
era una resaca; en los viejos tiempos abundaban, pero en aquella época era joven. Ésta era una
asesina cruel. Cuando se levantó, el cuarto dio un vuelco. Volvió a acostarse y se le revolvió el
estómago. Quería agua, pero no podía afrontar el viaje hasta el baño. Necesitaba aspirinas,
aunque no las retendría. Ansiaba la muerte, pero no tenía fuerzas para nada tan agotador. El
elemento metafísico era un problema menor. En el estruendo de su cabeza había fragmentos de
recuerdos. En La Scala se habían dicho frases bochornosas, se habían hecho cosas
inadecuadas. Al diablo con todo; Dick Latham no se preocupaba por los idiotas ni siquiera tn
extremis. Lo que otros pensaran de él era problema de ellos, no suyo. Nadie le decía cosas
desagradables frente a frente; en cuanto a lo que se dijera a sus espaldas, no podía importarle
menos. Se apretó la frente para impedirle que desparramara sus sesos en la cama, junto con las
otras horripilancias que había acumulado durante la noche. Giró la cabeza a derecha e izquierda,
preguntándose si el movimiento serviría de algo. La náusea (lo recorrió a raudales. El sol espiaba
por entre las persianas. A juzgar por el grado de luminosidad, aún era temprano; las siete, quizá.
Gimió, pero eso también fue un error. El tictac del reloj, junto a la cama, lo ensordecía. Recordó la
quejumbrosa exclamación de Bob Newhart: «Por favor, Alka-Seltzer, ¡no burbujees!».
Entonces recordó. ¡Oh, no! En cualquier momento se encendería el televisor. Así despertaba:
con Bryant y Compañía y con la deliciosa Deborah Norville, que siempre daba un comienzo
sensual a la jornada. Dios, eso sería la gota que colmaría el vaso. La voz estentórea del locutor y
todos esos cumpleaños geriátrieos: un castigo desacostumbrado y cruel. ¿Dónde diablos estaba
el mando a distancia? Se podía abortar el encendido programado... si se disponía de un diploma
de ingeniero en computación y una cabeza que no doliera al pensar.
Trató de incorporarse. Como de costumbre, el mando había desaparecido. Se dejó caer otra
vez. La resignación se abatió sobre él. Tenía el mismo dominio sobre los acontecimientos que el
hombre atado al poste ante el pelotón de fusilamiento. Al menos ese tipo afortunado contaba con
un futuro libre de dolores.
¡Cite! ¡Ahí estaba! El cuarto se llenó de Toyotas y de por qué debes correr a comprarte uno, de
pastas dentífricas para que tuvieras buen sabor de boca, de un cereal para desayunos que te
salvaba la vida. Luego apareció Deborah Norville, escrupulosamente segura de sí, y acarició las
noticias con sus apetitosos labios.

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—«Anoche, un incendio en las colinas de Malibú costó la vida a Ben Alabama, el famoso
fotógrafo y ecologista. El señor Alabama, a quien todos conocíamos simplemente por Alabama,
murió en el incendio que destruyó su finca, en las montañas de Santa Ménica. Recientemente
Alabama obtuvo una victoria notable al impedir que los estudios cinematográficos Cosmos se
edificaran en tierras no urbanizadas, próximas a la finca donde él vivía. La policía sospecha que el
siniestro fue provocado. El Presidente, viejo amigo de Alabama, ha declarado que América y el
mundo han perdido a un gran artista y a un gran hombre. Ha asegurado su asistencia a los
funerales, que se realizarán en California esta semana.
—En El Líbano...
Latham volvió a incorporarse. Esta vez permaneció sentado. Su resaca se había esfumado.
Alabama había muerto quemado. Dios le concedía su deseo. Si nunca había creído en las plega-
rias, en ese momento creyó. Estiró la mano hacia el teléfono. Tenía motivos para estar eufórico.
Estaba eufórico. No, no era cierto. ¡Qué diablos, no estaba eufórico en absoluto! La noche anterior
deseaba la muerte de Alabama. Ahora lo echaba de menos. De algún modo Alabama había
formado parte de su vida. Era un cómodo enemigo al que odiar y se remontaba a mucho tiempo
atrás, a aquellos días de París, cuando la vida aún tenía sentido. No había en el mundo entero
otra persona que hubiera conocido a Dick Latham en los buenos tiempos. Eso tenía su
importancia. Caramba, hasta lamentaba que el viejo tonto hubiera muerto. ¡Qué cosa
extraordinaria, la vida! Wilde tenía razón: hay sólo una cosa peor que no obtener lo que
deseamos, y es obtenerlo.
El teléfono estaba sonando bajo su mano. Atendió.
— ¿Dick? Habla Tommy. ¿Se ha enterado de lo de Alabama?
— Acabo de saberlo por la NBC. No lo puedo creer.
— Hasta ahora no creía en las coincidencias —dijo Havers. Su tono insinuaba que tampoco
ahora estaba del todo dispuesto a creer en ellas.
—Sí, es asombroso.
La mente de Dick Latham se detuvo en seco. ¿Qué demonios había dicho a todos aquellos
tipos de La Scala la noche anterior? Había amenazado a Alabama. Alabama acababa de morir en
un incendio que la policía consideraba intencionado. Dos y dos sumaban cuatro. Él podía ser
sospechoso. Gracias a Dios, tenía una coartada. De pronto sintió la piel húmeda y pegajosa. Le
brotó el sudor bajo los brazos. ¿Qué coartada? Alguien lo había echado en la cama alrededor de
las nueve. Había dormido solo. Y la finca de Alabama estaba apenas a veinticinco minutos en
automóvil.
-Escucha, Tommy, ¿puedes venir a California? Me gustaría que estuvieras aquí. Déjalo todo,
¿quieres? Ven y trae a ese astuto abogado de Kruger y French. ¿Recuerdas? Aquel muchacho
joven que vestía tan bien. Felderman, Federman...
— ¿Feldman? ¿El que contratamos cuando el contador de KBAC hizo un fraude? Es
criminalista.
— De cualquier modo, tráelo, ¿eh? —insistió Latham.
La premonición crecía en él. Trató de ordenar los fragmentos de la noche. Durante la mayor
parte de ésta se había comportado como Al Capone: el gran señor al que no se podía contrariar
sin provocar una terrible represalia. Qué mal sentido de la oportunidad. Gracias a Dios, no había
pruebas decisivas de las cosas que había dicho. Aquellos turistas de La Scala habían visto cómo
lo sacaban a rastras. Nadie lo habría tomado en serio. Todo el mundo sabía que era el alcohol el
que hablaba. De cualquier modo, una cosa era cierta: el incendiario no era él. Si los policías
tenían evidencias de intencionalidad, el dedo no apuntaría hacia él. No era posible, ¿verdad? No.
— ¿Se encuentra bien, señor Latham? Parece como si estuviera engripado.
—Sí. No. Estoy bien. Tal vez un virus o algo así. Pero date prisa y veremos si se puede
rescatar algo del caso Cosmos. Tal vez ahora que el viejo ha pasado a la historia la gente se tome
el asunto con más calma. Yo no contaría con eso, p<ero hay que estudiarlo.
—A las nueve estaré allí —señaló Tommy Havers.
Y cortó.
Latham hizo lo mismo. Por uno o dos segundos siguió pensando. Necesitaba más información.
Tal vez llamara a Arnold York, el editor del Malibu Times. Al tipo le gustaba ayudar y a estas horas
tendría la versión policial.
Se abrió la puerta de su cuarto. Nadie había llamado. Emma Guinness se detuvo en el umbral.
Vestía vaqueros y una camiseta negra. Parecía un desmañado asaltante nocturno. Y en la mano

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traía algo.
-¿Qué diablos haces aquí? ¿No te han enseñado a llamar a la puerta?
Lo interrumpió la expresión de sus ojos. Era triunfal. La sonrisa le devoraba la cara. En toda su
vida Latham no había visto en nadie felicidad tan trascendente.
— Bueno, Dick Latham, ¿no eres tú el hombre que siempre respeta sus promesas? —dijo.
Latham abrió la boca para continuar desde donde lo había dejado, pero en ese momento sus
premoniciones empezaron a tomar forma. La sensación borrosa estaba aclarándose, definiéndose
con nitidez. Y la visión que formaba liberó un montón de insectos voladores en la boca de su
sufrido estómago.
— ¿Qué quieres decir, exactamente? —preguntó Dick Latham. Pero en el fondo lo sabía.
Emma Guinness estaba insinuando
que él había matado a Alabama o, por lo menos, que lo había hecho matar; pero había algo
más. Toda su actitud sugería que en su poder había algo capaz de vincularlo con ese crimen.
Trató de poner su mente en funcionamiento, analizando todos los aspectos posibles. Sin duda era
algo más que sus amenazas de borracho, pero ¿qué? El no había hecho nada. Era inocente. Sólo
de un crimen era culpable: de anhelar la muerte de Alabama. Pero la mirada de aquella cara
estaba terminando de revolver el ya revuelto estómago. Era una mirada escalofriante, de la más
pura perversidad. Le torcía la cara una maldad total. A Dick Latham se le congeló la sangre en las
venas al comprender que había cometido un error fundamental. Y quizá lo pagara con creces.
Sabía desde siempre que Emma Guinness era cruel y vengativa. Esos atributos perdían
importancia ante su increíble talento. Sin embargo, Dick no había sabido comprender la verdad
más importante de todas: que Emma Guinness estaba loca.
— Lo que quiero decir es que anoche quemaste vivo a Alabama —alegó Emma.
Dio un paso hacia el interior del cuarto y cerró la puerta tras de sí.
—Bien sabes que no lo hice —repuso Latham, con voz trémula.
-¿Qué importa lo que yo sepa? Lo que cuenta es lo que sabe la policía, ¿no?
—No hay ni una sola...
—¿... prueba de que tú lo hayas hecho? —concluyó Emma.
Se había detenido a los pies de la cama. Se la veía refulgir. Estaba radiante. Tenía el mando
absoluto. Levantó la mano para mostrar la grabadora.
— Esto te oyó —señaló, sencillamente—. Estaba escuchándote cuando hablaste de lo que le
ibas a hacer a Alabama.
Ni por un solo segundo pensó Latham que ella pudiera estar mintiendo. Y supo que eso era
sólo el principio. Había más. Había cosas peores. Sintió que su rostro quedaba exangüe. El
estómago le dio un vuelco. Por encima del hombro de Emma, Willard Scott lucía un atuendo
afeminado y abrazaba a un azorado campesino en una excursión de jubilados.
—Los policías deben de haber encontrado una lata de gasolina en Saddle Peak —continuó la
mujer—. La que compraste el otro día cuando nos falló el Ferrari, ¿te acuerdas?
Latham tragó saliva con dificultad. Se acordaba. Había cargado con aquella lata cien metros.
Tendría sus huellas por todas partes. La grabación más la lata bastaban para acusarlo, aunque no
sirvieran para lograr su condena. Y bastaría un arresto para destruirlo. La psicópata instalada a
los pies de su cama tenía su futuro en la palma de la mano. Él podía quitarle la grabadora por la
fuerza, pero la cinta debía de estar bien oculta. La lata, en poder de Homicidios. Bastaría una
llamada telefónica para que relacionaran las huellas con él. Dick Latham pudo sentir las esposas
en sus muñecas.
Pero aun mientras estudiaba su desolado futuro, retrocedió de horror ante lo que había
ocurrido.
-Fuiste tú -acusó, en voz baja, pero trémula-. Tú provocaste el incendio que mató a Alabama.
Entonces ella se echó a reír. Fue una carcajada horrible y cruel, respuesta más que suficiente.
Había enloquecido. Oh Dios, ¿y él no había advertido los síntomas? La gente hablaba siempre de
su paranoia. Varias personas, incluido Tommy Ha-vers, le habían advertido que aquella mujer se
tambaleaba en el borde de la demencia. Y él, simplemente, no había escuchado. Era un aspecto
de ella que no veía. Y los hombres siempre estaban dispuestos a hablar mal de una mujer
inteligente y destacada, sobre todo si ella tenía éxito y dependían de ella. Pero eso había sido
antes. Ahora ya no. Estaba en peligro mortal. Tenía a una asesina de pie en su dormitorio y lo
amenazaba con imputarle un crimen cometido por ella. Los hechos aleteaban en su mente. Existía
el móvil. El había declarado sus intenciones, públicamente y en privado. Sus amenazas estaban

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grabadas. Sin duda, Emma había utilizado uno de sus coches para viajar por las montañas hasta
el lugar del incendio. Allá arriba estarían las marcas de sus cubiertas. Tras haber dormido solo,
Latham no tenía coartada. La lata tenía sus huellas digitales... Si ella lo deseaba así, podía
hacerlo... y tenía el deseo pintado a sangre sobre el rostro.
-¿Qué quieres de mí? -inquirió, por fin.
Siempre se podía negociar. Siempre había podido; siempre podría.
Emma hizo una pausa para saborear el momento. Su petición sería otorgada, y era sólo la
primera de muchas. Tenía el material con el que soñaban todos los extorsionadores. Se pavoneó.
Iba a disfrutar de esas palabras, por todo lo que implicaban e implicarían.
— Quiero los estudios Cosmos —repuso—. Quiero poder total para manejarlos a mi antojo.
—¿Emma Guinness? ¿Al frente de Cosmos? ¡Está bromeando, señor Latham!
-No estoy bromeando -aseguró Dick Latham.
En realidad, nunca había hablado más en serio. Miró por la ventana para evitar los ojos de
Havers. En ese momento habría cambiado gustosamente su puesto con cualquiera de los empo-
brecidos surfistas de la playa.
— ¡Pero si esa mujer no tiene idea de cómo se maneja un gran estudio! Yo no sabría. Usted
mismo no sabría, probablemente. De verás, será un desastre. Nos convertiremos en el hazmerreír
de Hollywood. Del mundo entero, en realidad.
—Estoy decidido —insistió Latham—. Esto no es una discusión, es algo que te comunico.
Havers parecía desesperado. No estaba dispuesto a ceder, por mucho que arriesgara su
carrera al disentir con su jefe.
—¿Y qué haremos con New Celebrity? Está funcionando de maravilla. Y es obra de Emma.
Usted mismo admitió que ella lo había logrado sola. Si se va para estropear Cosmos, ¿qué diablos
pasará con la revista? No haga eso, Dick. Por lo menos, explí-queme la lógica, porque no le
encuentro sentido.
Dick Latham no apartaba los ojos del mar.
— Esa mujer marca tendencias. Sabe lo que el público quiere. Si puede escoger la moda,
puede elegir películas. En eso consiste todo. En el aspecto comercial, cualquier abogado puede
asesorarla. Saldrá bien. Confía en mí. Me lo dice el instinto.
Havers nunca lo había visto tan poco convincente, tan poco convencido. Recordó su
conversación con Emma en el Canal Bar, aquella noche en que ella le había arrojado la idea de
que se la nombrara directora de Cosmos. Él no se la había tragado. Al parecer, Latham sí. ¿Por
qué? ¿Qué demonios estaba sucediendo? Tal vez hubiera un grano de verdad en lo que Latham
afirmaba, pero en general era una ingenuidad. Era preciso tener en cuenta el mercado y la
distribución, la parte vital de organizar una película, presupuestarla, anticiparse a los problemas.
Había que tener credibilidad en el ambiente, una red de relaciones con la gente de peso, con las
estrellas y con los bancos, de importancia capital. Convenía demostrar cierta integridad en los
tratos, o por lo menos saber fingirla. Y llevaba ventaja el que supiera desarrollar un espíritu
solidario, para que la gente trabajara por menos dinero y los sindicatos no estorbaran. Emma
Guinness no se destacaba por nada de eso. Ignoraba cómo se hacía una película y, por
añadidura, era psicotóxica. Dick Latham lamentaría su decisión desde el primer momento. Lo más
interesante era por qué la contrataba.
— Bien, señor Latham, usted sabrá lo que hace —aceptó Havers—. Usted manda. Pero
siempre he pensado que Emma Guinness era peligrosamente inestable. —Era su modo de lavar-
se las manos por completo—. ¿Cuándo se hará cargo?
—Ya lo ha hecho. —La voz de Latham sonaba muy lejana. Se le veía extrañamente ajeno a
todo—. Ya está trabajando de lleno. Havers no pudo resistirse:
— ¿Qué hace, exactamente?
—Reescribir el guión de Malibú —fue la respuesta. Hubo un largo silencio.
— Ignoraba que ese proyecto aún tuviera vigencia —comentó Havers, cauteloso.
Había escuchado la diatriba de Pat Parker contra Latham, en el Getty. Aquello había catalizado
la explosiva reacción de los astros de Malibú. En cierto sentido, era Pat Parker y no Alaba-ma
quien había descarrilado los planes de Latham. Por lo menos, Havers imaginaba que se la habría
eliminado de las listas, junto con Tony, Allison y todo el que pudiera ser culpable de asociación
con ella. Al parecer, no era así. ¿Por qué?
—Hay un punto más allá del cual los sentimientos personales no deben tenerse en cuenta en
estas cosas —mintió Latham—. Si Malibú y Pat Parker eran un buen proyecto antes de nuestro

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pequeño incidente, siguen siendo un buen proyecto después.
Apartó la cara hacia la relativa seguridad del mar. Pat Parker y los sentimientos personales no
eran cosas separadas. Ella podía haberlo contrariado, pero ¡qué espléndida había estado al
hacerlo, por Dios! Lo había dejado sin aliento. Eso no ocurría con frecuencia. En este momento de
humillante derrota, era el único punto luminoso. Ella lo había tildado de niño malcriado. Lo conocía
a fondo. Por lo tanto, era única. Era del club al cual él deseaba pertenecer, el que tenía las agallas
y el buen gusto necesarios para rechazarlo. Así de simple, o casi, era todo.
—¿Y qué opina de Malibú la nueva directora? ¿No había malas vibraciones entre la Guinness y
Valentino? ¿Qué demonios está haciendo con ese guión? Los directores de estudio no se dedican
justamente a ese tipo de cosas. En realidad, todo esto me parece muy raro.
Dick Latham aspiró profundamente. Ojalá Havers no supiera nunca hasta qué punto era raro. Sólo
Emma Guinness lo separaba de una acusación de asesinato en primer grado. Comparado con
eso, ¿qué diablos importaba lo que estuviera haciendo en Cosmos?
No obstante, Havers había asumido el desacostumbrado papel de perro con un hueso y no
podía callar.
-Lo que quiero saber es qué está haciendo con el libreto.
—Reforzando las escenas de sexo —respondió Dick Latham, con una risa nerviosa.

El helicóptero volaba a baja altura sobre Saddle Peak. Allí estaban los restos chamuscados de
la finca de Alabama, aún humeantes bajo la luz temprana, como una alfombra negra. Pat Parker
asomó por la ventanilla y las lágrimas le corrieron por las mejillas, arrebatadas por el viento. Ya
tenía a la vista los restos de la casa: una cascara destripada contra las rocas del cañón. Nada
podía haber sobrevivido a la terrible conflagración. Trató de imaginar sus últimos minutos, de
adivinar sus pensamientos mientras el fuego lo devoraba junto con la casa que tanto había
amado. Ya lo echaba de menos. Había dejado tras de sí un vacío que ella jamás podría llenar.
Se inclinó hacia el piloto y le hizo señas de que descendiera más. Habían pasado la mañana
buscando escenarios naturales para la película, pero desde el principio tenía ese peregrinaje en el
fondo de la mente.
— ¿Puede usted aterrizar? —gritó por encima del ruido de la hélice.
El hombre asintió y descendió en un arco. El bop-bop-bop del motor rebotaba en los densos
muros del cañón.
En cuanto el helicóptero se posó en el suelo, Pat saltó a la tierra recocida. El sendero del fuego
era claramente visible. Se iniciaba en la carretera, bien arriba, y corría hacia abajo, abriendo un
curso de destrucción a través del valle, rumbo a la casa de Alabama. Probablemente lo había
provocado algún cigarrillo arrojado por un conductor descuidado que volvía a su casa, ignorando
el desastre que dejaba atrás. Nadie, ciertamente, podía haber hecho algo tan perverso a
propósito, aunque el departamento de bomberos y la policía hablaran de incendio provocado.
Caminó hacia la casa desierta, que tan bien recordaba. Una vez más el dolor se apoderó de
ella. Los funerales se celebrarían al día siguiente, acontecimiento periodístico de vastas propor-
ciones. Bastaba la presencia del Presidente para garantizarlo, pero también la reputación personal
de Alabama. Ése era el momento de su adiós íntimo, en el sitio donde su espíritu se solazaba, en
las colinas cuya belleza perduraría para siempre gracias a las fotos que él les hiciera. Las
fotografías, por lo menos, estaban a salvo. Los habitantes de esas montañas no ignoraban la
posibilidad de incendio, por lo que Alabama depositaba sus preciosos negativos en una bóveda
contra incendios del Bank of America, en Century City. ¿Qué sería de ellos? Alabama no tenía
parientes. Presumiblemente quedarían en custodia de algún museo, aunque él los odiaba tanto
como a los trajeados comerciantes del arte que los manejaban.
Pat caminó hacia la abertura dejada por las grandes puertas de roble y miró hacia dentro. Se
veía toda la casa y, por los marcos de los vidrios fundidos, el panorama que Alabama había
amado tanto. Se extendía sin fin, enorme y grandioso como el viejo que solía contemplarlo. Eso,
como ninguna otra cosa, hizo que Pat recordara al amigo que jamás volvería a ver. La escalera
había desaparecido; no existía modo de subir al lugar en el que murió. Pero lo sentía. Percibía su
espíritu en el sitio que su alma no abandonaría jamás. Era una sensación reconfortante. Estaba
cerca de él y había calor en su corazón, junto al dolor de haber perdido a su padre adoptivo.
King también había muerto, siempre cerca del jefe que amaba. Una vez más, las lágrimas
saltaron a los ojos de Pat al pensar en la generosidad de su fuerza. Los músculos no le habían
servido para escapar de las llamas. Nada había podido salvarlo. El incendio debió de caer como

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un rayo, total en su sorpresa. Pero sin duda hubo tiempo para el pánico en los frenéticos
segundos previos al fin. Pat trató de cerrar la mente al horror de esos momentos.
Siguiendo un impulso, se arrodilló en los mosaicos chamuscados del suelo y cerró los ojos,
uniendo las manos en una plegaria.
— Dios querido, protégelos —susurró—. Dondequiera que estén, ámalos como ellos me
amaban.

Emma Guinness miró hacia el mar. El viento de Santa Ana había levantado la niebla en el Valle
de San Fernando, empujándola por los cañones de Malibú hasta depositarla (una fina capa de
pelusa amarilla) en la superficie del océano. Pero a Emma no podía importarle menos. ¿Qué era
un poco de contaminación ambiental cuando sus más oscuros deseos habían sido otorgados? Se
inclinó sobre el borde del barranco para contemplar las rocas melladas, dieciocho metros más
abajo. Los surfistas cabalgaban en las olas. Una muchacha tomaba el sol a torso descubierto en
la playa privada. El estruendo del oleaje incesante le acariciaba los oídos. Aspiró profundamente y
se volvió hacia la artística casa de estilo contemporáneo que Cosmos había alquilado para ella en
Point Dume. Allí, sobre Cliffside Drive, las propiedades tenían raíces. Allá abajo, en la arena,
algún maremoto acabaría por llevarse mar adentro las casas edificadas sobre pilares. Casi todas
las levantadas en las laderas serían consumidas por el fuego. Pero los acantilados sobrevivirían
mil años, hasta que el mar, comiéndose la roca, terminara por triunfar sobre ellos.
La plataforma en donde estaba había sido construida en un promontorio que sobresalía de los
acantilados. Estaba destinada a servir como zona de estar, con una gran sombrilla y varias
tumbonas tecnificadas. La música digital ronroneaba suavemente en el sistema exterior de
altavoces. El ordenador personal portátil esperaba en la mesa. Emma suspiró. Había robado unos
minutos al trabajo de escribir para saborear su maravilloso mundo, pero no podía entretenerse
demasiado. Tenía mucho que hacer; demasiada miseria que sembrar, demasiados enemigos que
derribar.
Volvió a la silla Balans que protegía la espalda y se arrodilló en ella, flexionando los dedos bajo
el sol moteado del verano indio de Malibú. Ajustó la página y deslizó una serie de frases para
impulsar el ritmo. Era su tercer día de mandato en Cosmos, pero apenas se había acercado al
estudio. Había cosas prioritarias; los dolores de parto del nuevo estudio figuraban muy abajo en su
lista. En lo más alto estaba la venganza. Había pasado esos días allí, en el acantilado, entregada
a la escritura, mientras los camiones descargaban sus magras pertenencias en el mármol y el
granito de su espectacular casa alquilada. Dentro de la casa, un par de secretarias se encargaban
de atender las llamadas. Allí, en la faz del acantilado, la temperatura era varios grados más
elevada que en ninguna otra parte de Malibú; la corriente cálida provenía de la verde pantalla de
la Smith-Corona. Era la primera vez que escribía sobre sexo, pero ¡caramba, qué bien le salía!
Las imágenes brotaban libres en una mente viva, llena de sensaciones simuladas; olores y
sonidos, sabores y contactos se atropellaban en su cerebro febril. Se moderaba con los eufemis-
mos: la orgullosa urgencia de su deseo, los tímidos ventrículos, los ilícitos amuletos de amor.
Prefería llamar a las cosas por su nombre, cruda, ruda y mortíferamente astuta, para que nadie
tuviera que utilizar la imaginación. Después de todo, aquello era un guión. Estaba redactando sus
indicaciones para el director. Cuando llamaba al pan, pan, y al vino, vino, no quería que se
cometieran errores al elegir el elemento.
Rió para sí, en tanto sus dedos volaban sobre el teclado. A veces escribir era así. En esos
momentos parecía sintonizar algún flujo de conciencia interior; los dedos apenas podían seguir los
maniáticos dictados que brotaban de su fuente creativa. Ocurría rara vez, pero resultaba
maravilloso: un contraste total con los días grises y tristes en que era preciso extraer cada palabra
de la piedra. Pero eso no la sorprendió. Todo salía a pedir de boca. Todo encajando. En el
momento de renunciar a sus sueños más oscuros había triunfado. Un pequeño asesinato había
sido el ínfimo precio a pagar.
La secretaria más fea de Hollywood, elegida por Emma por su espectacular falta de atractivo,
la llamó desde el otro lado del prado:
— El señor Richard Latham al teléfono, señorita Guinness.
— ¡Que deje mensaje! —gritó Emma.
Tony estaría abajo; Melissa, arriba, en la posición de la amazona. La cámara planearía sobre
los amantes y se acercaría para un primer plano. Veía la cara de Pat Parker, veía su cuerpo tenso
encorvado en la silla del director, en tanto su amante hacía el amor con la leyenda ante sus

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mismos ojos. Melissa tenía que corcovear, hundir el dedo en la boca entreabierta de Tony, gemir y
gruñir de loca pasión, mientras se preparaba para su orgasmo de celuloide. Primer plano de la
cara de Melissa. Banda sonora. Crece el volumen de la música. Primer plano de la cara de Tony,
perdido en el mar de pegajoso éxtasis. ¿Estaría Pat mirando por la lente de mano, para enmarcar
la toma? ¿Atacaría Melissa de verdad, al tiempo que ejecutaba la triquiñuela escénica que la
había hecho famosa? ¿Y en qué estaría pensando Tony Valentino mientras la experta se ocupaba
de él, ante la mirada de su novia, que se preguntaba cuánto podría resistir antes de gritar ¡Corten!
Emma alcanzaba a percibir su angustia. Brotaba bajo sus brazos con el espeso sudor. Pendía en
el aire luminoso. Corría por su espalda como un dedo con delicioso nerviosismo.
Martilleó las palabras con renovada intensidad; al hacerlo, la llave se movió dentro de ella.
Estaba encendida. Estaba entrando en calor. Los jugos entraban en actividad, como los que
describía. Se había convertido en Melissa Wayne, palpitante bajo la potencia de pistón de Tony
Valentino. Por fin lo tenía sobre ella, clavándola al suelo. Se sentía envuelta en su duro cuerpo,
dejándolo seco en tanto el torrente del muchacho corría dentro de ella. ¡Oooooh! Cambió de
posición en el asiento y meneó el trasero en el aire, de lado a lado. La pantalla se meció ante su
autoestimulación. ¡Cristo! Se derretía mientras describía a la pareja derritiéndose. Iba a toda
máquina, y las teclas bajo sus dedos sustituían los fragmentos de cuerpo que tan súbitamente
necesitaba tocar.
Pat Parker lloraría con sólo leer aquello. Dirigir la escena la enloquecería. Y a Tony, al
orgulloso y arrogante Tony, ¿le gustaría representar un simple trozo de carne? La escena era
pornográfica. El actor «serio» sería un doble de Harry Reems. El tipo que ya lo había mostrado
todo en la New Celebrity de Emma haría lo mismo en el cinematógrafo y en los programas de
entrevistas. Quedaría abonado a este tipo de papeles durante un centenar de años. Cuando
estuviera en el asilo de ancianos le ofrecerían filmar vídeos de instrucción sexual para la tercera
edad. La risa le burbujeaba en el estómago al saborear el momento mágico y todos los que le
seguirían. Siguió tecleando como poseída, imaginando el escenario de su enconada represalia.
Tenían que subir del suelo a la cama, de los espacios abiertos a la intimidad de las sábanas.
Era algo seguro que Melissa Wayne, reina de los escenarios cerrados, podría provocar el caos por
el que había alcanzado la fama. A ella no le gustaban los taparrabos adhesivos, las bragas y
todas esas tapaderas que usaban las profesionales. Prefería prescindir de ellas para mayor gloria
de su «arte» escénico. Cuando Melissa Wayne representaba su orgasmo en primer plano, sólo
era posible conseguir una toma.
Los dedos de Emma cambiaron de posición a los amantes.
La levanta con rudeza, como si no pesara nada. Camina hacia la cama. h,a arroja sobre ésta.
Aparta bruscamente la colcha. Ella rueda por encima, agradecida. Se vuelve para contemplar al
amante que tanto ansia. Tiene los labios entreabiertos, húmedos de lujuria.
Listo. Allí estaban, donde pudiera hacerse el daño. A continuación la mujer echaría las sábanas
sobre ambos. Se derretiría en sus brazos, moviendo la cadera hacia él, ansiosa. Emma dejó de
pulsar las teclas. Casi era demasiado bueno para ser verdad. La relación de Pat Parker con Tony
Valentino no sobreviviría al Malibú que ella estaba creando. El crepitante guión se encargaría de
ello, junto con el atletismo sexual y el método escénico de Melissa Wayne. Luego, cuando la
relación estuviera hecha trizas, Emma Guinness haría su movimiento y Tony Valentino, que una
vez la había rechazado, humillándola, no volvería a hacerlo. Se arrastraría de rodillas en el suelo
para satisfacerla. Suplicaría que se le permitiera complacer a la jefa del estudio porque de lo
contrario ella le despojaría del futuro que era su obsesión. Emma lo tendría entonces donde
deseaba: humilde, a sus pies. Y en su sucia, rebajante derrota transformaría al héroe en el
esclavo y sirviente que siempre había soñado poseer.
Los dedos de Emma serpentearon nuevamente sobre el teclado. Una vez más, las letras
iniciaron su danza en la pantalla. Formaban un lenguaje erótico, pero deletreaban la condena a
muerte para la felicidad de Pat y Tony.
Sólo era necesaria una cosa para el glorioso final que ella planeaba. Al pensar en ello, los
compases de Wagner surgieron bruscamente en su cabeza.
Melissa Wayne ya era su aliada. Esa noche, cuando se encontraran, firmarían su pacto con la
sangre de Tony Valentino.
Emma estaba sentada detrás de su escritorio, en la posición del poder. Cubierta de pies a
cabeza con cuentas de vidrio, parecía el Llanero Solitario vestido de mujer; pero un letrero
invisible por encima de su cabeza decía JEFA DE ESTUDIO, y era Melissa Wayne quien había

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hecho el viaje hasta Malibú. Sentada frente a Emma, en un enredo de piernas forradas de loneta
azul, se humedecía los labios jugosos mientras hablaba.
—Bueno, Emma, no voy a ocultarte que todo esto me ha sorprendido, pero te aseguro que me
encanta. Es maravilloso para ti, para mí y para las mujeres en general.
Melissa Wayne ronroneaba como gata que era. Nunca le habían gustado las mujeres, vivas o
muertas, y no tenía intenciones de cambiar. Pero llevaba mucho tiempo en Hollywood y conocía el
valor de pronunciar las palabras adecuadas. Aquella zorra sentada detrás del escritorio había
progresado mucho a partir del territorio de las revistas. Por lo visto, tenía cojones. Había que darle
en el gusto, por lo menos mientras ocupara aquel sillón. De cualquier modo, ya habían establecido
un interés común: el castigo y la humillación del imposible Tony Valentino. Si eso seguía en la
agenda, Melissa sería entusiasta aliada de Emma.
—Es divertido, ¿verdad? —gorjeó Emma Guinness, cambiando de posición para evitar uno de
los abalorios que hacía impacto en su trasero—. Todo el mundo se apasiona por la ciencia de
hacer películas, pero todos admiten que no saben cómo se hace. Pienso divertirme. De ese modo
también el público se divertirá.
Melissa se echó a reír.
—Ese ha sido siempre mi lema. Por eso me llevo muy bien con mis protagonistas.
Emma rió también, alegrándose de que la actriz sacara a relucir el tema. Era consciente de que
no había sido por casualidad. La entrevista que había efectuado a la estrella en su casa de
Benedict Canyon había sido «sin barreras». Se había prolongado por un par de botellas de
champaña y había versado especialmente sobre Tony Valentino. Ambas se conocían bastante
bien, considerando que no creían en la amistad.
— ¿Sigues saliendo con Tony? —preguntó Emma.
— No —repuso Melissa, mordiéndose el labio al pensar en él y en cómo la había tratado.
Aquella extraña relación no tenía relación con la ternura y la entrega, pero sí con la intimidad
de los cuerpos. Por lo menos, él se había molestado en tratarla con brutalidad. Eso requería
esfuerzo y energía. Era una especie de compromiso. Y de pronto, de un momento a otro, había
cesado. Sin explicaciones, sin disculpas, sin despedidas. Su amante pirata, cruel, rudo e
imprevisible, pero que al menos estaba allí, había desaparecido en un minuto. Ella no había
podido comunicarse telefónicamente con él. Sus cartas, sus fax y sus telegramas habían quedado
sin respuesta. El agente de Tony le había dado la dirección de Hollywood. Por un tiempo, Melissa
se había debatido en la histeria. Soñaba con enviarle pollos muertos y muñecos empalados; le
dejaba en el contestador automático mensajes terribles, prometiendo venganza y suplicándole que
volviera. Por fin se enfrió el calor de sus sentimientos y, en la implacable luz de su nueva aurora,
supo exactamente qué deseaba hacer con su sádico amante. Ya en los días en que él usaba y
abusaba de ella en el suelo, barrida por su lascivia, había querido hacerle daño. Ahora,
abandonada, descartada, planeaba cosas mucho peores para el muchacho que se había atrevido
a humillar a Melissa Wayne, la estrella por la que languidecía el mundo cuerdo.
— Dicen que ha vuelto con Pat —comentó Emma.
—Yo también he oído decir eso —afirmó Melissa, con los dientes apretados.
Los ojos centelleantes se encontraron.
— Pero sigue siendo el segundo actor de nuestra película, ¿no, Melissa? Es su oportunidad de
alcanzar la fama. No la soltará ni aunque tiraran de él con caballos salvajes.
Melissa sonrió. Le gustaba aquello de «nuestra película». Y era cierto. Melissa era la leyenda
de la taquilla. Emma, la jefa del estudio. Entre ambas poseían la película. Si se aliaban sería
imposible derrotarlas.
—¿Lo cual significa...? —pronunció la actriz, acentuando su sonrisa.
— No hago sino establecer algunos hechos —dijo Emma—. Tony deberá entender que somos
nosotras quienes mandamos. Si quiere actuar, tendrá que complacernos.
Melissa Wayne se revolvió en la silla, apretando la pelvis contra el talón sobre el cual se había
sentado. ¡Mandar! Ella iba a mandar sobre Tony. Por fin tendría control sobre él. Podría ponerle
su bocado entre los dientes, hacer restallar el látigo contra su flanco. Se inclinó hacia adelante,
buscando la conspiración.

— Eso será muy bonito — alegó en voz baja, con una intensidad que Emma casi podía palpar.
— Debo decir que he efectuado algunos cambios en el guión —comentó la inglesa, con una
leve sonrisa jugándole en los labios.

172
Melissa vibraba en la misma longitud de onda. Los cambios que Emma hubiera hecho serían
buenos. Sobre eso no cabían dudas.
— Básicamente —continuó la otra—, lo que he hecho fue reforzar las escenas de amor
entre tú y Tony. Y he destacado el elemento obsesivo. Antes había cierto equilibrio en la relación.
Ahora tenemos un joven actor que se esfuerza por progresar, deslumhrado por una superestrella
cruel y caprichosa. ¿Se parece eso en algo a lo tuyo con Tony, Melissa?
La expresión de la estrella decía que aquello parecía dulce música. Su mente se había lanzado
en una deliciosa carrera, pero aún necesitaba respuesta a una pregunta.
-¿Qué piensa Pat Parker de eso?
— Pat Parker no tiene por qué preocuparnos. Yo no apoyo la teoría del «cine de autor». Ella es
sólo la directora. Hará lo que yo le indique. Lo que nosotras le indiquemos. Por ahora no sabe
nada. Pero si no le gusta, puede irse.
— ¿Y Latham? —Melissa quería cubrir todos los aspectos. Cuando se hacía una película era
vital saber quién tenía el poder definitivo. Apenas podía dominar su entusiasmo. En su mente
comenzaba a tomar forma una bella idea. ¿Era posible que Emma Guinness estuviera pensando
lo mismo?
—Latham me dará carta blanca. Tengo el mando absoluto de Cosmos. Me lo ha prometido. —
Emma agitó expansivamente una mano en el aire, rubricando el énfasis.
—Así que vamos a hacer una película muy picante —susurró la actriz.
Su lengua rosada asomó para humedecer más los ya húmedos labios.
— Oh, sí, claro que sí —concordó Emma—. Una película muy sensual y muy realista.
Había dado pie a Melissa, que difícilmente lo necesitaba.
—En una o dos de mis películas —alegó—, con el debido magnetismo, he descubierto que un
decorado cerrado puede hacer maravillas en una escena de amor. Sirve de mucho dejarse ir de
verdad... reducir la actuación al mínimo. No sé si me entiendes.
—Te entiendo a la perfección. Reducir la actuación al mínimo indispensable.
Emma se echó a reír.
-No sé si Tony se dejaría convencer... -musitó Melissa, perversa.
Las imágenes lascivas ya le danzaban en la mente.
-Tengo la absoluta certeza de que sí, si se lo presentamos como corresponde. — Los
pensamientos pornográficos de Emma echaban vapor en su cerebro—. Claro que Pat Parker
tendría que dirigir la escena, ¿no? ¡Es probable que estallen llamaradas!
— Sus palabras destilaban júbilo, decididamente.
—Sí, se volverá loca, ¿no? —coincidió Melissa, encantada—. Pero si insistimos sin retroceder,
si nos mantenemos unidas para presentar nuestros reclamos, todo el mundo tendrá que ponerse
en vereda...
Enredó los dedos en el pelo, como la criatura caprichosa que era.
—Exactamente —asintió Emma Guinness con la voz densa de satisfacción reclinándose en la
silla.
Cantaban en armonía. Estaban unidas por la cadera. Estaban pegadas la una a la otra por la
intensidad del odio que les inspiraba Tony Valentino y por la fuerza de la extraña lujuria causada
por él. Era una alianza profana. Era una alianza invencible.
-¿No tendrás por casualidad alguna copia de tu guión corregido? Me gustaría echarle un
vistazo esta misma noche.
Melissa Wayne era un faro palpitante de perverso deseo. La lujuria le burbujeaba en al sangre.
En su alma resplandecía el odio.
Emma retiró de su escritorio el guión encuadernado en azul y se lo extendió.
-Echa un vistazo a la primera página -indicó.
Emma Guinness había convocado una reunión. Sentada tras el vasto escritorio, miraba a su
alrededor tal como un científico pudiera observar una jaula llena de ratas para experimentación.
Su público tenía el aspecto expectante de los grandes de Hollywood ante la presencia de alguien
aún mayor. Sonreían mucho, se removían en el asiento y, detrás de los ojos nerviosos, se los
podía ver ideando comentarios ingeniosos. El productor ejecutivo, un cuarentón gordo y rubio, era
un obvio candidato a los cálculos biliares. Los dos auxiliares de producción, vestidos con idénticas
chaquetas de cuero, vaqueros y botas, parecían flacos y preocupados... y bien podían estarlo,
pues los bancos exigían reposición de fondos, amenazando los coches caros que, en realidad, no
podían mantener. El guionista estaba desesperado y con sobrados motivos. Se veía frente al

173
pelotón de fusilamiento. El productor, incluido en el proyecto porque tenía un contrato vigente con
el antiguo Cosmos y, por su magistral lamida de culo, comenzaba a captar la onda.
— Sólo quería decir, en nombre de todos nosotros, que el señor Lathan ha sido brillante y
original al contratarla a usted para manejar el estudio. Soy un gran admirador de la nueva revista y
sé que a Cosmos le esperan tiempos maravillosos. Será apasionante formar parte de ellos.
Sacó un pañuelo grande para secarse el sudor de la frente grasienta. ¿Habría sido bastante?
¿Estaba a salvo su contrato de productor? Llevaba cinco años sin olfatear un éxito. Era tan
absolutamente desechable...
Emma asintió secamente.
— Nos hemos reunido para hablar sobre el guión de Malibú —alegó, lo que daba la impresión
de ser un reproche para todos.
Lo levantó del escritorio cogiéndolo con el índice y el pulgar, como si estuviera contaminado, y
lo dejó caer entre lápices y teléfonos, entreabierto.
-Me creo en la obligación de decir a todos que lo estoy rehaciendo.
Todo el mundo miró a algún otro. En Hollywood el poder sube rápidamente a la cabeza. Las
ilusiones son siempre grandiosas. La humilde sumisión de los inferiores y la inventiva de sus
halagos son capaces de desquiciar hasta a los más estables, los cuales son bastante escasos.
Sin embargo, habitualmente eso tarda una o dos semanas en ocurrir. La Guinness, que había
sacado el puesto de la chistera con astronómicas posibilidades en contra, parecía haber
sucumbido a la enfermedad profesional de la zona con vertiginosa celeridad. Ahora se creía capaz
de reescribir un guión. Por lo visto, era una escritora «seria» frustrada, como tantos de los que
terminan dirigiendo revistas. A falta de un premio Nobel, la intelectual fracasada había puesto su
mira en un Óscar al mejor libreto. Todos gruñeron para sí. Era el típico ejemplo de cómo nace un
fracaso cinematográfico.
— ¿Muchas correcciones? —intentó el nervioso escriba que había hecho el primer borrador.
— No tantas —reconoció Emma.
El escritor se animó visiblemente. Tal vez su prestigio quedara a salvo.
— Lo que he hecho, básicamente, es acentuar el sexo. Tenemos la fortuna de contar con
Melissa para esta película. Y nadie contrataría a Bárbara Streisand para no hacerla cantar.
Tweedle Dum y Tweedle Dee, los jóvenes e inquietos turcos, rieron obsequiosamente para
demostrar que habían captado el chiste. Las escenas amorosas de Melissa eran legendarias. De
ahí provenía su éxito de taquilla. Además, corrían muchos rumores; al parecer, a la ninfa le
gustaba hacerlo de verdad.
—¿Es prudente? —arriesgó el productor—. Porque en las películas de este verano el sexo ha
sido más discreto. Y han marchado muy bien.
Emma rió con la más desagradable de sus risas.
— Bueno, usted tiene mucha experiencia, señor... eh... —Dejó morir su voz, insinuando
groseramente que no recordaba el nombre de su interlocutor—. Y todos debemos prestar atención
a lo que usted diga. Pero en el nuevo Cosmos vamos a intentar escapar de las ideas viejas. Para
eso he sido contratada por Dick. Supuestamente, la vía más segura es copiar las películas que
funcionaron el año pasado. Nosotros vamos a tratar de arriesgarnos un poco más y de emplear
más imaginación. Y mi impresión es que Maiibú necesita sexo ardiente. La película trata de la
obsesión y el amor. El amor y el sexo van juntos, ¿sabéis? Os recomiendo que hagáis la prueba,
un día de estos.
El productor estaba deseoso de demostrar que su palabra favorita era «sí». Su contención
acabó en un giro de ciento ochenta grados.
—Sí, Emma, tiene usted razón. Nueve semanasj media no habrá tenido mucho éxito en los
cines nacionales, pero funcionó muy bien en vídeo, produjo cien millones en el extranjero y
convirtió a la Basinger en una estrella internacional. Ahora están haciendo una segunda parte. Y
Sea of Love fue un negocio magnífico. Creo que, en esta época de sexo al estilo «se mira y no se
toca» el público quiere sensualidad. Por mirar nadie pilla ninguna enfermedad horrible. Cuente
usted conmigo, hasta llegar a... ya me entiende. ¿Y qué piensa Valentino?
—Valentino hará lo que tenga que hacer —aseguró Emma, dejándose llevar al ensueño
titulado «venganza».
No había olvidado ni olvidaría jamás lo que él le había dicho. Éste era el resultado de su pacto
con el diablo. Su nueva vida marchaba con exactitud de reloj. Había cambiado un asesinato y una
extorsión por aquel estudio y el poder definitivo sobre los seres que odiaba. Era el trato perfecto.

174
Había requerido nervios de acero, de una resistencia que no se conocía en Hollywood, donde
supuestamente se habían inventado esas cosas. Los pobres tontos pensaban que el dueño era
Latham. ¿Cómo podían saber que ella era la dueña de Latham, mucho más que si se hubiera
casado con él? Bastaría una llamada telefónica para que fuera acusado de asesinato en primer
grado. Y ella podía hacerla en ese mismo instante. Podía coger el teléfono de su escritorio y decir
a la policía: «El culpable fue Latham». Con sólo tomarle las huellas digitales, ¡hola, San Quintín!
Más adelante haría que se le diese dinero y todo lo demás. Por el momento tenía lo que deseaba:
gente con la cual jugar y poder sobre el muchacho que la había hecho sufrir y sobre la mujer que
lo amaba.
—Tengo la sensación de que va a prestarle usted un interés diario a este proyecto —comentó
el productor, cauteloso.
—Su sensación es correcta —le espetó Emma—. Pat Parker responde a mis órdenes. Y lo
mismo vale para todo el mundo, ¿de acuerdo? Claro que todos respetaremos hasta la última
opinión de Melissa Wayne. En este asunto, ella es el motor. La película es suya. Se le dará lo que
quiera y cuando quiera. ¿Entendido? Si se presenta algún problema, a cualquier hora del día o de
la noche, que alguien se ponga en contacto conmigo. No me cansaré de recordaros lo mal que me
sentiría si alguien fastidiara a Melissa.
Paseó la mirada por el cuarto, en busca de una disensión que no existía. Estaba fomentando la
desobediencia a la habitual cadena de mandos, asunto muy poco ortodoxo. Pero eso no
importaba. Aquellos idiotas creían que el juego sólo consistía en ganar dinero. No tenían idea de
que consistía en la venganza.
—Hágala pasar —ordenó Emma.
Y aspiró hondo. Aquello iba a ser divertido, pero también peligroso. Pat Parker era la horma de
su zapato. Tenía deseos de plantar sus botitas sobre el escritorio, para demostrar su poder. Por lo
tanto, lo hizo. Una verdadera lástima, no fumar. Por primera vez en su vida encontraba utilidad a
los cigarros.
— Dime, Emma, ¿qué diablos está pasando aquí? Acabo de enterarme por algún empleado
de que estás corrigiendo el guión. ¿Por qué no se me ha comentado nada?
Pat se lanzó al ataque disparando desde la cadera. Estaba furiosa. Sus palabras chocaron
como balas contra el escudo blindado de la Guinness y su aura.
—Sí, he rescrito algunas partes. Ya sabes cómo son estas cosas. Aquí nadie sabe escribir. De
este lado del Misisipí, las palabras son cosas que se usan por teléfono.
-No te hagas la graciosa. Explícame por qué no se me ha informado.
— ¡Caramba, Pat, qué directa eres! Esto no es una película de John Wayne. Cálmate, por
Dios.
— No quiero calmarme. No tengo por qué. La jefa del estudio modifica el guión y convoca una
reunión sin avisarme. Y yo tengo que enterarme por chismes de la gente. Esto es increíblemente
antiprofesional... por algo.
Se erguía ante el escritorio de la Guinness, con las mejillas arrebatadas y los ojos
centelleantes.
—Ah, sí. Nosotras, las veteranas del cine, debemos conservar la profesionalidad a toda costa,
¿no es cierto? Como experta en la dirección de estudios, me descubro ante tu preocupación de
directora experimentada. —El sarcasmo no duró mucho en sus labios malvados. Emma entornó
los ojos—. En realidad, no te dije nada porque pensé que podías oponerte. Quería sondear
primero a los demás, los que tienen experiencia en hacer películas. Sé que eso no tiene mucha
importancia, pero quise hurgar lo que tienen por cerebro.
— Circula el rumor de que quieres hacer una película pornográfica — argüyó Pat, cortando su
parloteo para llegar al fondo.
— ¡Pat, Pat! Hazme un favor, ¿quieres? De veras. Por favor, no me subestimes. Es cierto que
he dado más sensualidad a la película. Le hacía falta. Y he introducido algunos cambios para
destacar la obsesión de Tony por Melissa... pero eso es todo. No creo que se justifique una
reacción exagerada como la tuya. ¿Por qué no te sientas y te relajas un poco?
Pat no quería sentarse. Quería averiguar qué pasaba. Había algo en marcha. Desde que
estallara la bomba, al saberse que Emma iba a dirigir Cosmos, las antenas de Pat se retorcían
frenéticamente. Conocía el lado cruel de la inglesa; sabía que Emma detestaba a Tony y
profesaba antipatía hacia ella. Ahora se interesaba personalmente por Malibú, al punto de entro-
meterse en el guión. Sin duda tenía un millón de cosas más importantes que hacer en su nuevo

175
puesto. Todo aquello era profundamente siniestro. Estaba avivando el sexo... entre Tony
Valentino y la estrella ninfómana con quien él se había enredado mientras sus relaciones con ella
permanecían en suspenso. Pat no podía evitar la extraña sensación de que aquello era personal:
la película, el guión, el reparto, la inexplicable elección de Emma como directora de Cosmos, todo
formaba parte de una conspiración para enloquecerla. Desde luego, también comprendía que eso
era imposible. La película costaría veinte millones de dólares, como mínimo. Nadie arriesgaría
tanto dinero para saldar cuentas privadas. De cualquier modo, el proyecto era de Latham. Y él
era, antes que nada, empresario. Aunque tenía motivos para odiarla, parecía tenerle cariño; el
hecho de que la hubiera mantenido en el proyecto señalaba claramente que ella le inspiraba
respeto. Por otra parte, Latham debía la vida a Tony. Eso tendría su peso cuando llegara el
momento de jugársela, si llegaba ese momento.
Pese a todo, Pat sabía que le iban a tender una trampa. Aquello ya había comenzado. Los
cambios en el guión formaban parte de la maniobra. Más adelante empeoraría. Pero ella estaba
en una posición delicada. ¿Cómo oponerse a algo tan nebuloso como una escena de amor sin
pasar por una mojigata exagerada? Tenía que saber qué terreno pisaba.
— ¿Hasta qué punto son audaces las escenas nuevas? —preguntó.
Emma sonrió. Estaba esperando eso.
— Digamos que no hará falta preguntar dónde está la carne. — Hizo una pausa—. Claro, tal
vez no te sientas capacitada para dirigirlos, Pat. Eso era lo que me preocupaba. En parte, es la
causa de que te haya mantenido fuera de la cocina... o como quieras expresarlo. Es decir,
teniendo en cuenta que tú... y Tony... que Tony... y Melissa... —Se interrumpió. Dio unos
golpecitos con el lápiz contra el escritorio. Luego continuó—: Tenía la esperanza de que
pudiéramos elevarnos sobre las diferencias y las dificultades personales, pero si vamos a plantear
problemas, me parece mejor que los afrontemos ahora mismo. -Mira, yo me ocuparé de lo
personal -ladró Pat-. Lo que quiero saber es quién dirige esta película: ¿yo o tú?
— Tú o yo — corrigió Emma, congénitamente incapaz de pasar por alto una falta de ese tipo-.
Tú eres la directora, Pat. Pero diriges lo que yo escribo.
En sus palabras había acero.
— ¿Y qué pasa si no estamos de acuerdo?
— Como diría Frank Sinatra: lo hacemos a mi manera. -Pat estaba furiosa. La voz le temblaba
al contestar.
— Escucha, Emma: en esta película no soy un simple empleado o un comparsa. Soy la
directora. Reconozco no ser la persona más experimentada del mundo, y me gusta trabajar en
equipo, pero no pienso ser tu sierva en esto. Si no tengo control artístico, me voy.
¿Entendido? Así que no te hagas la Harry Cohn y empieza a ser un poco más cortés. ¡Recuerda
que eres una mujer, no Genghis Khan, joder!
Emma entornó los ojos.
— ¡Dejemos algo bien claro! —bramó—. Aunque éste sea un estudio al estilo moderno, voy a
dirigirlo a la antigua, como un reino medieval. ¡Si no te gusta, te vas! No dudo —se burló — de
que los estudios de la ciudad se pelean por emplear a una triunfadora de la taquilla como tú. Por
mí, está bien. Prueba con ellos. Cambia de bando. Te llevará un par de años conseguir un agente,
por no hablar de un trabajo.
Pat se levantó de un brinco. Asunto terminado. Ella había pasado a la historia. La película no
valía tanto. Por dirigirla había estado a punto de traicionar a Alabama. Ahora se veía manipulada
por una psicópata. Era cierto que ella deseaba desesperadamente dirigirla. Pero todo tenía su
límite. Y ya había llegado a él. Por lo que a ella concernía, ése era el final.
— Si tú te vas, se va Tony —aclaró Emma Guinness.
Pat se detuvo en seco, pero su mente seguía funcionando. En el último instante, la zorra de la
Guinness elevaba la apuesta. Al parecer, Tony estaba atado a ella. Imaginó su cara estupefacta.
Si Pat quería hacer esa película, Tony habría sacrificado su vida por ella. Pat lo sabía. Al parecer,
Emma también. Si salía por aquella puerta no destruiría solamente su propia incipiente carrera
cinematográfica; también estaría abortando la de Tony. Lo amaba. ¡Quería casarse con él,
demonios! ¿Podía pisotear los sueños del muchacho para satisfacer su autoestima? ¿Qué
pensaría él cuando lo supiera? Tenía la cabeza llena de zanahorias y palos. Se aferró a la única
cuerda salvadora. Había llegado el momento de introducir a Latham en la ecuación. El la quería
en la película. Había hecho un trato con ella; no lo había roto ni siquiera tras la discusión en el
Getty. Era un contrato sin letra escrita, firmado por los cuerpos en el más antiguo de todos los

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acuerdos. Ella no estaba muy orgullosa de lo ocurrido, pero tampoco lo lamentaba. Mucho menos,
ahora. Sí, Latham era su carta de triunfo. Había llegado el momento, sin duda. Tenía que jugarla.
Volvió al escritorio. Se sentó, con los brazos cruzados en el regazo, y dijo en voz baja:
— Creo que deberíamos discutir con Dick Latham lo que acabas de decir.
—¿Tú crees? —repuso Emma Guinness—. Yo pienso lo mismo.
Su cara estaba envuelta en una sonrisa horrible, que estropeó el estómago a Pat. No era la
respuesta que esperaba. Había supuesto que el solo nombre de Latham detendría en seco las
ilusiones de poder de la inglesa, pero no era así. Al parecer, Emma sabía algo que Pat ignoraba.
La Guinness oprimió un botón del intercomunicador.
— Comuníqueme con Latham —ordenó.
La ausencia del tratamiento «señor» era aún más preocupante.
La voz de Latham surgió por el intercomunicador muy pronto. Demasiado pronto.
Habitualmente la habría hecho esperar uno o dos minutos tras el muro de la secretaria.
-¿Sí, Emma?
— Su voz sonaba extraña.
— Escucha, Dick: tengo a Pat en mi oficina. Sólo quería que aclaráramos algo. Ella está
escuchándote. ¿Tengo o no tengo poder de decisión en este asunto, para contratar, despedir y
todo eso? ¿Puedo sustituir a Tony y a Pat? ¿Tratar con cualquier problema legal que se presente,
todo según mi propia decisión? ¿Quieres confirmarlo para que ella te escuche?
Sonrió con toda la cara hacia el otro lado del escritorio. Eso no era una pregunta. Era una
demostración.
— Espero que eso no sea necesario, Emma —respondió Dick Latham, con voz distante—.
Espero que Pat vea las cosas a tu manera. Pero sí, tienes todo el poder de decisión. Cosmos es
asunto tuyo. Lo que decidas contará con mi apoyo absoluto. Voto por lo que tú votes. Cuentas con
mi palabra.
-Gracias, Dick.
La Guinness cortó la comunicación sin molestarse en saludar. Miró burlonamente a Pat, con
ojos relucientes de placer tras la demostración de su poder abrumador.
—Bueno, Pat Parker, es hora de que te decidas —agregó.
Cierto. Pat trató de entender la extraordinaria conversación que acababa de escuchar. Latham
había acudido al llamado de la Guinness como un perrito faldero. Nunca había presenciado algo
más extraño. ¿Qué diablos le ocurría? Pero no había tiempo para este tipo de especulaciones. Lo
cierto era que su carta de triunfo había sido anulada sin esfuerzo. Ahora todo estaba en sus
manos. ¿Podía destruir los sueños de Tony por una cuestión de principios personales? La
respuesta era muy simple. No. No podía. Lo amaba demasiado. Y él tenía tantos anhelos. Sólo
había algo que hacer con su orgullo: tragárselo, aunque la sofocara.
— Acepto tus condiciones —dijo.

CAPITULO XVII
Pat sepultó la cabeza en la toalla y cambió de posición en la arena, tratando de ponerse
cómoda pese a los treinta y dos grados de temperatura. Había sentido deseos de viajar a Zuma, y
allí estaba. El lugar no era como las sofisticadas dunas de Broad Beach o las arenas semiprivadas
de la Colonia. Eso era intimidad, amor y gente playera, en un paraíso plástico a la Copperto-ne,
hecho de cuerpos jóvenes y fuertes, de sueños adolescentes. A su alrededor la playa palpitaba.
Había bates que golpeaban pelotas de goma, discos que volaban rozando la arena caliente y
música de rock, atronando desde los altavoces; los ciudadanos de Los Angeles disfrutaban
escapando de la ciudad pegajosa. Tony Valentino, a su lado, leía el guión con los ojos entreabier-
tos. De vez en cuando, Pat le veía hacer una mueca.
-¿Qué opinas?
-Es un papel estupendo. Podría ser una buena película. El problema está en las partes de
sexo. Son pornográficas. Pornográficas de verdad.
— Podemos atenuarlas. Las palabras no significan nada en un medio visual —sugirió Pat, con
un coraje que no sentía.
Estaba de acuerdo con Tony. Malibú era un fascinante estudio sobre la obsesión. Los
personajes formaban el argumento. Exploraba esa neurosis llamada amor de un modo
apasionante. Pero las partes de sexo eran crudas de verdad. Hollywood llevaba años
coqueteando con la idea de hacer algo fuerte con estrellas célebres y lo mejor que había logrado

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era la aguada Nueve semanas j media. Pues bien, Malibú andaba por el mismo camino y poco o
nada era lo que Pat podía hacer al respecto. El día anterior se había rendido ante Emma
Guinness; a medio metro de ella estaba el precioso motivo, con el cuerpo bronceado bañado de
aceite bajo el sol intenso. Si el instinto le decía que la película convertiría a Tony en una estrella,
eso era a un tiempo bueno y malo. El asunto consistía en cómo diablos se las ingeniaría ella para
dirigir las escenas de sexo ideadas por Emma.
— Pero, ¿hasta qué punto puedes cambiarlas, si Latham os dijo a ambas que Emma tiene
poder absoluto? -inquirió Tony-. Me gustaría saber cómo ha conseguido dominarlo esa mujer. Es
curioso. Yo creía que el tipo tenía agallas. Lo creía brutal, pero inteligente. En cambio, es un tonto.
Y débil, por añadidura. La Guinness lo tiene en un puño.
Estaba desconcertado. Lo de Latham le sorprendía. Era como si el millonario hubiera sufrido un
dramático cambio de carácter. Resultaba difícil de explicar.
— No será fácil controlar todo esto —argüyó Tony.
— Me parece que a Melissa le resultará muy fácil.
Pat habría querido morderse la lengua. No era eso lo que iba a decir, pero su mente estaba
sobrecargada. Tony y ella estaban juntos otra vez, pero el pasado no desaparecía de la noche a
la mañana. Aunque no hablaran de Melissa Wayne, Pat y el resto de Hollywood sabían que entre
ellos había existido una aventura. ¿Cómo había terminado? Eso si había terminado. Eran muchas
las preguntas sin respuesta. Y ahora el guión requería una reencarnación en pantalla de la lujuria
privada. Si Tony hubiera sido un muchacho como cualquiera, él y Pat habrían pasado el resto de
su vida conversando sobre eso, comunicándose, compartiendo sus sentimientos como se
consideraba umversalmente saludable. Pero Tony nunca había sido un muchacho como
cualquiera. Provenía de algún planeta «spockiano». Las reglas normales no podían aplicársele.
Era un motivo más para amarlo.
— ¿Cómo lo controlarás tú?
Tony le devolvía inmediatamente el comentario. Si querían sobrevivir al ataque de la Guinness
y la Wayne, tendrían que hacerlo juntos. Si se encontraban divididos en esa primera etapa no
tardarían en caer.
— Ya soy grandecita —repuso Pat, aunque se sentía muy pequeña—. Se trata sólo de actuar.
No soy una campesina ignorante para creer que todo eso es realidad. Besar a alguien durante
veintiséis tomas antes del desayuno no es diversión, es trabajo.
— Besar no es el problema — replicó Tony, arrojando el guión a la arena, ante las envidiosas
miradas de cinco o seis muchachas del Valle—. El problema es Emma. Es Melissa.
— ¿Temes que ella pueda usar su famosa táctica «olvidémonos de la actuación»?
Él no respondió. Recordaba el cuerpo de la Wayne tendido en la cama, mientras él lo utilizaba
para su furioso placer. Por entonces era él quien tenía el mando. Ya no. La película no era suya.
Tampoco de Pat, pese al título de directora. La película pertenecía a las dos únicas mujeres del
mundo que tenían motivos para odiarlo.
Pat se incorporó.
-Tengo una gran idea -rió-. Las actrices siempre quieren dirigir. Melissa y yo podríamos
intercambiar puestos. De ese modo harías todas esas cosas picaras conmigo y no con ella.
Él sonrió ante aquel valeroso intento de suavizar la tensión. Le apoyó un dedo en la piel
aceitada y trazó una P en la cara firme.
— Deberíamos estar trabajando —repuso—. Yo, estudiando mis diálogos. Tú, buscando
escenarios naturales. ¿Qué demonios hacemos en esta maldita playa?
—Te amo —dijo ella.
—Yo también.
—¿Tú también te amas?
Era una broma compartida. Ella rodó para acercársele. Olía tanto a hombre... como si su
cuerpo contuviera toda la fuerza del mundo. Ella quería lamer, degustar su sal. Y lo hizo.
— ¡Eh, que estamos en una playa pública!
— No hay ningún reglamento que prohiba comer.
— Claro que lo hay —dijo él.
A algunos metros de distancia, tres adolescentes bronceadas los observaban entre risitas. Pat
levantó la vista al sol brillante. Era la calma previa a la tormenta. Ella debería haber estado
trabajando, sí, pero el trabajo sería toda su vida durante todo el año siguiente. Y no habría en ello
ninguna diversión: sólo sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas. Si estaba allí con Tony era porque en

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el fondo sabía que sería su última intimidad. Pronto se encontrarían inmersos en el rodaje,
sacudidos por tormentas y mares tempestuosos, entre todos los peligros del profundo celuloide.
Tal vez no sobrevivieran. Por lo menos, podrían mirar hacia atrás y recordar ese día, el tiempo en
que la vida era simple: leche bronceadora, salchichas calientes y coca-cola fría, la marea baja
lamiendo la playa y, a su alrededor jóvenes que no sabían de preocupaciones. Sonrió para sus
adentros. Eran la directora y la estrella de una película importante. No había en la arena una sola
persona que no quisiera estar en su lugar. Sin embargo, ella los envidiaba; envidiaba su sencillez,
su libertad, la seguridad de su mañana. El hombre de los dados, como de costumbre, estaba
esparciendo sus paradojas. Los fracasados eran felices, mientras que los triunfadores se sentían
miserables en la prisión de su fama. ¿Por qué no intentar el fracaso, pues? ¿Por qué tratar de
triunfar? El enigma no tenía sentido. La vida, como siempre, escondía sus misterios y desafiaba a
quienes intentaran entenderla.
-Me gustaría saber si Alabama nos está viendo en estos momentos. Y King — musitó.
La voz se le quebró en la garganta al recordarlos.
— Alabama debe de estar muy ocupado probando la cerveza mexicana del paraíso —rió Tony.
Al parecer, se equivocaba. En la mochila de Pat sonó el teléfono portátil. Cuando ella atendió,
en la línea sonó una vo2 muy clara.
— ¿Pat Parker? Habla Pete Withers. Soy asociado de la firma Withers, Salisbury, Caldwell y
Carruthers. Quería hablar con usted sobre el testamento del señor Ben Alabama.
-¿Su testamento? -repitió Pat.
—Sí. Según parece, la designó a usted única heredera de sus bienes y depositaría de toda su
obra fotográfica. Creo que deberíamos reunimos cuanto antes —sugirió el hombre llamado
Withers.
La boca de Pat estaba completamente abierta, pero ella logró hacerla funcionar.
— Creo que sí —asintió.
Tommy Havers se paseaba por la alfombra en el estudio de Latham.
— No veo que Mary Grossman esté tan capacitada como para dirigir New Celebrity —argüyó.
Podríamos tratar de robar a Tina Brown de Vanity Fair o traer a Emma Soames de Londres. Por
uno o dos números podemos resistir, pero después esto comenzará a derrumbarse.
Dick Latham descartó esas preocupaciones con un ademán de la mano, como si no tuvieran
importancia. Havers lo miró, atónito. Esa revista era su empresa favorita, el principal tema de
conversación entre ambos durante el último año y medio.
—¿Qué sabe la policía sobre ese incendio que mató a Alabama? —preguntó Latham de súbito.
Havers cambió de paso. Parecía distraído. Un sexto sentido le indicaba que el jefe estaba
perdiendo la chaveta. Eso era muy importante. Si los negocios entraban en crisis, sería él quien
cargara con la culpa.
— Oh, no sé. Déjeme pensar... Ah, sí, la policía dice que fue premeditado. Tienen las huellas
del sospechoso. Y opinan que conducía un coche deportivo de lujo. Había marcas de cubiertas en
la grava y ellos tienen los moldes. Por lo visto, era un Porsche.
-Hay alguno que otro de ésos en el condado de Los Ángeles.
— Pero sólo un tipo con las huellas digitales de la lata —apuntó Havers.
Estaba impaciente. Quería continuar. Había temas importantes que tratar, como Cosmos y la
conducta de la voluble Emma Guinness en la preproducción de su primera y vital película.
— No creo que puedan tomar las huellas digitales a todos los que posean un Porsche,
¿verdad? —observó Latham; no parecía muy convencido.
— No, claro —coincidió Havers—. ¿Habrá sido realmente Ala-bama el objetivo? Tal vez lo hizo
uno de esos locos a los que se les antoja provocar incendios.
-Me gusta la teoría del loco -adujo Latham-. En California es la más segura.
— Hablando de eso —interpuso Havers—: Emma Guinness tiene a toda la gente de Cosmos
al borde de la histeria. ¡Se pasó los cinco primeros días rescribiendo el guión de Malibú, buen
Dios, como si no tuviera cosas más importantes que hacer! Según dicen todos, lo ha convertido en
pornografía de alto vuelo. Lo único bueno es que la Wayne está muy entusiasmada. Tal vez sea
una jugada inteligente. Parker y Valentino no son exactamente Fellini y Cruise. Si la película se
estrena será gracias a Melissa.
-¿Y cómo se lo han tomado la Parker y Valentino? Como sabes, son pareja.
— ¿A quién le importan? —replicó Havers—. Si no les gusta, que se vayan. Son ellos los que
necesitan la película, no la película a ellos.

179
— Siendo la heredera de Alabama, Pat Parker no necesita a nadie —contestó Latham,
brevemente.
La muchacha se había vuelto rica de la noche a la mañana. La gente como Havers
subestimaban el poder del dinero abundante. Quienes lo tenían, como Latham, no cometían ese
error.
— Pero va a trabajar. El muchacho está ilusionado con actuar y ella se muere por él. Además,
Cosmos va a invertir veinte millones para financiar su debut como directora. Para reunir esa suma
tendría que vender muchas fotos de Alabama en Sotheby's y Christie's. No se irá, no... a menos
que la echen.
Havers parecía esperanzado. No sabía demasiado de hacer películas, pero estaba
aprendiendo mucho, como buen profesional de los negocios. La gente le hacía comentarios. Los
expertos estaban de acuerdo en que, para que la película tuviera alguna posibilidad, lo más
inteligente sería deshacerse de los desconocidos.
— No la subestimes, Tommy —advirtió Latham, con voz más suave—. Ella es recia y tiene más
talento de lo que crees. Valentino también. Tiene lo que hace falta.
—Sí, y le salvó la vida.
Havers, el eterno sirviente, percibía ahora en su amo, habitualmente enérgico, una debilidad
nueva que lo alentaba a aventurarse en aguas profundas.
— Eso no viene al caso —le espetó Latham—. El muchacho sabe actuar. Tiene el factor X. Me
asombra que no sepas verlo, pero como no es exactamente un cuadro de pérdidas y ganancias,
supongo que no es de extrañar. Tony es una persona original. Le importan un bledo los demás y
está motivado. No se le puede fastidiar impunemente. En realidad —musitó—, se parece a mí
mismo.
Emma Guinness apareció en el caos del rodaje como un huracán en la costa del golfo. En su
estela volaban secretarias, auxiliares personales y jóvenes ejecutivos del estudio. Todos iban
escribiendo mientras caminaban, casi corriendo, en un desesperado intento de recoger las
margaritas que echaba a los cerdos.
-Quiero que ese contrato de alquiler con la Universal sea más estrecho que una camisa de
fuerza, ¿entendido? Si hay una sola cláusula que permita expulsarnos, los abogados pueden
darse por despedidos. Que alguien lo redacte para que yo lo firme, si hay alguien que sepa
escribir en estos días. Supongo que el teléfono ha asesinado a la letra escrita. Puede que el fax le
dé el beso de la vida.
— ¿Qué noticias hay sobre el solar de Malibú? —arriesgó un asistente de menor rango.
-¡Qué mierda sé yo! Acaban de enterrar al viejo que nos estropeó el negocio. Lo menos que
podemos hacer es poner un estudio de sonido sobre su tumba. Es mejor que el romero para
recordarlo. Pero eso es asunto de Latham. Depende de que él tenga o no cojones para pelear.
Los subordinados intercambiaron una mirada. Por lo visto, la Guinness estaba muy
encumbrada, si podía permitirse el lujo de disparar aquellos dardos contra el jefe de todos los
jefes. ¿Cuánto duraría su vuelo antes de convertirse en caída libre? La plegaria colectiva rogaba
que no fuera mucho.
—No quiero que haya ningún problema con el espacio del estudio. ¡Aquí estamos tratando de
filmar una película, vive Dios, y no quiero pachotadas! ¿Se me entiende?
Se la entendía, pero a duras penas. Para aquellos californianos, las afectadas vocales de la
Guinness y sus expresiones británicas eran difíciles de tomar a taquigrafía mientras corrían.
Emma saltó por encima de los cables que corrían por el suelo, como venas varicosas, esquivó
los micrófonos de grúa y las cámaras móviles; pasó a toda prisa junto a la gente de vestuario y la
de maquillaje. Cuando llegó al centro del plato, donde estaba la gran cama de dos plazas, se
detuvo.
-¡Cristo! -exclamó-. ¡Estas sábanas son de nailon!
— No es precisamente nailon, sino una mezcla de...
— ¡A la basura! —ladró Emma, cortando al asistente de producción como si fuera maíz
maduro—. Cuando pido la marca Pratesi, quiero Pratesi -tronó-. Y cuando despido a alguien,
ese alguien está despedido.
Todos se acobardaron a su alrededor. No había resistencia. No se trataba sólo del dinero y las
hipotecas, las amantes y el Maserati. Había algo más. Ella podía contratar y despedir, claro, pero
también tenía poder sobre la gente porque, a fin de cuentas, era muy inteligente y muy cruel y
estaba completamente convencida de tener razón. Enfrentarse a ella era salir humillado. Era el

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sueño de un masoquista, la peor pesadilla de un sádico. Comparado con Emma Guinness, el
Freddy Kreuger de Pesadilla en Elm Street era un viejo simpático. Un par de ayudantes retiró las
sábanas.
— Por el amor de Dios, lavaos esas manos hórridas antes de poner la Pratesi —gruñó ella—.
No quiero que mi estrella coja alguna enfermedad contagiosa.
Hasta los mohínos miembros del sindicato la soportaban aunque no eran especialistas en
soportar. En cualquier otro rodaje, un comentario como aquél habría sido el fin de la película.
— ¿Dónde está Melissa?
—Aquí —dijo una voz, detrás de ella.
Melissa Wayne estaba allí, por cierto, desvestida para matar. La enorme bata estaba medio
abierta. De ella asomaban provocativamente los pechos desnudos. Lucía sencillas bragas de
algodón blanco y nada más, salvo una mirada de humeante expectativa.
— Qué buena idea la tuya, Emma —elogió con un mohín—, poner una escena de amor con los
títulos.
— Bueno, estás maravillosa, Melissa. Si yo fuera hombre estaría enamorada de ti. Mira, creo
que incluso ya lo estoy.
Emma dedicó una sonrisa grasienta a su aliada secreta. Los objetos sexuales no suelen ser
remilgados en cuanto al género o la especie de quien les hace un cumplido. Un animal viene bien.
Hasta una planta, en caso de apuro.
— ¡Vaya, gracias, señora! —respondió Melissa, llena de hoyuelos—. ¿Y dónde está mi amante
de la mañana, me pregunto?
-¿Dando gracias a Dios por su buena suerte? -bromeó Emma.
— No estoy muy segura —sonrió Melissa.
Las conspiradoras rieron. Dentro de algunos instantes, cuando las cámaras empezaran a
rodar, se iniciaría la venganza.
— Bien —anunció Pat Parker—. Será mejor que comencemos. Había llegado sin que nadie
reparara en ella y, obviamente, no estaba de humor para conversaciones. Se la veía pálida y
ojerosa. Su actitud expeditiva no lograba disimular el nerviosismo que la envolvía como un aura.
-Creo que deberíamos esperar a la otra mitad de la unidad amorosa —observó Melissa—. De
lo contrario tendremos que repetir.
Sus palabras eran inocentes. Su tono, no. Lo de «unidad amorosa» fue pronunciado con la
más lasciva de las connotaciones.
— ¡Que alguien avise a Valentino que se está retrasando! -ladró Emma.
— Llega tarde al amor —rió Melissa.
Esperaron en silencio, mientras un subordinado iba en busca del protagonista. Momentos
después, Tony cruzaba el plato cubierto con una bata de seda de color rojo oscuro.
— Hola —saludó, dirigiéndose a nadie en especial, y sacudió la cabeza con una desenvoltura
que Pat supo fingida.
—Vaya, buenos días, Tony —ronroneó Melissa.
El sonido gatuno era más de leopardo que de siamés.
Pat empezó a hablar apresuradamente.
— Bueno, como ya sabéis por el guión, esta toma irá con los títulos. La idea es preparar la
escena para los temas sensuales y obsesivos de la película. El público debe saber que habrá
mucho más de esto. ¿Verdad, Emma?
-Oh, sí, cierto. Mucho, muchísimo más.- Pat hizo una mueca ante el deleite que evidenciaba
aquella voz.
— Naturalmente, lo acostumbrado es presentar a los personajes antes de que hagan el amor,
respetando el principio de que el sexo entre desconocidos es aburrido, pornográfico o ambas
cosas a la vez. Sin embargo, en esta ocasión el guión de Emma requiere que pasemos por alto
esas convenciones. —Y agregó, sarcástica—: No nos corresponde a nosotros preguntar por qué.
-Sólo hacer y morir... hasta caer -rió Melissa Wayne, revelando un sorprendente conocimiento
del poema de Tennyson.
— Bueno, comenzáis en el suelo y nosotros recorremos la habitación antes de tomar algunos
primeros planos. Luego Tony levanta a Melissa, camina hasta la cama y allí viene la escena
fuerte.
Pat tenía conciencia de que su somera descripción no hacía justicia a la erótica escena, pero
no se decidía a explayarse.

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El silencio estaba lleno de expectativa. Querían más indicaciones. Esperaban que ella entrara
en detalles.
-El guión es bastante explícito. Sé que todos lo habéis leído. Creo que puedo dejar la mecánica
por cuenta de vosotros dos; así me concentraré en la fotografía y la iluminación. Desde luego, si
hay algo que cambiar puedo ayudar sobre la marcha — advirtió Pat, a la defensiva.
—Me gusta que me dirijan a fondo. Me resulta útil. Cuando jodo en público necesito feedback
—replicó Melissa, con decisión.
— No vamos a joder. Vamos a actuar — corrigió Tony, enfadado.
-A veces se me confunden las dos cosas -replicó la actriz, en absoluto intimidada por su
irritación. Un operador cercano contuvo la risa.
— Era una faqon de parler —aclaró Emma—. Es decir, una manera de hablar, en francés.
Sonrió con superioridad. Melissa le devolvió la sonrisa.
Las dos estaban cantando a dúo. Aquello iba resultando mucho mejor de lo que Emma soñaba.
Tanto Pat como Tony parecían furiosos, desgraciados y, mejor aún, impotentes por completo.
-¿Es dirección lo que quieres o un comentario congratulatorio incesante? -espetó Pat a
Melissa.
—Si no puedes con una cosa, me arreglaré con la otra —respondió la estrella, con perversidad.
— ¡Vamos de una vez, cono! —exclamó Tony.
— ¿Verdad que es romántico? —rió Melissa—. Gracias a Dios, soy una profesional.
-Tú lo has dicho -gruñó Pat.
— ¿Hace falta tanta gente alrededor? —inquirió Emma, temiendo que Melissa se inhibiera.
— No te preocupes. Está bien. No me avergüenzo de mi cuerpo. Si van a verlo en todos los
cines importantes, ¿por qué no pueden verlo estos compañeros? Reservaremos los escenarios
cerrados para más adelante, cuando la cosa se vuelva algo más intensa.
Como para subrayar sus palabras, echó hacia atrás los hombros y dejó caer al suelo la bata de
toalla. Allí estaban sus pechos, apuntando directamente a los ojos que los devoraban, tal como
deberían hacer todos los pechos y nunca hacen. Era como un truco de magia: sagaz, inesperado
y ejecutado con garbo.
Pat no pudo dejar de mirarlos. Emma contemplaba con franca admiración esas gemelas armas
de la guerra que ella y la actriz estaban librando.
Tony aspiró hondo. En el pasado había utilizado a Melissa Wayne tan impíamente como lo
habría utilizado ella de haber podido salirse con la suya. No se sentía culpable. Aquella mujer
tenía la dureza del diamante; los bares de Hollywood estaban llenos de tipos derrotados con caras
angelicales, quebrados en el potro de su caprichosa lujuria. La danza de los cuerpos con Melissa
Wayne era un terror cardinal que sólo afrontaban los muy valientes. Él no se había limitado a
sobrevivir a aquéllos, sino que lo había disfrutado. Y lo mejor era ver mordida a la mordedora.
Ahora se invertían los papeles. Era ella quien tenía el poder y Tony sólo podía quitárselo
renunciando a su sueño. Pero aun así tenía sentimientos, que la semidesnuda Wayne había
agitado, tal como deseaba. No había hombre capaz de permanecer neutral en presencia de su
hermosura. El guión pedía que hicieran el amor. A través de la breve distancia que los separaba
casi podía oler su sexo. Tendría que perderse en el papel, como lo hacía siempre. Para fingir que
eso le encantaba tendría que vivirlo. Para sentirlo tendría que convertirse en eso. Era su método.
Y eso iba a hacer. Pat Parker tendría que borrarse de su mente. Emma Guinness debía
desaparecer. Entonces sólo quedarían el calor de los cuerpos bajo las fuertes luces y la intensidad
que hacía de su actuación algo mucho más real que la opaca realidad.
Él también miró los pechos que concentraban la atención de Pat y Emma.
— Mirar fijo es mala educación —observó Melissa, coqueteando.
Pat cruzó el plato.
-Quiero que comencéis aquí -mintió-. Hay tres ángulos de cámara: directo arriba, oblicuo a la
izquierda y oblicuo a la derecha. Empezaremos desde arriba. Tony estará encima, con el trasero
desnudo, por favor, y las piernas de Melissa entrelazadas con las suyas. La banda sonora no
importa; es clásico pesado o algo así. Os estáis besando apasionadamente, con la boca abierta y
mucho juego de lengua para las cámaras laterales. Quiero humedad en las bocas, en abundancia.
Si queréis, puede ser artificial. Que alguien moje la espalda a Tony para que parezca sudada.
— No te preocupes. Yo lo haré sudar. No será la primera vez —dijo Melissa.
Pat gruñó para sí.
— Por favor, no olvides que estamos aquí para hacer una película —replicó con sequedad.

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— He hecho alguna que otra en mi vida —comentó la actriz—, cosa que tú no puedes decir.
Tony se apartó la bata de los hombros, dejándola colgar de su cinturón. Un asistente de
producción le pasó una esponja por la espalda. Pat pidió luces. Se encendieron los reflectores,
bañando la escena de calor instantáneo. Pat y Emma retrocedieron a la relativa oscuridad de los
bordes, dejando solos a los dos « amantes ».
— Espero esto con ansia —susurró Melissa—. Y la próxima vez.
Se sentó en el suelo, observándolo. Él no tenía experiencia en hacer aquello en público. Por
bien que actuara (y Melissa presentía que lo haría muy bien), no le sería fácil. Tony buscó el nudo
de su cinturón y lo desató con la vista perdida en el espacio. Arrojó el batín lejos de la cámara.
Estaba desnudo. Los ojos de Melissa se dieron un festín con su objetivo. Sería su barómetro. En
toda esa escena ella tenía un solo propósito, un solo propósito en toda su vida: tenía que
excitarlo, ponerlo firme, hacerlo fuerte, lograr que la deseara como ella lo deseaba. Se concentró
en su propósito, deseando que eso cambiara, que cobrara vida y la amara. Llevó las manos al
elástico de sus bragas. Las convenciones indicaban que debía dejárselas puestas; el cuerpo de
su compañero se movería con cuidado sobre ella, para ocultarlas. Pero no era ése el método de la
Wayne. Lo real era real; lo falso, falso. Para que los corazones latieran más deprisa, la carne
debía tocar carne. Era el modo seguro de convertir la afluencia de público de un goteo en un río
caudaloso. Había funcionado siempre. Volvería a funcionar.
Se bajó las bragas por las piernas y las tiró a un lado. Luego se tendió en el suelo, con las
piernas tentadoramente separadas unos centímetros; el perfecto triángulo de vello rubio enmarca-
ba delicados labios color de rosa.

—Bueno, Tony, ocupa tu posición, por favor.


La voz de Pat sonaba tensa, aunque trataba desesperadamente de ser profesional.
Tony descendió sobre Melissa, que se alzó a su encuentro. El calor del plumón de vello púbico
empujó agradecido contra la carne del muchacho, aún dormida. Él se estremeció ante el tierno
contacto, como debía ser. Melissa le echó los brazos al cuello y lo atrajo hacia sí, capturándolo en
la íntima trampa donde la mente cede lugar al cuerpo y la voluntad se debilita. Lo envolvió su
aroma. Era tan suave y blanda, tan firme en su propósito... Las cámaras aún no estaban rodando
y ella ya estaba haciéndole el amor, calentándolo, preparándolo para lo que seguiría.
-¡Acción! -gritó Pat Parker.
Y los labios de Melissa Wayne se elevaron para devorar los de Tony.
Pat empezó a sudar. Sentía la humedad bajo los brazos, y no eran las luces voltaicas las que
la provocaban sino lo que estaban iluminando. En un plano eso era un simple beso, ni el primero
ni el último de mil millones de encuentros labiales en el celuloide; habría debido tener tanta
importancia como una conferencia sobre el control de armamentos en Ginebra. Sólo que allí se
trataba de Tony, de Melissa; lo único que separaba esas partes dedicadas a frotarse era la piel.
Pat apartó la vista. Volvió a mirar. Luchó contra la náusea fría que la atrapaba. Apenas
comenzaban y ella misma había ordenado acción. Ahora sólo quería aullar ¡Corten!. Trató de
calmarse. Era la directora. Tenía que pensar como una lente, como cuando trabajaba en
fotografía. Habitualmente era casi instintivo en ella. Ahora no. Luchó por ser objetiva. El beso ¿era
demasiado largo, demasiado profundo, demasiado abierto, demasiado cerrado? ¡Era perfecto,
joder! Era perfecto joder. Los amantes del plato iban en serio. Tony estaba comiéndose a Melissa.
Ella lo devoraba. Estaban tan juntos como dos páginas de una carta perfumada en su sobre. Y a
Pat Parker eso le era tan grato como encontrar un diente en un pastel de calabaza.
Fue Melissa quien se interrumpió para tomar aire.
— ¿Cómo está saliendo? — murmuró, con los labios amoratados y chorreantes.
Sonrió a Pat. Hizo un mohín a Tony, cuya cara estaba a pocos centímetros. Todos sus planes
estaban realizándose. ¡Oh Dios, qué maravilla! Tony iba entrando en el ambiente de la escena
amorosa, como ella esperaba. Y el efecto se reflejaba en la cara de la directora. Los besos eran
los entremeses, pero no existían aislados. La mitad inferior de su cuerpo se había estado
retorciendo con serpentina sensualidad. Y eso ya estaba provocando su inevitable efecto en la
carne y la sangre del muchacho que ella amaba con tanto odio. Por ahora resultaba invisible.
Pronto dejaría de ser así. En pocos minutos todos sabrían que él la deseaba. Todos podrían ver
su lascivia. Pat Parker tendría que presenciar la innegable evidencia de su deseo.
«¿Cómo está saliendo», había preguntado Melissa.
— Perfecto —murmuró Pat—. ¿Estás bien, Tony? —agregó, consciente de que la pregunta

183
era ridicula.
Necesitaba desesperadamente alguna respuesta cálida: «Estoy sufriendo por el arte», «todavía
te amo», «esta cerda tiene mal aliento». Cualquier cosa de ésas habría sido música para sus
oídos.
— ¿Por qué no continuamos con la escena? —replicó él, fríamente, después de una larga
pausa.
Detestaba que lo arrancaran de la suprarrealidad de su ilusión. Por eso le gustaba tanto el
escenario. Allí estaba en un mundo imaginario propio. Los críticos venían antes y después, pero
nunca durante la representación. Sin embargo, percibió el dolor de Pat. Llenaba todo el plato.
Habría debido preocuparse, pero no podía, porque ése era su trabajo. Ése era su arte. Lo único
importante era hacerlo bien. Todo lo demás era una distracción. En el guión él era un amante
obsesionado con una leyenda. Y eso significaba que en ese instante, en esos breves momentos,
Tony era realmente esa persona. Quería volver al cuerpo de Melissa. Quería ahogarse en las
secreciones de Melissa. El hecho de que la despreciara en la vida real era un pensamiento
peligroso, capaz de destruir el arte. Por eso se esforzó en borrarlo de la mente.
Pat oyó sus palabras. Lo comprendía lo suficiente como para leer entre líneas. Sabía lo que él
estaba pensando y dolía terriblemente. Pero no había modo de echarse atrás. Sólo cabía hacer
una cosa. Y la hizo.
— Bueno, pasemos a la toma dos —instó.
-¡Qué maravillosa idea! -comentó Emma Guinness, algo más atrás.
Pat Parker entró en el Winnebago como una tempestad, dando un portazo. Tony estaba
sentado ante el tocador, quitándose el maquillaje. Giró bruscamente en redondo.
-¡Cerdo vicioso! -gritó-. ¡Estabas haciendo el amor con ella!
— No seas idiota. Estaba actuando.
— ¿Actuando? ¡No estabas actuando! Vi perfectamente que no estabas actuando. Cristo, pero
si se te... Lo vio todo el mundo. De veras, Tony.
Él se levantó de un salto.
— ¡Estaba actuando, mierda! No hagas esto, Pat. No me hagas esto. No te lo hagas. Estás
cayendo en la trampa de esas dos. Es lo que Emma quiere. Lo que Melissa quiere. No les dejes
ganar tan fácilmente.
-Es por ti. ¡Por ti, Tony, diablos! No me mientas. Ella te excitaba. Admítelo. Anda, admítelo.
-Eso no significa nada, Pat. No tiene importancia.
Sabía que no le estaba dando la respuesta que ella deseaba. No podía, porque la acusación
era cierta. Era un ser humano. Por las venas no le corría agua, sino sangre. Nadie habría podido
representar semejante escena con Melissa Wayne manteniendo pasividad sexual. Ella lo había
excitado, sí. Conocía el funcionamiento del hombre. Tenía en la cabeza un mapa del circuito
masculino. Y así estaba bien. También lo tenía la Melissa de la película. Por eso el personaje
representado por Tony se había enamorado de ella. La escena había sido real porque ambos
actores habían querido convertirla en realidad. Así era como funcionaba. Si Pat no entendía eso,
no entendía nada sobre él.
Sin embargo, ni la dulce emoción ni la dulce caridad eran las emociones que ocupaban el
primer plano mental en Pat Parker.
— Para ti puede no tener importancia, pero para mí importa muchísimo —gritó Pat, con la voz
quebrada.
Tenía los ojos empañados. No quería llorar, pero estaba al borde de las lágrimas. El vigor de la
pareja haciendo el amor había calentado el plato. Claro que los planos eran estupendos y que
sería buen cine, pero Pat tenía el estómago hecho un nudo. No había tenido que dirigir, pese a las
amenazas. Había bastado con observar, y habían sido los peores diez minutos de su vida. Había
tratado en vano de aislarse de la realidad, refugiándose en un mundo disociado, pero no lo
consiguió. Ella no era introvertida. Era nada más que fachada. Siempre había sido así y no
cambiaría. Llevaba los sentimientos, no en la cabeza ni en el corazón, sino en la cara. Y bien, allí
estaban: el asco, los celos, el enfado y el terrible, horrible dolor.
— Por favor, Pat, trata de comprender... Ya sabes cómo es esto. Estamos tratando de hacer
algo grande, algo importante. Esta película puede ser totalmente original. Tienes que elevarte por
sobre las mezquindades. Es preciso.
— No me digas lo que debo hacer. Yo te diré lo que tú debes hacer. Tienes que salir de mi
vida para siempre, carajo. Lo digo en serio. Ya no te amo. Ni siquiera me gustas, porque eres un

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maniaco sexual barato, ambicioso y egoísta. No puedes amar a nadie porque estás demasiado
enamorado de ti mismo.
— Escucha, Pat. Escúchame.
Pero Pat no estaba de humor para escuchar. Lo que deseaba era acción. Y nada de besos
fogosos. Su mirada enloquecida recorrió la habitación. Buscaba un arma, un proyectil, cualquier
cosa que elevara aquella ridicula justa de palabras a algo realmente doloroso. Pero el camerino de
Tony era un sitio tan vacío como su alma, tan parco como sus emociones. De pronto vio en la
silla, junto a él, un walkman Sony. No lo usaba para escuchar música, sino para escucharse a sí
mismo recitar los malditos parlamentos, lo único que le interesaba. Pat se agachó para recogerlo y
retrocedió. El cable estaba enroscado alrededor.
-¡Pat!
-¡Vicioso hijo de puta! -gritó ella.
Lo hizo girar por encima de su cabeza como una reluciente bomba amarilla. El no agachó la
cabeza. Claro que no: tenía demasiada dignidad, el condenado. Su única concesión a la
autodefensa fue levantar un brazo sin mucha convicción. Eso no la detuvo. Abrió la mano. El
aparato de plástico serpenteó en el aire y se clavó en el brazo de Tony. Luego se desprendió del
cable negro que lo sujetaba y siguió viaje, rozándole el costado de la cabeza, por encima de la
oreja. No se detuvo allí. Voló hasta la mesa de tocador y estableció contacto con la fotografía
enmarcada, haciéndola añicos. La muchacha de la foto no pareció sorprenderse ante el
destino que le había tocado. María Valentino sonreía con una sonrisa cálida y franca, llena de
amor y ternura, entre el vidrio roto que ahora la cuarteaba. Su hermoso rostro miró a través de los
años y de la devastación, como si hablara directamente a Pat. «No hagas sufrir a mi Tony —
decían los profundos ojos azules—. Es difícil de entender, pero tienes que intentarlo. Es bueno y
te necesita. Os necesitáis mutuamente. »
Pat se llevó le mano a la boca.
-¡Oh, Tony! ¡Oh, Tony, cuánto lo siento!
El caminó hasta la mesa, con los ojos llenos de lágrimas. Recogió el retrato herido, apartando
el vidrio roto con los dedos, y miró a los ojos a la madre que tan desesperadamente amaba. La
foto estaba desgarrada abajo, cerca de las manos suaves que con tanta frecuencia lo habían
consolado: las que le frotaban la espalda para ayudarlo a dormir cuando era niño, las que le
limpiaban las heridas y lo estrechaban cuando él necesitaba ese amor que no aceptaba de nadie
más. Brotó una lágrima, una lágrima por los recuerdos y todo el amor que había quedado sin
expresar, aquella horrible noche en que fue ya demasiado tarde. Ahora era sólo la foto de su
madre. Y por allí, en algún punto del cielo silencioso, su espíritu velaba como siempre sobre él.
Giró hacia Pat, con la cara henchida de dolor. No estaba enfadado. En el rostro asolado por la
pena se veían todos los arrepentimientos de todos los hijos de la eternidad. ¿Por qué, si uno
amaba tanto, era tan difícil decirlo? ¿Por qué resultaba tan fácil y doloroso sentir, cuando ya era
demasiado tarde? No había respuestas para el pasado, sólo lecciones mal aprendidas para el
futuro. Pero en el presente había lágrimas de arrepentimiento que corrían por las mejillas de Tony
Valentino. Sus hombros se encorvaron. Se dejó caer en la silla y escondió la cara entre las
manos. De entre ellas brotó el sonido de sus sollozos.
Por unos breves instantes Pat lo miró espantada, con los ojos dilatados. Fue un momento de
total revelación, como si mirara el alma de Tony a través de una ventana. Por fin sabía lo que
deseaba. Era eso: el corazón estremecido del muchacho, envuelto en el hermoso envoltorio
desalmado, la única cosa que se permitía mostrar al tonto mundo. En la mesa yacía la foto de la
única persona que él había amado de verdad. Y Pat sabía, con terrible certidumbre, que nada
quería tanto en la vida como remplazaría. Milenios antes había estado enfadada con Tony. Ahora
lo adoraba con una intensidad que no habría podido soñar. Se arrodilló junto a él y lo estrechó
entre sus brazos, como lo habría hecho su madre. Lo estrechó con fuerza, para enjugar la pena, y
levantó los dedos para acariciarle el cuello, para consolarlo, para pedirle perdón.
—Te amo, Tony —susurró—. Oh, Dios mío, cómo te amo.
—Necesito hablar contigo.
Melissa Wayne trepó al asiento del cochecito de golf que les proporcionaba el estudio, con la
vista perdida hacia adelante. El hecho de que hablara sin mirar a Tony expresaba de inmediato
dos cosas: iba a decir algo difícil e iba a decir algo importante.
Tony Valentino aspiró hondo. Fuera del plato no quería tener ningún tipo de relación con
Melissa Wayne. Ella era demasiado peligrosa; cualquier interacción podía perturbar el vital

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magnetismo para las cámaras, que él se esforzaba por lograr correctamente.
— Bueno —dijo, sin entusiasmo—. Voy a trabajar. ¿Me acompañas?
—Quiero hacerlo de verdad —repuso Melissa.
No se andaba por las ramas. Aun así, no lo miraba. Tony tragó saliva con dificultad. Estaba
esperando eso. Sabía exactamente qué quería la mujer.
— ¿A qué te refieres? —preguntó.
— Me refiero a la escena. Hacer el amor de verdad. Es lo mejor. Es la única manera. Lo he
hecho en otras ocasiones. Funciona.
— Hablaba deprisa, como si temiera que él pudiera interrumpirla.
— Bromeas —replicó Tony.
Entonces Melissa se volvió a mirarlo. Tony se inclinó sobre el volante y se enfrentó a ella.
— No, Tony, no bromeo. Lo sabes muy bien. Hablo en serio. Es vital para la película. Le dará
una credibilidad total. Confía en mí. No habrá ningún problema. Nosotros ya lo hemos
hecho... y fue divertido.
Se permitió casi una sonrisa provocativa. ¿Divertido?, no; en absoluto. Había sido salvaje,
doloroso, ridiculamente intenso, pero nunca divertido. Una y otra vez la había tratado como a una
puta callejera, a la que se paga cinco dólares por un trabajo de temblores y sacudidas ejecutado
de pie en cualquier barrio pobre. Era la primera vez que alguien usaba así a la estrella del cine:
una deliciosa y humillante primera vez que Tony Valentino debería pagar con su paz espiritual.
—Estás loca —replicó él, con la voz cargada de disgusto.
El antiguo enfado crecía en él, desbordando la delicada política de rodaje. Aunque Melissa
Wayne fuera una actriz famosa, en el fondo era una ninfómana barata.
— No estoy loca —repuso ella, sin alterarse—. Soy la estrella.
— Vete a la mierda, Melissa.
Ella lo miró durante largo rato. Su cara recorrió toda la gama de las emociones: desde la
sorpresa inicial a la irritación; luego, a una amenazadora calma llena de seguridad.
—No sé —dijo por fin— quién será el que se vaya a la mierda.
—Felicidades Tony. Anoche vi las tomas de ayer. Tu escena con Melissa es estupenda.
Emma Guinness se levantó al entrar Tony Valentino en su oficina. El ocupó la silla de enfrente
antes de que ella hubiera tenido tiempo de ofrecérsela. Ni hizo referencia alguna a aquel
pretendido elogio. En cambio, deslizó la vista por su conjunto de chaqueta y falda de seda color
crema; su expresión revelaba que hubiera deseado vomitar sobre él. Emma había enviado a su
asistente personal de más categoría para convocarlo a esa entrevista. No había modo de evitarla,
pero no le gustaba estar allí.
—Lo cual me lleva a un pequeño problema que ha surgido.
Ella volvió a sentarse, alisándose la falda sobre los gordos muslos.
—Al parecer —alegó, con una mueca burlona en los labios—, nuestra estrella no está contenta.
Me refiero a Melissa, por supuesto.
Tony la miró agresivamente. Era lo que esperaba. Melissa se había quejado a Emma. ¿Habría
dicho la verdad o inventado otra cosa? Probablemente lo último. No podía gimotear ante Emma
porque el coprotagonista no quería joder con ella en el plato. Calló.

— Parece que su entusiasmo inicial por ti está en decadencia, si me permites esta moderación
británica —arguyó Emma, con cautela—. Me ha presentado una larga lista de quejas, que va
desde... -Echó un vistazo a su escritorio, como si consultara algún papel—. ... desde «falta de
profesionalismo», sea eso lo que fuere, hasta... hasta «mal aliento». —Rió de buena gana—. Su-
pongo que, con los besos de ayer, ha de estar bien enterada de eso. Sin embargo, eso no
perjudicó su actuación.
En las mejillas de Tony aparecieron dos manchas gemelas de enfado, como debía ser. Era
vanidoso y no le gustaba que se burlaran de él. En toda su vida nadie lo había acusado de nada
tan profundamente ofensivo como la halitosis. Poco importaba que no fuera cierto. Era la cruel
falsedad de la acusación lo que lo enfurecía. El hedor corporal, la caspa, la piel grasa o las orejas
sucias eran cosa de otra gente, no de Tony Valentino. No le molestaba que lo consideraran cruel,
frío y altanero, egoísta e insensible; eso era parte de la ambición obsesiva. Eran los
inconvenientes de un superhombre. El mal aliento, en cambio, era cosa de patanes. No estaba
dispuesto a negarlo. Eso caía por debajo de su dignidad. Por eso calló, ceñudo, aguardando las
otras cosas que no dejarían de llegar.

186
— Me creo en el deber de comunicarte todo lo que ha dicho. Es una verdadera letanía de
quejas, lamentablemente. En resumidas cuentas, está muy molesta. Veamos... Oh, no sé... «Igno-
rancia de las técnicas fundamentales del cine, mala actuación, falta de consideración hacia sus
colegas, hábitos personales deplorables, falta de higiene»...; al parecer, eso sería aparte del mal
aliento. Y por fin, no porque sea menos importante, dice que la abochornaste horriblemente al
...digamos... excitarte... durante la escena de amor. Dice que le ha ocurrido con otros principiantes
y que siempre «le revuelve el estómago». Sí, esas han sido sus palabras textuales.
—Quería que la montara de verdad en el plato. Ya conoces los rumores. ¡Es famosa por eso!
—estalló Tony—. Le dije que se lo quitara de la cabeza. Y ahora viene con todas esas mentiras.
— ¡Ah...! —exclamó Emma Guinness, con la prudencia del sabio—. Conque de eso se trata,
¿no?
Se las compuso para insinuar que Tony le merecía cierta fe, pero que había sitio para la duda.
«Defiéndete», dijeron sus ojos.
«De ningún modo», dijeron los de Valentino. Toda su cara expresaba: «No tengo por qué dar
explicaciones, ni a ti ni a nadie».
— No sé si comprendes en qué situación me encuentro, Tony —continuó Emma Guinness, con
el tono de una bondadosa directora de escuela dirigiéndose a un estudiante torpe—. Estoy
tratando de hacerme cargo de un estudio y de hacer una película que es importante, que es vital.
Cosmos es un estudio nuevo. Yo soy nueva. A ambos se nos va a juzgar según resulte esta
película. Si es mala, nadie querrá traernos sus actores ni sus guiones. Tardaremos años en
reconstruir la reputación del estudio...
Hizo una pausa, como si tuviera que agregar mucho más.
— ¿Y qué? —le espetó Valentino.
Emma sonrió con indulgencia. ¡Oh Dios, cómo lo odiaba! Ese muchacho no aprendía nada. Ella
tenía más poder que el Todopoderoso y él seguía tratándola con superioridad. ¡Cielos, cuánto lo
deseaba! En ese mismo instante hubiera querido arrancarle los vaqueros y comérselo hasta
quedar ahita. Quería ahogarse en su aliento maravilloso e inspeccionar personalmente su higiene
personal. Sucio, limpio o como fuera, quería saborearlo y disfrutarlo, hasta que su insoportable
escozor estuviera bien rascado y no volviera a causarle molestias.
— Y como te he dicho —prosiguió Emma—, tengo grandes problemas. Ya sabes cómo es esto.
Si algo nos asegura que la película llegará a estrenarse, eso es la estrella. Y me temo que la
estrella es Melissa, no tú. Ella es una actriz muy taquillera y no está contenta. Si se va, estamos
listos. En esta ciudad todo se sabe. Hablarán de problemas en el rodaje. La película podría ser un
fracaso aun antes de filmarse. Y yo no puedo permitir eso.
—¿Quieres que me la tire?
Tony adelantó el mentón, desafiándola a ser franca. Si ella lo admitía, por lo menos sería
sincera. Sería también un gusano grasiento y lameculos, dispuesto a sacrificar hasta el último
principio del profesionalismo por ganar un dólar. Y haría una película sin Tony Valentino,
ciertamente. Porque los métodos de interpretación tienen un límite.
— No digo eso —replicó Emma, ladina, escurriéndose fuera de la trampa—. No podría
decirlo, ¿verdad? Pero te pido que comprendas la disyuntiva en que me encuentro. Melissa es la
estrella y no está contenta contigo. Tú eres desconocido. ¿Comprendes?
-¿Vas a despedirme porque una puta cualquiera te dice cuatro mentiras?
— Oh, Tony, Tony, la vida no se ve tanto en blanco y negro -rió Emma, astutamente filosófica-.
Yo no he dicho eso... todavía.
El «todavía» fue como un latigazo que paró a Tony Valentino en seco. Conservaba una
ingenua fe en el poder de la verdad, convencido de que el bien acababa triunfando sobre el mal.
Desde luego, recordaba ocasiones en que no había sido así; pero en general ocurría. De pronto
tuvo la sensación de que ése iba a ser otro ejemplo de la excepción que confirma la regla. Estaba
en juego su carrera, la posibilidad de convertirse en una estrella, algo tan vital para él como el aire
que respiraba y el alimento que comía. No se hacía ilusiones. Si rompían su contrato y lo
eliminaban del reparto, estaría acabado. Él lo sabía. Emma también.
— Francamente, Tony, la gente del estudio está preocupada. Les preocupas tú. Les preocupa
Pat. Puedo entenderme con ellos, por supuesto. Son personas que me pertenecen. Pero no
puedo pasar totalmente por alto lo que dicen. Y no se trata sólo de la gente de comercialización y
distribución, sino también de los ejecutivos de Empresas Latham. Tommy Havers me llama tres
veces por día. Quiere que se te despida, Tony. Dice que es lo más seguro y eso es lo único que le

187
importa. Pierdo más tiempo del que dispongo defendiendo tu trabajo en esta película. Y ahora
Melissa se presenta aquí pidiendo tu cabeza a gritos. Y tú ¿qué me ofreces a cambio? Gestos
ceñudos, malhumor y desprecios apenas disimulados. ¿Te parece justo? ¿Qué harías tú en mi
lugar?
Emma se reclinó en el sillón, viendo cómo caían sus proyectiles en el puesto enemigo. Eran
mortíferamente certeros. Eso lo ablandaría un poco para el asalto siguiente. La inglesa cargó su
potente imaginería. Ella era su campeona, la que combatía contra los dragones para salvarle la
vida, su valiente brazo armado que chamuscaban las llamaradas de la mugre. Tenía que llegarle
al corazón. Las idioteces suelen llegar ahí.
—Comprendo que puedas tener problemas —repuso Tony, con un mínimo de generosidad-,
pero no me parecen tan graves como los míos.
Emma rió para demostrar que apreciaba su escuálida rama de olivo.
— Siempre ocurre así con los problemas ajenos —replicó, tamborileando en la mesa con un
lápiz. Siempre hacía eso antes de incrementar la maldad—. Teniendo en cuenta todo eso, se me
ocurrió que tal vez pudieras satisfacer parcialmente a Melissa, si es que es posible «llenarla» un
poquito. -Rió otra vez, para camuflar lo que iba a pedir—. Me pareció que la escena de amor
marchaba muy bien y que... por lo menos... a ti no te asqueaba. Quizás encuentres el modo de
darle en el gusto, suponiendo, claro está, que tu versión del verdadero problema sea la correcta.
—¿Crees de veras que yo podría hacerle eso a Pat? —bramó Tony.
A su voz había vuelto la repugnancia.
— ¿Se alegraría Pat de que tu carrera se esfumara?
Tony no dijo nada. Pat ciertamente podría pagar ese precio. Quedaba por ver si podría pagarlo
él. Después de todo, él estaba seguro de despreciar a Melissa Wayne. Hacerle el amor tendría
tanta importancia emocional como lavarse los dientes. El problema era su orgullo. No soportaba
verse obligado a hacer lo que no deseaba. Por otra parte, ¿podría sobrevivir a la muerte de sus
sueños? ¿Qué se hacía sin ellos? ¿Qué podía importar la vida cuando ya no se los tenía? Cuando
por fin se acercaba el momento de morir, por lo menos uno debía estar vivo.
— Porque eso destruiría tu carrera —continuó Emma—. Lo sabes, ¿verdad? En Hollywood los
chismes circulan como la sangre. Te etiquetarán como a un idiota temperamental y sin talento,
cuya presencia en el rodaje es un incordio gigantesco. «Se tragó su propia publicidad», dirán.
«Porque posó para un artículo fotográfico creyó que sabía actuar. Tuvo la suerte de conseguir un
papel junto a Melissa Wayne, a quien nunca le cayó mal un solo hombre, y se las ingenió para
fastidiar a la reina del sexo.» No sólo dejarás de existir, Tony; será como si nunca hubieras
existido.
—Sí —asintió Valentino, para ganar tiempo.
¡Caramba, necesitaba pensar! Todo aquello iba demasiado deprisa. Tenía que hablar con Pat.
Discutir nuevamente con Melissa. Era preciso hacer algo para evitar el desastre descrito por
Emma Guinness. Porque su horripilante predicción era verdad, palabra por palabra. La creía
implícitamente. Tenía una sola oportunidad: esa. Si no la aprovechaba sólo escucharía un ruido el
resto de su vida: el que harían las puertas al cerrársele en las narices. ¿Podría hacer lo que se le
pedía? Ya lo había hecho. ¡Y por placer! Pero eso significaba destruir sus relaciones con Pat y
firmar un pacto con el diablo, que socavaría para siempre su autoestima. Por otra parte, ¿cómo
sobreviviría su autoestima entre los no-muertos, allí donde pasaría su futuro de zombie? Era
probable que su mala fama se extendiera hasta Broadway, hasta los teatros de segundo orden,
hasta la Estigia. Bien podía verse obligado a dejar de actuar. La idea lo asustó, el cuerpo de
Melissa Wayne tomó forma en su mente. Vio sus curvas, percibió sus tentadores aromas, oyó los
ruidos húmedos que hacía cuando se excitaba. La visión se borró, y fue sustituida por el ojo
acusador de Pat Parker, aumentado por el visor, mientras él la traicionaba en público. Se movió
en la silla de lado a lado.
— ¿Sí qué? —inquirió Emma.
Se inclinó hacia delante, evaluándolo, midiéndolo. ¿Era ése el momento adecuado para el
ataque? ¿Debía esperar algunos segundos? La vida era sincronización. Había que actuar con
precisión.
— Podrías ordenar a Melissa que cediera —sugirió Tony, aunque ni por un segundo se le pasó
por la cabeza que cupiera una posibilidad, siquiera remota.
Emma esbozó la sonrisa del cuasi-victorioso. Estaba muy cerca del sitio al que deseaba llegar,
sin que Tony Valentino tuviera aún idea de cuál era su meta.

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— No veo a Melissa como el tipo de persona que acepta órdenes —observó.
Por dentro estaba radiante. El ultimátum de Melissa en el cochecito de golf había sido discutido
y planeado, palabra a palabra, por ambas conspiradoras. La meta de la actriz era poner a Tony en
pantalla in flagrante delicio. La de Emma era algo diferente.
Tony sintió que descendía la nube lóbrega, borrando toda falsa esperanza. Era cierto. Melissa
tenía el poder supremo. Se encontraba ante la alternativa de sacrificar su carrera o su orgullo. De
un modo u otro, perdería.
—Claro que, como tú dices, eso sería dificilísimo para Pat — musitó la inglesa, como si
pensara en voz alta—. Tal vez... tal vez... si pudiéramos arreglar algo...
Tony no dijo nada. Se limitó a mirarla fijamente. Tenía una sensación escalofriante en la base
de la espalda.
—Supongo que, si realmente me empeñara, podría salvarte de esto. No sé... podría intentarlo.
Se miró los dedos regordetes. Levantó hacia él la mirada astuta.
— Podría llamar al orden a Melissa. Ponerme firme. Aceptarle el ultimátum. Si le digo que tú te
quedas y que ella puede irse, si quiere, tal vez no se vaya. Eso perjudicaría su propia reputación.
No mucho, por supuesto; pero perdería puntos. También podría apretar el torniquete a Havers,
Latham, la gente de la empresa y los idiotas de Cosmos. Decirles: «Si él se va, me voy yo», y ver
cómo resultaba. Claro que bien podrían deshacerse de mí también. Yo no soy indispensable aquí.
En esta ciudad, los jefes de estudio tienen tanta expectativa de vida como las flores de hibiscus.
Pero podría intentarlo, sí.
Contempló las colinas de Hollywood con expresión soñadora, en tanto fingía estudiar aquel
sacrificio.
— Claro que si lo hago —continuó Emma— me corresponde alguna retribución. No
necesariamente tu amistad, pero al menos tu gratitud. Tendremos que trabajar muy unidos para
reducir el daño al mínimo, y necesitaré contar con tu apoyo total, con tu lealtad absoluta. Tú y yo
tenemos que formar un equipo. Los demás no tienen por qué enterarse. En realidad, sería
mucho mejor que no se enteraran. Sería un pequeño secreto entre tú y yo. Hasta sería mucho
mejor que Pat no supiera nada... y tampoco Melissa.
Levantó la vista para ver cómo marchaba aquello. Si Tony había captado la sugerencia. Si era
necesario expresarse con más claridad.
— ¿Qué quieres decir, exactamente? —preguntó Valentino, con una sobrecogedora sensación
de que ya había vivido esa escena. En el auditorio de la Juilliard, milenios antes.
De pronto lo vio todo. Era una gigantesca conspiración. Esa cosa que tenía frente a sí había
creado ese momento. Mientras él imaginaba que era dueño de su propia vida, tal como Pat era
dueña de la suya; mientras él creía que Latham mandaba y que las cosas sucedían por azar,
aquella mujer lo controlaba todo. Ellos eran sólo moscas atrapadas en la red que ella, la mujer
araña, tejía. Emma nunca le había perdonado aquella humillación. Ahora quería venganza. El
artículo de New Celebrtty, su papel en la película, el hecho de que la hubieran nombrado directora
del estudio, de que hubieran contratado a la increíblemente sexy Melissa Wayne y a Pat como
directora... todo estaba cuidadosamente planeado. Desde un principio había un solo objetivo, una
sola meta, un solo blanco: él. Para salvarse debía entregarse a ella. Era su única salida.
Emma Guinness sonrió.
— Digamos que — pronunció —, si arriesgo el pellejo por ti, será para que tú y yo nos
conozcamos muy íntimamente.
—¿Y qué le dijiste? —preguntó Pat, con los ojos centelleantes de furia.
— Le dije que se fuera a la mierda con sus ganas de joder. Pat esbozó una tenue sonrisa.
Habría entregado el alma por presenciar aquello. Por primera vez en su vida sentía deseos de
matar. Y no sólo a Emma Guinness. También a Melissa Wayne.
— ¿Y lo de Melissa? —inquirió.
— No volvimos a tocar el tema. Creo que entendió mi mensaje.
Pat rió con amargura.
— Así que se acabó.
— Supongo que sí. Si no nos vamos, nos echarán a patadas.
Se miraron mutuamente. El amor que ambos iban aprendiendo a sentir limaba el filo del enfado
y la desilusión. En momentos como ése, alguien tenía que decir: «Mira, en el fondo me alegro...».
Pero ninguno de los dos lo dijo, porque ninguno de los dos lo pensaba. Todo aquello era un
desastre. Negarlo no serviría de nada. Tony había hecho lo correcto, lo decente, y eso le costaba

189
lo que más quería: su carrera cinematográfica. También Pat estaba desolada, tanto por él como
por sí misma. Su única oportunidad de dirigir ya pertenecía al pasado. Y todo por la maldad de
dos mujeres.
Sus manos se entrelazaron.
—Nos tenemos mutuamente —dijo—. Si hubieras hecho lo que ellas querían, estaríamos
separados.
Tony sonrió con un gesto extraño, que casi parecía ternura. Pat quiso verlo otra vez.
-Dime algo -pidió.
-¿Qué?
— ¡Piensa!
Él se echó a reír.
— ¿Te amo? -¡No!
— Te amo.
—Así, sí. Tienes que practicar —dijo ella, bromeando. La irritación comenzaba a esfumarse
ante la realidad de la unión. Ahora existía un vínculo entre ellos. Era más intenso que antes,
fortalecido por los desastres ya afrontados y todos los futuros a los que sobrevivirían.
— ¿Qué vamos a hacer, Tony? —preguntó.
En esa intimidad no parecía peligroso hablar de lo incierto del futuro para ambos, para él.
— Bueno, tú vas a estar bien ocupada encargándote de las propiedades de Alabama. Allí hay
trabajo para diez personas o más.
—Por lo menos, tendremos todo el dinero que nos haga falta.
—Soy actor, Pat. Tengo que actuar.
Era un reproche suave, pero ya comenzaban a aflorar los problemas. El amor sería puesto a
prueba.
-¿Qué harás?
—No sé. Llamar a las puertas, suplicar, implorar, actuar en lo que sea.
-¿En Los Ángeles?
Allí estaría Pat, porque allí estaba la finca de Alabama. Pero no era allí donde estaban los
teatros. Ambos lo sabían.
— En Nueva York, supongo.
Ella aspiró hondo. Ya estaba sucediendo. Las ambiciones los separarían físicamente. ¿Cuánto
podía durar el vínculo espiritual sin debilitarse? Pese a toda la lógica, en el fondo Tony le echaría
la culpa de lo ocurrido. Si ella no hubiera existido, si ellos no hubieran existido como pareja, a
esas horas Tony habría estado cabalgando hacia la gloria. Eso recordaría ante las puertas de los
teatros, a medida que se amontonaran los rechazos y se desvanecieran los sueños, dejando atrás
sólo una vacua obsesión. Si Tony hubiera viajado sin equipaje, aún habría estado nadando. Ella
era la carga emocional que lo hundía. ¡Pero no estaba dispuesta a perderlo así, qué demonios!
Otra vez no. Tenía que haber una salida. ¿Cómo abrirse paso por la maldad y la penumbra hasta
la luz? Emma Guinness flotó en su mente: una cara llena de hoyuelos, un globo de tafetán y
encaje. La bruma sanguinaria del odio cayó como un velo ante los ojos de Pat.
—Tenemos que hacer algo, Tony. No sé... podríamos interponer una querella, recurrir a la
prensa, cualquier cosa. No podemos quedarnos de brazos cruzados y dejar que se salgan con la
suya.
—Déjalo —musitó Tony—. Se acabó. ¿Pleitear contra Cosmos? Necesitarías mil millones de
dólares sólo para conseguir un abogado que se hiciera cargo del caso. A la prensa le encantaría,
pero para reírse de nosotros.
Pat se acercó hasta arrodillarse a su lado.
— No voy a permitir que nos separen, Tony. No voy a permitir que nosotros mismos echemos
esto a perder. No quiero. No quiero. Ayúdame.
Tenía los ojos llenos de lágrimas. Le apoyó las manos en las rodillas. Él se las cubrió con las
suyas, tratando de sonreír.
-Yo podría dedicarme a los seguros. Y podríamos tener dos coma cinco hijos —bromeó.
Era lo más que podía hacer.
Ella sonrió con decisión, pese a su angustia. Su mente daba tumbos en busca de la escurridiza
solución.
-Podría hablar con Latham -agregó Tony, amargado-. Ese hijo de puta me debe la vida. Pero
ya lo oíste al teléfono: ha entregado Cosmos a la Guinness como si fuera un juguete exclusivo. Y

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no pienso suplicarle.
Mientras él hablaba, Pat se quedó petrificada. De inmediato supo lo que debía hacer. Tony no
podía pedir a Dick Latham que lo salvara. Ella sí. Después de todo, ya le había pedido algo en
otra oportunidad.

CAPITULO XVIII
Dick Latham caminaba a largos pasos por la playa, como si con llegar hasta el otro extremo
pudiera resolver todos los problemas de su vida. Hablaba deprisa y Pat Parker tenía que esforzar-
se para oírlo, pues el viento del desierto se llevaba sus palabras.
—No me digas nada, Pat. Ayer me cayó todo encima: por fax, por télex, por teléfono, todo el
día. Emma está histérica. No sé qué le dijo Tony, qué le hizo, pero se ha convertido en un caso de
camisa de fuerza. Quiere verlo muerto, borrado, eliminado de la faz de la tierra. Por lo que a ella
concierne, expulsarlo de la película es sólo el aperitivo. Y tú caes en la redada por proximidad. Tú
también estás despedida. Emma se muestra inflexible; no puedo hacerle cambiar de idea. Ya lo
he intentado.
Siguió caminando; sus ojos culpables evitaban la mirada suspicaz de Pat.
— ¡No digas tonterías, Dick! —estalló la muchacha—. Tú inventaste a Emma Guinness como a
un monstruo de Frankenstein. Tú la criaste. A ti te corresponde hacerla desaparecer. Es tu
responsabilidad ante el mundo. Cosmos es tu tren de juguete. ¡Despídela a ella, no a nosotros! De
cualquier modo, fue una designación descabellada. Todo el mundo opina así.
— ¡No vengas a decirme cómo debo manejar mi empresa! Ahora la miraba. Pat había tocado
un nervio vivo. Nadie
podía decir a Dick Latham que había tomado una decisión equivocada. Nadie.
— Lo siento, Dick. Es que estoy muy enfadada y muy triste. No por mí, sino por Tony. Ya sabes
cómo fueron las cosas. Melissa quería que le hiciera el amor de verdad frente a las cámaras.
Después, Emma exigió derecho de pernada para refrenar a Melissa. Si crees eso, y todo es bien
cierto no puedes permitir que se salgan con la suya. No es... no es... —Iba a decir «No es justo»,
pero para los Dick Latham de este mundo eso no tenía suficiente potencia—. No es profesional —
argüyó al fin.
Latham siguió caminando, sin responder de inmediato. No podía decirle que Emma era su
propietaria. No había modo de insinuar siquiera cómo lo estaba extorsionando con una sospecha
de asesinato. Pat tenía razón, por supuesto. Como siempre. Emma era una psicópata del tipo más
peligroso y violento. Pero tenía en la palma de la mano el corazón palpitante de Dick. El juego que
estaba organizando en el rodaje de Malibú no era sólo inmoral o poco profesional: era maligno, sin
más. Latham conocía bien la obsesión de Tony, porque había tenido obsesiones propias. Sabía
también que, si no intervenía, la vida de Valentino estaba acabada. Pero se trataba de elegir entre
la vida de Tony o la suya. Algún día hallaría el modo de ajustarle las cuentas a Emma Guinness.
Siempre hay una forma de hacerlo cuando se está en la cumbre de una montaña de dinero. Pero
hacía falta un tiempo precioso, un plan meditado, cubrir cuidadosamente las huellas. Por el
momento estaba bajo la mira. Emma insistía en que la autorizara por escrito a decidir los
despidos. De lo contrario... Y él tenía que ceder.
— Esto no es un asunto personal, Pat. Es cuestión de negocios. Tengo que elegir entre la jefa
de mi estudio o la directora y el actor desconocidos de una sola película. Tenéis que ser tú y Tony
los que os vayáis. Si despido a Emma tras unos pocos días en el puesto, la gente pensará que no
sé decidirme y que mi palabra no es de fiar. En esta ciudad y en cualquier otra, eso es la muerte.
Hizo una mueca ante la sola idea. Por lo menos aquello era cierto.
— ¿Tan importante es tu reputación, Dick? ¿No hay nada más en tu vida, como decencia,
moral, bondad?
La voz de Pat era triste y acusadora, como si estuviera quedándose sin esperanzas. Latham
respondió con una actitud extrañamente dócil.
— Hubo un tiempo en que tuve esas cosas. En París había alguien que representaba la
decencia, la moral y todo lo que has dicho. Pero la perdí. A partir de entonces no hubo otra cosa
que ganar dinero y levantar... levantar la empresa, porque de todo cuanto tenía era lo único que
no podía hacerme daño. A partir de entonces no tuve paz, ni descanso, ni pude disfrutar de nada,
porque todo era pura cuestión de negocios. Era ganancia, no placer. Era llegar a la cima, no ser
feliz. Si una persona o una cosa no me resultaba útil, la descartaba, simplemente. Un día
apareciste tú. Eras diferente. Me hacías sentir diferente. Creí tener una posibilidad contigo, Pat,

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pero siempre estuviste enamorada de Tony.
No había acusación en su voz, sólo una tristeza fatigada por lo que habría podido ser.
— ¿Y ahora nos descartas, a Tony y a mí?
— Supongo que así es.
—No lo hagas, Dick. Trata de hacer lo correcto, por una vez en la vida.
-No puedo. Está fuera de mi alcance.
Ella guardó silencio, furiosa y angustiada, pero siguió caminando a su lado por la playa.
— ¿Qué vas a hacer con Cosmos? —preguntó súbitamente—. Ahora que Alabama ha muerto,
¿tratarás de construirlo en sus colinas, después de todo?
Él aminoró el paso.
-Si lo hiciera, lucharías contra mí, ¿verdad? Eres la heredera de Alabama.
— Lucharía, sí. Por las razones correctas, pero también por las incorrectas. Lucharía contra ti
hasta quemarme en el infierno.
Latham rió con amargura.
—Y ganarías, como ganó Alabama. Yo lo respetaba, ¿sabes? Como te respeto a ti.
Se volvió hacia ella. Había anhelos en sus ojos, anhelos de esa muchacha que tanto le
recordaba a su amor perdido. Pero tuvo que apartar la mirada. Jamás sería suya después de lo
que él iba a hacer con ella y con Tony.
-¿Tendré que luchar contra ti? -preguntó Pat.
Él hizo una pausa.
—No, no será necesario. Eso puedo concedértelo. Construiré Cosmos en el desierto. Sólo para
demostrarte que soy capaz de actuar con alguna decencia.
La leve oleada de alivio se perdió en la marejada de desilusión que experimentaba Pat. ¿Cómo
se podía ser así? ¿Qué significaba su frase: «Eso puedo concedértelo»? Lo que dijo a continua-
ción brotó directamente del instinto de la muchacha:
—Dick... ¿tienes algún problema...? ¿Entre tú y Emma...?
—¿Qué quieres decir? —espetó él, con demasiada celeridad.
— En realidad, no lo sé. Pero me extraña que ella tenga tanta influencia sobre ti cuando nadie
más la tiene. Me extraña, porque ella es malvada y porque tú tienes mucho poder.
—Cuando se es responsable de una empresa como la mía, el poder es una ilusión —justificó él
—. Las decisiones comerciales se toman solas.
Pat había llegado al final. Ya no quedaba nada por hacer. Él aún la deseaba y ella lo sabía.
Pero no la deseaba lo suficiente. Había otra cosa que deseaba o necesitaba más. Según él, era el
éxito empresarial. Pat no lo creía. Por debajo de la superficie, las cosas no eran lo que parecían.
La muchacha se detuvo. Él aminoró la marcha sin detenerse del todo. Ambos sabían que allí
se separaban sus caminos. Ambos sabían que compartían, por lo menos, cierto dolor.
—Adiós, Dick —se despidió ella.
—Buena suerte, Pat —fue la respuesta.
Ella aspiró profundamente, mientras lo seguía con la vista.
En la bóveda a prueba de incendios que el Bank of America tenía en Century City, la
temperatura era de veintiún grados exactos. Era de veintiún grados desde hacía ya diez años y
así continuaría. Pat, sentada ante la larga mesa, suspiró ante la enormidad de la tarea que tenía
ante sí. Alabama había alquilado todo ese cuarto y construido estantes de acero especiales para
albergar la obra de su vida entera. Allí la belleza estaba a salvo del mundo, del fuego que había
consumido su pobre y querido cuerpo, de los aludes, de ladrones, vándalos y terremotos. Ahora
caía bajo la responsabilidad de Pat. Era preciso decidir qué haría con aquello. Las posibilidades
eran infinitas: exposiciones ambulantes, una exhibición permanentemente renovada en alguna
galería de Los Angeles o Malibú, la venta de una parte para financiar las causas ecologistas de
Alabama. No podría tomar una decisión mientras no supiera exactamente qué había allí. Y eso
requería semanas o meses enteros de trabajo: revisar las copias y los negativos, poner un poco
de orden en el caótico sistema de archivo, clasificar las fotos que constituían un ensayo agridulce
sobre la vida de su viejo amigo.
Frente a ella tenía diez sombrereras, todas llenas de fotos. No era de extrañar que hubiese
abandonado la profesión. El desierto fotográfico de sus últimos años estaba más que compensado
por la fertilidad desatada de sus primeros tiempos.
Retiró la tapa de una caja y empezó a abrirse paso por entre las imágenes. Eran instantáneas
personales, aunque la extraordinaria originalidad de la composición, la luz y el enfoque

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desbordaran semejante término. Se había hecho famoso como artista del paisaje y del retrato,
pero sus fotos callejeras podían equipararse a las de Brassai, Lartigue y Cartier-Bresson.
Resultaba lógico que vinieran a la mente los fotógrafos franceses, porque eso era París, París en
la década del sesenta, París por la época en que Alabama había hecho el famoso retrato del
joven Dick Latham.
Las caras relajadas de los que paseaban por el bulevar surgieron a la vida a través de los
años. Man Ray besaba a su esposa Juliette a la orilla del Sena. Jean-Paul Sartre, de la mano de
Simone de Beauvoir, en un mercado de flores. André Malraux y Teilhard de Chardin sentados en
un café al aire libre, conversando animadamente. Pat reconoció algunas caras de inmediato. En
otros casos tuvo que dar vuelta a las copias para ver los garabatos de Alabama en el dorso. Man
Roy y Pat Booth mirando sus fotos, 1966. Juliette furiosa, mayo. Brigitte Bardot y Roger Vadim en
La Coupole, Verano de 1964.
Pat suspiró. Eso era divertido. Perderse en el pasado era una maravillosa fuga del dolor
presente. La alegría de la década de los sesenta vivía en la superficie brillante de las fotos. No le
costaba imaginar a su querido amigo, animado por el gingerale o el Kir Royale, agachado tras la
cámara y espiando a los amigos que lo amaban.
Cogió una fotografía más y, de pronto, su mundo dio un tumbo. La piel se le erizó de espinillas.
Unos dedos eléctricos le hurgaron la espalda. La imagen vacilaba ante sus ojos. Se quedó sin
aliento y la sorpresa le apretó el cuello, en tanto el torrente de adrenalina crecía en ella.
Dick Latham la miraba desde el distante pasado. Pero no era a Dick Latham a quien miraba,
sino a la muchacha que lo acompañaba. Pat la reconoció de inmediato. Ni por un instante dudó
que fuera ella. La muchacha que acompañaba a Dick Latham, sonriendo al mundo con un sereno
encanto, llena de confianza en sí misma, era la que Latham había amado tanto. Pero también era
otra persona. Era la muchacha de la fotografía que ella había roto en el camerino de Tony
Valentino. Era su madre... y estaba embarazada.
Los dedos trémulos de Pat invirtieron la foto. La letra de Alabama era muy segura: Dick Latham
y Eva Ventura con el hijo que esperan, París 1964
La mente de Pat estaba en llamas. Volvió a dar la vuelta a la copia, mientras las piezas del
rompecabezas empezaban a encajar. Ventura. Ventura. Embarazada de Dick Latham.
Su mano se disparó hacia el teléfono que tenía en la mesa, frente a sí. «Por favor, Dios mío,
que esté en casa». Marcó el número. Atendió Tony.
No había tiempo para saludos.
— ¿Tu madre se llamaba Ventura? —gritó ante el auricular.
—Sí, ¿por qué? Se cambió el apellido por Valentino para que mi padre no la encontrara.
— ¡No te muevas de ahí! ¡No te muevas! ¡Voy enseguida! — aulló Pat, y cortó.
¡Era cierto, buen Dios!
Tony Valentino era hijo de Dick Latham.
Pat entró en el cuarto como una tromba. Traía la foto en la mano, blandiéndola como si fuera
un pasaje al paraíso; en realidad, lo era.
Tony se levantó de un salto.
— ¿Qué diablos pasa...?
—Tony, oh Dios mío... Mira, Tony, mira.
La cara de la muchacha desbordaba excitación. No podía expresarse con palabras. Había
demasiado que decir y no sabía por dónde comenzar. ¿Qué era lo más importante? ¿Qué hubiera
encontrado a su padre? ¿Que su padre fuera millonario? ¿Que fuera el único dueño de los
estudios Cosmos? Durante el enloquecido viaje desde Century City había ordenado algunas
vagas prioridades. Ahora, frente a la realidad de Tony, sólo podía hacer una cosa: plantarle la
fotografía ante los ojos desconcertados.
Al reconocer a su madre, por la cara de él pasó una oleada de ternura.
—¿De dónde has sacado esto?
Pat luchó contra el nerviosismo y la exasperación. Eso era lo más importante que hubiera
ocurrido jamás en la vida de Tony Valentino. Y él no lo entendía.
-¡Mira, Tony, mira bien!
Tony estudió la fotografía una vez más. Miró a su madre. Miró el vientre abultado que ella lucía
como una condecoración. Luego miró a Dick Latham. Seguía sin hablar, pero su expresión estaba
cambiando. El florecer entusiasta de la primavera, del verano luminoso, se borraron en una veloz
caída en lo peor del invierno. Pat observaba el extraordinario barómetro de su expresión sabiendo

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que debía ayudarlo a comprender la importancia de lo que había descubierto.
— Mira el dorso, Tony. Esa foto fue tomada por Alabama. Mira lo que escribió en el dorso.
Él obedeció como en un sueño, un sueño frío y yermo.
Pat se decidió. El muchacho estaba conmocionado. Su cerebro había llegado al término de su
proceso lógico, pero el descubrimiento de su padre era tan fuerte, tan vasto, que no lograba
pensar y actuar de acuerdo con la información.
Pat habló con voz paciente, tan serena y cautelosa como es posible cuando el mundo entero
cambia.
— Dice «... con el hijo que esperan», Tony. «Con el hijo que esperan.» Tu madre y Dick
Latham con el hijo de ambos, en París, en el mismo año en que naciste tú. La anotación es de
Alabama. Él nunca cometía errores con sus preciosas fotos. ¿No te das cuenta? Dick Latham es
tu padre. Eres su hijo.
Habría querido estirar la mano para tocarlo, pero estaba demasiado fascinada por la reacción
que tendría cuando al fin comprendiera la verdad.
Tony levantó la vista de la fotografía. La miró con la cara arrugada por una amargura como ella
jamás había visto en él.
-Ya lo sabía -dijo, simplemente.
-¿QUÉ?
— Que ya lo sabía —repitió Tony—. Siempre he sabido que Dick Latham era mi padre.
Pat se quedó boquiabierta. Los ojos también se le abrieron mucho. Cerró todo al hablar. Era
ella quien no comprendía.
— ¿Siempre lo has sabido?
— Sí.
— Pero... Pero... ¿Por qué...?
Las palabras se perdieron en el silencio. Trató de hablar con las manos. Toda su cara intentaba
expresar su incredulidad.
— ¿Por qué no se lo dije a todo el mundo? Te explicaré: porque nunca quise dar a ese
desgraciado el placer de saber que tenía un hijo.
Su rostro era brutal. Las palabras eran bolas de ira apenas reprimida.
Pat estaba regresando de su aturdimiento. Tenía muchas preguntas que hacer. ¿Por cuál
comenzar?
Pero Tony seguía hablando.
— Ese hijo de puta abandonó a mi madre. La dejó embarazada y sin un centavo, sin tener
dónde vivir, adonde ir, sin nadie que la amara. Le destrozó la vida, porque es un hijo de puta cruel,
insensible, perverso. Si algo tengo en esta vida por encima de él es saber quién es cuando él
ignora quién soy yo. Nunca ha tenido hijos. Ahora se acerca a la vejez y probablemente desearía
tenerlos. Después de todo, se apoderó de los demás juguetes en el trayecto. —Tony tenía los
puños blancos. Mostraba los dientes y empezaba a temblar—. De lo único que me arrepiento es
de no haber dejado que se ahogara. Ojalá lo hubiera ahogado yo mismo.
-¡No!
La negativa de Pat fue casi un grito. Las cosas no eran así. Tony había entendido mal. Ella
conocía la historia por Alabama y por Dick Latham. Ambas versiones concordaban.
-¿Cómo que no? ¿Qué diablos sabes tú de esto?
— Sé lo que me contó Dick. Sé lo que me contó Alabama. Dick no abandonó a tu madre. Fue
ella quien lo dejó. Él trató de encontrarla, pero había desaparecido. Dick se portó mal, lo
reconozco, y ella lo descubrió. Pero la idolatraba, Tony. Quería casarse con ella. Por eso jamás
pudo amar a otra. Por eso trata tan mal a las mujeres.
La vehemencia de sus palabras llegó hasta él.
-¿Cómo? -preguntó por fin.
La duda se filtraba por las esquinas del odio.
— Es cierto. Me crees, ¿verdad? Yo no soy capaz de mentirte. Te amo, Tony. En París,
Latham se comportó muy mal con Alabama, que era muy amigo de tu madre. Por añadidura,
Latham le fue infiel; entonces ella lo abandonó. Decía Alabama que tu madre era el espíritu libre
por excelencia, una verdadera hija de la década de los sesenta. No se dejó impresionar por el
dinero ni por la distinción de Dick. Cuando lo vio despreciable e indigno, se fue. Se fue llevándose
el hijo que esperaban. Te llevó con ella, Tony.
— Pero no pudo actuar así... Ella no tenía nada. Nunca tuvimos nada. A veces ni siquiera

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había suficiente comida... y hacía frío... y todos esos apartamentos... siempre mudándonos...
—Tenía orgullo, Tony, y era libre. Oh Dios, ¿no comprendes? ¿De dónde cuernos crees que
sacaste todo eso? Tú eres igual. Tú hubieras hecho lo mismo. No aceptas nada de nadie. Serías
capaz de morir en el arroyo antes que pedir ayuda. Mírate. Ahora mismo estás haciéndolo.
—No es cierto —replicó Tony.
Pat no le había oído un tono menos convincente desde que lo conocía.
— ¡Oh, claro que lo es!
Lo dijo riendo. Le parecía divertido que él pudiera pensar siquiera en negarlo.
— Si él la hubiera buscado de verdad, la habría encontrado — insistió Tony.
-Ella cambió de nombre, Tony. Tú mismo lo dijiste. Vivía huyendo y te llevaba consigo. Lo
cierto es que ella no quería ser encontrada. No quería todos esos millones, esas grandes casas, y
las escuelas elegantes con sus bonitos uniformes y toda esa mierda de la alta sociedad, las
fiestas costosas y esa seguridad garantizada que deja seca a la gente, sin sentimientos, sin
deseos, sin posibilidades. Ella no quería eso para ti. Quería criarte personalmente, con toda su
sabiduría y su amor, aunque fuera difícil e incómodo, porque era la manera buena y honesta, lo
mejor. Y así te convertiste en lo que eres.
— ¿En qué me convertí?
-En el hombre que amo —repuso Pat, simplemente.
Se acercó para cogerle las manos y se las llevó a los labios. El se dejó besar sin resistencia.
Pero en sus ojos había aún una expresión acosada. Costaba renunciar al odio que le había man-
tenido a uno siempre. Costaba admitir que se había edificado la vida en un supuesto falso. Por
dentro Tony era un torbellino. Dick Latham había sido el demonio de su existencia. Al principio,
una borrosa figura del mal. Después, a través de Alabama y de Pat, había cobrado forma humana.
Era difícil verlo como a cualquier mortal, pero existía cierta justicia poética en utilizarlo cuando se
lo detestaba, en retener ese gran secreto tan cerca de su corazón lleno de odio. Después ocurrió
lo de la cueva submarina; entonces la sangre se impuso a la fría orden de su intelecto, haciéndole
arriesgar la vida por salvar al hombre que tan indiferente había sido hacia él antes del nacimiento.
Había observado a Latham día tras día, asqueado por las similitudes que compartía con él: los
gestos, la altanería, la dura ambición, la necesidad de triunfar. Hasta deseaban a la misma mujer.
Ambos habían poseído a la misma mujer. Eso también despertaba en Tony una extraña
ambivalencia, en tanto Pat se sentía atraída hacia ambos por el genético canto de sirena. ¿Y
ahora qué? Si el odio se basaba en una ilusión, ¿qué quedaba por sentir?
— ¿Qué debo hacer? —preguntó. En realidad quería decir: «¿Qué debo sentir?».
— Debemos ir en busca de Dick —respondió ella—. Tenemos que decírselo. —Nunca en su
vida había estado tan decidida. Le estrechó las manos a modo de énfasis—. El tiene que
enterarse. Eso cambiará su vida. Y también puede cambiar la tuya. ¡Es tu padre, qué demonios!
¿Qué crees que hará ahora con Emma Guinness?
La sonrisa se abrió paso en las facciones delgadas como un débil sol en la nieve dura.
— ¡Sí! —afirmó por fin, ensanchando la sonrisa—. Bien puede arrojar a Emma Guinness a la
mierda de donde la sacó. ¿Para qué diablos sirven los padres, si no?
Dick Latham sepultó la cara entre las manos y sus sollozos colmaron la habitación. Hasta
entonces nunca había llorado, pero ante algo tan abrumador sólo quedaban las lágrimas. Le
brotaron entre los dedos que cubrían la cara hasta limpiarlo por completo. Era el instante de su
renacimiento. Tenía un hijo. Lo perdido había sido hallado. El vacío se llenaba.
Tony Valentino permanecía en pie junto a su padre, decidido a disimular sus propias
emociones mientras Dick Latham sucumbiera a las suyas. Había ido sin saber qué sentiría en ese
momento, pero no esperaba eso. La increíble reacción de su padre probaba todo cuando Pat
decía. La había amado, sí. La había idolatrado. No era sólo la sangre lo que los ligaba: era el
amor de su madre. ¿Qué pasaría ahora? ¿Adonde conduciría esa flamante relación? Tony
percibía ya una ridicula sensación de competencia. ¿Quién interpretaría mejor aquella escena?
¿Quién se la robaría? ¡Cristo! Sonrió con los ojos acuosos ante la fría introspección de que era
capaz en semejante momento. Pero al menos no había pensado que el rencuentro pudiera ser un
software visual para alguna futura actuación teatral.
Los hombros de Dick Latham se estremecían por la fuerza de sus sentimientos. Tony percibió
esa intensidad. Necesitaban tocarse, pero ninguno de los dos servía para eso. Contra la voluntad
de Tony, su mano se alargó hasta posarse en la inmaculada chaqueta de su padre. Allí
permaneció, sin ejercer presión alguna, en un gesto ambiguo que no llegaba a la entrega, pero

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obvio en su deseo de consolar. Dick Latham lo comprendió así, pese a las emociones que lo
sacudían. Puso una mano sobre la de su hijo y, por fin, levantó la vista hacia el hombre al que
había dado vida, el hijo que había salvado la suya.
—No puedo creerlo —dijo.
Pero lo creía. La foto puesta en el escritorio lo decía todo, pero la certidumbre estaba en el
corazón. No había duda razonable porque él no experimentaba ninguna. Lo sabía. Y en cierto
sentido lo había sabido siempre. ¿Por qué él, que amaba fríamente a las mujeres y odiaba a los
hombres, se había dejado atraer por aquel quisquilloso joven con dagas en los ojos? Por la
obsesión que pendía en torno de Tony. Dick Latham había reconocido el aura, cuyos colores
coincidían con los propios. Ambos compartían oscuros sueños de grandeza. Habían compartido el
cuerpo de la mujer que los había unido. En su rivalidad hubo siempre un respeto mutuo, como
entre quienes se saben más similares de lo que desearían. ¿Por qué, dé lo contrario, había creído
Latham en el novel actor? ¿Por qué lo había incluido en su película, contra todo buen criterio? ¿Y
por qué, en las cuevas de Santa Cruz, el muchacho que pretendía despreciarlo había arriesgado
la vida para salvarlo?
Un súbito nudo en la garganta de Tony detuvo las frases que intentaban formarse. Tragó
saliva, pero aquello no ocurrió. Ahora la niebla era más densa en sus ojos, más fuerte la presión
de sus dedos contra el hombro de su padre. Para aquello no había guión. El escritor era el
corazón; las palabras, un lenguaje nunca aprendido. En su mente los pensamientos se
atropellaban. Estaba alegre, pero también triste. Sentía afecto, pero también resentimiento. ¿Por
qué alegrarse de haber encontrado al hombre que su amada madre había rehuido durante toda su
vida? Y sin embargo, ¿cómo no dejarse conmover por el momento en que la carne se encontraba
con la sangre?
—Yo... Lástima que... mamá no pueda ver esto —dijo por fin.
Una lágrima grande escapó por la comisura del ojo. Se desprendió y rodó por la mejilla,
denunciando el secreto de sus sentimientos, misión de todas las lágrimas.
— Se cambió el nombre —recordó Latham—. Para que no pudiera encontrarla. ¡Si supieras
cuánto la amaba!
Volvió a esconder la cara. Su llanto se redoblo, pues el dolor se deslizaba hasta el centro de su
escenario, apartando a codazos a la sorpresa, el júbilo, la esperanza por el futuro. Ya no vería
más a Eva. Después de albergar la esperanza durante tantos años, el tiempo había embotado el
dolor, pero no el recuerdo. Éste permanecía amortajado en gloria en el altar de su corazón,
insustituible, venerado siempre. Eva había muerto y él jamás podría pedirle perdón. ¿Cuántas
veces había ensayado el discurso que nunca podría pronunciar? Pero ella le había dejado un
legado. Allí estaba: el hijo que había visto, por última vez, dentro del cuerpo que amaba. Ante sí
tenía las pruebas ofrecidas por Alabama de sus vividos recuerdos. Y a su lado, la prueba viviente,
el producto vivo de la única felicidad que había conocido.
Tony lo percibió con fuerza: Dick estaba pidiéndole que perdonara.
—Yo estaba seguro de que tú la habías abandonado —argüyó—. No sabía que fue ella quien
te abandonó.
Seguía tratando de aclarar eso en su mente. La tierra no era plana, sino redonda. Se requería
un poco de fe; era preciso acostumbrarse.
— Sí, me dejó porque yo era un cerdo y me lo merecía. — Dick hizo una pausa. Necesitaba
saber más—. ¿Alguna vez habló de mí? ¿Nunca te dijo si me amaba?
Latham lo miraba con el rostro bañado de esperanza. Tony asintió con la cabeza, lentamente.
No estaba seguro de que ésa fuera la verdad, pero en el fondo no podía ser de otro modo. Su
madre había reaccionado exageradamente, por demasiado tiempo, con demasiado silencio. La
infidelidad, crueldad de la juventud, no era tan extraña en esta vida y tal vez no tan perversa. Pero
la caída de Latham había cambiado la vida a su madre, desarraigando la del hijo. La afectó hasta
el día de su muerte. Sí, ella lo amaba; por lo menos, estaba obsesionada con él, y ése era el más
fuerte de todos los amores.
Era perfectamente consciente de estar otorgando una absolución; lo conmovió extrañamente
que fuera tan necesaria. En los primeros años los padres estaban allí para cuidar de uno. Pero los
primeros años ya no existían. En años posteriores, los padres estaban allí para que uno los
cuidara. ¿Habría llegado ya ese tiempo? Latham levantó la vista. El futuro no sería fácil, pero ¡qué
maravilloso, oh Dios! Ya no estaba solo. Tenía un heredero, un hijo fuerte, firme, lleno de
recursos. Tony no había tenido que soportar la aplastante personalidad de su padre como si fuera

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una máquina de podar. No había sido embotado por el veneno emotivo del dinero y la búsqueda
de poder. Educado por un ángel, en medio de la pobreza y la inseguridad material, había
aprendido a ser fuerte y resistente en la dura universidad de la calle. Ahora se erguían hombro a
hombro, como iguales, unidos por el accidente del nacimiento sin que eso los estorbara. No habría
basura que dar ni que recibir. En esta relación padre-hijo, la hipocresía estaba de más; el inocente
amor del niño crédulo jamás encallaría en las rocas desencantadas del adulto que juzga.
Obedeciendo un impulso, levantó los brazos para estrechar al hombre que era su hijo. Puso
toda su calidez en ese abrazo y Tony sintió que la suya respondía. La espita de sus lágrimas giró
junto con su mundo al reunirse con el padre que lo había creado. Comenzó a sollozar, liberando
por fin todo. Mientras sus lágrimas caían a los hombros de Dick Latham, se abandonó en un gozo
increíble.
Era un consejo de guerra. Pat Parker estaba en el borde de su silla. Tony, en alerta roja, se
había encaramado a una esquina del escritorio. Detrás de la mesa, Dick Latham estaba dando fin
a la increíble historia de Emma Guinness y su extorsión.
—Ya veis: no había otra cosa que yo hubiera podido hacer, salvo lo correcto; pero fui
demasiado débil para eso. De un modo u otro me arruinaría. Iría a la cárcel. Destruir vuestras
carreras me pareció poco precio a pagar por evitarlo. Ahora las cosas son diferentes, por
supuesto. Me enfrentaré a ella, cueste lo que cueste. Tal vez me destruya, pero la arrastraré
conmigo y vosotros estaréis a salvo.
Parecía feliz de que las cosas terminaran así. Dick Latham quería hacer algo bueno. Estaba a
punto de sacrificarse por el hijo encontrado y la muchacha que su hijo amaba. Le hacía muchísimo
bien. ¿Sería cierto el viejo dicho? ¿Acaso Schweit-zer, en Lambarene, era en realidad más feliz
que Donald Trump?
— No —dijeron Tony y Pat al unísono.
Los jóvenes se miraron, sonriendo por la sincronización de aquella réplica no ensayada. Aún
les daba vueltas la cabeza por el extraordinario ingenio de la perversa mujer, pero rechazaban por
instinto la solución de Dick Latham. Pat trató de mantener sus pensamientos en orden, de
contener las fuerzas de increíble odio que amenazaban descarrilarla. Con el ojo de su mente veía
las llamas del incendio provocado por Emma; las veía correr montaña abajo para devorar al
hombre que ella había admirado y respetado como a nadie en la Tierra. Parecía imposible come-
ter un crimen peor, pero Emma lo había hecho. Había agregado la extorsión a aquel guiso
repugnante y demoníaco, utilizando el asesinato de alguien que le era indiferente como
instrumento de venganza. Era el acto de una demente, pero eso no aliviaba el crimen, tanto más
maligno por su insensibilidad. La inglesa no tenía motivos para odiar a Alabama. Apenas lo
conocía. Él nunca la había molestado. Sin embargo, para vengar una ofensa personal lo eliminaba
como a un garabato de tiza en la pizarra de un niño. Era tan terrible como el genocidio. Exigía y
recibiría un castigo tempestuoso. Sólo quedaba por resolver cuándo y cómo.
— Esa noche, en La Scala, ella grabó la conversación — subrayó Pat, pensando en voz alta.
—Sí. Probablemente llevaba alguna grabadora escondida, como en las películas de James
Bond.
—Tú podrías hacer lo mismo —observó la muchacha, lentamente.

—¿Qué quieres decir?


Pero Tony ya había comprendido.
— Sí, eso es. Cuando le digas que no nos vas a sacar de la película, cuando te enfrentes a ella
para desafiarla, puedes grabar su reacción.
«Una grabación no es admisible como prueba legal», objetó el abogado en la mente de Dick
Latham. Pero comenzaba a encantarle la idea. La grabación tomada por Emma en La Scala
tampoco era admisible, pero había tenido sobre él un efecto psicológico devastador. Junto con las
otras evidencias habría dado a la policía el motivo necesario para acusarlo. Obviamente, Emma
Guinness no estaba en sus cabales. Cuando se enfrentara a ella, lo insultaría a gritos como una
verdulera, cargándolo de oscuras amenazas. Más aún: él podía hacer que Havers estuviera en la
habitación vecina, con un notario, un policía y hasta dos o tres obispos que sirvieran de testigos.
Si controlaba correctamente las cosas, quedaría fuera de la trampa y Emma, ensartada en ella.
— Tenéis razón —afirmó por fin—. Es una idea estupenda. Supongo que necesito una
grabadora que se active con el sonido de la voz o algo así. Seguramente todos mis empleados
llevan una en el bolsillo.

197
Se echó a reír, pero no al pensar que sus omnipresentes empleados pudieran ir cargados de
grabadoras. Reía porque era feliz, porque ya no estaba solo, porque tenía un hijo.
Y Pat reía también, pues acababa de descubrir la venganza y su belleza. Porque la malvada
que había causado la muerte de Alabama, la que trataba de destruirlos a ella y a Tony, recibiría
por fin su merecido.
Tony era el que más reía, pues se le permitía nuevamente estar enamorado. Porque la horrible
mujer de las ropas horribles no volvería a trepar a sus hombros como un mono. Porque tenía
padre. Y porque ahora el mundo tendría oportunidad de ver su brillante actuación.
Todo estaba solucionándose. Ellos lo sabían. Estaban próximos a un fin que también sería un
glorioso principio.
Emma se sentó frente a Dick Latham, en la misma silla que pocas horas antes ocupaba Pat
Parker. Exudaba confianza en sí misma. Se sentó tal como lo hubiera hecho Victoria Brougham:
con las piernas bien separadas, los brazos apoyados tranquilamente en los soportes y la cabeza
reclinada contra el respaldo.
-Bueno. Adiós Tony y adiós Pat. Sólo falta decir «En buena hora».
— No, te equivocas —replicó Dick Latham, con fingida inocencia—. Queda otra cosa por decir.
Emma sonrió. Le gustaban las adivinanzas. Se lucía bastante con ellas. Podía probar con
«Felicidades». Una persona como Dick Latham no podía imaginar mucho más que eso. Antes de
que pudiera probar, Dick Latham dijo:
-¡Adiós, Emma!
Ella soltó una carcajada.
-¿Qué es eso?
— Es lo que falta decir: «Adiós, Emma».
La risa de la inglesa ya no era tan despreocupada.
-¿Lo cual significa...? -inquirió, esperando la explicación del poderoso chiste de Latham.
—Significa que estás despedida.
-¿Qué?
— Despedida, en la calle, sin trabajo, parada. Estás acabada, Emma Guinness. No puedo dar
fe del Tercer Mundo, pero en los dos primeros ya eres historia.
Los ojos de la mujer se entornaron. No podía ser que Latham estuviera provocándola. No podía
ser tan tonto como para creer que ella no actuaría. Quizá fuera sólo una treta para ponerla a
prueba. Sí, eso era. Le hacía frente para ver qué pasaba, pero se vendría abajo como un mazo de
naipes en cuanto viera que ella no retrocedía. ¡Qué patético! A veces los poderosos se compor-
taban como criaturas. Estiraban la mano para recibir los golpes, a fin de saber cuáles eran los
límites. Oh, bien, si el emperifollado Dick quería que Emma se pusiera en guardia, así sería. Evi-
dentemente.
— Escucha, Latham —le espetó—, yo no incendié a aquel viejo gilipollas de Alabama porque
me guste prender fogatas. Lo hice para que la culpa recayera sobre ti. Puedo denunciarte por ese
asesinato y tú lo sabes muy bien. La lata que dejé allá arriba está guardada fuera de tu alcance.
En cuanto yo llame a la policía y les haga escuchar esa grabación, querrán tomarte las huellas
digitales, millonario mío, e irán a ver cómo son los neumáticos de tu Porsche. Y no tendrás
siquiera tiempo de cambiarlas, tesoro, porque a menos que te apresures mucho a entrar en razón,
voy a llamarlos ahora mismo.
— ¿Y qué les dirás?
Emma lo miró como a un inútil de los que frecuentan la playa. Hasta entonces Latham no le
había parecido tardo de entendimiento, pero ¿por qué no? Así era la mayoría. Y para ganar
muchos millones no hacía falta inteligencia, sino creatividad, cosa muy diferente.
Adoptó su tono de «voy a tratar de ser clara» y, demostrando ser una auténtica inglesa, alzó la
voz como si hablara con un extranjero:
— Les diré que tú asesinaste a Alabama, Dick.
— Pero yo no lo hice. Fuiste tú.
Ella meneó la cabeza. Oh Dios, ¿no decían que el mal de Alzheimer era un proceso gradual?
—Yo lo sé, querido —replicó, con voz chorreante de superioridad—. Tú también lo sabes. Pero
la gracia está en que la policía no lo sabe.
-Oh, ya lo sabrá.
Emma abrió la boca para sacarlo violentamente de aquella complaciente idiotez. En ese
momento exacto, él se abrió la chaqueta deportiva azul, que tanto hacía pensar en los escapara-

198
tes de Lord's a principios de verano.
Las palabras murieron en su garganta. La visión le quemó los ojos. El llevaba una grabadora
atada al pecho. Pegada a la cara, una sonrisa triunfal.
Emma Guinness notó vagamente que se abría una puerta en la parte trasera de la habitación.
Estaba atónita, pero sabía lo que había pasado. Acababa de caer en una emboscada y el error le
costaría la vida. Delante de ella estaba la grabadora. Atrás habría testigos.
Oyó su propia voz, como a años luz de distancia. Pero necesitaba la respuesta a una pregunta.
-¿Por qué? -preguntó.
— Porque Tony Valentino es hijo mío —respondió Dick Latham.
Emma Guinness, de pie en el borde del acantilado, miró hacia las rocas de abajo. Su fiesta
terminaba. Era hora de poner fin al día. Los bonitos globos vagaban a la deriva por encima de su
cabeza, entre las negras nubes de la fatalidad, y el sol intenso se reía de la angustia que ella
habría sentido, de haber sido posible sentir. Hasta el oleaje sonaba extraño dentro de su cabeza.
Siseaba y rompía, pero con un eco raro. Y las gaviotas que se elevaban con el viento de Santa
Ana eran como murciélagos en el crepúsculo de su vida. Malibú se burlaba de ella. Era recta y
luminosa, tan limpia, tan pulcra y monumental, allí donde las imponentes montañas se
encontraban con el mar, en un sitio libre de preocupaciones y breve en las penas. Y allí estaba
Emma, como contraste, vencida y sola, tan lejos de las cosas que deseaba como del estado de
gracia que jamás conocería. El viento pellizcó el ruedo de su falda corta, que le estrangulaba los
muslos plenos y rodeaba su ancha cintura como una soga de horca. ¿Estaba vestida para dormir?
¿Cómo saberlo? ¿Y a quién le importaba, a esas horas?
Allá estaban los surfistas, cabalgando en las olas: los cerebros descoloridos por el sol dirigían
tablas igualmente desteñidas hacia la playa, inundada la luz. ¡Cuánto los envidiaba por aquellos
cuerpos duros y aquellas mentes blandas! Ella rondaba las puertas del infierno, desbordante de
odio y desesperación, mientras humanos como ella, en el océano, sólo pedían una ola coronada
de espuma para que los llevara hacia adentro, sólo pensaban en pizza, coca-cola y Mary-Lou,
mientras planeaban el regreso a casa en el jeep descapotado.
Emma aspiró hondo, borrando de su vista la paz de Malibú. Era hora de pensar en sus propios
demonios. Torció la cabeza de lado a lado. Sonaba la música de Wagner. Tony Valentino era hijo
de Dick Latham. Su heredero. El hombre que algún día sería dueño de esos millones. Estaba a
salvo de ella. Para siempre. A salvo, para amar y ser amado por Pat Parker; para volar por encima
del mundo, en el firmamento de la fama; para saborear cada uno de los sueños que se había
atrevido a soñar. La obsesión de Tony estaba satisfecha. La de Emma, condenada.
Entonces rió por el chiste que era su vida. En la risa carcajeó la amargura. La habían dejado ir,
sospechando que las cosas terminarían así. Lo sospechaban y lo deseaban. Bueno, era lo menos
que ella podía hacer. Al final de su vida haría algo por los otros. Su última acción sería su primer
acto de generosidad.
Dio un paso más hacia el borde y miró hacia el abismo. Las rocas, treinta metros más abajo,
parecían muy limpias. ¿Dolería? No había dolor más fuerte que el de ahora. ¿Rebotaría en la faz
del acantilado al caer, fracturándose huesos antes de la nada final? Había que tenerlo en cuenta.
Técnicamente, necesitaba un impulso hacia adelante. Hum... Eso requería una carrera antes del
despegue. Miró por encima del hombro, contemplando el césped planchado al vapor. Sí, era la
solución. Caminó veinte pasos hacia la casa. ¿El salto debía ser a lo largo o a lo alto? En sus
tiempos de estudiante había sido mala en ambos. Se agachó como para iniciar una carrera y
proyectó el mentón, para intimidar a los competidores inexistentes. En su interior esperaba el
disparo de pistola. Pero la señal de partida era ella, y la de llegada, el productor, el director y la
estrella.
También era el público. Al lanzarse hacia delante comprendió que debía parecer ridicula, sobre
todo desde arriba. Las gaviotas verían una silueta corta y achaparrada que corría por el prado
hacia el abismo. Captarían el movimiento de pistón de sus piernas regordetas; verían flotar su
pelo desaliñado en el viento cálido; se extrañarían de los pechos bamboleantes en el viaje hacia la
destrucción. Ya casi había llegado y no podía retroceder. Se preparó para el despegue. Olvidó la
tristeza al concentrarse en la orquestación de su muerte. Navegaría como un ave hacia el paraíso.
Con los brazos extendidos, se lanzaría en picado de golondrina desde el acantilado, libre ya de
fealdades y torpezas, en vuelo hacia el destino. Por un breve momento se alzaría rauda en las
alas de los ángeles, hacia la luz y el viento. Después todo habría terminado. Ya no habría dolor ni
odio: sólo una paz perfecta.

199
Pero en su ecuación no había tenido en cuenta la manguera de riego, verde y subrepticia como
una víbora en el pasto, a la orilla del barranco. El acelerado tobillo de Emma se enganchó allí. La
mitad superior de su cuerpo siguió avanzando. La mitad inferior se demoró dramáticamente. Pero
era demasiado tarde para intentarlo otra vez. Demasiado tarde, ciertamente. Desde luego, el
lanzamiento no sería un acontecimiento sereno. En vez de partir en grácil descenso hacia una
muerte elegante, Emma Guinness estaba condenada a partir como el saco de patatas al que tanto
se había parecido siempre.
De cabeza, danto tumbos en un incontrolable enredo de miembros agitados, Emma Guinness
salió disparada desde el borde. Patas arriba, cabeza abajo, rodó por el espacio como un molino.
Los surfistas, allá abajo, se volvieron a mirar al oír su último comentario sobre la vida que tanto
había odiado.
La última voluntad testamentaria de Emma tremoló en el viento de Santa Ana:
— ¡Coooooooñooooooooo! —aulló.

EPILOGO
La luna lamía la larga playa, arrojando sombras plateadas al oleaje. Allá arriba, las estrellas
brillaban en un cielo sin nubes. Bajo los pies, que caminaban sin rumbo, la arena estaba fría y
húmeda. Las montañas, macizas y oscuras por sobre la autopista desierta, relumbraban en la
penumbra. El susurro de las olas, intenso en la suavidad, era una serenata para el amor de los
amantes.
— Cada vez que camino por aquí recuerdo cómo nos conocimos -dijo Pat, deslizando la mano
en la de Tony. Suspiró contra la brisa salobre, enamorada de Malibú, del océano y la arena
acaramelada, enamorada del hombre que le había dado todo eso.
— Esto es como el fin del mundo, ¿no? —comentó él—. Tan próximo al espacio infinito... Uno
se siente parte del universo. Aquel día, cuando vine aquí y tú quisiste fotografiarme, necesitaba
esa sensación. Estaba muy triste, agobiado, pero la playa me dio perspectiva. Aquí se encuentran
la vida y la muerte. Yo me estaba muriendo y apareciste tú.
— Oh, Tony.
Ella le estrechó la mano. No era habitual que él dijera cosas como ésa.
El joven se volvió a mirarla. El claro de luna iluminó un rostro ya encendido por el amor.
Se detuvo. Pat se acercó más y él le abrió los brazos. Ella se aferró a Tony, fundiéndose con
él, tal como se funde la vida con la muerte; hubiera deseado permanecer así para siempre. No
había felicidad igual. En las arenas de Malibú había encontrado y perdido su paraíso, para volver
a hallarlo por fin.
— He dejado de odiar —afirmó él bruscamente, como si de sus ojos se hubiera retirado alguna
pantalla oscura, permitiéndole ver otra vez—. No odio a Dick. ¡Caramba, una parte de mí incluso
lo ama! Ni siquiera odio a la pobre Emma.
Pat lo miró con ojos empañados por lágrimas de adoración.
— La playa ha limpiado al mundo de ella, ¿verdad? —dijo. Pat no podía perdonar. El cuerpo
quebrado de Emma en las
rocas de Point Dume había sido de una justicia perfecta.
— El éxito de la película la habría enfurecido ¿no crees? Una nominación para el Óscar por la
película, otra por ti, otra por mí.
Y Melissa, sustituida por Allison. Las posibilidades de que eso ocurriera eran tan remotas
como las de encontrar un grano de arena perdido en esta playa. —Tony meneó la cabeza,
incrédulo.
— No ha ocurrido por casualidad —repuso Pat—. Ha sido por una nimiedad llamada talento. El
mundo lo comprenderá cuando vuelva a ocurrir, una y otra vez...
— Creía ser el únivo vanidoso —observó él, sonriéndole—. ¿Conque voy a ser la estrella en la
próxima producción de Pat Parker?
— ¡De ningún modo! —exclamó Pat. Había estado esperando el momento adecuado para
decírselo. Era ése. La playa de Malibú bajo el claro de luna era el lugar perfecto—. La estrella será
él... o ella.
Dio un paso atrás y apoyó la mano en el vientre plano.
— ¿Pat? —estalló la pregunta. -Sí.
Los ojos de Tony se encendieron de maravilla, de asombro, de placer. Se inclinó, acercando
los labios a la boca que ella ofrecía.

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Y se unieron para siempre en el hijo que compartirían.

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