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Taniguchi Busón
Gracias a
Alberto Salcedo Ramos
que sin saber, escribió parte
de esta novela
El corazón del escorpión 11
que no le creyó que, en efecto, seguía vivo. Algunos dicen que está
en Barranquilla, donde una amante llamada Cecilia. Otros juran
que amaneció descalzo en el mercado de Galapa, Atlántico, jugan-
do dominó. Los de más allá aseguran que como en Cartagena hay
temporada taurina, es imposible que haya salido de la ciudad. ¿No
era, acaso, el que andaba ayer por el Parque Bolívar, con una cami-
seta enrollada en la cabeza, convidando a pelear a un lustrabotas?
¿No era el que devoraba una posta de sábalo frito en una cabaña
de La Boquilla? Si te pones a buscarlo, te pierdes tú también. Te
confundes, sientes dolor en los talones. No entiendes por qué si
Milton Olivella es omnipresente como el sol, tú no lo encuentras.
Si quieres tropezarte con él –te previene el vendedor callejero de
mariscos– debes ir a las once en punto de la mañana a los quioscos
de La Matuna. Un jubilado de los que tertulian en los alrededores
de la Gobernación cree que Olivella pasó hace media hora por
el malecón de Bocagrande. Un taxista del aeropuerto jura que lo
saludó en las playas de Crespo. Las prostitutas de la Calle de la Me-
dia Luna suponen que está almorzando con los boxeadores del Pie
del Cerro y los boxeadores, a su vez, se lo imaginan encerrado con
las prostitutas. Las versiones se multiplican según el número de
personas a las cuales les preguntas. La semana pasada estaba en el
barrio Chiquinquirá con un vaso de tinto en la mano. Hace cuatro
días tenía una gorra de los Yankees y estaba conversando con su
compadre Bernardo Caraballo. Si hubieras llegado diez minutos
antes, lo habrías encontrado en esa cafetería tomando jugo. Ahora
14 José Manuel Palacios Pérez
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Solo te digo una cosa: uno vale por lo que tiene. Eso es así, lo sabe
todo el mundo. Después que no me vengan con cuentos de que es
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una gran persona cuando está sobrio y que le puso la luz eléctrica
a Palenque y que es un hombre muy admirado y respetado en el
mundo del boxeo; a nadie le importa si fuiste campeón mundial
o si fuiste más rico que el Papa, si ahora no tienes nada, no vales
nada, me parece.
Madre sale de la cocina con su camisón de colores comprado
en el mercado y un trapo envuelto en la cabeza, me trae una taza
de café negro. No entiendo para qué se tiene que vestir como ne-
gra, como si la gente no se diera cuenta. Además, esos camisones
son para pobres y uno vestirse como pobre es llamar la pobreza.
Se demoró bastante en traerme el café pero no digo nada. Ma-
dre es una mujer sensible a la que es mejor tratar con delicadeza y
no recalcarle sus errores. Los tiene, como todo el mundo, pero en
realidad todos son excusables.
Ya va a estar listo el desayuno, dice madre y se pierde en la
cocina otra vez.
Prendo un cigarrillo para acompañar el café negro. En realidad
el desayuno debería estar listo ya, pero no digo nada. A veces no
resulta fácil ser tan paciente pero es una cosa que se alcanza con
la práctica.
No deberías empezar a fumar desde tan temprano, dice madre
asomando la cabeza por el agujero de la puerta que da a la cocina.
No digo nada y fumo un rato. El café no está tan bueno. Le he
dicho millones de veces que tiene que calentar el agua antes de
meterla en la cafetera. Pero como no se levanta suficientemente
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hace todo lo que le digo y se deja enseñar todo lo que sé, va a lle-
gar a ser campeón mundial. Mi mujer no decía nada. El problema
es que con esa gente con la que se fue parece que es todo más
rápido, me entiendes, pero no es verdad, porque cuando llegas a
una pelea por el título no estás preparado, mira a Milton, cuando
peleó la primera vez contra el argentino en el… déjame ver… en
el setenta y uno, le decía a mi mujer, perdió. Ajá, allá en el Luna
Park, yo estaba con él y perdió, no porque el argentino fuera me-
jor que él, sino porque no estaba listo, me entiendes, Milton podía
ganarle al argentino pero no podía derrotar la forma en que esa
gente apoyaba a su peleador, es una vaina que nunca hemos senti-
do, me decía Milton, dime si no, me decía, y yo le decía que sí, que
ese apoyo que el argentino recibía en Argentina es una vaina que
nunca habíamos sentido y que Milton nunca sintió, ni siquiera
cuando era el negro que más vale en Colombia, el negro que se
acuesta con las reinas de belleza y que almuerza con los presiden-
tes, porque la diferencia es que si había diez mil argentinos vien-
do pelear al argentino había diez mil personas que fueron a verlo
ganar, en cambio si había diez mil colombianos viendo pelear a
Milton había diez mil personas esperando verlo perder. Por eso
es que cuando ya Milton era campeón mundial y peleó contra el
argentino en Caracas y los de su esquina tiraron la toalla porque
el tipo estaba sufriendo un castigo innecesario, me entiendes, le
decía a mi esposa, y la pelea estaba perdida dos rounds antes y no
había manera de recuperarla, el tipo lloró de vergüenza sobre el
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y todas esas vainas, pero uno tiene que decir que nunca abandonó
a sus amigos de antes, a los pobres. La verdad es que no, primo,
nunca. Ni a su pueblo, me entiendes, tú sabes todas las vainas que
hizo por Palenque. Yo me acuerdo cuando trabajábamos arre-
glando jardines de casas en el barrio de la Manga, una vez salió el
dueño de la casa vestido con saco y corbata, muy elegante pensé,
pero entonces Milton me empezó a decir que cuando él fuera rico
no iba vestido así, y yo le pregunté cómo, y me dijo con la corbata
y la camisa mal combinada, y yo le dije que qué mierda iba a saber
él de eso, que nunca en su vida había tenido ni corbata ni camisas,
y me dijo que eran cosas que él sabía, y le pregunté de dónde y me
dijo que no se acordaba pero que las sabía. El turco Samir decía
que su mujer decía que Milton tenía una vaina que nadie más
tenía y yo la entiendo. Es una vaina rara que no sé cómo definir
pero que es como la vez que se nos apareció el pelao pidiendo
limosna. Milton y yo habíamos estado vendiendo pescado de casa
en casa, descalzos, con un sol que te quieres morir. Tú no sabes lo
que es eso, primo, porque eres un pelao que nació con plata, pero
es una vaina que no se la deseo ni a mi peor enemigo: los pies se
te quiebran por el salitre y el piso caliente, la cabeza te duele de
tanto aguantar sol, la garganta, el sudor; una vaina fea, primo, fea.
La vaina fue que después de estar todo el día vendiendo pescados
de casa en casa nos alcanzaba la plata para llevar unos plátanos,
arroz y huevos a la casa, o sea, yo a la mía y Milton a la de él.
Como ya estaba oscureciendo decidimos tocar en una casa más.
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Salió una señora que nos dijo que no necesitaba pescado pero nos
preguntó si habíamos comido algo y le dijimos que desde la ma-
ñana no habíamos comido nada y la señora nos sacó un plato con
patacones, suero y queso a cada uno y una gaseosa fría. Y justo
cuando íbamos a empezar a comer llegó un pelao a pedir limosna
a la casa y la señora le dijo que no tenía plata y que la comida que
había sobrado ya nos la había dado a nosotros. Entonces el pelao
se dio vuelta y Milton lo llamó y le entregó su comida. Yo le dije
que no le diera nada que él podía trabajar así como nosotros y
Milton me respondió: Déjalo, broder, que el pelao tiene hambre.
Me entiendes, primo”.
Y Efraím dijo: “Pero yo no me refería a eso, viejo Jhonny, sino
a cómo era como boxeador”.
Y entonces yo: “Bueno, eso es otra vaina”.
Y Efraím: “Cuéntame”.
Y entonces yo le dije: “A Milton no le gustaba entrenar y no le
importaba un carajo el boxeo. Tenía la racha más larga de peleas
perdidas que nadie haya conocido, se paraba en el ring y ni se
movía ni pegaba ni se protegía ni esquivaba, como si la trom-
pera que le caía encima no fuera cosa de él. La gente lo odia-
ba. Solo había dos formas de que un boxeador negro llamara la
atención del público en esa época, que peleara por el honor de
la raza, y entonces todos los negros de Cartagena lo iban a ver
pelear (eso quería ser yo, me entiendes); o ser un negro engreí-
do, y entonces todos los blancos de la ciudad te iban a ver pelear
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Y yo dije: “Aguanta, primo, que ya voy para allá. Te dije que fue
un cambio raro. Un día Milton se apareció en el gimnasio con un
señor, me entiendes. El man se encerró a hablar con el turco Sa-
mir en su oficina y Milton se quedó afuera conmigo. Le pregunté
quién era el tipo y me dijo que su viejo. El tipo los había abando-
nado cuando Milton tenía seis años y se había ido para Venezuela
con una vecina a la que había embarazado. Milton no me quiso
contar nunca qué le había dicho su viejo y lo único que el turco
Samir me dijo es que el papá de Milton le había pedido que acep-
tara a su hijo otra vez en el gimnasio, que él estaba seguro de que
las cosas iban a ser diferentes y Samir le preguntó por qué razón
él aceptaría y el padre de Milton le dijo que por hacer una obra
de caridad, porque pedirle ese favor era lo único que el padre de
Milton podía hacer por su hijo en la vida. Esa fue la última vez
que Milton vio a su viejo y desde ahí empezó a ser, me entiendes,
disciplinado y esas cosas”.
Y Efraím: “Pero ¿qué le dijo el padre a Milton?”.
Y yo le dije: “Ahh, eso sí que no lo sé, primo, porque Milton
nunca quiso decirme”.
Y entonces Efraím preguntó: “¿Y después nunca vio al padre
otra vez?”.
Y yo dije: “Nada. Cuando peleó en Venezuela intentamos lo-
calizarlo y conseguimos el teléfono, pero el tipo nunca quiso ver
a Milton”.
Y Efraím: “¿Cómo así?”.
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era robarlo. Ayola pidió que lo sedaran y cuando por fin Olive-
lla no podía oponer resistencia los enfermeros lo despojaron de
la prenda y encontraron una bolsa de manila llena de bolsas de
cocaína escondida entre los testículos de Olivella. Milton aún re-
clama que en esa ocasión le robaron una gran suma de dinero
en efectivo que llevaba consigo, aunque no se atreve a acusar al
doctor Ayola, quien en últimas le salvó la vida porque si la herida
no hubiera sido suturada a tiempo Milton podría haber muerto
desangrado, sí acusa a los enfermeros.
Ahora Milton era nuevamente su paciente en el Hospital Psi-
quiátrico San Pablo. Andrés Pastrana, aspirante conservador a la
Presidencia de la República, lo había llamado por la mañana para
decirle que quería ver a Olivella. Ayola le respondió que no se
oponía, siempre y cuando la visita fuera secreta y no un acto pú-
blico con intenciones políticas. El candidato presidencial volvió a
la carga, con el argumento de que a los amigos no se les esconde.
Esa relación se había forjado 22 años atrás, cuando Misael
Pastrana Borrero, padre de Andrés, era el presidente de Colom-
bia y Milton Olivella era el campeón mundial del peso walter
junior. La empatía entre los dos fue inmediata. El Presidente lo
recibía en el Palacio de San Carlos, lo ponía de ejemplo en sus
discursos y se hacía fotografiar frente al televisor cuando Olive-
lla peleaba. Como si fuera poco, iba a Palenque, el pueblo pobre
donde nació el campeón, a inaugurar los servicios de energía
eléctrica y acueducto. Olivella, por su parte, le dedicaba cada
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esta es la pelea que hay que ganar, esta es la que te va a sacar del
barro. De aquí en adelante vamos para arriba, no hay más opor-
tunidades, si pierdes esta: se acabó. King avanzó dos pasos hasta
alcanzar a Milton. Lanzó un recto con cada brazo, iniciando con
el derecho, que se estrellaron contra la defensa de Olivella y por
último, antes de retroceder, un upper cut que no encontró destino
gracias al movimiento de cintura de Milton. Así es, broder, así,
cuidando las costillas, pensó Milton. Ya pasó, ya perdió su turno,
ahora es el tuyo.
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hacerse cargo de su madre como lo hago yo. Por eso tiene una
oficina como la que tiene. Uno no puede ser bueno y tener éxito
en los negocios.
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que ellos son mi tim, la gente en la que uno confía, la que lo apoya
y todas esas vainas; pero si uno no puede confiar en su tim enton-
ces está jodido. O sea, viejo Jhonny, yo no me siento bien así”.
Y yo dije: “Esa gente es así, primo, yo te lo había dicho mil
veces”.
Revolví el azúcar del café que se quedó asentada en el fondo
del pocillo.
Y el pelao Miguel: “Sí que sí, viejo Jhonny, sí que sí. Pero esa es
la vaina, que uno solo aprende a los golpes, tú me entiendes, uno
no aprende cuando otro se golpea. O sea, cuando me fui con esos
manes yo creía en todo lo que me habías dicho, solo que yo pen-
saba que todo el mundo era así menos estos manes con los que yo
me iba, tú me entiendes, uno siempre cree que uno va a tener mejor
suerte que los demás. Como cuando uno se casa, viejo Jhonny, uno
cree que el matrimonio de uno nunca va a tener los problemas que
tienen los demás matrimonios, sí o no, menos los problemas del
matrimonio de los viejos de uno; uno cree que su matrimonio va a
ser el único perfecto, perfect, viejo Jhonny, perfect”.
Y yo: “Así es Migue”.
Y el pelao Miguel: “La vaina es que yo quiero volver al yim,
viejo Jhonny, acá con la gente, que tú manejes mis vainas, como
antes. Yo sé que la cagué, viejo man, y que te abrí del parche, pero
yo me di cuenta de que este es el único lugar donde se van a inte-
resar en mi carrera, no en sacarme plata. Acá éramos un tim y eso
es muy importante, viejo Jhonny, sí que sí”.
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Llamo a Lucero una vez más: no responde. Era un buen día para
hacer novillos.
Busco algo para almorzar. Algo económico. No soy el tipo de
persona que se gasta su dinero pagando por muebles costosos,
meseros bien vestidos y cocineros que estudiaron en Francia. Es
una vergüenza que ocurra lo que ocurrió con padre: primero no
tenía ni con qué comer, después solo comía en lugares exclusi-
vos y ahora le regalan la comida en la calle. Eso nunca me va a
pasar a mí.
Pensándolo bien prefiero volver a casa. Paro un taxi y me subo.
Cuando llego a casa escucho a madre rezando.
…cuando casi se ha perdido toda esperanza. Ven en mi ayuda
en esta gran necesidad, para que pueda recibir consuelo y socorro
del cielo en todas mis necesidades, tribulaciones y sufrimientos,
particularmente por mi esposo Milton para que lo liberes del de-
monio del vicio que lo atormenta…
Dejo las cosas en la sala y llego hasta el comedor donde veo a
madre arrodillada frente a la estatuilla de san Judas Tadeo y a una
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donde yo estaba.
Entonces dije: “Milton, primo, qué milagrazo”.
Y Milton: “Tú sabes, cabezón, uno nunca se olvida de los amigos”.
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dejarlo caer. Sabía que si King tocaba suelo se repondría del golpe
y volvería a atacar, sin embargo si lograba castigarlo lo suficiente
antes que tocara el suelo estaba seguro de que no se pararía antes
de que el árbitro contara diez y se iría a casa con el dinero para su
tratamiento en Cuba. Milton llevó a King hacia una esquina y lo
acorraló. Un gancho de derecha reabrió la herida que King tenía
en la ceja. Milton mandó una combinación a las costillas y remató
con un upper cut que en su camino tropezó una botella vacía de
cerveza que se estrelló contra el piso. King se protegía pero no
podía responder. Milton arremetió con todas las variantes ofensi-
vas que poseía. El joven King parecía que se iba al piso pero Mil-
ton no lo dejaba caer y le repetía el castigo. El público vitoreaba
cada golpe. En medio del entusiasmo de la muchedumbre Milton
Olivella escuchó el sonido de la campana que anunciaba el final
del asalto, no lo podía creer. Se maldijo por no haberlo dejado
caer. Un hombre joven como King podía reponerse en los sesenta
segundos que separan un round de otro mientras él ya no tenía
fuerzas para atacar.
Conforme esperaba al comienzo del round pensaba en la es-
tampa de san Judas Tadeo que su esposa llevaba a todas partes.
Milton se aferró a los rezos de Ángela Iguarán. Al comienzo del
décimoprimer round Olivella arremetió contra King seguro de
que los rezos de su esposa le darían la victoria. Era su oportuni-
dad de recuperar su vida. Ambos peleadores pegaron y recibieron
sin tregua. Milton sentía cómo sus golpes se hacían más débiles.
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como si me destruyera.
Y Efraím: “Un, dos, uff, uff ”.
Pero cuando llegaba a casa lo imaginaba consumiendo cada
vez más y la sonrisa me desbordaba la boca. Milton era como una
estatua y yo la volaba en mil pedazos y yo volaba con él.
Y Efraím: “Un, dos, uff, uff ”.
Y después cuando perdió el título y me lloraba en el hombro yo
también lloraba, pero de alegría, porque por fin habían acabado
nueve años de fuego, de incendio constante. Cuando perdió el
título empecé a fumar y dejé de entrenar, estaba libre.
Y Efraím: “Un, dos, uff, uff ”.
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en represalia por tres gallinas y una olla de sopa que los habitan-
tes del Basilio habían brindado al general Robles y su batallón
hostil al gobierno.
Excepto una nueva quema de casas los habitantes de Palenque
no esperaban nada del gobierno central. De quien algo esperaban
era de Milton que era venerado casi como un santo. La respuesta
de Milton al descuido presidencial fue pública:
–Si no me va a hacer el favor de ponerle luz eléctrica a mi pue-
blo que me lo diga de frente –dijo ante las cámaras de televisión.
Para muchos esa fue la señal de que Palenque nunca tendría
luz eléctrica. Por más importante que fuera Milton un desafío
abierto al Presidente en esos términos no podía terminar en
otra cosa que en la declinación de la propuesta. Dos días des-
pués un helicóptero de las fuerzas armadas de Colombia des-
cendió sobre San Basilio. Los habitantes salieron de sus casas
y se agruparon en la plaza de tierra pisada a ver la novedad del
aparato. Del autogiro descendieron al mismo tiempo Milton
Olivella y el presidente Misael Pastrana. Milton iba vestido con
un pantalón y un saco a rayas, una camisa blanca de cuello de
tortuga y zapatos de tacón; el Presidente, que parecía un asesor
de Olivella encontrado para la ocasión, vestía con un panta-
lón azul turquesa y una camisa azul celeste. Detrás de ellos
bajó una comitiva de periodistas encargados de demostrarle a
la opinión pública que las promesas del Presidente nunca son
en vano. El mandatario dio un pequeño discurso en el cual
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