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Nunca seré varón

Después de una tarde de juegos solitarios e inconformidades inevitables, la hora de

recibir el cariño que nunca llegará, acaba de hacer su arribo.

Aquel pequeñín miedoso se aferra a su carro rojo y expectante busca la mirada compasiva

del varón de hierro. Al sentir el soplo de la puerta cerrándose, el varón dirige sus pasos

pesados e imponentes hacia aquel sillón endurecidos por los años, pero cómodo para la

espalda de hierro. El pequeñín lleva sus cortos pasos hacia el sillón, con la esperanza de,

por lo menos en una noche de todas las que ha vivido hasta ahora, recibir ese regalo que

ha anhelado desde el día de su nacimiento.

Parece que los 2 metros de distancia no terminan nunca, y en el medio del camino, el

pequeñín imagina cualquier cantidad de situaciones nuevas y divertidas que podría

empezar a vivir con el varón de hierro.

Y en medio del silencio amenazante que se respira en el lugar, la garganta de hierro

truena más fuerte que nunca, tanto que la anónima cobarde llega corriendo con las

pantuflas y el periódico hasta el sillón endurecido, y casi haciendo una reverencia estira

sus temblorosas manos, esperando que el varón acepte la ofrenda.

El pequeñín cae y el carro rojo toca con sus ruedas el piso frío de mármol; la burbuja de

ilusiones se rompió con el paso de aquella cobarde.

Las manos de hierro extienden el periódico, y antes de voltear la página, los ojos del

varón fija su mirada despectiva en los 6 años de vida que no ha querido vivir; luego de

unos segundos de contacto visual sin ningún efecto favorable, el insensato sigue leyendo

su periódico, preocupándose sólo de estómago hambriento.


La pesadez de aquella presencia endurecida acosan la labor de la anónima cobarde, que

en medio de su desespero por no saber enfrentar lo que está a punto de suceder, deja caer

un vaso y una cuchara, incrementando así la furia del varón.

Mientras que la tensión entre el ser de hierro y la anónima aumenta; la mano que sostiene

un carro rojo se mece sin parar, y la expresión del pequeñín parece detenerse entre el

espacio y el tiempo.

El aire pesa como el plomo, y la envolvente decoración medieval dispone el inicio de una

batalla entre el bien y el mal; en dónde ningún príncipe azul llegará con su caballo blanco

a rescatar a la frágil mujer.

El golpe de los platos puestos en la mesa indican que una vez más, no habrá cortesía; el

silencio parece sincronizar las manos que llevan el alimento hasta la boca, logrando

alargar hasta la última milésima de segundo antes de la tormenta.

El momento ha llegado, es imposible aplazar la frase que debió pronunciarse hace unos

meses. La anónima cobarde cierra los ojos, respira profundo y pronuncia en medio de su

postiza valentía: “Tengo cáncer, me quedan pocos meses”; la cuchara de hierro cae en el

plato, y los ojos del insensible miran con odio y desprecio a la anónima cobarde, y un

gesto de reproche por el tiempo perdido con alguien que ni para estar sana sirve, pesa

tanto, que el llanto cobarde irrumpe con un gemido desgarrador y desolado.

El pequeñín que nada entiende, bloquea sus emociones, e inmóvil, se sumerge en lo más

profundo de su mente vacía. No pasa mucho tiempo cuando la maleta de hierro se posa

frente a la puerta y como último acto de amor del varón, la voz de hierro pronuncia

“estúpida” y una vez más, los pasos pesados e imponentes se ponen en marcha,

llevándose con ellos un carro rojo que había en el piso, y del cual no quedaron ni las
ruedas.

En un impulso por buscar refugio, la que hasta ese momento fue cobarde, estrecha contra

su pecho al pequeñín inmóvil, que sin mucho más por esperar deja caer una lánguida

lágrima de dolor.

Después de que la boca maternal regala un beso a la frente del pequeñín, la anónima hace

una llamada, alistando con algunos meses de anticipación, el futuro de los 6 años de vida

que un varón de hierro no quiso vivir.

“Vamos a la cama”, dice la anónima, con una voz tan dulce y nerviosa, que el pequeñín

no puede rehusarse a obedecerla.

Entre las cobijas de una cama suave y amplia, el pequeñín dice a la anónima, con la

seguridad de una persona que ha vivido mucho, una frase que marcaría su vida para

siempre…“nunca seré varón”.

MUMA

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