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ARMADILLO BARRERA

Sí, fue en La Barrera. Un lugarcillo sin gracia alguna; con el único

acontecimiento digno de recordar desde su fundación, destinado a

vivir en las palabras de un viejo delirante. Así mi curioso lector le

comparto la historia dominguera de mi abuelo, con la esperanza de

que tal vés usted pueda encontrarle algún beneficio.

Esa mañana, Edmundo Calarca despertó en su hamaca, machete en un

mano, botella de tapetuza en la otra, eructando y maldiciendo por la

batalla perdida desde hace ya diez noches, con una bestia que salió

del mismo infierno a terminar su sosiego. El primer haz de luz reflejaba

sobre la losa del patio las partículas de polvo y arena que se

levantaban en círculos, enmarcando una escena de creación y

destrucción poco común.

Tantas plantaciones como pudiera usted imaginarse mi amigo, de

tantos tipos que sería imposible volver a ver algo semejante;

especialmente las bromelias formaban una buena parte de esta

colección. A este exótico paisaje se sumaban pequeñas excavaciones

precisas y profundas que adornadas con el entorno parecían volcanes

a punto de hacer erupción.

Desde el suelo se levantabas algunos arbustos jóvenes, con tantos

cortes hechos por la peinilla de Edmundo, que parecían una compañía

de bailarines cada uno tomando una posición antes de empezar la


función.

Don Edmundo!! – le gritó el hijo de la vecina asomando la cabeza por

el murito de tapia que separaba los solares – mi ama dice que usted es

tan borracho que cree que un armadillo se lo quiere llevar al infierno

por uno de esos huecos…si?? Antes que pudiera contestar o por lo

menos maldecir, la vecina bajó de un tirón a su hijo y seguido de un

golpe seco, sólo se escucharon los chillidos de la criatura.

A eso de las nueve y un poquito, el viudo Calarca sale bruscamente por

el portón de su casa, llevaba meneando el saco de mercar; en los pies

unas alpargatas negras por el barro rezagado y un sombrero de paja

que dejaba entrever una mirada pesada y profunda.

CALARCA – le gritó el compadre desde su zaguán – ya me iba pa’ tu

casa a pedirle al animal que no te lleve pal’ infierno!! y luego de una

carcajada, el compadre se calló.

Edmundo no lo escuchó, su pensamiento estaba muy lejos de su

entender, su cuerpo sólo sabía a dónde debía llevarlo en ese instante y

paso tras paso el viejo se perdió en la profundidad de la calle principal.

El mercado de La Barrera era pequeño y limitado; la familia Conto se

encargaba de su monopolio, pues con el único transporte motorizado

en aquella polvareda podían darse el lujo de valorizar cualquier

cachivache. Con algo más de 500 pesos, Edmundo pudo meter en su

saco unos metros de cuerda, una lámpara de aceite y una navaja que
según Nuno Conto era suiza. Por el sudor alcoholizado que expedía

Edmundo, la señora Conto pensó que nada bueno haría Calarca con

esos utensilios y aunque intentó llenar de cizaña la cabeza de su

esposo para que no le vendiera nada al viejo, sus palabras no surtieron

efecto alguno y el viudo se alejó camino a su casa.

Otra vez en el camino de vuelta, María Pia, una beata rezandera muy

conocida por sus aparentes diálogos con el todo poderoso, alcanzó a

Edmundo casi a tropezones para entregarle una estampita de San

Miguel Arcángel, que a su parecer podría servirle de protección ante

aquel armadillo infernal. Muchos tuvieron que ver con Edmundo esa

mañana.

Cuando el sol llegaba hasta lo más alto y el olor de los fogones de leña

impregnaban cada cosa a su paso, Calarca se apresuró a cubrir con las

tablas de su catre los ventanales despintados de su propiedad, que

con cada martillazo retumbaron tanto que la romería de cabezas en las

ventanas de toda la calle no se hizo esperar. El cuchicheo era

insoportable, evidentemente todos podían vislumbrar el futuro de esa

pobre alma atormentada.

Ahora sí se deschavetó el borracho – comentaban unas viejas

chismosas que hacían alarde de su doble moral. Haciendo caso omiso

a todos los oprobios, Edmundo avanzó en su labor hasta no dejar

rastro de sol entrando por el frente de la casa; no probó bocado, se

sirvió una taza de agua de panela trasnochada y se dirigió hasta la


pieza matrimonial. En cuclillas escarbó las cajas con las pertenencias

de su difunta esposa, sin mucho vacilar tomó el relicario con su foto y

se lo echó al bolsillo del pantalón.

De cara al pasillo que terminaba en el solar, Edmundo terminó de

sellar cualquier posible entrada con las tablas restantes del catre,

encerrándose así en su mundo de creación y destrucción.

Esa tarde fue la más brillante y calurosa que se presentaba desde

hacía meses, todas las flores estaban resplandecientes y tan florecidas

que formaban ángulos perfectos entre sí. Calarca sabía que nada

volvería a ser igual, se sentó sobre la escalita que separaba la casa del

solar y observó unos instantes más la obra de su difunta esposa

durante tanto años de vida; la mano suave y paciente de una mujer

con gran corazón habría hecho crecer lo imposible sobre ese

rectángulo árido que era su patio. Todas las mañanas, ella salía con su

pala y su balde de semillas buscando el mejor sitio para plantarlas, sin

un orden específico sacaba toda clase de semillas, las enterraba con

mucho cuidado y luego de taparlas dejaba la mano sobre el montículo

de tierra, seguramente buscando transmitir un poco de su energía vital

a tan preciados tesoros. Las pequeñas gotas de sudor que salían de su

frente por el esfuerzo caían sobre la tierra dándole un brillo particular.

Edmundo que siempre salía a fruncir el ceño por el confuso

pasatiempo de su mujer, recibía de su parte siempre la misma

respuesta – mi viejo, lo que verás será tu mundo y yo parte de el – el


amargado viudo recordaba esas palabras como tambores en su

cabeza, siempre aturdido e incrédulo.

Aprovechando un momento de lucidez, Calarca saca los utensilios

comprados en la mañana y los tira a sus pies, todos amontonados; ver

sus pies descalzos le recuerda que así encontró a su esposa en medio

de aquel arenero, toda morada y con los ojos bien abiertos. El

yerbatero le dijo que había sido un infarto, o tal vés un mal de ojo,

pero él pensó que finalmente las semillas la habían matado por tanta

energía que les dio.

Meses después de tan repentina muerte, todas las semillas mostraron

sus primeras ramitas, todas al tiempo, todas hermosas; el viudo que

no las cuidaba no entendía tal suceso y como no le importaba cerró la

puerta que daba al solar durante largo tiempo. Llegada la cosecha de

arroz en La Barrera, Edmundo abrió nuevamente la mencionada puerta

buscando una caneca para que su compadre le compartiera algo del

dichoso cereal…se quedó tan tieso que apenas podía parpadear, ese

terrero poco prometedor era un perfecta copia de lo que debió ser el

edén, flores y arbustos con todas las frutas se levantaban aquí y allá,

el pasto que en tales circunstancias debería medir algo más de un

metro, estaba delicadamente plano, casi como una cancha de fútbol

capitalina. En aquel paisaje algo más extraordinario llamaba la

atención de Edmundo; una familia de bromelias altas y robustas, de

colores tan intensos que casi se escuchaba el palpitar de un corazón.


Se extendían a lo ancho, tan superpuestas e impenetrables que

parecían la entrada a otro mundo; mucho mejor sin duda. Realmente

aquel lugar parecía tocado por un ángel.

Omitiendo las acciones sin importancia que Edmundo pudo haber

desarrollado durante aquella calurosa tarde, encerrado en su propio

patio, amargado y meditabundo, dejó a un lado la reflexión y antes

que se pusiera el sol halló la forma de prender la lámpara de aceite.

Los últimos rayos de luz que apenas tocaban el horizonte, le

permitieron desenredar la cuerda para armar un nudo hechizo en uno

de los postes que sostenía el techito saliente al patio; el otro extremo

de la cuerda fue destinado para amarrase él, con el fin de estar

siempre en tierra firme. La navaja suiza fue a parar al bolsillo que le

quedaba disponible y así completó lo que creyó sería su sólida

defensa.

Después que Edmundo reaccionara al espléndido jardín, olvidó la

caneca para el arroz y fue a destapar la botella de tapetuza que

guardaba en la alacena; acto seguido se tiró al catre y no supo de sí

hasta el anochecer. Cuando logró ponerse en pie a eso de las ocho

menos cuarto, lo único que escuchó fueron unos ruidos fugaces que

más que curiosidad le causaban un profundo fastidio, seguramente

porque le recordaban la época de la pala y el balde de semillas.

Un sombra borrosa y pasiva pudo observar al fondo del solar, al ras de

la línea en tierra de las bromelias; por más esfuerzo que hacía con los
ojos no lograba ver con nitidez aquel curioso movimiento que poco a

poco se le fue acercando. Un hociquito largo y angosto se logró

vislumbrar gracias a la luz de la luna y unos ojos pequeños como

granitos de maíz se quedaron mirándolo fijamente. Tal criatura

solitaria y tímida le intrigaba, su mirada hasta le pareció familiar, pero

antes que el viudo tomara cualquier medida el hociquito se escondió

otra vez a la sombra de la luna. Los ruidos fugaces se escucharon

hasta el amanecer.

Al día siguiente, Edmundo consternado logró pisar por primera vez

aquel solar florecido, con la esperanza de encontrar rastro del animal;

bordeando las bromelias encontró un agujero de la dimensión de una

paila para hacer natilla que aunque a simple vista no lo perturbó si

logró atraerlo hacia dentro con tanta fuerza que sino hubiera sido por

los gritos de juego del hijo de la vecina, el viejo habría tenido medio

cuerpo en su interior. El agujero era como un imán que lo buscaba, que

lo llamaba únicamente con el silencio de su presencia; por eso

Edmundo salió al solar esa noche, esperando que algo nuevo

sucediera, algo que pudiera interpretar. A la misma hora de la noche

anterior, el hociquito se asomó y los pequeños ojos lo miraron con

mayor intensidad a la primera vez. Nada diferente ocurriría durante las

cinco primeras noches, salvo que Calarca sabía que al día siguiente no

podía ir al agujero junto a las bromelias. Con tanta incertidumbre,

Edmundo buscó su peinilla y con unos tragos encima esperó la sexta


noche, decidido a terminar con la reciente rutina; de nuevo apareció el

hociquito pero esta vez sin vacilar el enfurecido hombre se abalanzó

sobre el animal que sin mucho esfuerzo se le escapó por un agujero

hecho instantáneamente. Una y otra vez lo persiguió, el machete que

debía buscar el cuerpo del animal se llevó algunas flores y ramas del

bello jardín; sin embargo no fue suficiente para Edmundo, en cada

nuevo hueco el pobre viudo cavaba para desenterrar al armadillo, pero

nada podía hacer más que ver su armadura móvil hundirse como en

arena movediza. Las maldiciones en contra del solitario ser se

escucharon hasta la madrugada las cinco noches restantes.

Por eso al onceavo día todo sería diferente, Calarca sabía que hacer,

igual no podría soportar ni una noche más algo semejante. Esperando

la hora señalada, el viejo miró al cielo y como una excepción a sus

creencias se echó la bendición en secreto. Pasada una brisa de verano

sobre La Barrera, esta vez el armadillo no asomó el hocico, se presentó

tan corpulento como era, tan desafiante como pudo, tan preparado

como estuvo; Edmundo sabía que iba por el armadillo, pero el

armadillo sabía que iba por Edmundo.

Que más pudo haber pasado atento lector, sino el seguro correr del

destino que al calor del nuevo día no dejó rastro alguno.

El compadre que se compadeció de su amigo, agarró un hacha bien

afilada y salió apurado a tumbarle la casa si fuera necesario, con tal de


sacarlo de allí; la gente con más ganas de chisme que de otra cosa, lo

siguió hasta la propiedad de Calarca. Un hachazo tras otro las tablas

fueron cayendo y la luz del día inundó el lugar. Los curiosos se

aglomeraron allí y sin ninguna invitación llegaron hasta la puerta del

solar, la cual tumbaron con tanto apretujamiento.

El reflejo del sol encendió aquel bloque combatiente de bromelias que

ahora se extendían por todo el solar, una fortaleza vegetal tan espesa

como esa no podrían penetrar, sin importar el hacha y su filo ninguna

pudo cortar siquiera una bromelia y aquellos que tanto se burlaron

tuvieron que conformarse con recoger de las primeras ramas de las

extrañas flores, una cuerda rota, una lámpara de aceite quebrada y la

hoja partida de una navaja suiza.

Nunca más se volvió a hablar de Edmundo Calarca o de armadillo

alguno, pero sin desearlo cada habitante de La Barrera lo recordaría

pues los ruidos fugaces nocturnos en los solares traían siempre con el

nuevo día una corte de bromelias altas, robustas, impenetrables,

inmortales, de colores tan intensos que casi se escuchaba el latir de un

corazón…y todos los solares en La Barrera aún tienen una corte igual.

¿Qué puede concluir usted al respecto mi amigo?

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