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Política y Verdad

Algunas consideraciones sobre el status político de la verdad

En su ya célebre artículo Verdad y Política, Hannah Arendt sostiene que “la verdad y
la política nunca se llevaron demasiado bien”1, y se pregunta si está en la naturaleza del
campo político estar en conflicto con la verdad. Lo que sigue es una reflexión sobre la
relación entre verdad y política. Como veremos, esta relación no puede omitir una
consideración sobre el lenguaje; pero estas palabras tendrán como foco de atención esa
relación, y sólo abordarán tangencialmente el problema del lenguaje. Una aclaración
sobre el tenor de lo que van a escuchar: al igual que Arendt miraré hacia estos asuntos
por causas políticas más que filosóficas.
Dos modos de ver este problema –el de Arendt y el de Hobbes– son, a mi juicio,
especialmente interesantes en el pensamiento político moderno. Comencemos por
Arendt. Ella recupera una distinción, formulada por Leibniz, entre verdades de razón y
verdades de hecho. Se refiere a las verdades de hecho como verdades más endebles que
las racionales, porque los acontecimientos constituyen la textura del campo político; y
cuando el poder ataca a las verdades racionales excede su campo, mientras que cuando
ataca las verdades factuales se halla en su propio terreno.
La verdad, ya sea racional o factual, es coactiva, porque una vez reconocida y
aceptada como tal está más allá del acuerdo, la discusión, la opinión, o el consenso. La
verdad, al provenir de fuera del campo político, coloca otro límite al poder, más allá del
que puede encontrar en una constitución, una carta de derechos u otros poderes. Vista
desde la política, la verdad no sólo es coactiva sino que es despótica, porque exige
reconocimiento perentorio, evita el debate y no toma en cuenta las opiniones. Pero el
problema es que el debate es la esencia de la vida política, y el pensamiento político
requiere tener en cuenta las opiniones de los demás.
Dado que se refiere al hombre en soledad, Arendt sostiene que la verdad filosófica es
apolítica por naturaleza. Es así que recuerda que, mucho antes que Maquiavelo
recomendara no permitir el ingreso de los preceptos éticos (en su caso, de la fe cristiana)
en la arena política, Aristóteles ya advertía contra dejar que los filósofos interviniesen
en política. Si el filósofo insiste en actuar políticamente, pueden ocurrir tres cosas.
Primero, que sufra una derrota al intentar que sus opiniones prevalezcan en la mayoría,
de lo cual concluiría que la verdad es impotente. Segundo, podría intentar hacerse oír
por un tirano con inclinaciones filosóficas, y así se fundaría una tiranía de la verdad que,
en términos políticos, no se diferencia en nada de cualquier otra forma de despotismo. Y
tercero, que su verdad se impusiese sin necesidad de violencia entre las mayorías, pero
en ese caso lo que fue verdad filosófica terminaría por convertirse en opinión. La única
manera en la que el filósofo puede actuar políticamente, sin violar las normas del
ámbito político, es mediante el ejemplo. Pero ésta es una experiencia límite para el
filósofo que como Sócrates decide poner en riesgo la vida por su verdad. La verdad
filosófica sólo deviene práctica políticamente, sólo puede tener poder persuasivo sin
sufrir distorsiones, cuando es hecha manifiesta por medio del ejemplo.
La verdad de hecho, por su parte, no contiene un principio que permita la acción
política. La mentira, en cambio, es naturalmente política, no necesita de un contexto
para tener significado político. El embustero se halla en todo momento en el campo
político, el hombre veraz, por el contrario, se debe extralimitar para actuar
políticamente. Sin embargo, cuando la sociedad se embarca en la mentira organizada, la

1
Hannah Arendt, “Truth and Politics” en The Portable Hannah Arendt, Penguin Books, New York, 2000, p. 545.

1
verdad de hecho se vuelve política o, como dice Arendt, “cuando todos mienten acerca
de todo lo importante, el hombre veraz, lo sepa o no lo sepa, ha empezado a actuar”2.
Ella distingue entre la mentira política tradicional de la moderna, y afirma que
aquella consistía en el secreto y el ocultamiento de hechos particulares a ciudadanos
particulares; mientras que ésta se ocupa de cosas que son conocidas por todos y consiste
en la creación de una imagen que procura sustituir de manera total la realidad. Sin
embargo, ella señala que estas imágenes tienen una expectativa relativamente breve de
vida, porque las cambiantes circunstancias obligan a transformarlas permanente. Esta
situación, si bien no indica cual es la verdadera realidad, promueve una actitud general
de descreimiento que destruye los parámetros disponibles para orientarnos en el mundo.
No obstante, Arendt aclara que las imágenes no pueden competir con la estabilidad
de los hechos. Es cierto que las verdades de hecho peligran en manos del poder, pero el
poder nunca puede producir un sustituto definitivo de la realidad. Los hechos son
frágiles, pero resistentes por su terca irreversibilidad. Ella concluye diciendo que “la
verdad, aunque impotente y siempre derrotada en un choque frontal con los poderes
establecidos, tiene una fuerza propia: hagan lo que hagan, los que ejercen el poder son
incapaces de descubrir o inventar un sustituto adecuado para ella”3.
Hobbes tiene otra manera de pensar la relación entre política y verdad. Para él esa
relación no se puede entender con independencia del lenguaje, porque la “verdad y [la]
falsedad son atributos del lenguaje, no de las cosas. Y donde no hay lenguaje no existe
ni verdad ni falsedad”4. Por lo tanto, primero debemos entender cuál es la relación entre
lenguaje y política, para luego analizar la relación entre política y verdad.
Hobbes afirma que sin lenguaje “no hubiera existido entre los hombres ni gobierno ni
sociedad, ni contrato ni paz, más que lo existente entre leones, osos y lobos”5. Además,
en pasajes paralelos del Elements of Law, el De Cive y el Leviathan, señala la
imposibilidad de hacer pactos con los animales y, no casualmente, atribuye esta
imposibilidad a su carencia de lenguaje. Hobbes deja bastante en claro que la política es
un modo de relación entre seres parlantes del cual se hallan excluidos los animales, y
que por lo tanto es imposible allí donde no existe el lenguaje.
El lenguaje, a su vez, “se basa [según Hobbes] en nombres o apelaciones, y en las
conexiones de ellos”6; y sirve, en términos generales, para “trasponer nuestros discursos
mentales en verbales, o la serie de nuestros pensamientos en una serie de palabras”. Esto
lo hacemos “con dos finalidades: una de ellas es el registro de las consecuencias de
nuestros pensamientos […]. Así, el primer uso de los nombres es servir como marcas o
notas del recuerdo. Otro uso se advierte cuando varias personas utilizan las mismas
palabras para significar […], una a otra, lo que conciben o piensan […]. Y para este uso
se denominan signos”7. “La diferencia, por tanto, entre marcas y signos es esta: que
hacemos aquellas para nuestro propio uso, pero estos para el uso de otros”8. Es cierto
que Hobbes admite implícitamente la posibilidad de un pensamiento pre-lingüístico,
pero lo interesante aquí es la distinción entre las dos finalidades de los nombres. Una
que es estrictamente privada, en la que se usan como marcas de los propios
pensamientos, y otra, que es eminentemente pública, en la que se usan como signos para
transmitir esos pensamientos a otras personas.
Por lo tanto para “la adquisición de filosofía son necesarios ciertos monumentos por
las cuales nuestros recuerdos pasados no sólo no se reduzcan, sino que sean registrados
2
Hannah Arendt, Op. Cit. p. 564.
3
Ibid. p. 570.
4
Thomas Hobbes, Leviatán o la materia forma y poder de una república eclesiástica y civil, FCE, Buenos Aires, 2000, p. 26.
5
Ibid., I, iv, p. 23.
6
Ibid., I, iv, p. 22.
7
Ibid., I, iv, p. 23.
8
De Corpore, I, ii, §2.

2
cada uno en su orden propio. Estos monumentos llamados marcas son cosas sensibles
tomadas a placer, por cuya sensación son evocados en nuestra mente pensamientos,
similares a los que tuvimos cuando las adoptamos”9. Sin embargo, aunque un hombre
“pase su tiempo en parte razonando, en parte inventando marcas para la ayuda de su
memoria, y avanzando él mismo en el aprendizaje ¿quién no puede ver que el beneficio
que cosecha para sí mismo no será mucho y, para otros, ninguno? Porque, a menos que
comunique sus notas con otros, su ciencia perecerá con él. Pero si esas notas son hechas
comunes a muchos, y las invenciones de un hombre son enseñadas a otros, la ciencia se
incrementará para el beneficio general de la humanidad. Es, por tanto, necesario para la
adquisición de la filosofía que haya ciertos signos por los cuales lo que un hombre
descubre pueda ser manifestado y hecho conocido a otros”10. Resulta evidente que las
marcas que empleamos privadamente suelen coincidir con los signos públicos, pero eso
no impide que ambas funciones sean distinguibles. Para poder comunicarnos es
necesario abandonar la institución unilateral de nombres y usar los signos públicos
como nuestras propias marcas, pero siempre es posible que éstas y aquellos difieran.
Sin embargo, lo importante para que un nombre sirva como un signo es que exista
un acuerdo en su significado. Porque cualquiera puede usar sus propias marcas, pero un
hombre sólo podrá comunicar sus pensamientos si existe un acuerdo en torno al
significado de los nombres que se usan como signos. De hecho, recurriendo al ejemplo
del “orden de los términos numéricos”, pero refiriéndose indudablemente a los signos
en general, Hobbes dice que ellos son “apuntado[s] por el común consenso de aquellos
que tienen la misma lengua (como si fuese por un cierto contrato necesario para la
sociedad humana)”11.
Ahora bien, la comunicación en el estado de naturaleza suele estar viciada por el
malentendido, la sospecha y, cuando no, la mentira deliberada. Esto es producto de que
cada uno se convierte en intérprete de su propio discurso y del discurso del otro, lo cual
provoca, a su vez, que los signos no tengan un significado estable. Es por ello que
Hobbes, con el objeto de terminar con las disputas en torno a su significación, erige al
Leviatán en el único intérprete valido de los signos públicos. De este modo, se garantiza
un lenguaje unívoco en el que los signos ya no tienen un sentido fluctuante.
No obstante, si hemos dicho que “la verdad y la falsedad están en el discurso y no en
las cosas”12, y que el soberano es juez del significado de los signos; entonces también
será juez de la verdad y la falsedad de cualquier proposición, ya sea científica, filosófica
o teológica. Para Hobbes, en cualquier controversia “sobre cuestiones de ciencia
humana”, la “verdad debe ser buscada por razón natural y silogismos, a partir de los
convenios de los hombres y las definiciones (es decir, las significaciones recibidas por
el uso y el consenso común de las palabras)”13. Pero si el soberano puede manipular la
significación de las palabras, tendrá al mismo tiempo control sobre la verdad. Siguiendo
este razonamiento, no sería errado decir que la verdad es aparece como un producto del
poder estatal. Es más, en el punto titulado “pertenece a la autoridad civil juzgar (cuando
la necesidad lo requiera) que definiciones y que inferencias son verdad” del capítulo
diecisiete del De Cive, Hobbes dice:

“Es necesario, por tanto, tan pronto como surge la controversia en estas materias
contrarias al bien público y a la paz común, que haya alguien que juzgue sobre el
razonamiento, es decir, si aquello que se infirió fue correctamente inferido o no; para
que así se termine la controversia. […][L]os jueces de esas controversias [son]

9
De Corpore, I, ii, §1.
10
De Corpore, I, ii, §2.
11
De Cive, III, xviii, §4.
12
De Corpore, I, iii, §8.
13
De Cive, III, xvii, §28.

3
aquellos que, en cada ciudad, son constituidos por el soberano. Más aún si una
controversia surge en torno a la exacta y propia significación, esto es, la definición
de esos nombres o apelaciones que son comúnmente usados; hasta el punto en que
es necesario, para la paz de la ciudad […] que sea determinada, la determinación
pertenecerá a la ciudad”14

Tenemos, entonces, dos formas de pensar la relación entre verdad y política. Arendt
entiende a la verdad, salvo excepciones como la del ejemplo del filósofo o la del
hombre veraz en un contexto de mentira moderna, como esencialmente apolítica;
mientras que Hobbes vería a la verdad como un producto del poder, es decir, como una
suerte de ‘verdad oficial’. Pero ¿será esta su palabra final?
La lectura que Schmitt hace de la obra hobbesiana proporciona un punto de vista
extremadamente lúcido que nos invita a indagar un poco más. Su hipótesis central es
que el “concepto de Estado [de Hobbes] se torna factor esencial del magno proceso de
cuatro siglos que, mediante la ayuda de nociones técnicas, produce una ‘neutralización’
general y convierte al Estado en un instrumento técnico neutral […] El resultado es que
esta máquina, como la técnica toda, se independiza de todos los objetivos y
convicciones políticas y adquiere frente a los valores y frente a la verdad la neutralidad
propia de un instrumento técnico”15. Pero, si el Estado es neutralizado ¿qué pasa con la
verdad? Para Schmitt, el Leviatán es el único que “determina por medio de la ley qué
sea derecho y propiedad en las cuestiones de justicia y qué sea verdad y confesión en las
cosas que afectan a la fe religiosa”16. Pero, luego, sentencia: “nada es verdadero, todo es
mandato”17. Aquí es donde el alemán da en la tecla, si la verdad se convierte en un
producto del poder, ya no es verdad, es mandato. Como podemos apreciar, esta ‘verdad
oficial’ queda en una situación muy peculiar: no es una verdad en sentido fuerte, es ley.
No me siento en condiciones de decir si esa ‘verdad oficial’ que es producto del
poder es o no una verdad fuerte, o si se trata de mandato y, por lo tanto, habrá que
buscar la verdad en otro lado. Pero esto no representa, por lo pronto, una dificultad,
porque al principio aclaramos que lo que motivaban estas reflexiones eran razones
políticas más que epistemológicas. Lo que me interesa ahora es el aspecto político de la
relación política-verdad. Continuemos, entonces.
Para Schmitt, el “germen letal” del proceso que terminó con la conversión del Estado
en una maquina neutral fue la distinción hobbesiana entre foro interno y foro externo.
Me permito decir que la distinción entre marca y signo opera, en el campo del lenguaje,
del mismo modo que la distinción, señalada por Schmitt, entre fe privada y confesión
pública, en materia de milagros. Él reconoce que el soberano es el que decide que es y
que no es un milagro, pero luego se lamenta: “Hobbes formula ciertas reservas
individualistas indesarraigables […] Penetra entonces […] la distinción entre la creencia
interna y la confesión externa. Hobbes declara el problema del prodigio y del milagro
como un negocio propio de la razón ‘pública’, en oposición a la razón ‘privada’; pero en
virtud de la libertad en general del pensamiento […] queda encomendado al fuero
propio de cada cual, conforme a su razón privada, creer o no creer íntimamente”18.
En lo que respecta al lenguaje, el soberano tiene poder para dirimir desavenencias
respecto al significado de los signos y, por consiguiente, puede manipular las
convenciones lingüísticas. Esto significa que él puede crear una ‘verdad oficial’, porque
como sabemos “la verdad consiste en el discurso y no en las cosas de las que

14
De Cive, III, xvii, §12.
15
Carl Schmitt, El Leviathan en la Teoría del Estado de Thomas Hobbes, Editorial Struhart & Cía, Buenos Aires, 1990, p. 40.
16
Ibid., p. 51.
17
Ibid., p. 53.
18
Ibíd., p. 55.

4
hablamos”19. Sin embargo, el concepto de marcas privadas horada el poder que Hobbes
le atribuye al soberano sobre los signos. En orden a comunicarse con los demás en el
espacio publico, cualquier persona deberá emplear los signos, tal como ellos han sido
dispuestos por la autoridad. Pero, si entiende que el lenguaje público se halla viciado,
queda reservado a su fuero interno la posibilidad de emplear sus propias marcas para
razonar. Así podrá especular con verdades privadas, más discretas, igualmente
dependientes del lenguaje, pero que no se atengan a las necesidades del poder. En
síntesis, el Leviatán puede cambiar el diccionario al que recurrimos para entendernos
con otros, pero nada impide que creemos nuestro propio diccionario para pensar.
La propuesta hobbesiana para pensar el conflicto entre verdad y política se despliega,
por lo tanto, en un doble registro, atribuyendo derechos y obligaciones tanto a los
particulares como al soberano. Los súbditos tienen la obligación de profesar
públicamente la verdad oficial por el bien de la paz, pero poseen el derecho de pensar
libremente acerca de la verdad, aunque en privado. Haciendo un juego de palabras con
la máxima pragmática de Rorty, Hobbes les estaría diciendo: ‘cuiden de la libertad de
pensamiento, que la verdad se cuidará de sí misma’. A su vez, el soberano, en aras de la
paz, tiene el derecho juzgar sobre la veracidad de las proposiciones, pero sólo “cuando
la necesidad lo requiera”. Sin embargo, también tiene la ‘obligación’ de no abusar de su
derecho, porque si los filósofos comienzan a pensar estableciendo sus propias marcas,
su filosofía “perecerá con ellos”. Esta obligación no es, empero, estricta, sino que se
funda meramente en la prudencia del soberano, ya que nadie puede hacerla exigible.
A modo de conclusión, es posible retener, a partir de la lectura de dos autores –como
son Hobbes y Arendt– que provienen de tradiciones intelectuales absolutamente
diferentes (por no decir opuestas), si no una máxima, algo así como una idea respecto de
la relación entre verdad y política. Esa idea tiene dos aristas: por un lado, el poder tiene
una enorme injerencia sobre la verdad, pero también existen ciertas verdades que
resultan peligrosas en el espacio público.
Por esta razón, Arendt indica, en primera instancia, el daño que el poder puede
hacerle a la verdad. Pero, en segundo término, advierte contra la aplicación de las
verdades racionales como medida de los asuntos humanos y sobre lo desastroso que
puede resultar la participación del filósofo, como tal, en los asuntos públicos.
Asimismo, Arendt caracteriza a la verdad de hecho como despótica porque no se
preocupa por las opiniones y evita el debate. El conflicto consiste en que las opiniones y
el debate son el núcleo del pensamiento y la vida política.
Hobbes, a su vez, reconoce una injerencia del poder político sobre la verdad incluso
mayor que la que observa Arendt. Él confiere al soberano la potestad para regular –y
hasta en cierto modo crear– una suerte de ‘verdad oficial’, gracias a su capacidad para
manipular el lenguaje público. Es cierto que Hobbes, como buen filósofo, y a modo de
resguardo a esa injerencia del poder, concede a los particulares la posibilidad de
establecer marcas privadas para pensar libremente acerca de la verdad, aunque en la
esfera privada donde las ‘verdades íntimas’ no pueden ser peligrosas para la paz
pública. Sin embargo, lo que lo lleva a diseñar este dispositivo es el carácter perturbador
de la paz que tienen las disputas acerca de la verdad en el espacio público.
Ambos, Arendt y Hobbes, nos quieren decir que es necesario proteger a la verdad (o
al pensamiento respecto a la verdad) del poder político, pero también es necesario
proteger al espacio público de los efectos políticos que puede provocar la verdad y las
disputas en torno a ella. Para decirlo a modo de advertencia: hay que resguardar a la
verdad de la política, pero también a la política de ciertas verdades. Esta es una
advertencia que yo suscribiría.
19
De Corpore, I, iii, §7.

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