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Dalida
Moi, les mots tendres enrobés de douceur
se posent sur ma bouche mais jamais sur mon cœur…
Dalida & Alain Delon, Paroles, paroles…
La costumbre se la inculcó su madre, ‘debes caminar siempre derechita, jamás te encorves o
parecerás una mujer derrotada’. Al pasar los años vería que aquella figura de mujer derrotada iba
haciéndose más evidente en su madre: decaimiento de los hombros, falta de brillo en los ojos, esa
resequedad prematura en los labios. No parecía una mujer de treinta y siete años, sino cinco o seis
años mayor.
En cambio, ella ahora cumplía los diecinueve y ya acostumbraba llevar los tacones todos los días,
bajar escaleras, manejar el automóvil, no se los quitaba en el trabajo y pasaba con ellos la jornada
completa. Más que unos zapatos eran la extensión de su ser sobre el piso, y la reafirmación de que
era una mujer que nadie podía dejar pasar de lado sin voltear a ver.
También fue acostumbrándose a las invitaciones sin gracia ni chiste de cuantos la rodeaban: algo
había en ella que resultaba atractivo para los hombres. En cuanto se percató de ello comenzó a
vivir sin prisas dándose el gusto de elegir con quién saldría a comer, a cenar, al baile, con quién
pasaría la noche.
Nada le reclamaba su madre: para eso la había educado, para que se valiera por sí misma, y no
tuviera necesidad de andar mendigando amor. ‘Ya de por sí este mundo se burla de nosotras por
tener que dejar que los hombres entren en nuestro cuerpo, como para dejar que entren y se
adueñen completamente de nuestra vida’.
Pero la falta de esperanza de su madre era más fuerte que esa decisión tomada muy pronto de
obtener de los hombres sólo lo que ella quería en el momento en que ella misma lo quería. No
sabía gran cosa de su padre, lo recordaba llegando con un par de regalos en navidad, cuando ella
cumplió cinco años. Un buen día ya no regresó, y también recordaba que jamás vio a su madre
llorar una sola lágrima por él; todo pasó como tenía que pasar y ella siguió adelante,
alimentándola, educándola y pagando la casa de interés social que era lo único que tenían ambas
de fijo.
Apenas cinco años antes habían llegado a la ciudad, justo cuando ella comenzaba a cursar el tercer
año de secundaria. Logró sobrevivir a las clases completamente sola, y su aislamiento dolía más
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por no ser completamente voluntario. Descansaba por las tardes, y también en esas fechas
comenzó a ver que en la casa faltaban el pan, la leche, el cereal. Aunque la madre doblaba el
turno, noches hubo en que la pasaron con té y una rebanada de pan integral, sobre todo dos o tres
días antes de las quincenas. Así que comenzó a buscar una salida, encontrándose de frente con
esa ciudad cambiante, día a día distinta.
Su futuro apuntaba a lo más alto y no tuvo que comenzar a barrer banquetas o limpiar mesas y
sillas en un local de comida rápida. Su primer trabajo lo encontró como auxiliar contable, llevando
las chequera de una florería de nombre absurdo, ‘Spider’; el dueño, además de rentar el local de la
planta baja era también poseedor de los tres pisos superiores, donde daba albergue a buen precio
a parejas de recién casados, incluso la buhardilla de la azotea, un cuartucho de tres por cinco, era
suficiente guarida para los estudiantes en situaciones urgentes de falta de techo y cobijo.
Aprendió pronto a tratar con el sexo opuesto, y a maquillarse para aparentar tres años más.
Cuando le presentó el acta de nacimiento al dueño del negocio, este parpadeó un par de veces
antes de darle el empleo: decía tener dieciocho, pero la frescura de su piel y ese maquillaje
añadido como si quisiera ocultar su perfección eran lo más chocante que había visto. Ella tenía
quince años recién cumplidos, y con sus propias manos había alterado la fecha de su acta de
nacimiento.
Sin más preámbulos se encontró haciendo día tras día las cuentas y revisando las entradas que
registraba el empleado de mostrador, un muchacho apenas dos años mayor que ella: Ernesto.
Lo sabía todo de él: dónde vivía, los nombres de sus papás, número de seguro social; tenía acceso
libre al archivo del dueño, así que también pudo hacerse una idea clara de todo lo que había
pasado con anterioridad hasta el momento en que ella llegó y se quedó con el puesto.
Aceptaba los regalos que le daba Ernesto, casi siempre al finalizar el turno. Se quedaban los dos
haciendo el corte dejando listo el efectivo y los cheques que se depositarían al día siguiente. Ella
sabía que don Hernán tenía esposa, pero nunca en el tiempo que estuvo trabajando allí la conoció:
no se toparon ni una sola vez, y don Hernán jamás le insinuó nada. Pero con Ernesto recorrió la
alameda, iban y venían a sus anchas por el rumbo del acueducto sólo por el placer de ver esos
arcos que no llevaban agua ni apenas recuerdos. Otra de sus rutas era el libramiento hasta
Guadalupe que andaban a pie sólo para regresar despacio y sin prisas, justo a tiempo para la salida
del último camión urbano.
Entonces usaba zapatillas, y fue una de esas tardes que su madre la vio, sobándose las plantas y
encorvándose al hacerlo, postura que mantuvo durante la cena.
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‘Si vas a caminar encorvada parecerás viejita cuando tengas veinte años. Y ningún hombre te
mirará, a ellos no les gustan las mujeres feas y torpes. No te rebajes tú sola’.
Lo más que hubo con Ernesto fueron un par de besos, y una prisa de manos y caderas frotándose.
Cuando llegó la hora de comenzar a estudiar la preparatoria cambió de parecer, y no volvió a
aceptar nunca más los regalitos que Ernesto se había propuesto llevarle con mayor frecuencia:
discos, chocolates, muñequitos de peluche o de migajón montados sobre una cucharita de madera
esmaltada en color amarillo o blanco. Ni siquiera guardaría memoria de su cara, para ella sólo
representaba un nombre, y un par de besos perdidos en algún rincón de la Plaza de Armas.
La preparatoria tenía sus fiestas de bienvenida, los compañeros divididos según los gustos
musicales y según la capacidad económica de cada quién. Así que no podía elegir a la primera con
qué grupo se identificaría porque no tenía pensado quedarse estancada en ninguno. No sabía
cómo hacerle, así que optó por una salida fácil y simple que surtió efecto: coqueteó con todos y
aceptó todas las invitaciones a bailar que recibió esa noche.
Al salir tomó un taxi y se retiró sola, frente a la mirada atónita de todos sus compañeros, que
esperaban ver salir de entre ellos al triunfador que podría presumir de haber pasado de perdido
un rato en la noche con ella. La competencia sería descarnada, y los regalos fueron acumulándose
al pie de la cama, justo debajo de su cabecera, discos compactos, tarjetitas de papel, incluso, un
teléfono celular que encendía el sábado antes de salir a la fiesta en turno.
‘¡Niña! Si vas a usar escote úsalo bien, y no enseñes de más, pero lo que enseñes enséñalo con
clase’, era lo que decía su madre al verla salir, quien aunque no lo quisiera comenzaba a padecer
en silencio los primeros síntomas de arterioesclerosis, cada día más constantes. Pero eso fue antes
de enterarse de su otra enfermedad.
Cuando regresaba, casi de mañana, encontraba la puerta abierta y la cama lista para dormir:
sábanas limpias, la almohada bien acomodada y pegadita al respaldo. ‘Hayas hecho lo que hayas
hecho necesitas descansar, si vives de noche oblígate a descansar de día’. El domingo no salían a
ninguna parte, ni siquiera a misa. Habían dejado de hacerlo cuando ella tenía ocho años, después
de que su madre recibiera la llamada telefónica que la dejó callada y muda por semanas, y
contestando con monosílabos todo lo que se le preguntaba.
Poco pensaba en eso, ahora las fiestas del sábado le permitían poder elegir y tomar decisiones que
antes no hubiera pensado. Dejó el trabajo de la tarde, y encontró como secretaria la oportunidad
que buscaba: aprender más sobre lo que deseaba estudiar, y seguir aprendiendo también cada día
más de los hombres.
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Francisco Arriaga – Cuando termine la lluvia 43
En su nuevo trabajo halló lo que buscaba, después de una primera entrevista la segunda la tuvo
directamente con él. Y el jefe de personal, cuarentón y fiestero no perdió la oportunidad de
lanzarse sobre ella apenas se presentó la ocasión: un convivio del catorce de febrero, en las
azoteas de la oficina. Sabido era de todos quién andaba con quién, cuáles eran las parejas del
momento, quiénes eran los nuevos y cómo podían gastárselas si no pasaban la novateada. Con ella
empleó la caballería pesada, y terminó besándola y lamiéndole los pechos en un rincón de la
escalera, cuando ya casi todos se habían ido y la madrugada comenzaba a dejar caer su sereno
sobre la ciudad. No fue más difícil entregarse a él que a cualquier otro; pudo entonces poder
acomodarse el horario según fuera su necesidad, y no tener que rendir cuentas a nadie por sus
faltas o retardos: lo eligió a él porque sería también el más fácilmente prescindible, el siguiente fin
de semana terminaron yéndose a la cama. Después olvidaría aquella noche como también borraría
de su memoria su cara y su mirada.
Al cumplir los dieciocho ni siquiera se preocupó por hacer fila y sacar la credencial de elector. ‘Que
voten los que tengan tiempo y ganas, yo no’. Pero su madre no pensaba lo mismo, al llegar a casa
después del trabajo encontró el acta de nacimiento y un recibo de la luz con sus copias encima de
la mesa.
‘No es mi problema que no creas en la política, pero esos documentos son importantes. Mañana
te levanto a las cinco para que tengas tiempo de llegar al módulo y que te registren en el padrón.
Si no vas tú sola mañana, entonces pasado mañana me levanto contigo y te llevo de la mano, o
amarrada como los animales’.
Esa fue la primera vez que sintió tanto odio y cómo la sangre se le agolpaba en el rostro y el cuello.
Al mirarse en el espejo de su recámara pareció asomar en los ojos que la miraban un destello, una
especie de chispa que hacía años no le veía. ‘Sí, a lo mejor necesito aprender a manejar mejor mi
coraje’, se dijo.
***
Esa mañana se levantó antes que ella, le dejó el desayuno preparado y se fue a recostar. Pudo
seguir paso por paso lo que hizo antes de salir a la calle y encender el coche, justo a tiempo para
llegar a las ocho de la mañana al módulo y hacer fila. Ya casi no recordaba la llamada aunque a
veces, para alimentar mejor el odio y el rencor seguía repasando palabra por palabra lo que
escuchó en el teléfono.
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Cuando él la dejó recibió al poco tiempo la llamada de la esposa. ‘Me vale madres cuándo y cuánto
se revolcaron. Lo que no le perdono al cabrón es que me haya contagiado, y seguro que a ti
también. Eso nos pasa por pendejas, pero me voy a encargar de que no se pueda librar de mí, a
menos que quiera quedarse en la calle y sin un solo centavo en la bolsa’.
Al escuchar la palabra se le heló la sangre. Apenas colgando el teléfono fue a pedir cita para
hacerse los análisis. Sí, la enfermedad estaba presente en su sangre y no tenía poco tiempo. ‘Poca
cosa puede hacerse, señora’, le dijo el doctor al tiempo que firmaba una receta médica. Se
prometió no decir nada a su hija, ni aunque terminara retorciéndose de dolor, postrada en cama.
La lucha era cansada, y el rencor crecía día con día. Por eso esperaba el momento preciso para
hacer su llamada, ‘la llamada’.
‘Seguro hasta te olvidaste de mí, con tu mujercita tendrás para entretenerte un rato. Pero
también, cabrón, seguro que cuando sepas en lo que terminó tu hija no podrás olvidarme nunca’.
Intentó sonreír, pero sus labios resecos habían olvidado cómo hacerlo.
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Cuando termine la lluvia
Cuentario
México, Frontera Norte.
10 de Noviembre de 2009.
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Francisco Arriaga.
Per aspera ad astra.
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