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Aplacar a los dioses de los bonos, de Paul Krugman en El País

Cuando veo lo que en la actualidad se hace pasar por una política


económica responsable, siempre me viene a la mente una analogía. Sé
que es exagerada pero, de todas formas, ahí va: la élite política -
gobernadores de bancos centrales, ministros de Economía, políticos que
adoptan la pose de defensores de la virtud fiscal- se comporta como los
sacerdotes de un culto antiguo, y nos exige que llevemos a cabo sacrificios
humanos para aplacar la ira de unos dioses invisibles.

Vale, ya les he dicho que era exagerada, pero tengan un minuto de


paciencia conmigo.

A finales del año pasado, la opinión general en materia de política


económica dio un brusco giro a la derecha. A pesar de que las principales
economías del mundo apenas habían empezado a recuperarse, a pesar
de que el desempleo seguía estando tremendamente alto en gran parte
de EE UU y Europa, crear puestos de trabajo dejó de formar parte del
programa. Nos decían que, en vez de eso, los Gobiernos tenían que
centrar toda su atención en reducir los déficits presupuestarios.

Los escépticos señalaban que recortar drásticamente el gasto en una


economía deprimida no contribuye mucho a mejorar las perspectivas
presupuestarias a largo plazo, y que, de hecho, podría empeorarlas aún
más al desacelerar el crecimiento económico. Pero los apóstoles de la
austeridad (llamados en ocasiones austerianos) descartaban cualquier
intento de hacer números. Da igual lo que digan las cifras, declaraban:
era necesario recortar el gasto de inmediato para mantener a raya a los
vigilantes de los bonos, inversores que cortarían el grifo a los Gobiernos
despilfarradores aumentando los costes de sus préstamos y precipitando
una crisis. Fíjense en Grecia, decían.

Los escépticos replicaban que Grecia es un caso especial, al estar


atrapada por su uso del euro, que la condena a años de deflación y
estancamiento haga lo que haga. Los tipos de interés que pagan los
países más importantes con una divisa propia (no solo EE UU, sino
también Reino Unido y Japón) no mostraban ningún signo de que los
vigilantes de los bonos estuvieran a punto de atacar, y ni siquiera de que
existieran.

Esperen y verán, aseguraban los austerianos: puede que los vigilantes de


los bonos sean invisibles, pero hay que temerles de todas formas.
Este razonamiento resultaba extraño incluso hace unos meses, cuando el
Gobierno estadounidense podía pedir créditos a 10 años a menos de un
4% de interés. Nos decían que era necesario renunciar a la creación de
empleo, hacer sufrir a millones de trabajadores, con el fin de satisfacer
unas exigencias que los inversores en realidad no estaban haciendo pero
que los austerianos aseguraban que harían en el futuro.

Pero el razonamiento se ha vuelto aún más extraño últimamente,


cuando ha quedado claro que a los inversores no les preocupan los
déficits; les preocupan el estancamiento y la deflación. Y han estado
manifestando esa preocupación reduciendo los tipos de interés de la
deuda de los países más importantes en lugar de aumentándolos. Hace
unos días, el tipo de interés de los bonos estadounidenses a 10 años era
solo del 2,58%.

Entonces, ¿cómo se enfrentan los austerianos a la realidad de unos tipos


de interés que caen en picado en lugar de ponerse por las nubes? La
última moda es declarar que hay una burbuja en el mercado de bonos:
no es que a los inversores les preocupe realmente la debilidad de la
economía, sino que se les está yendo la mano. Resulta difícil expresar lo
descarado que es este razonamiento: primero nos decían que debíamos
hacer caso omiso de los fundamentos económicos y obedecer en cambio
los dictados de los mercados financieros; ahora se nos dice que hagamos
caso omiso de lo que esos mercados están diciendo realmente porque
están confusos.

Ahora entenderán por qué termino pensando en cultos extraños y


salvajes que exigen sacrificios humanos para aplacar a fuerzas invisibles.

Y sí, estamos hablando de sacrificios. Cualquiera que ponga en duda el


sufrimiento causado por el recorte del gasto en una economía débil
debería fijarse en los efectos catastróficos que han tenido los programas
de austeridad en Grecia e Irlanda.

A lo mejor esos países no tenían elección, aunque vale la pena señalar


que todo el sufrimiento que se ha infligido a sus ciudadanos no parece
haber contribuido a mejorar la confianza de los inversores en sus
Gobiernos.

Pero en EE UU sí que tenemos elección. Los mercados no están exigiendo


que renunciemos a la creación de empleo. Por el contrario, parecen
preocupados por la falta de acción; por el hecho de que, como dijo la
semana pasada Bill Gross, fundador de Pimco, el gigante de los fondos de
bonos, nos “aproximamos a un callejón sin salida de estímulos” que, según
advierte, “se ralentizarán hasta avanzar a paso de tortuga, incapaces de
proporcionar un crecimiento de empleo suficiente”.

Teniendo en cuenta todo esto, parece casi superfluo mencionar el último


insulto: muchos de los austerianos más alborotadores son, cómo no, unos
hipócritas. Fíjense, en concreto, en la rapidez con la que los republicanos
perdieron el interés por el déficit presupuestario cuando se les desafió
alegando el coste de mantener las subvenciones fiscales para los ricos.
Pero eso no les impedirá seguir haciéndose pasar por halcones del déficit
siempre que alguien proponga hacer algo para ayudar a los
desempleados.

Así que aquí va la pregunta que acabo haciéndome: ¿qué hay que hacer
para poner fin al dominio que tiene este cruel culto sobre las mentes de
la élite política? ¿Cuándo volveremos, si es que volvemos algún día, a la
labor de reconstruir la economía?

Paul Krugman es profesor de economía en Princeton y premio Nobel


de Economía 2008.

© 2010 New York Times News Service.

Traducción de News Clips.

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