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Lo político en la ruptura de los límites de lo público.

Ernesto Laclau y Jacques Rancière

María Virginia Morales


Juan Manuel Reynares

I
Ante las propuestas de consensos, de esferas públicas inclusivas, plenas de ciudadanos democráticos, fundadas
en su racionalidad inherente, un pensamiento específicamente político debe, en cambio, ser un pensamiento de
los confines, de los fundamentos contingentes, de las relaciones de poder involucradas en la definición de lo
público. Planteos posestructuralistas como el de Ernesto Laclau, o el más ‘indefinible’ a primera vista de
Jacques Rancière, apuntan en tal dirección.
Una de las categorías más importantes en esta discusión sobre lo público es, indudablemente, la de esfera
pública de Jürgen Habermas. A su vez, una crítica punzante, ubicada en dentro del marxismo contemporáneo, es
la de Nancy Fraser, en “Repensando la esfera pública…”1. Tal artículo desarrolla con profundidad un análisis
donde se dejan ver las debilidades de la categoría habermasiana, a partir de una revisión bibliográfica que
enfatiza cómo este espacio público burgués es producto de múltiples exclusiones, -por lo que es, entonces,
esencialmente contingente, uno más entre otros posibles-.
Uno de los puntos a resaltar del artículo en cuestión son las fronteras de la esfera pública. Para Fraser éstas
de ningún modo son a priori o dadas por la naturaleza. El contenido de esta esfera, lo que se constituirá en una
cuestión de incumbencia común, se decidirá a partir de una disputa discursiva.
Ahora bien, estamos de acuerdo en que la esfera pública siempre fue constituida por medio del conflicto.
Acordamos en ello en tanto comprendamos que este siempre no tiene una correspondencia temporal, la
dimensión de conflicto es inherente a la conformación del orden social. Entendemos entonces a lo social no
como un lugar conformado por una esfera pública oficial -dominante- junto a una diversidad de esferas
públicas rivales que se elevan en reclamo a la primera, sino como un campo en donde múltiples
discursos/identidades disputan por la fijación del sentido del orden, y por lo tanto de esta disputa emerge la
definición y redefinición del contenido de lo público y lo privado. En consecuencia, tal como lo indica Fraser,
la esfera pública se sostiene sobre históricas exclusiones significativas centradas en el género, la raza, la clase,
etc. Lo que es lo mismo, la constitución de la esfera pública es el resultado de múltiples relaciones de poder.
Entonces ya no sólo la dimensión de conflicto es inerradicable; la exclusión y el poder también son
constitutivos de la división público/privado.
De allí en más, la crítica es todavía más punzante al desnudar las fallas del liberalismo racional universalista
subyacente a la argumentación habermasiana, desde el cuestionamiento de algunas de sus premisas básicas. A
los propósitos de este trabajo, sólo nos quedaremos con la noción de contrapúblicos subalternos. Ellos son distintos
grupos sociales subordinados2 que por momentos encontraron la posibilidad de conformar públicos
alternativos. Fraser designa a «escenarios discursivos paralelos en los cuales los miembros de los grupos sociales
subordinados crean y circulan contradiscursos para formular interpretaciones oposicionales de sus identidades,
intereses y necesidades»3. Lo importante aquí es que los contrapúblicos ayudan a expandir el espacio discursivo -
cosa que Fraser destaca como positiva- por cuanto emergen producto de su exclusión en los públicos
dominantes. En este sentido, «la idea de una sociedad igualitaria y multicultural solamente tiene sentido si
suponemos una pluralidad de escenarios públicos en los cuales participan grupos con diversos valores y
retóricas. Por definición una sociedad tal tiene que tener una multiplicidad de públicos».4 Antes que pretender

1 Fraser, N., “Repensando la esfera pública: una contribución a la crítica de la democracia realmente existente”, en Calhoun, C.,

Habermas y la esfera pública, Cambridge, MIT Press, 1992.


2 Dentro de estos grupos subordinados la autora considera a las mujeres, trabajadores, gente de color, y homosexuales y lesbianas.
3 Idem, pág. 9
4 Idem, p. 10.
como un avance para la dinámica democrática la existencia de un único público, tal como aparece en el planteo
de Habermas, Fraser sostiene que la preeminencia de varios públicos en disputa asegura la mayor y mejor
participación. La esfera pública no es un espacio neutral, al que es posible llegar a partir de argumentaciones
basadas en la capacidad de la racionalidad -occidental-. Es aquí que Fraser presenta la categoría de públicos
subalternos, como espacios de debate e inclusión, que desarrollen en su seno contradiscursos, ya no como meras
opiniones discursivas, sino también como indicadores de las identidades sociales que allí se forman y expresan,
y que tienden a buscar la adhesión de una multiplicidad de otros públicos subalternos a su alrededor5.
Dos cuestiones aquí para resaltar. Por un lado, si estamos diciendo que estos contrapúblicos en su calidad
de subalternos son capaces de generar espacios discursivos paralelos, contradiscursos, interactuar
discursivamente, estamos diciendo que ya forman parte del espacio público, que se entienden -y los entienden-
como parte de él, que comparten este espacio y que hacen uso de él. Pero, ¿siempre estuvieron allí? ¿Desde
cuándo son capaces de interactuar contradiscursivamente? ¿Cómo es que llegan estos contrapúblicos a poder
hablar con voz propia? Más adelante intentaremos responder con Rancière estas cuestiones.
Comenzar a interrogarnos sobre el papel de la dislocación y la ruptura -el desacuerdo- en una reflexión
política sobre nuestra realidad implica considerar que la proliferación de contrapúblicos por la que Fraser
aboga, y que nosotros en un primer momento apoyamos, no es posible sino en un ámbito donde se hace
presente la lógica de la hegemonía. La autora no parece definir si apuntarse o no en una ampliación ilimitada de
la esfera pública, despojada de los principios burgueses. Hay instancias de mayor precisión donde podemos
observar su postura: «… en la medida en la que estos contrapúblicos emergen como una respuesta a
exclusiones en los públicos dominantes, ayudan a expandir el espacio discursivo»6. Esa expansión transforma el
espacio discursivo mediante un movimiento retórico, no topológico. Necesariamente deberá haber disputas por
el sentido, involucrando lógicas de equivalencia y diferencia, y por lo tanto, entrando en juego la lógica de la
hegemonía. También hay algo de esto en el artículo de Fraser al mencionar que los contrapúblicos subalternos
tienen un carácter dual, es decir, en su contenido particular enfatizan el reagrupamiento, mientras su contenido
universalizable implica la actividad de agitación dirigidos a públicos más amplios, porque «los miembros se
entienden como parte de un público potencialmente más amplio: ese cuerpo indeterminado y empíricamente
contrafactual que lo llamamos “el público en general”».7 Allí se pone de manifiesto la acción de ese flujo de
diferencias del campo de la discursividad general que es imposible de detener, y que sólo se puede estabilizar en
el intento de su sutura discursiva.
Entonces, ¿es posible considerar a la esfera pública en Fraser como la noción de discurso en Laclau, o en
términos más factibles por la cercanía teórica, como el orden policial de Rancière? ¿No es, en ese sentido, la
proliferación de contrapúblicos una manifestación de la multiplicación de instancias de dislocación, con efectos
antagonizantes? Pero ahí hay un problema: si suponemos estos contrapúblicos en un escenario pluralista,
donde se amplíe el acceso y las posibilidades de participación de esa esfera pública, eventualmente deberá
verificarse una ruptura política, donde entre en disputa la red de significados compartidos que sostiene el
diálogo en el marco de esa esfera pública en cuestión. Tal expansión no puede realizarse armónicamente.
Por otro lado, es importante la aserción de la autora de la imposibilidad de definir a priori el contenido de lo
público. No existen fronteras a priori, o establecidas por naturaleza en la relación entre lo público y lo privado.
Lo que habrá allí es una señalización retórica que nos lleva a pensar lo privado como expresión de los límites
del espacio público. Siempre amenazará la existencia íntima con subvertir el sentido de lo público, una
inadecuación constitutiva entre mi vivencia personal y los sentidos compartidos. Las fronteras móviles,
inestables, indecidibles entre uno y otro espacio se juegan en la precariedad de todo orden, en donde lo común
adquiere sentido como público, y en donde lo privado se retira para la vivencia de lo íntimo. Lo público es algo
más que una cuestión de incumbencia común, es algo más que un conjunto de públicos, porque hay también
no-públicos que no son los contrapúblicos, que están en un no-lugar que no es el de la subalternidad, que en
cualquier momento saldrán del secreto para hacerse visibles, y hasta comunes al común de la comunidad.

5 Un contrapúblico implica ya un espacio de interacción discursiva, y por lo tanto con prácticas específicas, que busca resignificar los
sentidos del público oficial y que intenta representar sectores no “atendidos” por él. Una autora, Geoff Eley, citada por Fraser, va
incluso más allá y propone pensar a la esfera pública como “el marco estructurado donde ocurre la disputa o negociación cultural e
ideológica entre una variedad de públicos” (p. 7).
6 Idem, p. 6.
7 Idem, p. 7.
En fin, la idea de que la esfera pública es el marco estructurado donde se negocia/disputa una variedad de
públicos puede acercarse a una noción de hegemonía -incluso en una vertiente neopluralista crítica que
reconoce las desigualdades en el acceso a la discusión y toma de decisiones públicas- siempre que complejice el
análisis en términos de dislocación y articulación. Si no esto no sucede, puntualmente hay una negación de la
institución política de lo social, y con ello, de la constitución también política de la división público/privado.
Por ello estas propuestas chocan, por acción o por defecto con ingenuos intentos de ampliación de una esfera
pública que se expande en términos del consenso, de una lógica institucionalista tan abarcativa que pospone
interminablemente la política. Por ello, Laclau y Rancière son pensadores a tener en cuenta.

II
A partir de las limitaciones de los planteos exclusivamente institucionalistas, o bien de los fundacionalismos que
encuadran tópicos en el ámbito público o privado según argumentaciones a priori, una lectura de Laclau nos
permite indagar las razones por la que esa frontera, que delimita los asuntos de la comunidad y aquellos de la
intimidad, depende del conflicto, o más bien, de la tensión política inherente entre orden y conflicto. Si
pensamos que el espacio público se configura en términos discursivos, y por lo tanto, sus dinámicas siguen los
carriles de la metonimia y la metáfora, de la diferencia y la equivalencia, también nos veremos obligados a
aceptar que no hay posibilidad de un espacio público pleno, aquél en que finalmente todos los asuntos sean
tematizados, precisamente porque la totalidad, como cualquier noción de universalidad, se construye en la
tensión con un exterior constitutivo, aquél que posibilita su existencia al mismo tiempo que la vuelve imposible.
Toda totalidad es aporética, y la dinámica de esa aporía Laclau la desarrolla en el concepto de hegemonía.
Pero lo que aquí recuperamos es la especificidad que aporta tal exterior constitutivo, el antagonismo, como
imposibilidad de establecer de manera definitiva los límites de cualquier formación de sentido. Ello subvierte el
orden dado, y la dislocación por lo tanto es constitutiva de esa estructura. La contingencia se hace presente al
señalar la ausencia de todo fundamento que coagule las diferencias a priori. Si el orden social se establece así,
precario y transitorio, las fronteras entre lo público y lo privado serán una marca más de cómo esos límites
indecidibles son establecidos una y otra vez por los procesos hegemónicos, contingentes y eminentemente
políticos. Incluso si nos interrogamos acerca de nuestra historia política reciente, cada uno de los sujetos
políticos que hegemonizó el escenario político argentino estableció una frontera significativa entre los asuntos
comunes y aquellos del ámbito privado, como lo fue el bienestar económico o la provisión de un gran número
de servicios durante los ’90.
Ahora bien, toda demanda que cuestione los límites del orden de sentido, o lo que es su reverso, se muestre
como elemento inarticulable en la ley –hegemónica– que espacializa las diferencias, desarrollará un potencial
político inapelable, ya que es ése el momento en que se vuelve evidente la dislocación que habita la estructura.
Allí se observa la reactivación que vuelve evidente la institución política de todo orden social.
Las respuestas que motivan la sutura de esa dislocación pueden desarrollar tanto la lógica de la diferencia
como de la equivalencia, pero en cualquiera de los sentidos -que se superponen de forma continua- el orden
social se verá transformado. Además de tal transformación, las suturas verificadas no podrán ocluir su carácter
transitorio. Como plantea Laclau en varios pasajes de su obra, el momento político se reafirma
ontológicamente sobre lo social, no sólo en nociones tales como antagonismo o dislocación, que refieren a la
negatividad constitutiva en la constitución de identidades políticas, sino también en el proceso de
hegemonización, productor de subjetividades que deciden en campos de una indecidibilidad estructural, y que al
hacerlo configuran nuevos órdenes del discurso, dando sentido -parcialmente novedoso- a distintas prácticas
sociales. Queda por aclarar que no hay ningún vínculo determinante entre esa estructura abierta y el sujeto que
viene a completarlo transitoriamente, sino los elementos contingentes que hacen a cada caso. En esa relación
de exterioridad, que sin embargo no puede ser completa -ya que de ser así deberíamos buscar la especificidad
del sujeto suturante en alguna otra instancia privilegiada de lo social-, y simultánea interioridad, que es excedida
por la excepcionalidad del sujeto hegemónico, se encuentra la práctica política.
Es la falla constitutiva de todo orden, entonces, lo que nos permite pensar en términos de una práctica
política que se desarrolla en la tensión orden/conflicto y adquiere dimensión de transitoriedad. Ningún orden
hegemónico puede alcanzar su realización plena, pero nunca puede dejar de intentarlo. Todo orden falla
necesariamente en la búsqueda de un imposible que no puede abandonar. Toda hegemonía encuentra sus
condiciones de posibilidad/imposibilidad en un campo de lo social estructurado a partir de la distribución de
sus cuerpos en lugares, roles y funciones bien determinados, con sistemas precisos de legitimación, en donde
los límites alcanzan su sutura a partir del punto donde lo visible comienza a desvanecerse. Los límites de
inteligibilidad incluyen lo más acá de lo visible, porque lo que está más allá, lo que no se puede ver, lo que
nuestro horizonte no logra abarcar, no se puede pensar, no se puede contar, no se puede escuchar. Entramos
en el pensamiento de Rancière, en categorías que no dudan en complementar y complementarse con la
perspectiva de nuestro autor anterior. Esta falla es también una falla en la palabra; así, el orden hegemónico es un
orden de la palabra; la distribución sensible de los cuerpos no es otra cosa que la distribución de las voces de
manera tal que éstas quedan supeditadas a una cuenta jerárquica, cuando no quedan fuera de ella. La disputa
por los límites, por el horizonte de sentido que estabiliza a todo orden es una disputa por la palabra. He aquí el
escándalo de la política; porque los seres sin nombre, los seres sin voz, los privados de inscripción simbólica en
la ciudad, pueden irrumpir con acciones concretas en el orden policial y darse un nombre inscribiéndose, de
este modo, como seres parlantes en un destino colectivo. La política comienza con la irrupción de la parte que
no contaba como parte. En otros términos, la política es una actividad ruptural que se origina siempre en una
apropiación de la palabra del otro adquiriendo su especificidad en el momento en que éstos que hablan no
poseen representación alguna dentro de la conformación hegemónica vigente. La política subvierte el orden,
pone en evidencia la dimensión de conflicto, exclusión, contingencia y desigualdad inherente a la institución
policial, pero al mismo tiempo instituye ese orden. La política rompe con los sentidos, con lo naturalizado, con
lo evidente, con el destino, e instituye el desacuerdo, lo impensable, lo inesperado, lo diferente, aquello de lo
cual ni siquiera hay registro de nominación, hace escuchar un discurso donde sólo escuchábamos ruido. En pocas
palabras, rescatar la dimensión ruptural de la política es permitir abrir paso al pensamiento para reflexionar
respecto de las condiciones de posibilidad/imposibilidad de nuevas identidades y la especificidad de las
prácticas democráticas.
En síntesis, nos introdujimos en este ejercicio de reflexión intentando observar la especificidad de la política
en el momento de ruptura con el orden dado, cuando la negatividad constitutiva de lo social se evidencia bajo
la figura de la dislocación. Para ello trajimos a la discusión a Laclau y Rancière, para tratar de dar forma a una
noción de política, que sin pretender ser demasiado abarcativa, evite caer en planteos que proponen engañosas
propuestas de total inclusividad o racionales consensos al interior del espacio público. Antes que eso, los
planteos de los autores estudiados aquí cuestionan de manera radical la posibilidad de contar con una sociedad
estable, definida en términos de parámetros universalmente inteligibles. La objetividad de lo social posee una
forma discursiva, y por lo tanto enfrenta las dinámicas de conformación de identidades sociales en torno a la
metáfora y la metonimia, la condensación y el desplazamiento. Además de ello, el establecimiento de límites a
las formaciones sociales es informado por la presencia del conflicto, en la evidencia del antagonismo, o del
daño, que vuelve posible el hablar de una comunidad, al mismo tiempo que imposibilita su permanencia.
Entre otras formas de entender la dislocación, podemos analizarla como la temporalidad que interrumpe la
espacialidad del discurso. La dislocación es así la interrupción del orden por el acontecimiento, el evento, que viene
a irrumpir en la espacialidad transitoria establecida por el discurso, policial en esta instancia según Rancière8.
Para dar cuenta de esta última frase, debemos analizar cómo toda hegemonía instituye una ley que regula las
diferencias en torno a una estructura que sobredetermina su sentido9. Esa interrupción del orden es el
momento de la política en la argumentación de Rancière, cuando una parte no contabilizada, no articulada en el

8 Debemos atender en esta instancia a una diferencia existente entre el orden del discurso y la noción de policía. El planteo de Laclau
incluye el momento de la decisión, productora de sujetos, que intenta suturar la dislocación constitutiva de lo social. Es ese sujeto
hegemónico el que producirá la nueva regulación discursiva, sobredeterminado las particularidades articuladas, intentando espacializar el
flujo de diferencias. Por su parte, Rancière no especifica la dinámica de jerarquización de la policía, si hay o no algún parámetro que
funcione como regulador de la distribución sensible de los cuerpos en comunidad. De aquí, de la ausencia en el argumento rancierano
del momento de la cristalización hegemónica, y la sola mención de la política como actualización del principio de la igualdad que
interrumpe el orden policial, es que sostenemos que es posible hacer un uso análogo de ambas categorías, teniendo en cuenta tal
distancia teórica.
9 La sobredeterminación viene dada por el hecho de que cada elemento particular relacionado como diferencia al interior del discurso no

pierde su particularidad, aun cuando parcialmente es reconocido a partir de la cadena equivalencial en que se inserta. El mismo carácter
ambiguo de la relación equivalencial permite tal sobredeterminación. Lo que es importante considerar aquí es que no hay literalidad
última en cada elemento diferencial articulado, sino que en esa misma articulación adquiere su identidad, que por participar de tal modo
del proceso hegemónico, sólo será transitoria.
sentido ordenado discursivo previo, se arroga la capacidad de lenguaje para ser entendida, para ser simbolizada
por el discurso del orden social. Ese momento de arrogancia implica la introducción del principio de igualdad, pero
no como contenido sino como forma, como la forma que permite al que obedece un lenguaje entenderlo. Este
principio de igualdad, autónomo de la política, es el del ser parlante cuya imprecación no es un ruido, y por lo
tanto, ininteligible, sino la palabra articulada, y por lo tanto compartida. El momento del desacuerdo es
precisamente ése, el de la dislocación donde irrumpe la parte de los sin parte y comienza a hablar. Al hacerlo, se
evidencia que el orden previo, que sostenía el valor del habla autorizada, era contingente, como así también lo
será el inaugurado bajo la irrupción.
Ahora bien, la hegemonización de un discurso implica el establecimiento de las fronteras -por lo tanto
siempre móviles y litigiosas- entre lo público y lo privado, es decir, en los límites del espacio público.
Precisamente el momento político es del encuentro en el espacio público preexistente de una diferencia
inarticulada, irrepresentable, que se arroga la capacidad igual a la del resto de expresarse, es decir, que su
contenido sea comprensible en el marco de ese espacio público, motivando entonces su transformación.

III
Una última reflexión sobre la categoría de pueblo. ¿Por qué cuestionar la categoría pueblo en una argumentación
como la recién concluida? Porque el pueblo expresa algo más que la dislocación y que la parte que busca ser
comprendida en los términos articulados en el orden del discurso. El pueblo es la encarnación de la plenitud
imposible, es el nombre para la totalidad de la comunidad, y sólo es posible hablar en sus términos -sabiendo
de todas las consideraciones sobre la imposibilidad de universalidades a priori- en el caso en que una parte se
arroga la capacidad de hablar en nombre de otras, de todas las otras. Pero hay preguntas que siguen siendo
pertinentes: ¿qué sucede con aquellas demandas que no hablan en nombre del pueblo, que no buscan representar en
sí mismas una totalidad que las trasciende, que es inconmensurable con ellas? Consideramos que la última
producción de Sebastián Barros apunta a responder esa pregunta.
En un primer texto10, su hipótesis es que el populismo es específico del momento de irrupción de lo
excluido en tanto que irrepresentable, lo que conlleva la inestabilidad institucional. Es sintomático que recurra a
Rancière para tal especificación, ya que el autor francés trata a la política como el proceso donde aquella parte
que no formaba parte en nada ahora se transforma en una parte «que, en nombre del daño que le provocan
aquellos que los empujan a no tener parte en nada, se identificará con el todo de la comunidad»11, es decir se hace
presente allí la lógica de la excepción y el exceso. Hablamos de excepción porque aquella parte de los sin parte
rompe la lógica ordinal de la policía, porque no estaba incluida en la regulación policial previa, pero agregamos
el exceso porque esa parte incluida de manera radical encarna algo imposible, pero que sólo adquiere presencia
a partir de esta nunca suficiente representación, y que también rompe la jerarquía policial al introducir un
principio supernumerario, de un uno que vale más que uno. Por ello la política encuentra su lugar en el
desacuerdo, o mejor para la cuenta de nuestros argumentos, en la imposibilidad de una total jerarquización
natural, por lo que se hace evidente que el orden político es producto de la convención humana, basada ella en
el conflicto. Porque el pueblo cuenta por algo que en última instancia no existe. Se sostiene desde allí el énfasis del autor
en las luchas democráticas-populares. Este último adjetivo aparece allí por el hecho de encontrar en el pueblo el
nombre de una categoría imposible de subsumirse en categorías sociológicas, o lo que es lo mismo en el
vocabulario de Laclau, por ser el locus de una práctica articulatoria que va más allá de cualquier diferencia
institucional. La ruptura política conlleva una doble dimensión: una parte que no era contada como tal, que
irrumpe en la regulación interna del discurso; y por otro lado, esa misma parte que representa algo más que ella
misma, que se hace extensivo al todo de la comunidad.
En este trabajo, sostenemos que la irrupción, que tratamos con las categorías de dislocación y ruptura, pone
en aprietos a la espacialidad -que pone a cada uno de los que habla públicamente en su lugar-, pero desde la
presencia de un irrepresentable antes no presente, no necesariamente desde el proceso equivalencial de surgimiento
de un pueblo. ¿Cómo resolvemos esta contradicción, apoyando sólo una de las posiciones presentadas?
Creemos que eso implicaría desoír la pregunta por las demandas que no suponen la articulación de un

10 Barros, “Inclusión radical y conflicto en la constitución del pueblo populista”, CONfines, N° 2/3, enero-mayo, 2006.
11Idem, p. 69
universal, el ruido hecho por las Madres de Plaza de Mayo al comienzo de su lucha, por ejemplo. Volvamos a
Barros, en este caso en una ponencia posterior12, porque en esa categoría de populismo creemos que permite
dejar en claro la posible concurrencia de los autores estudiados con la postura presentada por nosotros. Barros
enfatiza la noción de espectralidad del populismo: «El populismo es así la activación de un espectro, el espectro
del pueblo, que aparece y desaparece de la escena remitiéndonos a esa heterogeneidad excluida siempre
necesaria… [el populismo] aparece [en] un obrero que puede pensarse dueño de una fábrica recuperada, de un
desocupado que puede pensarse como parte de una confederación de trabajadores, de una mujer que reclama el
derecho a disponer de su cuerpo, de un militante que impreca solicitando democracia directa, o de un pueblo
originario que reivindica su propia institucionalidad ante el avasallamiento de la democracia liberal».13 A esa
cadena de ejemplos -particularidades que se equivalen como el suplemento de una sociedad para darse una
cierta forma- se le puede sumar la de unas Madres y Abuelas que imprecan por memoria y justicia para sus
desaparecidos. En última instancia, el momento político de la dislocación, o de la irrupción de una parte de los
sin parte como seres parlantes en el espacio público, demuestra cuáles son los elementos excluidos para que
exista cierto orden social, y tal reclamo encarna la posibilidad de otro orden posible. Si el pueblo es una figura
espectral, que nunca se lleva a cabo, pero cuyos efectos de heterogeneidad -de la negatividad constitutiva de todo
discurso- se encarnan en demandas que irrumpen el espacio público, y que por lo tanto quiebran la lógica
institucional-policial, el acercamiento entre Laclau y Rancière adquiere contornos más definidos. Ya que no es
necesario que las demandas apunten a universalizar su contenido, sino que su misma irrupción denota su presencia como
suplemento heterogéneo, en pos de una plenitud todavía -y sabemos que nunca- alcanzada. Esa plenitud es la que en última
instancia rompe la lógica numeraria policial del orden, y por ello toda irrupción política asumirá en sí la
excepción, de no ser contada como parte y pretender serlo, y también el exceso, por encarnar en su
particularidad el suplemento necesario de toda objetividad. Nuevos interrogantes bifurcan el camino de
nuestras reflexiones, nuevas preocupaciones comprometen al pensamiento. No quedan más que tensiones,
paradojas y aporías para dar cuenta de la multiplicidad y diversidad de las luchas políticas contemporáneas.

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12 Barros, S., “Espectralidad e inestabilidad institucional. Acerca de la ruptura populista”, ponencia presentada en el VII Congreso de la
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13Idem, p. 11-12.

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