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II
Sánchez Valverde era un nativo que se creía español. Cosa que podríamos
aceptar. Pero algo más: su libro estaba destinado a dar consejos al otro poderoso
para que pudiera sacar más beneficio de la tierra que poseía y que, reconocido
por el autor, había abandonado. El pensamiento de un hombre culto no pudo
remontar la realidad: que si España no encontraba el valor que tenía esta
posesión insular al igual que lo hallaba Francia en Saint-Domingue (Haití) era
porque España no era ya la potencia atlántica que podía circular libremente estos
mares, ni el entramado comercial que pudiera convertirnos en una nación
moderna.
III
El pensamiento de Sánchez
Valverde, deudor de la etnología
de su tiempo, es previsible: Raza,
geografía, clima, población,
política economía, descripciones
morales que llevan a definir una
identidad, en fin, elementos
reduccionistas que fundan
nuestros discursos culturalistas.
IV
V
Sánchez Valverde no expone ninguna idea que pueda verse como la reivindicación
de sector criollo alguno. Él es un criollo que se asume como español. Es otro que
piensa como si fuera él mismo. Es –su discurso– el inicio de nuestro bovarismo
colectivo. Su memorial al rey es el de un vasallo abandonado que busca ser
rescatado por su amo.
VI
VII
Para la clase dirigente colonial, el despliegue que realizaba Francia de sus fuerzas
productivas, de la racionalidad de la producción como acumulación absoluta de
plusvalía; esa relación entre producción, destrucción de los cuerpos y degradación
del otro convertido en animal, pudieron ser ejemplares para qué, con la ayuda de
la pluma del religioso, pensáramos ser como el otro explotador. La colonia
francesa era un espejo donde el otro dominicano deseaba mirarse.
VIII
IX
Alejo Carpentier,
lector voraz de
crónicas francesas,
describía así en El
reino de este
mundo, al colono
español que pasaba
la frontera por el
Guárico, ciudad de El Cabo, que tenía ella sola más esclavos que todos los que
Moreau de Saint-Méry pudo contar en la parte del Este. Los guisos del chef Henri
Christophe, el maestro cocinero, “eran alabados por el justo punto del aderezo —
cuando tenía que vérselas con un cliente venido de París—, o por la abundancia
de vianda en olla podrida, cuando quería satisfacer el apatito de un español
sentado, de los que llegaban de la otra vertiente de la isla con trajes tan fuera de
moda que más parecían vestimentas de bucaneros antiguos” (II, I).
X
XI
XI
En ella está el bovarismo que nos endilgara Jean Price-Mars y que Emilio
Rodríguez Demorizi le refutara. Pero el complejo de sentirse otro no es sólo de los
dominicanos. Es una de las formas en que se enmascara la identidad que nace en
el proceso del tránsito de la colonial a la criollidad. El mulato no aparece como
hombre importante hasta la independencia.
XII
Son muchos los mulatos que participan en la lucha contra el invasor haitiano. Pero
la narrativa de la dominicanidad los ha hecho invisibles. No sólo como actores,
sino que ha olvidado su color. Como si el color no fuera importante. Como si las
élites no siguieran usando el prejuicio racial para imponer su dominio social y
político. Y claro, dentro de su pobreza, como bien lo establece muy temprano
Juan Bosch en Trujillo: causas de una tiranía sin ejemplo (1959).
XIII
XIV
XV
Para muestra de lo que digo más arriba basta el sesgo de clase con que Antonio
del Monte y Tejada narra en Historia de Santo Domingo la revolución haitiana,
como un acontecimiento trágico: “Cuadro horroroso era por cierto, el que ofrecía
a los atónitos ojos de los habitantes, sin perdonar sus salvajes fautores sino á las
mujeres, á las cuales reservaban para suerte mas terrible; siendo desde aquel
momento general el desastre. Hombres y mujeres corrían dando gritos lastimosos
y con los hijos en brazos, que procuraran sustraer de aquella horrible tragedia”
(XI, 172-173).
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XXIII
(Con Oviedo)