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Las ideas del Papa Ratzinger, según Granados, Madrigal y

Pikaza (D. Capó)


11.09.10 | 16:22. Archivado en Iglesia Instituciones, Teólogos,
Amigos, la voz de los, Papa, obispos

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[Papa] Daniel Capó Laisfeldt nos envió hace tiempo unas preguntas
para elaborar partiendo de ellas un trabajo sobre las ideas de
Joseph Ratzinger, y así lo ha hecho, de un modo brillante, pues es
buen periodista y pensador. A los tres nos presenta “cum laude”,
como verá quien lea (¿por qué me definirá como un “ex”, siendo
sobre todo un “pro”?). Sitiándome honrado por la compañía de
Granados y Madrigal, pensadores a quienes mucho valoro, incluyo
en mi blob este trabajo de D. Capó, de los mejores que conozco
sobre el Papa. Dejaré este texto colgado por dos días, pues es
largo. Después ofreceré las respuestas que le envié a su tiempo,
para que puedan compararse con la versión que ofrece de ellas, en
un tema tan sugerente como es el de las “ideas” del Papa.

Presentación.

El Sr. Capó me (nos) escribe: «Estimado Sr. Pikaza, con un enorme


retraso al final ha salido publicado el artículo sobre Benedicto XVI
en fronterad. Por problemas de espacio me vi obligado a recortar
mucho vuestras aportaciones, pero espero que, al menos, no
quedéis completamente disconformes con el resultado. Una vez
más, quiero aprovechar para agradecerle su colaboración y ayuda
en la elaboración de este artículo. El enlace es
http://www.fronterad.com/?q=Ratzinger-el-general-de-la-fe
Un saludo cordial, Daniel Capó Laisfeldt. (Para quien quiera seguir
pensando sobre Ratzinger Küng, cf. . http://humanis
me.blogspot.com/2010/09/hans-kung.html).

Joseph Ratzinger, el Papa de las ideas


Daniel Capó

El día en que murió Karol Wojtyla, Joseph Ratzinger salía del


Vaticano rumbo al monasterio de Subiaco. Nadie sabe qué pensó
esa tarde mientras su coche recorría las lentas ondulaciones del
paisaje romano. En Subiaco, Ratzinger recogió el Premio San
Benito y leyó una conferencia sobre la sociedad sin Dios y la cultura
europea. O dicho de otro modo, sobre la crisis de una Europa que
ha dado la espalda a Dios. El periodista y editor norteamericano
Paul Elie ha especulado en un magnífico artículo, publicado en de
The Atlantic, sobre el sentido de este gesto de Ratzinger: ¿fue un
movimiento estratégico o el prurito profesional de un teólogo
acostumbrado a cumplir con sus obligaciones? Nadie lo sabe muy
bien. La relación íntima, aunque a veces tirante, entre Karol Wojtyla
y Joseph Ratzinger subraya esa noche, como subraya -con su trazo
fuerte- el paso de treinta años de catolicismo.

Ratzinger fue el brazo teológico con el que Juan Pablo II buscó, por
un lado, reinterpretar determinadas derivas liberales del Vaticano II
y, por otro, someter las tentaciones marxistas de la teología de la
liberación. Al mismo tiempo, las diferencias entre ambos también
fueron notables. La personalidad de Wojtyla era la de un
extrovertido que creía en una nueva primavera de la Iglesia y
apelaba al vigor de las masas. Joseph Ratzinger, en cambio, es un
intelectual acostumbrado a ponderar el efecto de un adjetivo o de
un signo de admiración en el desarrollo de una idea. Alguien, por
otro lado, que desconfía de la opinión de las masas y que busca en
las minorías creativas la levadura fresca del cristianismo.

La teología de Wojtyla pasaba por un tomismo cribado por el


pensamiento de los fenomenólogos y del personalismo -se ha
escrito, por ejemplo, que trató con asiduidad al filósofo lituano E.
Lévinas-. Ratzinger bebe, en cambio, de la gran tradición patrística,
con un especial énfasis en el pensamiento de Agustín de Hipona.
Mientras que Juan Pablo II, en expresión de Tracey Rowland, no
tuvo inconveniente alguno en apropiarse del lenguaje de la
posmodernidad y dotarlo de sentido cristiano -con alguna pirueta a
veces difícil de seguir-; Benedicto XVI, primero como cardenal y
después en su pontificado, ha abierto un debate a fondo sobre la
genealogía de la modernidad. Bien vista, la pregunta que se ha
hecho la prensa mundial acerca de la complementariedad -o no- de
ambos papas es algo ingenua y no termina de acertar con los tempi
propios del catolicismo.

Tendemos a pensar que la Iglesia romana es un edificio sólido y


pétreo, inaccesible a los cambios. Pero todos los papas -pensemos
ahora sólo en los últimos: Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I y II y
Benedicto XVI- han seguido agendas distintas, con dudas, miedos y
esperanzas diferentes. Quizás ahora, cuando se cumplen los
primeros cinco años de la entronización de Benedicto XVI, haya
llegado el momento de preguntarnos por las ideas clave que
recorren este pontificado. Para ello, me he acercado a tres de los
teólogos españoles más notorios de la actualidad: José Granados,
DCJM; el jesuita y profesor de la Facultad de Teología de la
Universidad de Comillas Santiago Madrigal; y el ex sacerdote
mercedario Xavier Pikaza. He querido conocer su opinión y la
valoración que hacen del teólogo y del Papa. Son ellos los que nos
acompañan en este camino. Sus respuestas trazan un mapa en
profundidad de la figura del Papa de las ideas.

En camino

Joseph Alois Ratzinger nació en una pequeña localidad de Baviera,


Marktl am Inn, el 16 de abril de 1927. Era un sábado, víspera del
Domingo de Resurrección. Su padre, Joseph, era oficial de policía.
Su madre, Maria, trabajaba como ama de casa. Con estos breves
datos, el teólogo suizo Hans Küng, de su misma generación y
compañero suyo en la Universidad de Tübingen, ha esbozado en
sus memorias una suerte de parodia intelectual de la figura del
Papa alemán: “Los dos procedemos de familias católico
conservadoras y de la región alpina -escribe Küng en Verdad
controvertida-: él de Baviera, yo de la Suiza central. [...]. Pero la
educación de un hijo de funcionario que vive en una comisaría de
policía y, tras la jubilación del padre, en una modesta granja (y que
ya a los doce años ingresa en un seminario clerical menor) es,
desde luego, distinta de la que recibe el hijo de un comerciante en
una hospitalaria casa burguesa sita en la plaza del ayuntamiento de
su localidad y centro de reunión de toda la muy ramificada
parentela. El mío no era un ambiente policial o espiritual, estricto y
protector, sino un ambiente vivo, mundano y abierto [...].
En el seminario menor, Ratzinger lleva una vida estrictamente
ordenada, en la que, por supuesto, no hay rastro de muchachas.
Por lo que a mí respecta, en las clases superiores del relativamente
liberal instituto de Lucerna, vivo un ambiente transformado de forma
en extremo positiva por la coeducación de chicos y chicas y forjo
amistades para toda la vida. Ratzinger tiene que tratar desde muy
pronto con una nueva generación de profesores, decididos
precursores del nazismo. Mis profesores y mis compañeros y
compañeras de clase son, sin excepción, convencidos patriotas y
adversarios del nazismo. Sólo muchos años más tarde aprende
Ratzinger en qué consiste la democracia liberal, y ésta nunca llega
a ser para él un mundo de vivencias tan intenso como la Iglesia
jerárquica”.
A lo largo de las veinte páginas del prólogo al segundo tomo de sus
memorias, Küng continuamente acusa a Ratzinger de haberse
formado en un mundo pequeño de miras, un mundo cerrado y
asustadizo, alejado de las grandes corrientes contemporáneas. Y
aunque esas páginas no dejan de ser una caricatura grotesca y de
un cierto mal gusto, Küng plantea una cuestión latente en todo el
espectro de la teología católica liberal: ¿no era Ratzinger uno de los
nuestros? ¿Qué sucedió para que uno de los teólogos reformistas
más brillantes del Vaticano II se convirtiera en el hermeneuta
principal de la lectura restrictiva del Concilio? O dicho de otro modo,
¿cómo ha evolucionado en el tiempo el pensamiento teológico de
Joseph Ratzinger?

Le planteé esta pregunta a José Granados,

uno de los teólogos españoles de mayor proyección internacional.


Premio Bellarmino de la Universidad Gregoriana de Roma. Su
último libro, Teología de los Misterios de la Vida de Jesús, editado
en Sígueme, resulta sorprendente por su ambición a la hora de
repensar las cuestiones y las respuestas que inquietan al hombre
de hoy. Al consultarle sobre la evolución de Joseph Ratzinger,
Granados mantuvo una postura matizada: “Recuerdo una
conversación con Pannenberg cuando estuve en Alemania.
Hablamos de Rahner y de Ratzinger. Me dio su opinión sobre este
último, refiriéndose a la crítica que muchos le hacían de haber dado
un giro en su teología.
Panennberg decía que él no veía tal giro. En su opinión, Ratzinger
daba primero una impresión de novedad porque no se ceñía al
tomismo dominante, sino que bebía de la fuente agustiniana, y que
de ahí brotaba la renovación que trajo. En todo caso, a mí sí me
parece que hay cierto cambio, pero no un giro radical. Su
inspiración esencial, la de Cristo como centro, el amor como clave
de lectura de la antropología, la vuelta a los Padres y a la Escritura,
la lectura litúrgica, está ya en su comentario a los textos del
Vaticano II Gaudium et Spes y Dei Verbum. En algunos puntos sí
dio un giro (pienso en concreto en la escatología intermedia) pero
fue fruto de su reflexión, de su fidelidad a unos principios que ya
estaban presentes antes.”

El teólogo vasco Xavier Pikaza,

en cambio, mantiene una posición más crítica, aunque, al igual que


Granados, apunta a la relación de Ratzinger con la obra y el
pensamiento de Rahner: “El posible cambio en la teología de
Ratzinger se refleja de un modo especial en sus relaciones con K.
Rahner, quizá el mayor teólogo católico del siglo XX. Karl Rahner
estaba muy satisfecho de los artículos que el joven Ratzinger había
escrito para su Lexikon für Theologie und Kirche, especialmente por
su espléndido trabajo sobre el infierno, en el que superaba una
visión objetivista de la condena eterna, abriendo un camino por el
que se puede aceptar la salvación final de todos los hombres (sin
negar por ello la Justicia de Dios ni la seriedad del pecado).”
“Ambos tenían una misma visión de la colegialidad de la iglesia, de
forma que escribieron juntos un famoso libro, titulado Episcopado y
primado (1961), poniendo de relieve el carácter colegiado y fraterno
de la comunión de las iglesias. Más tarde, en el tiempo de la
primera sesión del Concilio, colaboraron también en la redacción del
documento sobre Las fuentes de la revelación, publicando después
un libro famoso, titulado Revelación y tradición (1965).”
“Tras el Vaticano II, a partir de los años setenta, las posturas
teológicas (o quizá mejor, eclesiales) de Rahner y Ratzinger se
fueron distanciando de una forma considerable. Rahner siguió
siendo un teólogo en libertad, al servicio de la iglesia. Ratzinger, en
cambio, dejó la Universidad para convertirse en Arzobispo de
Munich-Freising (1977) y luego en Cardenal Prefecto de la
Congregación para la Doctrina de la Fe (1981). A partir de ese
momento, su teología y su trabajo ministerial se centraron en temas
de identidad eclesial, defendiendo cada vez más una línea de
interpretación restrictiva del Vaticano II.”

El jesuita Santiago Madrigal

ha dedicado buena parte de su obra a estudiar la relación entre


Rahner y Ratzinger. Precisamente en 2006 publicó en Sal Terrae un
ensayo esclarecedor dedicado a esta cuestión: Karl Rahner y
Joseph Ratzinger – tras las huellas del Concilio, en el que señala la
evolución natural del pensamiento de Benedicto XVI. “Discrepo
radicalmente –afirma ante mi pregunta– del juicio apresurado e
ideológico de H. Küng, cuando en sus memorias le asigna la
caricatura de haber hecho el recorrido de 'teólogo progresista en
Tubinga a gran Inquisidor en Roma'. Estoy mucho más de acuerdo
con H. Verweyen, que habla del 'mito del gran cambio'.

Desde el punto de vista del modo de entender y hacer teología,


existe en Ratzinger una gran continuidad. Desde muy pronto -y en
muchos de estos aspectos era un pionero-, ha defendido la
eclesiología de comunión, la doctrina de la colegialidad, la reforma
litúrgica, la libertad religiosa, la apertura a las religiones del mundo,
puntos esenciales del Concilio. Ello desde los principios
inspiradores de su obra teológica: recurso a la Escritura, a los
Padres (San Agustín) y a la tradición franciscana, junto a un
excelente conocimiento de la teología occidental clásica.
“A mi juicio, lo más significativo en la posición de Ratzinger sería
este dato: una valoración positiva del Concilio Vaticano II, mientras
que ha venido haciendo desde los primeros momentos una
valoración negativa del post-concilio y de la Iglesia postconciliar. A
esta luz se entiende esa fama de conservador.
“Ya en textos de los años setenta, Ratzinger se sitúa
conscientemente frente a otras corrientes: frente a lo que él
denominó el progresismo postconciliar (donde citaba expresamente
a Rahner y a Metz); frente a la corriente que sería la continuación
natural de las fuerzas conservadoras durante el Concilio, una
teología y filosofía escolásticas que han intentado poner bajo
sospecha al Concilio mismo. [Existe], por último, una tercera
corriente que se caracteriza como 'una teología y espiritualidad
edificadas esencialmente sobre la Escritura, los Padres y en la gran
herencia litúrgica de la Iglesia'. Es evidente, por lo ya dicho, que en
esta línea se sitúa personalmente J. Ratzinger.”

Logos y amor

Se podría afirmar que si bien el pensamiento de Ratzinger ha


evolucionado en el tiempo, permanece fiel a una serie de principios
rectores que lo sitúan en una posición intermedia entre la
escolástica neoconservadora y las derivas postmodernas. Un
centrismo que en ocasiones resulta incómodo dentro de la propia
Iglesia. Pero desde un punto de vista laico, lo fascinante de Joseph
Ratzinger es que no ha rehuido ninguno de los grandes debates de
la cultura contemporánea. John L. Allen, vaticanista del National
Catholic Reporter, ha acuñado el concepto de 'ortodoxia afirmativa'
para recalcar el énfasis puesto por Benedicto XVI en la necesidad
de ofrecer al mundo una teología no tan centrada en la condena
como en el gozo de una humanidad vista a la luz de Cristo. “Quizá
el tema central de su pensamiento –comenta Granados– es el
diálogo con la Modernidad. Se trata de ver cómo se sitúa la Iglesia
ante el mundo moderno. La respuesta de Ratzinger parte desde el
centro de la fe cristiana, que es la figura de Cristo. Sólo desde
Cristo se entiende plenamente al hombre.
“La paradoja que pone de relieve desde la tradición agustiniana, es
que al hombre sólo se lo afirma cuando se afirma radicalmente a
Dios. La primacía de Dios, el hecho de que Dios no es un adorno a
la vida humana, sino que la transforma desde su raíz, cambia todo
lo que hacemos en privado y en público, es esencial para
Ratzinger.”

“El otro punto esencial es la visión del hombre a la luz del amor. La
apertura a Dios muestra que la persona no es simplemente sujeto
autónomo, sino ser abierto a la relación, al amor. Esta es la visión
del Dios cristiano para Ratzinger, un Dios que es en sí mismo
diálogo de amor y que, al revelarse al hombre, le muestra toda la
realidad a la luz del amor. Dicho de otro modo: el hombre se
entiende desde una llamada al amor. Sólo respondiendo a ella
puede ser feliz y encontrar plenitud.”
“Desde este punto de vista, Ratzinger abraza el proyecto de la
Modernidad, pero a la vez lo transforma radicalmente. El sí al
hombre (sí a la libertad, a la razón, al dominio sobre el mundo...) ha
de hacerse rechazando el proyecto de autonomía y autosuficiencia
que separa al hombre de Dios y de los demás. La autonomía es
posible sólo porque hay una relación primera; la persona es, en su
centro, apertura a otros, relación.”

Granados

Lo que Granados recalca es que Benedicto XVI sitúa el debate con


la Modernidad en el terreno de la Razón y eso mismo le enfrenta
con gran parte del discurso posmoderno. “Para el Papa -explica
Granados- el encuentro del cristianismo con la filosofía griega fue
providencial. De hecho, aquí tenemos una coincidencia clara de
Ratzinger con el primer proyecto moderno: la confianza en la razón.
Él piensa que en el fondo de la revolución científica moderna hay
una visión racional del mundo que la ha hecho posible. Ahora bien,
Ratzinger insiste además en la transformación del logos griego a la
luz del amor: es el Logos del amor, un Logos que ama, que se
encarna, que actúa, que es a la vez hecho, acción...

Ratzinger diría, por tanto, que también a la razón griega se le ha


pedido una conversión, un salir de sí misma, que es la que se pide
en el fondo a toda cultura cuando quiere encontrarse con el
Evangelio. Por otro lado, se separa de los vericuetos que la idea de
razón ha seguido luego en la Modernidad, especialmente de la
crítica de los maestros de la sospecha y de la razón débil
posmoderna. Su insistencia en los peligros del relativismo va por
ahí, así como el discurso que dio en Ratisbona.”

Santiago Madrigal,

por su parte, ilustra la importancia del polémico discurso de


Ratisbona: “No es un texto –señala Madrigal– que esté al alcance
de la mayor parte de los lectores, pero el mensaje es muy claro: es
contrario a la esencia de Dios el uso de la violencia. El cristianismo
quiso confrontarse con la filosofía, no con las religiones. Por otro
lado, a la hora de enjuiciar el concepto de razón de Benedicto XVI,
los medios de comunicación han propalado algunos estereotipos
bastante infundados. Por ejemplo, en su relación con la racionalidad
contemporánea, se podría tomar como punto de partida el debate
que sostuvo con Jürgen Habermas, pero ¿quién se puede mover a
ese nivel?”
Sin embargo, son muchas las voces que se han levantado
acusando a Joseph Ratzinger de una excesiva sumisión al marco
conceptual griego. El propio Küng, en sus memorias, afirma que
“Ratzinger aboga por una teología histórico-orgánica, que apenas
toma en serio las rupturas en el desarrollo histórico, ni la desviación
respecto del origen, y sólo permite la crítica en el marco del dogma
helenístico.” ¿Es ello así? ¿Hasta qué punto permanece atado
Joseph Ratzinger a un determinado encuadre filosófico?

Xabier Pikaza

me aporta una serie de interesantes reflexiones al respecto: “Estas


son unas preguntas muy complejas. Ciertamente, conforme la visión
que está en el fondo de su famoso discurso de Ratisbona (12 de
septiembre de 2006), se pueden afirmar cinco cosas:

(a) El Papa confía en la razón occidental (griega) y la toma, de


algún modo, como referencia universal, como si formara parte de
los preambula fidei. Eso le hace desconfiar de otros acercamientos
que, a su juicio, serían menos racionales.
(b) El Papa parece rechazar los diversos modelos de racionalidad
que formuló hace tiempo Wittgenstein, que permiten hablar de los
diferentes juegos/modelos de lenguaje y racionalidad. A los ojos del
Papa habría una racionalidad modélica (que sería la occidental).
(c) Esa racionalidad habría sido formulada por los filósofos y
teólogos medievales, en un camino que ha culminado en la buena
Ilustración; por eso, la Post-Ilustración que implicaría una dispersión
de razones estaría equivocada.
(d) Las religiones orientales correrían el riesgo de caer en el vacío,
más allá de la racionalidad.
(e) Por su parte, el Islam, que no ha realizado el camino racional de
Occidente, correría el riesgo de un irracionalismo fanático.

“Son muchos los que formulan así las relaciones del Papa
Benedicto XVI con la racionalidad. Pero no estoy seguro de que
ésta sea una buena presentación de su postura. Por eso, prefiero
interpretar al mismo Papa a la luz de lo que dijo Joseph Ratzinger
en su mejor libro, Introducción al cristianismo, sobre la pluralidad
racional que está inscrita en la confesión de la fe trinitaria de la
Iglesia, que permiten relativizar y dar un sentido distinto a muchas
de las afirmaciones del Papa Benedicto XVI.”

Y luego la belleza.

Quizás el otro gran tema que ha movido la reflexión de Benedicto


XVI sea el de la belleza o, más en concreto, la centralidad de la
liturgia como testimonio de la belleza de la fe. En este aspecto, se
declara heredero de los movimientos de reforma litúrgica de
principios del XX, y muy especialmente del pensamiento de uno de
sus maestros, el teólogo alemán Romano Guardini. A Ratzinger le
gusta repetir con San Ignacio de Antioquía que el cristianismo no es
cosa de persuasión, sino de grandeza. Esto es: que la verdadera
demostración de la fe no se basa en la mejor argumentación, sino
en su mismo esplendor, en la belleza de su propuesta, que es la del
testimonio del amor.

Santidad de vida y belleza de la Verdad serían aquí los dos sellos


que subrayan el sentido del cristianismo. De este modo, el Papa ha
afirmado en alguna ocasión que, junto con los santos, el arte que ha
producido la Iglesia es la única apología real de su historia. “La
liturgia testimonia la belleza de la fe -me dice José Granados-. Para
Ratzinger, la liturgia es central porque pone de relieve la primacía
del obrar divino sobre el humano. Este obrar divino funda todo obrar
humano, y por eso la liturgia orienta toda actividad humana en el
mundo, dándole un sello nuevo, contemplativo. No se trata de una
obediencia ciega, sino la atracción por lo bello que nos llama a
entrar en su ámbito y, así, transforma nuestra vida y nos permite
obrar bien.”
Muchas de las ideas litúrgicas del Papa se encuentran expresadas
en un libro que publicó hace ahora diez años, titulado El espíritu de
la liturgia. En él se lamenta de algunos de los cambios llevados a
cabo con la reforma de Pablo VI, que en cierto modo han
empobrecido el sentido trascendente de la misma. Por ejemplo, su
crítica a la utilización de lo que podríamos denominar música más
popular en las celebraciones religiosas: “Una Iglesia que sólo hace
uso de la música 'utilitaria' ha caído en las redes de algo que, de
hecho, es inútil. Se convierte, además, en ineficaz[...]. La Iglesia ha
de transformar, mejorar, 'humanizar' el mundo – pero, ¿cómo
hacerlo si al mismo tiempo vuelve la espalda a la belleza, que está
tan estrechamente ligada al amor? Pues el amor y la belleza, juntos,
dan forma al verdadero consuelo en este mundo.”

Sábado Santo

Joseph Ratzinger nació y fue bautizado un Sábado Santo, el día


que para los cristianos representa el silencio de Dios. El Papa ha
reflexionado a menudo sobre este silencio, señalando precisamente
que nuestra época, tan marcada por el acallamiento de Dios, es
también la época del nihilismo, de la ausencia de sentido y de la
muerte de la esperanza.
“El Viernes Santo -escribe Joseph Ratzinger- podíamos contemplar
aún al traspasado; el Sábado Santo está vacío, la pesada piedra de
la tumba oculta al muerto, todo ha terminado, la fe parece haberse
revelado a última hora como un fanatismo. Ningún Dios ha salvado
a este Jesús que se llamaba su hijo. Sábado Santo, día de la
sepultura de Dios: ¿No es éste, de forma especialmente trágica,
nuestro día? ¿No comienza a convertirse nuestro siglo en un gran
Sábado Santo, en un día de la ausencia de Dios, en el que incluso a
los discípulos se les produce un gélido vacío en el corazón y se
disponen a volver a su casa avergonzados y angustiados, sumidos
en la tristeza y la apatía por la falta de esperanza...?”
En este párrafo se pone de manifiesto su especial afinidad con el
pensamiento agustiniano. Si como señala Tracey Rowland, en su
libro La fe de Ratzinger, “la crisis fundamental de nuestra época es
la problemática heideggeriana (entender el ser en el tiempo), un
tomismo que se enorgullece de estar 'por encima de la historia'
nunca podrá resolver la crisis utilizando exclusivamente sus propios
recursos.” Ratzinger encontró en Agustín una sensibilidad cercana,
la de “un hombre apasionado que sufre y que se pregunta y con el
que uno se puede identificar”, según declaró a Peter Seewald en La
Sal de la Tierra. En la misma meditación del Sábado Santo citada
anteriormente, el Papa se identifica con el miedo, con las dudas y
con las angustias del hombre contemporáneo:

“Existe un miedo –el miedo auténtico, que radica en lo más íntimo


de nuestra soledad– que no puede ser superado por el
entendimiento, sino exclusivamente por la presencia de un amante.
¿Quién no ha experimentado alguna vez el temor de sentirse
abandonado? Cuando nos sumergimos en una soledad en la que
resulta imposible escuchar una palabra de cariño estamos en
contacto con el infierno. Y sabemos que no pocos hombres de
nuestro mundo, aparentemente tan optimista, opinan que todo
contacto humano se queda en lo superficial, que ningún hombre
puede tener acceso a la intimidad del otro y que, en consecuencia,
el sustrato último de nuestra existencia lo constituye la
desesperación, el infierno.
“Jean Paul Sartre lo ha expresado literariamente en uno de sus
dramas, proponiendo simultáneamente, el núcleo de su teoría sobre
el hombre. Y de hecho, una cosa es cierta: existe una noche en
cuyo tenebroso abandono no resuena ninguna voz consoladora;
hay una puerta que debemos cruzar completamente solos: la puerta
de la muerte. Todo el miedo de este mundo es, en definitiva, el
miedo a esta soledad. Por eso en el Antiguo Testamento una misma
palabra designaba el reino de la muerte y el infierno: sheol. Porque
la muerte es la soledad absoluta. Pero aquella soledad que no
puede iluminar el amor, tan profunda que el amor no tiene acceso a
ella, es el infierno.”
La respuesta que dará Ratzinger a esta pregunta ilumina no sólo su
teología, sino todo el diálogo que establece Benedicto XVI con el
mundo moderno: en una humanidad encerrada en sí misma, ¿existe
la esperanza? O como plantea el Primado Anglicano Rowan
Williams, ¿se puede confiar en la esperanza?

La judía Etti Hillesum dijo algo muy hermoso al respecto. Inmersa


en el horror de los campos de exterminio nazi, Hillesum comprobó
la debilidad de Dios en los Läger. Su respuesta fue que si Dios no
actuaba en los campos, era porque no podía y que entonces
alguien tenía que enarbolar en el infierno la bandera de ese Dios de
amor. En sus meditaciones del Sábado Santo, Joseph Ratzinger
ofrece una respuesta que nos recuerda lejanamente a la de
Hillesum:

“El infierno ha sido superado desde que el amor se introdujo en las


regiones de la muerte, habitando en la tierra de nadie de la soledad.
En definitiva, el hombre no vive de pan, sino que en lo más
profundo de sí mismo vive de la capacidad de amar y de ser amado.
Desde que el amor está presente en el ámbito de la muerte, existe
la vida en medio de la muerte.”

Y en su famoso discurso de Subiaco, leído la misma noche que


murió Karol Wojtyla, Ratzinger concluía hablando de la esperanza
creíble, de la necesidad de esa esperanza encarnada en el amor:
“Lo que más necesitamos en este momento de la historia son
hombres que, a través de una fe iluminada y vivida, hagan que Dios
sea creíble en este mundo. Necesitamos hombres que tengan la
mirada fija en Dios, aprendiendo ahí la verdadera humanidad.
Necesitamos hombres cuyo intelecto sea iluminado por la luz de
Dios y a quienes Dios abra el corazón, de manera que su intelecto
pueda hablar al intelecto de los demás y su corazón pueda abrirse
al corazón de los demás.”

* Daniel Capó Laisfeldt. Nacido en Palma de Mallorca en 1973 es


licenciado en Derecho por la Universidad de Navarra. Articulista de
opinión de Diario de Mallorca desde el año 2000, colabora
asiduamente con varios medios de prensa escrita y radiofónica.
Desde su fundación, en 2004, forma parte del consejo editorial de
Libros del Asteroide. En fronterad ha publicado los siguientes
artículos: Un sol ártico. Ernst Jünger en Mallorca y Warren Buffet, el
titán tranquilo

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