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Aprender a contemplar

Acercándose a San Millán de la Cogolla, cuna del castellano, ve uno


un letrero indicándole los dos monasterios que el visitante puede
encontrarse: Suso y Yuso. No hay que extrañarse, es una forma
antigua de decir arriba y abajo. Abajo está el monasterio más
moderno, siglo XVI, hay más rincones donde el turista puede
detenerse y ver cosas, objetos identificables y dignos de ser
fotografiados; unos amables agustinos recoletos te acompañan y te
cuentan la historia que por allí va destilando, y luego puede uno comer
en un agradable restaurante con aire acondicionado. Pero también se
puede subir al de arriba. Se va serpenteando por la carretera, y se ven
los postes testigos de las nieves del invierno con sus marcas rojas y
blancas. El monasterio de Suso que está al final de la carretera casi
decepciona, se intuye más que se ve porque ha padecido más que el
otro los estragos del tiempo; de hecho han tenido que apuntalar las
estructuras porque el monte, al que los monjes ganaron terreno, parece
como querer echar el edificio, mantenido en pie durante siglos pero
hoy sin moradores. Sin embargo, no hay que dejarse llevar por las
apariencias, uno pasa el umbral y reviven los versos de Gonzalo de
Berceo, que necesita poco, un vaso de buen vino, para disfrutar de lo
que Dios le ha dado. Ayuda el guía que, en un idioma limpio, como
fue el castellano balbuciente que allí nació, te recuerda la vida de
aquellos hombres. Uno se mete en un hueco: la capilla, y ve cerca del
ara donde se celebraba la Eucaristía una especie de agujero: el
sagrario, y mira hacia arriba: unos arcos de herradura que sostuvieron
una biblioteca, y sale un momento y siente el cosquilleo del sol que da
todo el día. En fila siete sepulcros donde reposan los infantes de
Carrión, que tanta huella dejaron en el romancero, quizá por eso un
cartel avisa de que se respeten y no se suba nadie encima. Más arriba
Santa Oria, una niña que se recluyó allí, ofreciéndose al Señor, y a la
que llamaron la emparedada. Y en cada momento, en cada revuelta, la
alabanza a Dios. ¡Qué a gusto se está aquí conteplando el valle, y
contemplando el cielo!. Luego bajaremos, enfilaremos la carretera y
nos meteremos en la comarcal y llegaremos a la ciudad. Uno más
entre tantos, y haremos cosas, y nos haremos la ilusión de que hay que
hacer muchas cosas más. Y no terminaremos de aprender que San
Millán, que Gonzalo de Berceo, aprendieron a amar y alabar a Dios
contemplándole. ¿Qué comerían? un trozo de pan, un trozo de queso,
y, claro está, un vaso de buen vino, ¿para qué más? Hoy a pocos días
ya del año 2000, hemos aprendido a movernos, quizá haya que hacer
memoria, para aprender a contemplar.

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