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La forma interior de la novela

La totalidad del mundo dantesco es la del sistema hecho visible de los conceptos.
Es justamente esa cosidad y esa substancialidad sensible, tanto de los conceptos
mismos como de su ordenación jerárquica en sistema, que permiten a la plenitud y
a la totalidad devenir categorías constitutivas, aunque no reguladoras, de la
construcción de la obra y, al atravesar el universo, ser un viaje rico en emociones, pero
bien conducido y sin peligro, en lugar de una migración titubeante en busca de su
fin. Así ha podido nacer una epopeya en una situación histórico-filosófica donde los
problemas alcanzan ya las fronteras de la novela.
En la novela, la totalidad no es jamás sistematizable sino en un nivel abstracto; no
podemos pues referirnos a un sistema -la única forma posible de totalidad capaz de
sobrevivir a la desaparición definitiva de lo orgánico- que no sea sistema de
conceptos deducidos, lo que impide la utilización inmediata en el orden de la creación
estética. Sin duda, ese sistema abstracto es la última base de toda la construcción
pero, en la realidad dada y estructurada, no vemos aparecer sino la distancia que la
separa de la vida concreta, bajo el doble aspecto del carácter convencional del mundo
objetivo y de la excesiva interioridad del mundo subjetivo. Por eso los elementos de la
novela son, en el sentido hegeliano del término, enteramente abstractos; abstracta, esa
aspiración nostálgica de los hombres que tiende hacia un utópico acabamiento, pero no
recibe como verdadera realidad sino a sí misma y su deseo; abstracta es esta
existencia de estructuras sociales que descansa únicamente sobre su facticidad y la
fuerza de su subsistencia; abstracta es, en fin, esa intención estructurante que deja subsistir
toda la distancia entre los dos grupos abstractos de elementos donde es hecha la
estructuración, en lugar de abolirla, que lejos de superarla, la torna sensible como
experiencia vivida por el individuo novelesco, la utiliza para ligar los dos grupos de ele-
mentos y hacer de ella el motor de la composición.
Hemos ya reconocido el peligro con que ese carácter fundamentalmente
abstracto amenaza a la novela: o bien superarse hacia el lirismo o hacia el drama, o
bien reducir la totalidad a las dimensiones más estrechas del idilio, o bajar, en fin, al
simple nivel de la lectura divertida. Tal peligro sólo puede ser superado si planteamos
como última realidad, con plena conciencia y de manera perfectamente adecuada, lo
que ese mundo tiene de frágil y de inacabado, lo que remite en él a otra cosa que lo
supera.
Toda forma artística se define por la disonancia metafísica situada en el corazón de la
vida, que ella acepta y estructura como base de una totalidad acabada en sí. El carácter
afectivo del mundo así creado, la atmósfera en la cual se bañan los hombres y los
acontecimientos están determinados por el peligro que amenaza la forma, surge de la
disonancia no totalmente resuelta. La disonancia ligada a la forma de la novela, hace que la
inmanencia de sentido rehúse penetrar en la vida empírica, plantea un problema de
forma cuyo carácter formal está mucho más oculto que en las otras formas de arte y
que, porque se presenta en apariencia como un problema de contenido, exige una
colaboración aún más explícita, más decidida, entre las fuerzas éticas y estéticas que
cuando se trata de un problema cuyo carácter puramente formal es evidente.
La novela es la forma de la virilidad madura, por oposición a la infantilidad
normativa de la epopeya; en cuanto al drama, porque sigue estando al margen de la
vida, su forma se sitúa más allá de las edades de esa vida, concebidas como ca-
tegorías a priori, como estadios normativos. La novela es forma de la virilidad madura;
eso significa que el carácter cerrado de su mundo es, en el plano objetivo, imperfección
y en el plano subjetivo de lo vivido, resignación. El peligro que amenaza a esa forma
de arte es doble; o bien la incoherencia del mundo aparece brutalmente, suprimiendo
la inmanencia de sentido tal como lo exige la forma y transformando la resignación en
punzante desesperación; o bien el deseo demasiado vivo de ver la disonancia resuelta,
aceptada y encubierta en la forma, llegue a una conclusión prematura que disuelva la
forma en heterogeneidad inconexa, porque la fragilidad no puede ser entonces sino
superficialmente recubierta, no suprimida, de modo que, al destruir los lazos
demasiado débiles, deba revelarse como materia prima en estado bruto. Pero en los dos
casos la obra sigue siendo abstracta; los fundamentos abstractos de la novela no
toman forma sino gracias al acto por el cual esa abstracción se desenmascara ella
misma lúcidamente; la inmanencia del sentido tal como lo exige la forma nace
justamente del hecho de ir hasta el final, y sin ninguna consideración en la puesta
al desnudo de su ausencia.
Con relación a la vida, el arte es siempre un "a pesar de todo"; la creación de
formas confirma de la manera más profunda la existencia de esa disonancia. Pero, en
todos los demás géneros, incluso la epopeya, por razones que se comprenden por sí
mismas, la aceptación de ese hecho es algo que precede a la realización mientras
que ella es la forma misma en el caso de la novela. Por eso la relación entre la ética
y la estética en el proceso creador difiere aquí de lo que es en otros géneros
literarios. La ética no es sino una condición previa y formal que, debido a su
profundidad, permite acceder hasta la esencia que requiere la forma; por su
extensión, alcanzar la totalidad igualmente requerida por la forma y que suscita,
gracias a su carácter global, ese equilibrio de elementos de los cuales la palabra
justo no es sino la traducción en el lenguaje de la ética pura.
En la novela, en compensación, la intención ética es sensible al corazón mismo de
la estructura de cada detalle, es en su contenido más secreto, un elemento eficaz de
la construcción de la obra. Así, en tanto que la característica esencial de otros géneros
literarios es descansar en una forma acabada, la novela aparece como algo que deviene,
como un proceso. Y por eso es el género más expuesto a peligros desde el punto de
vista artístico, de modo que muchos críticos que identifican la problemática y el hecho de
ser problemático, no la consideran sino a medias como un arte. Tesis especiosa que tiene
para ella apariencia de razón, pues la novela es el único género que posee una
caricatura que, para todo lo que no es esencial en la forma, se le parece casi hasta
confundirse con ella: la literatura de diversión ofrece todas las características exteriores de
la novela, pero en su esencia, no está ligada a nada, no descansa sobre nada y carece,
por consiguiente, de toda significación.
Por tanto, mientras que en todos los géneros que presentan el ser como una realidad
constituida, semejantes caricaturas son imposibles, pues el elemento extraartístico de la
puesta en forma no podría ser un solo instante disimulado, aquí una aparente
aproximación resulta posible casi hasta el desprecio, porque las ideas que intervienen
eficazmente para ligar y dar forma tienen un carácter disimulado y regulador; porque
una movilidad vacía comporta una aparente afinidad con un proceso cuyo último
contenido escapa a toda racionalización. Pero para quien sabe mirar de manera más
precisa, en cada caso concreto tal acercamiento debe revelarse como una caricatura, y
los argumentos que invocamos, por otra parte, para negar que la novela pertenezca por
esencia al dominio del arte no tienen ellos tampoco, sino una apariencia de razón. No
sólo porque la problemática y la inconclusión normativa de la novela, hacen de ella
filosófica e históricamente, una forma verdadera y porque, signo de su legitimidad, capta a
través de su substracto la verdadera situación actual del espíritu, sino también porque su
carácter de proceso sólo excluye la conclusión desde el punto de vista del contenido.
En tanto que forma, a la inversa, constituye un equilibrio móvil pero seguro entre el
devenir y el ser; en tanto que idea de devenir se torna estado y así, al convertirse en
ser normativo del devenir, se supera: "la ruta ha comenzado, el viaje ha terminado".
Ese pretendido semiarte prescribe pues leyes aún más rigurosas y más inviolables,
que las de las "formas cerradas", leyes tanto más imperiosas cuanto que, por esencia,
son menos susceptibles de definición y de formulación: son las leyes del tacto. Tacto
y gusto, categorías en sí inferiores que pertenecen enteramente a la esfera de la vida y
no tienen importancia aún con relación a un mundo ético esencial, adquieren en la novela
una importancia considerable, constitutiva: es únicamente gracias a ellos que, desde el
principio al fin de esa totalidad que forma la novela, la subjetividad consigue conservar
su equilibrio, instaurarse como objetividad épica normativa y, por eso mismo, superar
la abstracción, es decir, el peligro propio a ese género literario.
Pues ese peligro puede también expresarse como sigue: allá donde la ética
-devenida un a priori que no es solamente formal sino que concierne también a los
contenidos- debe encargarse de la construcción de una forma en tanto que, en las
figuras creadas, no encontramos ya a título de 'dato una coincidencia o, al menos, una
convergencia evidente entre la ética como factor interior de la vida y el substracto
de la acción, en las estructuras sociales, según era el caso en las edades épicas, es
de temer que en lugar de una totalidad presente, un aspecto subjetivo de esa
totalidad no reciba forma, lo que desnaturalizaría y aun destruiría la exigencia
propia de la gran literatura épica que tiende a una objetividad receptora. Ese
peligro no puede ser soslayado sino solamente superado desde el interior. Porque se
elimina esa subjetividad limitándose a oírla en silencio o a trasformarla en voluntad
de objetividad: ese silencio y ese esfuerzo se revelan más subjetivos que la ma-
nifestación de una subjetividad confesada y, por consiguiente, si tomamos de nuevo el
término en su sentido hegeliano, aún más abstracto.
Los primeros teóricos de la novela, es decir los estetas de los comienzos del
romanticismo, han llamado ironía al movimiento por el cual la subjetividad se
reconoce y se anula. Como constituyente formal del género novelesco, ella significa que
el sujeto normativo y creador se disocia en dos subjetividades: una que, en tanto
interioridad, afronta los complejos de poderes que le son extraños y se esfuerza por
impregnar un mundo extraño, con los contenidos mismos de su propia nostalgia; la
otra, que ilumina el carácter abstracto, y por consiguiente, limitado de los mundos,
ajenos uno al otro, del sujeto y el objeto; este último los comprende en sus límites
captados como necesidades y condiciones de su existencia y, gracias a esa lucidez,
dejando subsistir la dualidad del mundo, percibe, no obstante, y forma un universo
dotado de unidad, por un proceso donde se condicionan recíprocamente elementos de
esencia heterogénea. Esa unidad sigue siendo, a pesar de todo, puramente formal: el
carácter extraño y hostil que el mundo exterior y el mundo interior presentan uno
para el otro no es abolido, sino solamente reconocido como necesario; y el sujeto que lo
reconoce como tal no es menos empírico, menos cautivo del mundo y menos
restringido a la anterioridad que aquellos que han devenido sus objetos.
Semejante situación quita a la ironía esa superioridad fría y abstracta que
reduciría la forma objetiva a una forma subjetiva -la de la sátira- y la totalidad a
un simple aspecto, pues obliga al sujeto que contempla y que crea a aplicarse a sí
mismo su propio conocimiento del mundo, a tomarse a sí mismo, tanto como a sus
criaturas, por libre objeto de una libre ironía, en una palabra, a transformarse en
sujeto puramente receptivo, ese mismo que es normativamente prescripto en la gran
literatura épica.
Esa ironía es la autocorrección de la fragilidad; las relaciones inadecuadas pueden
convertirse en una ronda fantástica y ordenada de malentendidos y de desconocimientos
mutuos donde todo es visto bajo múltiples fases: como aislado y como ligado, como
soporte de valores y como nada, como separación abstracta y como vida autónoma
concreta, como decoloración y como floración, como sufrimiento infligido y como
sufrimiento sufrido.
Así, sobre la base cualitativamente nueva en absoluto, captamos la vida en una
perspectiva diferente donde se entrelazan inextricablemente la autonomía relativa de
las partes y su vínculo con el todo. Con la única reserva de que las partes, a pesar de
ese vínculo, no pueden jamás perder la rigidez de su autonomía abstracta y que su
relación con la totalidad, por próxima que sea de lo orgánico, no constituye, empero,
sino una relación conceptual sin cesar abolida y no una realidad auténtica y
nativamente orgánica. En el plano de la composición, se deduce que hombres y
acciones poseen sin duda, el carácter no limitado propio de la materia épica, si bien
su estructura se distingue esencialmente de la que le es propia a la epopeya. La
diferencia estructural donde se expresa el carácter seudoorgánico -en última instancia
conceptual- de la materia novelesca, es la que separa un continuo orgánico y
homogéneo de un discontinuo heterogéneo y contingente. El resultado de esa
contingencia es que las partes relativamente autónomas de la novela son más
independientes que las de la epopeya, más perfectas en sí mismas, de modo que,
para evitar que hagan estallar el todo, se las debe adaptar a ese todo por medios
que se sitúan más allá de su simple presencia.
Es necesario, en efecto, que esas partes posean una significación rigurosa, aunque de
modo por completo distinto a la epopeya, desde el punto de vista de la
composición y la arquitectura, sea para aclarar por contraste el problema central, como lo
hacen los cuentos insertados en el Quijote, sea para introducir a título de preludio,
temas ocultos, que serán finalmente decisivos para el desenlace, como es el caso de
Confesiones de un Alma Bella. Jamás, no obstante, su simple presencia justifica su
existencia. El hecho de que las partes que no tienen otro lazo entre sí que el
impuesto por la composición puedan vivir cada una por separado una vida propia, se-
guramente tiene sólo significación sintomática, porque torna más evidente la estructura
de la novela en su totalidad; pero ninguna necesidad exige que toda novela ejemplar
manifieste esa consecuencia extrema de su propia estructura y cada vez que
intentamos dominar los problemas que plantea la forma novelesca refiriéndose
únicamente a ese carácter, el resultado es que se recarga la composición con simples
artificios y la iluminamos de manera excesiva, como es el caso entre los románticos o
en la primera novela de Paul Ernst.
Pues, en lo que concierne a la contingencia, no se trata sino de un síntoma cuyo
único papel es aclarar un estado de hecho que está necesariamente por todas partes y
siempre ahí, pero que no deja de recubrir con una apariencia de realidad orgánica,
sin cesar desenmascarada, el tacto artísticamente irónico de la composición. La forma
exterior de la novela es esencialmente biográfica. El carácter orgánico al que tiende
la biografía es el único en condiciones de objetivar la fluctuación entre un sistema de
conceptos que deja constantemente escapar la vida y un complejo viviente siempre
incapaz de alcanzar el reposo de su acabamiento de sí donde la utopía devendría
inmanencia. En una situación histórica donde la categoría de lo orgánico se impone de
modo universal al conjunto del ser, sería violentar tontamente lo que forma en efecto
el carácter orgánico, pretender situar la singularidad de un ser viviente -con su
estrecha limitación- en el punto de partida de la estilización y en el centro
mismo de la puesta en forma. Y en una edad donde dominan los sistemas
constituyentes, la significación paradigmática de una vida singular no constituye jamás
sino un simple ejemplo. Suponiendo que podamos alguna vez soñar con presentar tal
vida como soporte -y no como substrato- de valores, semejante destino aparecería
como la más risible de las pretensiones.
En la forma biográfica, la realidad singular, el individuo que modela el escritor,
posee un peso específico que sería demasiado pesado para la universal soberanía de
la vida y demasiado ligero para la del sistema; un grado de aislamiento que sería
demasiado grande para aquélla y desprovisto de sentido para éste; una relación con
el ideal del cual el individuo es portador y agente, que sería demasiado acentuada
para aquélla e insuficientemente subordinada para éste. A la aspiración irrealizable y
sentimental, tanto hacia la unidad inmediata de la vida como hacia el ordenamiento
universalmente global del sistema, la forma biográfica confiere equilibrio y apacigua-
miento: la transforma en ser. Pues la figura central de la biografía no tiene sentido
sino en su relación con un mundo de ideales que la supera, pero ese mundo no tiene
él mismo realidad sino en tanto que vive en ese individuo y por la virtud de esa
vivencia. Es así que en la forma biográfica vemos establecerse un equilibrio entre
dos esferas de vida, y una y otra irrealizadas e inaptas aisladamente para realizarse;
vemos surgir una vida nueva, dotada de caracteres propios, que posee su perfección
y su significación inmanente aunque de modo paradojal: la vida del individuo
problemático.
Mundo contingente e individuo problemático son realidades que se condicionan una
a la otra. Cuando el individuo no es problemático, sus fines le son dados con una
evidencia inmediata y el mundo en que esos mismos fines han construido el edificio
puede oponerle dificultades y obstáculos en la vía de su realización, pero sin jamás
amenazarlo con un serio peligro interior. El peligro no aparece sino a partir del momento
en que el mundo exterior ha perdido contacto con las ideas, cuando esas ideas
devienen en el hombre hechos psíquicos subjetivos: ideales. Desde que las ideas son
planteadas como inaccesibles y devienen, empíricamente hablando, irreales, desde que
son cambiadas en ideales, la individualidad pierde el carácter inmediatamente
orgánico que hacía de ella una realidad no problemática. Se ha convertido a sí misma
en su propio fin, pues lo que le es esencial y hace de su vida una vida verdadera, lo
descubre de ahora en adelante, en ella, no a título de posesión ni como fundamento de su
existencia, sino como objeto de búsqueda. No obstante, el mundo que lo rodea no instaura
sino otro substrato, otra materia de formas categoriales que fundan su mundo interior: hace
falta, pues, que el abismo infranqueable entre el ser efectivo de la realidad y el deber ser
del ideal -que no corresponde a la diferencia de materia sino a la diferencia de la
estructura- constituya la esencia misma del mundo exterior.
Esa diferencia se manifiesta de la manera más clara en el carácter puramente
negativo del ideal. En el mundo subjetivo del alma, el ideal se encuentra tan exactamente
aclimatado como las otras realidades psíquicas, aun si es rebajado a su nivel, el de la
vivencia; por eso le es posible manifestarse de manera inmediata, y hasta en sus contenidos,
de un modo positivo; en el mundo circundante del hombre, en compensación, el divorcio entre
el ser de la realidad y el deber-ser del ideal se revela en la ausencia objetiva del ideal,
provocando a su vez una autocrítica inmanente del simple dato que, privado del ideal
inmanente, devela él mismo su propia inanidad.
Esta autodestrucción que, en la manera en que está dada, presenta una dialéctica
situada exclusivamente en el plano del pensamiento, sin ninguna evidencia inmediata y
sensible, aparece bajo dos formas. En primer lugar, como falta de armonía entre la
interioridad y su substrato en el dominio de la acción, falta que resalta de manera tanto más
neta cuanto más verdadera esa interioridad, cuanto más próximas de sus fuentes están las
ideas del ser, devenidas ideales en el alma. En seguida, como impotencia de ese mundo
extraño al ideal y hostil a la interioridad, a perfeccionarse efectivamente, a encontrarse en sí
mismo, en tanto que es todo, la forma de la totalidad, a hallar para la relación que lo liga a
sus elementos como para la que los liga entre sí la forma de la coherencia, es decir la
irrepresentabilidad. En sus partes como en su conjunto, ese mundo exterior escapa a las
formas de su creación sensible inmediata. Sólo adquiere vida si puede ser relacionado, ya
sea con la experiencia interior que viven los hombres extraviados en él, ya sea en la mirada
contemplativa y creadora del escritor en su subjetividad representativa; si se transforma, por
consiguiente, o bien en el objeto de un estado de alma, o bien en el objeto de una
reflexión.
Así se fundamenta, en el plano de la forma, y se justifica en el plano literario,
esa exigencia de los románticos que esperaban de la novela que reuniera en ella todos
los géneros e hiciera lugar en su edificio igualmente al puro lirismo y al pensamiento
puro.
Es paradojalmente el carácter discontinuo de esa realidad que, en el interés
precisamente de la significación épica de la obra y de su validez sensible, requiere
semejante incorporación de elementos esencialmente extraños, unos a la literatura
épica, otros a toda creación literaria. Además, lejos de que el papel de esos elementos
se limite a crear la atmósfera lírica o la significación intelectual que confieren a
acontecimientos que, sin ellos, serían prosaicos, aislados e inesenciales, es en ellos y
sólo en ellos que puede aparecer la última base de todo, la que asegura la cohesión
de todas las partes: el sistema de ideas reguladoras que constituyen la totalidad.
Porque la estructura discontinua del mundo exterior descansa en resumen sobre el
hecho de que el sistema de ideas no tiene un poder regulador con relación a la
realidad. La incapacidad de las ideas para penetrar en el interior mismo de esa reali-
dad hace de ésta un discontinuo heterogéneo, de modo que a partir de esa misma
relación se crea la necesidad aún más profunda, para los elementos de la realidad, de
un nexo bien claro con el sistema de ideas como no ocurría en el universo de Dante. Pues,
en la obra de Dante, por el simple hecho de haberse asignado el lugar que le convenía
en el edificio del mundo, cada figura recibía vida y sentido de manera inmediata, dado
que esa vida y ese sentido se encontraban presentes en el mundo orgánico de Homero,
en perfecta inmanencia, en cada manifestación de la vida.
El proceso así explicitado como forma interior de la novela es la marcha hacia sí del
individuo problemático, el encantamiento que ―a partir de una oscura subordinación a
la realidad heterogénea puramente existente y privada de significación para el
individuo― lo lleva a un claro conocimiento de sí. Una vez conquistado ese
conocimiento de sí, parece que el ideal así descubierto se inserta como sentido de la
vida en la inmanencia de ésta; pero hacía falta, no obstante, que la disociación entre
ser y deber-ser fuera abolida, y aún ahí donde se desarrolla ese proceso, en la vida
de la novela, jamás ella podrá desaparecer. No se puede aspirar sino a un máximo de
aproximación, a una irradiación muy profunda e intensa del hombre por el sentido de
su vida. La inmanencia de sentido tal como la exige la forma es obtenida entonces
respecto a lo vivido de una experiencia que enseña al hombre que esa simple visión
de sentido es la más alta gracia que puede acordarle la vida, el único fin por el que
merece ponerse en juego una vida entera, el único salario por el cual vale la pena
librar tal combate. Ese proceso se extiende sobre toda una vida, y con su contenido
normativo -la vía que lleva a un hombre al conocimiento de sí mismo- su
orientación y sus dimensiones se encuentran dados a un mismo tiempo.
La forma interna del proceso y su posibilidad de expresión literaria más
adecuada, la forma biográfica, iluminan toda la distancia que separa el ilimitado
discontinuo de la materia novelesca y el infinito continuo, propio de la materia épica.
Ese ilimitado es una mala infinitud; para devenir forma tiene necesidad de límites, en
tanto que el infinito de una materia puramente épica es interior y orgánico, lleva en sí y
exhibe su valor, se asigna a sí mismo y desde dentro sus propios límites e, indiferente
a lo que excede sus límites se reduce a una simple consecuencia o a un síntoma. La
forma biográfica significa para la novela la victoria sobre la mala infinitud. Por una
parte, las dimensiones del mundo se reducen a las que pueden asumir las vivencias
del héroe y la suma de éstas es organizada por la orientación que tome la marcha del
héroe hacia el sentido de su vida, que es el conocimiento de sí; por otra parte, la
masa heterogénea y discontinua de hombres aislados, de estructuras sociales sin
significación y de acontecimientos desprovistos de sentido que aparecen en la obra,
recibe una articulación unitaria por la puesta en relación de cada elemento singular
con la figura central y con el problema vital que ilumina el curso de su existencia.
Así, en el dominio de la novela, el comienzo y el fin determinado por los límites
iniciales y terminales del proceso que proporciona su contenido a la obra novelesca,
devienen los límites significantes de una vida netamente delimitada. Por poco que la
novela se encuentre ligada en sí y para sí a las dos extremidades naturales de la vida, al
nacimiento y a la muerte, puesto que ella indica el punto donde comienza y donde se
detiene el segmento de vida que determina su problema, y que ella considera como
único esencial pues no muestra lo que precede y lo que sigue sino en perspectiva y
como única referencia a ese problema, hay tendencia a desplegar, no obstante, toda su
totalidad épica en el desarrollo de la vida para ella esencial. Que el principio y fin
de esa vida no coincidan con los de la existencia humana, es lo que muestra la
orientación del género biográfico hacia las ideas; seguramente la evolución de un hombre
sigue siendo el hilo conductor a lo largo del cual el mundo se nuclea y se despliega en
su totalidad, pero esa vida no accede a semejante significación sino porque ella
representa típicamente el sistema de ideas y de ideales vividos que condiciona, a título
regulador, los mundos interiores y exteriores de la novela.
Si la existencia literaria de Wilhelm Meister se extiende desde el estadio donde su
crisis se ha agudizado en circunstancias dadas, hasta el descubrimiento de su
vocación, esa estructura biográfica descansa sobre los mismos principios que la des-
cripción de una vida que comienza con la primera experiencia importante del héroe
aún niño y termina con su muerte, en la novela de Pontopislclan. En todos los casos,
esa estilización se distingue claramente en la epopeya, donde el personaje central y sus
aventuras constituyen una masa organizada en sí de modo que para ella, principio y fin,
presentan una distinta y mucho menor significación; no son sino momentos de fuerte
intensidad, homogéneos a todos los otros, sumas sin dudas del conjunto, pero que no
significan nada más que la aparición o el desenlace de grandes tensiones.
Aquí como en todo, Dante ocupa una posición única en el sentido que, en él, los
principios de estructuración que tendían hacia la forma novelesca retornaban a la forma
épica. Principio y fin son, en su obra, decisivos para la vida esencial y todo lo que
puede ser importante y significativo se desarrolla entre esos dos límites; antes, al
principio, no había sino un caos rebelde a la salvación; después, el fin, es la seguridad
de una liberación a la que no amenaza ya ningún peligro, de ahora en adelante. Pero lo
que se encuentra encerrado entre esas dos extremidades se sustrae precisamente a las
categorías biográficas del proceso para alcanzar el devenir eternamente siendo de una
visión extática; y lo que, para el género novelesco, se ofrece a la captación -del escritor, a su
trabajo estructurarte, se encuentra aquí, por la significación absoluta de lo vivido,
condenado a una inesencialidad absoluta.
La novela permite mantener lo esencial mismo de su totalidad entre su principio y
su fin; por ese hecho, eleva al individuo hasta la altura infinita de aquel que debe crear
todo un mundo por su experiencia vivida y mantener esa creación en equilibrio; hasta una
altura a la cual jamás el individuo épico podría alcanzar, ni aun el héroe de Dante, el cual
debe su significación a la gracia que le ha sido acordada y no a su individualidad. Pero,
en razón de esa ruptura, el individuo se reduce a no ser sino un instrumento cuya
situación central depende exclusivamente de su aptitud para revelar una cierta
problemática del mundo.

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