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SAN JUAN GABRIEL PERBOYRE.

UNA SEMILLA DE ETERNIDAD


Jean-Yves Ducourneau, C.M.
CEME, Salamanca, 1997

1.- EN LA ESCUELA DE LOS CAMPOS


Una historia milenaria esmalta el Quercy. Sus valles ondulantes presentan por sí solos el
trabajo atrevido de una naturaleza rebelde. Ya desde tiempo muy remoto, los hom bres
domaron a su manera este terreno pedregoso y salvaje. Los densos robledos dan la útil
sombra cuando el sol de julio despliega sus rayos ardientes. Los numerosos palomares de
tejados piramidales prestan buen cobijo a los pájaros contra las violentas lluvias. Las
protuberantes praderas nutren con su verdegueante hierba los pequeños rebaños de
ovejas, verdaderos tesoros para los labradores.
A una veintena de kilómetros de Cahors, está ubicado el viejo pueblo de Montgesty. Su
iglesia, anclada noblemente en medio de las viejas casas, es, como en otras partes al
comienzo del siglo XIX, el pulmón de la vida de los habitantes y el reflejo de una actividad
espiritual intensa.
Para llegar a la hacienda de los Perboyre, hay que tomar un largo sendero hasta el lugar
llamado "El Puech". La alquería aneja al pueblo se deja rodear de unas tierras ingratas,
salpicadas de bellas y feraces parcelas y de un suave color rojizo. El chasquido de la rueda
de moler cascando las nueces rivaliza con el balido habitual de los corderos en busca del
pasto y los gorjeos estridentes de los gorriones que revolotean.
La vivienda es de puro estilo quercinés: una alquería como la que tienen todos los vecinos.
Rodeada de robles, de nogales, de pequeñas praderas y de un poco de viñedo para el vino
cotidiano, es el lugar privilegiado de una familia unida y cristiana.
Juan Gabriel nació en El Puech, en 1802. El día de su nacimiento guardará tal vez para la
historia un cariz enigmático. Según el registro municipal, nació el 15 de Nivoso del año 10
de la República, es decir, el 5 de enero de 1802. Ahora bien, Juan Gabriel pretendió
siempre haber nacido el 6 de enero, día de la Epifanía. ¿Estaría él equivocado sobre su
propia fecha de nacimiento` Siempre queda que fue bautizado al día siguiente de nacer,
en la iglesita de Montgesty, como era costumbre hacerlo en aquella época.
Juan Gabriel es el mayor de ocho hijos. Tiene como hermanas a Juana, nacida en 1805,
que se casará; a Marieta, nacida en 1809, que pedirá ser admitida en el Carmelo, pero
morirá en el momento de su entrada; a Antonieta, nacida en 1815, que ingresará en las
Hijas de la Caridad y partirá para China en 1847 y a María Ana, nacida en 1817,
igualmente, Hija de la Caridad y yue asistirá en 1889, a las fiestas de la beatificación de su
hermano. Juan Gabriel tiene también tres hermanos: Luis, nacido en 1807, que será
sacerdote de la Congregación de la Misión; Juan Santiago, nacido en 1810, primero,

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hermano y luego, a su vez, sacerdote de la Misión y, finalmente. Antonio, nacido en 1813,
que asegurará la sucesión del padre en la hacienda familiar.
En el mundo rural, la vida se rige por el día y las estaciones. Los campos y los rebaños son
el tesoro inapreciable de los campesinos del Quercy. Cada cual sabe el valor de las cosas y
tiene respeto al trabajo cumplido.
La familia Perboyre no es la menos favorecida. Vive como en otras partes del trabajo de la
hacienda, y este trabajo trae sus frutos. Así, se consume mucha legumbre del huerto, y se
hace harina del maíz. Se tiene algunas aves de corral y un cerdo, sin olvidar los numerosos
nogales que proporcionan el aceite de nuez. El pan, compuesto de harina de trigo y de
centeno, se amasa y cuece cada quince días. Pedro Perboyre, el padre de Juan Gabriel, es
también productor de vino, a la vez, para consumo familiar y para venta en el contorno. Se
recupera el agua de lluvia para los animales y para las necesidades diarias de la familia,
pero para el agua potable hay que andar hasta la fuente, a un kilómetro de distancia.
Hijo como los otros, con la responsabilidad del mayor, Juan Gabriel va con sus hermanos y
hermanas a la escuela del pueblo de Montgesty, desde Todos los Santos hasta cerca de
Pascua. El padre, que sabe leer, permite así a sus hijos que sigan el mismo camino. En
efecto, la escuela no es todavía obligatoria. El párroco, entonces verdadera piedra angular
de la vida de los pueblos, se esfuerza bien que mal, en contratar a un maestro a quien
utiliza también como canto], y sacristán. Al atardecer, los niños vuelven a casa guiados por
el mayor. No olvidan tampoco el catecismo diario que se considera como una materia de
clase con todos los derechos.
Así, los hijos Perboyre se instruyen y se forman todos en una fe católica, sólida. Hay
costumbre de rezar con la madre y con toda la familia. Se dice de Juan Gabriel que es
particularmente asiduo a la oración y a las lecciones de catecismo, que no duda en recitar
u los niños vecinos.
Al decir de los habitantes, su piedad impresiona o sorprende. El párroco, corno maestro
de obra, tampoco se equivoca en esto. Cuando los niños hacen su primera comunión hacia
la edad de catorce años, o incluso dieciséis -tal es la costumbre galicana de entonces-, el
párroco permite a Juan Gabriel comulgar, por primera vez, a los doce años. El niño se
agrega en su ímpetu espiritual, desde el día siguiente, a la cofradía del santísimo
Sacramento, muy extendida entonces por esta comarca rural.
La existencia campesina es escuela de la vida. Con los ojos abiertos sobre la
naturaleza, que se domina respetuosamente, se crece en madurez, más aprisa que en
otras partes, ya que la vida es austera y, a veces, difícil y penosa. Los años de Juan
Gabriel son, a pesar de todo, años de una infancia feliz. De hecho, él guardará hacia
ella, durante toda su vida, un afecto sin límites y un respeto infinito a sus padres, como
era la costumbre de la época.
La na t ur al e za esculpe los caracteres de los hombres. Los burila con sus caprichos y
sus alegrías, como el agua salvaje de los torrentes traza los valles. Así, a imagen de
esta dama sólida en las fallas ocultas, Juan Gabriel posee un carácter forjado como una
roca, consolidado por una voluntad férrea. No obstante, se le dice reservado y, a
veces, lo siente como un obstáculo que le impide relacionarse con facilidad. Entonces,
saca de su hondura, de sus manantiales, agua para regar su naturaleza huraña. Dirá en
carta a su joven hermano Santiago que trabaje sobre si mismo: "Desearía que hicieras
algunos esfuerzos para ser menos taciturno, más abierto. Si no trabajas pronto en
dominar tu carácter sobre este punto, tendrás más tarde dificultades insuperables para
hacerte sociable y de un trato agradable. Por mi parte, sé lo que me cuesta”

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2.- LOS GÉRMENES DE UNA LLAMADA
Juan Gabriel tiene un tío sacerdote. Toda la familia está orgullosa de él. El hermano mayor
de Pedro, Santiago Perboyre, "el tío Santiago", como se le llama, es sacerdote de la
Congregación de la Misión. A su tiempo, fue destinado al seminario de Albi, como
profesor, pero los desórdenes revolucionarios agitaban los espíritus y dividían al clero.
Con otros muchos, Santiago permaneció fiel a Roma y rechazó la Constitución Civil del
Clero. Vino a ser así "sacerdote refractario". A los ojos de la familia, no deja de ser, con
todo, un héroe de la fe católica. Después de unos años difíciles y delicados, durante los
cuales tuvo que esconderse a menudo, volvió la paz religiosa y fue enviado al seminario
menor de Montauban, dirigido por los PP. Paúles, para la formación de los futuros
sacerdotes. La influencia que Santiago Perboyre ejerce sobre la familia es inmensa. Él
recibirá, en el pequeño pensionado de Montauban, a dieciocho de sus sobrinos y primos
de los que varios llegarán al sacerdocio.
Juan Gabriel no piensa en el sacerdocio para sí mismo. Por lo demás, nadie en la familia
sueña en ello, ya que es muy necesario que el mayor tome el relevo del padre en las
labores del campo. Es la costumbre y, en el campo, los habitantes tienen la vida difícil.
Evidentemente, el niño había participado en la escuela y en el catecismo con éxito. El
párroco del pueblo hasta le había confiado la clase en su ausencia. Todos están contentos
de él. Pero ha recibido ya, se cree, la educación suficiente para empezar una vida de adulto
responsable.
Se da como seguro que el padre de familia retendrá con él a Juan Gabriel. Se determina, al
contrario, que el segundo hijo, Luis, pueda aprovecharse de la educación ofrecida en el
seminario menor de Montauban. Luis siente despertar el deseo de seguir las huellas del tío
Santiago, pero el chaval no tiene todavía diez años. Con todo, irá como pensionista. Para un
chavalín, acostumbrado al calor del lar familiar, es una dura perspectiva. Pedro y su mujer
María son conscientes de ello. Para habituar al hijo a la separación bastará enviar con él a
Juan Gabriel, por unas semanas, el tiempo en que Luis se haga a las cuatro paredes
imponentes de su nueva vida montalbanesa. En aquel otoño de 1816, los trabajos de los
campos no requieren ayuda especial y, por consiguiente, la ausencia del mayor no será
demasiado difícil de soportar. Hay acuerdo en que Juan Gabriel siga algunos cursos de
francés, de historia y de matemáticas, durante su estancia en Montauban.
El 8 de mayo de 1817, por primera vez, escribe a su padre y tiene así ocasión de mostrarle
algunos resultados indicativos de su nuevo saber: "Quisiera escribirle, pero como nunca he
escrito una carta ni aun leído, no me atrevo a coger la pluma para ello. Lo hago hoy por
primera vez. Es muy justo, mi queridísimo padre, que tenga usted las primicias de mi
pequeño saber"
El padre sabe que la vuelta de su primogénito es para pronto. El trabajo en la propiedad va a
exigir su presencia. Se presenta, pues, en Montauban, en el domicilio del tío Santiago, para
llevarse al adolescente a casa.
Entretanto, el Consejo de profesores del seminario menor ha deliberado y es claro que, para
ellos, Juan Gabriel debe quedarse, ya que manifiesta cualidades eminentes para el estudio y
la reflexión. Se proyecta incluso para él el acceso a las órdenes. Orgulloso de su
primogénito, pero un tanto triste, Pedro Perboyre deja, en efecto, a su hijo en Montauban y
se vuelve solo al Puech.
Juan Gabriel es inscrito en el curso de latín y, el 16 de junio de 1817, escribe con cierta
seguridad a su padre: “He consultado a Dios para saber el estado que debía abrazar para

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ir con seguridad al cielo. Después de muchas plegarias, he creído que el Señor quería que
entrara en el estado eclesiástico”. Pidiendo la aprobación del padre, que sabe lo necesita,
no pierde el hilo de los quehaceres de este mundo, a veces, indispensables para vivir bien
los quehaceres del cielo: "Si es de su agrado que continúe, necesito hacerme unos hábitos.
Tenga la bondad de enviarme el dinero para comprarlos, creo que la bolsa de ¡ni tío izo
esta lo bastante provista para hacerme un anticipo. "
Los padres de Juan Gabriel, resignados, pero confiando en la Providencia visiblemente
actuante, aceptan ver al muchacho caminando hacia la vocación sacerdotal. Juan Gabriel
necesitará hacer esfuerzos particulares y constantes para ponerse al nivel de estudio de sus
condiscípulos a los que sólo supera en edad.

3.- LOS CAMPOS DE MISIÓN

En el transcurso del otoño de 1817, se predicó una gran misión en Montauban. Era un
momento esencial en la evangelización de las ciudades y de los campos. En la misión, se
escuchaba la apología de las virtudes cristianas y largas homilías bien hechas sobre un
tema particular para cada día. Aquella vez, asistieron los alumnos del seminario menor. Un
día, escuchaban un apasionante sermón del abate de Chiezes. Juan Gabriel había sentido
en su corazón la llama vibrante de la llamada de Dios: "Seré misionero". Al ir a hacer
partícipe de su alegría a su querido tío, se topa con una risa un tanto burlona. Juan Gabriel
iba a cumplir dieciséis años y apenas está en clase de 5.°. Para el tío, la urgencia no está en
eso, sino en la recuperación escolar. La llamada parece ya sólidamente anclada en el
corazón del adolescente, en estado de búsqueda. Quedará aguardando el momento
oportuno para que esa llamada resplandezca en el gran día de la misión.
Los esfuerzos que hace Juan Gabriel son considerables. A los dieciséis años cumplidos,
está ya en clase de 2.° y ha superado en parte su retraso. Confía sus preocupaciones
espirituales a san Francisco Javier, patrón de las Misiones. Poco a poco se hace en él la luz:
¡no sólo será misionero sino que, además, irá a China!
Insistiendo una vez más ante su tío, Juan Gabriel impetuoso, se hace persuasivo. El tío
Santiago hubiera querido ir él mismo a China. Aquel país inmenso representa entonces el
ideal misionero, como lo había sido más o menos Madagascar, en tiempos de san Vicente
de Paúl, para sus primeros compañeros: dar su vida por la causa de Dios, en tierras lejanas
e "infieles" (término que se emplea fácilmente para definir las tierras sin conocimiento del
Evangelio). Santiago percibe ahora, en la mirada clara y segura de su sobrino, una señal
manifiesta de la acción de Dios. Informa de ello a sus superiores y es así, con la mayor
naturalidad del mundo, como el joven es admitido oficialmente, el 15 de diciembre de
1818, en el Seminario Interno (Noviciado) de la Congregación de la Misión (PP. Paúles).
Debido a los desórdenes recientes de la Revolución francesa y de sus heridas aún abiertas,
los miembros de la Congregación siguen dispersos. La Sociedad Misionera de san Vicente
de Paúl ha conocido una seria persecución y se levanta poco a poco de sus ruinas y de los
ultrajes sufridos. Así, se autoriza al joven Perboyre para que haga su noviciado allí, en
Montauban, bajo la responsabilidad del tío Santiago. Juan Gabriel proseguirá igualmente
sus estudios aún no acabados. Se le confía además el cuidado de dar clase a algunos niños.
A fuerza de voluntad y con la ayuda de Dios, Juan Gabriel se pone seriamente a la tarea,
sin dificultad. El compañero que tiene de noviciado ve ya en él "el ideal de la per fección
de un novicio—. Sostenido por la fuerza tranquila y eficaz de un san Vicente, bien anclado
como él, en sus almadreñas campesinas, Juan Gabriel fija su vida en la de Cristo y, lejos de
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los arabescos del romanticismo, se forja una sólida espiritualidad doctrinal, apoyada en
maestros tales como san Buenaventura, san Bernardo y santa Teresa. En esta escuela de la
vida, aprende a amar a Dios por él mismo y a avanzar por amor para vivir plenamente de
su misericordia salvadora: "Si pensáramos en el amor que Dios nos tiene y en la pena
que le causa el pecado, creo que esta consideración sería más que suficiente pura
inspirarnos un gran horror de éste".
En la flor de los diecinueve años, Juan Gabriel seguro de su formación clásica, animada de
un espíritu recto y de su gran conocimiento de la sagrada Escritura, es llamado a la
emisión de los votos, en el seno de la Congregación de la Misión, el día 28 de diciembre de
1820.
Le hace falta ahora profundizar en la formación teológica. Los superiores convocan, pues,
a Juan Gabriel para esta nueva etapa. Antes de aquel largo viaje hacia la capital, el tío
Santiago permite a su sobrino hacer escala durante dos cortos días, en el seminario mayor
de Cahors, para ver a sus padres y darles un abrazo caluroso. Luego, llega la hora de tomar
sitio en la diligencia que, en casi cuatro días, lo traslada a París.
Las calles adoquinadas de la gran ciudad parecen enlazarse unas a otras. Los gritos de los
vendedores de fruta y hortalizas, en los puestos irisados de colores vivos y cambiantes,
pujan por encima del ruido escandaloso que producen las ruedas gigantes de la diligencia
recorriendo los bulevares resbaladizos. El pequeño provinciano de Montáesty abre unos
ojos de pasmo ante aquella capital que, hasta entonces, sólo era un nombre aprendido y
recitado en la escuela.
El largo viaje termina ante las puertas del Hotel de Lorges, en la calle de Sevres,
convertido desde 1817 en Casa-Madre de los PP. Paúles. La casa, aunque imponente,
rivaliza en indigencia, según declaraciones del futuro P General, Sr. Étienne, con el establo
de Belén. Los miembros de la Congregación, que la habitan en aquella época, son
venerables ancianos gastados por los caminos, a veces penosos, de la misión, pero
verdaderas piedras de refundación de la "Pequeña Compañía", como gustaba llamarla san
Vicente.
La enseñanza que se imparte en el seminario está basada mayormente sobre la reflexión
tomista. Juan Gabriel aprende mucho del "Doctor Angélico". Ciencia y piedad se
completan y deben respaldarse una a otra, ya que la una sin la otra viene a ser caduca y
estéril o una simple ilusión. Santo Tomás muestra ser un buen maestro para conocer
mejor a Dios, amarlo mejor y servirlo mejor, de suerte que el propio san Vicente lo había
tomado como ejemplo. La humildad y la oración son también profesadas y vividas. Ellas
son el medio sencillo y eficaz para procurar un mejor conocimiento de Dios y de su
voluntad y, en consecuencia, avanzar en santidad.
El 3 de abril de 1824, Juan Gabriel recibe el subdiaconado. Esta nueva etapa le abre las
puertas al rezo del breviario que él considera ya, junto a la misa, como "dos medios
poderosos de salvar las almas".
Se interroga también sobre su propia santificación mediante una pregunta que suena a
realismo: "¿Cómo es que rezando todos los días el breviario no somos más santos?"
Juan Gabriel acaba ahora su ciclo de teología. Ha crecido espiritualmente y ha adquirido
una madurez real. No obstante, a sus ventidós años, es demasiado joven para ser llamado
al presbiterado. Hay que encontrarle un apeadero para los dos años de espera. Esto se
hace en el colegio de Montdidier, en la Somme.
Para un discípulo de san Vicente de Paúl el departamento de la Somme representa
muchísimo. Es como un manantial misionero inagotable. Fue, en efecto, en Folleville,

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pueblecito de esta llanura picarda, donde el célebre gascón predicó su primer sermón de
la Misión, en 1617.
Montdidier poseía un colegio regido desde 1818 por los PP. Paúles. Era el primer colegio
paúl abierto después de la Revolución. El P. Dewailly era el director y el P. Pedro Vivier el
superior. A la llegada de Juan Gabriel, el número de alumnos era de unos doscientos. Se
confía al joven una clase de 6.° con sólo 8 alumnos. La impresión que ha causado Juan
Gabriel a su llegada no ha sido efectivamente de las mejores. ¿Cómo -se preguntan- va él,
que es bajo de estatura, de carácter reservado, rayano en lo taciturno, a poder encargarse
de una clase numerosa?
Desde los primeros meses, el novel profesor de la clase de 6.° sabe hacerse respetar y
apreciar. Desde el retiro de entrada, es escogido por sus mismos alumnos como director
de la pequeña congregación que acaban de crear al estilo de la de los mayores: la
Congregación de los Santos Ángeles, cuya inauguración tuvo lugar el 1 de febrero de 1825.
Una gran alegría inunda el corazón del joven subdiácono, al ser llamado a París para
recibir allí el diaconado, en el mes de mayo de 1825.
Aquel 28 de dicho mes, Juan Gabriel recibe, pues, de manos del arzobispo de París, Mons.
de Quelen, la ordenación diaconal en la iglesia de San Sulpicio, cercana a la casa de los PP.
Paúles.
A la vuelta del curso escolar de 1825, el P. Vivier, superior del colegio de Montdidier,
confía al nuevo diácono el curso de filosofía, reconocido de nuevo por la Universidad. Juan
Gabriel afronta gustoso la filosofía cartesiana que hace la alegría del espíritu francés, pero
que él juzga demasiado orgullosa para ser siempre verdadera. Prefiere, y es muy
comprensible, la más reflexiva, para su gusto, de santo Tomás de Aquino que permite
mejores circunvoluciones del pensamiento, y pone a Dios, sin más hipótesis, en el centro
mismo de la historia.
Bañado, no obstante, por las diversas corrientes de pensamiento, ya influyentes en su
época, no está ausente del mundo de su tiempo ni de su investigación intelectual. De ahí
que escriba a su joven hermano Luis: "¡No es pequeña tarea ser profesor de filosofía en
un tiempo donde cada uno tiene su sistema, sus opiniones, donde hay tantas escuelas
como maestros!" Y tratando de volver a centrar el pensamiento de su hermano menor y
de promover en él lo bien fundado de la filosofía tomista, le indicará además: "Encon-
trarás en el Tratado de la Existencia de Dios de Fenelón y en el de El Conocimiento de
Dios y de sí mismo de Bossuet más metafísica, v, sobre todo, sana metafísica, que en
todas las filosofías del mundo".
El joven y fogoso profesor pasa sus jornadas trabajando por despertar las conciencias a
la divina Providencia, cosa que tiene unas penosas consecuencias sobre su
correspondencia personal que acusa desgraciadamente retraso. De ahí que escriba a su
padre: "Para nosotros, los días comienzan a las cuatro v no acaban nunca hasta las nueve
o diez de la noche. No obstante, nuestras ocupaciones nos fueran bastante a menudo a
prolongarlas hasta medianoche".
El diácono es el servidor de los pobres. El diácono discípulo de san Vicente lo es por
antonomasia. Juan Gabriel sabe que el colegio asiste, mediante buenas obras, a presos
indigentes y a algunas personas vecinas en necesidad. Organiza entonces, para
completar estas ayudas, unas colectas y moviliza a los alumnos para que den algo de su
persona y de su tiempo a aquellos necesitados. Se le oye decir, al respecto: "Vengo de
hacer lo que hacía nuestro santo Fundador" (Vicente de Paúl).

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En la historia del colegio de Montdidier, se recordará durante largo tiempo, este
movimiento filantrópico. Se podrá leer en sus archivos, que Juan Gabriel "había dado u
las jóvenes generaciones, por un ejemplo tomado de lo vivo, un alto concepto de la belleza
moral de un alma y de la grandeza de un carácter".
El fin del año escolar va a traer un descanso bien merecido al joven diácono, a quien
acaban de decir que vaya preparándose serenamente para recibir, en breve, la
ordenación presbiteral. Es igualmente previsible un próximo destino. Juan Gabriel sabe,
desde el mes de agosto, que se le requiere de varios lugares, especialmente por parte de
su tío Santiago que siente ya la fatiga de los años y al que bien quisiera él dar una
respuesta positiva: "Había tenido -escribe a su padre- esperanza de ir a Montauban; mi
tío ha hecho las más vivas instancias para tenerme, pero al presente sé que no seré
enviado allá”. En Montdidier, quisieran retenerlo. En París, sin embargo, sus superiores
han sido tajantes: "Parece que voy a ser cambiado, e incluso, si hay que dar crédito a cier-
tos pequeños rumores que han llegado a mis oídos, sería destinado a un sitio próximo al
Quercy". En las altas instancias, se decide que Juan Gabriel, después de su ordenación,
sea destinado a la enseñanza, en un seminario mayor.
Próximo al sacerdocio, escribe a su padre: "Se ha determinado, pues, mi queridísimo
padre, ¡y no está ya lejos el día en que el Señor debe imponer sobre mi cabeza el yugo del
sacerdocio! ¡Será el día más grande de mi vida!.... ¡Hace .falta que la misericordia de Dios
sea más, grande para elegir unos ministros tan indignos! ¡Usted sabe que poco había
merecido yo este insigne favor". Fiel a su vocación de paúl, repetirá casi literalmente las
palabras de Vicente: "Si hubiera comprendido, antes de recibir el sacerdocio, lo que es un
sacerdote a los ojos de la fe, no hubiese podido jamás consentir que se me impusieran las
manos”.
El 23 de septiembre de 1826 es un gran día. Se conmemora el aniversario de la ordenación
sacerdotal de san Vicente de Paúl. En esta ocasión, tres jóvenes van a recibir, a su vez, de
manos de Mons. Luis Guillermo Dubourg, obispo de Nueva Orleans, pero recién nominado
para la sede de Montauban, esta misma ordenación presbiteral en la capilla de la Casa-
Madre de las Hijas de la Caridad, 140, de la calle del Bac, en París, en cuyo interior se
guardaban todavía los restos del santo Fundador.
Juan Gabriel es acompañado de Juan Bautista Torrette, que partirá para China en 1829, y
de Pedro Juan Martín, que, más tarde, sucederá a Juan Gabriel como subdirector del
Seminario Interno en París, en 1835. La familia Perboyre habita demasiado lejos para
poder desplazarse, sólo el joven Luis asiste a la imposición de manos.
Al día siguiente, domingo 24 de septiembre, fiesta de nuestra señora de la Merced, el
nuevo sacerdote celebra en acción de gracias su primera misa, en el altar donde reposa el
cuerpo de san Vicente. Unos días más tarde, tiene la oportunidad de volver al colegio de
Montdidier para celebrar también allí la Eucaristía. Finalmente, recibe de manos del
Superior General, el destino para el seminario mayor de Saint- Flour, en la Alta Auvernia.

4.- PROFESOR Y SEMBRADOR

Saint-Flour es un pueblecito de unos 5.000 habitantes. A unos pasos de la catedral, se


yergue el seminario mayor confiado a la Congregación de la Misión desde 1674. Los PP.
Paúles fueron expulsados de él en 1791 y vuelven en 1820. Ahora, su superior es el P.
Grappin, un sacerdote de 35 años de edad. Recibe a Juan Gabriel poco después de su
ordenación porque hay que preparar el comienzo de curso en octubre. Confinado en una
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habitación exigua, se ve distinguido con la responsabilidad de la enseñanza de la teología
dogmática. El programa de este primer año tiene como tema los Tratados de Gracia y de la
Encarnación.
A pesar de su juventud, deja huella en sus alumnos por su conocimiento bíblico,
especialmente en lo que concierne a los textos de san Pablo. Uno de sus seminaristas se
complacerá en recordarlo: "Me acuerdo siempre -son sus palabras- de la magnífica
introducción que nos hizo al Tratado de la Encarnación, por el solo desarrollo del texto
siguiente de la primera Carta a Timoteo: «Y, sin duda alguna, grande es el misterio de la
piedad: Él ha sido manifestado en la carne, justificado en el Espíritu, visto de los ángeles,
proclamado a los gentiles, creído en el inundo, levantado a la gloria». (l Tm 3,16).
Situado en Saint-Flour, se hace más apremiante para Juan Gabriel el deseo de ver a su
familia: "He escrito ya a París pidiendo permiso para ir a veros. Espero que no me sea
negado”. El año escolar le resulta pesado: "Aunque no esté enfermo, me siento muy
cansado". Conservando las preocupaciones de la hacienda familiar y de sus asuntos
corrientes, trata de vender en el lugar el vino de la propiedad, pero: "No hay grandes visos
de que nuestro vino sea colorado, por aquí; Io encuentran bueno, pero el transporte
ofrece demasiadas dificultades”.
La enseñanza que imparte quiere ser de una fidelidad ejemplar a la autoridad eclesiástica.
Se muestra contrariado por las ideas galicanas que considera nefastas para la Iglesia. Se le
puede oír decir a sus alumnos: "Guardémonos mucho, Señores, de atacar jamás a la
Santa Sede. No creamos nunca que ella se excede en sus poderes al tomar decisiones,
reconozcámosle toda la autoridad que ella se atribuye en todas las cuestiones,
cualesquiera que sean”.
No obstante, simpatiza con las ideas de Lamennais, cuando éste defiende las libertades de
los cristianos, especialmente, la de la enseñanza. La paradoja, que parece surgir de esta
aprobación, no lo interpela, pero tampoco le perjudica en nada, según declaraciones, a su
calidad de enseñante. Cuando el Papa Gregorio XVI haga saber más tarde, en 1832, que las
ideas de Lamennais están condenadas, Juan Gabriel se plegará a ello, sin decir palabra:
"Roguemos a Dios que nos preserve de replicar jamás a las palabras del Soberano
Pontífice. Él es a quien Jesús dijo: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi
Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” -.
Esta vida trepidante del joven profesor exige descanso. Es, al fin, posible durante el verano
de 1827, terminado el año escolar. Ha obtenido permiso para volver al Puech. Tras una
estancia en Carcasona y en Montolieu como huésped de los cohermanos, Juan Gabriel y su
compañero de ruta llegan a Montauban, a la residencia del tío Santiago. Con esta ocasión,
asiste a una entrega de premios de fin de curso en el seminario menor y, durante su
estancia, se ve rodeado de atenciones: "No podrías imaginarte qué rápidamente me he
repuesto -escribe a su hermano Luis, a la sazón en París, en la Casa-Madre-, mi tío, las
Damas Ursulinas a las que voy a decir la misa todos los día, -cuidan tanto de mi”.
Al cabo de doce días pasados en Montauban y tres en Cahors, hele de nuevo en El Puech
con sus hermanos Santiago y Antonio, que llegan acompañándolo desde Montauban. Hace
ya casi siete años que Juan Gabriel no pone los pies en la hacienda familiar. Vuelve a ver a
todos sus conocidos, y va a postrarse ante la tumba de su hermana Marieta, fallecida el año
anterior.
Este tiempo bendito de las vacaciones se acaba, y Juan Gabriel retorna a Saint-Flour. Con
fecha de diciembre de 1827 escribe al Rector de la Academia de Clermont: "El Superior
General do los PP. Paúles acaba de llamar a París al P. Trippier... A instancias del Sr.

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obispo de Saint-Flour, el mismo Superior me ha puesto al frente del pensionado que
el P. Trippier dirigía... Tengo cinco años de ejercicio en la enseñanza, habiendo sido
profesor de las clases inferiores, de filosofía, de matemáticas y de teología en el
seminario menor de Montauban, en el colegio de Montdidier y en el seminario mayor -
de Saint-Flour".
A los veinticinco años, el P. Juan Gabriel Perboyre es nombrado superior del Pensionado
eclesiástico de SaintFlour, que el nuevo director se complacerá en llamar seminario menor,
a pesar de que le faltaba el reconocimiento. En efecto, la ley estipulaba que la Iglesia sólo
tenía autorización para abrir un único seminario menor por departamento, y ya existía uno
en el cantón de Mauriac.
Al comienzo del año escolar, en octubre de 1827, se cuenta con treinta y seis pensionistas
que prosiguen sus estudios en el Colegio Real de Saint-Flour y se alojan en el Pensionado.
Esta cifra irá en aumento los años siguientes para acercarse pronto a los ciento cuarenta.
Se le dan como colaboradores dos sacerdotes diocesanos, lo cual es insuficiente de cara a la
amplitud de la tarea y a las dificultades que no dejan de surgir: la precariedad de los
recursos, la constante oposición del Colegio Real que espera ver el final del Pensionado, el
temor de los padres ante la juventud del nuevo director, las sobrecargas de trabajo. Con
pluma cansada escribe a su hermano Luis que se queja de falta de noticias: "Obligado a dar
cuatro o cinco clases o repeticiones por día. Obligado, en calidad de director, de ecónomo
etc., etc., a ser siempre de todos y de todo, y por todas partes a la vez, ¿cómo podría Yo irme
de tiempo en tiempo a recrearme contigo en París?"
Ansioso de una buena educación para todos deplora la obligación que tienen sus jóvenes de
seguir los cursos en el colegio de la ciudad —donde ven, ¡ay!, todos los días, las bajezas más
abominables". Se interesa mucho por la de su joven hermano Antonio, que queda en
Montgesty, quien le escribe con algunas faltas de ortografía y para con el que se muestra
siempre indulgente, sin dejar de recordar lo esencial a sus ojos: " En todas las cosas, trabaja
únicamente para agradar a Dios, de otro modo, perderías tu tiempo y todos tus esfuerzos".
En cuanto a su hermano Luis, que tiene la suerte de formarse en literatura, no le pasa la
mínima falta, y no duda en reprenderlo de una manera que ofendería a muchos.
Le escribe: "Al volver a leer tu carta, he notado algunas faltas de ortografía que voy a
señalarte. Siento que no es muy halagador para un escritor de la capital recibir lecciones de
mí, humilde pedagogo de provincia; pero es tan importante para él escribir bien que no debe
despreciar los avisos de un tal aristarco, cuando pueden serle útiles".
"Estoy consumido de trabajo. Me encuentro extremadamente fatigado de espíritu y de
cuerpo». No sé dónde acabará un malestar general que siento hace tiempo y que es
progresivo". Agotado, Juan Gabriel no sabe ya qué hacer. Apoyado por unos, mofado por
otros, piensa dimitir, pero se mantiene firme para salvaguardar su autoridad.
Indirectamente su joven hermano Luis pone de nuevo bálsamo en su corazón. Los
superiores de París habían confiado al joven Luis el cuidado de ocuparse de algunos jóvenes
paúles chinos. Con su trato siente la llamada a seguirlos en su lejano país. Juan Gabriel se
alegra de la elección misionera de su hermano menor: "Sólo podría aprobar y admirar tu
bella resolución de ir a evangelizar a los chinos... El poder de un misionero está en la. fuerza
de Dios”, le asegura, y prosigue: “Trata, sobre todo, de destruir enteramente en ti todos los
restos del hombre viejo, a fin de revestirte únicamente de Jesucristo, de penetrarte bien, de
llenarte bien de su espíritu”. Y contemplando su propio camino con una mirada melancólica:
"Temo mucho, mi querido hermano, haber ahogado por mi infidelidad los gérmenes de una

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vocación semejante u la tuya. Ruega u Dios que me perdone los pecados, que me haga
conocer su voluntad, y que me dé la fuerza para seguirla".
Durante el verano de 1830, París conoce la Revolución de julio. El miedo se apodera de
mucha gente de Iglesia. Se teme que los restos de san Vicente sean arrojados al Sena. Juan
Gabriel está en "trances de muerte", hasta el momento de saber que su joven hermano,
dispuesto a partir para China, se encuentra seguro: "Que el Señor continúe favoreciendo
con su divina protección a ti y a todos los hijos de san Vicente.
Juan Gabriel alaba el coraje de su hermano. Desea de una manera cada vez más
apasionada, que comienza a expresar abiertamente, emprender el mismo camino
misionero: "Anhelo ardientemente -le escribe en agosto de 1830-, tener ocasión de verte
antes de tu partida para China. Aunque no esté muy lejos de tomar tu misma ruta, no
estoy bastante dispuesto ni bastante decidido por mi mismo para embarcar este año”.
La llamada ha sido escuchada. Le falta ahora germinar para que arraigue y produzca un
brote evangélico en el corazón de Juan Gabriel, siempre abierto a Dios. La Providencia,
valiéndose del tiempo como de una herramienta, se encargará de ello.
La partida para China se hace esperar. Luis sigue en París. Recibe unas letras de su hermano.
Juan Gabriel se lamenta de su separación próxima, “pero la fe trae consuelo”. Invoca sobre
él la bendición de Jesús y de "la Reina de los ángeles ", así como la de los "ángeles
tutelares de las regiones infieles", a fin de que le obtengan "inmensos éxitos en el
establecimiento del reino de Dios."' Aquí de nuevo, mira hacia atrás y parece
decepcionado de sí mismo: "Temo no haber sido fiel a la vocación que el Señor me ha
dado. Pídele que me haga conocer su voluntad, y me de la fuerza para corresponder a
ella. Obtenme de su misericordiosa bondad el perdón de mis miserias y el espíritu de
nuestro santo estado, a fin de que llegue a ser un buen cristiano, un buen sacerdote y
un buen misionero.
Luis se embarca por fin, en El Havre, el 3 de diciembre de 1830. Lleva consigo una última
carta de su hermano, el cual es consciente de las consecuencias de aquella partida sin
retorno: "Puedo enviar un nuevo adiós a ese hermano que va a alejarse de nosotros, sin
duda, por largo tiempo, que va a sacrificar su vida por la salvación de las almas, que
Jesucristo rescató con su sangre". Y, como si quisiera reconfortarlo, prosigue de una
plumada animosa: "En Dios solo, nuestra esperanza, nuestro único recurso. Él es nuestro
todo, ¡que Él lo sea eternamente!" Con Luis, han tomado sitio a bordo del barco los
jóvenes cohermanos chinos y cinco sacerdotes de la Sociedad de las Misiones Extranjeras de
París.
Luis no había de ver las costas de la misteriosa y fascinante China. En marzo de 1831, el
barco tuvo que hacer escala en Saint-Denis de la isla Bourbon (hoy La Reunión) bajo un calor
inusitado para los occidentales. Se cambió de buque para poner rumbo hacia la isla de Java.
Un viento glacial llegó del sur y la fiebre se apoderó de Luis. Murió en el mar, el Z de mayo
de 1831, después de pronunciar estas últimas palabras: "Dejo un hermano sacerdote que
vendrá un día a reemplazarme". La noticia no llegará a Francia hasta comienzos de 1832.
Juan Gabriel escribe entonces a su padre tras el anuncio del fallecimiento. Su carta,
mezclando tristeza y esperanza, es una llamada a renovar la confianza en Dios, que puede
fallar en tales momentos: "¡Qué dolorosa noticia para ustedes, para mí, para toda la
familia! Una corta vida ha tenido para él todo el premio de una larga carrera, y en la
flor de la juventud ha sido juzgado maduro para el cielo... La Providencia de Dios es
muy dulce, muy admirable para con sus servidores, e infinitamente más misericordiosa
de lo que nosotros podernos concebir. Ajustémonos a Dios solo en su servicio".

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Tal vez, el mismo día, coge la pluma para escribir a su tío Santiago: "No dudo de que Luis
goce ya de la gloria celeste... ¡Que no se me encuentre digno de ir a llenar el puesto
que él deja vacante! ¡Ay, tengo ya más de treinta años, que han pasado como un
sueño, y aún no he aprendido a vivir ¿Cuándo, pues, aprenderé a morir?"
La muerte de Luis, tan difícilmente aceptada, viene a ser, sin embargo, como una luz
que proporciona una certeza a Juan Gabriel: irá a China, cualesquiera que sean los
peligros y persecuciones. Durante el verano de 1832, pasa una temporada en El
Puech. Son momentos más tristes que loa precedentes, pero su decisión, al fin, está
tomada. Es la última vez que ve a sus padres y a sus amigos de Montgesty.
Va a ver a su tío, en Montauban, le manifiesta su deseo ahora ya maduro. Santiago le
objeta que su salud da rápidamente signos de fatiga, sin hablar del clima difícil de
soportar y, finalmente, del riesgo, no menos considerable, de la muerte por
persecución: "Es todo lo que yo deseo -habría replicado entonces-, puesto que Dios ha
querido morir por nosotros, no debernos tener miedo a morir por Él”.
Al volver a Saint-Flour, se encuentra con una carta de sus superiores de París. Dado
su estado de salud, pero teniendo en cuenta también sus cualidades intelectuales y
pedagógicas, a Juan Gabriel se le confía el cargo de subdirector del Seminario Interno
de la Congregación, en París. Allí está -se estima-, su justo sitio. El obispo de Saint-
Flour, que aprecia mucho al fogoso director de su Pensionado, emplea todos los
medios de persuasión posibles, aunque en vano, para retenerlo en su diócesis. Juan
Gabriel ha permanecido casi seis años en Saint-Flour, y ha marcado para siempre la
historia y la tierra de esta diócesis de la Alta Auvernia.

5.- UNA ESPIRITUALIDAD DEL DON FÉRTIL


"Mi nuevo empleo es más favorable que el antiguo a mi salud que ahora va bastante
bien". Juan Gabriel se alegra de su nombramiento como subdirector del Seminario
Interno, con algunas clases de sagrada Escritura. Es un puesto de primer plano el que
le han confiado. En efecto, como el director titular es un sacerdote de edad y
achacoso, el peso del cargo va a recaer sobre las espaldas de su adjunto, bien rodado
ya por la experiencia de Saint-Flour. Su primera misión es, pues, formar las nuevas
generaciones de misioneros. Entre los candidatos al ingreso en la Congregación de la
Misión, todavía poco numerosos por entonces, se encuentran algunos jóvenes
llegados de los seminarios mayores diocesanos, pero también, sacerdotes de todas
las edades, deseosos de agregarse a la Compañía. Se trata ahora de un alumnado
muy diferente del que habitaba el Pensionado eclesiástico anterior y que, por
consiguiente, reclama otra pedagogía.
A los treinta años, tiene que desplegar todo su carisma y su energía para afirmarse.
Un sacerdote, candidato a la admisión, lo encuentra en el despacho del Ecónomo
General de los PP. Paúles, P. Juan Bautista Étienne, y lo toma por un hermano
coadjutor. En efecto, Juan Gabriel, vestido muy sencillamente, no dice palabra y
tiene un aire modesto y retraído. ¡Cuál no es su sorpresa al saber que está en
presencia de su futuro subdirector!
Este sacerdote, trece años mayor que él, lo ha conocido pronto y llega a apreciarlo viendo
en él un santo. Bajo su aspecto frágil, se esconde en realidad una voluntad resisten te a toda
prueba y un carácter de acero. Por los pasillos de san Lázaro, se dice de Juan Gabriel que
respeta a todos, pero que es difícil de doblegar, cuando juzga que debe ser firme e

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inquebrantable en sus decisiones. Puede ser incisivo en sus réplicas y en otras respuestas,
tan vivo es de temperamento. Introvertido, sin duda alguna, siente con dolor profundo la
contrariedad y el reproche. No obstante, sabiendo dominar rápidamente su vivacidad, Juan
Gabriel se da cuenta de la responsabilidad que le incumbe, y hace todo lo posible, en reñida
lucha, por controlar su carácter.
Aprende finalmente a jugar con la antipatía que experimentan algunos hacia él. Un día, da
esta respuesta a un seminarista que le confiesa sin rodeos tener algunas dificultades para
apreciarlo: "Tiene usted mucha razón -le dice-. Por mi parte, ¡no comprendo cómo se me
soporta! ¡Si se me conociera, se tendrá de mí una opinión más triste todavía!" Esta clase
de respuesta, aunque fustigadora, tiene por único fin fomentar las relaciones y transformar
una cierta oposición en estima recíproca.
Cuando uno de los suyos experimenta dificultad en avanzar por la vía vicenciana o tiene
algunos problemas de salud, lo socorre sin fallar, como si tal apoyo le concerniera también
hasta el más alto grado: "¡Ánimo!... No tema ni la enfermedad ni la muerte, diga
solamente: «Yo sé que esto se trocará en mi salvación... según lo que aguardo y la
esperanza de que no seré confundido. Tengo confianza de que Jesucristo será
glorificado en mi cuerpo, sea por la vida, sea por la muerte cono siempre; porque
Jesucristo es mi vida, y la muerte me es una ganancia»" (Flp 1, 19). Y concluye así su
carta: "Cuanto más pura sea su alma, más deseara salir de este mundo y reunirse con
su Dios, y cuanto mas experimente este deseo, más trabajará en purificarse".
Por su función, Juan Gabriel debe ser una fuente de ejemplaridad para sus novicios. Las
numerosas pláticas y conferencias de formación que él da van en este sentido. Todo es
hecho con convicción y profundidad, dejando brotar el manantial divino y la legitimidad del
carisma de la Compañía fundada por san Vicente, y cuyas Reglas estipulan que debe:
"revestirse del espíritu de Jesucristo- para ser, "a ejemplo de nuestro Señor", el lugar donde
se trabaja "en la propia perfección", a fin de "predicar el Evangelio a los pobres y ayudar a
los eclesiásticos".
Siguiendo al fundador, verdadero teólogo de la Encarnación y en la recta línea de sus
predecesores, Juan Gabriel se esfuerza por centrar su enseñanza en Cristo, único camino de
vida: "Cristo es el gran Maestro de la ciencia. Solo Él da la verdadera luz.... Una sola
cosa hay importante: conocer y amar a Jesucristo, porque Él no sólo es la Luz, sino el
Modelo, el Ideal... Según esto, no hasta con conocerlo, hay que imitarlo... No podemos
llegar a la salvación sino por la conformidad con Jesucristo".
Con este fin, Juan Gabriel impulsa el necesario espíritu de oración por el ejercicio de la
meditación, tan particular y esencial a la Compañía. San Vicente había dicho que un hombre
de oración es capaz de todo. El joven subdirector inculca este espíritu a los novicios: "No
olvidemos, cuando nos ponemos en oración, que es el corazón el que debe hacerla más
bien que el espíritu". Dejarse invadir por el espíritu de Cristo sin otra preocupación que
unirse a El sencillamente: "Muchas personas se ven en dificultad para encontrar libros de
meditación que les convengan. Pura mí, -prosigue-, no conozco otro más excelente Y
barato que nuestro propio corazón y el de Jesús”.
Preocupado siempre por la educación de sus hermanos, no duda una vez más en recordar
al más pequeño, Antonio, el realismo de la búsqueda del cielo: "No olvides que el negocio
de la salvación es el negocio del que debemos ocupamos ante todo, por encima de todo y
siempre". Y tomando de nuevo el Evangelio: "¿De qué le serviría al hombre ganar el
universo, si perdiese su alma?" En este mismo sentido escribirá a otros miembros de su
familia.

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Juan Gabriel ha sido subdirector del Seminario Interno de la Congregación de la Misión
desde el otoño de 1832 hasta la primavera de 1835. Se ha podido notar, durante este
breve período, un aumento sensible de candidatos al sacerdocio dentro de la Compañía y,
además, con un deseo creciente de estos novicios por las misiones extranjeras.
En septiembre de 1833, dos cohermanos: un paisano suyo de Fiseac, José Mouly, futuro
obispo, que pasará más de treinta años en Extremo Oriente, y un antiguo alumno del
colegio de Montdidier, Francisco Javier Danicourt, futuro obispo igualmente, que, en
1860, trasladará los restos de Juan Gabriel a Ningpo, se embarcan para las misiones de
China. En marzo del año siguiente, es el P. Juan Enrique Baldus quien se embarca a su vez.
Juan Gabriel aprovecha la ocasión para escribir a su compañero de ordenación, Juan
Bautista Towette, con destino en Macao (paso obligado de los misioneros). Le trasmite
estas palabras de pesar: “Presumía de poder ir a reunirme con usted más tarde, pero la poca
solidez de mi salud y, sobre todo, mi indignidad parecen prohibirme para siempre ese bello
destino... Secundaré lo mejor que pueda las vocaciones que se manifiesten para China.... San
Vicente atrae muchas bendiciones sobre su familia. Ellas se extienden hasta China ya que, de
tiempo en tiempo, ve usted llegar dignos misioneros".
La China hace palpitar el corazón del misionero. Sus costas lejanas atraen a los hombres
de Dios. Aquella tierra se presenta como el prototipo de las tierras que hay que evan-
gelizar. Hay que ir más allá de los mares para llevar a Cristo a los "infieles". Se trata de
vivir a fondo el don de sí hecho a Dios. Desarrolla sin complejo, en los seminaristas, una
teología del martirio como don perfecto. Comprometerse para la misión de Cristo es dar
su vida como Él, y ganar el cielo, participando en el anuncio de su Palabra. El misionero
que parte con este espíritu revela al hombre la sabiduría misteriosa de Dios que se
visibiliza, sin que se la pueda detener. Participar en un tal misterio fecundante es el deseo
secreto de Juan Gabriel, que no cesa de invocar a los santos para emprender su mismo
camino.
El hijo mayor de los Perboyre tiene la impresión de fracasar en su vida, si no parte para
China, pero los superiores han decidido otra cosa. Está hecho para la formación de los
jóvenes y su estado de salud no le permite esperar una ida a tierra de misión. Él sabe muy
bien, por haberlo experimentado en su propia carne, que la vocación vicenciana de
entonces sólo deja presagiar tres caminos posibles: la formación en los seminarios, las
misiones populares en Francia y la llamada de la misión "ad Gentes". Es evidente que este
tercer camino es el más atractivo para la mayoría de los jóvenes candidatos, tanto la
aventura -en el sentido etimológico del término, es decir, lo que acontece al andar-,
dibuja, en las mentes en formación, la idea de un desconocido fascinante que hay que
descubrir, y lo que es más todavía, que hay que evangelizar.
Quien nada intenta, nada tiene. Juan Gabriel trata de pedir para sí mismo el envío a China.
No soporta ya ver a sus cohermanos partir sin él. Los novicios habían percibido el aire de
este deseo cuando su subdirector les hablaba de un paúl mártir de China, presentado
como una verdadera figura emblemática: el P. Francisco Regis Clet, fallecido en 1820, año
en que Juan Gabriel era él mismo novicio. Se le oía decir: "¡Qué bello final el del P. Clet!
Pidan a Dios que termine Yo como él". Y, mostrando los recuerdos que se acababan de
recibir, exclamaba: "¡He aquí la vestimenta de un mártir, he aquí la vestimenta del P.
Clet! ¡Qué dicha para nosotros, si tuviésemos un día la misma suerte!" Se le podía oír
precisar más: "Pidan, pues, mucho que mi salud se fortalezca y que pueda ir a China,
a fin de predicar allí a Jesucristo y morir por El". Luego, terminaba por decir, cansado

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de esperar a las puertas del muelle: "Van va catorce años que pido ir a China. Tenía
esta vocación antes de ser misionero. Entré en san Lázaro sólamente para esto".
La decepción es grande cuando la negativa de ir a la misión de China se hace oír de boca
de su director de conciencia: seis meses de insistencia encarnizada para una negativa
claramente expresada. Y he ahí que un día, cansado de aquel tesón fuera de lo normal,
cede al fin: Juan Gabriel puede ahora dirigirse al Superior General, el P. Domingo
Salhorgne. El parecer del Consejo es, sin embargo, negativo, excepto el del Ecónomo
General, P. Étienne. Juan Gabriel es un buen subdirector de novicios. Hay necesidad de él,
y, de todos modos, su salud, afirma el médico, es frágil e incierta. Semejante misión
comporta riesgos demasiado importantes: el viaje es largo y peligroso, el clima, difícil de
soportar. Acordémonos de la muerte de su hermano Luis.

6.- LA SALIDA HACIA LOS CAMPOS DEL MUNDO

La oración es la única fuerza que le queda a Juan Gabriel. ¿Qué quiere de él, el Señor'? Hay
en su corazón ese deseo profundo de seguir las huellas misioneras de sus cohermanos que
ya partieron. Está en su alma la memoria viva de su hermano Luis, desaparecido antes de
tocar las costas chinas. Ha meditado infinidad de veces sobre el sentido de una vida
entregada a Dios en tierras lejanas, y sobre sus consecuencias, a menudo ineluctables. Su
combate no tiene, sin embargo, más que un fin: ganar el cielo, y el medio que él ha
escogido es la China. "Hay que trabajar por encima de todo en hacerse santos". Todo
su ser se interroga en aquella noche oscura de fe, que surge como efecto de la última
negativa de verlo partir tan lejos.
De madrugada, con sorpresa de todos, el médico de casa cambia de parecer. Se dice que
fue presa de remordimientos y que, por tal causa, no había pegado ojo en toda la noche.
Después de todo, bien pudiera ser que la salud del P. Perboyre se robusteciera con el largo
viaje y el cambio de aire. Juan Gabriel es libre para salir hacia China. El Superior General,
no queriendo poner obstáculo a la Providencia, ni a la vocación misionera seguramente
cierta de su subdirector de novicios y, siguiendo el parecer del médico, da sin más su
consentimiento. Estamos a 2 de febrero de 1835, fiesta de la Presentación de Jesús en el
Templo y de la Purificación de María, a quien Juan Gabriel atribuyó siempre esta gracia.
Para él, en este día de gracia, todo exulta y canta.
Su director de conciencia, el P. Le Go, no puede menos de constatar espiritualmente los
hechos: "¿Ven ustedes lo que es la oración." Habíamos resuelto no dejarlo
partir. Pero he aquí que sus fervientes súplicas ante Dios nos han cambiado a
todos y sin saber cómo".
El asunto no queda en secreto. La Casa-Madre se anima de pronto. Se habla de ello en los
largos y fríos pasillos de la casa. Están asombrados de semejante decisión. Ciertos
seminaristas quieren tomar inmediatamente el mismo camino. Otros reclaman ya un
recuerdo de su responsable.... A un primo que está de paso, Juan Gabriel le da una
Medalla Milagrosa de la calle del Bac, diciéndole sencillamente: "Te ruego que aceptes
esta Medalla, es muy poca cosa, sin duda, pero sabes que soy pobre y que he hecho
voto de pobreza, por eso, te pido que no consideres el valor de la cosa en sí misma, sino
que la aceptes como un recuerdo de una persona que te tiene muchisimo cariño".
Con el corazón ardiente de una alegría nueva, el futuro misionero de China anuncia sin
tardar la noticia a su tío: "Dios acaba de .favorecerme con una gracia muy preciosa y de
la que yo era muy indigno. Cuando El se dignó darme la vocación para el estado
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eclesiástico, el principal motivo que me determinó a responder a su voz, fue la
esperanza de poder predicar a los infieles la Buena Noticia de la salvación. Desde
entonces, jamás había perdido completamente de vista esta perspectiva, y la idea de
las misiones de China ha hecho palpitar siempre mi corazón. Pues bien, mi querido tío,
hoy han sido escuchados mis deseos. Fue el día de la Purificación cuando se me
concedió el permiso de ir a la misión de China, lo que me hace creer que, en este
asunto, debo mucho a la santisima Virgen". Y prosiguiendo con seguridad, escribe
todavía: “Voy, pues, a partir con dos de nuestros jóvenes cohermanos y varios
sacerdotes de las Misiones Extranjeras". Preocupado por la pena previsible de sus
padres, pide ayuda al tío: “Acabo de escribir- a mis padres. Espero que ellos sabrán
hacer este sacrificio como buenos cristianos. Tenga usted a bien, cuando se le presente
la ocasión, consolarlos y ayudarlos con sus buenos consejos".
Los preparativos de la partida se aceleran. Es imposible volver una vez más a Puech. Tiene,
con todo, la oportunidad de volver a ver con gran alegría a su joven hermano, Juan
Santiago, a la sazón hermano coadjutor en la Congregación, y a su hermana Antonieta,
Hija de la Caridad, en París. Juan Gabriel está dispuesto para los adioses a sus cohermanos
y a sus novicios. Uno de ellos, el P. Peschaud, contará más tarde: "Juan Gabriel quiso dar
su adiós a los seminaristas, pero, presa de la emoción, apenas pudo decirles unas
palabras, luego, se puso de rodillas para pedirles perdón de sus malos ejemplos y de las
penas que les hubiera podido ocasionar, pero todos cayeron también de rodillas y le
pidieron su bendición". Los últimos adioses se dan en el patio de entrada de la Casa-
Madre. Se pide para Juan Gabriel y sus cohermanos la bendición de Dios y de sus ángeles,
y se lo deja, al fin, partir.

7.- LA CHINA: UNA TIERRA QUE HAY QUE LABRAR

En compañía de cinco sacerdotes de las Misiones Extranjeras y de dos de sus cohermanos,


José Gabet, sacerdote, y José Perry, diácono, Juan Gabriel aguarda a subir al barco en El
Havre. Todos "llenos de alegría y de coraje", como escribe a su tío, deben embarcar
en el Edmond, el mismo barco que, el año anterior, había conducido al P. Juan Enrique
Baldus, en tres meses, a Batavia (hoy Yakarta).
La salida se hace el sábado 21 de marzo, cuando el viento tiene a bien levantarse. Juan
Gabriel pone esta travesía bajo la protección de Luis: "Mi alma se elevó al momento a
él con confianza, y mis ojos se inundaron de lágrimas". El arrogante navío,
armado con diez cañones y cincuenta fusiles para responder a los eventuales ataques de
los corsarios, leva anclas, y está presto a afrontar los mares con unos misioneros a bordo,
más acostumbrados a pisar el suelo pedregoso que las olas turgentes. De hecho, no tardan
en transformar el navío en ambulancia, y el pequeño quercinés en exclamar: "No era del
todo inútil acordarse de que sufrir es la mitad del misionero". No se domeña el
océano como se domeña la naturaleza, pero en él se puede ver, a pesar de todo, la huella
de Dios: "Las altas montañas, formadas por olas espumantes, que, a cada
instante, se elevaban casi a pico, delante y detrás de nosotros, encerrándonos
en profundos abismos, eran, a la vez, espantosas y admirables, y no podíamos dejar de
gritar: «Más que los bramidos de Ias aguas tumultuosas, más que los furores del mar es
magnífico Yavhé en las alturas»" (Sal 93/92, 4). Cuando la gran extensión azul detiene
sus caprichos y descansa por fin, los misioneros tienen todo su tiempo para
celebrar la misa el domingo, o incluso para alabar al cielo: "¡Oh, qué dichoso se siente
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uno en este vasto desierto del océano, al encontrarse de tiempo en tiempo con la compañía
de nuestro Señor"! Aprovechan este tiempo bendito para hacer descubrir a la
tripulación los misterios de la fe. Los marinos están por ello un tanto conmovidos. "Se
confesaron casi todos”, escribe Juan Gabriel a su Superior General.
Aparte de una tempestad impetuosa, con olas rugientes y amenazantes, tras el paso
del cabo de Buena Esperanza, no ha habido hecho notable durante esta travesía. Y
por fin: "No habiendo cesado Dios de protegernos en todo el curso de nuestra navegación,
llegamos a buen puerto, en Batavia, el 26 de . junio, unos tres meses después de nuestra
salida de Francia". Es la primera etapa.
Los misioneros hacen una visita al Prefecto Apostólico y al párroco de la ciudad,
ambos holandeses. Celebran con ellos la fiesta de los santos apóstoles Pedro y Pablo,
y aguardan pacientemente la reanudación del viaje.
Ahora, hay que cambiar de embarcación porque el Edmond se dirige hacia Java. El
segundo navío, el RoyalGeorge, se dispone a partir el 5 de julio. Más cómodo que el
anterior, ha de hacer, en cambio, numerosas escalas. "Lo más pronto -escribe Juan
Gabriel a su hermano Juan Santiago—, llegaremos a Macao para Natividad". Hacen suyo
lo de "buen corazón quebranta mala ventura". Se aprovechan de ella para hacer
algunas excursiones y celebrar la eucaristía en tierra. Tal fue el caso en la fiesta de
san Vicente (entonces, el 19 de julio).
En el momento de una escala en Malasia, Juan Gabriel y sus compañeros se interesan
por los autóctonos musulmanes, a menudo, miserables y harapientos. Hacerse todo a
todos no parece ser la divisa cristiana de los colonos europeos. El misionero paúl
queda impresionado por ello, y no puede dejar de escribir al Superior General, P.
Salhorgne, una carta que indica bien su dolor: "La conducta de los europeos ha dado una
falsa idea del cristianismo... Hable a un malayo de hacerse cristiano, le responderá que él no
es lo bastante rico para vivir como gran señor. Jamás he visto tan bien la diferencia del
«servus” pagano (esclavo) y del «domesticus” cristiano (doméstico). Con tal que ellos sigan
siendo siervos de la gleba, importa poco al gobierno holandés que se hagan católicos".
Finalmente, el 29 de agosto, el imponente navío fondea en la rada de Macao. Pero no
entra en Macao quien quiere. Se trata de una estricta posesión portuguesa, una
factoría comercial, puesta bajo la autoridad del virrey de Goa. Su gobernador no
duda en expulsar a los misioneros católicos de nacionalidad extranjera. Hay, pues,
que ocultarse para acceder a la costa. Durante la noche, una frágil embarcación se
arrima al Roya¡-George. El P. Danicourt, de la Procura de los PP. Paúles de Macao,
invita a los misioneros a situarse en ella, con sus equipajes, y es así como ponen pie
en tierra. Una hora y media más tarde, franquearon todos el umbral de la residencia.
Se sorprenden de la presencia del P. Perboyre, pero todo va bien para él: "A mi salida
de Francia, mi salud inspiraba inquietudes a unas personas demasiado caritativas, que
conocieron con sorpresa que todavía esto y vivo". Y, además, escribiendo al Superior
General, exclama: "Aquí estoy, tal es la consigna por la que debía darle mi primera señal de
vida en Macao... y bendito sea el Señor que me ha conducido y traído Él mismo aquí". A la
llegada, los misioneros paúles abrazan a su "digno superior, P. Torrette, y a su
excelente colaborador, P. Danicourt” y a los "buenos chinos, todos en perfecta salud".
Juan Gabriel aprecia la vida de esta comunidad, a sus ojos, ejemplar: "Si las santas
prácticas del antiguo san Lázaro hubieran podido perderse en Francia, se las habría
encontrado vivas en el fondo de China".

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La Procura, de la que se encarga el P. Torrette, Visitador (Provincial) para todos los paúles
de China, sirve de enlace entre Francia y China. Allí, se deposita el correo, y allí, es donde
se aprende el chino, y se inicia uno en la vida local. Allí, se dan además, cursos de filosofía,
de teología y de latín a los seminaristas chinos, y "por la gracia de Dios, con pleno éxito",
comprueba Juan Gabriel. Él indica además, que estos últimos tienen más facilidad para
aprender el latín que él para iniciarse en su idioma: "Creo que va a costarme mucho
tiempo aprender esta lengua". Pero desecha al punto su temor: “Dicen que el P. Clet no lo
habló, sino con una gran dificultad. Mis precedentes me dan algunos rasgos de
semejanza con él. Ojalá pueda yo asemejarme hasta el fin a este venerable cohermano,
cuya larga vida apostólica ha sido coronada con la gloriosa palma del martirio". Su
familia del Puech, en la que Juan Gabriel no deja de pensar, recibe estas palabras
reconfortantes: "No crean, pues, que ir a China, es ir a la muerte. Mis cohermanos
llegados a este país, viven como en otras partes y, aunque tengan que sufrir algunas
fatigas, están muy contentos de haber sacrificado todo para traer la luz de la fe a los
infieles". Y más adelante: "Ustedes saben bien que nuestra dicha no consiste en tener
toda suerte de consuelos en este mundo, sino en hacer la voluntad de Dios, en servirlo v
en hacer que lo sirvan tanto como nos sea posible".
Los portugueses mantienen su presencia en Macao, desde 1669. Han establecido allí la
Iglesia, cuyo obispo reside en Goa. En Macao, han erigido asimismo un seminario: el
colegio de san José. “Preparan y forman misioneros chinos para las tres diócesis de
Cantón, Nankín y Pekín, y educan al mismo tiempo a los jóvenes de Macao a los que
enseñan entre otras cosas, el francés y el inglés". En noviembre de 1835, el superior de
aquella comunidad de cinco cohermanos, P. Leite, se apresura a pedir al P. Torrette que le
deje a Juan Gabriel para dar lecciones de francés en sus clases. Él misionero podrá sin
problema continuar su difícil aprendizaje del chino bajo los buenos auspicios del P
Gonzalves, autor de numerosas publicaciones, entre ellas, de un diccionario latino-chino.
"Nos ha hecho falta volvernos niños y ponernos al a, b, c, o mejor, no hay ni a ni b ni
ninguna otra letra del alfabeto en la lengua china, que no es por ello menos difícil de
aprender", escribe a su hermana Antonieta, Hija de la Caridad, en París.
Durante tres meses, el nuevo misionero tiene tiempo de interesarse por ese gran país de
China. Dispone de tiempo libre suficiente para conocer su historia pasada y la presente.
Comprende que la administración está extraordinariamente jerarquizada, desde el
emperador, verdadero hijo del cielo y padre de sus súbditos, hasta el menor funcionario
de base, reclutado mediante un difícil examen. Aunque es muy difícil censar esta
población, tal vez, quinientos millones de hombres y mujeres pueblan este inmenso país.
El hombre tiene muchos privilegios pero la condición femenina no es muy regocijante. Las
niñas son, a veces, hasta víctimas de infanticidio y de abandono para dejar el sitio al
muchacho. Pueden ser recogidas entonces en orfanatos. Sólo las viudas o también las
mujeres jóvenes que se ocupan de sus padres ancianos gozan de un respeto que se estima
merecido. Aquí, como en otras partes, la miseria aprieta a los seres más frágiles con sus
garras de acero. Se han establecido en su lugar algunas estructuras de ayuda y servicios de
acogida para los más pobres y los vagabundos, pero no se recoge en casa a un mendigo,
por miedo a verlo morir allí y traer así la ruina a la familia.
Juan Gabriel comprende que desplazarse en China es una verdadera aventura. Las
carreteras están mal conservadas, incluso no existen. Todo es bueno para servir de
medio de comunicación: las piernas, el mulo, la carreta, el carro o también, el junco,
el palanquín... La comida servida en las posadas hace retroceder a más de un

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aventurero. Juan Gabriel puede comprobar que: "nuestros buenos cohermanos se
mueren de fatiga; se alimentan muy mal, viviendo sólo de un poco de arroz y de algunas
hierbas".
En cuanto a la religión católica, “goza, por el momento, de una gran paz, en el interior
de China. Nuestros misioneros van prosperando de día en día". Pero es claro para todos
que, dada la prohibición de entrada en suelo chino para todo europeo no empleado
en la Corte, una persecución es siempre posible. El emperador Tao Koung (1820-
1850) tiene el poder de arrestar a los misioneros y de condenarlos a muerte, si no los
vuelve a enviar a Macao o los destierra a una provincia lejana. Cuando estalle la
guerra del opio (1839-1842) entre la marina inglesa y las defensas costeras chinas,
conflicto causado por la confiscación y la destrucción de grandes cantidades de esta
droga, por parte del comisario imperial Lin Zexu, la persecución crecerá y se
extenderá como un reguero de pólvora y de sangre a buen número de europeos
presentes en suelo chino.
Cuatro meses han pasado desde la llegada de Juan Gabriel a Macao. Posee ya las
bases esenciales de la lengua china. Así lo ha juzgado el P. Torrette, su superior. Está
dispuesto, según él, a recorrer las rutas de la misión. Se afirma en su forma de ser y
conoce la mentalidad indígena: "No vayas a figurarte que, a cada instante, tengo a
todos los chinos a mis talones y que ellos sólo piensan en matarme, -escribe una vez más
a su hermana-, son hombres a los que amo más que temo. Te aseguro que ni temo
siquiera al emperador, ni a los mandarines, ni a sus soldados”. A quien más teme de
hecho es a sí mismo. "Si tú pudieras obtener su conversión, le harías un gran servicio, y
tu hermano te debería su felicidad" -pide a su hermana en la misma carta-.
Del interior de la región del Houpé, el P. Rameaux responsable de la misión urgía,
hacía tiempo, el envío de un sacerdote a fin de asegurar el servicio religioso en el
Honan, casi abandonado desde el martirio de Francisco Regis Clet, en 1820. Juan
Gabriel se siente dispuesto. Va a dejar Macao por el Houpé. Ahora.

8.- LOS SURCOS DE LA RUTA

El P. Rameaux conoce bien a Juan Gabriel. Ambos tienen la misma edad. Se ordenaron
sacerdotes el mismo año, en 1826. Este conocimiento mutuo debía simplificar muchas
cosas in situ.
“Esta misma noche me embarco para el Fokien en un junco conducido por
cristianos. Después de atravesar esta provincia y la del Kiang-si, donde tendré
el placer de ver a los cohermanos que tenemos allí, llegaré, Dios mediante, en
unos tres o cuatro meses, al Houpé, lugar de m destino". Estamos a 19 de
diciembre de 1835, y Juan Gabriel da esta noticia a su Superior General, de París. Le hace
además esta confidencia: “No sé que me está reservado en la carrera que se abre
ante mí -sin duda, muchas cruces- ahí está el pan cotidiano del misionero. Y
¿qué se puede desear mejor, cuando se va a predicar a un Dios crucificado?
¡Que Él me haga gustar las dulzuras de su cáliz de amargura! ¡Que Él me haga
digno de mis predecesores con los que me voy a reunir". El joven sacerdote no
está, sin embargo, todavía dispuesto al martirio, y, de hecho, ¿quién puede estarlo? Con
todo, sabe por haberlo aprendido y enseñado, que es, un día u otro, el paso casi
obligado de un don total del Evangelio a las tierras "infieles". La misión es peligrosa por
prohibida y fuera de la ley, hasta para los catequistas autóctonos, que son también
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perseguidos. Vivir clandestinamente en un país hostil, difícilmente desemboca en un
reconocimiento oficial, sino más bien en una persecución, y Juan Gabriel precisa: "No
nos faltan ni ejemplos ni motivos para animarnos y sostenernos”.
El largo viaje puede comenzar. Antes de la salida, Juan Gabriel se apresura a redactar
unas letras para su hermano Juan Santiago: "Me voy a Juntar con los PP. Rameaux y
Baldus en el Hnupé, para compartir sus trabajos... Precisaré para esto, tal vez mas de
dos meses, porque el monzón es contrario y los navíos chinos van muy lentamente.
Por tanto, para hacer dos o trescientas leguas por el continente, no lo haré de un
tirón y por diligencia. Viajaré a pie, o en barca. Haré una parada en el Fokien, en la
residencia del Vicario Apostólico, luego, otra en el Kiang-si, en casa de nuestro
cohermano, el P. Laribe". Continúa su carta con una brizna de humor, en referencia a su
inculturación forzada: "Si pudieras verme ahora, te ofrecería un espectáculo
interesante con mi disfraz chino, mi cabeza rapada, mi larga coleta y mis bigotes,
balbuciendo mi nueva lengua, comiendo con los palillos que sirven de cuchillo, de
cuchara y de tenedor. Dicen que no represento mal a un chino". Y concluye volviendo a
centrar todo: "Es por ahí como hay que comenzar a hacerse todo a todos: ¡que
podarnos así ganarlos para Jesucristo.”
Parte el 21 de diciembre, por la noche, acompañado de un sacerdote de las Misiones
Extranjeras, el P. Delamarre, que debe llegar a su destino, el Sutchuen. Sus rutas son
comunes hasta el Houpé. Toman, pues, un junco de madrugada, cuya tripulación es
cristiana, que se desliza entre una flotilla de múltiples sampanes, a fin de pasar
desapercibidos y de protegerse, en caso de un ataque de piratas, siempre al acecho de
nuevas presas. Bordeando la costa para garantizar la seguridad, las pequeñas y frágiles
embarcaciones se agrupan al anochecer, en un puerto para pasar allí la noche con toda
tranquilidad. La comodidad no es la preocupación primera del navegante y de su
tripulación. En el junco, no hay más que un alojamiento donde se hacinan con la única
posibilidad de mantenerse allí en cuclillas, sentado o acostado, y dormir hasta en el
entablado, unos contra otros. A la menor alerta, ante la posible aparición de cualquier
elemento extraño que pueda amenazar o inquietar la seguridad de los sacerdotes, se
cierra con fuerza la puerta, apostándose delante, para proteger a los misioneros, que,
previsores, se han escondido ya bajo las mantas.
A final de febrero de 1836, llegan al Fo-kien. Juan Gabriel toma la pluma y escribe a Juan
Bautista Torrette, su Provincial, una larga carta sobre su periplo, con las precauciones
tomadas en caso de peligro, las descripciones de los puertos: "simplemente un abrigo al
pie de una montaña", y los momentos de oración. "Al puente (del junco), íbamos a la
entrada de la noche a rezar nuestro rosario... Con el ejemplo de los jefes del barco...
los marineros también los imitaban... Así, mientras los barcos paganos, que nos
rodeaban, hacían descender al mar la llama de sus supersticiones, el nuestro hacía
subir hacia el Señor del cielo el incienso puro de la verdadera fe". El misionero queda
subyugado ante el espectáculo diario de aquella vida indígena que bulle por doquier: "El
mar está cubierto en ciertos sitios de innumerables barcas de pescadores... Después
de esto, uno ya no se sorprende de oír que cinco millones de chinos habitan las aguas
del mar... Los pescadores no salen de allí ni siquiera al final del día... Reposan en
aquella barca, donde trabajan. Allí, está toda la familia, allí nacen, allí viven y allí
mueren". Y prosigue: "Veis a poca distancia de vosotros, pero lejos de tierra, a uno o a
dos hombres que creeríais que bailan sobre las aguas. Al pasar cerca, descubrís que
tienen bajo los pies una especie de balsa compuesta de cuatro 0 cinco ramas de

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bambú... Hemos de confesar que hay hombres que hacen depender de muy poca cosa
esta pobre vida en la que, sin embargo, ellos aportan todo".
He aquí, por fin, la llegada pintoresca al Fo-Kien: “Hacia las 6 de la tarde, echamos el
ancla por última vez. Después de esperar algún tiempo la subida de la marea para remontar
el río, nos dirigirnos en una barquita, en medio de una noche obscura, hacia la residencia del
Vicario Apostólico del Fo-Kiert, acompañados de su correo y tapados todavía con nuestra
manta, porque teníamos que pasar delante de una aduana. La vigilancia de los aduaneros
no faltó, pero, tranquilizados por las respuestas dadas al «¿Quién vive?», nos dispensaron de
la inspección”. Juan Gabriel se complace en comprobar que, en aquel lugar, la cruz de
Cristo está sólidamente plantada: “La floreciente Iglesia del Fo-Kien se compone de
cuarenta mil cristianos... Por esto, es concebible que haya localidades, incluso considerables,
donde todo es cristiano, y muchas, donde los paganos son minoría. Asimismo, en tales
distritos, los cristianos andan con la cabeza erguida, sin temer nada. Hay siete u ocho
grandes iglesias abiertas a todos, bien conocidas de los mandarines, así como los dos
seminarios".
Ambos misioneros son bien recibidos por Mons. Carpena, dominico y Vicario
Apostólico. Se habla de la Congregación de la Misión y de los amigos comunes, de la
causa del P. Clet en vistas a que sea declarado venerable. El buen obispo los
obsequia incluso con un pequeño resto de vino de Burdeos, que no se imaginaban
poder degustar en aquella tierra china. Tras una visita al seminario y de un
descanso bien merecido en un barrio cristiano, los dos hombres deben reanudar la
ruta. Parten al amanecer del 15 de marzo, acompañados de cuatro cristianos del
país, que van a servir "de correo y de portadores de equipaje " para la región llamada el
Kiang-si.
El sol castiga ya la tierra. Las rocas de piedra reflejan los primeros rayos calurosos
de primavera sobre los caminos sinuosos. Es la época en que se descubre la cabeza
para andar a gusto, pero nuestros europeos están obligados a seguir cubiertos para
disimular su apariencia un tanto diferente a la de la población local y su clara
cabellera. En un país donde todos tienen los ojos rasgados, la tez aceitunada y los
cabellos negros y lisos, se los mira con curiosidad y burla. En las ciudades no se
detienen. "Nos hacían atravesar las ciudades a paso de carrera ", precisa Juan Gabriel. A
los más suspicaces de los indígenas los guías responden que son mercaderes de té,
de las comarcas vecinas y, por tanto, que no pueden hablar en su lengua. "Antes de
entrar en el Kiang-si, teníamos que pasar una aduana establecida para examinar las
mercancías que se transportan de una provincia u otra. Todo nuestro contrabando estaba en
nuestras personas. De ahí que, mientras los correos presentaban nuestro equipaje a los
aduaneros, nos deslizábamos muy de prisa hacia adelante para no ser revisados por unos
hombres, a quienes su empleo vuelve muy suspicaces, y su experiencia, más hábiles que los
otros".
Y, por fin, tras un periplo de quince días, durante los cuales los misioneros han
jugado al escondite con las autoridades locales, llegan a un pueblo cristiano donde
los correos foquineses los confían a la dirección de otros. "Aquel día, tuvimos que
admirar un nuevo rasgo de la Providencia sobre nosotros. Para evitar los peligros que se
temían en la ruta recorrida por los misioneros antes de nosotros, habíamos seguido otra
diferente. Ella nos hizo llegar justamente, con grande y grata sorpresa nuestra, al lugar
donde el P. Laribe tenía la misión". El P. Laribe tiene la misma edad que Juan Gabriel y,

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como él, es originario de la diócesis de Cahors. Llegó a China al mismo tiempo que el P.
Rameaux, en 1832, y, de inmediato, fue destinado a la misión de Kiang-si.
El trabajo no falta, particularmente en este periodo fuerte de la Semana Santa. Así, Juan
Gabriel puede iniciarse sin aguardar a la misión en la escuela del P. Laribe, "este excelente
cohermano, que hace la alegría de los cristianos y la felicidad de los sacerdotes que
trabajan con él". Luego, como fino observador de la situación, constata que "en el
Kiarag.si, se perfilan disposiciones favorables al cristianismo, y se tiene una gran
esperanza de verlas extender. Todos los años se bautiza un buen número de adultos.
Aunque en esta provincia, como en las otras, los cristianos pertenecen en general, a la
clase pobre, se cuenta, sin embargo, entre ellos a algunos ricos negociantes, a algunos
particulares con una fortuna considerable". Y subraya con cierto asombro: "Uno de ellos
ha salido muy recientemente para Pekín, a buscar un cargo de mandarín".
Cuando Juan Gabriel decide proseguir su larga ruta, el P. Laribe lo acompaña hasta la
ciudad de Kien-Tchang-fou, a unos sesenta kilómetros. Vuelve a encontrarse allí al P.
Delamane que se les había adelantado tres días. Luego, 11 para ir de Kien-Claarzg-fou al
Houpé, la vía del río es la más segura y la más cómoda. “Es la que tomamos al reanudar,
el 8 de abril, nuestra peregrinación con dos correos del Kiang-si. Se nos considera
mercaderes fakineses, que entienden poco la lengua de esta provincia. Los paganos que
nos conducían debieron, pues, encontrar muy natural que hablásemos continuamente
nuestra propia lengua, es decir, la francesa, que ellos tomaban por la del Fo-kien".
El buen tiempo permite avanzar fácilmente al grupo. El Yang-tse-kiang, el majestuoso "río
azul", extiende sus aguas gigantescas ante los ojos atónitos de los europeos, "cuando las
grandes lluvias, se desborda, es como un mar". Después de ocho días de navegación por
aquellas aguas amenazadoras, llegan por fin, en plena noche y bajo un chaparrón, y
atracan en el muelle de Han-Keou (Hankow). “Han-keou es una de las ciudades más
comerciantes y mayores de la China. Tiene enfrente a Otrtchang-fóu, capital del Houpe".
Sobre las fértiles riberas hay casi dos millones de habitantes y, entre ellos, tan sólo
doscientos cristianos. En Han-Keou el P. Delamarre se separa de Juan Gabriel, y se informa
del camino de su destino. En cuanto al misionero paúl que había contemplado en su
tiempo las reliquias del P. Francisco Regis CIet, no puede dejar de recordar que está en los
lugares mismos donde aquel mártir dio su vida por Jesucristo.
Después de un alto de una jornada en Han-Keou, el 27 de abril de 1836, Juan Gabriel
vuelve a empuñar su bordón de peregrino, acompañado esta vez por un catequista que su
cohermano, el P. Baldus, ha enviado allí para el bautismo de niños. Ambos son
acompañados por un correo del P. Rameaux. Es preciso todavía recorrer los cuatrocientos
kilómetros que los separan del norte del Houpé. A golpe de navegación y de marcha,
avanzan sin demasiado descanso, parándose aquí o allí, en una comunidad cristiana toda
dichosa y satisfecha de recibir la bendición de un sacerdote. Juan Gabriel, a este
propósito, cuenta a su tío en una larga carta: "Cierto día estaba yo en Clra-Yurzg en medio
de una joven y ferviente cristiandad. Debe su origen a ese azar de la Providencia que, sin
la habilidad de los hombres, transporta a lo lejos sobre una tierra inculta una nueva
semilla para fecundarla. Un cristiano de Sutchuen había llegado para ejercer su comercio
en esta ciudad, pensando nada menos que en llegar a ser su apóstol. Poco a poco se
ganó la confianza, el afecto y la estima de los paganos, y ahora, se ve rodeado de
numerosos hijos espirituales. Me contaba (…) cómo el mandarín, que es paisano suyo, lo
honraba con su amistad y con sus visitas (...), y cuanta esperanza tenía de hacer aún
numerosas conquistas para la fe”.

21
El 7 de mayo, tras largos y agotadores kilómetros recorridos a pie, aunque se había
ofrecido sin éxito a Juan Gabriel un caballo para aliviarlo, el pequeño grupo tiene la
dulce alegría de ver al P. Baldus, y, dos días después, la misma dicha de abrazar al P.
Rameaux, que evangelizan los dos en el distrito. Quedan juntos algún tiempo,
dichosos de volverse a encontrarse. Luego, los dos aguerridos misioneros han de
proseguir su trabajo, mientras que Juan Gabriel puede tomar un descanso en casa de
un buen viejo médico chino. Todos volverán a verse en la residencia de la comunidad.
Después de un nuevo periplo de ocho días por agua. que Juan Gabriel ha
aprovechado para revisar su chino y catequizar a sus compañeros de ruta, deja el río
el 26 de junio, acompañado ahora, de sólo el dueño de la barca, para una última
etapa de montaña, a pie. Ambos pasan furtivamente por la ciudad de Kou-tchen,
porque los mandarines, muy cumplidores, se muestran allí temibles. ¿No es a ellos a
quienes se debe buen número de mártires y de apóstatas, así como la ruina de al-
unas iglesias?
La montaña esta ante ellos, insolente de poderío. Hay que beber en el manantial del
coraje para atravesarla y, con todo, Juan Gabriel está molido. Asimismo, a su tío
Santiago, escribe: “Al verla elevarse ante nosotros, me acordé de que llevaba sobre mí
una crucecita en la que le estaba aplicada la indulgencia del viacrucis; era el momento de
tratar de ganarla... Me sentaba en todas las piedras que encontraba: luego, me ponía de
nuevo a trepar a veces con las manos. Si usted irle permite hablar así, hubiera, en caso
de necesidad, trepado con los dientes, prosiguiendo el camino que la Providencia me
había marcado". Y constatando la molestia de aquel momento, continúa: “Mi pobre
guía se limitaba a prestarme el servicio que se presta a tan pobre jamelgo, al que se
levanta y empuja hacia adelante". La solicitud de los cristianos, que guardan sus
pobres rebaños en los alrededores, parece confortar al misionero extenuado, que
prosigue: "Por fin, doblé la cima de la terrible montaña, y en la ladera opuesta,
encontré, oculta en un bosquecillo de bambúes, nuestra residencia, donde el P. Rameaux
y un cohermano chino me recibieron con los brazos abiertos”.
Juan Gabriel recobra fuerzas contemplando aquella naturaleza embelesante: “Usted
no percibe en todo su entorno sino altas montañas que lo encierran en un estrecho
recinto donde la naturaleza vive completamente sola, no oye usted otra cosa que el
chirrido de los insectos o el canto de los pájaros". La soledad habría podido invadir el
corazón del misionero, pero "como usted no ha descubierto casas, se queda
gratamente sorprendido hacia las nueve de la noche, al escuchar de diversos lados, el
canto de la oración, y, aún más asombrado el domingo, por la mañana, de verse rodeado
por cuatrocientas o quinientas personas que han venido a oír la misa y la Palabra de
Dios, rezar el rosario y hacer el viacrucis. ¿De dónde salen, pues? De pequeñas cabañas
ocultas bajo los árboles, en las sinuosidades de la montaña". La pobreza era el pesado
bagaje común de esta humanidad vestida de harapos. Espiritualmente podía llegar a
ser un tesoro inestimable, susceptible de preparar los corazones a la infinita
misericordia del Señor, pero del otro lado de su medalla dorada por la locura
envilecedora de los hombres, constreñía a los más débiles a un violento sufrimiento
inmerecido. “Son tan pobres como no había visto jamás. Muchos no están vestidos, tan
solo en torno de su cuerpo cuelgan unos andrajos menos propios para cubrirlo que para
hacer resaltar la más extrema miseria a la que puede ser reducido un hombre. Otros no
van a misa porque no tienen ni siquiera un semejante vestido. En años anteriores,

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perecieron muchos de miseria... Los que no mueren viven casi de nada. Lo mejor que
tienen es maíz y alforfón”.
El P. Baldus termina su larga correría misionera y viene, a su vez, a descansar a la
residencia de Tcha-Yuen-Keou. La comunidad se compone de una veintena de personas:
los misioneros, los catequistas y cinco jóvenes estudiantes que aprenden el latín. Esta
casa, que Juan Gabriel se complace en llamar "la Cartuja", en alusión al silencio
circundante, es el sitio de vida y de renovación que aprecian todos. “La iglesia y la
residencia, que pasan por palacios en el lugar, están construidas de tierra, cubiertas con
paja, y no tienen otro pavimento que el suelo batido, ni más techo que las ramas de
bambú que sostienen el tejado". Un poco más lejos, se ven todavía las ruinas de una
escuela y las de una iglesia dedicada a María, desgraciadamente destruida por orden de
un mandarín, que temía perder su título si no lo hacía.
Han pasado seis largos meses desde la salida de Francia de Juan Gabriel. Él ha aprendido
y observado mucho. Recorriendo a grandes pasos los difíciles caminos de China, ha
logrado probarse a sí mismo, que su salud no era un obstáculo mayor, aunque
experimentará a menudo ciertas molestias, tal vez, muy comprensibles. Poco a poco, su
alma se iba burilando en el crisol misterioso de la fe y en el testimonio que ha de dar en
aquella vasta China, que, otros antes de él, han lavado ya con sangre de mártires, y
escribía una vez más: "si he venido de tan lejos, es indudablemente para correr todavía
en esta arena. Dios quiera que corra en ella, de manera que obtenga la corona
inmarcesible".
"Mi estancia en medio de cohermanos, cuya compañía me era tan grata como útil, no
fue de muy larga duración. Me separé de ellos hacia la mitad de julio, para presentarme
en el Ho-nan, donde debía continuar mis estudios al lado de dos cohermanos chinos que
se encontraban en aquella provincia". El 12 de julio, Juan Gabriel, a lomo de mulo, se
pone de nuevo en camino. Bajo un calor insoportable, misionero y catequistas pasan
montañas y valles, y atraviesan llanuras agradables. Una noche llegan, por fin, a una
posada. Con el cansancio, no habiendo hecho el francés honor a la sopa de pasta
ofrecida en la cena, tiene la desagradable sorpresa de haber molestado al posadero que
lo trata lisamente de avaro. "Al día siguiente, a mediodía, llegamos a Luo-HoKeou, lugar
de comercio, uno de los más importantes del Houpé, después de Han-Kenu... Hay algunos
cristianos pero sólo podemos verlos en las barcas, para no caer en manos de los antiguos
apóstatas, que son nuestros mortales enemigos". Hacia medianoche del día cuarto la
expedición llega, por fin, a la residencia de Nayang-fou donde, algunos años antes, fue
capturado Francisco Regis Clet.

9.- LOS CAMPOS DE LA PRUEBA

El P. Rameaux destina al nuevo misionero al Ho-nan para ir a reforzar el equipo que


allí trabaja. El superior de la misión proyecta nombrar en su lugar a Juan Gabriel
responsable de la comunidad. La respuesta del interesado no se hace esperar.
Escribe al P. Torrette: "Usted no puede cambiar los superiores sino en casos de urgencia...
El P. Rameaux, con los calores, sufre alguna vez, una especie de agotamiento que le quita el
apetito. Recomiéndele moderación en el trabajo... Envíele algunas botellas de vino de
Burdeos o de Frontignan, será la mejor medicina". Juan Gabriel no puede, por otra parte,
contenerse de alabar las cualidades de su cohermano: "La cristiandad del Houpé había
sido desolada por la persecución y probada por calamidades de todo género. El P. Ramenux
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apareció en medio de ella como un ángel consolador Por su celo extraordinario, llego a repa-
rar las antiguas brechas, y a cicatrizar las heridas todavía sangrantes... No habían pasado
meses desde su llegada, y habrá recorrido al menos trescientas leguas misionando, oído cien
mil confesiones y bautizado treinta y un adultos". Para el autor de este testimonio no
hay, pues, razón ninguna para cambiar de superior.
En este momento preciso de su existencia comprendió haber llevado al sitio que Dios le ha
fijado en su Providencia, y escribe estas palabras al Asistente General de la Congregación,
en París: "En cuanto a mí, heme aquí lanzado también en una nueva carrera. Hay algunas
razones para creer que es la que Dios me destinaba a recorrer. Es la que pedía con
insistencia, en una novena que hice a san Francisco Javier, hace casi una veintena de años".
Y acordándose de las reacciones negativas de unos y de otros, añade: "Es verdad que usted
y mis otros directores me disuadían del proyecto... Pero la principal razón que ponían por
delante era la de mi falta de salud, y la experiencia ha demostrado que había menos
fundamento de lo que se suponía".
Juan Gabriel, lleno de confianza, puede ahora aplicarse a su tarea misionera, que él estima
de primera urgencia, pero sabiendo, sin embargo, que exige un prolongado aliento. "El
Padre de familia ha enviado a su viña un número bastante bueno de obreros. El número de
los cristianos de China no me perece que se eleve por encima de doscientos veinte mil, ni
siquiera que alcance esta cifra. Dispersados por toda la superficie del imperio, son entre la
muchedumbre de los paganos como unos pececillos en el mar. ¿Cuándo sucederá que una
poca levadura penetre esa enorme masa? Es el secreto de Aquél que tiene los tiempos en su
poder". Sin olvidar la necesaria participación del hombre en la construcción del Reino de
Dios, recuerda con razón que "la conversión de la China depende también de las oraciones
que los cristianos de Europa pueden hacer- por ella".
Todo está presto para fortalecer el corazón de Juan Gabriel. Los brazos de la misión de
Dios se abren a él. Es, por fin, tiempo de sembrar la Palabra: "Ahora, voy a poner manos a
la obra, y a emplear todos mis pobres medios en procurar su gloria y la salvación de las
almas, rescatadas al precio de su sangre”. Desde aquel momento, siente prisa por recoger
sus frutos o habla ya de otra cosecha: "Yo que acabo de poner la mano en el arado, ¿qué
puedo deciros si no es que estoy desde ahora asociado a aquéllos de los que está escrito: «Al
ir, iban llorando, esparciendo su semilla» No sé si es por presentimiento de una mala
cosecha, pero estoy muy espantado por lo escrito: «El hombre sólo recogerá lo que ha ya
sembrado». Quisiera, bien a pesar de eso, rebuscar unas espigas para ponerlas al lado de las
grandes gavillas de mis cohermanos, en la era del Padre de familia, a fin de tener una
pequeña parte en su recompensa”.
Los misioneros se dan en cuerpo y alma al Evangelio. La misión no aguarda, pero sienten
que se acerca el cansancio, saliendo de su guarida como lobo en busca de presa: “Tenemos
fatigas y algunas penas que soportar, pero las hay por doquier”. Y, citando una vez más, casi
palabra por palabra, a su maestro Vicente de Paúl, escribe a su padre: "Y luego, hace
buena .falta ganarse el cielo con el sudor de su frente". Realista ante la adversidad siempre
posible, afirma además que "si tuviéramos que sufrir el martirio, vería una gran gracia que
Dios nos otorgaría, es una cosa más deseable que temible". ¿Se acuerda entonces de
aquella frase que había escrito en la época de sus estudios en Montauban: ¡Qué bella es
esa cruz, plantada en tierras infieles y regada con la sangre de los mártires!?"
Esa cruz va a comenzar secretamente a llevarla. El crisol del sufrimiento físico va a
recordarle súbitamente su fragilidad. Apenas quiere emplearse en la tarea de la misión, es
víctima de una epidemia de fiebre maligna que lo clava funestamente en la residencia. De

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septiembre a diciembre de 1836, aguanta interminables tormentos que abaten su cuerpo
extenuado: "Estaba tan derretido en sudores, que mis piernas vinieron a ser como dos cañas
secas". Ante tal infortunio, los cohermanos le administran incluso los últimos sacramentos.
Él conoce, sin embargo, algunos dulces momentos de calma durante los cuales puede
cómodamente volver a emprender el estudio de la lengua local bajo la égida del P. Juan
Pe, su joven cohermano chino.
Con la ayuda de Dios, la salud de Juan Gabriel no inspira ya temor en diciembre, y puede
acometer su trabajo de misionero. Escribe al P. Torrette que, por primera vez, con ocasión
de la fiesta de santo Tomás, ha predicado en chino, y precisa: "como no debía ir
demasiado rápido en el ejercicio del ministerio en mi nueva lengua, sólo confesé
una docena de personas a quienes comprendí bien“.
Tiene bajo su responsabilidad a tres cohermanos chinos, el P. Pe ya mencionado, el P.
Song y el P. Wang. El primero explica y hace recitar el catecismo a los niños, luego, visita a
los enfermos en unas situaciones poco cómodas. "Un día, cuenta Juan Gabriel, lo envié a
administrara un enfermo a tres leguas (6 kms.). El tiempo y los caminos eran tan
malos que ni carros ni monturas podían llegar allá. Se vio obligado a ir andando.
Tuvo que atravesar cuatro o cinco arroyos donde le llegaba el agua hasta la
cintura, lo que renovó su mal o dolor de piernas del que había sido aliviado con la
ayuda de unos médicos chinos". El segundo cohermano, P. Song, que ha tenido también
un fuerte acceso de fiebre, permanece en la residencia para reponerse y administrar allí
los sacramentos. En cuanto al P. Wang, se retiró lejos, en las montañas, y, después de
largos meses, no aparece por la residencia, a consecuencia de una corrección del P.
Rameaux. Ciertamente, las condiciones de la misión son extremadamente fatigosas para
todos, pero cada uno, a su manera, siente la urgencia de aquella santa necesidad: las
ovejas están cruelmente faltas de pastores. "Hay en China cerca de cuarenta
sacerdotes europeos y alrededor de ochenta sacerdotes chinos", escribe Juan
Gabriel a un amigo sacerdote de París.
Toda la provincia del Ho-nan está bajo la responsabilidad de estos misioneros. El campo es
vasto, pero el grano sembrado muy escaso y disperso. Están, en primer lugar, los aledaños
de la residencia de Tsinkiakang con sus 80 cristianos, luego, en los alrededores, algunas
localidades de aproximadamente 250 fieles y, más lejos, dos distritos de unas 300 almas.
El pueblo cristiano es un "pequeño resto- de casi 600 personas. En razón del hambre
desgarradora que ha diezmado una parte no despreciable de la población, y de una
persecución que ha llevado consigo una multiplicación de apóstatas, la misión decaía. Hay
que levantarla de nuevo, pero ya el enemigo acecha, solapado: "Estábamos todos a la
obra -escribe Juan Gabriel al Superior General de la Congregación, el 30 de diciembre-,
cuando llegó ayer un correo a anunciarnos el comienzo de una persecución en
nuestra región de las montañas de Kou-tchen. El P. Rnnwamti, a quien nos dimos
prisa en comunicar la misma noticia, al sur del Houpé, debe de haber hablado de
este asunto, que, esperamos, no tendrá muy grandes consecuencias, a pesar de
que cuatro misioneros y doce catequistas hayan sido denunciados ante el
mandarín". Nada debe detener a los peregrinos de Dios: "Mañana, el P. Pe y yo,
saldremos de nuevo para ir a visitar otra cristiandad.
Tras cinco semanas de ausencia, tienen la alegría de tomar un poco de descanso y de
conmemorar el Año Nuevo chino. En marzo de 1837, salen de nuevo para evangelizar las
cristiandades de Nantchang, confiadas en un primer momento a los paúles portugueses
que padecían una falta cruel de obreros. Trabajan allí hasta mayo, luego continúan más al

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norte: "Visitamos primeramente el distrito de Loavhien que no lo había sido hacía
cinco o seis años", luego "nos volvimos hacia los que están al norte del río
Amarillo". Tales visitas les exigen en total cuatro largos meses.
Los grandes e insoportables calores de julio han echado su capa de plomo sobre la región.
Bien que mal, se intenta resistir. Las fiebres causan estragos y el P. Rameaux, que llevaba
sólo cuatro días en casa, debe partir de inmediato para llevar los auxilios de la religión a
sus fieles. Juan Gabriel notifica al P. Torrette que su superior va mucho mejor que antes:
"El vino que le ha mandado le ha hecho bien y el café le ha causado placer". Luego, con una
puntada de humor muy campesina: "saque la consecuencia práctica para otra vez". Al
contrario: "el pobre P. Baldus" no va bien del todo. Fatigado y desbordado, necesita
ayuda: "Si usted hubiera podido darnos a uno de aquellos cohermanos llegados el año
pasado, hubiese sido doblemente bienvenido en medio de una tan grande miseria".
Aquel año, Juan Gabriel y sus cohermanos son informados de que una persecución
ejerce su rigor en el Fo-kien. Todos están afligidos por ello. Mons. Carpena, aquel mismo
obispo que lo había recibido a su llegada, ha tenido que huir y esconderse con algunos
sacerdotes en una caverna. Otros misioneros se han ido más lejos, a las montañas. La
apostasía de numerosos cristianos y el destierro de los que han permanecido fieles a la
cruz de Jesús se juntan a los sufrimientos. Las iglesias han sido destruidas o saqueadas.
La violencia de la persecución no ha podido reprimir el impulso misionero, a pesar del
miedo efectivo, pero contenido, de penetrar más adelante en los campos de la prueba.
En cuanto a los campos de la misión, son demasiado extensos. La prueba de la escasez
de obreros se experimenta más duramente aquí que en otras partes. Juan Gabriel se
acuerda entonces de su paso por la subdirección del noviciado. Escribiendo a su director
actual, puede todavía sensibilizar a los jóvenes reclutas en la evangelización de China. En
una larga y apasionante carta, relata con unos detalles minuciosos, lo que es la vida local
y la manera de abordarla: "Supongamos el lugar de nuestra residencia y, nuestro punto de
partida en la diócesis de Cahors. Damos allí primeramente algunas misiones; en seguida,
vamos a dar otras en las diócesis de Albi, del Puy, de Autun, de Orleans, de Versailles y de
Amiens. Aquí está, poco más o menos, el cuadro de nuestra posición y de las distancias
respectivas de los distritos que hemos recorrido". No queriendo ennegrecer el cuadro en lo
concerniente a las paradas necesarias para reparar fuerzas durante un tal recorrido, se
contenta con decir que “si uno esta ávido de privaciones y de mortificaciones, hay con qué
hacer una santa fortuna ".
Después de algunas bonitas descripciones dignas de las más bellas postales sobre
aquella naturaleza salvaje regada de ríos impetuosos, Juan Gabriel se detiene un largo
momento en el contenido de la misión. Así, los novicios pueden leer: "Llegados a cada
misión, nuestro primer cuidado era preparar una lista exacta de todos los cristianos grandes
y pequeños, buenos y malos, a fin de estar más en situación de cumplir nuestro deber para
con todos. A continuación, formando un tribunal de examen, como en los seminarios, nos
hacíamos recitar por todos, públicamente, el catecismo... sin que los viejos se ruborizasen de
dar ejemplo en esto a los más jóvenes... Después de esto y el bautismo de los niños, nos
ponemos a oír confesiones... De ahí que, todos los días, un cierto número reciba la sagrada
comunión... Bautismo de adultos, confirmaciones, matrimonios, admisión en alguna
cofradía, es el quehacer de los últimos días". Luego, recordando la urgencia del Reino de
Dios: "El misionero no puede permitirse una larga estancia en cada cristiandad, ya que se
debe a todas aquéllas de las que está encargado. La revisión dura ocho, diez, quince días,
según el número y la necesidad de los cristianos". Juan Gabriel menciona a continuación,

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sin nombrarla, una persecución que ha hecho huir a los cristianos de las ciudades:
"Desde la época del emperador Kanhi, los cristianos tenían iglesias en muchas ciudades. Hoy
están en manos de los paganos, y los cristianos, sobre todo, en el Ho-nan, se encuentran
casi todos en el campo, dispersos en pequeños lugares". Y tomando una vez más las
palabras de san Vicente de Paúl, dice: "Aquí, como en Francia, tenemos la dicha de ser los
misioneros una pobre gente de los campos". Esta carta, de un estilo no inocente, no podía
terminar de otra manera que con una llamada: "Que aquéllos, pues, de sus seminaristas
que tengan la vocación de venir a juntársenos, no teman (las dificultades) sino, más bien,
las ambicionen. ¡Que no pueda usted enviarnos un buen número de Franciscos Javier
para esta China que tantos necesita!" No le queda ya a Pedro Juan Martín, sucesor de
Juan Gabriel en el Seminario Interno, sino formar obreros para los campos del mundo.
En cuanto a los misioneros del Ho-nan, prosiguen sin obstáculo su labor. Durante el otoño
y el invierno de 1837, son los cristianos del sur y del noroeste de esta región los que
reciben con los brazos abiertos la visita de sus pastores.
A1 final de este período de visitas, escribe al P. Torrette sobre los proyectos de
reorganización eclesial, de los que tuvo conocimiento el año anterior. Nada es sencillo
entonces, en este campo. El obispo del Kokien, Mons. Carpena, tiene bajo su dependencia
el Kiangsi, y quiere deshacerse del mismo en favor de la Congregación de la Misión. Se
trata de dividir en dos una vasta región. Juan Gabriel tiene su idea particular sobre esto. La
somete, pues, a su Visitador: "La mitra pende sobre la cabeza del P. Rameaux, así como
sobre la del P. Laribe". Luego, habiendo reflexionado casi al detalle, sobre la nueva
organización, concluye en una segunda carta: "En cuanto a Ios dos candidatos destinados
a los dos puestos, la Providencia los tiene de tal manera preparados y tan claramente
designados, que en esto no se puede hacer propiamente ninguna elección... La posición
de estos dos queridos y venerables cohermanos está ya hecha, y, a los ojos de los
cohermanos, solo les falta la mitra". Ante esta seguridad cierta, ¿ha hecho, al presente, el
P. Torrette, la elección? De hecho, Francisco Rameaux será consagrado obispo el 1 de
marzo de 1840, y Bernardo Laribe lo será el 13 de mayo de 1845.
El P. Rameaux, sin embargo, desea otra cosa. Él también ha escrito de nuevo a su
Visitador: "Ahora, me hago viejo (¡treinta y seis años!)... Le he pedido ya que acepte mi
dimisión y se la pido con más insistencia”. “El P. Perbaore es el hombre... ¡Le cedo de
muy buena gana el superiorato y hasta la mitra!... Voy a llamarlo al Houpé para que
vaya aprendiendo". Parece entablarse un diálogo de sordos cuando Juan Gabriel, que ya
ha dado su parecer hace algún tiempo, presintiendo que algo se está tramando a sus
espaldas, se permite responder: "El P. Rameaux ha levantado de sus ruinas la misión del
Houpé, es lo normal que continúe siendo su padre. Él no tiene razón para renunciar a su
cargo, y yo tengo mucha para no recibirlo". No obstante, el P. Rameaux llama a Juan
Gabriel a Houpé, en enero de 1838. El superior, siguiendo sus planes más o menos
secretos, le confía el sector de Tcha-Yuen-Keou, aquel sitio cercado de imponentes
montañas, adonde él había llegado al borde de la asfixia, agotado por el largo viaje, en
junio de 1836. Su nuevo distrito "abarca una extensión de dos o tres leguas de largo y de
un poco menos de ancho. Los cristianos que lo componen, y en medio de los que se
encuentran muy pocos paganos, son en número, alrededor de dos mil... de tal manera
esparcidos que no hay nada entre ellos que semeje un pueblecito. Hay una casa aquí,
otra allí”. La carta, dirigida a su primo, el señor Caviole, párroco de Catus (pueblo cercano
a Montgesty) da cuenta, además, del fervor de los fieles, "asimismo se encontrarían tal
vez, pocas parroquias en Francia, donde la sagrada mesa sea tan frecuentada como

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aquí”. Sabiendo que, en Catus, hay una soberbia iglesia románica que fue, en su tiempo,
un antiguo priorato, Juan Gabriel invita a su párroco a olvidarla para descubrir por las
palabras, lo que es una iglesia en China: "El suelo desnudo, encerrado entre cuatro paredes
de tierra y cubierto por un tejado de paja, con una mesa que sirve de altar, detrás de la cual
hay una colgadura que se extiende por encima, en forma de dosel... Si a alguno le repugnara
reconocer en tal lugar una iglesia, yo le rogaría que la viera allí donde ella está, es decir, un
millar de piadosos fieles llenando y rodeando, incluso bajo la lluvia y la nieve, este humilde
recinto, y sus ojos descubrirán las piedras preciosas destinadas a componer esta iglesia de
inefable belleza, que debe de ser igualmente admirable y eternamente dichosa en el seno
mismo de Dios”. Hacer que esta Iglesia viva es una gran alegría para los misioneros, que
tocan con el dedo la hondura del mensaje evangélico dirigido a los más pobres, que llevan
a menudo sobre sí los estigmas de Cristo sufriente. Juan Gabriel recuerda con agrado esta
imagen fuerte: "Me sucedió llevar el santo Viático a cabañas donde me encontraba al
enfermo yaciendo en tierra, y cuya desnudez sólo estaba cubierta por un poco de paja medio
podrida... Yo continuaba mi ruta en silencio, entregado al remordimiento de sobrevivir a
aquellos desafortunados, no viéndome morir de la misma manera que ellos". En la angustia
personal, el misionero sólo puede confiar al Dios de amor, al Padre de misericordia, aquel
rosario de desdichados. Los medios de combatir tal miseria inhumana son demasiado
irrisorios de cara a la amplitud de la llaga.
A pesar del trabajo cumplido y de la confianza que tienen en él los superiores, Juan
Gabriel se siente a su vez miserable, hasta despreciable. Escribe a su hermano de París
estas pocas líneas: “La debilidad de mi temperamento y mis enfermedades de las que tú
conoces una parte me hacen físicamente incapaz de grandes trabajos... Mis grandes e
innumerables miserias espirituales no dejan lugar para la duda de que no sea de aquéllos de
quienes se dice: «Que son abominables y reprobados para toda clase de bien». No, yo no soy
más un hombre de maravillas en China que en Francia". Es, no obstante, este mismo
hombre frágil quien reemplaza al P. Rameaux, indispuesto y sufriendo de los ojos, para
realizar las numerosas visitas aún por comenzar. En el curso del año, desde la fiesta de la
Natividad de María de 1838, hasta la de Pentecostés de 1839, Juan Gabriel puede, de este
modo, hacer diecisiete visitas misioneras en las cristiandades circunvecinas. El P.
Rameaux, de quien el misionero quercinés dice al que quiera entenderlo, que hace "por sí
solo la labor de tres buenos misioneros", subraya al respecto, que “con su débil salud el P.
Perboyre se sostiene y trepa por las montañas como una cabra".
Evidentemente, este misionero es acompañado en sus correrías por sus colegas chinos
que, aunque van "a su tren", no dejan de ser un buen consuelo. Interesado por su
formación espiritual, lanza la idea de hacer traducir para ellos, partiendo del latín, la vida
de san Vicente de Paúl. Pide asimismo que se le proporcionen algunos ejemplares del
diccionario latino-chino del P. Gonzalves, cohermano portugués, y las "Elevaciones sobre
los Misterios", amén de otras obras de Bossuet que había dejado a su llegada en Macao.
Desea recibir con la misma ocasión artículos para la liturgia y algunas "Medallas
Milagrosas”, sin olvidar un poco de rapé y otros pequeños objetos para eventuales
regalos.
Ellos se acuerdan, por otra parte, de "mi efecto de la Medalla Milagrosa "que le place
contar al Asistente General de la Congregación. P. Juan Aladel: "Mientras misionaba en una
cristiandad de Ho-nan, los cristianos del lugar me presentaron a una mujer joven atacada de
enajenación mental, diciéndome que ella deseaba ardientemente confesarse y que, incapaz,
como fue de semejante acción, me suplicaban que no le negara un consuelo que tanto

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anhelaba... Al despedirla, la puse bajo la protección especial de la santisima Virgen, es decir,
le di una Medalla de la Inmaculada Concepción. Ella no comprendía entonces el alcance del
santo remedio que recibía, pero comenzó desde aquel momento a sentir su virtud..., cuatro o
cinco días después estaba cambiada... Se confesó de nuevo y recibió la sagrada comunión
con los sentimientos más vivos de alegría y de fervor”.
Siempre preocupado por la cosecha en el huerto del Señor. Juan Gabriel debe
rendirse a la evidencia: se habían esforzado en vano por sembrar la Palabra, regar los
campos, a veces, con sangre de los cristianos, hacerse todo a todos, y el
comprobante está ahí, cruel en sus cifras, para una gente que había sacrificado toda
su vida por el Reino de Dios. Al dar noticias a su Visitador, P. Juan Bautista Torrette,
Juan Gabriel hace notar además: "Nuestra escuela no tiene, por el momento, más
aspirantes al estado eclesiástico que los niños, que ofrecen poca esperanza... No entra, sin
duda, en los designios de la Providencia, que las vocaciones se multipliquen más. Ella
dispondrá de otra manera cuando el tiempo de la gran misericordia llegue para esta pobre
China".
En cambio, por los frutos que pueden recogerse a manos llenas, él sabe dar gracias a
Aquél que puede todo por "las riquezas de su misericordia. Por ejemplo -escribe- este
año... hemos sido consolados y edificados no solamente de ver a ocho adultos recibir el
bautismo con fervor; y un buen número de catecúmenos prepararse a recibir pronto la
misma gracia, sino también de ver volver al redil muchas ovejas perdidas hacia mucho
tiempo... entre otros, un viejo al borde de la tumba que, después de treinta años de
apostatar, quema el ídolo al que había quemado tantas veces incienso con su familia".
Alabando la bondad del Dios Amor, que reúne su pequeño rebaño disperso, Juan
Gabriel olvida casi sus "enfermedades" como las fiebres frecuentes o también una
hernia que le hace sufrir sin tregua. Para aliviarlo, el P. Torrette le ha enviado un
braguero que, desgraciadamente, no era apropiado. De París, recibe otro que se
adapta mejor. Curar una hernia viene a ser un viacrucis sin fin. Ninguna medicina
china llega a ello y, sin embargo, “en China, Ias hernias no son raras ". Esta enfermedad,
no obstante, le ofrece la oportunidad de unirse a un pagano tocado del mismo mal. El
P. Perboyre le ofrece un viejo braguero que lo alivia un poco y le permite volver a
andar y hasta correr. Juan Gabriel, haciéndose espontáneamente todo a todos,
juntándose a aquel hombre en su miseria enfermiza, tiene además la inmensa alegría
de verlo caminar hacia el bautismo "todo gozoso y doblemente feliz, de haber
encontrado, a la vez, tanto el alivio del cuerpo como la salud del alma”. De golpe, orgulloso
de aquellos azares misteriosos de la Providencia, el misionero se apresura a pedir a
París el envío gratuito de otros bragueros.
La salud, bien tan precioso en tierra de misión, es una de las preocupaciones
mayores de lo misioneros. El equipo en que trabaja Juan Gabriel ha conocido muchas
pruebas en este sentido. El P. Rameaux ha sufrido la pérdida sensible de la vista. El P.
Baldus ha debido hacer un alto en pleno trabajo y retirarse a la residencia, en
septiembre de 1838, porque tenía mucho de que reponerse. En cuanto a Juan
Gabriel, no ocultaba las molestias y preocupaciones debidas a su frágil salud:
“Comprendo cada más la inutilidad de todos los gustos que he ocasionado a la
Congregación, desde hace veinte años que estoy a su cargo, y le aseguro que ahí está una de
mis mayores penas, la cual durará, sin duda, tanto cuanto Dios me soporte en este mundo".
Sólo los cohermanos chinos, hechos al difícil clima y a las no menos chocantes
maneras de vivir y de alimentarse, poseían una salud a toda prueba. No era vano, en

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este contexto, pedir refuerzos: "Me parece que, si fuéramos cinco europeos con cinco chi-
nos para el Houpé y el Ho-nan, tal personal sería el número necesario de obreros en
nuestra situación presente".
Cansado de gastar el cuerpo y el espíritu en la misión, Juan Gabriel aspira a más descanso.
No obstante, este otoño de 1839, debe salir de nuevo para el Ho-nan de donde tiene la
responsabilidad en cuanto Vicario General. Su superior inmediato, el P. Rameaux,
estimando que está todavía muy fatigado, se ofrece para sustituirlo. Gabriel acepta y se
queda, pues, en la residencia del Houpé con el P Baldus y el paúl chino, que había tenido
miedo antaño de las amonestaciones de su superior, el P. Wang. El P. Perboyre podrá
hacer algunas visitas acá o acullá, en las inmediaciones de la casa, mientras recupera las
fuerzas físicas y espirituales.
Todo esto sucedía sin contar con el virrey Tcheo, residente en Ou-Tchang-Fou, que
desencadena al presente la persecución en la parte norte de su provincia: el Houpé.

10.- LA MIES SEGADA

Se aproximan las grandes fiestas de la Natividad de María. Después, las misiones se


reanudarán según el estado de salud de cada uno, y se iría a hacer la cosecha de Dios.
Hasta entonces, la casa ofrece un remanso de paz reconfortante.
Llega el 15 de septiembre. La fiesta está en su culmen. Más de 1.500 fieles afluyen de
todos los rincones de la misión hacia la iglesia. El P. Rizzolati, franciscano, enviado como
provicario para visitar las cristiandades del Ho-nan, preside la celebración en medio de los
cantos de acción de gracias y de una demostración ferviente de fe. Terminada la misa,
cada uno se regocija participando fraternalmente en los numerosos ágapes que ofrecen
las aportaciones de todos. Aquel mediodía, Juan Gabriel está comiendo con Juan Enrique
Baldus y el padre italiano, en medio de todos, cuando un cristiano, todo sofocado, se
acerca corriendo hacia ellos y advierte a la comunidad reunida de la aproximación de una
banda armada que no parece tener buenas intenciones. Los soldados pueden estar allí de
un instante a otro. No obstante, uno de los catequistas presentes en la fiesta se apresura a
tranquilizar a los sacerdotes: “Los mandarines debían de dirigirse a otra parte. A lo sumo,
se pararían a tornar un refrigerio según su costumbre". La inquietud desaparece
entonces y la comida continúa serenamente. La calma es desgraciadamente de corta
duración. Otros cristianos angustiados llegan, a su vez, a avisar a los misioneros, a sus
ojos demasiado descuidados. Hay que huir de prisa. La tropa, conducida por mandarines,
tiene por cometido arrestar a los misioneros, por orden del virrey. Los PP. Rizzolati y
Baldus ponen los pies en polvorosa, y escapan a toda velocidad a través del bosque de
bambúes. Juan Gabriel se retrasa echando el cerrojo a la puerta de la iglesia. Como
padece de las piernas, no puede correr. Sale por la puerta trasera y se va a esconder en
el bosque. Víctimas del terror, los cristianos huyen por doquier, y la comunidad estalla
en múltiples estrellas esparcidas.
En aquel período de turbulencias, las cosas iban mal para los europeos. Mediante el
tráfico, los ingleses habían atizado, sin duda, el odio de los chinos contra los
occidentales. El contrabando del opio batía, en efecto, de pleno sobre las costas de
China, y se intentaba por todos los medios hacerlo cesar. En consecuencia, las
autoridades imperiales lanzaron una persecución contra los cristianos, quienes, además,
introducían en el suelo sagrado una "secta extranjera". Apoyados por su jerarquía,
ciertos mandarines se declararon entonces, abiertamente contra los cristianos, y
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organizaron una caza del hombre. Mediante la amenaza, obtuvieron de los jóvenes
cristianos los nombres de los lugares donde residían los misioneros, y, de este modo,
preparaban una expedición militar pura arrestarlos.
Cuando la escolta armada llega a las puertas de la misión, no hay ya nadie en la
residencia. Contrariados los soldados, en traje de paisano, derriban con vehemencia la
puerta de la iglesia. El furor se apodera del grupo. Se saquea, se roba, se llevan los
objetos sagrados como prueba. Los soldados echan fuera también a algunos cristianos
diseminados aquí y allí, escondidos o todavía en oración, y que no han tenido tiempo de
huir. Se los maltrata, y algunos mueren bajo los golpes. Los supervivientes son llevados
como prisioneros. Durante el saqueo de la residencia, se produce accidentalmente un
incendio, pero ello no impide a la banda armada degollar el ganado y darse un festín con
las provisiones de la comunidad.
Bien que mal, Juan Gabriel se abre camino a través de las ramas altas de los cortantes
bambúes. En su huida, se cruza con un cristiano que quería enterarse de la situación. El
misionero lo disuade: "Es demasiado peligroso". Llegada la noche, fatigado por la huida,
el P. Perboyre decide llegar a la casa de uno de sus catequistas, Ly-Tsou-Hoa. Se rehace
allí un momento, luego, ambos se van juntos a unos centenares de metros más lejos, a la
vivienda de un primo, que ofrece más seguridad. Juan Gabriel se recorta entonces un
poco la barba para parecer menos europeo.
Al nacer el alba del día siguiente, hay que encontrar un refugio más seguro. El espeso
bosque, bordeado de un impenetrable bambudal, servirá por el momento de escondite.
Los fugitivos están a dos kilómetros de la residencia saqueada. La jornada pasa
sosegadamente en aquel refugio afortunado. Los mandarines y los soldados han
rodeado la casa y las alturas vecinas. Es entonces cuando arrestan a un catequista
llamado Kouan-Lao-San, que reside a unos pasos de allí. Aterrado, es injuriado y
golpeado hasta que indica el escondite de los misioneros. Al límite de sus fuerzas, se
derrumba bajo las amenazas, y se pone a guiar a los soldados hacia el lugar donde se
oculta Juan Gabriel que no puede huir, porque el bosque se detiene justo al borde de un
acantilado abrupto e infranqueable. El misionero ora. Los hombres de los mandarines le
echan mano, lo atan y lo insultan. Todo transcurre muy rápido. Un catequista intenta
interponerse, pero los enviados del mandarín, los esbirros, intervienen y lo disuaden por
la fuerza. Se le arresta, a su vez, con un anciano, padre de otro catequista. El grupo
armado ha logrado capturar al misionero. Su alegría salvaje se hace oír como un eco,
desgarrando el cielo y traspasando las cumbres para llegar a los oídos de los cristianos
escondidos en los alrededores.
Después de dejar casi desnudo a su prisionero francés, los soldados lo cargan de cadenas
en el cuello, en las manos y en los pies. Lo empujan atropellándolo para hacerlo correr
durante cuatro largos kilómetros. La tropa se para al fin. Hace etapa en una posada
llevada por un pagano, el señor Hang, donde se encontraban ya otros cristianos cautivos.
Juan Gabriel es encerrado en una habitación por la noche, pero sus pies y sus manos
permanecen sólidamente atados. Aprovechando el sueño de los carceleros, cuatro
cristianos logran escaparse, no antes de haber intentado sin éxito librar de las cadenas a
su misionero.
En la mañana del 17 de septiembre, aquellos evadidos vuelven a encontrar al P. Rizzolati,
que había logrado esquivar a sus perseguidores, a quien cuentan los dolorosos
acontecimientos de la jornada pasada. El P. Baldus había escapado también de la

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soldadesca. Antes de huir solo, el paúl había confiado el provicario italiano a un catequista
conocido, con quien se podía contar.
El mandarín de Kou-tcheng estaba en el pueblo de Kouanintang donde se hallaba la
posada. Pide ver al desgraciado prisionero. Sucio, con la ropa hecha jirones, atado, tirado
por su coleta, el desafortunado misionero es arrastrado ante la autoridad local. Se lo
fuerza a arrodillarse. A petición propia, recupera su ropa, y el mandarín hace incluso que
le quiten sus pesadas cadenas. Un extranjero ha sido arrestado, hay que definir el delito
de inculpación. Se hace rápidamente. Juan Gabriel es preguntado sobre su identidad.
Reconoce su denominación china: Toung-Wen-Siao. Sin embargo, se declara europeo,
sacerdote de Jesucristo y enviado a China para propagar esta religión. El mandarín le
recuerda la prohibición para todo europeo, de poner pie en aquel territorio imperial, y le
notifica entonces el delito de que se le acusa: ha entrado ilegalmente en China para
propagar una religión no reconocida, que se ha calificado allí de secta. Se le ponen de
nuevo sus cadenas para hacerle saber oficialmente su arresto. Los soldados vuelven a
llevar a Juan Gabriel a la posada, y, desconfiando por razón de las cuatro evasiones
anteriores, lo cuelgan por los brazos, en un poste de la hospedería, de manera que sus
pies no puedan descansar en el suelo. Para aliviarlo un poco, y ante unos sufrimientos
indecibles, se le otorga, no obstante, un taburete de madera para sentarse, al que se le
atan los pies. Así, debía pasar toda la noche.
Al día siguiente, por la mañana, el mandarín da orden de conducir a los prisioneros a la
subprefectura de KouTcheng-Hsien. Un largo y penoso viaje de más de doce horas, a
marchas forzadas, aguarda a Juan Gabriel y a sus compañeros de miseria, completamente
debilitados por las torturas y las dos noches de insomnio ya vividas. Ante el estado
lamentable del misionero, comprobando que sus pies y sus manos estaban horriblemente
hinchados por las cadenas demasiado apretadas, un notable del pueblo, pagano, solicita
del mandarín autorización para alquilar un palanquín donde transportar al desgraciado.
Tras una etapa de noche, que no ha permitido a Juan Gabriel recuperar algunas fuerzas, el
cortejo de detenidos y encadenados llega la tarde del 19 de septiembre a la sub-
prefectura.
Prisionero, a la vez, de los soldados y de los enviados de los mandarines, los famosos
"satélites", Juan Gabriel va a comparecer ante dos tribunales, militar uno y civil el otro.
Los interrogatorios se asemejan, y él responde con coraje cuando no hay riesgos de
denuncia para sus amigos cristianos. Se le manda renegar de su fe y él rehúsa. Declarado
culpable, el tribunal militar lo hace conducir a la prisión donde permanece más de un mes.
Se le impone entonces el régimen común de los detenidos. Se lo viste con una larga
camisa roja y se le encadena de pies y manos, a fin de limitar los desplazamientos y los
gestos. Además, una gruesa cadena le rodea el cuello. Le está igualmente prohibido
cortarse el pelo y afeitarse la barba.
Los mandarines envían al virrey de Ou-Tchang-Fou un acta oficial, notificando la captura
de prisioneros. Dos esbirros son encargados de esta misión. En ruta, hacen una parada en
una posada y se jactan de haber echado mano a un extranjero que había tomado el
nombre de Toung-Wen-Siao. Sienten, sin embargo, haber dejado largarse a su compañero,
que se hacía llamar Ly. Ahora bien, ese Ly, ironía de la suerte, está en aquel momento en
aquella misma posada. Se trata, en efecto, del P. Rizzolati, que se dispone también a subir
con sus compañeros a una barca, con destino a Ou-TchangFou.
Las órdenes no tardan en llegar. El virrey recuerda a sus mandarines la ley del país: pena
de muerte para todo europeo sorprendido dentro del Imperio, pena de muerte para todo

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predicador europeo o chino de esa "secta impía", que se llama cristianismo, y destierro
para todo adepto cristiano, incluso si se trata de un pueblo entero. Así es como se ordena
el traspaso de Juan Gabriel hasta la prefectura de SiangYang-Fou, donde debe ser juzgado
de nuevo por una autoridad superior.
Casi treinta kilómetros separan el lugar donde se halla encarcelado del pueblo donde va a
ser juzgado. Dos días de marcha son necesarios para llegar allá. Los prisioneros
permanecen atados y con cadenas al cuello, estando trabados entre sí por una larga barra
de hierro, cayendo sobre las espaldas o el pecho. En tales condiciones, ellos no pueden
avanzar sino a cortos pasos, con un sufrimiento intolerable. A su llegada, los detenidos son
separados y repartidos por diversos lugares de encarcelación. El misionero se encuentra
en una prisión que se asemeja a una infecta cloaca en la que se amontonan hombres
encadenados y desfigurados. Previsores, los carceleros traban durante la noche los pies de
los malhechores a un cepo de madera para evitar toda evasión. Juan Gabriel ha sido
mantenido prisionero durante casi un mes, en una de esas siniestras celdas, el tiempo
para que compareciera cuatro veces delante de diversos tribunales. Un proceso largo y
doloroso se instruye para triturar al hombre de Dios bajo la muela de la injusticia y del
sufrimiento.

11.- LA MUELA DEL MARTIRIO

La primera comparecencia tiene lugar delante del tribunal de la ciudad. Éste está presidido
por el mandarín gobernador que dirige una vez más al misionero las preguntas a las que
ha respondido antes. El presidente le reprocha haber hecho un largo viaje para venir a
China, cuando habría debido quedarse en Europa para predicar su religión: "Nuestra
religión debe ser enseñada a todas las naciones v propagada incluso entre los chinos, a fin
de que ellos conozcan al verdadero Dios, y posean la felicidad en el cielo". Al oír esta
réplica, el juez irritado redarguye que numerosos chinos, por su culpa, van a ser sometidos
a tortura a la espera de su sentencia. Luego, con una cierta mofa, añade: "¿Por qué ese
Dios no vino en vuestro socorro cuando se os arrestó?" "Dios, contesta entonces el
sacerdote, permite estos su sufrimientos en este mundo, a fin de que podamos merecer la
felicidad en el cielo". Y, ante las intimidaciones de tortura, afirma sin temblar: "Yo sólo me
preocupo de mi alma y no de mi cuerpo: no terno en absoluto, los castigos con que me
amenaza". Viendo que no tenía ya nada que esperar del prisionero, se le envía, atado de
pies y manos, a su calabozo.
Al día siguiente, Juan Gabriel comparecía ante el tribunal del departamento, el Tchefou.
Agresivo, el mandarín de aquel segundo tribunal llama inmediatamente al misionero a
pisotear un crucifijo puesto en tierra. No se sorprende del rechazo categórico del
sacerdote, y no insiste. Entonces, recrimina acerba y duramente a los europeos que se
introducen en China para enriquecerse a costa del Imperio. Luego, reprende con rudeza
al misionero: "¿Qué puede ganar adorando a su Dios?" La respuesta es inmediata:

La salvación de mi alma, el cielo adonde espero subir después de mi
muerte". Con aire de ironía, el mandarín, sentado como un príncipe, replica:c
“¡Insensato! ¿Ha visto alguna vez el paraíso?" Y, en tono burlón, se dirige a todos
los prisioneros cristianos inmóviles: "Yo voy a enseñaros lo que es el paraíso y lo
que es el infierno: ser colmado en esta vida de riquezas y de honores, ¡he ahí
el paraíso! Ser, al contrario, condenados, como vosotros, o llevar una vida
pobre, sufriente y miserable, ¡he ahí el infierno!” . Poniendo en práctica aquella
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teoría materialista, hace descubrir las piernas del misionero, y le ordena que se arrodille
ante todos sobre unas cadenas puestas en tierra. El pobre hombre permanece así,
durante más de cuatro horas, en interminables tormentos, antes de regresar
penosamente a la prisión de Siang-Yang-Fou.
Dos semanas más tarde, Juan Gabriel es citado ante el Tribunal Supremo de Finanzas, el
Leangtao. La sala de la audiencia es espaciosa, como una iglesia de tres naves, pero los
discursos que allí se oyen no son, en manera alguna, fraternales.
El juez comienza por preguntar al prisionero si sabe de otros sacerdotes europeos: "Yo
he venido solo a la región”, declara Juan Gabriel. Pero el mandarín, perfectamente
informado, le ordena que no mienta porque sabe que tres europeos están presentes en
el sector: Mou-Tao-Yen (el P. Rameaux), Gan (Juan Enrique Baldus) y, claro está, él
mismo, Toung-Wen-Siao. Juan Gabriel responde escuetamente: "Ignoro dónde
están”. Le tiran entonces al sacerdote del cabello y lo atan a una de las numerosas
columnas de la sala, luego, lo hacen arrodillarse sobre cadenas, bajo una lluvia de
sarcasmos e insultos. El mandarín prosigue su interrogatorio, insinuando que las
vírgenes religiosas cristianas viven de forma inmoral con los sacerdotes, lo que se
apresura a desmentir enérgicamente el prisionero, afirmando que, en sus correrías, los
sacerdotes se hacen acompañar por hombres.
Como pruebas, son presentados entonces los objetos de culto y las vestiduras litúrgicas.
El juez pretende que aquellos ornamentos sirven para hacerse adorar por el pueblo
cristiano, de lo que se defiende Juan Gabriel: "Yo no me propongo otro fin que
rendir a Dios con los cristianos el culto que le es debido". Insistiendo más, para
hacerle abjurar la religión cristiana, el mandarín le oye afirmar: "¡Puede estar bien
seguro de que jamás renunciaré a mi fe!" Entonces, impedido por sus cadenas de
hierro, lo devuelven a la prisión.
Una última confrontación entre el mandarín y el misionero tiene lugar en Siang-Yang-
Fou. Fue la más dolorosa y cruel de todas, y duró una larga media jornada. El mandarín,
exasperado por no conseguir nada, hace colgar al sacerdote por los dos pulgares y su
trenza de cabellos a una especie de viga colocada por encima de su cabeza. Tal suplicio,
que llamaban Hangtsé, convierte al prisionero en un juguete desarticulado en manos de
los soldados que sacuden la cabeza del desgraciado, ejerciendo presión sobre su coleta.
Sin la más mínima piedad ante aquel espectáculo, el terrible mandarín, con voz a la vez
sarcástica y violenta, se dirige a los otros detenidos cristianos, amurallados en un
silencio de miedo: "El infierno y el paraíso que os han predicado no existen". O
aún: "Ved su figura. ¿Daríais crédito, en adelante, a sus discursos y
supercherías?" Y persiste todavía interrogando a sus prisioneros que no pueden
responder: "¿Hay un paraíso para él? ¿No es un infierno para vosotros? ¿De
rodillas, encadenados y maltratados como estáis?" Extremando la lógica de su
pensamiento, concluye orgullosamente repitiendo lo que el mandarín precedente ya había
expresado: "¿El paraíso? Yo os lo voy a decir: es estar sentado en un trono como yo...
¿El infierno? Es estar por tierra, sufriendo como vosotros". Dicho esto, comprobando
de nuevo que no obtendría nada de aquel misionero colmado de una evidente fuerza
interior, el juez inicuo ordena azotarlo con una gruesa correa. El sacerdote, que sigue
encadenado a la columna, recibe cuarenta latigazos asestados con odio, a la vista de todos
los prisioneros que no pueden ocultar su dolor y sus lágrimas. La sangre le brota de la
boca, bajo la violencia de los golpes, y sus mejillas están espantosamente tumefactas.

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El mandarín deja la sala de la audiencia con sus soldados, después de hacer torturar a la
treintena de prisioneros cristianos. Algunos han abjurado bajo los golpes, pero muchos,
empujados por el ejemplo patético que tienen ante sus ojos, rechazan tal impostura. Éstos
son devueltos en seguida a sus celdas, y se deja a Juan Gabriel en la incapacidad de hablar
o de alimentarse, pendiente de la viga hasta la caída de la noche. Cuando, algo más tarde,
en la prisión, Juan Gabriel se ponga a escribir, dirá: "Lo que he sufrido en Siang-Yang-Fou
era directamente por la religión".
Llegada la noche, es llevado de nuevo, todo manchado de sangre ya seca, a su celda, sin
que sea objeto de ningún cuidado, si no es la compasión de sus hermanos cristianos
quienes saben ahora, en su alma y en su conciencia, que lo que su sacerdote acaba de
soportar está directamente ligado a su negativa a renegar de su fe, y a denunciar a sus
cohermanos.
El largo calvario de Siang-Yang-Fou duró poco más de un mes. La pesada muela del
martirio había comenzado su trabajo de rotura del cuerpo, sin tocar la del alma. Le queda-
ba a las autoridades locales purificar el suelo imperial de aquella "secta impía", arrancar
todo el grano sembrado y hacerlo sangrar a muerte.
Al final del mes de noviembre, los desdichados prisioneros cristianos fueron encaminados
a la capital de la provincia: la ciudad de Ou-Tchang-Fou.

12.- LA CIZAÑA Y EL BUEN GRANO


La persecución ha estallado en la provincia de Kou-Tcheng bajo orden del virrey. Los
mandarines están encargados de proceder al arresto de los cristianos, que, una vez
juzgados, deben ser castigados con el destierro. En cuanto a loa misioneros, que no tienen
en absoluto derecho a entrar en el territorio, son merecedores de la pena de muerte.
Todos lo saben. De ordinario, los mandarines se mostraban muy circunspectos con los
arrestos, porque algunos tenían amigos o parientes cristianos, otros tenían aún algún
temor secreto a detener a todo un pueblo. Se contentaban, pues, muy a menudo, con
simples multas o algunas palizas. Esta vez, sin embargo, no hay ninguna vacilación posible,
porque su cargo puede serles quitado o no renovado. Los dignatarios se deciden a
obedecer las órdenes: el virrey está muy determinado a arrancar las espigas de la mies
cristiana, a arrasar el campo del Evangelio y a dejar crecer la cizaña. Es así como, tras el
arresto de que fueron víctimas Juan Gabriel y su pequeño rebaño, la persecución se
extendió a todo el Houpé. Los cristianos tuvieron que huir, esconderse, vivir
clandestinamente, o incluso, cambiar de provincia, dejando todos sus bienes en el lugar.
Las familias se encuentran, pues, divididas en la adversidad, aunque se deja de buen grado
una cierta libertad a las mujeres. EL virrey ordena pesquisas, apuntando a los sacerdotes y
a los catequistas, en las tres ciudades adyacentes: Hankow, Hanyangiou y, claro está, Ou-
Tchang-Fou. Pero los cristianos se respaldan y se advierten mutuamente de cara a ese
viento de muerte que sopla sobre el territorio. Así es como, dispersos los sacerdotes, han
podido escapar de las garras de los mandarines. El P. Rizzolati, disfrazado de mercader, se
desterró de Ou-Tchang-Fou, durante tres semanas. Los paúles chinos, que podían pasar
más fácilmente desapercibidos, se refugiaron en barcos-viviendas pertenecientes a
cristianos y dispuestos para la huida, si el gong de la urgencia sonara a toque de caza.
Ahora, el virrey da orden expresa de dirigir a los cristianos ya arrestados a Ou-Tchang-Fou,
para ser allí encarcelados y juzgados por la instancia superior. El desafortunado grupo

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toma entonces sitio dentro de unas barcas sobre el río Hankian para remontar hasta la
metrópoli. Juan Gabriel es aislado en otra barca. Todos los cautivos conservan sus
cadenas, que desgarran la piel de los pies y de las manos. El penoso viaje dura nueve días,
periplo en cuyo transcurso los guardianes privan a veces a sus prisioneros de alimento,
obligándolos a permanecer de pie. Uno de los compañeros de cautividad dirá más tarde
del misionero: "Yo lo vi de lejos, en la barca, de pie, en medio de los satélites, los ojos
bajos, la .figura apacible y sonriente, parecía como perdido en una profunda
meditación”.
El triste cortejo llega a Ou-Tchang-Fou al comienzo de diciembre. Cristianos clandestinos
se encuentran próximos al paso de la tropa. Unos, que han sido enviados por el P.
Rizzolati, hacen una descripción deplorable de la escena. Los prisioneros, vestidos con el
sayo rojo de los culpables, caminan penosamente bajo el peso de sus cadenas. Las barras
que los traban entre sí les impiden considerablemente sus movimientos que se vuelven
lentos e inseguros. Están sucios y miserables con su cabellera hirsuta y su barba salvaje. Su
rostro parece no expresar ya nada, tan profundo es el dolor.
Los soldados los reagrupan primeramente en una posada. Al dejarlos encadenados en
torno al misionero, éste aprovecha la ocasión para exhortarlos a mantenerse firmes en su
fe. Uno de los presentes se arrodilla de pronto y pide perdón por haber apostatado bajo
los efectos de la tortura. Juan Gabriel, depositario de la misericordia de Cristo, traza sobre
el arrepentido el signo de la cruz, prenda de reconciliación y del amor de Dios recobrado.
Aquel hombre, reintegrado así a la comunión eclesial, será sometido de nuevo a la tortura,
pero ya no renegará de su fe. Se llamaba Fam-Tsé-Sin. Otros tres siguen su ejemplo y
piden, a su vez, la reconciliación. El misionero, torturado en su carne, hace sobre ellos un
gesto de bendición y los invita a ser fuertes en su debilidad. También ellos, más tarde,
permanecerán firmes en su fe y serán desterrados a otra provincia.
Tras una rápida comparecencia ante un mandarín de segundo orden, encargado de
registrar la identidad de los prisioneros, los soldados conducen a Juan Gabriel hasta la
prisión del Tribunal Supremo de los Crímenes, el más horrible de todos, reservado a los
grandes criminales. Mediante esta injusta medida, los mandarines expresan abiertamente
su deseo de deshonrar la religión cristiana y, al mismo tiempo, hacen que Juan Gabriel
sirva de ejemplo para sembrar el pánico entre los misioneros europeos.
El misionero francés tendrá su sitio al lado del basurero. De todos modos, la basura cubre
el suelo de toda la prisión. Los olores provocados por su podredumbre impiden una
respiración normal y sana. Múltiples insectos y escorpiones pululan en abundancia por el
suelo y las paredes grises y húmedas. Los prisioneros, así amontonados, apenas tienen la
posibilidad de mantenerse limpios porque, para colmo de desdichas, permanecen
sólidamente encadenados unos con otros, y nadie puede rebullirse sin infligir un
sufrimiento a su vecino y despertar a la chusma.
Los malhechores duermen en la misma humedad penetrante del suelo, sin poder evitar las
diversas infecciones que atacan sus pies debilitados. De ahí, que Juan Gabriel deba
comprobar que uno de los dedos de su pie se pudre y la piel de sus piernas se seca.
Inútil gritar su cólera en aquel lugar sin nombre: todo lo que le queda a Juan Gabriel es la
oración y la meditación. Él está ahora en comunión con los sufrimientos de Cristo,
condenado inicuamente por haber anunciado la Buena Noticia del Amor del Padre. Los
carceleros, tenidos por insensibles, ante su rostro siempre sereno y dulce, sin embargo, se
conmueven. Una noche, deciden liberar sus pies de las infernales trabas. Un clamor de

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recriminaciones, que proviene de los otros detenidos y un ruego del interesado de no ser
favorecido, los fuerza a cejar y, mal de su agrado, a reponer las ataduras.
El arresto de Juan Gabriel es en aquel entonces conocido de todos. Se sabía, por haberlo
oído de boca de los testigos ocultos aquí y allí, lo que había vivido el pobre misionero y sus
desdichados compañeros de galera. El P. Rameaux, que acaba de saber su elevación al
episcopado a su paso por Hankow, queda conmovido por la crueldad del destino. Escribirá
al P. Juan Bautista Étienne, en marzo de 1840, estas palabras llenas de dolor: "Habrá
recibido, sin duda, los primeros detalles de la persecución que devasta el Houpé, y que ha
puesto en cadenas al P Perboyre. Yo no tuve la suerte de hallarme expuesto a la misma
suerte en aquel momento. Me encontraba entonces en nuestras misiones del Honan. Era
el P. Perboyre quien debía ir allá; pero por compasión para con sus pobres piernas, había
tomado la resolución de hacer yo mismo aquella campaña. Aquel servicio que yo quise
rendirle, le valdrá, sin duda, el martirio. Tal favor me hubiera, indudablemente caído en
suerte. Dios no me juzgó digno de él". Con una cierta desolación en el corazón, y la
tristeza de no volver a ver a Juan Gabriel, va a emprender su nueva misión en el Kiangsi y
en el Tchekiang. Deja en la región, que administraba, a los paúles chinos, todavía en la
clandestinidad, bajo la dirección del P. Rizzolati que viene a ser, en cierto modo, la punta
de lanza de un magnífico movimiento de apoyo a los prisioneros. El tal "Socorro a los
Prisioneros" trata bien que mal de visitar a los detenidos cristianos, de sostenerlos para
que su fe no vacile, y, todo esto, a ejemplo de la Iglesia primitiva, que ya lo practicaba.
Durante su internamiento en Ou-Tchang-Fou, Juan Gabriel es convocado cuatro veces
ante los tribunales. Aparece en ellos, con su sayo rojo de condenado y las cadenas en pies
y manos.
El primero de aquellos tribunales es el Tribunal Supremo de Justicia, que llaman el
Ganzafou. El presidente comienza por hacer precisar a Juan Gabriel su razón de estar en
China. El misionero ha venido allí para: "hacer- conocer a Dios y no para amasar fortuna o
buscar honores entre los hombres". La segunda cuestión del mandarín quiere ser muy
clara. Pregunta al prisionero si no tiene pesar de lo que ahora le sucede. Éste responde
que tal pensamiento no es el suyo y que lo que le acaece a su cuerpo es para él “un gran
honor". Todo pesar expresado por el misionero hubiera sido interpretado por el mandarín
como una negación de su fe, pero nada en sus respuestas pudo dar pie para semejante
hipótesis. "Pero a ese Dios a quien adora, ¿lo ha visto?", ironiza él entonces. "Nuestros
libros santos, asegura Juan Gabriel, nos ofrecen la verdad tanto como nuestros ojos". El
mandarín hace traer al momento un misal y se burla de la palabra del sacerdote: "Su
palabra no quiere decir nada v sería digno de piedad, si no estuviese imbuido de esa falsa
doctrina, y no hubiese engañado por ella a los chinos". Persuadido de su victoria, el
presidente del tribunal condena a Juan Gabriel a arrodillarse y a sostener durante largas
horas, con los brazos en alto, un madero. Cada vez que cede, bien sea por el frío o por el
cansancio, los soldados se arrojan sobre él y lo muelen a golpes.
Menos de una semana más tarde, comparece por segunda vez. En esta ocasión, está
acompañado de otros prisioneros cristianos. El P. Yang, paúl chino, que vendrá a ver más
tarde a Juan Gabriel en su prisión, ha emitido un juicio un tanto severo respecto a ellos:
"Entre los cristianos, la mayoría ha renegado de la fe... De un número superior a sesenta,
tan solo diez han confesado constantemente su fe en Jesucristo". El mandarín parece
apiadarse de su suerte, comprobando que sus sufrimientos son debidos a la predicación
de aquel prisionero extranjero. "¡Injuriadlo - y- golpeadlo."', les ordena. El criado de la
misión, Tien Sin Ly Siang, dirá más tarde: "Los cristianos y y yo no nos atrevíamos a pegar

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a nuestro misionero. El. juez me ordenó arrancarle los cabellos. De rodillas junto a él,
pedí al venerable siervo de Dios en voz baja permiso para tomar uno de ellos, con la idea
de conservarlo como reliquia. “como tú quieras», me dijo. Entonces, dando muestra de
plegarme a la orden del mandarín, posé la mano sobre la cabeza del misionero y tomé
uno de sus cabellos que escondí al punto en mi manga. El juez, encolerizado, me ordenó
tirarlo. Yo simulé el gesto de hacerlo. Ninguno de nosotros pegó al misionero”. No
obstante, Tien Sin Ly Siang acabará por renegar de su fe. Bajo el miedo y la amenaza,
algunos prisioneros se sienten constreñidos a golpear al sacerdote que, mientras tanto,
encuentra todavía la fuerza interior para rogar por ellos. Cuando sean puestos en libertad,
algunos reconocerán su falta, y pedirán públicamente perdón. En cuanto a Juan Gabriel, el
mandarín, impotente para sacar ya nada de él por el momento, lo hace llevar de nuevo a
su repugnante celda, ... durante un mes.
El P. Perboyre asume todo el alcance de su sufrimiento por la fe, y medita concretamente
en la Pasión de Cristo. Se acuerda de la traición de Judas y de la misericordia de Jesús para
con él. Le parece comulgar como nunca con el misterio del don perfecto de la vida por
amor al Padre. Vuelve a ver en su alma las defecciones de sus hermanos cristianos: la de
su propio sirviente, Tien-Sin-Ly-Siang, luego la del anciano Ly-Tse-Ling, el cabeza de la
familia cristiana que le dio asilo la noche de su huida alocada, y que morirá en prisión,
agotado por los malos tratos y el cansancio. Juan Gabriel vuelve a ver también a sus
amigos que han guardado la fe, frente a la adversidad bárbara de ciertos mandarines y de
los soldados orgullosos de su dominio.
En aquel comienzo del mes de enero de 1840, se llama al misionero a comparecer una vez
más, ante un tribunal. Se trata ahora, del Tribunal Supremo de los Crímenes. Algún tiempo
antes, una orden del virrey había llegado al mandarín, presidente de aquel tribunal. Se
trataba de hacer confesar al sacerdote francés que había entrado ilegalmente en el
territorio del Imperio Celeste, que había propagado allí una religión extranjera, y que
debía, en consecuencia, renegar de ella públicamente, porque querían acusarlo de faltas
de mala conducta que se oponían a su doctrina. El virrey lograría así arrojar el descrédito y
la vergüenza sobre el cristianismo. El rigor de aquel alto personaje es demasiado conocido
para que los mandarines no lo respeten. El presidente del tribunal va a dedicarse
sutilmente a esta tarea.
Comienza por interrogar a Juan Gabriel sobre las localidades que él ha visitado. Esto,
piensa, le dará un indicio sobre la presencia de otros misioneros y catequistas. Trabajo
perdido, el prisionero no dice palabra. El mandarín lanza entonces al suelo quince fichas,
ordenando así a sus esbirros infligir al desdichado, de rodillas, quince correazos. El
interrogador vuelve a tomar la palabra a fin de saber si los misioneros administran un
remedio a los cristianos, impidiéndoles así apostatar. "Ninguno", responde el sacerdote,
que recibe en castigo diez correazos. El mandarín muestra a continuación el santo óleo:
"¿No es éste el remedio?" Juan Gabriel levanta de nuevo la cabeza y exclama sin más
detalles: "No es un remedio". Por aquella "mala" respuesta, el sacerdote es arrojado al
suelo, y recibe sobre sus nalgas desnudas veinte golpes de bambú que lo hacen gritar de
dolor. Al mismo tiempo, un soldado arroja con desprecio, al suelo, un crucifijo. El
mandarín, considerando al sacerdote al límite de sus fuerzas, lo intima a andar por
encima. Los soldados levantan al desdichado, y comienzan entonces a hacerlo andar hacia
el crucifijo. En una súbita recuperación de vigor, Juan Gabriel se libera de sus carceleros, y,
a pesar de las pesadas cadena,,, que lo traban, se arrodilla ante el Cristo en el suelo, toma
la cruz, la lleva a su rostro en lágrimas y a sus labios tumefactos y lo abraza con amor.

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Volviendo de su sorpresa, los sicarios del mandarín lo agarran de nuevo, y, bajo una lluvia
de invectivas, se esfuerzan en hacerle pisotear el crucifijo. Reuniendo, una vez más, las
débiles fuerzas que le quedan. Juan Gabriel se pone a gritar con voz segura: “¡Yo no
quiero! No soy yo, son ustedes quienes pisotean la cruz!" El presidente mira la
escena con cierto cinismo, y ordena para castigarlo por aquella negativa, que sea atado
por los pulgares a una columna, con los brazos en alto, de manera que se pueda balancear
su cabeza de derecha a izquierda, tirándole de los cabellos. Uno de los verdugos, furioso,
se pone a insinuar sobre el crucifijo gestos obscenos que hacen entonces gritar de nuevo y
aún más fuerte al sacerdote torturado. Nada puede quebrantar al hombre interior que
habita ahora en el prisionero.
El mandarín no se da por vencido. Está persuadido de ganar aquel combate contra aquello
que cree ser la cizaña, cuando su ceguera le quita la vista del buen grano.
De manera inexorable, reanuda su interminable interrogatorio. Tomando de nuevo en sus
manos el santo óleo, dice: “Usted es un criminal y un desvergonzado. Llamado junto
a los moribundos... les saca los ojos”. Ante la protesta de Juan Gabriel, prosigue:
"Usted miente... Los europeos sacan los ojos a los moribundos". Y amenazándole de
nuevo: “¡Le haré sufrir otros tormentos si no lo confiesa!" El prisionero guarda
silencio. El mandarín lo hace, entonces, desnudar de nuevo al nivel de las piernas y ordena
que le asesten treinta golpes de fusta de bambú sobre los muslos. Juan Gabriel no tiene ya
fuerza para enderezar su cabeza ni abrir sus ojos. Los soldados le abren los párpados para
forzarlo a mirar al presidente: "Entonces, ¿confiesa usted ahora?" Con firmeza, el
flagelado responde con una negativa que le vale otros diez golpes de fusta.
El mandarín lo acusa entonces de mala conducta con los cristianos. Aquí está, piensa él, el
daño que hará quebrar al prisionero. Pero también aquí, su fracaso es manifiesto. El P.
Perboyre no quiere ni enterarse de tales acusaciones y permanece amurallado en su
silencio. El mandarín furioso hace flagelar de nuevo sus nalgas ensangrentadas con otros
quince golpes de bambú.
¿Tendría aquel hombre algún sortilegio para resistir a todas aquellas torturas sin
confesar? Tal es la impresión que tiene ahora la gente del tribunal frente a una tan gran
resistencia. Se efectúa un reconocimiento del prisionero, y se descubre el braguero que lo
protege de la hernia: "¡He aquí el instrumento de su arte mágica! ", exclama
triunfante el mandarín. Juan Gabriel se ve en la obligación de explicarle las razones de
usar aquel braguero, pero en vano, porque el juez sigue persuadido del subterfugio. Trata
entonces al sacerdote de mago y, según los ritos chinos, manda degollar un perro para
hacer beber la sangre al acusado, luego asperja su cabeza para conjurar la mala suerte.
Juan Gabriel, agotado, deja actuar sin decir palabra. En esto, el mandarín marca con su
sello, a hierro rusiente, las nalgas del prisionero yacente, medio muerto en el suelo frío de
la sala de de audiencia, luego, sin más dilación, lo hace arrastrar a la prisión.
El catequista Fong, que llegó a verlo poco después, recibe esta confidencia: "los
sufrimientos que soporto en mi cuerpo son poca cosa. Pero la espantosa injuria
infligida por el mandarín crucifijo, he ahí lo que causa mi dolor .y lo que me es
intolerable”.
A los dos días, se organiza una nueva comparecencia ante el Tribunal Supremo de los
Crímenes. Se le pregunta si reconoce, al fin, los crímenes que le son imputados. "No
tengo nada que añadir a lo que he dicho", responde Juan Gabriel. Aquella
respuesta, juzgada insolente, vale al acusado diez golpes de roten, pretexto para
aterrorizarlo y reavivar sus heridas todavía muy dolorosas.

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El mandarín tenía por misión arrojar el oprobio sobre los misioneros, reconociéndolos
culpables de propasarse con las mujeres cristianas y, en particular, aquellas que, fieles a
su voto de castidad, permanecían vírgenes por la fe. Con esta mira, los mandarines
mantenían prisioneras en sus calabozos a vírgenes cristianas. Se les había preguntado
muchas veces, si estaban al servicio de los misioneros. Se comprobó que -aparte de las de
más edad que, de vez en cuando, tomaban la ropa blanca de sus sacerdotes para lavarla-,
no había criadas a su servicio, porque los misioneros, prudentes, empleaban sólo hombres
para el servicio doméstico. Una de aquellas mujeres era Ana Kao, que había proclamado
su adhesión a Cristo, incluso había tenido que sufrir un test de virginidad al uso del país.
Fue, pues, imposible tacharla de conducta inmoral, y el mandarín que la interrogó, incluso
quedó lleno de admiración por ella.
Existe otro test para comprobar los actos de conducta inmoral de un individuo. El
mandarín del tribunal decide aplicarlo en Juan Gabriel para probar así, delante de todos,
que no ha guardado su castidad. Se le ponen sobre la cabeza unas hierbas, ante médicos
competentes, quienes, además, los someten a una pamema de examen médico para llegar
a la conclusión de que ha conservado su inocencia. A pesar de aquel fracaso, el mandarín
está muy decidido a obtener confesiones de conducta inmoral. "La virgen Ana Kuo ¿es
vuestra criada?". Una vez más, el prisionero guarda silencio, lo que trae como
consecuencia una nueva paliza con un grueso bambú. El desdichado es suspendido de una
columna, luego, los soldados lo golpean con una gruesa rama de bambú que desgarra la
piel de la espalda, provocando horribles sufrimientos. Ante la negativa constante a
reconocer una falta que no ha cometido, el prisionero es entonces atado por los cabellos a
una cuerda de la que se tira con la ayuda de una polea. El refinamiento de la crueldad
consiste en levantar el cuerpo y dejarlo caer violentamente al suelo. El pobre hombre ha
perdido toda capacidad de expresarse, de enderezarse y de abrir los ojos. Sólo es ya una
piltrafa humana, cubierta de sangre, a dos dedos de la muerte. "Está usted bien ahora?,
ironiza todavía el mandarín ante aquel espectáculo bárbaro. Ningún signo de vida emana
ya del supliciado. El mandarín deja la sala del tribunal, y es preciso transportar al
sacerdote en una cesta de roten para llevarlo de nuevo a la prisión.
Una vieja mujer cristiana logra reconocer al misionero de rostro desfigurado por los
numerosos golpes y chorreando sangre. En un impulso de compasión, corre a contar
aquella visión insoportable al P. Rizzolati, quien, todo conmovido, se apresura a tomar
medidas para socorrer al infortunado. El catequista Andrés Fong sorprende a los guar-
dianes ocupados en limpiar su ropa en jirones. Juan Gabriel, en un momento de lucidez,
pide ver a un sacerdote, considerando muy próxima su última hora. Informado de esta
santa demanda, el P. Rizzolati le envía rápidamente al joven P. Yang, al que Juan Gabriel
no conoce. Para acercarse a la prisión, el paúl que llega con dos compañeros cristianos,
debe hacerse pasar por un mercader que conoce al detenido. Mediante una pequeña
propina dada a los carceleros, llega sin problema hasta él para recibir su confesión. La
conversación es rápida. Los soldados, demasiado desconfiados, ordenan a los tres
visitantes que dejen la prisión. El P. Yang precisará más tarde que: "Al separarnos de él,
el P. Perboyre se encomendó en voz alta a nuestras oraciones".
Unos días más tarde, Juan Gabriel se enfrenta de nuevo a aquel juez inicuo que le había
infligido tantos sufrimientos. Esta vez, hace mostrar los ornamentos requisados en el
saqueo de la residencia de la misión. Pregunta al condenado: “¿De quién son y para
qué sirven?" El sacerdote sólo puede responder: "Son los míos y me sirven en las
fiestas para los sacrificios en honor del Dios verdadero". "Eso es una farsa,

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replica el mandarín, es un medio para hacerse adorar por los cristianos".
Comprobando la finura de los bordados dorados, va aún más lejos: "Es así como quiere
apoderarse de China". Juan Gabriel sólo puede desmentir tal proposición, pero sabe
que el mandarín tiene derecho a equivocarse, porque, en suelo imperial, hay una secta de
penitentes austeros, llamada "Nenúfar Blanco", que aspira nada menos que a destronar al
emperador.
Muy conmovidos, dos cristianos que han resistido anteriormente a los suplicios y que,
ahora, sienten llegar su última hora, se precipitan de rodillas ante el sacerdote a fin de
pedirle la absolución. El mandarín y los guardias no comprenden nada. Estupefactos,
siguen fijos en una actitud expectante, y dejan actuar al misionero. Cuando la imagen de
aquella singular escena llegue a oídos del P. Rizzolati, escribirá: "¡Qué hermoso ver
aquel sacerdote, testigo de Cristo en las torturas y administrador de los
sacramentos divinos! - Y, subrayando que sabiduría de Dios y locura de los hombres
son siempre el lote extraño de los cristianos, proseguirá: "El, de rodillas sobre cadenas
y juzgado por un hombre, libera las almas de las cadenas espirituales, y ejerce
el poder del soberano Juez". En cuanto a los dos cristianos que recibieron la
absolución en el tribunal, morirían de agotamiento, unos días después, en su prisión.
El mandarín, comprobando que no puede obtener nada de su prisionero, cierra el proceso.
Reconociendo su fracaso, sólo puede confiarlo a la autoridad superior. El virrey toma
entonces el asunto en sus manos, muy decidido a llevarlo a término. Enemigo declarado
de los europeos y, en particular, de los que importan su religión, se hará el instrumento de
muerte que derramará la sangre del grano de Dios en medio de la cizaña floreciente.
Queriendo burlarse de él, el mandarín ordena al sacerdote que se revista de sus
ornamentos. Juan Gabriel accede y ejecuta la orden recibida. Con un infinito respeto, se
pone la pesada casulla dorada y su rostro sucio deja de súbito transparentar una bella
majestad radiante que impresiona a los miembros del tribunal. Algunos lanzan gritos: “¡Es
el dios Fouo, he aquí al dios Fouo vivo”. Creen reconocer en el hombre del Dios de
Jesucristo una nueva encarnación divina de Buda.

13.- EL GRANO QUE SANGRA

TCHOW-THIEN-TSIO no quiere a los cristianos. Dicen en la región, que no soportó siendo


estudiante haber sido superado por los resultados de un concursante que profesaba tal
religión, en el momento de la obtención del doctorado. Hoy, virrey, y siempre celoso de su
autoridad, guarda su rabia en el corazón hacia aquella gente adicta a tales creencias
extranjeras y que pueden un día -piensa- tomar el poder. A pesar de las llamadas a la
tolerancia del emperador Tao Kouanji, él se impone el deber cíe detener su avance. El
único medio que encuentra a su disposición, y que juzga efectivamente radical, es la
persecución masiva de los responsables: los sacerdotes extranjeros. Se le atribuye, a
veces, el horrible hecho de infligir personalmente trato cruel a los que hacía arrestar, y,
por desgracia, tal hecho se verificará en Juan Gabriel. Hay quienes piensan además que él
fue el inventor sádico de un medio nuevo de tortura: una silla erizada de púas, destinada a
los culpables, rebeldes a las confesiones.
Furioso por los míseros resultados de sus mandarines de cara a Juan Gabriel, decide
convocar a aquel sacerdote y acabar con él, de una vez por todas. Los dos hombres,
opuestos en todo, se verán una quincena de veces, en dos meses.

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Al comparecer ante el virrey, el misionero es forzado a arrodillarse. Tchow-Thien-Tsio mira
con curiosidad un cuadro que representa a María. Dirigiéndose luego al sacerdote, le
pregunta si los colores utilizados no han sido compuestos con los ojos sacados a los
chinos. El hombre de Dios rechaza repetidas veces aquella sórdida teoría. En represalia, se
ata salvajemente a Juan Gabriel a una viga para molerlo a golpes de bambú.
A su vez, el virrey quiere forzar al sacerdote a pisotear un crucifijo. "Después de todo,
subraya, no es más que escayola”. El misionero, herido por semejante ignominia,
responde: "¿Cómo voy a injuriar a mi Dios, mi Creador y mi Salvador”. Se postra
entonces ante la cruz, como lo había hecho ya, y la cubre de besos enteramente regados
con lágrimas. El enemigo de los cristianos, en medio de una acerba diatriba, presenta a
Juan Gabriel un ídolo y le promete la libertad, si lo adora. Haciendo acopio de su coraje,
declara: "Mátame”, no quiero ni querré jamás rebajarme a tal acto". Todo está claro.
Se empuja entonces al pobre hombre que cae de rodillas sobre unas cadenas y trozos de
teja. Los soldados incluso incitan al virrey para que haga poner sobre sus pantorrillas una
viga de madera y a saltar encima, para hacer más presión sobre sus piernas heridas.
Encontrando insuficiente el suplicio, el cínico presidente de aquel tribunal inicuo hace
grabar con un punzón de hierro sobre la frente de su prisionero estos caracteres: "Kiuo-
Fei" (lo que significa: "secta abominable").
En otras comparecencias, también inhumanas, Juan Gabriel ha sido la víctima inocente de
atrocidades sin nombre, como la de levantar su cuerpo a lo alto y dejarlo caer de nuevo
con todo su peso, o también, la de sentar al condenado en un taburete sobrealzado,
después de haber atado piedras a sus pies, de manera que el peso provoque dolores
espantosos en las articulaciones.
Se ha visto igualmente al virrey descender de su trono e ir en persona a infligir otros
tormentos al desdichado prisionero, convertido en una especie de muñeco desarticulado.
Los soldados no han escatimado los golpes de fusta o de bambú. Nada ha sido ahorrado a
Juan Gabriel quien, con todo y con eso, jamás ha renegado de su fe. No ha echado sobre
su espalda la responsabilidad de uno solo de aquellos crímenes infames de los que, sin
razón, se le acusaba.
El virrey queda estupefacto ante la impasibilidad del misionero europeo. Sabe
desgraciadamente, por sus siniestros experimentos, que, con tales crueldades, se
obtienen las confesiones más disparatadas. Rehusando declararse vencido por aquel
hombre miserable, sin defensa, le promete un final de vida a la altura de lo que él cree ser
su esperanza: “Es vano su deseo de morir prontamente. Yo le haré padecer durante
largo tiempo los dolores más agudos. Cada día será torturado con nuevos suplicios y
esa muerte que desea, no la encontrará hasta haber agotado los tormentos más
atroces”. Y sin aguardar más, hace de nuevo moler a palos al desdichado, encerrado en
un silencio mortal. Pareciéndole que los golpes no son suficientemente violentos, salta
nuevamente de su silla presidencial y se arroja con furia sobre su pobre víctima, para
azotarla él mismo.
No esperando ya nada de su violencia, el virrey hace volver al P. Perboyre a su prisión. El
prisionero no se tiene en pie, es sólo una enorme llaga abierta que deja manar sangre. Los
ojos no se abren. Los labios no musitan sonido alguno. Se teme por lo que le queda de
vida. Los guardianes, conmovidos de verlo en tal estado, tratan de aliviarlo y de prodigarle
algunos cuidados. Durante tres días, el misionero está entre la vida y la muerte. Luego,
recobrando sus energías, vuelve a la vida y reabre sus ojos.

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Es la hora de que el virrey anuncie a los condenados el veredicto del Tribunal Supremo.
Juan Gabriel Perboyre y algunos prisioneros cristianos, habiendo sido fieles a su fe de
bautizados, son convocados para escuchar la enfática sentencia: "Tú, Wen-Siao, debes ser
estrangulado. Y vosotros que no habéis cesado de resistir a las órdenes de vuestros
superiores y no habéis querido en modo alguno renunciar a vuestra fe, vais a ser enviados al
destierro. Quiero, no obstante, tratar todavía de salvaros: renegad de vuestra fe y, al punto,
veréis libres, si no, tendréis el castigo que merecéis". Sin dudar, y recuperando la inspiración
que se le conoce, el sacerdote exclama: “¡Antes morir que negar mi fe!". Y, tras él, los
otros condenados hacen la misma confesión. Comprobando entonces la fraternal
solidaridad cristiana que brilla en pleno día, el virrey presenta a cada uno el documento
que estipula el terrible veredicto: "Firmad vuestra propia condena, trazando con vuestra
mano, sobre esta hoja, una cruz”. Uno tras otro, comenzando por el sacerdote, se acercan
al registro y diseñan la cruz demandada, aquella cruz que bien podría ser la Cruz de Cristo.
Todo queda clarificado. El virrey pronuncia entonces, en voz alta, la sentencia final, y hace
conducir de nuevo los condenados a la prisión. Tchow-Thien-Tsio no tenía poder para
ejecutar aquella decisión judicial. Sólo el emperador Tao-Kouang podía ratificarla y hacerla
ejecutable.
El 15 de julio de 1840, llega el expediente a la autoridad imperial. El virrey, habiéndolo
edulcorado para no atraerse las iras del emperador, se ciñe solamente a subrayar la
culpabilidad evidente del europeo, que ha entrado clandestinamente en China para
propagar una falsa religión, enriqueciéndose a costa de los chinos. Ha arrastrado en su
locura a numerosos culpables de los que algunos afortunadamente han apostatado y para
los cuales, por consiguiente, se pide gracia. Según la ley, el que se llama Toung-Wen-Siao
es condenado a la estrangulación, y los otros deben ser desterrados y entregados a la
esclavitud.
A la vista de aquella relación, el 27 de agosto siguiente, tras imperial deliberación, los
consejeros del emperador del País Celeste extienden la requisitoria, firmada por mano de
Tao-Kouang: "El europeo TnunK-Wc n-Siuo, marcado con la señal de infamia, debe sufrir la
estrangulación por haberse introducido en China y haber predicado en ella, como jefe de
cofradías religiosas, la doctrina del «Maestro del cielo», haber seducido y engañado a un
gran número de hombres. La sentencia será ejecutada inmediatamente, sin la menor
dilación. Los otros diez culpables y, entre ellos, la virgen Ana Kao, serán enviados a la
esclavitud. Los treinta y cuatro restantes, que han renunciado a su error, están exentos de
castigos, y serán puestos en libertad, u condición que ofrezcan garantías".
El virrey, que recibe el correo del emperador el 11 de septiembre siguiente, está muy
contento de haber obtenido lo que deseaba desde el comienzo de aquel asunto. Su dicha,
con todo, será de corta duración. Será, en efecto, denunciado al emperador a causa de su
tiranía y su ignominiosa crueldad por algunos mandarines, vueltos más humanos respecto
a los cristianos, a los que no juzgaban tan peligrosos. La sanción caerá unos meses más
tarde: será destituido y enviado al exilio.
Durante aquel tiempo, Juan Gabriel sigue pudriéndose en su sórdida prisión, pero el
régimen se hace ahora más humano. Los carceleros perciben en aquel condenado un
tanto particular un ser diferente. No es como los otros prisioneros de derecho común, que
no reprimen sus villanías. A veces, se llena de compasión hacia sus compañeros de infor-
tunio que son entonces presas de admiración.
Los guardianes, sabiendo que está condenado a una muerte próxima, como en casos
parecidos, aflojan un poco su vigilancia y permiten las visitas. De este modo, un día, vuelve

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a visitarlo el P. Andrés Yang, sin que le sea necesario un disfraz. Los soldados lo dejan
pasar y se apartan para que los dos hombres puedan hablar y rezar juntos. En el momento
de la salida de su joven visitante, Juan Gabriel oye esta expresión: "¡No tema, nosotros
cuidaremos de él!" Sorprendido de aquella cálida actitud, el P. Yang vuelve junto al P.
Rizzolati que lo envía de nuevo a la prisión, con provisiones de pan, vino, ropa, mantas y
dinero. El carcelero se niega diciendo que uno de sus amigos ha pasado ya y ha dado dine-
ro que aún no ha sido gastado. En efecto, visto su estado de salud y el parecer del médico,
Juan Gabriel no puede por el momento alimentarse de otra cosa que de agua, arroz y unas
hierbas saladas. Luego, el carcelero se apresura a dar garantía al joven visitante diciéndole
que, desde el momento en que se reponga de sus heridas, Juan Gabriel, a quien él aprecia
muy particularmente, será objeto de toda su atención.
A partir de entonces, el catequista Fong va todos los días a la prisión, llevando con qué
mejorar la comida ordinaria, muy desagradable y repugnante para un débil estóma go
europeo. No obstante, a partir del 20 de agosto de 1840, estando sus fuerzas muy
recuperadas, el misionero rechaza toda distinción. Una vez curado de sus heridas, trata de
hacer penitencia y reclama el régimen común. Su preparación para el último viaje puede
continuar.
Por esta fecha, el P. Rizzolati, con el deseo de tener un testimonio de sus tormentos, le
proporciona, por medio del P. Yang y Andrés Fong, instrumentos de escritura, para que él
mismo relate sus sufrimientos.
Esta carta, escrita en latín, es la última de Juan Gabriel: “Las circunstancias del tiempo y
del lugar no le permiten escribir con largos detalles. Usted puede informarse más
ampliamente por otras vías. Cuando llegué a Kou-7cheng, donde fui bien tratado por el
Tcheu-Hien (subprefecto) todo el tiempo de mi estancia, sufrí allí dos interrogatorios. En
Siang-Yung-Fou, sufrí cuatro interrogatorios, durante uno de los cuales permanecí toda
una media jornada, con las rodillas desnudas sobre cadenas y colgado del instrumento
de suplicio «hantse». En Ou-Tchang-Fou, he padecido más de veinte interrogatorios, y,
en casi todos, he sufrido diversas torturas porque no quería decir lo que los mandarines
deseaban saber (si yo hubiese hablado, la persecución habría estallado rápidamente en
todo el Imperio). Sin embargo, lo que sufrí en Siung-Yung-Fcna, fue directamente a causa
de la religión. En Ou-Tchang-Fou, he recibido ciento diez golpes de pant-tse, por no
querer pisotear la cruz. Más adelante, usted conocerá otros detalles. Entre los casi veinte
cristianos, los dos tercios han apostatado, y esto, públicamente".
Su corazón de misionero se dirige todavía, en el alba de su muerte, hacia los parroquianos
que ha conocido y amado. Así, cuando el catequista Ou-Kiang-Te va a verlo, le dice que dé
firmeza a sus hermanos con estas palabras inspiradas en san Pablo: “Cuando regreses,
saluda en mi nombre a todos los cristianos de Tchavuenkou. Diles que no teman esta
persecución. Que tengan confianza en Dios. Yo ya no los veré. Ellos tampoco me verán
porque ciertamente seré condenado a muerte. Pero estoy contento de morir por Cristo".
Juan Gabriel, a partir de aquel momento, va hacia su muerte con un corazón anegado en
Dios. Dándose enteramente a Él, como san Vicente, no cesaba de pedirle, y, con el auxilio
de la divina gracia, se apresta para hacer de ella, no un fracaso estúpido o una victoria del
mal, sino una siembra discreta de la Palabra de Jesús sobre aquella tierra en gestación del
Espíritu Santo. El grano sangrante que los verdugos someterán a muerte será de hecho,
por la cruz que lleva en sí, el germen del Evangelio incubado en la sangre de los apóstoles,
entregando su vida por la Vida.

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14.- LA HORA DE LA COSECHA

Aquella mañana del viernes 11 de septiembre de 1840, un correo del emperador llega al
palacio del virrey. Se trata de la signatura sellada con lacre, que aprueba la condena a
muerte por estrangulación de Tuung-Wen-Siao. A tenor del mensaje, la ejecución debe ser
inmediata. Tchow-Thien-Tsio despacha sin tardanza un mensajero a la prisión para sacar a
los condenados. Hacen salir de los siniestros calabozos a cinco detenidos a los que se debe
cortar la cabeza, y al P. Juan Gabriel Perboyre, destinado a la estrangulación.
El cortejo de muerte se dirige, a paso de carrera, hacia el lugar del suplicio final. Cada
condenado va vestido con el sayo rojo, como signo de su culpabilidad. Todos tienen las
manos atadas a la espalda, y mantienen bien fijo un largo palo de bambú portador de un
letrero con el motivo de la sentencia de muerte. El de Juan Gabriel reza simplemente:
"Kiao Fea" (secta abominable). Numerosos soldados y esbirros de los tribunales rodean a
los prisioneros que mantienen la cabeza baja. Intrigada por los muchos gritos de los guar-
dianes, una multitud de curiosos comienza a juntarse al tropel y a correr con él. Un poco
aparte de aquel tumulto, cuatro mandarines siguen la escena en nombre del virrey.
El lugar del suplicio está fuera de la ciudad de OuTchang-Fou. Se accede a él franqueando
una de sus puertas, la que llaman Tcha Hou Men. El "Gólgota" de Juan Gabriel lleva el
nombre de Tcha-Hou, que significa "la montaña roja", por razón del color de su suelo. El
inquietante destacamento llega ahora al sitio previsto. Los cuatro mandarines dan, pues,
la orden de cortar, sin más dilación, la cabeza de los cinco desdichados condenados que
acompañan al misionero. Durante aquel tiempo, Juan Gabriel, de rodillas, se abisma en
una oración profunda, como Jesús, su bienamado Maestro, lo hizo en el Huerto de los
Olivos, a la hora de su Pasión. Ha llegado la hora de la cosecha. El grano que ha sufrido va
a ser triturado.
Los torturadores quitan el sayo rojo al sacerdote y sólo le dejan unos calzones. Le atan las
manos a la espalda, sujetando sus brazos al corto palo transversal del patíbulo ya
levantado. Las piernas del desdichado son dobladas hacia atrás y atadas juntas. Juan
Gabriel está como de rodillas sobre su cruz. Colgado apenas a unos centímetros del suelo,
es una víctima ofrecida a la vista de la muchedumbre de curiosos.
Cerca de mediodía, el verdugo, de pie detrás de la cruz, pasa alrededor del cuello del
condenado una cuerda que lo sujeta contra el madero. Por tres veces, según la
reglamentación vigente, mediante un corto bambú, aprieta poco a poco la garganta del
condenado. Luego, el verdugo afloja la presión permitiendo así al torturado recobrar su
aliento. Por segunda vez, aprieta la cuerda casi hasta la sofocación, luego, la afloja de
nuevo. La tercera vez, aprieta con vigor la cuerda y la mantiene tensa hasta que la muerte
acaba su obra. Entonces, suavemente, Juan Gabriel inclina la cabeza y entrega el espíritu.
Para asegurarse de su muerte, un esbirro asestó al ajusticiado un violento puntapié en el
vientre.
Perdido en medio de aquella multitud ruidosa de paganos, está presente un cristiano,
contemplando en silencio el rostro del mártir que refleja paz y serenidad. Los ojos no
aparecen desorbitados, como sucede normalmente en parecidos suplicios. Parece respirar
todavía. Unos paganos se acercan a su vez. Ellos notan también aquella serenidad, y
algunos quedan desconcertados. Uno de ellos se convertirá por ello, más tarde, al
cristianismo.
Algunos testigos oculares referirían, al año siguiente, el recuerdo del martirio de Juan
Gabriel Perboyre. Algunos vieron brillar una cruz en el cielo. Uno de ellos contó: "Cuando.
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fue martirizado, una cruz grande, Iuminosa y perfectamente trazada, apareció en
los cielos. Fue percibida por un gran número de fieles, habitando en diversas
cristiandades muy distantes unas de otras. Muchos paganos fueron también
testigos de aquel prodigio, y algunos exclamaron: «Ahí esta el signo de los
cristianos, renuncio a los ídolos, quiero servir al Maestro del cielo". Ellos
abrazaron efectivamente el cristianismo y el P. Rizzolati les administró el
bautismo. Cuando Monseñor supo el hecho que acabo de referir, no lo dio de
primeras gran fe. Pero luego, asombrado del gran número y de la importancia de
los testimonios, hizo una encuesta en regla, por la que comprueba que una cruz
grande, luminosa y perfecta en su forma, apareció en los cielos, que fue vista en
la misma época, de la misma forma y del mismo tamaño, y en el mismo punto del
cielo por un gran número de testigos, cristianos y paganos, que aquellos testigos
habitaban en distritos muy alejados unos de otros y que no habían podido tener
ninguna comunicación entre sí. Monseñor interrogó además a los cristianos que
habían conocido al P. Perboyre, y todos declararon que ellos lo habían mirado
siempre "como un gran santo”. Algún tiempo más tarde, se vio brillar aquella misma
cruz sobre el cementerio donde reposaba Juan Gabriel.
Antes de dejar los lugares del suplicio, uno de los mandarines dio orden de cubrir el
cuerpo de Toung-Wen-Siao con un velo, a fin de impedir una conmoción popular de
excesiva amplitud. Los soldados regresan llevando consigo las vestiduras del mártir y
dejando toda la noche su cuerpo expuesto a la curiosidad de los transeúntes.
Aquella noche- y en ausencia del P. Rizzolati, que viaja hacia el Chensi para recibir allí
la consagración episcopal, el P. Francisco Maresca, religioso misionero de la Sagrada
Familia de Nápoles, que acaba de saber la terrible noticia, envía a su criado
acompañado por el catequista Andrés Fong, para tratar de recuperar el cuerpo de
aquél a quien llaman ya abiertamente "mártir de la fe". Los dos hombres, ayudados
por algunos cristianos, ponen en marcha una eficaz transacción. Puestos en contacto
con los soldados de guardia que deben retirar el cuerpo muy de mañana y enterrarlo
con los de los otros condenados en una fosa común y, mediante una suma de dinero,
logran cambiar, camino del cementerio, un féretro lleno de tierra por el del mártir.
Todo se realiza sin dificultad y los cristianos recuperan el cuerpo de su sacerdote, así
como las vestiduras que los soldados acceden a entregar, y las cuerdas que habían
servido para el suplicio.
Rápidamente, se dedican al aseo fúnebre. Visten el cuerpo de Juan Gabriel con un
gran lienzo de algodón y luego con una larga túnica y un bonete negro. Hecho esto,
colocan al mártir en un féretro mayor, tendido sobre una cubierta, la cabeza
reposando sobre un cojín y lo recubren con otra cubierta. Las mujeres pasan la noche
y la jornada confeccionando bellas vestiduras para el difunto con las telas de seda
compradas por el P. Maresca. Finalmente, como lo exige la costumbre, extienden un
velo fino sobre el rostro del muerto. Luego, se celebra a intención de aquél al que
consideran como un santo, el oficio de difuntos, con la esperanza de la luz eterna.
Apunta ya la aurora del domingo, anunciando una bella jornada. Unas siluetas se
mueven muy de mañanita. Andrés Fong, ayudado por cuatro jóvenes cristianos,
llevan el féretro al cementerio sito en la Montaña Roja. Avanzan lentamente hasta la
ubicación de las tumbas cristianas. Finalizada aquella procesión con gestos lentos y
llenos de respeto, la pequeña comitiva deposita al llorado misionero en la tumba
cavada al lado de las de tres jesuitas y muy cerca de Francisco Regis Clet que lo había

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precedido en el martirio, veinte años antes, y cuya suerte envidiaba en ciertos
momentos. Por prudencia, no se desplazó ningún sacerdote. Enterraron, pues, el
cuerpo con los ritos ordinarios en uso para todo bautizado: una aspersión con agua
bendita y una sencilla plegaria. Luego, respetando la costumbre local y para evitar
toda sospecha, los cristianos organizan un banquete funerario, invitando a algunos
paganos, entre ellos, a la familia guardiana del cementerio.
Mons. Rizzolati comprueba con pena que el P. Perboyre no es el primer mártir. En
menos de treinta años, aquella provincia china del Houkouang ha sido bañada con la
sangre de tres mártires de la fe, europeos: un italiano, el P. Triora, franciscano, y los
dos paúles franceses, Francisco Regis Clet y Juan Gabriel. En su dolor, exclama:
“¡Plegue ti Dios, por los méritos de estas santas víctimas, otorgar la paz a esta región
perturbada por esta violenta persecución y quebrantar el odio de los enemigos de la
religión cristiana!"
La comunidad cristiana no tarda en venerar la memoria de su último mártir. Una ola
de testimonios se expande como el mar, que refresca una tierra demasiado seca.
Muchos paganos quedan conmovidos por el coraje extraordinario manifestado por
Juan Gabriel frente a los múltiples sufrimientos soportados y a su muerte. Algunos
comienzan junto a los cristianos, tocados en su carne, un camino de conversión.
Otros comparan a Juan Gabriel con sus dioses.
El camino terrestre del pequeño misionero quercinés acaba en tierra china. Otro
camino comienza, el cual lo llevará todavía más lejos a través de nuestra historia. Tras su
martirio, los hombres descubren en aquel hombre ordinario, que vivió a fondo el ideal
evangélico, un signo de la presencia actuante de Dios, un signo válido todavía hoy y para
cada uno de nosotros.

15.- UN SIGNO QUE GERMINA

Quince días después de la ejecución de Juan Gabriel, su cohermano, Juan Enrique Baldus,
relee la historia y da algunos elementos de reflexión interesantes a su superior, Juan
Bautista Torrette: "Si usted me preguntara lo que dicen de los PP. Rameaux y Perboyre,
¿cree que solo tendría elogios que escribiros de parte de los cristianos y cohermanos? Para
sólo hablar del último, sobre quien en Macao ponía usted tanta confianza y esperanza, no sé
lo que disgustaba en el a los chinos, pero de todos los europeos que yo he visto en China, no
he conocido a ninguno cuyas formas fueran menos de su gusto". En cuanto al cansancio
que pesaba sobre Juan Gabriel, las expresiones rezuman amargura: "Son las propias
palabras del P. Rameaux que decía que cuando uno no sabía moverse mejor, no había que
venir u China. En varios sitios, los cristianos han mostrado repugnancia a tenerlo, hecho
grandes instancias, usado muchas tretas, a fin de tener a otro europeo también... Sé que la
razón de su exterior físico no entraba en esto”. Esta carta severa es diferente de todo lo que
se puede oír ya sobre el mártir. Consciente de ir a contra corriente de la opinión general
de aquel entonces, el P. Baldus, no obstante, prosigue: "¡Ay, voy a ir tal vez, demasiado
lejos!... Según el que escribe, que se hallaba presente, y según todos los demás europeos y
chinos, si la persecución ha sido tan violenta, fue a causa del arresto de P. Perboyre. Si él .fue
apresado, humanamente hablando porque era un merengue y por su sola necedad... No era
cuestión de tener piernas sino de ser más avisado”. No pudiendo ya frenar su pensamiento,
continúa con ágil pluma: “Todo el mundo está de acuerdo en decirlo, y los cristianos saben

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repetirlo: «El P. Ramaeaux, en caso parecido, no hubiera tenido complicación… Semejantes
acontecimientos, cuando es sola la Providencia la que los determina, no tienen nada de
molesto para los cristianos; pero cuando en esto entra su culpa, hay siempre algo que
causan dolor". Moderándose un poco y reconociendo en Juan Gabriel una fe profunda,
concluye: "No obstante, conociendo la bella alma del P. Perboyre, estoy bien persuadido de
que no es culpable ante Dios, y yo bien quisiera cambiarme con él". Pero es, con todo, Juan
Gabriel quien ha sufrido hasta el fin, y ha muerto en el patíbulo plantado en tierra pagana
como una semilla, el 11 de septiembre de 1840, a mediodía, hora de la muerte de Cristo, su
Señor y Maestro del cielo.
La mano de Dios no tarda en hacer crecer el grano de la semilla. El signo de la presencia
divina se revela en el mundo y, particularmente, en China, desde el anuncio del martirio
heroico del misionero francés.
La primera señal percibida por los cristianos, como una acción de la Providencia en
respuesta al martirio, fue primeramente la destitución del cruel y sanguinario virrey por el
emperador Tao-Kouang. Todos sus bienes quedan confiscados en castigo de los suplicios
espantosos que hacía padecer a sus prisioneros, burlando las leyes del Imperio. En aquella
región vulnerada, los cristianos comienzan de nuevo a esperar y a prosperar bajo la
dirección de su nuevo obispo, Mons. Rizzolati. Más tarde, este pastor se acordará de la
acogida que le había dispensado Juan Gabriel, con ocasión de su visita a la residencia. Lo
había recibido con la mayor deferencia, como se recibía a un obispo.
Los cristianos meditan en la pasión de su sacerdote mártir, se acuerdan también de la fuerza
espiritual que había invadido a aquel hombre, y que le había hecho guardar la fe para
soportar los numerosos sufrimientos padecidos. No era ya el mismo misionero. Parecía
transfigurado, transformado. Su timidez natural, su reserva bien conocida, su retraimiento
comprobado, todo aquello había dejado lugar a un vigor increíble. El poder de Dios se
dejaba tocar con la punta de los dedos, cuando se le notaban las rápidas curaciones de las
heridas ensangrentadas, a pesar de las condicione, higiénicas de la prisión.
Algunos recuerdan también la belleza y la serenidad que invadieron su cuerpo en el
momento de su trágica muerte, hasta los paganos se conmovieron por ello. Otros evocan
todavía lo que parece ser el primer milagro del mártir. Se cuenta que el pagano que lo había
transportado en el palanquín, durante el período de la tortura, se encontraba muy mal.
Aquel rico personaje de nombre Lieou-Kiou-Lin, que había ejercido sin saberlo el ministerio
de Simón de Cirene, tuvo una visión durante su enfermedad. Vio dos escalas, una blanca y la
otra roja. Sobre la última, estaba Juan Gabriel invitándolo a trepar por la blanca, a pesar de
la tenaz oposición del demonio allí presente. El enfermo se acordó entonces de las
invocaciones de los cristianos que había escuchado: "¡Oh Dios, ten piedad de mí! ¡Oh Jesús,
ten piedad de mí". Luego, desapareció la visión y vino una mejoría. Sin tardanza, se hizo
catecúmeno y recibió el bautismo. Dispuesto para el gran viaje, la enfermedad lo golpeó de
nuevo. Asistido en su agonía por la comunidad cristiana, se durmió en la muerte.
Evidentemente, se vuelve a hablar de aquella cruz percibida en el cielo en el momento en
que el mártir entregó su espíritu a Dios. Se evoca también la que se vio encima del
cementerio, algún tiempo más tarde.
La veneración crece a una velocidad que nadie controla. Muy pronto, los fieles llaman al
sacerdote difunto "el gran mártir". Mons. Rizzolati parece desbordado por los
acontecimientos. Con firmeza, pide que se modere un poco aquel impulso popular y
no se anticipe a una posible decisión de la Santa Sede.

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Demasiado tarde. La tumba del mártir se convierte rápidamente en un lugar de
peregrinación, superando en visitas, la devoción otorgada a los otros mártires. Se
comienza a contar la vida del "gran mártir" por doquier. Los límites de la provincia
del Houkouang son ampliamente franqueados. Se recuerda los lugares de su paso. Su
renombre atraviesa los océanos.
En Francia, se recibe la noticia del martirio de Juan Gabriel con emoción. Conociendo
los riesgos a los que se exponen los misioneros de China, no se sorprenden en
demasía de aquel trágico final. Se dice aquí y allí, que aquel final tan deseado, y
abiertamente expresado, corresponde bien al personaje, pero quedan asombrados
de la fuerza con que aquel sacerdote supo resistir las numerosas torturas. Él, al que
se consideraba tan débil y de frágil naturaleza, supo demostrar que fue justamente
de su debilidad, de donde Dios le permitió sacar su fuerza.
En el Puech, es el vicario M. Laborderie quien anuncia la terrible noticia de la muerte
del hijo mayor. Su madre, con coraje admirable y sin poder contener algunas
lágrimas, exclama: "Qué haría yo lamentándome? Sus cartas, desde que está en China, nos
han expresado de manera bien viva cuánto deseaba el martirio... ¿Por qué había de dudar
en hacer a Dios el sacrificio de mi hijo? La santísima Virgen ¿no sacrificó generosamente el
suyo por nuestra salvación? Por otra parte, no creería amar verdaderamente a un hijo, si me
afligiera, sabiendo que él ya ha colmado sus deseos". Toda la familia se une a sus
palabras y, con un sentimiento de orgullo mezclado de tristeza, evoca recuerdos de la
infancia y de la juventud de Juan Gabriel.
En las altas instancias, hay actividad. El Papa Gregorio XVI, enterado de la muerte del
misionero, comunica al P. General de la Congregación de la Misión, Juan Bautista
Etienne, que hay que emprender sin dilación la recogida de informaciones sobre este
mártir, con miras a una eventual introducción de su causa. El P. Etienne encomienda
entonces a quien le ha conocido bien, al P. Rameaux, el cuidado de llevar a buen
término tal investigación. Mons. Rizzolati y el P. Laribe aportan en ella una valiosa
contribución. El trabajo, que estará acabado en 1845, se atiene a todos los datos, de
los que el principal es éste: ¿Es Juan Gabriel un mártir de la fe?
La definición del mártir es clara: "El cristiano no debe exponerse por sí mismo a la
persecución, bien para ahorrar un crimen a Ios infieles, bien para no exponer su propia
debilidad: pero cuando se encuentra enfrentado a la lucha, no podemos sustraernos a ella.
Exponerse es temerario, no comprometerse, una cobardía”.
Se afirmará que la causa de la muerte del P. Perboyre fue realmente la fe en la
persona de Cristo. Confesó su fe con su sangre, como los testigos de la Iglesia
primitiva, que se gloriaban de aquella Palabra del Salvador: “El que pierda su vida por
mi causa... la salvará" (Mc. 8, 35). Él ofreció el más bello, pero al mismo tiempo, el más
difícil de los testimonios: siguiendo a Cristo, dio su vida, como Cristo lo hizo por sus
hermanos.
Mas para recibir la palma del martirio, no bastaba a Juan Gabriel con sufrir o incluso
morir por la le, era necesario que se manifestara, por parte del opresor, el odio
contra Dios y su Cristo, el odio contra la Iglesia o el deseo de forzar a cometer
acciones que entrañaban pecado. A continuación, le quedaba aceptar la muerte por
amor a Cristo: "Mátame!, había gritado al virrey que quería verlo postrarse ante un
ídolo. Al afrontar la prueba del martirio, Juan Gabriel entraba en aquel cortejo de
hombres y de mujeres que lavaron su sangre con la sangre del Cordero. Y Dios no
quitó nada de su carácter, le permitió tan sólo realizarse mostrando una cierta

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plenitud humana. Hoy, Dios no pide que miremos a Juan Gabriel como una persona
extraordinaria, sino que lo veamos con lo que él fue durante toda su vida, con sus
alegrías, sus penas, sus miedos y sus sueños, sin almidonar sus defectos en el
catálogo, asaz frecuentemente abultado, de los dones y de las cualidades.
Mons. Rizzolati se había expresado poco después de la muerte del misionero paúl en
estos términos: “El venerable siervo de Dios, P. Perbovre, abstracción hecha de su
martirio, sería digno por sus virtudes del honor de los altares", y el P. Laribe, que fue
un tiempo su compañero, hace igualmente lo necesario para que sobre la tumba del
mártir sea colocada una estela.
El 23 de mayo de 1858, por orden del General, P. Étienne, los restos de Juan Gabriel y
de su predecesor en el martirio, Francisco Regis Clet, son exhumados en presencia de
Mons. Delaplace, paúl, y de Mons. Spelta, sucesor de Mons. Rizzolati, y será
precisamente el 6 de enero de 1860, cincuenta años después del día comúnmente
dado como el del nacimiento del mártir, cuando lleguen a París, para ser allí
expuestos en la capilla de la Casa-Madre de los PP. Paúles y expuestos así a la
veneración popular. Sus tumbas, al pie de sendas pequeñas imágenes, siguen allí, y
dan testimonio todavía para la gente que llega a recogerse ante ellas de esos signos
que germinan en el mundo, y que permiten a Dios sembrar su Palabra para su mayor
gloria.

16.- LA COSECHA INACABADA

La piedad de los fieles es algo notable. Ella es la que, a veces, hace santo a un
hombre con sus plegarias y otros exvotos. Juan Gabriel ha conocido el mismo camino.
Sus vestiduras, los instrumentos de su suplicio, sus cartas han pasado de la condición
de simple objeto a la de "reliquias". Todo se ha convertido en un patrimonio sagrado
recordando al mártir y su paso entre loa hombres. Hoy, todavía, en China, se posee la
estela de su tumba. Está confiada al seminario mayor regional de Wuhan, como una
reliquia, a fin de que los futuros sacerdotes se acuerden de los que los han precedido
en la fe.
El proceso de beatificación fue realizado simultáneamente en Francia y en China. En
1862, se organiza en Roma un proceso apostólico restringido. Para completarlo, se
decide en China la institución de un nuevo proceso apostólico. Después de algunos
imprevistos, debidos a las agitaciones acaecidas en la Ciudad Eterna, por aquellos
años, la documentación estuvo al fin completa y preparada para el estudio, en 1879.
Entre 1886 y 1888, la Congregación encargada de la causa de beatificación dio un
juicio positivo. El Papa León XIII lo confirmaba solemnemente el 12 de junio de 1888.
El 12 de marzo de 1889, una última reunión precisaba entonces que la Iglesia podía
proceder con toda seguridad a la beatificación tan esperada de Juan Gabriel
Perboyre. El 30 de mayo siguiente, el Santo Padre promulgaba el decreto de beatificación
y el 10 de noviembre del mismo año, una numerosa asistencia se encontraba en Roma, en
el interior de la Capilla Sixtina, para la celebración. Estaban presentes el hermano menor
de Juan Gabriel, P. Santiago Perboyre, así como su hermana María Ana, Hija de la Caridad.
Una importante delegación de la diócesis de Cahors había realizado igualmente el largo
desplazamiento. La fiesta regocijaba todos los corazones. El "gran mártir" llegó a ser en
aquel momento el beato Juan Gabriel. En numerosos países donde la familia vicenciana
realiza su trabajo, se organizan cantidad de celebraciones de acción de gracias. Se dedican
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a poner de relieve las grandes virtudes de aquel misionero muy apreciado durante su
ministerio en Francia, y que realizó en China su gran deseo de dar su vida por Cristo.
Uno de los seminaristas del beato mártir no pudo juntarse a aquella multitud jubilosa.
Fallecido el 7 de julio de 1887, guardó por mucho tiempo, en su corazón, un precioso
recuerdo. Pedro María Aubert, sacerdote de la Misión, refiere: "Un día, estando en el
seminario de san Lázaro, ayudaba a misa a Juan Gabriel, cuando en el momento de la
consagración, lo vi levantarse del suelo y arrebatado en éxtasis. Acabado el santo sacrificio,
el siervo de Dios quedó alarmado en su humildad, temiendo que yo revelara aquello de lo
que había sido testigo. De ahí que, de vuelta a la sacristía, el P. Perboyre me hizo prometer
un secreto inviolable acerca de este hecho, mientras él viviera. Guardé silencio hasta
después de su martirio". Hoy, los fieles pueden encontrar en la iglesia de santa Ana,
construida por el P. Aubert, una capilla lateral dedicada a loa beatos Perboyre y Clet, con
una vidriera a gloria de Juan Gabriel.
En las iglesias del Lot, numerosas imágenes de Juan Gabriel están expuestas a la
veneración de los fieles. El recuerdo de lo que fue su vida puede así leerse en el rostro
sereno del beato, representado como mártir, con su sayo rojo de condenado. En una
iglesia rural, que parece sufrir el desafecto de los más jóvenes, los mayores siguen
aferrados a su beato mártir. Cada año, una gran celebración tiene lugar en la iglesita de
Montgesty que resuena con la gloria de "su" Juan Gabriel.
Este año de 1996 ve acabar largos sumarios en vistas a la canonización. La Congregación
para la Causa de los Santos, encargada del proceso, ha estudiado dos curaciones
consideradas como milagrosas y, en particular, la de sor Gabriela Isoré, curada a los 38
años de una "neuritis polirradicular degenerativá”. El año 1994, en Roma, una conclusión
médica precisa sin réplica el carácter milagroso de tal curación. El 21 de febrero de 1995,
los teólogos se reúnen a su vez, y ratifican aquella decisión. El 4 de abril, durante su sesión
ordinaria, los cardenales y los obispos confirman aquella conclusión. A su vez, Juan Pablo ll
declara: "Resulta cierto que ha habido milagro, realizado por Dios, por intercesión del beato
Juan Gabriel Porboyre, sacerdote profeso de la Congregación de la misión de san Vicente de
Paúl, en el caso de curación repentina, perfecta y duradera de sor Gabriela Isoré”.
El 2 de junio de 1996, en la plaza de san Pedro de Roma, el beato, cuya fiesta se celebra
cada año el 11 de septiembre, día aniversario de su martirio, se convierte en san Juan
Gabriel Perboyre.
Nuestro nuevo santo nos invita y hasta nos empuja a proseguir la misión de la cosecha. El
campo es inmenso y los braceros no responden a la llamada. Con la ayuda de Dios, él nos
empuja a recorrer los campos del mundo, en China como en Europa, o en el resto de la
tierra. Juan Gabriel no es una estatua de iglesia. Él fue un ser vivo, un cristiano, un
misionero de la familia de san Vicente de Paúl. En medio de muchos otros, a su manera, es
signo del Amor de Dios que colma la vida de un hombre, totalmente comprometido en el
servicio de sus hermanos.
Él nos hace una señal, hoy, para escuchar la llamada del Señor: "Id, haced discípulos de
todas las naciones" (Mi 28, 19). Su ejemplo nos estimula, su santidad nos hace dinámicos,
su entusiasmo nos provoca...
A cada uno de nosotros, corresponde llegar a ser, siguiendo a Cristo, semilla de Eternidad.

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